Por lo general, los maestros y maestras de español, cuando quieren enseñar las homófonas y los parónimos (aquellas palabras que tienen idéntico sonido, pero distinto significado; o esos términos que, sin tener el mismo sonido, suelen confundirse por ser muy semejantes) lo que utilizan es un listado con las voces respectivas. Pero, sigo creyendo que hay maneras más creativas e interesantes para este fin. Una de esas estrategias es usar la narrativa para que los estudiantes infieran y comprendan las diferencias entre estas palabras aparentemente similares en su pronunciación o en su forma.

El relato que sigue es un ejemplo de cómo conjugar la fuerza interpelativa de la ficción con la prescriptiva de la gramática. El relato puede usarse de dos maneras: como ejemplo ilustrativo y didáctico de este tipo de palabras, y como un incentivo para que los estudiantes construyan otros de manera semejante.

“Mi esposa y mi suegra”, ilustración de William Ely Hill.

Abigail y Josué, un amor homoparonímico

Abigail ansiaba abrazar a Josué. Su amor la abrasaba hasta la obsesión.

—Dios mío, haz que venga a mi alcoba —suplicaba a gritos la enamorada.

Pero Josué, que era un as de la seducción, prefería escaparse de ella por semanas.

Abigail insistía más de cien veces en sus llamadas. Ella sentía que su sien derecha iba a reventar.

—Estoy en la cima de mi amor —volvía decir para sí Abigail—, yo siento que esta pasión proviene de una sima profunda, de un magma incandescente.

Como no le dio resultado tal recurso, recordó el ejemplo de la fiel Penélope y empezó por las noches a coser un tejido interminable. Y tanto se entregó a esta labor que dejó de cocer sus alimentos.

Cuando ya había perdido toda esperanza, un día apareció Josué. Su presencia la dejó extática. Y así, quieta, estática, en el umbral de la puerta le expresó este reproche:

—He estado grave, enferma del alma. Y no veo que tu mente grabe lo que te digo.         

Josué se mantuvo en silencio.

—Si me has visto con un rebozo es para evitar que veas mis labios, porque mi amor ya rebosa la copa.

Josué se dedicó a escuchar el balido de las ovejas lejanas.

—Mi amor por ti será válido en cualquier tiempo.

Josué se detuvo a observar el menudo vello de los brazos de la mujer. Ella volvió a atacarle:

—No hay nada bello para ti en este amor, nada…

—Vaya, vaya… —respondió Josué como para salir de aquella cárcel de palabras.

La mujer sintió ira. Vio tras la valla de su jardín las flores secas e interpretó eso como un mal presagio.

—No cabe duda de mi amor, pero yo misma cavé mi infortunio.

—Mi amor me ha cegado —continúo Abigail— y tus continuos desaires han segado mi ilusión.

A Josué le parecieron hermosas aquellas palabras.

—Por lo que veo para ti ya no soy más que un desecho afectivo —dijo sollozando Abigail.

—Yo nada he deshecho, nada —replicó Josué a manera de disculpa.

—Este amor, como dice en el Cantar de los Cantares, quedará grabado en mi pecho, a pesar de los muchos gravámenes que he tenido que pagar por tu displicencia. Yo he arrostrado esos desaires sin decir nada, a pesar de las muchas ocasiones en la que has arrastrado mi alma sin ninguna compasión.

Abigail continuó. Estaba embelesada.

—Cada ausencia tuya machucaba mi corazón, y tus continuos desaires machacaban mis esperanzas. La hacían trizas. Yo estaba, como una mártir, en oblación permanente. Y por más que ansiaba una llamada o una carta tuya, esas pequeñas abluciones refrescantes jamás llegaron. Qué oquedad padecía y qué hosquedad la tuya, cuánto perjuicio me hiciste, quizá por tus prejuicios o tus aprensiones. Josué, prescríbeme la medicina para olvidarte o proscríbeme al lugar más remoto donde están los condenados del olvido. Provéeme alguna medicina si ya puedes prever nuestro desenlace. Perdóname por recavar en este sentimiento, pero no me cansaré de decírtelo hasta recabar mi propósito. Sé que mis palabras sonarán poco salubres en este momento, pero prefiero eso, a seguir manteniendo esa sensación salobre en mi boca. No pretendo con esto que te digo trastrocar lo que eres, ni menos pedirte trastocar la manera como vives. Perdóname, otra vez. Si puedes absolver mis faltas, me sentiré agradecida; de lo contrario tendré que, como una sedienta esponja, absorber mi propia amargura.

Josué pensó que ese largo discurso de Abigail era una perfecta invectiva, como las de Demóstenes, y que se requería bastante inventiva para decirla de manera improvisada.

—Yo he tenido la mejor actitud —dijo Josué, suavemente.

Abigail, más serena, le contestó con un tono de dolorosa aceptación:

—A lo mejor… pero tal vez no tengas la aptitud de amar abandonándote.

—Entonces, déjame abjurar del modo como te he amado…

—Ya quisiera yo hacer eso posible —respondió Abigail—, pero no soy una maga que pueda adjurar tus sentimientos.

Hubo un largo silencio. Las miradas dejaron de encontrarse. Josué se levantó del sillón y salió de la habitación, alejándose poco a poco. Al pasar por el jardín percibió el espirar dulce de las rosas, mientras que, adentro de la casa, Abigail sentía que su corazón había expirado.