—Casi que ni duerme —comentó una marmota, aún con ojos soñolientos.
—De día o de noche es lo mismo —agregó una comadreja, moviendo de lado a lado su cabeza—. Cuando estoy en mis rondas nocturnas lo veo despierto, pegado a sus libros.
—Eso es como un vicio —terció un conejo, levantando nervioso sus orejas.
Los tres contertulios miraban hacia arriba de un pino. Un búho, leyendo, ni se percataba del diálogo que acaecía abajo del árbol de frondosas ramas.
—A mí me produce es curiosidad —dijo una ardilla de larga y esponjada cola. Después de dar una vuelta rápida al tronco del pino, miró de frente a los otros animales, compartiéndoles una propuesta:
—Deberíamos hablar con él, a ver qué nos dice de ese estar todos los días entre libros.
La marmota, el conejo, la comadreja y otros curiosos que estaban cerca estuvieron de acuerdo con la iniciativa de la ardilla.
—Suba usted e invítelo a conversar con nosotros unos minutos sobre este asunto —exclamó el conejo.
La ardilla tomó la recomendación como un mandato y en poco tiempo estuvo cerca al búho.
—¿Muy ocupado?
El búho levantó sus grandes ojos, dejó a un lado el libro que estaba leyendo y miró a esa vecina ocasional que lo interpelaba.
—Un poquito…
La ardilla se acercó más al búho. Enseguida, poniendo el tono de voz de una súplica, le dijo:
—Yo y otros animales que podrá ver allá abajo, estamos muy intrigados por lo que hace, y queremos que nos cuente en detalle por qué anda concentrado todo el tiempo entre esos libros.
El búho miró hacia la raíz del árbol y descubrió muchos ojos observándolo.
—¿Intrigados por mis libros? —repuso extrañado.
—Sí —replicó veloz la ardilla—. Pero más aún por qué necesita de ellos o qué le hace estar día y noche de cabeza en esos volúmenes.
—Ah, ¿el por qué me gusta leer? —preguntó entusiasmado el búho.
—Sí, sí —saltó animada la ardilla—. Y queremos, si no es mucha molestia, invitarlo a que nos cuente sobre tal ocupación.
El búho puso un gesto pensativo, volvió a mirar abajo la concurrencia que se veía más nutrida por nuevos curiosos y, para no ser descortés con ellos y con la ardilla, desplegó las alas a la par que le respondía a su interlocutora:
—Vamos, pues, querida vecina… Vayamos a hablar de esta grata ocupación que, según he notado, cada día escasea más en estos bosques.
La ardilla de unos pocos saltos llegó a donde estaban reunidos la marmota, el conejo y la comadreja, quienes ya parecían refundirse entre el corrillo de animales. El búho se situó en un pequeño arbusto, justo al lado del portentoso pino.
—Bueno aquí está, nuestro amigo el búho —se lanzó a presentarlo la ardilla—. Él ha venido hoy a contarnos por qué se la pasa metido entre los libros noche y día.
Todas las miradas se posaron en el ave de grandes ojos.
—¿Y como qué quieren saber? —atinó a decir el búho para iniciar la conversación.
Después de un corto silencio, el conejo se lanzó a hacer una pregunta:
—¿Qué lo motiva a leer tanto?
—Una curiosidad que, poco a poco, se fue convirtiendo en un placer.
—¿Y no se cansa de leer?
Al búho le pareció extraña la nueva pregunta.
—El cuerpo se acostumbra a lo que la mente desea…
—Pero hay cosas que uno desea, y sin embargo lo cansan —lo interrumpió el conejo—. Yo no podría comer solo zanahorias todos los días.
—En cada libro encuentro alimentos diferentes y una misma página puede tener distintos sabores.
El grupo miró con más detalle la cara del que hablaba. Les pareció que los ojos amarillos del búho, con sus orejas y su pico formaban un triángulo misterioso.
—¿Y cómo hace para que no le coja el sueño mientras lee? —preguntó adormilada la marmota.
— Si uno tiene interés por algo las horas de sol le resultan pocas —respondió el búho
La marmota insistió:
—¿Y si el interés le dura a uno poquito?
—Entonces no era un genuino interés…
Los animales se miraron entre sí. En sus mentes indagaban si tenían o no un “genuino interés” por algo… La pausa fue rota por la voz estridente de una musaraña:
— Eso depende de la constitución de cada uno… yo no puedo quedarme quieta mucho tiempo.
El búho se detuvo en la larga nariz de su interlocutora y en cómo se desplazaba a toda prisa entre el corrillo de animales.
— El cuerpo está quieto mientras leo, pero es la mente la que se mueve a velocidades insospechadas.
— A mí me entraría la desesperación. Yo soy un ser de pura acción —exclamó un lince, erizando los penachos de sus orejas.
La mirada penetrante del búho se desplazaba según las opiniones de la concurrencia.
— ¿Y qué saca usted de esos libros? —exclamó un armadillo.
— Tantas cosas que no me alcanzaría este y otros días para contárselas…
—Pero, al menos compártanos algunas, si no es mucho pedir —dijo la ardilla.
El búho gitó su cabeza 250 grados hasta abarcar con la mirada a todo el grupo de escuchas.
—He sabido cuáles son nuestros más remotos orígenes, la existencia de numerosos animales que habitan en distantes tierras y las historias increíbles de otros seres que sólo crecen en nuestra fantasía… Y lo más importante —afirmó el búho, haciendo una pausa— los libros me han servido para ayudar a conocerme.
El grupo de animales se mostró asombrado por la última parte de la respuesta.
—Yo no necesito leer libros para saber quién soy —afirmó enfática una cacatúa—. Esta cresta, por ejemplo, ya es mi rasgo distintivo.
—Uno es más que pico y plumas —replicó el búho, en un tono tranquilo. Después de una pausa, agregó:
—Los libros son como espejos para mirar adentro de nosotros.
La concurrencia quería profundizar más en lo dicho por el búho:
—¿Hay muchos animales diferentes a nosotros? —increpó la comadreja, imaginando nuevas presas para su voraz apetito.
—Miles, infinidades… tantos como las hojas de estos árboles que nos rodean en este momento.
—¿Cómo conozco esos seres que habitan en nuestra fantasía? —preguntó la marmota.
—Leyendo las historias inventadas por los viajeros de lo maravilloso.
—¿Y de dónde procedemos nosotros? —preguntó intrigado un zorro.
El búho se detuvo en contestar. Recordó el libro que estaba leyendo y prefirió dar una respuesta corta.
—Venimos de las estrellas…
La ardilla notó que el diálogo se alargaba y, a pesar de la buena disposición del búho, consideró oportuno ir cerrando la conversación.
— Para no abusar de nuestro invitado, qué tal si le hacemos una última pregunta. ¿Quién se anima?
—¿Y qué le pasa a uno si no lee? —gruñó fuerte una jabalí.
El búho intuyó que la pregunta llevaba adentro una trampa. El sabía que la mayoría de la audiencia no leía y mucho menos el jabalí, que prefería dormitar entre los baños de barro.
—No le pasa nada… tan solo se priva de conversar con los que le precedieron.
—Ah, bueno —contestó indiferente el jabalí —. Me gusta vivir en el presente. Las personas que creemos en la experiencia no necesitamos del embeleco de los libros.
—La vida no se agota en la sobrevivencia —repuso sereno el búho—. Mis libros me han servido para no repetir las experiencias erradas de los demás.
La ardillla levantó sus brazos en señal de que la conversación llegaba a su fin. Agradeció al búho su presencia y subió presurosa hasta donde seguramente volaría el búho en unos instantes. Apenas el ave llegó, le reiteró su deferencia:
—Qué grato ha sido escucharlo —le dijo—. No sabía que dentro de esos volúmenes hubiera tantos conocimientos y tantas enseñanzas escondidas.
El búho miró a la ardilla con fraternal calidez.
—Son amigos que hablan en silencio. Mis maestros y mis guías cotidianos.
—¿Y uno puede adentrarse en ese mundo a cualquier edad?
—Desde luego. Los libros siempre mantienen sus ventanas abiertas.
La ardilla se acercó al búho con timidez. Alargó uno de sus pequeños brazos para hacerle una íntima solicitud:
—¿Podría prestarme uno, al menos? Uno que usted considere el más apto para alguien como yo, que hasta ahora empieza a adentrarse en ese mundo silencioso.
La cara del búho se iluminó.
—¡Por supuesto que sí!
Después dio unos pequeños pasos en la rama, revisó en su biblioteca y extrajo un viejo ejemplar de pastas amarillentas. Se lo entregó a la ardilla, a la par que le hacía una advertencia cariñosa:
—Este libro me lo regaló mi padre y es para mí como un tesoro. Ojalá saque el mismo provecho que yo he obtenido durante todos estos años. ¡Cuídemelo!
La ardilla tomó el gastado libro, le reiteró las gracias al búho y de varios saltos llegó hasta su refugio, unas ramas arriba del mismo árbol. Entró a su madriguera, hizo un lugar entre las bellotas y se dispuso a leer. Al abrir el libro, en la primera página, vio una dedicatoria que la conmovió: “Para mi querido Nicanor, este compendio de sabiduría que recibí de mi padre Salomón y que espero le sirva de guía y consejo cuando yo ya no esté a su lado”.
La ardilla sintió tristeza por no haber tenido un padre así, se consoló pensando en que al menos contaba ahora con su amigo el búho, y se adentró en las páginas del libro. Las letras que descubría al leer se asemejaban a un reguero de apetitosas semillas.
Marta Elena dijo:
Qué lindo… es una maravilla hacer enamorar de los libros a otro. Me trae muchos y variados recuerdos este escrito. Mil gracias
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Marta Elena, gracias por tu comentario.
Ricardo Munevar dijo:
Excelente relato, que buena invitación a la lectura y reflexionar sobre los autores que en silencio esperan ser invitados a una conversación a través de sus libros.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Ricardo, gracias por tu comentario.