Daniel Day-Lewis y Brenda Fricker, en una escena de la película “Mi pie izquierdo” de Jim Sheridan.

La presencia de la madre, su certeza, la incondicional complicidad con su hijo, la apuesta por un ser que, a pesar de su parálisis cerebral, podría tener las mismas oportunidades que sus otros hermanos… El aspecto protector de la madre, su avizor sentimiento para evitar el sufrimiento del hijo, la preocupación constante por conquistar una silla de ruedas, la paciencia para alimentarlo, la tenacidad para construirle su propio cuarto y lograr que así volviera a pintar… Cuántas muestras de cariño, de amor supremo. Porque Mi pie izquierdo la película de Jim Sheridan (1989) es, desde luego, la historia de Christian Brown, pero de igual modo, es un homenaje al sentido de la figura materna cuando debe enfrentar la circunstancia de un “hijo especial”, de un ser con discapacidad o que resulta, a los ojos de los demás, un “lisiado”, alguien sin posibilidad de futuro.

La película, inspirada en el texto autobiográfico, deja entrever otra cosa: gracias al arte, a la pintura y a la escritura, lo que parece una “limitación” genética se transforma en posibilidad de desarrollo, de crecimiento. Mediante la escritura el “lisiado” se convierte en un “genio”; por la pintura el impedido para expresarse fluidamente se torna en alguien capaz de mostrarle a otros su talento. El arte cumple el papel de agregarle “otros sentidos” a los que Christy traía de su nacimiento para, de alguna forma, “compensar” sus deficiencias o mermas expresivas. El arte otorga movimiento a lo paralizado; da locuacidad al balbuceo incipiente; el arte permite que nuestros defectos, nuestras marcas negativas, se vuelvan improntas de identidad, una manera de autodescubrimiento y, con el tiempo, de reconocimiento social.

Pero volviendo al papel esencial de la madre, tengo frescas en mi memoria tres escenas de la película. La primera, cuando Bridget –próxima a parir– sube a su hijo por las escaleras, mostrando un esfurzo sobrehumano. La segunda, cuando la madre mete las manos al fuego para salvar la alcancía en la cual guardaba los ahorros para la silla de ruedas de Christy. Y la tercera escena, una de las más signficativas, es la de ella empezando a cavar la tierra con un pica para construirle una habitación a su hijo, precisamente para sacarlo de su pena amorosa, de su silencio y de su abandono de la pintura. Estas tres escenas me permiten inferir, entre otras cosas, que sin importar el esfuerzo, la tenacidad o el agotar las fuerzas, la madre no nos deja tirados en un rincón debajo de la escalera, que la madre es, por excelencia, la negación al abandono. Otro punto es el nivel de “sacrificio” o la capacidad de dolor que pueden soportar las madres cuando tienen que defender, alimentar o lograr la salud de sus hijos. En este sentido, la madre representa la abnegación, la consagración o la entrega por otro ser humano aún a consta de su propia integridad. La madre resguarda, protege, cuida. Y el tercer asunto que me parece inspirador es que la certeza de la madre en las potencialidades de su hijo es tan grande que puede, con sus propias manos, levantar una habitación para él, para sus sueños más preciados. La madre, en consecuencia, crea escenarios para que otro ser sea en plenitud, para que conquiste la parcela de su felicidad. La madre es garantía de futuro, es la firmeza de que existe un horizonte.

Bridget siempre vigila a través de La ventana; Bridget prevé cuándo su hijo “puede acabar herido”; Bridget sabe  que “un cuerpo roto no es nada al lado de un corazón roto”; Bridget sabe cuándo su hijo no suena como su hijo porque hay demasiada esperanza en aquella voz”; Bridget saca ánimos ante los momento difíciles de su hijo para decirle: “si tú te has rendido, yo no”; Bridget es el símbolo supremo de la abnegación hasta el punto de confesarle a su hijo que “si pudiera darle sus piernas, aceptaría las de él encantada”… Bridget es la gran cuidadora, la que está atrás de los triunfos de su hijo, la que protege la continuidad de su vida.