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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: abril 2023

Poética de la escucha (III)

24 lunes Abr 2023

Posted by Fernando Vásquez in Ensayos

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Detalle de “Nydia, la niña ciega de las flores de Pompeya”. Escultura de Randolph Rogers.

15

“Les prestaste oído, sufriste con ellos,
pero con el fin de venerar también siempre el secreto”.
Vladimír Holan

 

La escucha se pervierte cuando se transforma en chismorreo. Para que la escucha se mantenga “intacta” tiene que estar resguardada por la discreción. Quien escucha a otro tiene el deber de atesorar la palabra recibida. Tal veneración por el secreto, por lo que ha sido confiado, es vital para que la confianza no se pervierta y para evitar que se distorsione el sentido original del mensaje recibido. Guardar aquella voz, protegerla de la locuacidad, es una garantía tanto para la persona escuchada como para el contenido de su comunicación. Mejor comportarse como un escucha circunspecto que como un hablador desmedido; mejor preferir la reticencia que el cotilleo o la murmuración. El sigilo hace parte de las cualidades más importantes de un escucha experimentado; y si bien parece un rasgo deseable de adquirir o prometer, no resulta tan fácil de cumplir. Lo más común son los deslices de información compartidos a otras personas o los comentarios desacomedidos a partir de una confidencia recibida como un tesoro personalísimo. Los lengüilargos cometen una forma de deslealtad comunicativa, violan la “reserva de la escucha”, rompen el pacto tácito de “cerrar la boca”. Desde luego, esta moderación se aplica de manera preferencial a la vida privada, a la zona sagrada de lo íntimo. Cuando se participa de este ámbito se tejen lazos de fraternidad que van más allá del momento de escucha; se establece una filiación interpersonal tanto más fuerte cuanto delicado sea el asunto tratado. La palabra confesada hay que recubrirla de silencio para que pueda madurar en quien nos la compartió; si se divulga a otros, si se la deja a la intemperie de cualquier oyente, terminará pudriéndose entre la vergüenza, el escarnio o el descrédito. Y no tanto por la gravedad de lo expresado en la confidencia, sino por el desacierto de la persona elegida para compartirla. La prudencia y la cautela son los mejores escuderos de la escucha.

16

“Cada clase de oído
engalana lo que oye
ya de luz, ya de gris”.
Emily Dickinson

 

Lo que nos cuenta o nos confiesa otro ser humano, lo que escuchamos, siempre está filtrado por lo que somos. Y así como hay hermeneutas instaurativos y abiertos a la sorpresa, también están los que reducen el mensaje o lo constriñen a verdades ya sabidas. Del escucha depende, de su preparación, de su sensibilidad o su rico capital cultural, que dé claridad a lo que le relatan o, por el contrario, lo vuelva brumoso y abstruso. Podríamos decir que hay estilos de escucha, desde los más clásicos a los más barrocos; de los que se quedan resonando en una palabra, hasta los que prefieren atender al conjunto, a los ramales gruesos de una enunciación. Estilos que idealizarán lo escuchado o darán mayor resonancia al tono emocional con que se pronuncie un mensaje. Escuchar es una forma de traducir: habrá escuchas atentos al “sentido original” y otros que se irán alejando de lo dicho hasta el punto de reconstruir una versión adaptada a su cosmovisión o sus creencias. Por eso es tan importante que el escucha diferencie entre lo denotado y lo connotado, entre el aspecto literal de una locución y las posibles interpretaciones del oyente. Y por ello, también, se requieren varias sesiones de escucha para percibir con mayor profundidad lo que nos ha sido dicho, so pena de achicar o agrandar fragmentos de una alocución. En caso contrario, cuando solo se tenga una sesión de escucha, será aconsejable tener en mente la relación entre las partes y el conjunto, al igual que las recurrencias semánticas o el vínculo entre el discurso y la dimensión emocional del emisor. Debido a este tamiz del receptor cuando está escuchando a alguien, no es bueno sacar conclusiones apresuradas o adelantarse a juicios definitivos; lo más aconsejable será preguntar cuando se considere necesario, recapitular para acabar de “entender” y pedir aclaraciones si es que estamos atiborrados o escasos de información. Del estilo de escucha que asumamos dependerán las claridades o las oscuridades, el elogio o el vituperio en los mensajes recibidos.

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“Si el oído no es rudo, la armonía
se escucha con el alma serenada”.
Jorge Guillén

 

Si se está molesto o furioso, si se tiene la mente embolatada en preocupaciones acuciantes, si la intranquilidad inunda el espíritu, resulta difícil escuchar a otra persona. Cuando se está en esos momentos exaltados o hay una clara dependencia de las pasiones irracionales y fogosas, lo más seguro es que el oído se halle impedido o privado para recibir una confidencia, una confesión o un secreto. Para ponerse en sintonía con el fluir de otra conciencia, para lograr armonizar con esos mensajes confiados en voz muy baja, se requiere reposo emocional, serenidad, y una paz interior en la que estén aplacadas las emociones desbordantes. La escucha empática obliga a la relajación, al aplomo, a una paz que posibilite el desplegarse de la voz ajena. Porque si se está sobresaltado, si el miedo o la perturbación son el telón de fondo de aquellos momentos de audición humana, lo que produciría en el interlocutor será el efecto del desinterés, de la incomprensión o de “estar perdiendo el tiempo”. Hay que procurar estar sosegados para sacarle todo el jugo a lo que se nos dice; hay que procurar la tranquilidad si queremos estimular y favorecer la salida sin tropiezos de la palabra del otro. Gran parte de las experiencias de escucha fallidas están asociadas a estas “perturbaciones” del escucha, a las interferencias que producen los estados irritables, a las preguntas inoportunas brotadas desde impulsos frenéticos o enardecidos. Quizá por eso sea tan importante, además de elegir un lugar y un tiempo adecuados, conocer el estado de ánimo más apacible en que se esté realmente dispuesto para escuchar a otro. No siempre estamos listos para “prestar oído” a los demás, como tampoco nuestro corazón permanece en dulce e inalterable calma.

18

“Mas siempre que no escuché
tu dulce resaca en las orillas
me asaltó una desazón
como la del falto de memoria
cuando recuerda su tierra”.
Eugenio Montale

 

Lamentarse de no haber escuchado a alguien, justo en el momento en que más lo necesitaba, es una culpa o una negligencia imperdonable. Querer escuchar a destiempo a una persona con el fin de resarcir la omisión de no estar disponibles para recibir esa queja, ese problema o esa confidencia, resulta impostado o fallido al realizarse. Seguramente, si se hubiera “tenido el tiempo” para escuchar a ese otro ser humano, el destino de aquel individuo sería diferente; o, a lo mejor, las decisiones tomadas en ese momento serían diferentes; de pronto, nuestro acompañamiento fraterno, lo habría llevado a evitar determinaciones apresuradas o basadas en una apreciación errada. Los escuchas sigilosos, por el contrario, andan al cuidado de los demás, reconocen cuándo deben “estar presentes”, cuándo su compañía y su voz levantan al desfallecido a la par que reavivan su ánimo abatido. Están en esa actitud atenta, precisamente, porque conocen o tienen la evidencia de que por una negligencia anterior perdieron la confianza de la otra persona o se mostraron indolentes ante su angustia o sus dificultades. La desazón posterior, el arrepentimiento por no haber detenido —al menos por unos minutos— la avalancha ruidosa de la vida laboral o el alud vertiginoso de los asuntos cotidianos, esa incapacidad para hacer un alto en la agenda de las “cosas inaplazables” para detenerse a escuchar la emergencia de la voz de un familiar, un compañero o un amigo, se vuelve un susurro inquisidor, un zumbido en la propia conciencia. La escucha extemporánea, esa que con disculpas se solicita para remediar la desatención, no solo resulta artificiosa y poco útil para el emisor, sino estereotipada y común en la retroalimentación de quien la recibe. La escucha genuina siempre es circunstancial; su existencia transcurre en el tiempo de las coyunturas.

19

“Hermano, escucha… escucha…
Bueno. Y que no me vaya
sin llevar diciembres,
sin dejar eneros”.
César Vallejo

 

Aunque no se diga de manera categórica hay un pacto implícito en la escucha. Es decir, la petición a un intercambio comunicativo en el que no se sabe del todo cómo va a salir, cuál va a ser su ritmo, o de qué manera va a encontrar los filones de su contenido y el cauce de sus aguas. Al aceptar un escenario oral de incertidumbre, con muchos suspensos y silencios, con vaivenes y dudas en la enunciación. No es a un funcionario o a un tecnócrata al que se le hace esta invitación; es a un hermano, a alguien que se lo considera fraterno o quien tiene las condiciones para acercarse sinceramente y sin intereses utilitarios. La escucha crea una hermandad gestada desde la espera dilatada y la consanguinidad de los espíritus. Pero, además, al hacer esta petición, el emisor del mensaje confía en que  durante la sesión de audición él pueda pasar por muchos tiempos de su relato, asumir diferentes estados de ánimo, ir de la alegría a la tristeza, sin que por ello sea tildado de “desorganizado”, “perturbado” o “indeciso”… Ese pacto incluye también otras cosas, como por ejemplo, el contar con la suficiente tolerancia auditiva del interlocutor para expresarse de forma reiterativa en un asunto, contradecirse cuando así lo sienta, desafiar la lógica sintáctica de las frases. Al frente de él no está un vigilante de la gramática o un psicólogo correctivo. De igual modo, el escucha sabrá tener una actitud pasiva del espíritu para soportar los silencios, las pausas, las dudas que asaltan al que pone afuera su dolor, su desesperación o sus quebrantos del alma. Los escuchas solidarios o confraternales son los que logran captar entre los espacios de los signos supensivos dimensiones inaudibles de la comunicación que para los oyentes comunes no son sino lugares muertos del sentido.

20

“Te escucho. Y al fin comprendo
por qué —como tú— viví
sin mí, tan cerca de mí,
en todo tiempo muriendo,
por nadie en verdad sabido,
y fiel desde que nací
a un cantar siempre escondido:
el que hoy descubro en ti…”.
Jaime Torres Bodet

 

Es frecuente exaltar los beneficios de la escucha para quien le comparte a alguien una confidencia o le declara sus angustias, pero poco se profundiza en las bondades de la escucha para la persona que las recibe. Y si bien una sesión de escucha le ofrece al emisor un escenario fiable e íntimo para hacer catarsis, lo cierto es que también al oyente le ofrece oportunidades de autoexamen, contrastación o toma de conciencia. La escucha tiene repercusiones bidireccionales: lo que otro dice o comparte se transforma en referente, en piedra de toque, en contrapunto para el receptor. El mensaje recibido tiene resonancias en la propia vida del escucha. Unas veces estos “ecos existenciales”  serán simultáneos a la elocución del emisor y, otras veces, tendrán un efecto en diferido. Muchos asuntos o acontecimientos confesados crecen como semillas en el corazón de quien las recibe: crecerán como revelaciones a problemas que estaban sepultados; harán evidentes decisiones postergadas; anunciarán desenlaces a acciones que, con alguna probabilidad, tendrán que abocarse en el futuro. Las experiencias de una persona, vueltas confesión, aunque no tengan como propósito enseñar a vivir o ser una cartilla de lecciones de vida para el comportamiento ajeno, sí dejan una estela de aprendizaje para otro ser que las acoge. Escuchar a alguien conlleva una suerte de doble reconocimiento: para el que dice, porque la voz del interlocutor le ayuda a comprender, a analizar, a tener otros puntos de vista sobre determinado evento o situación; para el que escucha, porque mediante aquellos testimonios ajenos evalúa, coteja o recapacita sobre su propio modo de ser, de pensar o de actuar. No cabe duda: escuchar es un verbo reflexivo: al escucharte también me escucho.

21

“Escúchame
un momento. Óyeme ahora.
Óyeme siempre, lo mismo
que si yo fuera una rama
de tu árbol, un pedazo
palpitante de tu ser”.
José Hierro

 

Escuchar, en su sentido más alto, supone la compenetración con otro ser, un esfuerzo por la interiorización del mensaje, una solidaridad o fraternidad personificadas. El fin último, en este sentido, es que la confidencia recibida encarne o que la escucha sea tan cuidadosa, tan profunda, que alcance el nivel de la empatía, de la conexión vital con la otra persona. La escucha penetrante se inclina hacia la comunicación de afinidades, la mueve el deseo de avenirse con otro, aspira a la confluencia de emociones. De allí, entonces, el esfuerzo del escucha por cambiar de lugar, por intentar comprender desde los motivos o las circunstancias que sirven de referente a quien le habla. La escucha de mayor calidad, la más fina en su comprensión, conlleva a la “participación afectiva”, a un genuino espíritu de solidaridad o a una compasión benigna. Esto supone una capacidad moral de compenetración con otra persona, de “ponerse en la situación” de quien emite aquellas palabras dichas con voz trémula o en una frecuencia cercana al pudor; esto implica, además, un mimetismo del temperamento del receptor para aproximarse y tratar de armonizar con los sentimientos o padecimientos de otro ser humano. La escucha encarnada está motivada por el congeniar, por la intención de hacer concordable un carácter con otro, por un deseo de acoplarse con esas bajas intensidades de las voces del alma. Una sesión de escucha es, para quien sirve de receptáculo, la ocasión de personificar lo medular del mensaje que le va llegando, esforzándose por interpretarlo de tal manera que el interlocutor sienta que al frente tiene, no a un espectador, sino un atento compañero de obra. Las personas de escucha profunda no están al margen de las vicisitudes por las que pasa toda existencia; se saben parte de la compleja condición humana y, en esa misma medida, pueden identificarse o hacer causa común con otro compañero del camino.

Otros relatos cortos (4)

16 domingo Abr 2023

Posted by Fernando Vásquez in Cuentos

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Ilustración de André Da Loba.

TAM-TAM

Y de pronto, cuando menos lo pensaba, la princesa oyó golpear los sonidos del corazón de su amado. Estaban ahí, a la entrada de la puerta. Tam-tam, volvió a escucharlos. Sintió tanta alegría, que prefirió no abrir; se mantuvo en la cama, absolutamente feliz, acabándose la caja de chocolates.

LLEGAR A LA CÚSPIDE

—No creo que pueda llegar a la cúspide —dijo la señora Martínez—. Enseguida se acercó más a la ventana y vio a aquel hombre trepar por el árbol situado en la esquina oriental del paradero de buses.

El hombre se metió entre las hojas que, al llegar a la copa del árbol, se hacían diminutas, más pequeñas en relación con los brazos del tronco. Hojas verdes, amarillas; aguamarinas; desde las más claras hasta las más oscuras. Las hojas se movían en un aletear infinito. El hombre, al subir más arriba del árbol, se había vuelto parte de su follaje. El viento mecía las ramas, las movía a veces rápida y, otras, lentamente. El viento se entretenía en acariciar el árbol, lo abarcaba todo.

—¡Hay dos huevos en el nido! —gritó la voz desde el centro del árbol.

—Pobre hombre —dijo condolida la señora Martínez—. Aún no sabe que es más fácil subir que bajar de los árboles.

Entre el grito del hombre y la observación de la señora, quien seguía asomada a la ventana, se acrecentó la fuerza del viento. La borrasca se hizo más fuerte y el follaje verde amarillento se estremeció largo tiempo. La figura del hombre se perdió definitivamente entre la espesura del movimiento de las hojas. Un sonido de pájaros no vistos se escuchó en la distancia; el murmullo de aves parecía un eco a las voces lejanas de algunos muchachos en el parque cercano.

—Ese debe ser Raúl, buscando huevos de pájaro para su queridísima María; ella y sus antojos de embarazada.

Cuando el hombre bajó del árbol, las botas del pantalón estaban totalmente manchadas de amarillo limón, de azul verdoso tenía pintadas las nalgas del pantalón y de verde musgo las de la entrepierna. La señora Martínez lo miró por última vez y observó los brazos llenos de arañazos del árbol.

 —Lo que suponía. Era Raúl.

La señora Martínez se alejó de la ventana y se sentó en un sillón forrado en terciopelo gris plomo y continuó mirando el árbol magnífico. Desde aquel otro lugar la figura del árbol se volvía estática, inalterable; parecía una larga sombra inamovible.

—Qué extraño es el mundo cuando me dejo caer en mi sillón —dijo la anciana—. Y recostándose en el espaldar del mueble, agregó: —Todo se va volviendo como de piedra en la vejez.

EL PRÍNCIPE AZUL

El hombre se quitó la capa azul oscura, se desprendió de la corona plateada con joyas iridiscentes, dejó sobre un ropero los pantalones azul rey y el camisón con bordados de oro, se sentó en la cama y puso debajo de ella las zapatillas doradas.

La dama que había estado observándolo, resguardada por las sábanas, se sorprendió de lo flaco, blanco y frágil que era. Se sintió defraudada y empezó a llorar en silencio. Se mantuvo allí encorvada, en posición fetal, lanzando cortados suspiros, apenas dejando el espacio suficiente en el lecho para que entrara el cuerpo del hombre.

Esa noche de bodas la dama comprobó que los príncipes azules, desnudos, son hombres comunes con los pies muy fríos.

EMAÚS

Emaús es un bonito nombre para encontrarse con un viejo amigo, con alguien que creíamos haber olvidado pero que, por un hecho fortuito, identificamos sorprendidos y con gozo.

No es fácil distinguir, a primera vista, el rostro de alguien que consideramos ya perdido. No resulta inmediato reconocer al antiquísimo muchacho con quien jugábamos a bajar frutas o con quien nos perseguíamos hasta el cansancio, allá, muy lejos, en la antigua casa familiar de nuestra infancia. Como tampoco es fácil aceptar esos cambios de rostro y de estatura; esos cambios de voz. Ahora, ante nuestros ojos, el niño de antaño lleva sobre su rostro las marcas de una vida, el peso de la experiencia; porque eso es un amigo cuando regresa: alguien que vuelve con el peso de la vida a cuestas, y anhela contárnosla; alguien que espera el calor fraterno de un abrazo.

Precisamente hoy, cuando iba camino a mi casa, me encontré de pronto con aquel amigo de colegio, aquel compañero de juegos y de aventuras infantiles: el querido amigo de barrio. Primero un titubeo. Tanto él como yo, dudamos. Aunque pensándolo mejor, fui yo el que no acertaba ubicar bien entre mis recuerdos el sitio exacto de ese rostro. Él, estaba seguro. Me llamó por ni nombre. Yo, en cambio, utilicé una exclamación de esas de tipo impersonal, algo así como ¡hola!, ¡qué hay!, ¡cómo te ha ido!… Uno de esos saludos para cualquier desconocido. Él, por el contrario, me llamó por mi nombre y, luego, despacio, agregó mi apellido. Cuando lo pronunció, cuando dijo mi nombre y mi apellido de esa manera, el rostro se me encendió de felicidad. Pude por fin reconocerlo. Era él, sin lugar a dudas; era él: el que me defendía de los muchachos más altos cuando hacíamos la primaria, el que dividía conmigo las onces en los recreos de aquel colegio, el que compartía el puesto en el pupitre, el mismo que vivía con su abuela, una señora enferma y, sin embargo, siempre alegre.

Entonces, sí, lo estreché contra mí, fuerte. Como se estrecha a alguien que, antes, fue muy querido. Y aunque su nombre, el bendito nombre, no acudía a mis labios, lo invité a mi casa. Teníamos tanto de qué hablar. Él, como para desembarazarse de ese compromiso, contestó que no podía. “Será en otra ocasión”, me dijo, con cierta tristeza. “En otra ocasión”, volvió a repetirme, trepándose al primer bus que atravesó la avenida. “No veremos después”, me gritó desde la puerta del vehículo, alejándose entre el ruido y la barahúnda citadinas.

Es indudable: Emaús es un bonito nombre para cualquier sitio, para cualquier calle en la que podemos reencontrarnos de pronto con un viejo amigo.

MATAR A CUPIDO

Esa noche, como le habían sugerido sus hermanas, después de encender la lámpara y sorprenderse de la hermosura de aquel dios, muy en contra de su voluntad y del encanto que le había producido aquel hombre alado, decidió acercar el cuchillo hasta la garganta del confiado durmiente.

Por unos instantes recordó todas las noches pasadas al lado de aquel hombre, se engolosinó de nuevo con sus besos de fuego y, especialmente, tuvo en su memoria la resonancia de sus palabras. Se vio a sí misma ebria de deseo, abandonada al ritmo impuesto por aquellas manos sabias y tuvo la evidencia de que lo que era saberse completamente feliz. Todas esas rememoraciones vinieron al unísono por unos segundos, pero, cerrando sus ojos, y manteniendo en la mano izquierda la lámpara que parecía opacar su lumbre para resguardar al durmiente, de un golpe rápido abrió la garganta de Cupido.

Un líquido espeso brotó a borbotes. El dios despertó ahogado por su propia sangre. Confundido, apenas logró llevar las manos a su garganta para tratar de parar la vida que se le iba entre sus dedos. Al verlo agonizando, Psique se arrepintió de aquel acto asesino; con rapidez apagó esperanzada la luz de la lámpara, pero las sombras que antes habían sido cómplices protectoras de su amor ahora la dejaron con un cuerpo exánime entre sus brazos.

AEROMANÍACO

Minutos después de estrechar las manos de algunos amigos que generosamente acudieron a despedirlo, el señor Navia se acomodó en una de las acolchonadas sillas del moderno avión. Buscó precisamente una que estuviera cercana a la ventanilla para poder contemplar con mayor claridad el paisaje. Sus ojos escudriñaban cada parte del avión, cada letrero, cada ocupante, en tanto sus manos tocaban, escudriñaban, oprimían interruptores. Todo un universo de cosas y circunstancias nuevas estaban frente a él. Cuando escuchó la voz suave de una mujer que ordenaba apretarse el cinturón de seguridad, obedeció como si fuera una tarea cotidiana. El despegue se hizo sin ninguna dificultad y los edificios comenzaron a hacerse más diminutos.

El paisaje se empequeñecía y perdía el color verdoso. El gris y el blanco ocuparon el sitio de preferencia visual. Las nubes, esas grandes masas informes, deambulaban ante su mirada. El avión continuaba subiendo, más y más alto. Ahora el paisaje era blanquecino, lleno de figuras abombadas y juguetonas que crecían y se diluían con rapidez. El avión parecía inmóvil y la velocidad no coincidía con lo que el señor Navia contemplaba por la ventanilla.

Discretamente dejó su puesto y se encaminó al cuarto de baño. Cerró la puerta y se sentó en la taza del inodoro. Después, extrajo de su bolsillo un avión de papel y empezó a moverlo con los movimientos de una nave verdadera. Subía y bajaba el avioncillo sosteniéndolo por momentos, capitaneando con pericia aquella frágil figura que aún tenía visibles las líneas de un cuaderno escolar. Varios minutos estuvo volando hasta que escuchó unos golpes en la puerta. Guardó de nuevo el avión en su bolsillo, bajó el agua del inodoro y salió del pequeño cuarto.

Una vez que el señor Navia volvió de nuevo a su puesto, sacó de su maleta de viaje una gruesa libreta de papel periódico, una caja de colores y se acomodó lo mejor que pudo en el asiento. Se apretó el cinturón de seguridad, desplegó la mesita auxiliar, abrió la libreta, sacó los colores y se dispuso a dibujar. Seis horas para pintar aviones, a diez mil metros de altura, había sido su sueño anhelado por más de 50 años.

Hacia una poética de la escucha (II)

10 lunes Abr 2023

Posted by Fernando Vásquez in Ensayos

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Ilustración de Brad Holland.

8

“¡Es tan llano entenderlo todo
cuando lo oímos con humildad!”.
Amado Nervo

 

Son muchos los impedimentos para escuchar a alguien. Están los propios del afán o de la indiferencia, o esos otros que parten de los prejuicios o las creencias fanáticas y excluyentes; como también los asociados a las fobias infundadas o los sectarismos de todo tipo. Pero, además de estas formas de sordera, hay unos obstáculos que provienen de la soberbia, la presunción o la vanidad. Estas modalidades de la jactancia, muy propias del poderoso autoritario, del altanero presumido o del acaudalado humillante, son un freno para escuchar, un ruido que no deja entender la palabra del interlocutor. Tales vicios morales se convierten en tapones o sordinas para bloquear el mensaje de la persona que no piensa como nosotros, que no pertenece al mismo partido o que profesa una religión diferente. Resulta imposible escuchar a otro cuando de entrada suponemos que está equivocado, es un ignorante o no está al nivel de determinado rango o posición social. Y si bien a veces estas personas arrogantes intentan abrir espacios para dialogar, lo cierto es que “enmascaran” los mensajes de sus interlocutores con sus habituales aprensiones, sus escrúpulos arraigados o sus ideas preconcebidas. ¡Qué dificil es librarse de esas altiveces arraigadas, de esos fundamentalismos en el espíritu!. Porque la escucha genuina implica una apertura de pensamiento, un canal polifónico que permita expresar diferentes tonalidades, un temperamento sencillo, espontáneo y abierto a las variadas y diversas maneras de sentir, pensar y actuar. La exacerbación del prejuicio, el recelo excesivo, el radicalismo obcecado, todo ello conduce a silenciar o volver inaudible el discurso del semejante. Para escuchar, en verdad, hay que bajar del trono o pedestal y ponerse al mismo nivel de quien nos regala su palabra.

9

“Para dialogar,
preguntad primero;
después… escuchad”.
Antonio Machado

 

El dinamo de la escucha, su lubricante natural, es la pregunta. A veces, como detonante de una conversación o para invitar al diálogo, o como apertura de un escenario en el que resulte agradable compartir algún problema, hacer una confesión o dejar aflorar el desahogo o la confidencia. Desde luego que en toda interación oral hay momentos de silencio, de solidario mutismo, pero sin el “aceite” de la pregunta todo se reduciría a ser una información de una sola vía, a un monólogo sin eco o reverberación. De allí que las preguntas contribuyan a darle dinamismo al diálogo, y sirvan de buenos indicios al que habla para comprobrar el nivel de atención de quien lo escucha. El que está interesado en escuchar pregunta para aclarar, profundizar o mantener viva la interacción comunicativa. Por momentos las preguntas toman la forma de recapitulaciones para retomar aspectos dejados al garete o para manifestarle a quien habla que se ha entendido bien algún asunto; de igual manera se pregunta para acabar de conocer los referentes de un contexto, un hecho o los pormenores de un problema; y se pregunta también para indagar sobre motivaciones, pasiones o sentimientos que están latentes o escondidos en los entretelones de un discurso. Sobra advertir, y ese es uno de los aprendizajes superiores del escucha, que se necesita un tacto especial para preguntar en el momento oportuno, sin fracturar la continuidad de una exposición, usando términos que no ofendan o sean azarosos arrebatos de imprudencia. Se requiere tino y mesura para contribuir con preguntas pertinentes y apropiadas al curso animado de una conversación; y se necesita “delicadeza” para escuchar a otra persona de forma respetuosa, salvaguardando su dignidad y sin utilizar preguntas atrevidas, irreflexivas o precipitadas. 

10

“Ha escuchado
el rugir del león, y puede
decir qué gruñe su garganta”.
John Keats

 

Las personas que desarrollan la escucha, los que se toman en serio la voz de los demás, van adquiriendo un temperamento afable y tranquilo. Su carácter evita la confrontación y en sus opiniones son más comprensivas que enjuiciadoras. En realidad, no es fácil desentrañar lo que otro ser trata de compartirnos y más cuando lo hace con conatos de discurso, dejando intersticios en su plática o embozando profundas realidades con un lenguaje hermético. Pero si se afina el sentido del oír y se cualifica la atención seguramente podrá tenerse un mejor mapa de la condición humana en todas sus dimensiones y accidentes. Si se es “todo oídos” aparecerán los matices de lo sustancial humano, contrario al mundo en blanco y negro que suponemos; se descubrirán tonalidades singulares que escapan a la audición común de las personas; nos percataremos del tipo de melodía en que hablan los sentimientos, las emociones, el canto de las vivencias. Los que así escuchan o se preparan para ello son agudos y sutiles, penetrantes y porosos, despiertos y compasivos. No los moviliza la curiosidad novelera ni el provecho surgido de la debilidad ajena, sino otra cosa: un deseo de servir de manera generosa a otro, de ofrecer su tiempo y su voluntad en aras de ayudar a sacar o develar lo que yace agazapado o atorado en lo profundo de una conciencia. Existe cierto altruismo en disponerse a escuchar y una suspensión abnegada de las urgencias propias. Y es gracias a esa generosidad, a ese desprendimiento de la palabra propia, como los escuchas consagrados convierten lo que les dicen en espejos para el reconocimiento ajeno, en una pausa reflexiva encaminada a decantar el agolpar de las emociones.  

11

“Di la confesión para irme con ella
y dejarte puro.
No volverás a ver a la que miras
ni oirás más la voz que te contesta;
pero serás ligero como antes
al bajar las pendientes y al subir las colinas.”
Gabriela Mistral

 

¿Qué ganancias trae el ser escuchados?, ¿qué beneficios se obtienen de encontrar a un semejante que, con paciencia y cabal atención, recibe nuestras angustias, nuestras dudas, nuestros secretos? En principio, está el beneficio de la compañía, de la solidaridad, de encontrar una afinidad de almas o la fraternidad frente a problemas semejantes. La escucha genuina permite que alguien pueda destilar los tragos amargos de su existencia, enfrentar con otra actitud las vicisitudes o escollos cotidianos, tomar distancia comprensiva de un hecho al pasarlo por el cedazo compartido del diálogo. Cuando alguien se siente escuchado, escuchado en verdad, logra perdonarse, hace tangible lo que parecía vaporoso, acepta lo que en su fuero interior consideraba reprochable. La escucha logra mitigar la soledad, sobrellevar el dolor, darle forma a los miedos, atravesar vados de faltas que queman el corazón. Hay actos de escucha tan oportunos que salvan a alguien de decisiones lamentables o son tan revitalizantes cuando todo parece cubrirlo la desesperanza. Una pequeña sesión de escucha intensa es definitiva para no caer en juicios apresurados o dejarse arrastrar por el impulso ensordecedor de las pasiones. Los beneficios de ser escuchado, las consecuencias derivadas de una empática audición, son tan diversos como diferentes son los motivos y las temáticas que sirven de eje a un encuentro comunicativo. Escuchar y sanar van de la mano; escuchar y reposar el alma son complementarios. En todo caso, hospedar la palabra del otro, acogerla en el sentido de quien cobija, nutre y protege, es tanto como cuidar la voz de la confidencia o darle al esquivo secreto un refugio para que acampe de sus tormentos o temores. Dichoso aquel que logra ser escuchado cuando lo necesita porque alcanza la indispensable paz en su corazón.   

12

 “Escucha el agua, escucha la lluvia, escucha la tormenta;
ésa es tu vida:
líquido lamento fluyendo entre sombras iguales”.
Luis Cernuda

 

Una poética de la escucha quedaría incompleta si no incluye esa sensibilidad fraterna con la naturaleza. Al afinar el oído para descubrir el fluir de la naturaleza, desde allí, desde ese asombro ante lo mayúsculo, se logrará aprender a escuchar la complejidad de lo humano. Al familiarizarnos con esos cantos fluidos de la vida exterior más fácil nos resultará concentrarnos en el movimiento o los cambios de estado anímico de las personas. Los diálogos no se vienen de golpe como un torrente, ni son lineales o consistentes como una roca, más bien son sinuosos y sensibles a los cambios de atmósfera. Una desatención los paraliza, un gesto desconsiderado los torna áridos o poco productivos. Las conversaciones son ondeantes y, por ello, obligan al que escucha a seguir el curso zigzagueante de su manifestación, sus estancamientos y sus rápidos instantes de revelaciones trascendentes. Quien sabe escuchar logra apreciar mejor cuándo la comunicación de otra persona tiene momentos de condensación, de goteo dubitativo o cuándo necesita expandirse a sus anchas sin barreras o esclusas de tiempo. Se olvida con facilidad las particularidades de la palabra oral, se da por sentado que debe salir apenas se la llama, o se cree que es idéntica en todas las personas. No obstante, esa palabra necesita canales apropiados, geografías de atención acordes a su volumen, alguien que sepa regular su cauce. Los escuchas más avezados navegan en el río de la palabra del otro, atentos a sus encajonamientos o sus desbordes, a sus nacimientos y sus desembocaduras. Cuando se escucha el fluir de la naturaleza se pueden captar los ritmos que la gobiernan, y aprender de ellos, con el fin de apropiar la conveniencia de la espera para una confesión y la inasible forma de filtrarse las confidencias ajenas en nuestros oídos.

13

“Y que afines tu alma hasta que pueda
escuchar el silencio y ver la sombra”.
Enrique González Martínez

 

Resulta fundamental afinar el oído para que haya una escucha de suprema calidad. Gracias a este aprendizaje se logra evitar sobreposiciones con el discurso ajeno, mantener la tensión en el diálogo y, apoyados en el correlato de la música, adecuar la propia voz con el temperamento de nuestro interlocutor. Mucho va de escuchar estados alegres y juveniles a esos otros furiosos, graves o melancólicos. Una escucha afinada percibe las tonalidades inherentes a una revelación, un secreto o una  declaración y, dependiendo del carácter de cada persona, puede adaptarse para alcanzar la armonía expresiva en el desarrollo de un diálogo. Y como no hay un diapasón que sirva de referente universal para todos los individuos, entonces, a cada escucha le corresponde ir, poco a poco, hallando las alturas, los tonos, el ritmo natural para que aflore la empatía en una conversación. Descubrir el tiempo justo para silenciar la propia voz o encontrar la manera de combinar simultáneamente los turnos de habla, es algo esencial para la calidad de una audición. Un escucha afinado sabe bien cómo mantener equilibrada la línea melódica de quien está escuchando, con sus tensiones y relajamientos, con sus momentos ascendentes o descendentes. Los escuchas más agudos conocen el instante preciso para interrumpir o saben cuándo su silencio es el medio ideal para que repose un alma convulsionada. De otra parte, la afinación de la escucha posibilita detectar la clave en que la otra persona direcciona su mensaje, bien sea como desahogo, confesión o búsqueda de consejo; este punto es vertebral para los encuentros auditivos, pues da indicios de lo que espera la otra persona de quien lo está escuchando. La afinación del oído, en consecuencia, es esencial para crear o afianzar la relación interpersonal, el vínculo comunicativo.

14

“Digamos que una tarde
El ruiseñor cantó
Sobre esta piedra
Porque al tocarla
El tiempo no nos hiere
No todo es tuyo olvido
Algo nos queda
Entre las ruinas pienso
Que nunca será polvo
Quien vio su vuelo
O escuchó su canto.”
Giovanni Quessep

 

Detrás de nuestra búsqueda o nuestra necesidad por hablar con otro ser humano, de refugiarnos en su escucha, hay un deseo por dotar de sentido la existencia. Quien escucha a otro convierte aquellas peripecias en relato, transforma tales vicisitudes en algo digno de recordarse, muda esos hechos cotidianos en genuinos acontecimientos. La escucha convoca a la memoria, es un registro de los incidentes críticos de una vida o los episodios relevantes de una existencia. Escuchar es invitar a recordar, a desovillar el mundo de la contingencia; es asumir el rol de testigo o depositario de una historia, de una historia personal. Cuando narramos a otro lo que nos afecta, nos preocupa o nos maravilla, al darle voz a todas las circunstancias por las que pasamos, no solo se produce un efecto de reconocimiento personal, sino que se descubre la fraternidad de la tribu. El ser escuchados con suma atención nos dignifica, nos particulariza, ratifica las marcas de identidad que nos constituyen; y, a la vez, nos socializa, nos emparenta con nuestros semejantes, amplía las fronteras de nuestro mundo. La escucha vuelve consistente lo pasajero, retiene lo efímero; es un antídoto contra el olvido o por lo menos un intento para “grabar” sucesos y personas que tienden a olvidarse entre la agitada y sorda muchedumbre. Hay lazos fuertes entre la escucha y la rememoración, entre la escucha y el conocimiento, entre la escucha y las herencias culturales. Quien se detiene a escuchar a un semejante es porque considera valiosas sus experiencias, singulares los eventos por los que pasó o porque siente dentro sí una solidaridad que lo impulsa a ofrecer su ayuda. La escucha atenta es la cadena melódica de la tradición, la forma como las voces del pasado se transforman en legado de sabiduría.  

Hacia una poética de la escucha

03 lunes Abr 2023

Posted by Fernando Vásquez in Ensayos

≈ 2 comentarios

Ilustración de Ben Goossens.

“Pero sé que el oído
es una delicada caracola
metida dentro de mi cráneo
y que en ella hay un arpa diminuta
de vivas pestañas”.
José Manuel Arango

 

Una poética de la escucha supone, en principio, distinguir oír de escuchar. Lo primero corresponde a esa disposición natural para recibir estímulos heterogéneos y continuos del ambiente; lo segundo, a una intencionada manera de disponer este sentido hacia un sonido o una persona en particular. Para oír basta con estar alerta a los estímulos externos; para escuchar, en cambio, se requiere de ciertos aprendizajes o de una voluntad especial en la que se pueda concentrar y direccionar la atención. Lo más seguro cuando solamente oímos es que se pierda mucha información relevante o que la distracción diluya o fragmente el mensaje emitido; pero si hay “voluntad de escucha” se descubrirán matices, intensidades, recurrencias, tonalidades que muestran cambios de afectación del emisor o niveles diferentes en la enunciación de un discurso. El sentido del oído es el más interior de nuestros sentidos y el más efímero; por tal motivo, si queremos transformarlo en genuina escucha, tendremos que “aguzar las orejas”, “abrir el oído”, “beber las palabras”. Escuchar es tanto como auscultar; es decir: inclinar el oído hacia una fuente de sonidos que no podemos ver. Y al igual que en la configuración fisiológica del oído, si se desea escuchar se tendrá que ir de lo más externo a lo más interno, de la superficial información a la verdadera comunicación. La escucha responde a una capacidad intelectual que permite superar el entreoír; a una fina sensibilidad hacia la voz de los demás para sintonizar con ellos o empatizar con lo que nos comparten; a una habilidad de interacción en la que son tan importantes los momentos de silencio como la retroalimentación oportuna y atenta. En últimas, escuchar es una manera de sumergirnos en la comunicación del otro y, al mismo tiempo, una actitud comprensiva hacia el contenido profundo de su mensaje. 

2

“Si la voz se sintiera con los ojos,                                                                             
¿ay, cómo te vería!”                                                                                         
Pedro Salinas

 

Es sabido que la vista es sintética, a diferencia del oído que es analítico. Por ello, si se está acostumbrado a la inmediatez del ojo, al golpe rápido de las primeras impresiones, casi nada podrá descubrirse del emerger lento de la escucha. La servidumbre de la vista conduce a la torpeza en escuchar; vuelve inaudibles asuntos que muestran su ser no en la dimensión del espacio, sino del tiempo. De allí la importancia, en muchas ocasiones, de cerrar los ojos para concentrarse en lo que alguien dice, para no distraerse con lo que la vista recoge en su red de estímulos perceptibles. Cuando se ha vivido demasiado tiempo bajo el yugo imperativo de la vista, pocas son las ganancias en los momentos de audición. Para sentir la voz, esa manifestación oral de la palabra, se necesita cambiar el foco de nuestros sentidos: más que figura y fondo, planos y perspectivas, lo que se torna relevante son otras cosas: la cadencia, el tono, la altura, los énfasis, la intensidad, la duración… Porque la voz de nuestro interlocutor, cuando somos sensibles a esa otra sintaxis del sonido, tiene dejos de identidad, acentos según el estado de ánimo, reiteraciones que marcan el fluir de las pasiones. Esa voz, esa palabra exteriorizada tiene ritmo, se agita en su enunciación y sus resonancias, va de quedo a fortísimo según el movimiento encarnado de los recuerdos, los sueños o las vivencias. Los escuchas de buen oído saben interpretar los compases en una conversación; los silencios que sirven de descanso a un largo testimonio de aflicción, culpa o sufrimiento; los balbuceos que preludian o acompañan los momentos críticos de un diálogo. Alcanzar ese alto grado de sensibilidad auditiva es lo que permite al escucha crear situaciones de aislamiento acústico en las que lo expresado por otra persona tenga garantía de una mayor fidelidad; como también salvaguardar la partitura del discurso que necesita de una caja de resonancia prudente y discreta para expresarse sin filtraciones o distorsiones amenazantes.

3

“El mar que ves corre delante de sus olas,
¿para qué has de alcanzarlo?
Escúchalo en el coro de las palmas”.
Eugenio Montejo

 

Buena parte de lo que se recepciona en un proceso de escucha es indirecto, alusivo y, en esa misma medida, es necesario contar con un buen acervo de habilidades hermenéuticas. Los mensajes tienen niveles, frecuencias diversas, estratos de concentración o complejidad comunicativa. Mucho más cuando lo que se nos comparte o entrega en palabras está cubierto con un tono alegórico que se asemeja bastante a un código cifrado. El escucha genuino sabe que no todo lo que le dicen o confiesan está expresado de manera abierta o con una claridad diáfana, transparente; hay opacidades, murmullos de asuntos que apenas muestran una parte mínima de su abisal geografía. Hay que aceptar ese inacabamiento de lo que a bien otro ser desea compartirnos, y no afanarse a asumir la actitud insolente del que quiere saberlo todo. Disponerse a escuchar supone aceptar que en un diálogo siempre quedarán asuntos sin decir, franjas de sentido apenas insinuadas o envueltas en el susurro de la sutil reserva. Una valiosa habilidad herméutica de la escucha aguda es el percatarse de las recurrencias solapadas en un mensaje, que crean un bisbiseo en la trasescena del discurso; al igual que aprender a develar esas omisiones intencionada o involuntariamente puestas como pistas colaterales para el entendimiento del oyente. Cuando se entra de lleno en un acto de escucha, especialmente si lo que allí se dice es doloroso o marcado por el miedo o la culpa, es fundamental entender este modo oblicuo de ofrecerse el mensaje. Por lo mismo, resulta esencial en la interacción comunicativa del escucha descubrir la riqueza de los sesgos, los desvíos, la semántica connotativa del discurso. La escucha más considerada y respetuosa siempre se hace de soslayo a la voz del interlocutor.

4

“Para que tú me oigas
mis palabras
se adelgazan a veces
como las huellas de las gaviotas en las playas”.
Pablo Neruda

Contar con alguien que nos escuche con atención, que sea un interlocutor ávido de nuestro mensaje es fundamental. Pero también resulta esencial para lograr una genuina empatía el saber decir, el encontrar el mejor modo de hablar, confesarse, hacer una solicitud o pedir ayuda. A veces no logramos tender ese puente comunicativo con el otro, porque nuestra manera de expresarnos, el tono que empleamos, la selección de las palabras utilizadas, provocan un ruido en el mundo afectivo o emocional de quien tenemos como receptor de nuestros mensajes. En otras ocasiones, dejamos salir nuestras palabras sin pasarlas por algún filtro, olvidándonos de que importa demasiado la situación, el momento y la cantidad de información empleada para lograr entrar al oído de otra persona, para que sean recibidas o acogidas como tanto esperamos. Si queremos que nos escuchen es necesario tener en mente o considerar las particularidades del oyente; gracias a ese reconocimiento del otro, a esos rasgos singulares o a esas señales distintivas de un individuo, es que traspasamos las barreras del desinterés, la desatención, el desaire o la distracción. Para que nuestro “yo” sea escuchado necesita prefigurar, con alguna fineza, el “tú” que hace las veces de destinatario. Para que nuestras palabras sean de otro necesitan adecuarse al ritmo emocional, al paisaje o la tonalidad de circunstancias y contextos de quien las recibe.

5

“Así como cada voz tiene un timbre y una altura,
cada silencio tiene un registro y una profundidad”.
Roberto Juarroz

 

Si bien resulta difícil escuchar empáticamente a otro, lo más arduo es saber interpretar los silencios que van intercalándose a lo largo de una confesión, una conversación o un diálogo íntimo. La mayoría de las veces los oyentes inexpertos suponen que esas zonas sin palabras son el fracaso de su intención auditiva o tratan de rellenar esos vacíos con sus propias palabras. Otras veces, se cree equivocadamente que significan poco en relación con el peso de lo dicho; que son titubeos divagantes o gestos insonoros mientras se encuentra la vía adecuada del discurso fluido. Sin embargo, los silencios expresan muchas cosas para los que en verdad tienen el deseo de escuchar. Pueden aludir a zonas sagradas de la memoria, a “marcas de agua” de una interioridad, a monstruos todavía imposibles de nombrar, a determinadas fronteras del pudor o del secreto que exigen para ser develadas transitar durante un buen tiempo la arena movediza de la confianza. Y también es posible que esos silencios operen como un escudo protector de lo más personal; como una especie de recurso preventivo mientras se descifra el “alma” de la persona que se tiene al frente o se logra sortear la prevención ante los verdaderos intereses de otro ser humano. De allí que escuchar demanda una doble suerte de registro: del contenido del mensaje, de lo que se enuncia de manera verbal y gestual; y, al mismo tiempo, de las pausas, de los silencios, de las cesuras en el discurso, de esos sordos momentos en los que parece no decirse nada, pero que anuncian, refuerzan, evocan o aluden a hechos o personas altamente significativos. Aprender a escuchar esos silencios, no inquietarse por su insonora presencia, al igual que no forzar el flujo de su pronto discurrir, es lo propio de los escuchas pacientes y perspicaces. En muchos casos, la escucha más profunda se da cuando somos capaces de estar con otro ser humano en respetuoso silencio.

6

“Yo que era todo oído,
y creí que podría crear un alma
dentro de la muerte”.
John Milton

 

De todos los niveles o umbrales de la escucha, hay uno en particular que está relacionado con escuchar el dolor, el sufrimiento humano. En este caso, la escucha presupone que no sólo tenemos toda la atención en la otra persona, que mostramos un absoluto interés por lo que nos dice, sino que, además, a nuestro oído se suma el corazón solidario, la fraternidad que hace que todo nuestro ser entre en sintonía con ese testimonio, con esas palabras salidas desde lo más hondo de otra persona. Esta escucha transforma nuestro cuerpo es una red sensitiva tan susceptible a los matices de voz, a las pausas, a las reiteraciones, al discurso quebrado por las lamentaciones o las preguntas. Si se tiene la capacidad para “ser todo oídos” cuando alguien nos elige como su confidente o su “paño de lágrimas”, entonces descubriremos que este escuchar profundo irriga nuestra interioridad  y, como respuesta, agregaremos a la consideración y el asentimiento, el abrazo fraterno, la mano salvadora, la confluencia emocional que puede llegar hastas las lágrimas. Cuando se escucha así a un hombre o mujer enfrentados a su fragilidad existencial, cuando percibimos en sus palabras las vibraciones del miedo, la angustia o la incertidumbre, es cuando descubrimos el poder humanizador de la escucha: al entrar en diálogo con esos mensajes asumimos una hermandad de almas. Quien así escucha se vuelve partícipe de la pena ajena, entra en comunión con la médula de lo que la otra persona le está comunicando. Y si bien el compartir con otro un dolor es ya de por sí una catarsis liberadora, lo que agrega la escucha humanitaria es una faceta curativa, porque se alivia la soledad, se aviva la esperanza, y se recuperan los lazos de la fraternidad que son un antídoto contra la adversidad, la melancolía o el desconsuelo.

7

“¿Quién, si yo gritara, me escucharía en las órdenes
angélicas?”
Rainer María Rilke

 

No siempre cuando deseamos hablar o compartir con alguien algún asunto significativo para nosotros logramos encontrar un oído atento. Entonces, recurrimos a otro medio: confiamos en que nuestros dioses tutelares, las presencias angélicas o determinada divinidad en la cual confiamos estén dispuestas a escuchar nuestras angustias o nuestros quebrantos existenciales. En este caso, aunque sabemos que no tenemos la respuesta física o el gesto corporal de un interlocutor, a pesar de no contar con la mirada cómplice o solidaria, nos lanzamos a decir nuestros mensajes más íntimos porque tenemos la confianza de que en el otro extremo, en el otro espacio, tendremos una escucha empática, cabal, absoluta. Y ese interlocutor sin rostro, ese silencio acogedor, se convierte en un gran receptor de nuestras palabras, en una sala con acústica perfecta para que no se pierda nada de esa confesión, de ese testimonio o ese mensaje que estaba rompiéndonos por dentro al no poder salir. Por momentos ciertas oraciones o plegarias, determinadas súplicas, particulares imploraciones necesitan de una escucha sin condiciones, de una escucha tan sensible y delicada como para permitirnos mostrarnos frágiles y necesitados. Puede parecer que hablamos con nosotros mismos, pero en su esencia, cuando así disponemos nuestro espíritu, es porque confiamos en que seremos escuchados a cabalidad, de que así sea en el aire o en las alturas celestes, existe alguien que acogerá nuestras palabras con tal consideración que ese solo hecho ya es suficiente para sentirnos atendidos o al menos no juzgados o malinterpretados. De todas las formas de escucha, la más perfecta e intangible es la que tenemos con nuestra conciencia, la que establecemos con nuestros seres sagrados, la que habita entre las moradas del silencio.

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