Hay poemas que, desde la primera lectura, nos impactan por muchas razones: a veces, por la organización rítmica de cada verso o por la atinada selección de las palabras; y, en otras ocasiones, por la temática a la que aluden o por la fuerza de su simbolismo. Uno de esos poemas —que cumple varias de las mencionadas condiciones— es “Como Moisés es el viejo” del poeta sevillano Vicente Aleixandre. Trataré de explicar en los párrafos que siguen tal gusto o fascinación.
Una primera cosa que llamó mi atención fue la comparación sugerida en el título del poema: la vejez asociada a la figura de Moisés. Desde luego, el símil me llevó a pensar en el relato bíblico y en la figura de aquel hombre libertador y gestor de una utopía para un pueblo esclavizado, pero que sin embargo no pudo entrar a dicha tierra prometida. No obstante, el Moisés al que alude Aleixandre en la primera línea del poema, empieza “en lo alto del monte”. Mi memoria, entonces, recuperó la figura de Moisés bajando de la montaña con las tablas de la ley (el legado, la herencia) o del Moisés subido entre las altas rocas señalando con su brazo derecho el horizonte, un punto de lo posible.
Lo inesperado del poema comienza en la segunda estrofa. El poeta nos advierte que “cada hombre”, a su manera, puede ser Moisés. Que todos los seres humanos “movemos la palabra y alzamos los brazos” para señalar a otros un futuro, una meta, un ideal. En tanto seres del camino —seres en proyecto— todos podemos ser como Moisés. Ese tránsito que es todo vivir nos pone siempre en esa posición de doble mirada: el pasado y el futuro: el alba y la sombra. Aleixandre aprovecha la referencia de Moisés para señalar esa encrucijada en la que vive el viejo. Atrás de él está la luz, la vida, la agitación de los brazos; delante no hay sino sombras, la muerte misma.
Tal es la confirmación de la tercera estrofa: Moisés al igual que todos los hombres, debe morir. Pero la agonía no es la del gran líder o del señero legislador, no es la del Moisés de “las tablas vanas y el punzón”, como tampoco la del enviado con los honores “del rayo en las alturas”. No. El Moisés que empieza a morir es el de “los textos rotos”, el de “los ardidos cabellos”, el mismo que “ha quemado sus oídos por las palabras terribles” que ha dicho… Y, sin embargo, lo maravilloso del poema es comunicarnos algo profundamente humano: ese Moisés agonizante, tiene aún “aliento en los ojos”, “llama en sus pulmones” y en su boca titila o fulgura una luz. La comparación cobra más fuerza en este momento del poema: el viejo es como Moisés: sabe que pronto va a morir, pero en su pecho guarda unas pocas esperanzas, unos frágiles propósitos, algunas estrellas para su futura noche.
La siguiente estrofa es realmente magnífica: “para morir basta un ocaso”. No solo porque asocia la muerte con una lenta disminución de la luz, sino porque permite entrever que la muerte es ese instante de confluencia entre lo que fuimos, “el hormiguear de juventudes”, “las voces”, “la esperanza”, y esa otra tierra, ese “límite” que escapa a nuestros ojos y a nuestras manos. Lo que Moisés o el viejo no pueden ver es la prolongación de la vida. Serán otros los que podrán entrar a esa tierra fértil, apenas entrevista por el Moisés o el viejo agonizante.
Qué hermosa la figura plástica elegida por el poeta. Moisés ya viejo, Moisés próximo a morir. Moisés contemplando esa “porción de sombra en la raya del horizonte”. Y, al mismo tiempo, vemos el rostro de Moisés bañado por una tenue luz, el Moisés que rememora, que ve a los suyos saliendo del sufrimiento, el Moisés que contagia a otros de su fe, el Moisés que confía en sus más íntimos propósitos. Moisés sabe que adelante está la promesa, lo que él mismo vislumbró; pero acepta que la tenue luz que baña su rostro empieza a ser “barrida” por el “polvo viejo de los caminos”. Moisés, como el viejo, reconoce que ya no está en lo alto del monte, sino a ras de la tierra.
Quizá la razón fundamental de mi gusto por este poema estribe en la tensión que Aleixandre muestra de la vejez. Moisés le sirve de referente simbólico para retratar esa etapa de la vida en la que sabemos nos resulta imposible hacer grandes esfuerzos o llevar a cabo ingentes trabajos, pero que tiene aún luces de iniciativas o propósitos loables. No ha llegado la noche definitiva. Los viejos, como Moisés, están en el claroscuro del ocaso. Medio rostro sigue iluminado por la radiante esperanza y la otra mitad empieza a oscurecerse por la certeza de lo inevitable.
Fue a finales de mayo cuando se realizaron las elecciones en la selva. Tal y como en períodos anteriores, las campañas y los rumores impregnaban el ambiente.
—Lo más seguro es que repita el león —decía una jirafa, con gesto de resignación.
—Y con toda esa intimidación que ha venido haciendo durante estos días, es lo más probable —le respondía un ñu, mirando a todos los lados con desconfianza.
—Pero otros dicen que hay un hipopótamo con muy buenas posibilidades —prosiguió la jirafa, poniendo en su voz un tono de quien maneja una secreta información.
—Eso sería lo mejor —replicó el ñu—. Yo y muchos en la selva estamos cansados de este gobierno indolente que además de aprovecharse de nuestra carne, nos agobia con impuestos excesivos.
La contienda en esta ocasión tenía una variedad de candidatos. Por supuesto estaba el león que se vanagloriaba de los logros de su reciente mandato, aunque parecían más fruto de su locuacidad que de realidades concretas. Otro de los contrincantes era un hipopótamo que había logrado recoger el inconformismo de una buena parte de los habitantes de pantanos, ríos y parajes inhóspitos. También estaba un búho que se preciaba de su talante tranquilo y de una sabiduría reconocida aún por sus contrincantes. A último momento apareció una cigüeña que decía ser la abanderada de todas las hembras de la selva.
Como era de esperarse, los diferentes candidatos planearon sus campañas con un eslogan que pretendía convertirse en su bandera. El león, por ejemplo, asumió el lema de “mejor malo conocido que bueno por conocer”; el hipopótamo fue más innovador, pues su consigna la cifró en estas palabras: “ya no más montañas, es tiempo del pantano”. El búho, sesudo como era, prefirió hacer pasacalles y volantes con esta frase: “abra el ojo hoy y verá en la oscuridad mañana”. Y la cigüeña, prefirió publicitar su candidatura en estos términos: “todo al natural, nada de maquinarias”.
Cada animal hizo su campaña como mejor le pareció, usando perifoneos y volantes. Los buitres que hacían las veces de informadores o periodistas de alto vuelo eran los encargados de multiplicar las últimas noticias de los candidatos. Y se volvió costumbre emplear a lagartos que hacían encuestas para saber la intención de voto de los habitantes de la selva. Los primeros resultados mostraban que el león no estaba entre los preferidos, que el hipopótamo despuntaba en el primer lugar, que el búho ocupaba un raquítico tercer puesto y que la cigüeña apenas alcanzaba un tres por ciento de favorabilidad. Esos lugares se mantuvieron casi hasta la última semana de las elecciones, cuando apareció sorpresivamente un avestruz, hecho que los buitres resoplaron día y noche hasta el cansancio: lo llamaron el fenómeno político del momento y su consigna sorprendió a la mayoría: “conmigo será todo a las carreras”.
Se supo, por el correo no oficial de los cuervos, que había compra de votos, que las alianzas entre partidarios cambiaban según el orden en las encuestas, que se utilizaban mentiras a granel para desprestigiar a uno u otro candidato y que el león, actual rey de la selva, se había aliado con una manada de hienas intimidantes para crear la zozobra y multiplicar el rumor de que sin su garra dura todo sería un caos en la selva.
—Dicen que el hipopótamo, si llega a ganar, va a volver todo un lodazal —le confesaba una cebra en secreto a un nervioso antílope.
—Yo supe que el león dejó de comer carne en público, con el fin de convencer a todos los herbívoros indecisos —interrumpía un búfalo con ironía.
—El búho es un sabio en lo que propone, pero esta selva necesita es un guerrero de cuero duro como el hipopótamo —comentó un rinoceronte viejo.
—Como van las cosas, lo más seguro es que la cigüeña al final se una al avestruz —dijo un suricato— Eso es un pacto volando.
En todo caso, el día de las elecciones –organizadas por los orangutanes y celosamente custodiadas por los lobos y chacales– un buen número de habitantes de la selva asistieron a los lugares de votación. En praderas, sabanas, pantanos, bosques, ríos, en todos los sitios posibles los animales cumplieron la cita de ir a depositar una papeleta con el candidato de su preferencia. Y si bien no fue masiva la votación, sí fue más nutrida que en ocasiones anteriores. Hacia el final de la tarde, con los últimos resplandores de sol, todos estaban atentos a los resultados. Los buitres estuvieron merodeando los puestos de votación para dar la primicia, pero el orangután esperó a tener el mayor número de mesas encuestadas antes de ofrecer alguna información.
El primer comunicado fue toda una sorpresa. El candidato con más votación había sido el hipopótamo. Y, lo que resultaba aún más inesperado, le seguía en votación el avestruz. El león apenas logró un tercer lugar, el búho el cuarto puesto. La cigüeña, tal como se esperaba, abandonó la contienda en los últimos días, sumándose al avestruz. La tendencia se mantuvo en los dos comunicados siguientes. Los buitres anunciaron a todos los vientos el nuevo rey de la selva: el hipopótamo. Como era de esperarse el león no aceptó los resultados, el avestruz dijo que pediría un nuevo conteo y el búho prefirió no dar declaraciones, escondiéndose en medio del bosque. Pero, a pesar de los enfados y las desilusiones, lo cierto fue que el hipopótamo se posesionó un mes después de aquellas elecciones.
—Lo que somos nosotros—dijeron unos flamencos— migraremos a otras tierras. Esto se va volver invivible.
—Lo más seguro es que empezará por ensuciar todos los muebles del palacio real —refunfuñaban unas panteras de ojos amenazantes.
—Más sucios no podrán estar de como dejó el león todas las alfombras —terciaban los defensores del hipopótamo.
—A ver si puede cumplir lo que prometió —afirmaba un jabalí enfurecido—. Todos los que llegan al poder terminan olvidando lo que ofrecían durante su campaña.
—Esperemos a ver con que sale, démosle un tiempo —comentaron conciliadores un grupo de elefantes.
Después de ocupar el trono, de ponerle un poco más de agua al dormitorio real, el primer anuncio del hipopótamo dejó perplejos a seguidores y enemigos: El ministro de defensa era una paloma.
—En mi gobierno tendremos que cambiar de perspectiva para resolver nuestros problemas —dijo el hipopótamo con una serenidad que parecía emular a sus parientes las ballenas.
Buena parte de los detractores expresaron su desacuerdo con tal nombramiento. Algunos más se rieron de tal iniciativa.
—Lo que falta es que nombre de ministro de energía al perezoso —comentó irónica la grulla excandidata desde su nido.
—¿Y quién será la ministra de economía? ¿Alguna musaraña? —murmuraba un tigre excandidato con cierta mordacidad en sus palabras.
Pero detrás de aquellos comentarios negativos, otro grupo mayoritario de habitantes de la selva entrevieron que el nombramiento de la paloma era una invitación a solucionar los conflictos de los animales en la selva de otra manera, y no por la fuerza, como antes venía haciéndose.
Justo a la semana siguiente, con el mismo tono pausado que ya empezaba a volverse familiar entre los animales de la selva, el hipopótamo declaró que su ministro de justicia sería el ornitorrinco.
—Porque en mi mandato, buscaremos que la justicia sea para todos, y eso demanda una múltiple sensibilidad para resolver las inequidades —dijo el hipopótamo con una serenidad que exacerbaba los ánimos de los monos aulladores.
Más de un mes duró el hipopótamo anunciando las diferentes personalidades de su gabinete y a más de uno le seguían sorprendiendo ciertas nominaciones. Sin embargo, lo que sí generó un descontento mayúsculo en los felinos y en otros animales no habituados a ambientes húmedos fue una medida que, según el mandatario, obedecía a una convicción ecológica:
—Como lo más importante en mi gobierno consistirá en preservar la vida de todos los habitantes de la selva, por tal motivo, desde mañana mismo le he pedido a mis hermanos de manada, “La hinchazón” que abran muchos surcos en el gran río para que aneguemos toda la sabana.
Después levantó su grueso cuello y con un ronco bufido dijo:
—¡No más cuatrienio de sequía!
Y si bien hubo protestas y declaraciones en contra de esa política considerada absurda por los opositores, a pesar de los buitres que chillaron día y noche por los altoparlantes tachando de loco al hipopótamo, lo cierto fue que a los pocos meses de promulgar esa medida en la selva se empezó a considerar vital y de avanzada aprender a ser y comportarse como anfibios.
—Mi koinonós —me decía — cuando iba a su encuentro o a veces para despedirse de mí.
Y a mí me bastaba saber que yo era eso para él, su koinonós, a pesar de que Juan quisiera ese título para rubricar su mayor cercanía con el Maestro. Tal vez por eso, porque los otros discípulos escucharon más de una vez que Jesús me llamaba de esa manera, es que procuraban alejarlo de mí o no compartirme el lugar donde iba a predicar.
En otras ocasiones él me decía Marianne, quizá para no confundirme con su madre o con las otras Marías que lo seguían y estaban dispuestas a servirlo. Marianne me gustaba también que me dijera porque reflejaba mi espíritu rebelde. Sólo una vez me nombró María, pero eso es algo que contaré después, hacia el final de esta historia.
Yo supe de él una tarde cuando venía del muelle de piedra, subiendo por la calle central de Magdala, en la que el olor intenso del pescado seco contrastaba con las voces estridentes de los pescadores que alargaban un rumor hasta los sótanos de sus locales.
—Es uno que afirma que si alguien lo sigue no tendrá hambre…
Esa frase me caló hondo, porque yo he sido una mujer con hambre, desde pequeñita, cuando la pobreza se adentraba en nuestros vientres y ni el sueño podía aplacarla. Así que, corrí en su búsqueda, pero nadie sabía decirme con certeza en qué lugar estaba ese Mesías de cabellos largos y paso lento.
He de confesarles, de una vez, que también soy una mujer curiosa, y así no haya podido viajar como quisiera, mi imaginación me ha ayudado a romper las fronteras de mi pueblo de Magdala. Mi madre decía que yo era una soñadora y mi padre, para hacer más gráfico mi temperamento, usaba un giro verbal que de tanto escucharlo enrutó mi destino.
—Ella anda siempre de paseo por la bóveda del cielo.
Pero la suerte quiso que un día, cuando íbamos con mi hermano hacia Cafarnaúm, me llamara la atención a un lado del camino un grupo numeroso de personas reunidas en una pequeña colina alrededor de alguien que les hablaba. Invité a mi hermano a acompañarme, pero él dijo que tenía muchas cosas que hacer como para perder el tiempo entre niños y gente desocupada.
—Yo sí quiero ir —le respondí—, dirigiéndome hacia aquel corrillo resguardado por el sombrío de los algarrobos.
Lo primero que llamó mi atención fue el tono de su voz. Si bien no hablaba fuerte, sus palabras llegaban clarísimas a mis oídos. Alrededor de él estaban los que parecían sus más cercanos amigos. El silencio contribuía a que su mensaje se expandiera como el viento tibio de esa mañana.
—¿Cómo se llama? —pregunté a un viejo de ojos cansados.
—Jesús —me respondió, sin dejar de mirar al hombre de túnica blanca.
Busqué un lugar en el prado y me senté a escucharlo con atención. Me cautivaron sus manos y el modo como ellas acompañaban su discurso: “Un hombre sensato edificó su casa sobre rocas. Vinieron las lluvias, soplaron los vientos, pero esta no se derrumbó, porque estaba construida sobre cimientos fuertes. Otro hombre insensato, edificó su casa sobre la arena; y apenas cayeron las lluvias y soplaron los vientos, derrumbaron su casa…”.
De inmediato comprendí que él hablaba con paroimías, esa manera de explicar de las gentes de Galilea. Así que no me pareció extraño su modo de expresarse, aunque me sorprendió que hubiera fijado en mí sus ojos azules. Esa mirada era como un gesto de invitación, como un llamado silencioso. Después siguió hablando de otras cosas, pero siempre usando comparaciones para explicar lo que pensaba: “Había un sembrador que salió a sembrar. Algunas de sus semillas cayeron en el camino y pasaron los pájaros y se las comieron; otras semillas fueron a parar sobre las piedras, trataron de crecer, pero como no tenían raíces fuertes, vino el verano y se secaron; otras más terminaron entre los abrojos y, por lo mismo, fueron ahogadas por las ortigas. Pero hubo otras que cayeron en terreno fértil y esas sí crecieron y dieron fruto por millares”.
Dicha paroimía se adentró en mi ser. Sentí de inmediato que yo era tierra fértil para acoger las semillas de sus palabras, que ese iba a ser ahora mi destino: seguirlo, acompañarlo, fuera donde fuera.
Cuando volví a mi casa le compartí a mi madre lo que había visto y oído. Ella apenas comentó que no era la primera vez que escuchaba la llegada de un mesías a estas tierras resguardadas por el monte Arbel. Por eso no le dije nada de lo que comentaba la gente sobre los milagros y del reino por venir que él anunciaba. Vino la noche y las palabras de Jesús apartaban cualquier asomo de sueño. Casi entrada la madrugada pude dormirme, pero ya en mi pecho sabía que debía huir de mi casa para sumarme al grupo de los que se llamaban sus discípulos.
*
Durante mucho tiempo yo formé parte de la turba de enfermos, lisiados, hambrientos y viudas que seguían a Jesús. Caminé detrás de él y lo oí predicar, estuve en el Monte Eremos que ahora llaman de las bienaventuranzas, lo vi apaciguar a endemoniados y curar a los leprosos, observé de lejos cuando una mujer le enjuagó los pies con un perfume, lo vitoreé cuando entró a Gadara y Gergesa y dormí a la intemperie en las llanuras de Betsaida, de donde eran tres de sus discípulos. Quizá por mi constante presencia y por mi voluntad de servicio fue que Andrés, primero, y después Santiago, rompieron sus prevenciones hacia mí y me acogieron como su hermana. Gracias a ellos fui hallando un lugar en la barca en la que hacían sus viajes y formaba parte de su comitiva.
Yo creo que Jesús ya me reconocía cuando a las orillas del lago Tiberíades decidió alimentar a los miles de seguidores famélicos y enfermos que lo venían siguiendo desde hacía varios días. Cogió unos pocos panes y los repartió a sus discípulos con el fin de que ellos los fueran entregando a las personas que se multiplicaban en filas interminables. Jesús me entregó a mí uno de esos pedazos de pan y, obediente, lo vi multiplicarse a medida que lo entregaba a otras manos. No supe a cuántas personas alimenté con ese mendrugo. Después hizo lo mismo con unos cuantos pececillos secos que alcanzaron para alimentar a toda la multitud. En todo caso, hacia el final de la tarde sentí que ya hacía parte de los suyos, junto a Pedro, Juan, Felipe y Tomás… Y por más que lavé mis manos con vinagre, el olor a pescado seco permaneció conmigo varias semanas.
Pero fue en Cafarnaúm cuando pude intimar con él y conocer a fondo la ternura de su alma. Después de que Jesús predicó en la sinagoga y le dijo a un paralítico que sus pecados eran perdonados, yo me animé a contarle mis angustias. Le confesé que sentía remordimientos por haber abandonado a mis padres, le hablé de mis insomnios y de mis deseos incontenibles por caminar sola sin rumbo en la noche. También le hablé de la ansiedad que me producía permanecer mucho tiempo en un solo sitio. El me escuchó sin decir nada, con una mirada compasiva y un gesto que albergaba en sí mismo la solución a mis aflicciones y zozobras. Luego tomó una de mis manos, la puso entre las suyas, y expresó una frase que fue como si yo naciera nuevamente:
—No tengas miedo, porque yo estoy contigo.
Quise postrarme y besar sus pies, pero él me detuvo. Sin soltar mis manos me confesó qué él también tenía temores y por eso a veces se apartaba de sus discípulos, para entregarse a la oración. Yo tímidamente lo interrumpí para saber en qué consistía ese modo de proceder del que hablaba. Por un tiempo se quedó mirándome y después me regaló otra de sus enseñanzas:
—Orar es una confiada disposición del alma de pedir para recibir; de buscar para encontrar; de llamar a la puerta para que le abran…
Quise continuar el diálogo, pero Pedro vino a interrumpirnos para decirle a Jesús que dos mujeres venidas de Betania deseaban pedirle uno de sus caritativos milagros. Él se levantó a atenderlas, aunque al salir del pequeño cuarto donde estábamos, un grupo numeroso de personas lo estaba esperando para tocar sus manos, su túnica, untarse de su saliva, beneficiarse de sus palabras. Yo lo seguí a prudente distancia, oyéndolo hablar de un reino que no era de este mundo, de que no solo de pan vivían los hombres y repitiendo una frase que parecía rubricar todos sus actos: “hay más dicha en dar que en recibir”.
No era fácil estar a solas con él. Sin embargo, después de terminar su último discurso público en Jerusalén el maestro me hizo una confesión que, de alguna forma, delineaba el final de su vida. Fue una paroimía, dicha a manera de susurro:
—Mi koinonós, si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto.
Lo que siguió después, es algo que pasa en mi mente como un remolino. Me duele aún recordarlo. El vino que ayudé a servir en la última cena con el maestro, su silencio cuando se apartó de nosotros para orar en el monte de los Olivos, la traición de Judas, el juicio, el escarnio, la crucifixión. Yo estuve ahí con su madre tratando de mitigar el dolor de Jesús con nuestro llanto, yo me mantuve arrodillada hasta que exhaló el último suspiro, yo acompañé a José de Arimatea y Nicodemo cuando lo bajaron de la cruz, yo limpié sus heridas y alejé con mis manos calientes el frío de su cuerpo inanimado. Si me había mantenido fiel y cercana durante su vida, cómo no iba a estarlo en su muerte.
*
Tres días después de sepultar al crucificado, invité a María la madre de Santiago, otro de los discípulos, a que fuéramos a visitar la tumba y ungir su cuerpo con especias y aceite. Fue un impulso del corazón y una suerte de compasión por el sufrido final del hombre que hablaba en paroimías. Cuando llegamos, la entrada de la tumba estaba abierta. Con sigilo cruzamos el umbral. La lobreguez del espacio nos silenció los labios. De pronto, vimos un destello tan luminoso que nos enceguecía y no dejaba ver las formas con claridad… el asombro se apoderó de mi cuerpo y un temor extraño poseyó mi alma. Esa visión duró unos segundos. Después de que nuestros ojos se acostumbraron a la penumbra, pudimos comprobar que la losa de la tumba estaba abierta y que adentro no había nadie. Solo el vacío de la ausencia de nuestro Maestro.
—¡Es un milagro! —grito María, arrodillándose y extendiendo sus manos en actitud suplicante. El llanto se confundió con sus plegarias.
Yo preferí buscar el aire fresco. Mi espíritu necesitaba cuanto antes sentir la compañía de los arbustos y la protección del cielo. No sé por qué, pero en ese momento, recordé las palabras del hombre de manos hermosas: “No olvidéis mis enseñanzas”. Su voz sonaba clarísima en las paredes de mi memoria: “Id por el mundo a divulgarlas”. Sentí que la sangre latía fuerte en mi corazón. Llamé a María, pero ella me respondió que deseaba quedarse rezando un tiempo más, a solas, en aquel recinto vacío.
Abandoné el lugar y me encaminé a paso rápido hacia Jerusalén. Debía, cuanto antes, buscar a alguno de los discípulos. Pero mi poco conocimiento de la ciudad y la zozobra que había dispersado a Pedro, Santiago y Juan, hicieron que fuera de calle en calle como una ciega mendicante sin lograr mi cometido. Cansada y con el alma a punto de estallar por la noticia que aún quemaba mi boca, resolví volver al sitio de la tumba de Jesús. Ya eran más de las tres de la tarde.
Al aproximarme a la cueva de piedra caliza una quietud extraña parecía haber detenido el viento y el canto de las aves. Me acerqué otra vez a la tumba del Maestro y, cuando traspasé el umbral con un cierto temor, comprobé que ya María había partido. Mis ojos duraron un poco a habituarse a la oscuridad. En medio de esa soledad, yo sentí que mi deber era seguir a su lado, velar su desaparición, orar en silencio como él me había enseñado a hacerlo. Recosté mi espalda en una de las paredes de la gruta y me fui desvaneciendo entre los recuerdos de ese día y mi anhelo secreto de volver a escucharlo. Un sueño maravilloso y triste a la vez me transportó a un escenario que parecía el huerto de Getsemaní. Estaba yo con él, y lo vi resplandeciente, con un gesto de tranquilidad alejado de cualquier sufrimiento. Me sorprendió observar una pala de jardinero en una de sus manos. Al verlo tan indemne, me sentí inmensamente feliz. De inmediato, di unos pasos hacia él para tocar sus manos, como era nuestra costumbre cuando andábamos por los pueblos ribereños de Galilea. Pero, él, me detuvo nombrándome de una forma como jamás lo había hecho: “María”; después agregó, en un tono de súplica: “no me retengas”. Y siguió su camino, adentrándose entre los arbustos, irradiando luminosidad, como si fuera una luciérnaga enorme de movimientos lentos. Tal fue el impacto de aquel sueño que de inmediato me desperté. Salí de aquella morada totalmente abatida. Las lágrimas me acompañaron todo el tiempo que deambulé a oscuras por las laderas del Gólgota hasta que vi encenderse las primeras luces en las casas de la entrada a Jerusalén.
A los colegas de la Tertulia deL CLEO, de la Universidad de La Salle
Estimados lectores, hoy quisiera pedir su atención porque me agobia la desmejora de la oralidad que noto en muchos escenarios sociales. ¿Acaso no han escuchado en la radio o en el parlamento las frecuentes declaraciones de nuestros políticos quienes no logran hilar un argumento sin pasar a la ofensa del contrincante, balbucientes en la exposición de un tema o repetitivos hasta el cansancio en sus planteamientos? ¿O no han oído a los jóvenes que deambulan en las universidades o hasta a sus propios hijos adolescentes, hablar a tropezones, usando las groserías como muletillas incesantes y dejando todo a medio camino, con alguna palabra comodín que supla sus deficiencias expresivas? ¿O no han vivido en carne propia las discusiones en familia que terminan en conflictos prolongados porque alguien de la parentela es incapaz de hablar tranquilamente y, por el contrario, convierte esas reuniones en un tinglado para la ofensa o el trato indigno? ¿Qué ha pasado con el aprendizaje de la oralidad? ¿Por qué las generaciones de antes, se preciaban de hablar bien y con fluidez, mostraban una amplia variedad semántica y eran hábiles para usar en sus discursos el humor, la ironía o la sutileza del lenguaje alegórico, y las de ahora parece importarles poco estas habilidades comunicativas que son, en últimas, recursos expresivos para la sociabilidad y el ejercicio ciudadano?
¿Qué ha pasado?, podemos preguntarnos.
Yo creo que una de las razones está en el descuido de la escuela, de las instituciones educativas por formar a las nuevas generaciones en esta habilidad comunicativa. Se ha creído de manera errada que no es necesario educar en la oralidad porque niños y jóvenes ya hablan o conversan; pero lo que no se ha observado es su mínima capacidad expresiva, su poca competencia lexical, sus miedos para hablar en público o convencer a sus propios compañeros de una iniciativa. Creo que los educadores, por haberse centrado durante mucho tiempo en la exposición en clase, fue olvidando fortalecer en el aula las hablas pluripersonales como el foro, el panel o el debate. Tampoco les han dado suficiente importancia a los asuntos de la oratoria, que antes se enseñaba en las denominadas clases de retórica y que, en nuestros días, ha quedado al garete o a una suerte de improvisación por parte de los alumnos. O para decirlo de otra manera, los docentes se han ido plegando o resignando a las lógicas comunicativas del consumo que pregonan los mensajes estereotipados y vacíos, las jergas de gueto y un individualismo expresivo que riñe con los discursos vinculantes o los acuerdos de habla de lo colectivo.
La otra razón, es la poca o nula formación de los hijos en el hablar bien por parte de los padres de familia. Es evidente que se habla menos hoy en el hogar o que no se buscan los espacios para compartir y platicar sobre algún asunto que sea de interés para todos. Y si hay esos momentos, cada quien estará pegado a su celular, chateando en silencio, aguantando el paso del tiempo para ir a refugiarse en la burbuja de su cuarto o en el micromundo de sus audífonos. A los padres y madres no se los escucha cuando hablan porque convirtieron esos momentos de oralidad en solo recriminaciones o dar órdenes; lo excepcional son los discursos edificantes, la conversación con anécdotas sugerentes o divertidas, las lecciones de vida usando géneros como el cuento, el apólogo o la fábula. La mayoría de las veces el habla de la familia consiste en repetir las mismas noticias de la televisión o en el regodeo del chisme o el rumor de las redes sociales que, como se sabe, dista mucho de utilizar un lenguaje exquisito o de altísima calidad. Déjenme expresarlo fuerte: ¡Los padres de familia han dejado de mostrar una oralidad a sus hijos en la que esté viva la impronta de los valores, la forja de ciertas virtudes, el talante formativo de un carácter! Quizá todo esto ha sucedido, porque los mismos progenitores no son un ejemplo del habla entretenida, prolífica e interesante, y ya no se nutren de lecturas variadas y abundantes, ni enaltecen el ejercicio de escucha que requiere una conversación.
Y ni qué decir de la parlanchina y tendenciosa oralidad de los medios masivos de información que, cada día, en su propósito de captar más seguidores se convierten en tribuna del comentario insidioso y calumniador o en una franca diatriba contra aquellos que no están en su bando o no defienden sus mismos intereses. Esta vocación incendiaria ha hecho que la radio, por ejemplo, copie los modelos ofensivos de las redes sociales y propague rumores que tienen el tono y la forma de las habladurías de callejones oscuros o fondas de mala muerte. Los medios usan una oralidad repetitiva, restringida en su afán por provocar el escándalo; tiñen sus informaciones de exclamaciones trágicas que avivan el resentimiento de las gentes; fomentan una opinión pública basada en el cotorreo sin argumentos de respaldo, en la murmuración que parece decir cosas esenciales pero que, al final, no dice nada. Esta cháchara de los medios, tan lenguaraz como imprudente, ha ido banalizando la realidad social, la política, nuestra percepción del mundo y de la vida. Y el resultado es apenas obvio: los oyentes de esa oralidad, plagada de lugares comunes y estereotipos, se convierten en heraldos de resonancias superficiales que reducen cualquier situación compleja en un monosílabo teñido de agresiva incomprensión o en proclamas malintencionadas de un fanatismo intolerante.
Por supuesto, habría otras razones sobre esta despreocupación por la formación en los saberes y habilidades de la oralidad; pero me he detenido en tres de estas causas porque necesitan ser atendidas con urgencia. Porque, en primer lugar, nos competen y retan a docentes y padres de familia. Yo sé que para un maestro son importantes los contenidos de su asignatura y sé también que para un jefe de hogar proveerles techo y alimento a sus hijos es fundamental. Sin embargo, en este momento hay que dotar a discípulos e hijos de otro saber u otro alimento: el de la oralidad. El que ellos sepan expresarse con claridad y de manera locuaz, que puedan argumentar un planteamiento de manera coherente, que sepan cómo tocar los corazones de quienes los oyen, que sean más inclusivos cuando hablan, que sus palabras eviten el fanatismo o el sectarismo… todo ello es un legado que merece atenderse cuanto antes. Los discípulos o los hijos, estoy seguro de ello, les agradecerán enormemente esa herencia del lenguaje hablado. Ese capital les será muy útil para su desarrollo personal y para interrelacionarse hábilmente con los demás.
Y, en segunda medida, porque también les compete a los medios masivos de información que, como se sabe, son “formadores” de la opinión pública. La libertad de opinión siempre habrá que sopesarla con la responsabilidad de lo que se dice. Es vital para la profesión de los comunicadores entender que su oralidad afecta positiva o negativamente a sus audiencias, y que el descuido en el comentario virulento o el infundio venido de una sola fuente refuerzan los extremismos, agravan los conflictos sociales. Entonces, reconociendo que las masas son proclives a emocionarse más que a reflexionar, los medios necesitan mostrar con ejemplaridad una oralidad reposada, meditada, documentada, en la que las nuevas generaciones aprendan a escuchar más de un punto de vista, a entender que dialogar con palabras es mejor que tratar de resolver un conflicto mediante los puños o la intimidación. La oralidad de los medios, su labor cotidiana de llegar a sus oyentes, debe estar orientada por un cuidado de sus receptores o, lo que es más importante, salvaguardada por una ética de la comunicación.
Sólo agregaría, para terminar en un tono autocrítico, que cada uno de nosotros también contribuye a ahondar o no en esa pérdida de la riqueza de la oralidad. Si nada hacemos cuando notamos que nuestra oralidad es muy limitada o circunscrita a un habla soez o marcadamente procaz; si nos es indiferente incorporar nuevas palabras o nutrir nuestro limitado vocabulario para aumentar nuestra competencia lexical; si poco leemos buenas obras literarias, si hemos dejado de lado el hábito lector, y nos contentamos con los liliputienses mensajes de las redes sociales o el visionado fugaz de los cortos videos de TikTok; si nada nos esforzamos por desarrollar un pensamiento articulado desde las ideas, las razones y los argumentos; si poco conversamos con la escucha dispuesta para aprender de los demás… seguramente estaremos ayudando a empobrecer las potencialidades y el uso variado de los géneros de la oralidad. No hay nostalgia en mis palabras, sino una preocupación personal que deseo hacer pública: ¿por qué abandonar esa riqueza expresiva?, ¿por qué privarnos de sus dones, si fue con ella como aprendimos a ser seres sociales, forjamos una idea de democracia y logramos recibir el legado de una cultura? No podemos condenar a los que nos sucederán a una interacción oral escasa, vulgar y pendenciera. Vale la pena, entonces, que cambiemos o renovemos nuestra manera de expresarnos oralmente en el ahora si queremos dejar como impronta en nuestros descendientes un modo de comunicación prolífico, excelso y cordial para su futuro.