Ilustraciones de Brad Holland.

La poesía de Antonio Machado, en particular sus Proverbios y Cantares, me sigue gustando mucho más con el pasar de los años. Hay algo esencial en esos versos escritos de manera tan sencilla que se asemejan a la voz leve y profunda de la sabiduría. Los releo con frecuencia y me tomo el tiempo para meditar en cada uno de ellos. Sirva de ejemplo el poema XXXV, que inicia “Hay dos modos de conciencia”.

Hay dos modos de conciencia:

una es luz, y otra paciencia.

Una estriba en alumbrar

un poquito el hondo mar;

otra, en hacer penitencia

con caña o red, y esperar

el pez, como pescador.

Dime tú: ¿cuál es el mejor?

¿Conciencia de visionario

que mira en el hondo acuario

peces vivos,

fugitivos,

que no se pueden pescar;

o esta maldita faena

de ir arrojando a la arena,

muertos, los peces del mar?

El poema hace evidente dos maneras de ser, “dos modos de conciencia”, mediante las cuales vemos o entendemos el mundo, la vida misma. La primera de ellas está gobernada por la luz; la segunda, por la paciencia. Y si una se basa en “alumbrar”, en ofrecer luces rápidas a lo que nos parece oculto o no fácil de comprender; la otra, está más asociada a la espera, al acto “penitente” de aguantar que esas zonas de realidad nos revelen sus claves para develarlas.

Antonio Machado nos invita a reflexionar sobre cuál camino será el mejor, y nos pone ante los ojos una disyuntiva: disfrutar como visionarios lo que se mantiene libre (“los peces vivos”) y no podemos agarrar, o sacrificar el dinamismo de lo vivo para quedarnos con lo que apresamos en nuestras redes (“los peces muertos”). Es evidente la relación que el poeta establece con esos dos modos de conciencia que, en muchos sentidos, son también maneras de relacionarnos con el entorno, las personas, el mundo que habitamos: fantasía y realidad. Algunos dirán que prefieren dejar libres los peces, atenerse a lo fugitivo, disfrutar la fugacidad de lo que se les aparece; mantenerse en cierta disposición contemplativa de la existencia. Otros, en cambio, dirán que no les sirven “esos peces de fantasía”, porque necesitan algo para poner en su plato, la fuerza de la evidencia, el control sobre lo que parece escabullirse de sus manos. Ese es un primer nivel de aproximación a lo que el poeta nos plantea. Sin embargo, podemos ahondar un poco más.

El primer modo es pura luz, es “alumbrar un poquito” aquello que buscamos o nos interesa; se parece a una aproximación o una relación no invasiva. Hay como algo de clarividencia en esta forma de comprender el mundo y la vida. No hay demasiada intervención en el objeto, en aquello que tenemos al frente; se trata de dejarlo libre, manteniendo su libertad o su naturaleza. El segundo modo, por contraste, se gesta en la paciencia, en el aguante, en la espera silenciosa, en ir poco a poco acercando lo que se sabe lejano o evanescente. Machado califica esa tarea de “maldita” porque lo que conservamos ya está muerto o, al menos, ha sido esclavo de nuestras redes. Precisamente ahí está el dilema: dejar que las cosas lleguen o se vayan como vengan, interviniendo lo menos posible o, con férrea voluntad, tratar de hacerlas nuestras, conservarlas cerca a nuestras querencias o apetitos.

Ese dilema lo tiene el hombre cotidianamente o, por lo menos, en situaciones claves de su existencia. Piénsese no más en el amor pasión. ¿Qué es mejor? Contemplar al ser que deseamos, verlo desde la lejanía, apenas confesar nuestra angustia y necesidad de esa persona; respetar sus tiempos y sus silencios; deslumbrarnos con su libertad que huye de nosotros; contentarnos con su fugaz compañía… o, por el contrario, asumir la condición de seductores tranquilos, tender palabras como cañas o redes, aguantar las caprichosas aguas de los afectos, persistir en “la fuerza de nuestro sentimiento” y ansiar al final, con suma alegría, el “ser correspondidos”. En el primer modo, lo que amamos sigue libre, pero no está entre nuestros brazos: no hay lazos irrompibles; en el segundo, lo que anhelamos comparte su cuerpo con nosotros, está al lado nuestro porque ha aceptado un vínculo, pero ha perdido o deslustrado el brillo iridiscente de su libertad. El dilema se acentúa cuando el tiempo se condensa en la costumbre y los hijos reclaman poner en la balanza el deseo de libertad con las duras “faenas” de la responsabilidad.

Pero no solo en el caso de la pasión amorosa caben esos dos “modos de conciencia” que, poco a poco, se convierten en férreas creencias o en una filosofía de vivir. Se hace patente cuando acometemos un proyecto, una meta grande o magnífica. Algunas personas se alegran o conforman con mantener impoluta la ilusión; se precian de conservar esos horizontes imposibles y hasta se regodean con saber que nunca los alcanzarán. Podrán ser tildados de idealistas o soñadores, pero en su corazón necesitan de esos imposibles para jalonar el día a día de sus existencias. Otros y otras, hombres y mujeres, mantienen en alto una meta, un sueño, pero confían en que, con la fuerza de su voluntad, con el trabajo continuo, podrán llegar a conquistar ese horizonte lejano. Mantienen cierto inconformismo con lo que la vida les presenta y prefieren “retarse” o “exigirse” más allá de sus aptitudes o condiciones naturales. A estos últimos se los llama, a veces, realistas, emprendedores o personas con sentido práctico.

Esos dos modos de conciencia de los que habla Machado podrían también asociarse con preferir una perspectiva altamente centrada en la intuición o teniendo como eje en gran medida a la razón. O, para entenderlo desde un campo existencial, en asumir una postura contemplativa o activa del espíritu. Desde luego, esos dos modos tienen extremos y matices: hay unos que por ser “visionarios” dejan al garete las exigencias cotidianas de la realidad; y otros, que, por estar anclados en el mundo empírico de las evidencias y los resultados, van olvidando o constriñendo al máximo su capacidad de soñar. De allí que el cuestionamiento del poeta sea una hermosa forma de invitarnos al discernimiento: ¿cuándo debemos ser visionarios y cuándo pescadores?, ¿cuándo es más conveniente dejar “partir” a alguien y cuándo vale la pena retenerlo? Y si queremos aumentar los interrogantes: ¿cuándo debemos dejar que aparezca un trabajo o cuándo hay que luchar por él hasta el cansancio? Por no discernir oportunamente es que terminamos poniendo demasiada luz en zonas que merecen estar en penumbra o nos obcecamos en conservar afectos que, en el fondo de nuestro corazón, sabemos que ya cumplieron su ciclo.

Antonio Machado no dice cuál modo de conciencia es el mejor porque sabe que cada persona y cada situación es diferente. No hay reglas fijas o comportamientos predeterminados. En algunas ocasiones es mejor abandonarse a lo que la vida nos ofrece y, en otras, toca echar las redes en el mar de la vida si es que queremos cumplir nuestras expectativas. El poeta nos lanza sus preguntas para incitarnos a pensar o descubrir que algunas cosas necesitan demasiada paciencia para conseguirse y, otras, cierta clarividencia para entreverlas en los inciertos dones del azar. Quizá la sabiduría, a la cual Machado se refirió en varios de sus poemas, consista en saber “que en esta vida todo es cuestión de medida: un poco más, algo menos”.