La poesía de Antonio Machado, en particular sus Proverbios y Cantares, me sigue gustando mucho más con el pasar de los años. Hay algo esencial en esos versos escritos de manera tan sencilla que se asemejan a la voz leve y profunda de la sabiduría. Los releo con frecuencia y me tomo el tiempo para meditar en cada uno de ellos. Sirva de ejemplo el poema XXXV, que inicia “Hay dos modos de conciencia”.
Hay dos modos de conciencia:
una es luz, y otra paciencia.
Una estriba en alumbrar
un poquito el hondo mar;
otra, en hacer penitencia
con caña o red, y esperar
el pez, como pescador.
Dime tú: ¿cuál es el mejor?
¿Conciencia de visionario
que mira en el hondo acuario
peces vivos,
fugitivos,
que no se pueden pescar;
o esta maldita faena
de ir arrojando a la arena,
muertos, los peces del mar?
El poema hace evidente dos maneras de ser, “dos modos de conciencia”, mediante las cuales vemos o entendemos el mundo, la vida misma. La primera de ellas está gobernada por la luz; la segunda, por la paciencia. Y si una se basa en “alumbrar”, en ofrecer luces rápidas a lo que nos parece oculto o no fácil de comprender; la otra, está más asociada a la espera, al acto “penitente” de aguantar que esas zonas de realidad nos revelen sus claves para develarlas.
Antonio Machado nos invita a reflexionar sobre cuál camino será el mejor, y nos pone ante los ojos una disyuntiva: disfrutar como visionarios lo que se mantiene libre (“los peces vivos”) y no podemos agarrar, o sacrificar el dinamismo de lo vivo para quedarnos con lo que apresamos en nuestras redes (“los peces muertos”). Es evidente la relación que el poeta establece con esos dos modos de conciencia que, en muchos sentidos, son también maneras de relacionarnos con el entorno, las personas, el mundo que habitamos: fantasía y realidad. Algunos dirán que prefieren dejar libres los peces, atenerse a lo fugitivo, disfrutar la fugacidad de lo que se les aparece; mantenerse en cierta disposición contemplativa de la existencia. Otros, en cambio, dirán que no les sirven “esos peces de fantasía”, porque necesitan algo para poner en su plato, la fuerza de la evidencia, el control sobre lo que parece escabullirse de sus manos. Ese es un primer nivel de aproximación a lo que el poeta nos plantea. Sin embargo, podemos ahondar un poco más.
El primer modo es pura luz, es “alumbrar un poquito” aquello que buscamos o nos interesa; se parece a una aproximación o una relación no invasiva. Hay como algo de clarividencia en esta forma de comprender el mundo y la vida. No hay demasiada intervención en el objeto, en aquello que tenemos al frente; se trata de dejarlo libre, manteniendo su libertad o su naturaleza. El segundo modo, por contraste, se gesta en la paciencia, en el aguante, en la espera silenciosa, en ir poco a poco acercando lo que se sabe lejano o evanescente. Machado califica esa tarea de “maldita” porque lo que conservamos ya está muerto o, al menos, ha sido esclavo de nuestras redes. Precisamente ahí está el dilema: dejar que las cosas lleguen o se vayan como vengan, interviniendo lo menos posible o, con férrea voluntad, tratar de hacerlas nuestras, conservarlas cerca a nuestras querencias o apetitos.
Ese dilema lo tiene el hombre cotidianamente o, por lo menos, en situaciones claves de su existencia. Piénsese no más en el amor pasión. ¿Qué es mejor? Contemplar al ser que deseamos, verlo desde la lejanía, apenas confesar nuestra angustia y necesidad de esa persona; respetar sus tiempos y sus silencios; deslumbrarnos con su libertad que huye de nosotros; contentarnos con su fugaz compañía… o, por el contrario, asumir la condición de seductores tranquilos, tender palabras como cañas o redes, aguantar las caprichosas aguas de los afectos, persistir en “la fuerza de nuestro sentimiento” y ansiar al final, con suma alegría, el “ser correspondidos”. En el primer modo, lo que amamos sigue libre, pero no está entre nuestros brazos: no hay lazos irrompibles; en el segundo, lo que anhelamos comparte su cuerpo con nosotros, está al lado nuestro porque ha aceptado un vínculo, pero ha perdido o deslustrado el brillo iridiscente de su libertad. El dilema se acentúa cuando el tiempo se condensa en la costumbre y los hijos reclaman poner en la balanza el deseo de libertad con las duras “faenas” de la responsabilidad.
Pero no solo en el caso de la pasión amorosa caben esos dos “modos de conciencia” que, poco a poco, se convierten en férreas creencias o en una filosofía de vivir. Se hace patente cuando acometemos un proyecto, una meta grande o magnífica. Algunas personas se alegran o conforman con mantener impoluta la ilusión; se precian de conservar esos horizontes imposibles y hasta se regodean con saber que nunca los alcanzarán. Podrán ser tildados de idealistas o soñadores, pero en su corazón necesitan de esos imposibles para jalonar el día a día de sus existencias. Otros y otras, hombres y mujeres, mantienen en alto una meta, un sueño, pero confían en que, con la fuerza de su voluntad, con el trabajo continuo, podrán llegar a conquistar ese horizonte lejano. Mantienen cierto inconformismo con lo que la vida les presenta y prefieren “retarse” o “exigirse” más allá de sus aptitudes o condiciones naturales. A estos últimos se los llama, a veces, realistas, emprendedores o personas con sentido práctico.
Esos dos modos de conciencia de los que habla Machado podrían también asociarse con preferir una perspectiva altamente centrada en la intuición o teniendo como eje en gran medida a la razón. O, para entenderlo desde un campo existencial, en asumir una postura contemplativa o activa del espíritu. Desde luego, esos dos modos tienen extremos y matices: hay unos que por ser “visionarios” dejan al garete las exigencias cotidianas de la realidad; y otros, que, por estar anclados en el mundo empírico de las evidencias y los resultados, van olvidando o constriñendo al máximo su capacidad de soñar. De allí que el cuestionamiento del poeta sea una hermosa forma de invitarnos al discernimiento: ¿cuándo debemos ser visionarios y cuándo pescadores?, ¿cuándo es más conveniente dejar “partir” a alguien y cuándo vale la pena retenerlo? Y si queremos aumentar los interrogantes: ¿cuándo debemos dejar que aparezca un trabajo o cuándo hay que luchar por él hasta el cansancio? Por no discernir oportunamente es que terminamos poniendo demasiada luz en zonas que merecen estar en penumbra o nos obcecamos en conservar afectos que, en el fondo de nuestro corazón, sabemos que ya cumplieron su ciclo.
Antonio Machado no dice cuál modo de conciencia es el mejor porque sabe que cada persona y cada situación es diferente. No hay reglas fijas o comportamientos predeterminados. En algunas ocasiones es mejor abandonarse a lo que la vida nos ofrece y, en otras, toca echar las redes en el mar de la vida si es que queremos cumplir nuestras expectativas. El poeta nos lanza sus preguntas para incitarnos a pensar o descubrir que algunas cosas necesitan demasiada paciencia para conseguirse y, otras, cierta clarividencia para entreverlas en los inciertos dones del azar. Quizá la sabiduría, a la cual Machado se refirió en varios de sus poemas, consista en saber “que en esta vida todo es cuestión de medida: un poco más, algo menos”.
El abrazo del diálogo interreligioso: Abraham Skorka, el Papa Francisco y Omar Abboud.
Deseo reflexionar en esta ocasión sobre el diálogo. Hablar un poco de esa actitud o disposición hacia el otro, de ese deseo por aprender del diferente, de esa manera de relacionarnos en la que cuenta más lo participativo y la hospitalidad que el afán de imponernos o avasallar a nuestros semejantes. Pero quiero, además, circunscribir mi disertación a las ideas y recomendaciones que ha hecho el Papa Francisco sobre este modo privilegiado de interlocutar los seres humanos.
El diálogo, como seguramente han visto, leído u oído, “ocupa un lugar esencial en el mensaje apostólico de Francisco, con un ámbito de influencia diversificado”[1]. En sus homilías, en los discursos de sus viajes a diferentes partes del mundo o en las encíclicas, el Papa no deja de referirse a él. Sirva de ilustración su discurso de recepción del premio Carlomagno, en mayo de 2016; en ese evento el Papa Francisco afirmó: “Si hay una palabra que tenemos que repetir hasta cansarnos es esta: diálogo. Estamos invitados a promover una cultura del diálogo, tratando por todos los medios de crear instancias para que esto sea posible y nos permita reconstruir el tejido social (…) Para nosotros, hoy es urgente involucrar a todos los actores sociales en la promoción de «una cultura que privilegie el diálogo como forma de encuentro, la búsqueda de consensos y acuerdos, pero sin separarla de la preocupación por una sociedad justa, memoriosa y sin exclusiones». La paz será duradera en la medida en que armemos a nuestros hijos con las armas del diálogo, les enseñemos la buena batalla del encuentro y la negociación. De esta manera podremos dejarles en herencia una cultura que sepa delinear estrategias no de muerte, sino de vida, no de exclusión, sino de integración”[2].
Como se infiere de estas afirmaciones del Sumo Pontífice, participar o promover la cultura del diálogo es algo que nos compete a todos y, muy especialmente, a los que tenemos la responsabilidad de formar a las nuevas generaciones. Porque no es un asunto menor hablar de dialogar en estos tiempos en los que imperan los conflictos y las injusticias sociales, los fundamentalismos, la cultura del descarte, la “agresividad sin pudor” y escasea la solidaridad y la misericordia con los empobrecidos.
Pero es en la encíclica Fratelli tutti en la que Francisco desarrolla con mayor profundidad el sentido del diálogo, al igual que sus características. El papa advierte allí que, aunque “el diálogo persistente y corajudo no es noticia como los desencuentros y los conflictos, sí ayuda discretamente al mundo a vivir mejor, mucho más de lo que podemos darnos cuenta”[3]. Reitera que el diálogo es lo que nos permite “acercarnos, expresarnos, escucharnos, mirarnos, conocernos, tratar de comprendernos y buscar puntos de contacto” con los demás[4]. Francisco dice, de otra parte, que el diálogo no es “un simple intercambio de opiniones”, como el que sucede en las redes sociales; ni tampoco a proferir un monólogo “manteniendo intocables y sin matices nuestras ideas, intereses y opciones”[5]. Y menos aún a utilizar un tono comunicativo agresivo o invalidante de quien tenemos al frente como interlocutor. El papa afirma que el diálogo “abierto y respetuoso” empieza realmente cuando “se busca alcanzar una síntesis superadora”[6]. Es decir, cuando se rompen las barreras del egoísmo, los fundamentalismos o el único punto de vista y, con sinceridad, se abren los brazos y se cuenta con la disposición para acoger y escuchar atentamente las voces de los otros. Sólo así es posible que se cree un ambiente favorable para que haya “el diálogo entre generaciones” o entre diferentes actores sociales, o entre aquellas personas o grupos humanos en situación de conflicto.
Para el Papa Francisco, hay genuino diálogo cuando se va más allá de la sumatoria de los puntos de vista individuales o sectoriales por un fin mayor, cuando se alcanza esa “síntesis superadora” que, en últimas, es la conformación del poliedro, esa figura que “tiene muchas facetas, muchísimos lados, pero todos formando una unidad cargada de matices, ya que ‘el todo es superior a las partes’. El poliedro representa una sociedad –continúa el Papa– donde las diferencias conviven complementándose, enriqueciéndose e iluminándose recíprocamente, aunque esto implique discusiones y prevenciones”[7]. Como puede colegirse de lo dicho, dialogar es estar dispuesto a favorecer y enriquecer la cultura del encuentro para la conquista del bien común[8].
Ahora bien, ¿cuáles son algunas características o condiciones que contribuyen de manera efectiva al diálogo?
Para empezar, hay que desarrollar el hábito de “reconocer al otro el derecho de ser él mismo y de ser diferente”. Esta labor de reconocimiento es lo que convierte al interlocutor en alguien válido para dialogar. En segunda medida, hay que tener flexibilidad para “aceptar la posibilidad de ceder algo por el bien común”[9]. Francisco advierte que “La búsqueda de una falsa tolerancia tiene que ceder paso al realismo dialogante, de quien cree que debe ser fiel a sus principios, pero reconociendo que el otro también tiene el derecho de tratar de ser fiel a los suyos”[10]. Por supuesto, otra condición del diálogo es la veracidad: “lo que llamamos ‘verdad’ no es sólo la difusión de hechos que realiza el periodismo. Es ante todo la búsqueda de los fundamentos más sólidos que están detrás de nuestras opciones y también de nuestras leyes”[11]. El Papa aclara que entrar en un diálogo auténtico es asumir y afrontar “la verdad clara y desnuda”. Por ello, “no es necesario contraponer la conveniencia social, el consenso y la realidad de una verdad objetiva. Estas tres pueden unirse armoniosamente cuando, a través del diálogo, las personas se atreven a llegar hasta el fondo de una cuestión”[12]. De otra parte, para dialogar es importante la amabilidad, que es “una liberación de la crueldad que a veces penetra las relaciones humanas, de la ansiedad que no nos deja pensar en los demás, de la urgencia distraída que ignora que los otros también tienen derecho a ser felices”[13]. Quien dialoga cultiva la amabilidad, es decir, “facilita la búsqueda de consensos y abre caminos donde la exasperación destruye todos los puentes”[14]. Finalmente, Francisco menciona la benignidad, “ese estado de ánimo que no es áspero, rudo, duro, sino afable, suave, que sostiene y conforta”[15].
Estas condiciones mencionadas por Francisco están en sintonía con otras que vienen desde la mirada de la ética contemporánea, especialmente de la ética discursiva. Valga traer a colación, en este momento, a la filósofa Adela Cortina quien nos ha recordado ocho condiciones para que un diálogo sea “serio” y no se confunda con un “simple parloteo”. De manera sucinta son las siguientes: 1) “En el diálogo deben participar los afectados por la decisión final”; sólo en condiciones especiales deberá estar alguien que represente los intereses de los que no pueden estar presentes. 2) “Quien toma el diálogo en serio no ingresa en él convencido de que el interlocutor nada tiene que aportar, sino todo lo contrario”. Esto presupone, entonces, que hay una genuina disposición de escucha. 3) Quien participa de un diálogo “no cree tener ya toda la verdad clara y diáfana, y que el interlocutor es un sujeto al que convencer, y no alguien con quien dialogar”. No sobra repetirlo, el diálogo es bilateral. 4) “Quien dialoga en serio está dispuesto a escuchar para mantener su posición si no le convencen los argumentos del interlocutor, o para modificarla si tales argumentos le convencen”. 5) “Quien dialoga en serio está preocupado por encontrar una solución justa y, por tanto, por entenderse con su interlocutor. ‘Entenderse’ no significa lograr un acuerdo total, pero sí descubrir todo lo que se tiene en común y permite ir precisando desde ahí en qué hay acuerdo y en qué no”. 6) “Un diálogo serio exige que todos los interlocutores puedan expresar sus puntos de vista, aducir argumentos o replicar a otras intervenciones”. 7) “La decisión final, para ser justa, no debe atender a intereses individuales o grupales, sino a intereses universalizables, es decir, a los de todos los afectados”. 8) “La solución final puede estar equivocada y por eso siempre tiene que estar abierta a revisiones”[16].
Como puede inferirse de las condiciones propuestas por la filósofa, dialogar implica una voluntad explícita de las partes, un modo particular de proceder, unas actitudes cognitivas y expresivas determinadas y una manera especial de comunicarse para que logre su cometido. En consecuencia, “el diálogo es entonces un camino que compromete en su totalidad a la persona de cuantos lo emprenden porque, en cuanto se introducen en él, dejan de ser meros espectadores, para convertirse en protagonistas de una tarea compartida, que se bifurca en dos ramales: la búsqueda compartida de lo verdadero y lo justo, y la resolución justa de los conflictos que van surgiendo a lo largo de la vida”[17].
Salta a la vista que las condiciones recogidas por la filósofa rubrican una petición o invitación expresada por el Papa Francisco: “La cultura del diálogo implica un auténtico aprendizaje, una ascesis que nos permita reconocer al otro como un interlocutor válido; que nos permita mirar al extranjero, al emigrante, al que pertenece a otra cultura como sujeto digno de ser escuchado, considerado y apreciado”[18]. Asumir esta ascesis en nuestro modo de comunicarnos o interrelacionarnos es un llamado a aceptar que no hemos sido formados para el diálogo; por el contrario, lo que tenemos como herencia discursiva es la imposición de nuestro punto de vista, el descrédito de las ideas que no compartimos, el desprecio o minusvalía de la palabra de ese otro que consideramos “diferente” o que no simpatiza con nuestras creencias o nuestros intereses.
REFERENCIAS
[1]Papa Francisco. Perspectivas y expectativa de un papado, José María Da Silva (editor), Herder, Barcelona, 2015, p. 99.
[8] El Sumo Pontífice lo aclara en la misma encíclica: “Hablar de cultura del encuentro significa que como pueblo nos apasiona intentar encontrarnos, buscar puntos de contacto, tender puentes, proyectar algo que incluya a todos. Esto se ha convertido en un deseo y un estilo de vida. El sujeto de esta cultura es el pueblo, no un sector de la sociedad que busca pacificar al resto con recursos profesionales o mediáticos”, Op.cit. 216.
[18] Discurso del papa Francisco en la recepción del premio Carlomagno, sala Real, Vaticano, 6 de mayo de 2016. En Papa Francisco, política y sociedad, conversaciones con Dominique Wolton, Encuentro, Madrid, 2018, pág. 118.
“La novela enseña al lector a sentir curiosidad por el otro y a intentar comprender las verdades que difieren de las suyas”.
Milán Kundera
Las expresiones artísticas tienen como uno de sus objetivos fundamentales abrirnos miradas para comprender con otros ojos el vasto mundo de la vida y la complejidad de la condición humana. Y la literatura, en particular, siendo fiel a ese propósito nos ha permitido entender mejor el sentido, las contradicciones y las variadas peripecias que entraña toda existencia. Precisamente, dada esa importante función comprensiva de lo humano que ofrece la literatura, deseo profundizar en esta ocasión en las potencialidades de leer obras narrativas en el contexto universitario.
Pero antes de desarrollar mi propuesta quisiera llamar la atención sobre un asunto que merece de entrada una sesuda reflexión: me refiero al paulatino abandono de la enseñanza de las humanidades en el contexto universitario. Eso no solo puede apreciarse en las mallas curriculares de las diferentes profesiones, sino en el afán profesionalizante de las instituciones de educación superior en las que se habla demasiado de competencias laborales y de responder a las demandas del mercado, pero muy poco de desarrollo humano integral, de sensibilidad social o de educación de la sensibilidad. Me atrevo a decir que el viejo sentido de la “universitas”, en cuanto lugar para ampliar en la persona los horizontes y despertar el espíritu hacia el amplio universo, ha sido poco a poco minado o limitado por la única mirada de aprender las técnicas o los saberes de una disciplina. Puesto de otra manera, la universidad ha cedido a las voces de sirena de lo utilitario y funcional, dejando al garete lo que en verdad le era consustancial: formar a profesionales con una sólida base en la comprensión de sus semejantes y de la sociedad, ensanchar la mente de los jóvenes para ver relaciones entre conocimientos estancos y forjar su carácter para actuar con sentido responsable y ético. Detrás de este cambio de perspectiva, por el sesgo profesionalizante, la universidad ha dejado de ocuparse en otras dimensiones fundamentales de la persona, como son la formación estética, la conciencia crítica, la educación de la sensibilidad y el cultivo de las cualidades morales.
Paralela a esta claudicación de la formación humanística institucional está el abandono de los mismos docentes por este tipo de propósito en sus clases. Demasiadas lecturas disciplinares y muy pocas lecturas de formación o de orientación existencial; cantidad de fuentes centradas en el conocimiento disciplinar, pero pocos textos para adquirir el legado de la sabiduría para vivir. Quizá esto se deba a que los mismos educadores no tienen “un capital humanístico” que puedan compartir con sus discípulos o a una limitada idea de que su tarea principal es “dictar solo lo que tiene que ver con su asignatura”. El resultado de esta forma de proceder en el aula conlleva a que los estudiantes se vayan acostumbrando a hablar monofónicamente en un campo del saber, a despreciar lo que no está acorde a sus intereses profesionales, y a albergar en su corazón la intolerancia y cierta disposición para los fanatismos.
Es este, entonces, el terreno árido que debemos volver a cultivar en los estudiantes universitarios. Subrayo que la formación humanística es fundamental porque contribuye a volver más dúctil el pensamiento y así encontrar sinergias entre las disciplinas, a romper el individualismo para ser compasivos con nuestros semejantes, a comprender que además de desarrollar el intelecto se requiere a la par afinar y madurar otras dimensiones como la emocional, la espiritual o la comunicativa. Este propósito puede lograrse mediante la audición intencionada de obras musicales, la visualización de obras plásticas o cinematográficas, la recepción de obras dramáticas, la participación en tertulias sobre historias de vida ejemplares, promoviendo la lectura de obras literarias o, para centrarme en lo medular de mi exposición, leyendo obras narrativas, especialmente novelas.
Pongo como base de mis planteamientos esta premisa: la narrativa es un recurso poderoso para ofrecer a los estudiantes otras miradas del mundo y de la vida, diferentes al enfoque meramente disciplinar. Si se invita a los estudiantes a leer y dialogar sobre obras narrativas se podrá adquirir una perspectiva más plural, más centrada en la persona que en la profesión; más encaminada a ampliar su “capital cultural” y no circunscrita al dominio de las habilidades técnicas de determinada carrera. Aquí valdría recordar que la narrativa es una recreación de la primera realidad inmediata que vivimos para, desde ese catalejo de palabras, adquirir otros ojos con los cuales entender el mundo pragmático en sus aristas y fisuras, en sus opacidades y contradicciones. La “realidad transformada” que nos muestra la narrativa nos permite ampliar la explicación y comprensión de eventos, situaciones o comportamientos humanos que, la mayoría de las veces, parecen incomprensibles o pasan inadvertidos. La lectura de obras narrativas es un remedio a la miopía del único punto de vista, un campo mayor del entendimiento frente a las direccionadas explicaciones de una profesión o al centrípeto razonamiento de un especialista. Privar a los estudiantes de conocer estas otras propuestas de comprensión de la sociedad, de las personas, del vasto territorio de las pasiones humanas o de los dilemas de la libertad en la toma de decisiones, resulta no solo reprochable, sino que es una oportunidad formativa que no podemos desperdiciar.
De otra parte, la lectura frecuente de obras narrativas ofrece ejemplos o testimonios de experiencias de vida, padecidas o imaginadas, que se convierten en puntos de referencia para “enfrentar” el propio camino vital. Gracias al cuidadoso uso del lenguaje, a la caracterización de los personajes, a la organización de la trama de los acontecimientos y a otros recursos narrativos, estas obras nos cautivan hasta el punto de provocar “catarsis”, “identificación”, o troquelar nuestro espíritu con una “gama de motivos” que además de mover nuestras emociones, sirven de señales simbólicas para darle forma a nuestros sentimientos, detallar el subsuelo de nuestras pasiones o entrever la trasescena en nuestras relaciones con los demás. Leyendo obras narrativas participamos de otras vidas, nos hacemos contemporáneos de otras historias, nos hermanamos en la manera como los seres humanos —con sus particularidades y matices— tratan de darle sentido a la vida, al igual que comprender la condición de ser seres finitos, pero con apetito de trascendencia. En esta concepción, la narrativa más que un cúmulo de conocimientos, trae consigo “lecciones de sabiduría” que son claves al momento de establecer vínculos sociales, resolver un problema, enfrentar una toma de decisiones o asumir situaciones inéditas en nuestro proyecto vital. Y como la audiencia mayoritaria de las universidades son jóvenes, qué mejor ocasión para ponerlos en contacto con este tipo de obras narrativas que seguramente dejarán huellas sensibles en sus mentes y en sus corazones. Este reservorio narrativo de experiencias de la condición humana será otro equipaje simbólico para entender a los demás y encarar las vicisitudes de su futuro.
Relacionado con el punto anterior es importante subrayar los aportes que la narrativa ofrece sobre las limitaciones o los alcances de la comunicación humana. Las obras narrativas, en la medida en que recrean encuentros e interrelaciones entre hombres y mujeres, presentan escenas o situaciones en las que se aprecian los conflictos de las interpretaciones, los riesgos de lo sobrentendido, las tensiones entre lo dicho y lo implícito. La narrativa muestra la complejidad de la comunicación interpersonal, ahonda en la tela de araña del conflicto de las interpretaciones, incluye los tonos y los matices de la diversidad humana cuando declaran sus creencias, sus valores, sus ideales o sus opiniones políticas. Lejos de entender la comunicación como un acto mecánico e inmediato de emitir un mensaje a un receptor mediante un canal, la narrativa amplía los alcances insospechados de lo dicho sin pensar o las consecuencias de no saber elegir bien las palabras que utilizamos; advierte de la importancia que tiene en las relaciones humanas saber elegir el momento para manifestar un deseo o un disgusto; ilustra el movimiento sinuoso de las interacciones verbales y no verbales entre las personas cuando están gobernadas por las pasiones, las emociones y los sentimientos. Al leer obras narrativas, al detallar con atención los diálogos que allí se presentan, se van descubriendo maneras y modos de la conversación, al igual que las condiciones favorables o desfavorables para interrelacionarnos. Esos diálogos leídos, con sus respectivos efectos, contribuyen a aprender cómo es el juego comunicativo de los seres humanos entre lo dicho y lo no dicho, entre saber decir y aprender a callar y, especialmente, a medir las consecuencias de usar un tipo u otro de lenguaje.
Considero que la lectura de obras narrativas también es un recurso intelectual y emocional para que los estudiantes puedan tener alternativas al simplismo homogeneizador de la sociedad de consumo y la lógica del mercado que hoy en día se ha vuelto peligrosamente planetaria. La narrativa, a diferencia de los patrones estandarizados de la moda o del gusto de la sociedad del espectáculo, nos devuelve el mundo y los seres en toda su complejidad. Ni se satisface con respuestas estereotipadas, ni pasa por alto los engatusamientos a la opinión pública que a diario replican los medios masivos de información y las redes sociales. En esta perspectiva, la lectura recurrente de obras narrativas es una vía formativa para despertar y mantener el espíritu de sospecha y desconfianza a las fórmulas expeditas del éxito rápido y a las superficiales salidas del autoengaño y los conformismos de todo tipo. La narrativa cuestiona, muestra asuntos que los grupos sociales se niegan a reconocer, devela zonas ocultas de los vínculos humanos, avizora mundos que rayan con la locura, sirve de espejo para sondear en las profundidades de la conciencia. Cómo no apelar a las propuestas alternativas brindadas por las obras narrativas cuando los jóvenes universitarios de hoy están constantemente bombardeados por los discursos de la banalización de la vida, las consignas fundamentalistas de acabar con quien piensa diferente y el obsesivo afán por convertir la obtención de dinero —cueste lo que cueste— en la meta prioritaria de la existencia. Si se leen con atención las obras narrativas se descubrirán maneras divergentes, irónicas, inconformes o disyuntivas a las superficiales respuestas de las preguntas hondas de la existencia humana o a las visiones bipolares del mundo que no dejan ver la riqueza de los matices.
Sumaría a los anteriores puntos el gran aporte que hace la narrativa a la perspectiva histórica, que es fundamental en cualquier proceso formativo, independientemente de la carrera. Cuando se lee narrativa es como si tuviéramos la posibilidad de viajar en el tiempo y lográramos acceder a otras épocas, a otros hombres y mujeres que nos comparten sus actividades, emociones, pensamientos y relaciones cotidianas. Esto es vertebral para entender lo que nos antecede, al igual que comprender los vínculos temporales entre las personas y romper el narcisismo “presentista” de la vida que campea en nuestros días. A través de la recreación del pasado, la narrativa nos hace legibles acontecimientos o personas que, de otra manera, resultarían desconocidos o sepultados por la desmemoria. Pero lo interesante es que esa lectura de lo pretérito, con sus personajes e historias que los representan, se convierte en una colección de lentes para observar comprensivamente la época actual y vislumbrar los tiempos venideros. Más que una sumatoria de fechas o datos, de censar naciones o territorios, la narrativa nos hace vívidos los problemas o las situaciones que “padecieron” esas gentes; nos transporta a sus mentes, a sus angustias, a sus creencias o al modo como realizaron o lucharon por sus ideales. Pienso que esta perspectiva histórica, dada a manos llenas por la narrativa, contribuye a entender con amplitud la condición humana, a ver qué tanto ha cambiado en sus rasgos más distintivos, a constatar la plural manifestación de las costumbres y el evolucionar de las valoraciones sociales. “Ni siempre hemos sido como somos actualmente, ni somos de la misma manera en todas partes”, es lo que aprendemos al ponernos en contacto con estos pequeños mundos hechos de palabras.
No sobra mencionar un beneficio adicional de leer obras narrativas en la universidad que, seguramente, es el más evidente. Me refiero al potencial imaginativo, a la simiente de creatividad que toda obra nos muestra. La narrativa es una escuela permanente de invención, de “crear mundos posibles”, de recrear lo existente. Estas obras, en sí mismas, sirven de referente para conocer y apropiar los juegos posibles con el lenguaje que usamos; muestran estructuras de composición, replicables en diversas circunstancias y ocupaciones; aportan un repertorio de figuras y motivos imaginarios mediante el cual es legible el tejido simbólico de la cultura. Imaginar otras vidas, otros mundos, otras formas de convivir o comportarnos, contribuye a despertar en los jóvenes universitarios un deseo por innovar, por proyectar sus iniciativas, por vislumbrar escenarios diferentes a los que habitan. No es bueno para una universidad como tampoco para un país formar profesionales que tienen como primera finalidad mantener el statu quo, acomodarse a lo menos exigente o dejar las cosas como están. Creo que la lectura de obras narrativas incita, motiva, da estímulos para refigurar la realidad existente, recomponer lo que parece definitivo, explorar en territorios desconocidos. La narrativa no solo desarrolla la fantasía y produce placer estético, sino que alimenta el espíritu para salir de lo conocido y enfrentarse, con valentía, a “desfacer agravios y enderezar entuertos”, tal y como lo hizo muchas veces Don Quijote de la Mancha.
Concluyo estas reflexiones invitando a instituciones universitarias y maestros a incorporar en su práctica de aula la lectura de textos narrativos, especialmente novelas. Es necesario romper el círculo vicioso del gusto por este tipo de obras: nos excusamos diciendo que a los estudiantes no les gusta leerlas, pero nada hacemos para despertar o animar dicho gusto. Es prioritario promover sin descanso las lecturas de otras obras diferentes a las disciplinares si en verdad nos interesa la formación integral de los estudiantes, si es cierto que dentro de nuestras intenciones está el desarrollo de todas las dimensiones del ser humano. Y si el tiempo de clases es muy apretado para abrirles un espacio en la programación de aula, aconsejo empezar por la lectura de novelas breves, esas que oscilan entre 100 y 200 páginas. Tal vez de esta manera, con este convencimiento humanista como bandera, no solo contrarrestemos la modorra del espíritu con que llega un buen número de jóvenes a la universidad, sino que los contagiemos de aprender y disfrutar esta otra “área de formación” tan valiosa para sus vidas como son los conocimientos que esperan adquirir al estudiar una profesión.