Utilidades didácticas de trabajar con miniensayos

Miniatura de Tatsuya Tanaka.

“Microscopismo significa, de suyo, nimiedad. 
Nimiedad exige prolijidad”.
José Ortega y Gasset

 

Deseo ampliar en los párrafos siguientes las razones que me llevaron a escribir mi libro Las claves del ensayo[1], centrado básicamente en la redacción de miniensayos, y en el que ofrezco una alternativa didáctica para incentivar y hacer razonable en el aula el desarrollo del pensamiento argumentativo. Como en la obra en mención agrupo consejos y estrategias para los que desean escribir un ensayo en una página, considero oportuno ahora compartirles a los docentes algunas utilidades que obtendrán si optan por esta modalidad textual.

Por supuesto, uno de los primeros beneficios de usar el miniensayo en los espacios educativos es el de ir preparando paulatinamente a los estudiantes en una escuela de la argumentación. Antes de ponerlos a escribir ensayos extensos, se empezará por foguearlos con textos breves de esta tipología argumentativa. El miniensayo es un buen tinglado para ejercitarse en la tarea de presentar una tesis y soportarla con argumentos, pero desde el propósito formativo de aprender a dominar los fundamentos, la estructura básica de dicho tipo de escrito. Siguiendo uno de los principios básicos de la didáctica, se irá de lo pequeño a lo más grande, de lo simple a lo complejo. Tal objetivo contribuye a que los noveles escritores descubran, practiquen y adquieran las destrezas —tanto de forma como de contenido— del género ensayístico, pero no de sopetón o de manera fortuita, sino mediante una secuencia de enseñanza adecuada, que evite la desmotivación, la incomprensión o el fracaso al momento de enfrentarse a redactar esta modalidad textual.  

La segunda utilidad de traer al aula la redacción de miniensayos es la de apreciar en una o dos hojas el modo como se desenvuelve el flujo de una argumentación; la manera como se teje el hilo de razones que permite apuntalar o darle consistencia a una tesis. El miniensayo hace las veces de un reducido escenario en el que se puede apreciar la actuación de los diferentes avales que con sus voces contribuyen a reforzar la toma de postura del ensayista. Así, pues, se apreciará con más realce qué aporta cada argumento, de qué forma enriquece el camino de la exposición; al igual que podrá notarse si logra, parte por parte, la ruta del convencimiento o, si, por el contrario, lo que sobresale es la inconsistencia o la fragilidad en un planteamiento. El pequeño campo del miniensayo ofrece una mirada de ave desde la cual se observan con rapidez los logros o fallas argumentativas vertebrales del texto y, en esa misma medida, le permite al maestro reconocerle al estudiante sus principales aciertos u ofrecerle alternativas para subsanar las falencias más gruesas de su escrito. Dicho de otro modo: el miniensayo deja entrever, de manera rápida y total, si el estudiante ha entendido bien qué es presentar una tesis y defenderla con diferentes argumentos.

Una ganancia adicional, que soluciona un aspecto muy descuidado en la didáctica de las tipologías textuales, es la de darle relevancia a la construcción y revisión de los párrafos. En el miniensayo, el párrafo se convierte en la unidad de creación y de análisis. En consecuencia, será fácil ver en ese pequeño cuerpo textual cómo se plantea y articula una idea, apreciar sus ramificaciones explicativas al igual que sus engarces lógicos para mantenerla al tronco de una arista argumentativa. También será perceptible el itinerario comunicativo de las ideas, desde cuando se las enuncia hasta cuando se cierran, pasando por el modo como se las conecta entre sí (los marcadores textuales) y detallando si cumplen lo que anuncian o dejan fisuras o asuntos a medio camino. Si se toma como piedra de toque el párrafo, se facilitará de igual forma enseñar la manera de interrelacionar un apartado con el otro; y será más sencillo entender qué es eso de darle unidad a un texto, o apreciar en “cámara lenta” cómo es que se arma la macroestructura del escrito.

Derivado de la concentrada atención en la redacción de los párrafos nace otro rendimiento didáctico: la de mostrar la orfebrería sobre los diversos tipos de argumentos. Ver con lupa cómo se elabora un argumento de autoridad, de qué manera se tejen voces ajenas con la propia, como se armonizan las citas con la tesis; o apreciar, hilo por hilo, cómo desde una analogía, amalgamando los rasgos de semejanza en realidades diferentes, puede irse construyendo un tejido de razones convincentes. Igual podrá hacerse con los argumentos mediante ejemplos o esos otros originados de procesos de pensamiento como la inducción o la deducción. Al tener ese espacio acotado del párrafo y el tiempo “lento” para detallarlo, el miniensayo gana en claridad, en profundidad y consistencia en las ideas. Fijarse en los pormenores y precisar de qué manera contribuyen al engranaje de la persuasión, no es un asunto menor cuando se trata de aprender a escribir textos argumentativos.

Es más notorio en el pequeño terreno de los miniensayos apreciar la ausencia o presencia de los conectores lógicos, que si se buscan en un texto de larga extensión. Esa es otra utilidad de esta opción de escritura: los marcadores textuales serán fácilmente advertidos. Se los podrá identificar y saber si cumplen bien su función o si, por el contrario, están puestos allí sin ninguna intencionalidad comunicativa. Y al no tener sino unas pocas páginas para detectarlos y evaluar su cometido, será más sencillo explicarles a los estudiantes la conveniencia o no de emplear una de esas bisagras textuales, mostrarles qué pasa si se las intercambia por otra con finalidad diferente o enseñar con ejemplos concretos cómo se fragua la cohesión interna de un texto. Una vez se logre identificar el tipo de conector fallido o la familia de conectores en la que el aprendiz tiene mayor dificultad, el maestro podrá ofrecerle campos semánticos de conectores para solventar tales carencias, y dedicar sesiones de corrección enfocadas únicamente a perfeccionar la elección y ubicación de tales partículas en el texto. La visibilidad patente de los conectores en el miniensayo da pie para cualificar la buena articulación entre las ideas y entender el uso de puentes comunicativos con el lector.    

De otra parte, la redacción de miniensayos es un recurso ideal para que el estudiante pueda redactar varias versiones de un mismo texto y, en esa medida, realmente aprenda a escribir. Es decir, que no se contente con buscar un golpe de suerte para acertar en el primer texto que elabore, sino invitarlo a entrar en el proceso artesanal de la escritura, a que vea cómo van ganando en coherencia y consistencia sus ideas a medida que reelabora su miniensayo. Esta modalidad de “destilación por versiones” resulta manejable para el docente y es menos agobiante que cuando se les exige a los estudiantes ensayos de larga extensión o cuando se tienen grupos numerosos. Si en verdad nos interesa que los aprendices descubran la importancia de la corrección y las enmiendas cuando se redacta, si nos importa hacerles entender que escribir no es un atributo de la genialidad, sino una práctica de reelaboración constante de los textos, con toda seguridad la redacción de miniensayos es una mediación didáctica y un dispositivo eficaz para alcanzar esos objetivos formativos.

En esta misma perspectiva, la redacción de miniensayos permite un genuino acompañamiento del docente. Al tener mayor tiempo para leer con detenimiento la concentrada producción de sus aprendices, al poder hacerles anotaciones y observaciones puntuales en los márgenes, al señalarles dónde están los problemas de redacción o las inconsistencias en la estructura, se logrará un verdadero seguimiento y, por supuesto, una evaluación formativa. No sobra recordar que la escritura no se mejora con recomendaciones generales o poniendo un “signo de visto o de chequeo” o una calificación en la primera página de una tarea. La escritura se cualifica teniendo un “socio” o un “tutor” que vaya paso a paso mostrándonos aciertos o deficiencias en lo que redactamos. Tal vez ahí esté una de las bondades más grandes de trabajar con miniensayos en clase: la de cambiar el comportamiento del distante profesor que exige, demanda y califica textos, a empezar a asumir un rol más cercano, de coequipero o asesor de la producción escrita de sus estudiantes.  Los miniensayos crean las condiciones para realizar una efectiva y continuada retroalimentación.

Vale la pena mencionar acá la utilidad del miniensayo para debatir argumentativamente sobre subtemas específicos y no sobre asuntos tan generales en los que difícilmente el estudiante logra aportar algo significativo. La ganancia para el docente estriba en llevarlo a desagregar los contenidos de su asignatura o en esforzarse para plantearlos más como problemas que como información descriptiva. Por tener un reducido espacio para desarrollarse, el miniensayo demanda a los docentes ofrecer un menú diverso de cuestiones, con el fin de que los estudiantes puedan elegir un aspecto sobre el cual quieran circunscribir su escrito. Tal variedad de posibilidades sobre un mismo asunto enriquece la comprensión de cualquier temática, aporta nuevos elementos de juicio a un problema, motiva a la participación y, lo más importante, rompe los modelos rutinarios de explicación de una sola vía. El hecho de exponer en clase una materia asediada desde diferentes posturas (que serán las tesis propuestas en los distintos miniensayos), convertirá cada sesión de clase en un testimonio de enseñanza activa en la que la pregunta será el lubricante dinamizador empleado por el maestro y los argumentos esgrimidos en cada caso el contrapunteo utilizado por los estudiantes. Diversificar los temas ofrece opciones puntuales para enfocar los miniensayos y potencia la idea de que la enseñanza es una argumentada conversación a varias voces.      

Agregaría otro beneficio del miniensayo, relacionado con la dinámica de la clase. Por ser cortos, es factible leer un mayor número de ellos en clase; fomentar la escucha entre pares; abrir el diálogo a las resonancias producidas por los textos. De esta manera, no se escribiría únicamente para el docente, sino con un radio de acción mayor: el auditorio de los propios compañeros, que tendrían la oportunidad de conocer lo que piensan los demás y ofrecerles alguna réplica o juicio valorativo. Este punto es vital para que en el aula se exalte y cobre valía la voz personal, el punto de vista de los estudiantes. Que se favorezca, en últimas, el desarrollo del pensamiento, en general, y del pensamiento crítico, en particular. Si cada estudiante lleva tres o cinco copias de lo que produjo, si las reparte entre sus colegas, y si luego lee su texto en voz alta ante la plenaria, con toda seguridad irá tomando más confianza en lo que piensa, se volverá fuerte para defender sus ideas y podrá aceptar, sin enfadarse, que hay otros puntos de vista diferentes al suyo, pero igualmente válidos. El miniensayo permite que los productos escritos, solicitados por el docente, circulen y se debatan en clase.

Considero, además, que tomar como estrategia la redacción de miniensayos es un modo inteligente de racionalizar las tareas exigidas a los estudiantes. A la par que se atiende a un criterio didáctico, se resuelven aspectos de orden práctico, como la retroalimentación precisa y oportuna. No sobra recordar que la dosificación en cualquier proceso de aprendizaje es determinante para unos óptimos resultados. De poco o nada sirve atiborrar a los muchachos y muchachas de largas y extenuantes tareas de redacción, cuando desconocen lo medular de una tipología textual. La ganancia en el aprendizaje es evidente: resulta más provechoso enriquecer y cualificar un texto corto hasta que quede bien hecho, que gastar tiempo y energías en un largo escrito elaborado a la deriva y del cual, por su misma extensión, no se hará una segunda versión o tendrá una mínima vida en el itinerario de las tareas. La invitación a redactar miniensayos convierte esta “obligación académica” en algo menos excesivo o intrincado de realizar. Y, una vez asimilado un pequeño paso en la escala de la argumentación, resultará más cómodo avanzar o exigir el dominio en otros niveles.

Como puede colegirse de lo expuesto, hay muchos motivos alentadores para incorporar el miniensayo en la práctica educativa. Esto no solo tiene una ganancia de tiempo y energía para la labor del docente, sino que propicia un genuino espacio de aprendizaje de la escritura en los estudiantes. No se piense que la redacción de dichos textos cortos sea un simulacro o remedo de los ensayos canónicos que todos conocemos. Hay que insistir y aclarar una premisa de esta modalidad de enseñanza: la redacción de miniensayos tiene el mismo rigor que los ensayos de muchas páginas. Su complejidad no está en la extensión, sino en la minucia de conocer en profundidad las piezas y el funcionamiento de lo mínimo.

[1] Kimpres, Bogotá, 2016.

Poética de la escucha (IV)

Ilustración de Rafal Olbinski.

22

“Hoy quisiera escuchar de nuevo el eco
de  tu voz y tornar a las dulzuras
de aquellas breves horas en la noche.
Otra vez probaría la hermosura,
sin rostro, de tus labios en la sombra,
y el cálido temblor de aquellas últimas
palabras, sólo un sueño o un murmullo,
sólo rumor de viento, sólo hondura”.
Antonio Colinas

 

Escuchar al enamorado tiene una magia especial, entre otras cosas, porque parte de una disposición del receptor —en cuerpo y alma— para recibir sin reparos a otra persona. Cuenta con el esmero absoluto, con la atención suprema instada por la pasión; con la emocionada curiosidad de conocer o relacionarse con otro ser. Es evidente que este interés por quien dice el mensaje constituye un escenario favorable para que la comunicación sea percibida en sus gamas de sutileza, en los detallados matices de entonación, en los intencionados silencios causados por el deseo o por la turbación. La escucha del amoroso tiene como aliciente la estimación o el afecto que ansía retener todo lo escuchado para hacerlo significativo o, al menos, digno de recordación. La escucha amorosa se desarrolla y afianza en lo memorable. De otra parte, por estar anclada en la sinceridad, por comunicarse de manera sencilla y veraz, por expresar la singularidad de un corazón, la confidencia amorosa reclama del receptor un espíritu de complicidad que, en gran medida, se emparenta con los lazos de lo clandestino o encubierto. La interlocución, en este caso, convoca a una real y entregada coparticipación. Escuchar a otro ser enamorado, con esta delicadeza o finura, crea las condiciones de sintonía para que lo escondido florezca, para que las confidencias modulen o musiten sus querencias más anheladas. Aquí vale la pena hacer una advertencia: el escucha amoroso debe saber que aquellas confesiones tienen el sello de lo impublicable; son relatos de vida convertidos en pactos de sangre, en alianzas del mundo afectivo que, por celo a lo reservado, son inquebrantables. La escucha amorosa se acendra y refrenda en el silencio.

23

“Escucho hablar dos voces,
una es tu espíritu, la otra
son los actos de tus manos”.
Louise Glück 

 

Cuando se escucha a alguien lo fundamental está en el contenido del mensaje que intenta transmitirnos. Pero, a la par de esa confesión sonora, de esas modulaciones y énfasis en la voz, también está la comunicación no verbal que acompaña las palabras. En algunos momentos suplen, complementan o dan consistencia al discurso; en otros, reiteran o insisten el algún aspecto que por ningún motivo puede pasar desapercibido por un escucha atento. La postura con que el emisor enuncia sus confidencias, el ritmo de las manos, los movimientos de cabeza, las inclinaciones del tronco, el movimiento ansioso de los pies, todo el cuerpo, en general, crea una orquesta que acompaña la voz. Así que no es suficiente con detectar bien el contenido de lo dicho, no basta con la fidelidad de un solo canal; por el contrario, es indispensable percatarse de todos esos signos paralelos que acentúan, contradicen, contrapuntean o llenan de nudos el hilo del mensaje. Si se es perceptivo a esos detalles para relacionarlos con rapidez, si se logra apreciar y entender la obra de fondo que representan las diversas partes del cuerpo del interlocutor, con toda seguridad podrá comprenderse tanto el contenido como la forma que lo acompaña. Escuchar sentados o de pie, al frente o al lado de la otra persona, en silencio o con ruido estridente, no son asuntos menores; así como tampoco da lo mismo oír a alguien en una alcoba, en un sitio de comidas rápidas o en un pequeño y resguardado café. Se olvida con facilidad que las revelaciones íntimas no brotan de cualquier manera, que los secretos del alma reclaman unas condiciones y un ambiente y una postura de quien sirve de receptor. El escucha perspicaz sabe que tiene que hallar la posición menos evaluativa, ubicarse en un sitio no intimidante, y asumir una postura corporal que le ofrezca a la otra persona un espacio de confianza. Los escuchas avezados siguen el principio de que se habla con todo el cuerpo.

24

“Si me quiere ayudar no me pregunte nada,
las preguntas nos desnudan un poco y yo no quiero desnudarme,
quiero vestirme de palabras,
quiero cubrirme con palabras y por eso le pido que me escuche:
no sé por qué razón quien nos escucha nos perdona”.
Luis Rosales

 

Por lo general, se busca a alguien que nos escuche con el fin de recibir de él una ayuda o un consejo a partir de las inquietudes o problemas que le compartimos. Pero, en otras ocasiones, lo que se anhela es hallar un ser humano que escuche en silencio, sin interrumpir o cortar el flujo de las confidencias o el caudaloso desahogo de una interioridad. A pesar de lo atropellado de las palabras, de lo inconexo y fragmentado del discurso, lo que se desea es que ese especial interlocutor se mantenga muy atento y neutral a la vez, y que aguante sin impacientarse el torbellino de las emociones con esos altibajos de llanto o de exaltada ira. Que no interrogue o cuestione tales manifestaciones, ni mucho menos descalifique con sus gestos el paroxismo de las angustias en pleno furor. Tal escucha ansiado debe asumir, entonces, una “impasibilidad porosa” que le permita mantenerse impertérrito ante las explosiones del alma ajena y, al mismo tiempo, desplegar una zona acogedora en la que se sientan la compasión, la solidaridad o esa comprensión fraterna tan parecida al perdón. Quizá encontrar este escucha, tan copartícipe como mesurado, sea más difícil de lo que se cree, porque requiere un ejercitamiento de “morderse la lengua” y de poner en salmuera el deseo de objetar o el impulso natural de la curiosidad. El resultado, aunque parezca desconocer la participación del escucha de carne y hueso, es altamente fructífiero para quien lo solicita: gracias a la presencia reservada de esa otra persona y a su complicidad silente, el emisor logra sacar de adentro lo que tenía atascado en el alma, descarga el peso que arrastraba en silencio, hace público lo que parecía inconfensable. El escucha ha servido de “roca depositaria” o de benigno catalizador. En suma: pedir ser escuchados es un reclamo o una imploración de silencio para poder hablar.

25

“Para escuchar mejor pegué
mi oído a los campos, vacilante y sumiso
y por debajo de la tierra escuché
el latir bullicioso de tu corazón”.
Lucian Blaga

 

La mayoría de las confesiones, especialmente aquellas que están cubiertas con la pátina de la culpa o del remordimiento, se emiten en unas frecuencias no fáciles de comprender en la superfice del discurso. Para lograr captar lo que está en el subsuelo, en el alma de quien las pronuncia, es definitivo traspasar las primeras capas de las suposiciones o los estereotipos; “pegar la oreja” al movimiento de unas aguas profundas a las que no estamos habituados o para las que no tenemos una definición preestablecida. Entender el rumor de esas zonas abisales del espíritu supone descubrir, como aprendices sumisos, un lenguaje que si bien no es legible en un inicio, poco a poco irá develando su mensaje  de oquedades y despeñaderos desconocidos. El escucha tendrá que asimilar esas vibraciones imperceptibles y prepararse para lo inédito. Entonces, lo que parecía extraño o inexplicable, cobrará una transparencia comunicativa que nos llevará a detener nuestros labios para el injuiciamiento  o la recriminación moralizante. Es del alma confesarse en sonidos subterráneos que, si sabemos escucharlos, revelarán mensajes únicos, sorprendentes, esencialmente inesperados. Pero además, y este es un reto supremo para la atención o presupone una entrenada flexibilidad auditiva del escucha, lo que es útil para descifrar el discurso de una persona, muy poco servirá para aclarar las confidencias de otro semejante. El subsuelo anímico, afectivo o pasional de los seres humanos es diferente en cada uno, como lo son sus huellas dactilares o los vasos sanguíneos de su retina. Las confidencias fluyen mejor por debajo de lo establecido o socialmente aceptado; el subsuelo de lo íntimo las resguarda de los ruidos exteriores y, de esta manera, conservan su autenticidad, se mantienen fieles a los quejidos de sus genuinos padecimientos, sin simulacros o  falsificaciones. Escuchar lo más íntimo de alguien nos exige una sensible y esmerada experticia en la auscultación del corazón.

26

“Esperamos el alba,
para escuchar al fiel canario
desvelado,
cuando el sueño abate las pupilas”.
Fernando Paz Castillo

 

Lo común es que la escucha nazca de la necesidad manifiesta de otra persona, de la solicitud que hace para que se atienda una urgencia expresiva tan semejante a un clamor de auxilido existencial. Sin embargo, los buenos escuchas están a la expectativa, atentos a los posibles llamados de acompañamiento, de asistencia fraterna. Parte de su perspicacia reside en descubrir quién —y en qué momento— reclama su presencia o su disposición para sentarse a escucharlo. Tal actitud de “acecho bienhechor” conlleva a que el escucha esté expectante, que permanezca solícito o esté preparado para “detectar” determinados ensimismamientos o gestos de contenido sufrimiento. Los escuchas sigilosos sospechan cuándo tienen que estar presentes para ofrecer, como si fuera un abrazo acogedor, la atención, el consuelo, la compañía sincera y oportuna. Saben prever o conjeturar cuándo los problemas de los demás, sus angustias, sus penas más demoledoras —que los hacen caer en un mutismo desesperanzador— indican con aquellos ademanes silenciosos la necesidad de alguien que pueda ayudarles a soliviar el peso de tales cuitas o tribulaciones del alma. Los escuchas más perceptivos tienen esos presentimientos de “compañía” para acudir y socorrer a otro ser humano, para adelantarse a sus demandas, sin avasallarlo o parecer inoportuno. A veces la sola presencia del escucha crea un ámbito propicio para que aflore la palabra o se desgrane la voz del interlocutor. No siempre la escucha nace de la petición o la rogativa; en muchas ocasiones emerge del cuidado que se tenga por el familar, el colega, el amigo o el vecino. Si el otro nos importa realmente, si nuestros semejantes tienen rostro, si no son seres anónimos, seguramente será fácil adivinar cuándo necesitan momentos de audición o de franco y abierto diálogo para expresar lo que les aflige, preocupa o desconsuela. Los escuchas vigilantes son heraldos del cuidado preventivo.

27

“Los hombres están atascados,
hacen ruido para no escuchar,
su corazón ya no los soporta.
Todo respira y da gracias,
menos ellos”.
Rafael Cadenas

 

Si hay algo que se opone a la escucha es el exceso de ruido circundante o el que se hace a propósito para evitar el contacto y el diálogo cara a cara. La escucha se torna más díficil cuando el ruido de los aparatos cotidianos se multiplica al mismo tiempo que las personas están “totalmente conectadas” con las nuevas tecnologías; se torna imposible en las actuales prácticas cotidianas de estar cada quien metido en su burbuja, en un ambiente aislado para los que viven con él; se merma en gran proporción al enfrentarla a las rutinas de trabajo, basadas en la eficiencia y la productividad, que prohíben o evitan la charla y el solaz entre compañeros. La contaminación auditiva es el mayor enemigo para una escucha atenta y tranquila. La exigencia de la prisa, la centralidad de todas las actividades humanas en la adquisición de bienes materiales y riquezas, todo ello ha aumentado el nivel de Ia insensibilidad a las voces de los demás, bien sea porque ya se está sordo para el murmullo de las confidencias y el ritmo íntimo de compartir experiencias vitales o porque, el mismo ruído, ha ido conviertiendo el testimonio vivo  o las revelaciones de otras personas en mensajes irrelevantes. De allí que la acción de escuchar sea una manera de “hacer una pausa” en el vertiginoso proceder de lo masivo y novedoso, de darle relevancia a la comunicación que acaece en la lentitud, de invitar al encuentro para contemplar y maravillarse con el paisaje singular de nuestros semejantes. De no hacerlo, de proseguir en ese ensordecimiento para el clamor de los demás, más limitados serán nuestros referentes, poco hábiles seremos para la polifonía de la convivencia humana, y mayor será nuestra soledad egocéntrica y materialista. La escucha hace diáfanos los sonidos del mundo y de la vida, abre nuestro corazón a otros seres que nos complementan o nos trascienden.

28

“Escucharás todas las opiniones y las filtrarás a través de ti mismo”. 
Walt Whitman

 

Los escuchas vivaces e incisivos saben discriminar bien lo que oyen; su oído es tan penetrante como para distinguir el fárrago de lo medular de un mensaje. Porque su escucha es aguda, porque su mente está despierta y su atención es vigilante, logran percatarse de lo esencial que desea compartirles otra persona. Ni son tan crédulos como para “creer” todo lo que les cuentan, ni son tan escépticos como para desconfiar de todos los detalles confesados. Los buenos escuchas matizan, filtran, ponen en la criba de su discernimiento la avalancha de frases dichas de afán y con angustia por su interlocutor, ciernen aquellas afirmaciones lapidarias o esas ofensas y maldiciones brotadas del obcecado apasionamiento. Al tener esa sagacidad auditiva comprenden cuándo el interlocutor exagera u omite información realmente importante, y cuándo deja de lado la autocrítca o el reconocimiento de sus errores u omisiones. Y si bien no están ahí para enjuiciar o servir de paradigma moral, tampoco se comportan como un ingenuo receptor. La escucha profunda es una escucha intuitiva, capaz de apreciar fisuras o intersticios relevantes en una confidencia o de llenar los vacios en la cadena narrativa de una historia. Tales hallazgos cobrarán importancia cuando el emisor le pida una opinión o le solicite un consejo. En ese momento, los buenos escuchas se convierten en caja de resonancia para que la otra persona escuche lo que no puede o no quiere oír, para que tenga un reflejo sensato que le ayude a dimensionar las decisiones que desea tomar o le permita constrastar las apreciaciones sesgadas y apresuradas sobre determinado problema. Desde luego, los escuchas penetrantes saben que hay diferentes maneras de creer, sentir y actuar y, en esa medida, respetan las decisione finales que tomen los demás.  Cada quien tiene un tamiz, hecho de inteligencia y variadas experiencias, mediante el cual afronta su propia existencia y valora los problemas o inquietudes de las personas que lo rodean. Escuchar de manera aguda testimonios y confesiones ajenas es, entonces, una acción oscilante entre la credulidad y la suspicacia.

Los consejos de Italo Calvino para escribir

Ediciones Siruela publicó en este 2023 las entrevistas que Ítalo Calvino dio a varios medios impresos, radiales o televisivos a lo largo de su vida, desde 1951 hasta 1985. He nacido en América es el título que aglutina las 49 entrevistas. A lo largo de las 364 páginas el escritor comparte opiniones y juicios sobre diferentes aspectos relacionados con sus obras de ficción, sobre el mundo editorial, al igual que ofrece puntos de vista sobre la lectura, la historia y algunos temas coyunturales de política. Después de disfrutar estos testimonios, expresados a lo largo de más de 30 años, me ha parecido interesante compartir los subrayados que fui haciendo sobre un tópico: el oficio de escribir. En estas declaraciones de Calvino no sólo hay técnicas y consejos, sino reflexiones útiles para todos aquellos que cultivamos un amor por la literatura y por la artesanía de la escritura.

“Las historias que siempre me ha interesado contar son aquellas que relatan la búsqueda de una humanidad plena y de su integración, que puede alcanzarse superando pruebas prácticas y morales, más allá de las enajenaciones y desequilibrios impuestos al hombre contemporáneo”.

“Podríamos decir que quien acepta el mundo como es será un escritor naturalista; quien no lo acepta y hace lo posible por explicárselo y cambiarlo, será un escritor de fábulas”.

“No importa qué elegimos escribir, tenemos muchas ideas que permanecen en el tintero. De pronto, llega el momento, encontramos el estado de ánimo que nos ubica en la necesidad de escribir, entonces elegimos la idea que nos parece más apta, la que corresponda al estado de ánimo y la desarrollamos. Si la desarrolláramos en otro momento resultaría algo muy diferente. Y si eligiera escribir en ese momento no aquella historia, sino otra, saldría un relato muy diferente, aunque en el fondo, a causa de una carga interna, habría un verdadero ‘contenido’ equivalente, en caso de haber elegido la primera historia. Hablo de un estado de ánimo general, la manera de sentir el mundo y la anécdota, no tanto de un estado de ánimo privado, intimista o psicológico”.

“Cada texto nace de una especie de nudo lírico-moral que se forma poco a poco, madura y se impone. Se entiende que después viene la diversión, el juego y la invención del mecanismo. Pero este nudo inicial es un elemento que debe formarse por sí mismo: la intención y la voluntad intervienen muy poco. Esto no se aplica únicamente en las historias fantásticas, vale para los núcleos poéticos de toda obra narrativa, realista e incluso autobiográfica”.

“Para escribir un libro no basta con querer hacerlo. Es necesario la formación de una especie de campo magnético: el autor aporta sus conocimientos técnicos, su disponibilidad para escribir y su tensión gráfico-nerviosa. El autor es solo un canal, los libros se escriben a través de él”.

“El trabajo literario solo tiene sentido si en la cara local, provinciana, se puede encontrar una razón cosmopolita y en la cara interplanetaria se encuentran los estados de ánimo locales”.

“Lo bueno de escribir es la felicidad de hacer algo práctico, la satisfacción de la tarea terminada”.

“A veces, mientras escribo, leo mi texto con los ojos de una persona determinada, imaginándome ser alguien que sé es mi lector. Y entiendo que soy leído por personas muy diferentes, que no tienen que ver una con la otra. Y ese es el verdadero desafío: no tener un público homogéneo, sino lectores diferentes”.

“Escribir implica una moral en la cual la precisión es un valor, en la que todo eso requiere del esfuerzo, para enriquecer las relaciones de la vida”.

“La escritura es un trabajo con bastantes tiempos muertos”.

“La palabra hablada me disgusta. Esa materia sosa e informe que sale de mi boca solo me inspira desagrado. No me gusta oírme hablar… Aunque las cosas no me resultan mejores en lengua escrita, al menos al primer intento. La inexactitud, la vaguedad, la aproximación y la sensación de estar en arenas movedizas, eso es lo que me irrita de la palabra. Es por eso que escribo: para dar forma, orden y coherencia a esa cosa inexacta”.

“Si alguien tiene un recuerdo, así sea vago o indeterminado, y busca trasladarlo a la escritura, lo puede lograr una vez que ha realizado la labor de clarificación para sí mismo y para los demás, pero ha perdido la vibración que existía antes de expresarlo. Ha perdido la emoción. Es un riesgo modesto, pero quise señalarlo de todas formas”.

“Creo incluso que la duda es lo único que un escritor puede enseñar. Dudar significa poner en crisis todos los entusiasmos, todas las ideas incuestionables, demasiado arraigadas”.

“Se escribe para intentar sustraer de la degradación general un trozo de universo —no más grande que una página de escritura—.”

“Intentar dar forma a una materia escrita quiere decir luchar con la lengua, con la expresión. En mi opinión, no hay otro modo de entender la escritura”.

“Escribir es muy difícil. Lo que da satisfacción es haber escrito, no el acto de escribir en sí mismo”.

“La frase escrita es el resultado de un esfuerzo, de aproximaciones sucesivas, de borrones. Hasta se puede decir que mientras más espontánea parece una frase, más trabajo se hizo con ella, es una labor interminable”.

“Escribir es mandar mensajes y contenidos por una vía especial. No simplemente transmitir una información, sino transmitir todo un mundo individual. En la escritura se comparten las propias obsesiones y tics lingüísticos que repercuten sobre las obsesiones personales del lector”.

“Cada escritor tiene su tono, su acento; es un poco como el timbre de la voz, un temperamento”.

“Creo que no me planteo el problema del éxito, escribo algo que me interesa escribir. Por lo general, me pongo un problema, quiero escribir un libro de estas características, que presente determinadas dificultades, suelo hacer apuestas conmigo mismo, es una especie desafío personal, ‘veamos si logro escribir algo así’”.

“La escritura es el modo en que logro hacer pasar cosas a través mío, cosas que tal vez vienen a mí de la cultura que me rodea, de la vida, de la experiencia, de la literatura que me precede y a la que yo, por mi parte, aporto mis experiencias personales, esas que atraviesan a todo ser humano, para ponerlas en circulación. Es por eso que escribo: para volverme instrumento de algo que toda seguridad es más grande que yo”.

“El escritor o el poeta, que se cree inspirado y se considera una pura expresión de su sentimiento, está sometido a condicionamientos desconocidos. Así, pues, es necesario que él mismo se imponga reglas a seguir, como hacían los poetas clásicos; solo con este andamiaje se logrará decir algo verdadero”.

“La poesía se puede apoyar en una métrica evidente o implícita, en tanto que la prosa continuamente debe inventarse un tiempo, una musicalidad. El sentido rítmico es fundamental: un episodio extraordinario puede desaparecer si, cuando se traslada a la página escrita, no logra transmitir el ritmo necesario al lector. Transmitir el sentido de velocidad, o de esa pausa, en la que lo escrito toma un respiro lento, volviéndose casi un adagio, un ritmo de música parsimoniosa; eso es trabajar con el tiempo, porque la rapidez no necesariamente está expresada con palabras y frases cortas, sino con un trabajo estilístico que la transfigura como una aceleración natural del latido del tiempo”.

“El deber de todo escritor es hacer cosas que vayan más allá de sus posibilidades”.

“El problema de la imaginación para el escritor se plantea en esta disyuntiva: ¿existe una imaginación visual o una imaginación verbal? Yo en lo personal diría que me baso en un procedimiento mixto. Habitualmente lo que me viene a la mente en primer término es una imagen visual. Puede estar acompañada (o puede no estarlo) por partes o fragmentos de frases. Sin embargo, el momento verdaderamente decisivo es cuando me pongo a escribir y, conforme me vienen las palabras y las frases, cambian incluso la visión y la intención originales. Pueden transformarse por completo y, por lo general, las imágenes son olvidadas y sustituidas por la imaginación que se pone en acto durante la escritura y queda inscrita en la página”.

“La escritura será siempre un intento por alcanzar la infinita multiplicidad de la experiencia, a la que no se llegará nunca. Un poco como cuando se intenta escribir un sueño, y te percatas de que para escribir un sueño de unos cuantos segundos es necesario manchar páginas y páginas”.

“Creo que la prosa requiere la utilización de todos los recursos verbales que se poseen, al igual que en la poesía: rapidez y precisión para elegir los vocablos, economía, riqueza de significados e inventiva para distribuirlos. Estrategia, ímpetu, movilidad y tensión en la frase, agilidad y ductilidad para moverse de un registro a otro, de un ritmo a otro”.

Inquietudes sobre escribir ensayos (II)

Ilustración de Andrea De Santis.

Presento a continuación otro grupo de repuestas a las múltiples inquietudes que me formularon los estudiantes de las diversas carreras de la Pontificia Universidad Bolivariana, sede de Montería, a partir de mi conferencia sobre la escritura de ensayos. Confío en que estas contestaciones no solo sirvan a los jóvenes que me escribieron sus preguntas, sino a otros estudiantes que tengan dudas o preguntas semejantes. 

¿Cómo puedo hacer que sea atractivo el ensayo al lector? (Isabella Angulo – Psicología).

Además de una cuidadosa elección y organización del discurso, que incluye el buen oído para “escuchar” el ritmo de cada frase, el intencionado uso de la puntuación y la variación semántica, sumado a todo ello, está la originalidad y novedad en la tesis que se plantee al lector y, lo más importante, la agudeza y consistencia en el desarrollo de los argumentos. El ensayo atrapa tanto por su aspecto estético como por el entramado argumentativo que le sirve de soporte. Influyen de igual modo los conectores lógicos que se empleen, pues ellos facilitan que el lector siga el hilo argumentativo y mantenga la atención en el desarrollo de la tesis. Nunca debe olvidarse que los buenos ensayos cumplen a cabalidad las condiciones de los textos persuasivos.  

¿Por dónde comenzar si tengo mucha información? (Braulio Manuel Hernández García – Ingeniería mecánica).

Habría que empezar recordando una cosa: no todo lo que se consulta o lee para un ensayo tiene que incluirse al momento de redactarlo. Hay que decantar, sopesar, mirar su pertinencia. Por consiguiente, lo primero es revisar si la información recolectada está en consonancia con la tesis del ensayo; si lo que se recopiló o investigó va por la misma vía de lo que tenemos como médula de nuestro texto. De no ser así, lo recomendable es eliminar esa información o, si nos parece digna de interés para el lector, incluirla en una nota a pie de página. A veces, hacer un mapa de ideas con la información recogida ayuda a descubrir si hay articulaciones con la tesis o si, por el contrario, son datos sueltos o documentación útil para otro tipo de texto.

¿Existen otras normas aparte de las APA que se pueden seguir para escribir un ensayo? (Aníbal José Janna Arrieta – Arquitectura).

Por supuesto que sí. Además de la APA (American Psychological Association), se usan también las normas de presentación de la Universidad de Chicago, las MLA (Modern Language Association), las de ICONTEC (Instituto Colombiano de Normas Técnicas), las Vancouver-NLM (National Library of Medicine) o las normas IEEE (Institute of Electrical and Electronic Engineers). Según sea la elección o normatividad establecida para presentar el ensayo, los sistemas de referencia bibliográfica tienen sus especificidades. Indistintamente el sistema que su utilice, lo importante es que en el ensayo se conserve una unidad de citación a lo largo del texto, sin mezclar diferentes normatividades o desconociendo los protocolos del rigor académico. Hay muy buenos textos al respecto. Uno de ellos es el del comunicador Gustavo Patiño Díaz, titulado Escritura y universidad. Guía para el trabajo académico, publicado por la Universidad del Rosario, en 2013. Este libro vale la pena tenerlo a la mano porque, además de traer consejos sobre “aspectos técnicos de la escritura” (material gráfico, ortotipografía, escritura de cifras), ofrece un repertorio de ejemplos en cada una de estas diferentes normatividades de presentación.

¿Cuántos argumentos debe poseer como mínimo? (Angie Sofía Argumedo Polo – Ingeniería civil). ¿Cuántos argumentos son necesarios para sustentar un ensayo? (Clara Teresa Doria Altamiranda – Psicología).

El mínimo depende de la complejidad de la tesis presentada. Sin embargo, en un miniensayo, yo creo que por lo menos se necesitan tres argumentos. No será suficiente un único argumento ni tampoco serán necesarios una veintena de ellos para lograr el propósito del ensayista. Si los argumentos son los más indicados, si son pertinentes, si tienen la suficiente fuerza de convencimiento, bastarán unos pocos. En todo caso, hay tesis que por su misma temática o por el problema que abordan, demandan una búsqueda selectiva de bastantes argumentos sin los cuales no se lograría el cabal convencimiento del lector. Así mismo, resulta efectivo usar diversos tipos de argumentos, variar las fuentes y apelar a diferentes recursos de la lógica persuasiva como las inferencias, el contraste, la ironía.  

¿El título del ensayo puede ser una pregunta? (Gianella Guillin Luna – Psicología). ¿Los títulos pueden ser con signos de admiración? (David Alfonso Pacheco Guazo – Arquitectura).

Sí es posible usar una pregunta como título o ponerlo entre signos de admiración. Lo que hay que evitar, a toda costa, es que el título quede como un descriptor genérico o esté en discordancia con la tesis del ensayo. Yo recomiendo que el título, de una vez, le diga al lector cuál es la apuesta del ensayista, que le focalice la mirada o su campo de interés. Siempre es bueno tener en mente que el título es el primer llamado, el guiño comunicativo inicial que se le hace al lector para que se anime a leer nuestro texto. Los ensayistas más experimentados ponen el título al terminar de redactar el texto, después de releerlo en su totalidad y analizar el cauce de su argumentación. Y siempre lo hacen pensando en interpelar o capturar la atención de un posible receptor.

¿Por qué no podemos escribir párrafos largos? (Santiago Castro Vellojín – Arquitectura).

La extensión de los párrafos depende mucho del material que estemos minando con nuestra argumentación; por momentos tres o cinco líneas pueden llegar a ser suficientes y, en otros casos, se requerirán más de diez. Por regla general, un párrafo se centra en una idea y su desarrollo; o en un argumento con sus respectivas razones. Lo que no es conveniente, ni para la estructura del texto, ni para el lector, es redactar parrafadas en las que todo se acumula o se mezcla sin distinciones o marcadores de coherencia.

¿Cómo puedo variar las palabras para que no sean redundantes a la hora de escribir un ensayo? (Julieth Paola Doria Hernández – Psicología).

Sin lugar a dudas, la riqueza de vocabulario del escritor es muy importante cuando redacta su ensayo. Esto ayuda a darle precisión y variedad a sus ideas. Y para aumentar esa “competencia lexical” no solo hay que leer con asiduidad, sino acostumbrarse o tomar como hábito aumentar el repertorio personal de términos. ¿Qué tal si nos propusiéramos, al menos cada semana, incorporar una o dos palabras nuevas a nuestro archivo lingüístico? Aconsejo, de igual modo, tener a la mano un buen diccionario razonado de sinónimos y antónimos, un diccionario de ideas afines o un diccionario ideológico. Todas estas fuentes, si las tenemos al lado de donde escribimos, nos irán solucionando problemas de precariedad semántica al tiempo que nos ponen en contacto con nuevos términos asociados a las necesidades de redacción que tengamos en ese momento.

¿Es necesario enumerar los argumentos para tener una secuencia? (Nohora María Otero Ruiz – Psicología).

No es necesario enumerar los argumentos, a no ser que por un fin didáctico el docente así lo haya solicitado. Lo frecuente es que los conectores vayan indicando esa secuencia (“para empezar”, “en segunda medida”, desde otra perspectiva”, “para concluir…”). Aprovecho esta pregunta para hacer una aclaración: ciertos ejercicios pedagógicos, con fines argumentativos, no son en realidad ensayos; se trata de “dispositivos de enseñanza” encaminados a que los estudiantes se familiaricen con qué es una tesis, una antítesis, y determinados argumentos, pero este parcelado esquematismo no es igual a la redacción de una tesis personal desarrollada de manera cohesionada y coherente con argumentos, a lo largo de cuatro o cinco párrafos. Dicho de otra manera: una cosa es ejercitar a los estudiantes en técnicas de argumentación y, otra, escribir ensayos.

¿De dónde conseguir fuentes confiables? ¿Cómo me aseguro que lo sean? (Isabella Guerrero Olarte – Comunicación social y periodismo).

Tener a la mano fuentes primarias (el libro o el PDF del original) es más confiable que trabajar con información secundaria (esa que dice algo sobre lo que otro dice, pero sin que el escritor pueda cotejarla o verificarla con el texto original). Por eso, si se acude mayoritariamente a referencias de internet, hay que hacer una “auditoría” constante de dichas fuentes. Muchos lugares de la web retoman algo, pero le cambian la puntuación, omiten líneas, dejan acéfala de procedencia y autoría la referencia, multiplican el efecto del teléfono roto de la información. Los docentes cumplen ahí un papel fundamental, porque son ellos los que indican al inicio qué fuentes son confiables y los que verifican su valía en las producciones escritas de sus estudiantes. El plagio, el abuso de fuentes secundarias, el uso de información falsa, deben ser fallas reprochables y evaluadas negativamente en la escritura de ensayos.

¿Cuál es la manera correcta de empezar un ensayo? (Marcos Guillermo de Jesús Benedetti Ramos – Ingeniería electrónica). ¿Es necesario tener una introducción en todos los ensayos? (Imanol Labiol Assias González – Ingeniería civil).

Subrayo lo dicho en una entrada anterior de este blog: lo aconsejable es empezar planteando la tesis del ensayo. En ciertas ocasiones se hace un párrafo de encuadre, introductorio o de contexto, que sirve para orientar o direccionar lo que viene a continuación. Entre menos digresiones haya, más robusto aparecerá lo que deseamos poner a discusión.

¿Los ensayos siempre deben defender una posición frente a algo? (Mary Paz Domínguez – Psicología).

Sí. Esa postura o posición personal frente a un tema, un problema o una situación es lo que le da identidad al ensayo. Entiendo que “defender” es encontrar los argumentos para lograr persuadir al lector de determinada tesis. En razón de esto, el ensayo es más que un comentario; porque no se trata de lanzar opiniones gratuitas, sino de soportarlas o avalarlas bien sea con la fuerza de la lógica, con los argumentos elegidos o con la coherencia interna del discurso. Las opiniones en el ensayo están soportadas, se ahíncan en evidencias; son más bien juicios razonados.   

¿Por qué es necesario que se sigan tantas reglas al momento de la redacción estética de un ensayo? (María Isabel Petro Argel – Psicología).

Las reglas responden a dos funciones que se complementan: la primera, otorgarle a la presentación de este tipo de escritos (igual sucede para el trabajo de grado, o para ciertos informes) una identidad académica o investigativa que los diferencie de otras producciones más informales. Cada tipología textual exige el dominio y organización de los contenidos y atender a determinados aspectos formales. La segunda función, parece apuntar al orden formativo de estas normas: ayudar a organizar la mente, tener referentes compartidos para la comunicación con otros, interiorizar patrones para la producción de saber o de conocimiento. Por lo demás, sin estos criterios o nomas de presentación, sería muy difícil evaluar con relativa objetividad los ensayos.

¿Cómo puedo presentar distintos argumentos para defender mi tesis sin redundar? (Isa carolina Pérez Ceballos – Comunicación social y periodismo).

Arriba decía que hay que buscar variedad en los argumentos. Me refiero a combinar argumentos de autoridad con otros de analogía o con ejemplos. De otro lado, si cada argumento se enfila desde una perspectiva, lo más estratégico es que los siguientes retomen un mirador distinto o se enuncien siguiendo la línea melódica de la variación, lo divergente o la pluralidad. Ese es otro reto para el ensayista: agregar nuevos argumentos que avalen su tesis, pero sin ser repetitivo o aburrir al lector. Por eso es clave documentarse, investigar, profundizar en la temática que sirve de terreno para la contienda argumentativa; además de meditar y gastarle horas a analizar los pros y contra de la tesis que se tiene entre manos.

¿Cómo escribir ensayos usando términos locales, informales, en un texto formal? (Juan Diego Álvarez Peroza – Ingeniería sanitaria y ambiental).

Los términos locales, las palabras más “informales”, si se van a utilizar en el ensayo pueden incluirse entrecomilladas o dando pistas en la misma redacción que permitan captar su significado. Todo dependerá de cómo se desarrollan los argumentos y del juego comunicativo entre las palabras generales y los “términos” locales. Lo que recomiendo es evitarle al lector confusiones o vacíos de significados en las palabras, pues llevarán al malentendido o a la incomprensión. Tampoco es provechoso plagar al ensayo de demasiados localismos o de “lengua de jerga” porque eso desvertebrará el seguimiento a la columna vertebral de la tesis. Si es preciso hacerlo, para eso están las notas a pie de página, tan útiles cuando se desea explicar o precisar el sentido de un término.

¿Escribir ensayos va a seguir siendo útil en 15 años? (Jessica Vásquez Álvarez – Economía).

Mientras consideremos un valor personal y social el aprender a argumentar, seguramente la solicitud de ensayos seguirá siendo útil e importante. En tanto subrayemos la validez persuasiva de las razones sobre el poder irracional de la fuerza, el ensayo estará presente para ejercitar a las nuevas generaciones en el aprendizaje de los consensos y el diálogo con las diferencias. No es cosa secundaria para lograr la convivencia pacífica o detener los fundamentalismos fanáticos de hoy y de mañana, enseñar en las aulas y en los hogares que hay argumentos más sustentados que otros, que hay opiniones demasiado infundadas y muy poco fundamentadas, que la escucha tolerante de las ideas o creencias ajenas es el paso ineludible para que se dé el respeto por la propia voz. Y si lo que deseamos es contrarrestar el odio manipulador de las redes sociales y la información parcializada de los medios masivos de comunicación, la escritura de ensayos es y seguirá siendo un recurso insustituible para fomentar y desarrollar el pensamiento crítico.

Inquietudes sobre escribir ensayos

Ilustración de Cameron Cottrill.

En el reciente III Encuentro nacional e internacional: “Vive la lengua y disfruta su literatura” y el I Congreso internacional de lectura y escritura: “Perspectivas investigativas” de una de las subsedes de la Cátedra Unesco, que tuvo como sede a la Universidad Pontificia Bolivariana, seccional de Montería, estuve compartiendo con los estudiantes de los diversos programas de la Institución reflexiones y consejos para la Escritura de ensayos. El evento fue organizado por Lida Pinto Doria y Enyel Manyoma Ledesma del Centro de Formación Humanística, Elaine Edith Bedoya Pastrana del área de Cultura de Bienestar Universitario y María Dominga Ramos Cantero, jefe de Biblioteca. A las directivas de la Universidad y a ellas, mi agradecimiento. Si bien durante el encuentro resolví varias inquietudes del numeroso grupo de estudiantes, les solicité escribir algunas de sus preguntas más apremiantes sobre este tipo de texto con el fin de resolverlas en este blog. Lo que sigue, entonces, es un primer grupo de respuestas a tales inquietudes.

¿Cuáles son los mejores conectores para lograr un buen ensayo? (Isaías José Hernández – Ingeniería civil).

La calidad de los conectores depende del propósito argumental elegido por el ensayista. Así que, si la intención es inferir un planteamiento de otro anterior, pues los mejores conectores serán aquellos que permitan sacar alguna deducción de tal razonamiento (“en consecuencia”, “de aquí se desprende que”, “esto conduce a”…). Pero si lo que se desea es ejemplificar cierto razonamiento, los conectores apropiados serán los que ilustren la situación (“así, por ejemplo,”, “pongamos por caso”, “ilustremos lo dicho con”…). Lo que sí no se puede olvidar es que los conectores están en directa relación con el tipo de argumento que se emplee y con la línea argumental que se vaya desarrollando. No serán buenos conectores, entonces, aquellos que, en lugar de concluir, ejemplifican; o esos otros que, en lugar de dar continuidad, hacen evidente una antítesis.

¿Cómo se vería un título más llamativo? (Ena Sofia González López – Economía).

Para empezar, es recomendable titular pensando más en el lector que en el gusto del escritor. El título debe invitar a leer el ensayo y, en esa medida, tiene que ser persuasivo, sugerente. Los títulos menos interpelativos tienen la forma de descriptores fríos o son tan genéricos que no dicen nada. Pero lo más importante es que el título del ensayo esté en relación con la tesis; esa es la inicial promesa que el ensayista le hace al lector para convocarlo a sus páginas. Por supuesto, el ingenio y la creatividad contribuyen también a que el título ideado tenga la fuerza para incitar la imaginación o el interés de los lectores.

¿Cuál sería el mejor tema para abordar en un ensayo? (María José Negrete Arrieta – Ingeniería industrial).

No hay mejores o peores temas sobre los cuales se pueda hacer un ensayo; lo que sucede es que, para el ensayista, existen temas más cercanos o con mayor dominio que otros. Sirvan de ejemplo el agudo ensayo del sociólogo Georg Simmel sobre el “el asa” de los objetos (que bien pareciera un tema baladí o secundario), o el magnífico ensayo de Alfonso Reyes titulado “Notas sobre la inteligencia americana” (que aborda un tema histórico-cultural de gran complejidad). Otra cosa que ayuda a valorar los temas es qué tanto se ha meditado sobre esos asuntos o cuál ha sido el nivel de inmersión intelectual en determinado campo. Depende del tratamiento del tema por parte del ensayista, de la agudeza o de la calidad de los argumentos, como el tema se vuelve relevante o termina dotado de gran importancia.

¿Por qué es tan importante citar en un ensayo? (Elkin Alonso Martínez Sáenz – Psicología). ¿Es necesario siempre agregar citas o referencias al ensayo? (Estefanía Barroso – Psicología).

Las citas son parte del soporte de los argumentos de autoridad; son la manera como las voces de la tradición en determinado campo del saber sirven de aval argumentativo al ensayista. Al citar, el ensayista pone en movimiento la tradición de un saber, retoma un pasado intelectual y lo actualiza. Este ejercicio de la citación “da respaldo” a la propia voz, evidencia que se ha indagado en fuentes, obliga a interlocutar con otros pensadores o escritores que están en parcelas semejantes del conocimiento. Por supuesto, la citación es un modo formal de atender a “protocolos” académicos establecidos por comunidades de saber o por estamentos que abogan por el rigor en la presentación social de la escritura y que, al hacerlo, defienden o evitan el plagio de obras del pensamiento o de la imaginación. Se cita porque se cree y se protege la propiedad intelectual. 

¿La tesis en un ensayo siempre tiene que ser una afirmación, o puede ser una pregunta? (Nahomy Nisperuza Burgos – Ingeniería civil). ¿Es buena idea comenzar un ensayo con una pregunta? (Flor De Liz Padilla Ávila – Psicología).

Es más contundente poner la tesis en una afirmación. Le da más fuerza al propósito argumentativo o es una manera de presentar sin rodeos al lector la postura personal del ensayista. Esto no quiere decir que las preguntas estén vedadas de la variedad de formas como puede presentarse la tesis; lo que no es conveniente es dejar la pregunta tan abierta, que no se sepa en realidad cuál es la apuesta del ensayista, con qué se compromete, cuál es la consigna que sirve de punta de lanza a su argumentación. Por lo demás, esa proposición afirmativa de la tesis es como un medio de hacer más evidente el punto de vista del ensayista frente a un tema, problema o asunto.

¿Qué tan largo debe ser el ensayo? (Luna Vergara Negrete – Psicología).

Si bien el ensayo puede tener una extensión de más de quince páginas, de igual modo es viable elaborar ensayos de una página. Eso dependerá de las exigencias académicas, de la profundidad con que se analice críticamente una temática o del tipo de público y el medio en que se publique el ensayo. Los ensayos de Francis Bacon no pasan de una cuartilla, mientras que otros de Octavio Paz superan las cinco páginas. Algunos ensayos retoman un tema in extenso abordándolo desde apartados autónomos, pero conservando una relación entre aquellas partes; otros, concentran su esfuerzo argumentativo en un único aspecto o dimensión de un tema específico.

¿Cómo dar más solidez a mis argumentos? (Julio Ernesto Vásquez Dueñas – Ingeniería mecánica).

Todo depende del tipo de argumentos que se emplee. Si son de autoridad, serán más sólidos aquellos que apelen a autores reconocidos en el tema, con bibliografía pertinente, y cuyas citas retomadas estén en sintonía con la tesis defendida; si son argumentos basados en ejemplos, la clave estará en que sean apropiados o atinados con los razonamientos que se vayan a utilizar; si son argumentos con analogías, lo fundamental será que la comparación a la que se acuda sea la más idónea y esté lo bastante desarrollada en sus distintos aspectos de similitud como para que ilumine y convenza al lector de lo medular de la tesis. Y si se emplean argumentos lógicos, pues tendrán que ser rigurosos, coherentes, congruentes en su planteamiento.

¿Cómo superar la hoja en blanco? (Alix Dayana Peña Ramos – Comunicación social y periodismo). ¿Cómo manejar el bloqueo mental al escribir? (Samuel David Berrocal Barrios – Derecho).

La hoja en blanco, ese vacío abierto a nuestra inteligencia o a nuestra imaginación, a veces provoca bloqueos o genera cierto temor de no saber bien cómo llenarla o por dónde empezar a pergeñar las primeras líneas. Lo más aconsejable es empezar a redactar alguna cosa sin suponer que esas frases ya son el ensayo definitivo; o utilizar la página en blanco para graficar mapas de ideas; o listar términos que vayan aflorando según nuestro estado de ánimo. Por momentos los dibujos pueden ayudar a romper su hechizo y, en otras ocasiones, transcribir alguna cita de un libro que estemos leyendo sobre el tema que nos interesa, resulta una buena piedra de toque para empezar a escribir. Si vemos la hoja en blanco como una “mesa de trabajo” y no como algo límpido o imantado de perfección, seguramente saldremos del bloqueo que atenaza nuestra mente.

¿De qué manera se puede organizar la tesis en el ensayo? (Johenis Mulett Orozco – Arquitectura). ¿Cómo hacer para redactar una buena tesis? (Beatriz Elena Suarez Falon – Ingeniería civil).

La tesis es el alma del ensayo. Corresponde a la postura personal del ensayista frente a un tema o un problema. Casi siempre se enuncia de manera afirmativa, en forma sencilla y no debe ser muy extensa ni adelantar argumentos que luego se van a desarrollar. Por lo general se presenta en el primer párrafo y le permite al lector saber cuál es el planteamiento de base del ensayista que luego, en los siguientes párrafos, va a argumentar. Siempre hay que insistir en esto: la tesis no es la exposición de un tema, sino la valoración o juicio particular sobre determinado asunto.

¿Cuál es la mejor estructura para escribir un ensayo? (Camilo Andrés Reyes Ramos – Administración de empresas).

Aunque la iniciativa y creatividad del ensayista lleven a elegir diferentes alternativas de organización, podemos afirmar que la estructura básica de un ensayo sería la siguiente: presentar la tesis, buscar los argumentos que mejor la avalen y terminar reforzando o rubricando la tesis inicial. Sobra decir que, dependiendo de la complejidad del tema, será necesario emplear dos o más párrafos para cada tipo de argumento. En algunas ocasiones, puede necesitarse hacer un párrafo de encuadre antes de presentar la tesis o, cuando el ensayo es de largo aliento, redactar párrafos de amarre o continuidad. Planteamiento de la tesis, inclusión y desarrollo de los argumentos que la apoyan y refrendación de la tesis: eso es lo vertebral.

¿Una persona realmente puede ser totalmente objetiva al escribir un ensayo personal? (Diana Margarita Lora Peinado – Economía).

Como el ensayo es la postura personal de alguien sobre determinado tema, siempre tendrá una alta carga subjetiva. Sin embargo, esto no quiere decir que en un ensayo se opine indiscriminadamente o se afirme cualquier cosa. Hay una lógica en el desarrollo de los argumentos, una coherencia en la forma de organizar el discurso, una cohesión entre las ideas, que le da validez al ensayo. La “objetividad” proviene de la consistencia interna del texto. Todo lo que se diga en un ensayo hay que sustentarlo, justificarlo, darle fundamento. 

¿Cómo sé que el ensayo que escribí es muy bueno o malo? (Saray Sofía García Hoyos – Arquitectura).

Hay dos maneras de saberlo: la primera, es corroborar si la tesis presentada ha sido soportada con solidez argumentativa; si no quedaron intersticios, cosas por atender o aspectos tratados de manera superficial. Es decir, si los argumentos elegidos fueron suficientes y apropiados para nuestro propósito. La segunda forma es cotejar, con la matriz de evaluación o la rúbrica que previamente el maestro ha compartido con sus estudiantes, si todos los criterios o indicadores previstos se han cumplido a cabalidad. Es probable que al revisar el ensayo desde esos descriptores se pueda apreciar en cuáles de ellos hay un logro sobresaliente y en qué otros se tiene una debilidad notoria. No sobra advertir aquí que el ensayo se perfecciona mediante progresivas versiones: es en ese alambique de pasar por continuas correcciones como se logra un texto de gran calidad.

¿Por qué en algunas instituciones educativas te hacen creer que realizas bien un ensayo cuando en realidad es solo un resumen? (Mariana Martínez Ramos – Psicología).

Tal vez esto se deba al desconocimiento de las diferencias sustanciales entre distintas tipologías textuales, o a la confusión entre textos expositivos, narrativos y argumentativos. También es posible que, por priorizar los propósitos evaluativos sobre un texto, se termine desvirtuando el sentido del ensayo para responder a otros requerimientos didácticos. Sea como fuere, resumir un libro o una película no es igual a elaborar un ensayo. El resumen tiene sus características (omitir, seleccionar, reconstruir y generalizar una información, para seguir las macrorreglas de Teun van Dick) y obedece a una lógica que no es la de la argumentación.

¿Qué pasa cuando inicio a redactar un ensayo de un tema de mi interés y a mitad de la escritura el tema deja de agradarme? ¿Reescribo el ensayo desde otra perspectiva o cambio de tema por completo? (Ana Sofía Hidalgo Garzón – Psicología).

Para conseguir una buena tesis hay que “meditar” un buen tiempo el tema que nos interpela o ha sido puesto como “tarea” por algún docente. Reflexionar y meterse de lleno en este tema o problema contribuye a que encontremos un filón de interés de larga motivación. De lo contrario, con facilidad abandonaremos lo que a primera vista nos parecía sugestivo. Investigar, documentarse, ayuda a “tomarle cariño” a determinada temática. Si no hay inmersión y dedicación por un tiempo a un asunto se terminará como veleta yendo de una temática a otra y, lo más grave, se caerá en el desconcierto por la cantidad de información que se ha ido recogiendo en el camino. Desde luego, si a pesar de estudiar y profundizar en un tema, este no logra jalonar nuestra motivación por escribir, lo más aconsejable será cambiar de perspectiva y elegir otro campo de trabajo.

¿Qué impacto puede tener un ensayo en cuanto al desarrollo de una comunidad? (José Julián Pacheco – Ingeniería industrial). ¿Qué función tiene en la sociedad? (José David Gallego Ortiz- Ingeniería mecánica).

Los ensayos buscan, entre otras cosas, que los lectores adquieran o afiancen su lectura crítica de variados asuntos. Al ser un género que pone en cuestionamiento lo dado por hecho, lo establecido, los lugares comunes, su finalidad es despertar la conciencia, ofrecer otros puntos de vista para comprender los problemas, dotar al entendimiento de razones más lógicas y sensatas que únicamente emotivas. Eso de una parte. Y hay otro impacto que merece resaltarse: la lectura de ensayos crea condiciones favorables para que las personas, en su calidad de ciudadanos, tengan un repertorio de razones para comprender distintos puntos de vista, además de prepararlos y enseñarles, así sea de manera indirecta, cómo organizar la mente argumentativa para defender sus derechos, participar en el debate público, y ser más aptos para deliberar frente a los acuerdos y los consensos sociales.

Poética de la escucha (III)

Detalle de “Nydia, la niña ciega de las flores de Pompeya”. Escultura de Randolph Rogers.

15

“Les prestaste oído, sufriste con ellos,
pero con el fin de venerar también siempre el secreto”.
Vladimír Holan

 

La escucha se pervierte cuando se transforma en chismorreo. Para que la escucha se mantenga “intacta” tiene que estar resguardada por la discreción. Quien escucha a otro tiene el deber de atesorar la palabra recibida. Tal veneración por el secreto, por lo que ha sido confiado, es vital para que la confianza no se pervierta y para evitar que se distorsione el sentido original del mensaje recibido. Guardar aquella voz, protegerla de la locuacidad, es una garantía tanto para la persona escuchada como para el contenido de su comunicación. Mejor comportarse como un escucha circunspecto que como un hablador desmedido; mejor preferir la reticencia que el cotilleo o la murmuración. El sigilo hace parte de las cualidades más importantes de un escucha experimentado; y si bien parece un rasgo deseable de adquirir o prometer, no resulta tan fácil de cumplir. Lo más común son los deslices de información compartidos a otras personas o los comentarios desacomedidos a partir de una confidencia recibida como un tesoro personalísimo. Los lengüilargos cometen una forma de deslealtad comunicativa, violan la “reserva de la escucha”, rompen el pacto tácito de “cerrar la boca”. Desde luego, esta moderación se aplica de manera preferencial a la vida privada, a la zona sagrada de lo íntimo. Cuando se participa de este ámbito se tejen lazos de fraternidad que van más allá del momento de escucha; se establece una filiación interpersonal tanto más fuerte cuanto delicado sea el asunto tratado. La palabra confesada hay que recubrirla de silencio para que pueda madurar en quien nos la compartió; si se divulga a otros, si se la deja a la intemperie de cualquier oyente, terminará pudriéndose entre la vergüenza, el escarnio o el descrédito. Y no tanto por la gravedad de lo expresado en la confidencia, sino por el desacierto de la persona elegida para compartirla. La prudencia y la cautela son los mejores escuderos de la escucha.

16

“Cada clase de oído
engalana lo que oye
ya de luz, ya de gris”.
Emily Dickinson

 

Lo que nos cuenta o nos confiesa otro ser humano, lo que escuchamos, siempre está filtrado por lo que somos. Y así como hay hermeneutas instaurativos y abiertos a la sorpresa, también están los que reducen el mensaje o lo constriñen a verdades ya sabidas. Del escucha depende, de su preparación, de su sensibilidad o su rico capital cultural, que dé claridad a lo que le relatan o, por el contrario, lo vuelva brumoso y abstruso. Podríamos decir que hay estilos de escucha, desde los más clásicos a los más barrocos; de los que se quedan resonando en una palabra, hasta los que prefieren atender al conjunto, a los ramales gruesos de una enunciación. Estilos que idealizarán lo escuchado o darán mayor resonancia al tono emocional con que se pronuncie un mensaje. Escuchar es una forma de traducir: habrá escuchas atentos al “sentido original” y otros que se irán alejando de lo dicho hasta el punto de reconstruir una versión adaptada a su cosmovisión o sus creencias. Por eso es tan importante que el escucha diferencie entre lo denotado y lo connotado, entre el aspecto literal de una locución y las posibles interpretaciones del oyente. Y por ello, también, se requieren varias sesiones de escucha para percibir con mayor profundidad lo que nos ha sido dicho, so pena de achicar o agrandar fragmentos de una alocución. En caso contrario, cuando solo se tenga una sesión de escucha, será aconsejable tener en mente la relación entre las partes y el conjunto, al igual que las recurrencias semánticas o el vínculo entre el discurso y la dimensión emocional del emisor. Debido a este tamiz del receptor cuando está escuchando a alguien, no es bueno sacar conclusiones apresuradas o adelantarse a juicios definitivos; lo más aconsejable será preguntar cuando se considere necesario, recapitular para acabar de “entender” y pedir aclaraciones si es que estamos atiborrados o escasos de información. Del estilo de escucha que asumamos dependerán las claridades o las oscuridades, el elogio o el vituperio en los mensajes recibidos.

17

“Si el oído no es rudo, la armonía
se escucha con el alma serenada”.
Jorge Guillén

 

Si se está molesto o furioso, si se tiene la mente embolatada en preocupaciones acuciantes, si la intranquilidad inunda el espíritu, resulta difícil escuchar a otra persona. Cuando se está en esos momentos exaltados o hay una clara dependencia de las pasiones irracionales y fogosas, lo más seguro es que el oído se halle impedido o privado para recibir una confidencia, una confesión o un secreto. Para ponerse en sintonía con el fluir de otra conciencia, para lograr armonizar con esos mensajes confiados en voz muy baja, se requiere reposo emocional, serenidad, y una paz interior en la que estén aplacadas las emociones desbordantes. La escucha empática obliga a la relajación, al aplomo, a una paz que posibilite el desplegarse de la voz ajena. Porque si se está sobresaltado, si el miedo o la perturbación son el telón de fondo de aquellos momentos de audición humana, lo que produciría en el interlocutor será el efecto del desinterés, de la incomprensión o de “estar perdiendo el tiempo”. Hay que procurar estar sosegados para sacarle todo el jugo a lo que se nos dice; hay que procurar la tranquilidad si queremos estimular y favorecer la salida sin tropiezos de la palabra del otro. Gran parte de las experiencias de escucha fallidas están asociadas a estas “perturbaciones” del escucha, a las interferencias que producen los estados irritables, a las preguntas inoportunas brotadas desde impulsos frenéticos o enardecidos. Quizá por eso sea tan importante, además de elegir un lugar y un tiempo adecuados, conocer el estado de ánimo más apacible en que se esté realmente dispuesto para escuchar a otro. No siempre estamos listos para “prestar oído” a los demás, como tampoco nuestro corazón permanece en dulce e inalterable calma.

18

“Mas siempre que no escuché
tu dulce resaca en las orillas
me asaltó una desazón
como la del falto de memoria
cuando recuerda su tierra”.
Eugenio Montale

 

Lamentarse de no haber escuchado a alguien, justo en el momento en que más lo necesitaba, es una culpa o una negligencia imperdonable. Querer escuchar a destiempo a una persona con el fin de resarcir la omisión de no estar disponibles para recibir esa queja, ese problema o esa confidencia, resulta impostado o fallido al realizarse. Seguramente, si se hubiera “tenido el tiempo” para escuchar a ese otro ser humano, el destino de aquel individuo sería diferente; o, a lo mejor, las decisiones tomadas en ese momento serían diferentes; de pronto, nuestro acompañamiento fraterno, lo habría llevado a evitar determinaciones apresuradas o basadas en una apreciación errada. Los escuchas sigilosos, por el contrario, andan al cuidado de los demás, reconocen cuándo deben “estar presentes”, cuándo su compañía y su voz levantan al desfallecido a la par que reavivan su ánimo abatido. Están en esa actitud atenta, precisamente, porque conocen o tienen la evidencia de que por una negligencia anterior perdieron la confianza de la otra persona o se mostraron indolentes ante su angustia o sus dificultades. La desazón posterior, el arrepentimiento por no haber detenido —al menos por unos minutos— la avalancha ruidosa de la vida laboral o el alud vertiginoso de los asuntos cotidianos, esa incapacidad para hacer un alto en la agenda de las “cosas inaplazables” para detenerse a escuchar la emergencia de la voz de un familiar, un compañero o un amigo, se vuelve un susurro inquisidor, un zumbido en la propia conciencia. La escucha extemporánea, esa que con disculpas se solicita para remediar la desatención, no solo resulta artificiosa y poco útil para el emisor, sino estereotipada y común en la retroalimentación de quien la recibe. La escucha genuina siempre es circunstancial; su existencia transcurre en el tiempo de las coyunturas.

19

“Hermano, escucha… escucha…
Bueno. Y que no me vaya
sin llevar diciembres,
sin dejar eneros”.
César Vallejo

 

Aunque no se diga de manera categórica hay un pacto implícito en la escucha. Es decir, la petición a un intercambio comunicativo en el que no se sabe del todo cómo va a salir, cuál va a ser su ritmo, o de qué manera va a encontrar los filones de su contenido y el cauce de sus aguas. Al aceptar un escenario oral de incertidumbre, con muchos suspensos y silencios, con vaivenes y dudas en la enunciación. No es a un funcionario o a un tecnócrata al que se le hace esta invitación; es a un hermano, a alguien que se lo considera fraterno o quien tiene las condiciones para acercarse sinceramente y sin intereses utilitarios. La escucha crea una hermandad gestada desde la espera dilatada y la consanguinidad de los espíritus. Pero, además, al hacer esta petición, el emisor del mensaje confía en que  durante la sesión de audición él pueda pasar por muchos tiempos de su relato, asumir diferentes estados de ánimo, ir de la alegría a la tristeza, sin que por ello sea tildado de “desorganizado”, “perturbado” o “indeciso”… Ese pacto incluye también otras cosas, como por ejemplo, el contar con la suficiente tolerancia auditiva del interlocutor para expresarse de forma reiterativa en un asunto, contradecirse cuando así lo sienta, desafiar la lógica sintáctica de las frases. Al frente de él no está un vigilante de la gramática o un psicólogo correctivo. De igual modo, el escucha sabrá tener una actitud pasiva del espíritu para soportar los silencios, las pausas, las dudas que asaltan al que pone afuera su dolor, su desesperación o sus quebrantos del alma. Los escuchas solidarios o confraternales son los que logran captar entre los espacios de los signos supensivos dimensiones inaudibles de la comunicación que para los oyentes comunes no son sino lugares muertos del sentido.

20

“Te escucho. Y al fin comprendo
por qué —como tú— viví
sin mí, tan cerca de mí,
en todo tiempo muriendo,
por nadie en verdad sabido,
y fiel desde que nací
a un cantar siempre escondido:
el que hoy descubro en ti…”.
Jaime Torres Bodet

 

Es frecuente exaltar los beneficios de la escucha para quien le comparte a alguien una confidencia o le declara sus angustias, pero poco se profundiza en las bondades de la escucha para la persona que las recibe. Y si bien una sesión de escucha le ofrece al emisor un escenario fiable e íntimo para hacer catarsis, lo cierto es que también al oyente le ofrece oportunidades de autoexamen, contrastación o toma de conciencia. La escucha tiene repercusiones bidireccionales: lo que otro dice o comparte se transforma en referente, en piedra de toque, en contrapunto para el receptor. El mensaje recibido tiene resonancias en la propia vida del escucha. Unas veces estos “ecos existenciales”  serán simultáneos a la elocución del emisor y, otras veces, tendrán un efecto en diferido. Muchos asuntos o acontecimientos confesados crecen como semillas en el corazón de quien las recibe: crecerán como revelaciones a problemas que estaban sepultados; harán evidentes decisiones postergadas; anunciarán desenlaces a acciones que, con alguna probabilidad, tendrán que abocarse en el futuro. Las experiencias de una persona, vueltas confesión, aunque no tengan como propósito enseñar a vivir o ser una cartilla de lecciones de vida para el comportamiento ajeno, sí dejan una estela de aprendizaje para otro ser que las acoge. Escuchar a alguien conlleva una suerte de doble reconocimiento: para el que dice, porque la voz del interlocutor le ayuda a comprender, a analizar, a tener otros puntos de vista sobre determinado evento o situación; para el que escucha, porque mediante aquellos testimonios ajenos evalúa, coteja o recapacita sobre su propio modo de ser, de pensar o de actuar. No cabe duda: escuchar es un verbo reflexivo: al escucharte también me escucho.

21

“Escúchame
un momento. Óyeme ahora.
Óyeme siempre, lo mismo
que si yo fuera una rama
de tu árbol, un pedazo
palpitante de tu ser”.
José Hierro

 

Escuchar, en su sentido más alto, supone la compenetración con otro ser, un esfuerzo por la interiorización del mensaje, una solidaridad o fraternidad personificadas. El fin último, en este sentido, es que la confidencia recibida encarne o que la escucha sea tan cuidadosa, tan profunda, que alcance el nivel de la empatía, de la conexión vital con la otra persona. La escucha penetrante se inclina hacia la comunicación de afinidades, la mueve el deseo de avenirse con otro, aspira a la confluencia de emociones. De allí, entonces, el esfuerzo del escucha por cambiar de lugar, por intentar comprender desde los motivos o las circunstancias que sirven de referente a quien le habla. La escucha de mayor calidad, la más fina en su comprensión, conlleva a la “participación afectiva”, a un genuino espíritu de solidaridad o a una compasión benigna. Esto supone una capacidad moral de compenetración con otra persona, de “ponerse en la situación” de quien emite aquellas palabras dichas con voz trémula o en una frecuencia cercana al pudor; esto implica, además, un mimetismo del temperamento del receptor para aproximarse y tratar de armonizar con los sentimientos o padecimientos de otro ser humano. La escucha encarnada está motivada por el congeniar, por la intención de hacer concordable un carácter con otro, por un deseo de acoplarse con esas bajas intensidades de las voces del alma. Una sesión de escucha es, para quien sirve de receptáculo, la ocasión de personificar lo medular del mensaje que le va llegando, esforzándose por interpretarlo de tal manera que el interlocutor sienta que al frente tiene, no a un espectador, sino un atento compañero de obra. Las personas de escucha profunda no están al margen de las vicisitudes por las que pasa toda existencia; se saben parte de la compleja condición humana y, en esa misma medida, pueden identificarse o hacer causa común con otro compañero del camino.

Otros relatos cortos (4)

Ilustración de André Da Loba.

TAM-TAM

Y de pronto, cuando menos lo pensaba, la princesa oyó golpear los sonidos del corazón de su amado. Estaban ahí, a la entrada de la puerta. Tam-tam, volvió a escucharlos. Sintió tanta alegría, que prefirió no abrir; se mantuvo en la cama, absolutamente feliz, acabándose la caja de chocolates.

LLEGAR A LA CÚSPIDE

—No creo que pueda llegar a la cúspide —dijo la señora Martínez—. Enseguida se acercó más a la ventana y vio a aquel hombre trepar por el árbol situado en la esquina oriental del paradero de buses.

El hombre se metió entre las hojas que, al llegar a la copa del árbol, se hacían diminutas, más pequeñas en relación con los brazos del tronco. Hojas verdes, amarillas; aguamarinas; desde las más claras hasta las más oscuras. Las hojas se movían en un aletear infinito. El hombre, al subir más arriba del árbol, se había vuelto parte de su follaje. El viento mecía las ramas, las movía a veces rápida y, otras, lentamente. El viento se entretenía en acariciar el árbol, lo abarcaba todo.

—¡Hay dos huevos en el nido! —gritó la voz desde el centro del árbol.

—Pobre hombre —dijo condolida la señora Martínez—. Aún no sabe que es más fácil subir que bajar de los árboles.

Entre el grito del hombre y la observación de la señora, quien seguía asomada a la ventana, se acrecentó la fuerza del viento. La borrasca se hizo más fuerte y el follaje verde amarillento se estremeció largo tiempo. La figura del hombre se perdió definitivamente entre la espesura del movimiento de las hojas. Un sonido de pájaros no vistos se escuchó en la distancia; el murmullo de aves parecía un eco a las voces lejanas de algunos muchachos en el parque cercano.

—Ese debe ser Raúl, buscando huevos de pájaro para su queridísima María; ella y sus antojos de embarazada.

Cuando el hombre bajó del árbol, las botas del pantalón estaban totalmente manchadas de amarillo limón, de azul verdoso tenía pintadas las nalgas del pantalón y de verde musgo las de la entrepierna. La señora Martínez lo miró por última vez y observó los brazos llenos de arañazos del árbol.

 —Lo que suponía. Era Raúl.

La señora Martínez se alejó de la ventana y se sentó en un sillón forrado en terciopelo gris plomo y continuó mirando el árbol magnífico. Desde aquel otro lugar la figura del árbol se volvía estática, inalterable; parecía una larga sombra inamovible.

—Qué extraño es el mundo cuando me dejo caer en mi sillón —dijo la anciana—. Y recostándose en el espaldar del mueble, agregó: —Todo se va volviendo como de piedra en la vejez.

EL PRÍNCIPE AZUL

El hombre se quitó la capa azul oscura, se desprendió de la corona plateada con joyas iridiscentes, dejó sobre un ropero los pantalones azul rey y el camisón con bordados de oro, se sentó en la cama y puso debajo de ella las zapatillas doradas.

La dama que había estado observándolo, resguardada por las sábanas, se sorprendió de lo flaco, blanco y frágil que era. Se sintió defraudada y empezó a llorar en silencio. Se mantuvo allí encorvada, en posición fetal, lanzando cortados suspiros, apenas dejando el espacio suficiente en el lecho para que entrara el cuerpo del hombre.

Esa noche de bodas la dama comprobó que los príncipes azules, desnudos, son hombres comunes con los pies muy fríos.

EMAÚS

Emaús es un bonito nombre para encontrarse con un viejo amigo, con alguien que creíamos haber olvidado pero que, por un hecho fortuito, identificamos sorprendidos y con gozo.

No es fácil distinguir, a primera vista, el rostro de alguien que consideramos ya perdido. No resulta inmediato reconocer al antiquísimo muchacho con quien jugábamos a bajar frutas o con quien nos perseguíamos hasta el cansancio, allá, muy lejos, en la antigua casa familiar de nuestra infancia. Como tampoco es fácil aceptar esos cambios de rostro y de estatura; esos cambios de voz. Ahora, ante nuestros ojos, el niño de antaño lleva sobre su rostro las marcas de una vida, el peso de la experiencia; porque eso es un amigo cuando regresa: alguien que vuelve con el peso de la vida a cuestas, y anhela contárnosla; alguien que espera el calor fraterno de un abrazo.

Precisamente hoy, cuando iba camino a mi casa, me encontré de pronto con aquel amigo de colegio, aquel compañero de juegos y de aventuras infantiles: el querido amigo de barrio. Primero un titubeo. Tanto él como yo, dudamos. Aunque pensándolo mejor, fui yo el que no acertaba ubicar bien entre mis recuerdos el sitio exacto de ese rostro. Él, estaba seguro. Me llamó por ni nombre. Yo, en cambio, utilicé una exclamación de esas de tipo impersonal, algo así como ¡hola!, ¡qué hay!, ¡cómo te ha ido!… Uno de esos saludos para cualquier desconocido. Él, por el contrario, me llamó por mi nombre y, luego, despacio, agregó mi apellido. Cuando lo pronunció, cuando dijo mi nombre y mi apellido de esa manera, el rostro se me encendió de felicidad. Pude por fin reconocerlo. Era él, sin lugar a dudas; era él: el que me defendía de los muchachos más altos cuando hacíamos la primaria, el que dividía conmigo las onces en los recreos de aquel colegio, el que compartía el puesto en el pupitre, el mismo que vivía con su abuela, una señora enferma y, sin embargo, siempre alegre.

Entonces, sí, lo estreché contra mí, fuerte. Como se estrecha a alguien que, antes, fue muy querido. Y aunque su nombre, el bendito nombre, no acudía a mis labios, lo invité a mi casa. Teníamos tanto de qué hablar. Él, como para desembarazarse de ese compromiso, contestó que no podía. “Será en otra ocasión”, me dijo, con cierta tristeza. “En otra ocasión”, volvió a repetirme, trepándose al primer bus que atravesó la avenida. “No veremos después”, me gritó desde la puerta del vehículo, alejándose entre el ruido y la barahúnda citadinas.

Es indudable: Emaús es un bonito nombre para cualquier sitio, para cualquier calle en la que podemos reencontrarnos de pronto con un viejo amigo.

MATAR A CUPIDO

Esa noche, como le habían sugerido sus hermanas, después de encender la lámpara y sorprenderse de la hermosura de aquel dios, muy en contra de su voluntad y del encanto que le había producido aquel hombre alado, decidió acercar el cuchillo hasta la garganta del confiado durmiente.

Por unos instantes recordó todas las noches pasadas al lado de aquel hombre, se engolosinó de nuevo con sus besos de fuego y, especialmente, tuvo en su memoria la resonancia de sus palabras. Se vio a sí misma ebria de deseo, abandonada al ritmo impuesto por aquellas manos sabias y tuvo la evidencia de que lo que era saberse completamente feliz. Todas esas rememoraciones vinieron al unísono por unos segundos, pero, cerrando sus ojos, y manteniendo en la mano izquierda la lámpara que parecía opacar su lumbre para resguardar al durmiente, de un golpe rápido abrió la garganta de Cupido.

Un líquido espeso brotó a borbotes. El dios despertó ahogado por su propia sangre. Confundido, apenas logró llevar las manos a su garganta para tratar de parar la vida que se le iba entre sus dedos. Al verlo agonizando, Psique se arrepintió de aquel acto asesino; con rapidez apagó esperanzada la luz de la lámpara, pero las sombras que antes habían sido cómplices protectoras de su amor ahora la dejaron con un cuerpo exánime entre sus brazos.

AEROMANÍACO

Minutos después de estrechar las manos de algunos amigos que generosamente acudieron a despedirlo, el señor Navia se acomodó en una de las acolchonadas sillas del moderno avión. Buscó precisamente una que estuviera cercana a la ventanilla para poder contemplar con mayor claridad el paisaje. Sus ojos escudriñaban cada parte del avión, cada letrero, cada ocupante, en tanto sus manos tocaban, escudriñaban, oprimían interruptores. Todo un universo de cosas y circunstancias nuevas estaban frente a él. Cuando escuchó la voz suave de una mujer que ordenaba apretarse el cinturón de seguridad, obedeció como si fuera una tarea cotidiana. El despegue se hizo sin ninguna dificultad y los edificios comenzaron a hacerse más diminutos.

El paisaje se empequeñecía y perdía el color verdoso. El gris y el blanco ocuparon el sitio de preferencia visual. Las nubes, esas grandes masas informes, deambulaban ante su mirada. El avión continuaba subiendo, más y más alto. Ahora el paisaje era blanquecino, lleno de figuras abombadas y juguetonas que crecían y se diluían con rapidez. El avión parecía inmóvil y la velocidad no coincidía con lo que el señor Navia contemplaba por la ventanilla.

Discretamente dejó su puesto y se encaminó al cuarto de baño. Cerró la puerta y se sentó en la taza del inodoro. Después, extrajo de su bolsillo un avión de papel y empezó a moverlo con los movimientos de una nave verdadera. Subía y bajaba el avioncillo sosteniéndolo por momentos, capitaneando con pericia aquella frágil figura que aún tenía visibles las líneas de un cuaderno escolar. Varios minutos estuvo volando hasta que escuchó unos golpes en la puerta. Guardó de nuevo el avión en su bolsillo, bajó el agua del inodoro y salió del pequeño cuarto.

Una vez que el señor Navia volvió de nuevo a su puesto, sacó de su maleta de viaje una gruesa libreta de papel periódico, una caja de colores y se acomodó lo mejor que pudo en el asiento. Se apretó el cinturón de seguridad, desplegó la mesita auxiliar, abrió la libreta, sacó los colores y se dispuso a dibujar. Seis horas para pintar aviones, a diez mil metros de altura, había sido su sueño anhelado por más de 50 años.

Hacia una poética de la escucha (II)

Ilustración de Brad Holland.

8

“¡Es tan llano entenderlo todo
cuando lo oímos con humildad!”.
Amado Nervo

 

Son muchos los impedimentos para escuchar a alguien. Están los propios del afán o de la indiferencia, o esos otros que parten de los prejuicios o las creencias fanáticas y excluyentes; como también los asociados a las fobias infundadas o los sectarismos de todo tipo. Pero, además de estas formas de sordera, hay unos obstáculos que provienen de la soberbia, la presunción o la vanidad. Estas modalidades de la jactancia, muy propias del poderoso autoritario, del altanero presumido o del acaudalado humillante, son un freno para escuchar, un ruido que no deja entender la palabra del interlocutor. Tales vicios morales se convierten en tapones o sordinas para bloquear el mensaje de la persona que no piensa como nosotros, que no pertenece al mismo partido o que profesa una religión diferente. Resulta imposible escuchar a otro cuando de entrada suponemos que está equivocado, es un ignorante o no está al nivel de determinado rango o posición social. Y si bien a veces estas personas arrogantes intentan abrir espacios para dialogar, lo cierto es que “enmascaran” los mensajes de sus interlocutores con sus habituales aprensiones, sus escrúpulos arraigados o sus ideas preconcebidas. ¡Qué dificil es librarse de esas altiveces arraigadas, de esos fundamentalismos en el espíritu!. Porque la escucha genuina implica una apertura de pensamiento, un canal polifónico que permita expresar diferentes tonalidades, un temperamento sencillo, espontáneo y abierto a las variadas y diversas maneras de sentir, pensar y actuar. La exacerbación del prejuicio, el recelo excesivo, el radicalismo obcecado, todo ello conduce a silenciar o volver inaudible el discurso del semejante. Para escuchar, en verdad, hay que bajar del trono o pedestal y ponerse al mismo nivel de quien nos regala su palabra.

9

“Para dialogar,
preguntad primero;
después… escuchad”.
Antonio Machado

 

El dinamo de la escucha, su lubricante natural, es la pregunta. A veces, como detonante de una conversación o para invitar al diálogo, o como apertura de un escenario en el que resulte agradable compartir algún problema, hacer una confesión o dejar aflorar el desahogo o la confidencia. Desde luego que en toda interación oral hay momentos de silencio, de solidario mutismo, pero sin el “aceite” de la pregunta todo se reduciría a ser una información de una sola vía, a un monólogo sin eco o reverberación. De allí que las preguntas contribuyan a darle dinamismo al diálogo, y sirvan de buenos indicios al que habla para comprobrar el nivel de atención de quien lo escucha. El que está interesado en escuchar pregunta para aclarar, profundizar o mantener viva la interacción comunicativa. Por momentos las preguntas toman la forma de recapitulaciones para retomar aspectos dejados al garete o para manifestarle a quien habla que se ha entendido bien algún asunto; de igual manera se pregunta para acabar de conocer los referentes de un contexto, un hecho o los pormenores de un problema; y se pregunta también para indagar sobre motivaciones, pasiones o sentimientos que están latentes o escondidos en los entretelones de un discurso. Sobra advertir, y ese es uno de los aprendizajes superiores del escucha, que se necesita un tacto especial para preguntar en el momento oportuno, sin fracturar la continuidad de una exposición, usando términos que no ofendan o sean azarosos arrebatos de imprudencia. Se requiere tino y mesura para contribuir con preguntas pertinentes y apropiadas al curso animado de una conversación; y se necesita “delicadeza” para escuchar a otra persona de forma respetuosa, salvaguardando su dignidad y sin utilizar preguntas atrevidas, irreflexivas o precipitadas. 

10

“Ha escuchado
el rugir del león, y puede
decir qué gruñe su garganta”.
John Keats

 

Las personas que desarrollan la escucha, los que se toman en serio la voz de los demás, van adquiriendo un temperamento afable y tranquilo. Su carácter evita la confrontación y en sus opiniones son más comprensivas que enjuiciadoras. En realidad, no es fácil desentrañar lo que otro ser trata de compartirnos y más cuando lo hace con conatos de discurso, dejando intersticios en su plática o embozando profundas realidades con un lenguaje hermético. Pero si se afina el sentido del oír y se cualifica la atención seguramente podrá tenerse un mejor mapa de la condición humana en todas sus dimensiones y accidentes. Si se es “todo oídos” aparecerán los matices de lo sustancial humano, contrario al mundo en blanco y negro que suponemos; se descubrirán tonalidades singulares que escapan a la audición común de las personas; nos percataremos del tipo de melodía en que hablan los sentimientos, las emociones, el canto de las vivencias. Los que así escuchan o se preparan para ello son agudos y sutiles, penetrantes y porosos, despiertos y compasivos. No los moviliza la curiosidad novelera ni el provecho surgido de la debilidad ajena, sino otra cosa: un deseo de servir de manera generosa a otro, de ofrecer su tiempo y su voluntad en aras de ayudar a sacar o develar lo que yace agazapado o atorado en lo profundo de una conciencia. Existe cierto altruismo en disponerse a escuchar y una suspensión abnegada de las urgencias propias. Y es gracias a esa generosidad, a ese desprendimiento de la palabra propia, como los escuchas consagrados convierten lo que les dicen en espejos para el reconocimiento ajeno, en una pausa reflexiva encaminada a decantar el agolpar de las emociones.  

11

“Di la confesión para irme con ella
y dejarte puro.
No volverás a ver a la que miras
ni oirás más la voz que te contesta;
pero serás ligero como antes
al bajar las pendientes y al subir las colinas.”
Gabriela Mistral

 

¿Qué ganancias trae el ser escuchados?, ¿qué beneficios se obtienen de encontrar a un semejante que, con paciencia y cabal atención, recibe nuestras angustias, nuestras dudas, nuestros secretos? En principio, está el beneficio de la compañía, de la solidaridad, de encontrar una afinidad de almas o la fraternidad frente a problemas semejantes. La escucha genuina permite que alguien pueda destilar los tragos amargos de su existencia, enfrentar con otra actitud las vicisitudes o escollos cotidianos, tomar distancia comprensiva de un hecho al pasarlo por el cedazo compartido del diálogo. Cuando alguien se siente escuchado, escuchado en verdad, logra perdonarse, hace tangible lo que parecía vaporoso, acepta lo que en su fuero interior consideraba reprochable. La escucha logra mitigar la soledad, sobrellevar el dolor, darle forma a los miedos, atravesar vados de faltas que queman el corazón. Hay actos de escucha tan oportunos que salvan a alguien de decisiones lamentables o son tan revitalizantes cuando todo parece cubrirlo la desesperanza. Una pequeña sesión de escucha intensa es definitiva para no caer en juicios apresurados o dejarse arrastrar por el impulso ensordecedor de las pasiones. Los beneficios de ser escuchado, las consecuencias derivadas de una empática audición, son tan diversos como diferentes son los motivos y las temáticas que sirven de eje a un encuentro comunicativo. Escuchar y sanar van de la mano; escuchar y reposar el alma son complementarios. En todo caso, hospedar la palabra del otro, acogerla en el sentido de quien cobija, nutre y protege, es tanto como cuidar la voz de la confidencia o darle al esquivo secreto un refugio para que acampe de sus tormentos o temores. Dichoso aquel que logra ser escuchado cuando lo necesita porque alcanza la indispensable paz en su corazón.   

12

 “Escucha el agua, escucha la lluvia, escucha la tormenta;
ésa es tu vida:
líquido lamento fluyendo entre sombras iguales”.
Luis Cernuda

 

Una poética de la escucha quedaría incompleta si no incluye esa sensibilidad fraterna con la naturaleza. Al afinar el oído para descubrir el fluir de la naturaleza, desde allí, desde ese asombro ante lo mayúsculo, se logrará aprender a escuchar la complejidad de lo humano. Al familiarizarnos con esos cantos fluidos de la vida exterior más fácil nos resultará concentrarnos en el movimiento o los cambios de estado anímico de las personas. Los diálogos no se vienen de golpe como un torrente, ni son lineales o consistentes como una roca, más bien son sinuosos y sensibles a los cambios de atmósfera. Una desatención los paraliza, un gesto desconsiderado los torna áridos o poco productivos. Las conversaciones son ondeantes y, por ello, obligan al que escucha a seguir el curso zigzagueante de su manifestación, sus estancamientos y sus rápidos instantes de revelaciones trascendentes. Quien sabe escuchar logra apreciar mejor cuándo la comunicación de otra persona tiene momentos de condensación, de goteo dubitativo o cuándo necesita expandirse a sus anchas sin barreras o esclusas de tiempo. Se olvida con facilidad las particularidades de la palabra oral, se da por sentado que debe salir apenas se la llama, o se cree que es idéntica en todas las personas. No obstante, esa palabra necesita canales apropiados, geografías de atención acordes a su volumen, alguien que sepa regular su cauce. Los escuchas más avezados navegan en el río de la palabra del otro, atentos a sus encajonamientos o sus desbordes, a sus nacimientos y sus desembocaduras. Cuando se escucha el fluir de la naturaleza se pueden captar los ritmos que la gobiernan, y aprender de ellos, con el fin de apropiar la conveniencia de la espera para una confesión y la inasible forma de filtrarse las confidencias ajenas en nuestros oídos.

13

“Y que afines tu alma hasta que pueda
escuchar el silencio y ver la sombra”.
Enrique González Martínez

 

Resulta fundamental afinar el oído para que haya una escucha de suprema calidad. Gracias a este aprendizaje se logra evitar sobreposiciones con el discurso ajeno, mantener la tensión en el diálogo y, apoyados en el correlato de la música, adecuar la propia voz con el temperamento de nuestro interlocutor. Mucho va de escuchar estados alegres y juveniles a esos otros furiosos, graves o melancólicos. Una escucha afinada percibe las tonalidades inherentes a una revelación, un secreto o una  declaración y, dependiendo del carácter de cada persona, puede adaptarse para alcanzar la armonía expresiva en el desarrollo de un diálogo. Y como no hay un diapasón que sirva de referente universal para todos los individuos, entonces, a cada escucha le corresponde ir, poco a poco, hallando las alturas, los tonos, el ritmo natural para que aflore la empatía en una conversación. Descubrir el tiempo justo para silenciar la propia voz o encontrar la manera de combinar simultáneamente los turnos de habla, es algo esencial para la calidad de una audición. Un escucha afinado sabe bien cómo mantener equilibrada la línea melódica de quien está escuchando, con sus tensiones y relajamientos, con sus momentos ascendentes o descendentes. Los escuchas más agudos conocen el instante preciso para interrumpir o saben cuándo su silencio es el medio ideal para que repose un alma convulsionada. De otra parte, la afinación de la escucha posibilita detectar la clave en que la otra persona direcciona su mensaje, bien sea como desahogo, confesión o búsqueda de consejo; este punto es vertebral para los encuentros auditivos, pues da indicios de lo que espera la otra persona de quien lo está escuchando. La afinación del oído, en consecuencia, es esencial para crear o afianzar la relación interpersonal, el vínculo comunicativo.

14

“Digamos que una tarde
El ruiseñor cantó
Sobre esta piedra
Porque al tocarla
El tiempo no nos hiere
No todo es tuyo olvido
Algo nos queda
Entre las ruinas pienso
Que nunca será polvo
Quien vio su vuelo
O escuchó su canto.”
Giovanni Quessep

 

Detrás de nuestra búsqueda o nuestra necesidad por hablar con otro ser humano, de refugiarnos en su escucha, hay un deseo por dotar de sentido la existencia. Quien escucha a otro convierte aquellas peripecias en relato, transforma tales vicisitudes en algo digno de recordarse, muda esos hechos cotidianos en genuinos acontecimientos. La escucha convoca a la memoria, es un registro de los incidentes críticos de una vida o los episodios relevantes de una existencia. Escuchar es invitar a recordar, a desovillar el mundo de la contingencia; es asumir el rol de testigo o depositario de una historia, de una historia personal. Cuando narramos a otro lo que nos afecta, nos preocupa o nos maravilla, al darle voz a todas las circunstancias por las que pasamos, no solo se produce un efecto de reconocimiento personal, sino que se descubre la fraternidad de la tribu. El ser escuchados con suma atención nos dignifica, nos particulariza, ratifica las marcas de identidad que nos constituyen; y, a la vez, nos socializa, nos emparenta con nuestros semejantes, amplía las fronteras de nuestro mundo. La escucha vuelve consistente lo pasajero, retiene lo efímero; es un antídoto contra el olvido o por lo menos un intento para “grabar” sucesos y personas que tienden a olvidarse entre la agitada y sorda muchedumbre. Hay lazos fuertes entre la escucha y la rememoración, entre la escucha y el conocimiento, entre la escucha y las herencias culturales. Quien se detiene a escuchar a un semejante es porque considera valiosas sus experiencias, singulares los eventos por los que pasó o porque siente dentro sí una solidaridad que lo impulsa a ofrecer su ayuda. La escucha atenta es la cadena melódica de la tradición, la forma como las voces del pasado se transforman en legado de sabiduría.  

Hacia una poética de la escucha

Ilustración de Ben Goossens.

“Pero sé que el oído
es una delicada caracola
metida dentro de mi cráneo
y que en ella hay un arpa diminuta
de vivas pestañas”.
José Manuel Arango

 

Una poética de la escucha supone, en principio, distinguir oír de escuchar. Lo primero corresponde a esa disposición natural para recibir estímulos heterogéneos y continuos del ambiente; lo segundo, a una intencionada manera de disponer este sentido hacia un sonido o una persona en particular. Para oír basta con estar alerta a los estímulos externos; para escuchar, en cambio, se requiere de ciertos aprendizajes o de una voluntad especial en la que se pueda concentrar y direccionar la atención. Lo más seguro cuando solamente oímos es que se pierda mucha información relevante o que la distracción diluya o fragmente el mensaje emitido; pero si hay “voluntad de escucha” se descubrirán matices, intensidades, recurrencias, tonalidades que muestran cambios de afectación del emisor o niveles diferentes en la enunciación de un discurso. El sentido del oído es el más interior de nuestros sentidos y el más efímero; por tal motivo, si queremos transformarlo en genuina escucha, tendremos que “aguzar las orejas”, “abrir el oído”, “beber las palabras”. Escuchar es tanto como auscultar; es decir: inclinar el oído hacia una fuente de sonidos que no podemos ver. Y al igual que en la configuración fisiológica del oído, si se desea escuchar se tendrá que ir de lo más externo a lo más interno, de la superficial información a la verdadera comunicación. La escucha responde a una capacidad intelectual que permite superar el entreoír; a una fina sensibilidad hacia la voz de los demás para sintonizar con ellos o empatizar con lo que nos comparten; a una habilidad de interacción en la que son tan importantes los momentos de silencio como la retroalimentación oportuna y atenta. En últimas, escuchar es una manera de sumergirnos en la comunicación del otro y, al mismo tiempo, una actitud comprensiva hacia el contenido profundo de su mensaje. 

2

“Si la voz se sintiera con los ojos,                                                                             
¿ay, cómo te vería!”                                                                                         
Pedro Salinas

 

Es sabido que la vista es sintética, a diferencia del oído que es analítico. Por ello, si se está acostumbrado a la inmediatez del ojo, al golpe rápido de las primeras impresiones, casi nada podrá descubrirse del emerger lento de la escucha. La servidumbre de la vista conduce a la torpeza en escuchar; vuelve inaudibles asuntos que muestran su ser no en la dimensión del espacio, sino del tiempo. De allí la importancia, en muchas ocasiones, de cerrar los ojos para concentrarse en lo que alguien dice, para no distraerse con lo que la vista recoge en su red de estímulos perceptibles. Cuando se ha vivido demasiado tiempo bajo el yugo imperativo de la vista, pocas son las ganancias en los momentos de audición. Para sentir la voz, esa manifestación oral de la palabra, se necesita cambiar el foco de nuestros sentidos: más que figura y fondo, planos y perspectivas, lo que se torna relevante son otras cosas: la cadencia, el tono, la altura, los énfasis, la intensidad, la duración… Porque la voz de nuestro interlocutor, cuando somos sensibles a esa otra sintaxis del sonido, tiene dejos de identidad, acentos según el estado de ánimo, reiteraciones que marcan el fluir de las pasiones. Esa voz, esa palabra exteriorizada tiene ritmo, se agita en su enunciación y sus resonancias, va de quedo a fortísimo según el movimiento encarnado de los recuerdos, los sueños o las vivencias. Los escuchas de buen oído saben interpretar los compases en una conversación; los silencios que sirven de descanso a un largo testimonio de aflicción, culpa o sufrimiento; los balbuceos que preludian o acompañan los momentos críticos de un diálogo. Alcanzar ese alto grado de sensibilidad auditiva es lo que permite al escucha crear situaciones de aislamiento acústico en las que lo expresado por otra persona tenga garantía de una mayor fidelidad; como también salvaguardar la partitura del discurso que necesita de una caja de resonancia prudente y discreta para expresarse sin filtraciones o distorsiones amenazantes.

3

“El mar que ves corre delante de sus olas,
¿para qué has de alcanzarlo?
Escúchalo en el coro de las palmas”.
Eugenio Montejo

 

Buena parte de lo que se recepciona en un proceso de escucha es indirecto, alusivo y, en esa misma medida, es necesario contar con un buen acervo de habilidades hermenéuticas. Los mensajes tienen niveles, frecuencias diversas, estratos de concentración o complejidad comunicativa. Mucho más cuando lo que se nos comparte o entrega en palabras está cubierto con un tono alegórico que se asemeja bastante a un código cifrado. El escucha genuino sabe que no todo lo que le dicen o confiesan está expresado de manera abierta o con una claridad diáfana, transparente; hay opacidades, murmullos de asuntos que apenas muestran una parte mínima de su abisal geografía. Hay que aceptar ese inacabamiento de lo que a bien otro ser desea compartirnos, y no afanarse a asumir la actitud insolente del que quiere saberlo todo. Disponerse a escuchar supone aceptar que en un diálogo siempre quedarán asuntos sin decir, franjas de sentido apenas insinuadas o envueltas en el susurro de la sutil reserva. Una valiosa habilidad herméutica de la escucha aguda es el percatarse de las recurrencias solapadas en un mensaje, que crean un bisbiseo en la trasescena del discurso; al igual que aprender a develar esas omisiones intencionada o involuntariamente puestas como pistas colaterales para el entendimiento del oyente. Cuando se entra de lleno en un acto de escucha, especialmente si lo que allí se dice es doloroso o marcado por el miedo o la culpa, es fundamental entender este modo oblicuo de ofrecerse el mensaje. Por lo mismo, resulta esencial en la interacción comunicativa del escucha descubrir la riqueza de los sesgos, los desvíos, la semántica connotativa del discurso. La escucha más considerada y respetuosa siempre se hace de soslayo a la voz del interlocutor.

4

“Para que tú me oigas
mis palabras
se adelgazan a veces
como las huellas de las gaviotas en las playas”.
Pablo Neruda

Contar con alguien que nos escuche con atención, que sea un interlocutor ávido de nuestro mensaje es fundamental. Pero también resulta esencial para lograr una genuina empatía el saber decir, el encontrar el mejor modo de hablar, confesarse, hacer una solicitud o pedir ayuda. A veces no logramos tender ese puente comunicativo con el otro, porque nuestra manera de expresarnos, el tono que empleamos, la selección de las palabras utilizadas, provocan un ruido en el mundo afectivo o emocional de quien tenemos como receptor de nuestros mensajes. En otras ocasiones, dejamos salir nuestras palabras sin pasarlas por algún filtro, olvidándonos de que importa demasiado la situación, el momento y la cantidad de información empleada para lograr entrar al oído de otra persona, para que sean recibidas o acogidas como tanto esperamos. Si queremos que nos escuchen es necesario tener en mente o considerar las particularidades del oyente; gracias a ese reconocimiento del otro, a esos rasgos singulares o a esas señales distintivas de un individuo, es que traspasamos las barreras del desinterés, la desatención, el desaire o la distracción. Para que nuestro “yo” sea escuchado necesita prefigurar, con alguna fineza, el “tú” que hace las veces de destinatario. Para que nuestras palabras sean de otro necesitan adecuarse al ritmo emocional, al paisaje o la tonalidad de circunstancias y contextos de quien las recibe.

5

“Así como cada voz tiene un timbre y una altura,
cada silencio tiene un registro y una profundidad”.
Roberto Juarroz

 

Si bien resulta difícil escuchar empáticamente a otro, lo más arduo es saber interpretar los silencios que van intercalándose a lo largo de una confesión, una conversación o un diálogo íntimo. La mayoría de las veces los oyentes inexpertos suponen que esas zonas sin palabras son el fracaso de su intención auditiva o tratan de rellenar esos vacíos con sus propias palabras. Otras veces, se cree equivocadamente que significan poco en relación con el peso de lo dicho; que son titubeos divagantes o gestos insonoros mientras se encuentra la vía adecuada del discurso fluido. Sin embargo, los silencios expresan muchas cosas para los que en verdad tienen el deseo de escuchar. Pueden aludir a zonas sagradas de la memoria, a “marcas de agua” de una interioridad, a monstruos todavía imposibles de nombrar, a determinadas fronteras del pudor o del secreto que exigen para ser develadas transitar durante un buen tiempo la arena movediza de la confianza. Y también es posible que esos silencios operen como un escudo protector de lo más personal; como una especie de recurso preventivo mientras se descifra el “alma” de la persona que se tiene al frente o se logra sortear la prevención ante los verdaderos intereses de otro ser humano. De allí que escuchar demanda una doble suerte de registro: del contenido del mensaje, de lo que se enuncia de manera verbal y gestual; y, al mismo tiempo, de las pausas, de los silencios, de las cesuras en el discurso, de esos sordos momentos en los que parece no decirse nada, pero que anuncian, refuerzan, evocan o aluden a hechos o personas altamente significativos. Aprender a escuchar esos silencios, no inquietarse por su insonora presencia, al igual que no forzar el flujo de su pronto discurrir, es lo propio de los escuchas pacientes y perspicaces. En muchos casos, la escucha más profunda se da cuando somos capaces de estar con otro ser humano en respetuoso silencio.

6

“Yo que era todo oído,
y creí que podría crear un alma
dentro de la muerte”.
John Milton

 

De todos los niveles o umbrales de la escucha, hay uno en particular que está relacionado con escuchar el dolor, el sufrimiento humano. En este caso, la escucha presupone que no sólo tenemos toda la atención en la otra persona, que mostramos un absoluto interés por lo que nos dice, sino que, además, a nuestro oído se suma el corazón solidario, la fraternidad que hace que todo nuestro ser entre en sintonía con ese testimonio, con esas palabras salidas desde lo más hondo de otra persona. Esta escucha transforma nuestro cuerpo es una red sensitiva tan susceptible a los matices de voz, a las pausas, a las reiteraciones, al discurso quebrado por las lamentaciones o las preguntas. Si se tiene la capacidad para “ser todo oídos” cuando alguien nos elige como su confidente o su “paño de lágrimas”, entonces descubriremos que este escuchar profundo irriga nuestra interioridad  y, como respuesta, agregaremos a la consideración y el asentimiento, el abrazo fraterno, la mano salvadora, la confluencia emocional que puede llegar hastas las lágrimas. Cuando se escucha así a un hombre o mujer enfrentados a su fragilidad existencial, cuando percibimos en sus palabras las vibraciones del miedo, la angustia o la incertidumbre, es cuando descubrimos el poder humanizador de la escucha: al entrar en diálogo con esos mensajes asumimos una hermandad de almas. Quien así escucha se vuelve partícipe de la pena ajena, entra en comunión con la médula de lo que la otra persona le está comunicando. Y si bien el compartir con otro un dolor es ya de por sí una catarsis liberadora, lo que agrega la escucha humanitaria es una faceta curativa, porque se alivia la soledad, se aviva la esperanza, y se recuperan los lazos de la fraternidad que son un antídoto contra la adversidad, la melancolía o el desconsuelo.

7

“¿Quién, si yo gritara, me escucharía en las órdenes
angélicas?”
Rainer María Rilke

 

No siempre cuando deseamos hablar o compartir con alguien algún asunto significativo para nosotros logramos encontrar un oído atento. Entonces, recurrimos a otro medio: confiamos en que nuestros dioses tutelares, las presencias angélicas o determinada divinidad en la cual confiamos estén dispuestas a escuchar nuestras angustias o nuestros quebrantos existenciales. En este caso, aunque sabemos que no tenemos la respuesta física o el gesto corporal de un interlocutor, a pesar de no contar con la mirada cómplice o solidaria, nos lanzamos a decir nuestros mensajes más íntimos porque tenemos la confianza de que en el otro extremo, en el otro espacio, tendremos una escucha empática, cabal, absoluta. Y ese interlocutor sin rostro, ese silencio acogedor, se convierte en un gran receptor de nuestras palabras, en una sala con acústica perfecta para que no se pierda nada de esa confesión, de ese testimonio o ese mensaje que estaba rompiéndonos por dentro al no poder salir. Por momentos ciertas oraciones o plegarias, determinadas súplicas, particulares imploraciones necesitan de una escucha sin condiciones, de una escucha tan sensible y delicada como para permitirnos mostrarnos frágiles y necesitados. Puede parecer que hablamos con nosotros mismos, pero en su esencia, cuando así disponemos nuestro espíritu, es porque confiamos en que seremos escuchados a cabalidad, de que así sea en el aire o en las alturas celestes, existe alguien que acogerá nuestras palabras con tal consideración que ese solo hecho ya es suficiente para sentirnos atendidos o al menos no juzgados o malinterpretados. De todas las formas de escucha, la más perfecta e intangible es la que tenemos con nuestra conciencia, la que establecemos con nuestros seres sagrados, la que habita entre las moradas del silencio.

Mi pie izquierdo

Daniel Day-Lewis y Brenda Fricker, en una escena de la película “Mi pie izquierdo” de Jim Sheridan.

La presencia de la madre, su certeza, la incondicional complicidad con su hijo, la apuesta por un ser que, a pesar de su parálisis cerebral, podría tener las mismas oportunidades que sus otros hermanos… El aspecto protector de la madre, su avizor sentimiento para evitar el sufrimiento del hijo, la preocupación constante por conquistar una silla de ruedas, la paciencia para alimentarlo, la tenacidad para construirle su propio cuarto y lograr que así volviera a pintar… Cuántas muestras de cariño, de amor supremo. Porque Mi pie izquierdo la película de Jim Sheridan (1989) es, desde luego, la historia de Christian Brown, pero de igual modo, es un homenaje al sentido de la figura materna cuando debe enfrentar la circunstancia de un “hijo especial”, de un ser con discapacidad o que resulta, a los ojos de los demás, un “lisiado”, alguien sin posibilidad de futuro.

La película, inspirada en el texto autobiográfico, deja entrever otra cosa: gracias al arte, a la pintura y a la escritura, lo que parece una “limitación” genética se transforma en posibilidad de desarrollo, de crecimiento. Mediante la escritura el “lisiado” se convierte en un “genio”; por la pintura el impedido para expresarse fluidamente se torna en alguien capaz de mostrarle a otros su talento. El arte cumple el papel de agregarle “otros sentidos” a los que Christy traía de su nacimiento para, de alguna forma, “compensar” sus deficiencias o mermas expresivas. El arte otorga movimiento a lo paralizado; da locuacidad al balbuceo incipiente; el arte permite que nuestros defectos, nuestras marcas negativas, se vuelvan improntas de identidad, una manera de autodescubrimiento y, con el tiempo, de reconocimiento social.

Pero volviendo al papel esencial de la madre, tengo frescas en mi memoria tres escenas de la película. La primera, cuando Bridget –próxima a parir– sube a su hijo por las escaleras, mostrando un esfurzo sobrehumano. La segunda, cuando la madre mete las manos al fuego para salvar la alcancía en la cual guardaba los ahorros para la silla de ruedas de Christy. Y la tercera escena, una de las más signficativas, es la de ella empezando a cavar la tierra con un pica para construirle una habitación a su hijo, precisamente para sacarlo de su pena amorosa, de su silencio y de su abandono de la pintura. Estas tres escenas me permiten inferir, entre otras cosas, que sin importar el esfuerzo, la tenacidad o el agotar las fuerzas, la madre no nos deja tirados en un rincón debajo de la escalera, que la madre es, por excelencia, la negación al abandono. Otro punto es el nivel de “sacrificio” o la capacidad de dolor que pueden soportar las madres cuando tienen que defender, alimentar o lograr la salud de sus hijos. En este sentido, la madre representa la abnegación, la consagración o la entrega por otro ser humano aún a consta de su propia integridad. La madre resguarda, protege, cuida. Y el tercer asunto que me parece inspirador es que la certeza de la madre en las potencialidades de su hijo es tan grande que puede, con sus propias manos, levantar una habitación para él, para sus sueños más preciados. La madre, en consecuencia, crea escenarios para que otro ser sea en plenitud, para que conquiste la parcela de su felicidad. La madre es garantía de futuro, es la firmeza de que existe un horizonte.

Bridget siempre vigila a través de La ventana; Bridget prevé cuándo su hijo “puede acabar herido”; Bridget sabe  que “un cuerpo roto no es nada al lado de un corazón roto”; Bridget sabe cuándo su hijo no suena como su hijo porque hay demasiada esperanza en aquella voz”; Bridget saca ánimos ante los momento difíciles de su hijo para decirle: “si tú te has rendido, yo no”; Bridget es el símbolo supremo de la abnegación hasta el punto de confesarle a su hijo que “si pudiera darle sus piernas, aceptaría las de él encantada”… Bridget es la gran cuidadora, la que está atrás de los triunfos de su hijo, la que protege la continuidad de su vida.

Salir de la versión móvil