Escucho a profesores universitarios decir que, frente a la poca motivación de los estudiantes por escribir ensayos, la salida es emplear otro tipo de escritos menos engorrosos y sin tantas complicaciones. “Algo corto, así como lo que escriben en las redes sociales”, afirman. Entiendo que este tipo de comentarios son producto más de la angustia o el desespero de los docentes por los bajos resultados en la escritura argumentativa que una genuina renuncia a la producción de este tipo de textos. Y porque lo considero vertebral en cualquier proceso de formación superior –aunque también de los últimos años de la educación media–, deseo explicar en los párrafos que siguen mis razones.
Comenzaré diciendo que el ensayo es fundamental para que los estudiantes desarrollen operaciones de pensamiento típicamente argumentativas: inferir, deducir, comparar, contrastar, analogar. No se trata solo de hacer una “redacción”, sino de consignar en una página el resultado de un proceso de pensamiento en el que las ideas –propias o ajenas– se someten a la deliberación, al análisis, al debate o la validación. Ensayar es la manera como ejercitamos de forma lógica el juicio para reconocer dónde hay un engaño en un planteamiento o un discurso y cuáles son las mejores razones para mostrar sus fisuras. Privar a los estudiantes de esta herramienta cognitiva me parece no solo un error académico, sino un retroceso en el desarrollo intelectual de las nuevas generaciones con unas implicaciones muy fuertes para esa tan esperada mayoría de edad que supone aprender a pensar por cuenta propia.
Cuando llevamos al aula el reto de escribir ensayos, en consecuencia, estamos desarrollando también el pensamiento crítico de nuestros estudiantes. Al pedirles que sospechen, que pongan entre paréntesis, que vean las fisuras en textos o discursos, a que no “coman entero” toda la información circulante, cuando todas estas acciones propiciamos, lo que hacemos es formar personas críticas. Ciudadanos hábiles para reclamar sus derechos y participar activamente en la sociedad. Al exigirles que tomen una postura en el ensayo, a que presenten y defiendan su tesis, lo que en verdad estamos haciendo es romper su pasividad o su modorra mental; porque asumir una voz personal es activar las potencialidades de la libertad, los matices de las diferencias: es descubrir la poderosa herramienta de tener un criterio personal fuertemente sustentado. Por eso creo que va más allá de una tarea de redacción. Escribir un ensayo es permitirse enunciar la propia voz a veces en contravía de la opinión de la masa; es una forma de expresar la singularidad, el matiz de una conciencia. Dejar de enseñar a escribir ensayos es condenar a los estudiantes a estar plegados al homogenizante ronroneo de la sociedad del espectáculo o a la astucia de los demagogos sin escrúpulos, que propagan mentiras con apariencia de verdades.
De otra parte, cuando el estudiante tiene que buscar argumentos para soportar o avalar su tesis, lo que se logra es un desplazamiento de la opinión gratuita al juicio sopesado. Preguntarse cómo se sustenta una tesis es confiar no tanto en la fuerza del capricho o en la agresión verbal, sino en la coherencia de la lógica o en la experiencia de otros que han trasegado con la misma materia de nuestras inquietudes. Enseñándoles a buscar argumentos a las nuevas generaciones lograremos dos cosas: primero, que no desprecien el legado cultural de la tradición expresado en fuentes, libros y demás medios de consulta y, segundo, que hagan una lectura crítica de ese patrimonio inmaterial. Saber por qué elegimos uno u otro argumento, descubrir cuál es el más idóneo o más relevante para un ensayo, nos hace más aptos para dialogar con otros que piensan diferente, nos da fortaleza interior para discutir sin amenazar, para entender que hay diferentes modos de interpretar el mundo. Desde luego, aprender a hallar esos argumentos –de autoridad, lógicos, usando ejemplos o recurriendo a las analogías– es un modo de aprender a participar en sociedades gestadas desde los acuerdos consensuados y el respeto por el diálogo.
Escribir ensayos es también una buena escuela para la cohesión y la coherencia entre las ideas. No basta con exponer un planteamiento, hay que lograr desarrollarlo y darle consistencia a medida que se despliega en los diversos párrafos. Acá resulta valioso el uso de los conectores lógicos. Por tanto, cuando se enseña la composición de ensayos resulta esencial mostrar la función y las diversas aplicaciones de estas “bisagras textuales” o estas palabras que permiten unir las causas con las consecuencias, las premisas con las conclusiones, un planteamiento con un resultado. La variedad de utilidades de los conectores –para resumir, recalcar, ejemplificar, dar continuidad, señalar una secuencia, contrastar, presentar una similitud, deducir, conceder la razón, adicionar, explicar, indicar una relación espacial, hacer una advertencia o justificar una omisión– es tan importante para los textos y discursos argumentativos que no puede quedar al garete en un proceso didáctico de la escritura ensayística. Es más: merece un capítulo aparte, con el suficiente detenimiento por parte de los maestros, especialmente hoy, cuando lo que prolifera en buena parte de la escritura de los jóvenes es un discurso fragmentado, deshilvanado y, por lo general, sin amarres de continuidad o cohesión. No podemos dejar que la escritura de estos muchachos y muchachas sea un reflejo de un habla infecta de muletillas, conatos de expresión, procacidad reiterativa y un desprecio por la riqueza del lenguaje. En tal propósito, la composición de ensayos puede traer con el tiempo resultados muy positivos tanto en la estructuración de los textos escritos como en la calidad de la expresión oral de estas generaciones.
Agregaría otra razón: al escribir ensayos se afianza o se practica la meditación, el filosofar, el quehacer reflexivo. Cuando se escribe un ensayo, quiérase o no, se tiene que tomar un tiempo para aquilatar las ideas, para someter un tema o un problema a diferentes tamizajes, para ver los pros y los contras de un planteamiento. Ensayar es, de alguna manera, un buen escenario para pensar. Así como quería Ortega y Gasset, cuando escribimos un ensayo tenemos que entrar de lleno en la introspección, en la contemplación, en un ensimismamiento sobre determinado asunto. De ese acto reflexivo y concentrado es que brota, precisamente, la tesis de nuestro ensayo. Quizá por ello, antes de que nuestros estudiantes se lancen a redactar el ensayo, necesitamos conducirlos, con buen tacto, a que primero mediten sobre aquello que les interesa escribir. Que se atrevan a ser filósofos, en el sentido, de pasar su experiencia y sus acciones por el cedazo de la reflexión; que se cuestionen a partir de algunas preguntas; que se permitan responder, así sea provisionalmente, algunas de las inquietudes fundamentales que han acompañado a todos los hombres de diversas épocas y naciones. Dedicarse a pensar resulta vital en esta época, cuando todo parece girar desde la dinámica de la prisa y el consumo de novedades. Gracias a esa pausa reflexiva es como se logran conseguir ensayos de calidad.
De lo dicho hasta aquí puede inferirse que no es una buena idea claudicar en la escritura de ensayos. A pesar de que los estudiantes no estén del todo entusiasmados, dando por descontado que les costará elaborar este tipo de textos, a pesar de ello, debemos mantener en firme nuestro propósito de enseñar a argumentar, usando la escritura ensayística. Son más las bondades que los impedimentos; más los beneficios a largo plazo que las apatías del momento.
Para los que todavía no han disfrutado de la buena prosa y la interesante historia del libro, la lectura y la gestación de las bibliotecas en Occidente, voy a compartirles algunos de mis subrayados del libro de Irene Vallejo, El infinito en un junco (Siruela, Madrid, 2021). Esta selección de apartados no solo quiere ser un homenaje a la autora de esta magnífica obra, sino un ejemplo de lo que significa escribir con claridad, saber elegir cuidadosamente las palabras, usar rítmicamente la puntuación y mantener la atención del lector mediante un tratamiento de la información ágil, cercano y plásticamente comunicativo.
“Durante años he trabajado como investigadora, consultando fuentes, documentándome y tratando de conocer el material histórico. Pero, a la hora de la verdad, la historia real y documentada que voy descubriendo me parece tan asombrosa que invade mis sueños y cobra, sin yo quererlo, la forma de un relato. Siento la tentación de entrar en la piel de los buscadores de libros en los caminos de una Europa antigua, violenta y convulsa. ¿Y si empiezo narrando su viaje? Podría funcionar, pero ¿cómo mantener diferenciado el esqueleto de los datos bajo el músculo y la sangre de la imaginación?”.
“El libro ha superado la prueba del tiempo, ha demostrado ser un corredor de fondo. Cada vez que hemos despertado del sueño de nuestras revoluciones o de la pesadilla de nuestras catástrofes humanas, el libro seguía ahí”.
“No olvidemos que el libro ha sido nuestro aliado, desde hace muchos siglos, en una guerra que no registran los manuales de historia. La lucha por preservar nuestras creaciones valiosas: las palabras, que son apenas un soplo de aire; las ficciones que inventamos para dar sentido al caos y sobrevivir en él; los conocimientos verdaderos, falsos y siempre provisionales que vamos arañando en la roca dura de nuestra ignorancia”.
“La pasión del coleccionista de libros se parece a la del viajero. Toda biblioteca es un viaje; todo libro es un pasaporte sin caducidad”.
“El primer libro de la historia nació cuando las palabras, apenas aire escrito, encontraron cobijo en la médula de una planta acuática”.
“Leer es un ritual que implica gestos, posturas, objetos, espacios, materiales, movimientos, modulaciones de luz”.
“Los ángeles poseen el don de escuchar los pensamientos de las personas. Aunque nadie habla, captan a su paso un murmullo constante de las palabras susurradas”.
“En la Antigüedad, cuando los ojos reconocían las letras, la lengua las pronunciaba, el cuerpo seguía el ritmo del texto, y el pie golpeaba el suelo como un metrónomo. La escritura se oía. Pocos imaginaban que fuera posible leer de otra manera”.
“Los libros no eran una canción que se cantaba con la mente, como ahora, sino una melodía que saltaba a los labios y sonaba en voz alta. El lector se convertía en el intérprete que le prestaba sus cuerdas vocales”.
“Nuestra piel es una gran página en blanco; el cuerpo, un libro”.
“Creo que el tatuaje es una supervivencia del pensamiento mágico, el rastro de una fe ancestral en el aura de las palabras”.
“Existieron ejemplares bellísimos fabricados con pieles de color blanco profundo y textura sedosa, llamadas ‘vitelas’, que procedían de crías recién nacidas o incluso de embriones abortados en el seno de su madre. Imagino los gemidos de los animales y su sangre derramada durante siglos para que las palabras del pasado hayan llegado hasta nosotros”.
“La primera palabra de la literatura occidental es ‘cólera’ (en griego, ménin)”.
“Durante la etapa oral, los poemas se recitaban en público, perpetuando una costumbre heredada de las tribus nómadas, cuando los ancianos recitaban junto al fuego los viejos cuentos de sus ancestros y las hazañas de sus héroes”.
“En tiempos de palabras aladas, la literatura era un arte efímero. Cada representación de esos poemas orales era única y sucedía una sola vez. Como un músico de jazz que a partir de una melodía popular se entrega a una apasionadas improvisación sin partitura, los bardos jugaban con variaciones espontáneas sobre los cantos aprendidos. Incluso si recitaban el mismo poema, narrando la misma leyenda protagonizadas por los mismos héroes, nunca era idéntico a la vez anterior”.
“Pero no había ningún afán por autoría: los poetas amaban la herencia del pasado y no veían razones para ser originales si la versión tradicional era bella. La expresión de la individualidad pertenece al tiempo de la escritura”.
“Un nuevo invento empezó a transformar silenciosamente el mundo durante la segunda mitad del siglo VIII a. C., una revolución apacible que acabaría transformando la memoria, el lenguaje, el acto creador, la manera de organizar el pensamiento, nuestra relación con la autoridad, con el saber y con el pasado. Los cambios fueron lentos, pero extraordinarios. Después del alfabeto, nada volvió a ser igual”.
“En su esfuerzo por perpetuarse, los habitantes del mundo oral se dieron cuenta de que el lenguaje rítmico es más fácil de recordar, y en alas de ese descubrimiento nació la poesía”.
“El ritmo no es solo un aliado de la memoria, sino que es también un catalizador de nuestros placeres —la danza, la música y el sexo juegan con la repetición, el compás y las cadencias—.”
“El oficio de pensar el mundo existe gracias a los libros y la lectura, es decir, cuando podemos ver las palabras, y reflexionar despacio sobre ellas, en lugar de solo oírlas pronunciar en el veloz río del discurso”.
“El cine, que empezó siendo un espectáculo mudo, persiguió ansiosamente el tránsito al sonoro. Mientras duró la etapa silente, las salas dieron trabajo a unos curiosos personajes, los explicadores, que pertenecían a la antigua tribu de los rapsodas, trovadores, titiriteros y narradores. Su tarea consistía en leer los rótulos de las películas para el público analfabeto y animar la sesión”.
“Somos seres económicos y simbólicos. Empezamos escribiendo inventarios, y después invenciones (primero las cuentas; a continuación los cuentos)”.
“En las primitivas tablillas sumerias dos rayas cruzadas describían la enemistad; dos rayas paralelas, la amistad; un pato con un huevo, la fertilidad”.
“Internet está cambiando el uso de la memoria y la mecánica misma del saber”.
“Tal vez las letras sean solo signos muertos y fantasmales, hijas ilegítimas de la palabra oral, pero los lectores sabemos insuflarles vida”.
“La escritura y la memoria no son adversarias. De hecho, a lo largo de la historia, se han salvado la una a la otra; las letras resguardan el pasado; y la memoria, los libros perseguidos”.
“En cierto sentido, todos los lectores llevamos dentro íntimas bibliotecas clandestinas de palabras que nos han dejado huella”.
“En la sociedad judía medieval se celebraba con una ceremonia solemne el momento del aprendizaje, cuando los libros hacían partícipes a los chiquillos de la memoria comunitaria y del pasado compartido. Durante la fiesta de Pentecostés, el maestro sentaba en su regazo al niño al que iba a iniciar. Le enseñaba una pizarra en la que estaban escritos los signos del alfabeto hebreo y a continuación un pasaje de las Escrituras. El maestro leía en voz alta, y el alumno repetía. Luego se untaba con miel la pizarra y el iniciado la lamía, para que las palabras penetrasen simbólicamente en su cuerpo”.
“El nacimiento de la filosofía griega coincidió con la juventud de los libros, y no por azar. Frente a la comunicación oral —basada en relatos tradicionales, conocidos y fáciles de recordar—, la escritura permitió crear un lenguaje complejo que los lectores podían asimilar y meditar con tranquilidad. Además, desarrollar un espíritu crítico es más sencillo para quien tiene un libro entre las manos —y puede interrumpir la lectura, releer y pararse a pensar— que para el oyente cautivado por el rapsoda”.
“A veces, no hay nada como conocer bien a los clásicos para saber por dónde se pueden abrir nuevos caminos”.
“Hace falta querer a tus alumnos para desnudar ante ellos lo que amas; para arriesgarte a ofrecer a un grupo de adolescentes tus entusiasmos auténticos, tus pensamientos propios, esos versos que te emocionan, sabiendo que podrían burlarse o responder con cara de piedra e indiferencia ostentosa”.
“Según Safo, quien ama crea la belleza; no se rinde a ella como suele pensar la gente. Desear es un acto creativo, al igual que escribir versos”.
“Todavía entre nosotros, en la terminología literaria se continúa empleando esa imagen de la narración como tapiz. Seguimos hablando —con metáforas textiles— de tramas, urdimbres, de hilar relatos, de tejer historias. ¿Qué es para nosotros un texto, sino un conjunto de hebras verbales anudadas?”.
“Heródoto se esforzó por derribar los prejuicios de sus compatriotas griegos, enseñándoles que la línea divisoria entre la barbarie y la civilización nunca es una frontera geográfica entre diferentes países, sino una frontera moral dentro de cada pueblo; es más, dentro de cada individuo”.
“La personalidad de cada uno de nosotros está modelada —más de lo que nos gusta admitir— por los hábitos mentales, la repetición y el chovinismo”.
“La tolerancia tiene conjugación irregular: yo me indigno, tú eres susceptible, él es dogmático”.
“Los habitantes del mundo antiguo estaban convencidos de que no se puede pensar bien sin hablar bien: ‘los libros hacen los labios’, decía un refrán romano”.
“Los antiguos griegos, como los norteamericanos de hoy, adoraban una buena historia de superación”.
“Antifonte fue el primero que tuvo la intuición de que sanar gracias a la palabra podía convertirse en un oficio. También comprendió que la terapia debía ser un diálogo exploratorio. La experiencia le enseñó que conviene hacer hablar al que sufre sobre los motivos de su pena, porque buscando las palabras a veces se encuentra el remedio”.
“No por eliminar de los libros todo lo que nos parezca inapropiado salvaremos a los jóvenes de las malas ideas. Al contrario, los volveremos incapaces de reconocerlas”.
“Sentir cierta incomodidad es parte de la experiencia de leer un libro; hay mucha más pedagogía en la inquietud que en el alivio”.“Las bibliotecas, las escuelas y los museos son instituciones frágiles, que no pueden sobrevivir mucho tiempo rodeadas por un entorno de violencia”.
“Ser leído en voz alta significaba ejercer un poder sobre el lector, incluso a través de las distancias del espacio y el tiempo. Por eso —pensaban los antiguos—, resultaba adecuado que los profesionales de la lectura y la escritura fuesen esclavos. Porque su función era precisamente servir y someterse”.
“El verbo latino que hoy traducimos como ‘editar’ —edere— tenía en realidad un significado más próximo a ‘donación’ o ‘abandono’. Implicaba dejar la obra a su suerte”.
“El incesante olvido engullirá todo, a no ser que le opongamos el esfuerzo abnegado de registrar lo que fue. Las generaciones futuras tienen derecho a reclamarnos el relato del pasado”.
“Esta es la paradoja del progreso tecnológico, que el hecho de conservar unas coordenadas tradicionales —estructuras de página, convenciones tipográficas, formas de letras y maquetaciones limitadas— fue clave para abrir paso a los cambios transformadores que traía la esfera digital. Es un error pensar que cada novedad borra y reemplaza las tradiciones. El futuro avanza siempre mirando de reojo el pasado”.
“De aquel gusto de los nobles romanos por tumbarse en sus cómodos divanes —triclinios o lechos de mesa— sobre almohadones de púrpura bordada, mientras les servían la bebida y manjares, para razonar tranquilamente los unos con los otros, procede nuestra expresión ‘hablar largo y tendido’”.
“Los censores de todas las épocas corren el peligro de desencadenar un efecto contraproducente, y esta es su gran paradoja: dirigen los focos de atención precisamente sobre aquello que pretendían ocultar”.
“A partir del siglo VII, una combinación de puntos y rayas indicaba el punto; un punto elevado o alto equivalía a nuestra coma, y el punto y coma se utilizaba ya como hoy en día”.
“El gran cambio en la cartografía interior de los libros llegó con la página impresa, que intentaba facilitar una lectura ágil mediante una estructura diáfana. El texto, hasta entonces apelmazado en bloques compactos, empezó a subdividirse en párrafos. Los encabezamientos, los capítulos y la paginación servían como brújula para orientarse en la lectura. Como la imprenta producía ejemplares idénticos en toda la edición, se desarrolló una nueva parafernalia de consulta: índices con referencias a las páginas, notas a pie de página y acuerdos duraderos en la convenciones de la puntuación. Los libros impresos se volvieron cada vez más fáciles de leer y, por tanto, más hospitalarios. Gracias a los índices, los lectores poseían un mapa del interior de los libros”.
“No todo lo nuevo merece la pena: las armas químicas son un invento más reciente que la democracia. Tampoco las tradiciones son siempre convencionales, encorsetadas y aburridas. Las rebeldías de hoy se inspiran en corrientes del pasado, como el movimiento abolicionista o el sufragismo. Una herencia puede ser revolucionaria, como también puede resultar retrógrada. Los clásicos fueron en ocasiones profundamente críticos, con su mundo y con el nuestro. No hemos avanzado tanto como para prescindir de sus reflexiones sobre la corrupción, el militarismo o la injusticia”.
“Los tres filósofos de la sospecha —Nietzsche en la metafísica, Freud en la ética y Marx en la política— partieron del estudio de los antiguos para realizar el giro a la modernidad”.
“En la cultura no existen las rupturas totales, ni tampoco una continuidad absoluta”.
“Los tallos rectos y rígidos de la junquera no evocan el sinuoso camino del canon. Sería más bien el río, que cambia, serpea, dibuja meandros, se lleva y se vacía, pero sigue ahí y parece siempre el mismo que canta su inagotable estrofa, pero con distinta agua”.
“Sólo hay un género literario en Grecia y Roma que, sin poseer orígenes aristocráticos ni pretensiones de alta cultura, logró consagrar a sus propios clásicos: las fábulas de animales”.
“La invención de los libros ha sido tal vez el mayor triunfo en nuestra tenaz lucha contra la destrucción. A los juncos, a la piel, a los harapos, a los árboles y a la luz hemos confiado la sabiduría que no estábamos dispuestos a perder”.
“Cuanto más sensata y perspicaz sea nuestra comprensión histórica, más seremos capaces de proteger aquello que valoramos”.
“Los libros nos han legado algunas ocurrencias de nuestros antepasados que no han envejecido del todo mal: la igualdad de los seres humanos, la posibilidad de elegir a nuestros dirigentes, la intuición de que tal vez los niños estén mejor en la escuela que trabajando, la voluntad de usar —y mermar— el erario público para cuidar a los enfermos, los ancianos y los débiles. Todos estos inventos fueron hallazgos de los antiguos, esos que llamamos clásicos, y llegaron hasta nosotros por un camino incierto. Sin los libros, las mejores cosas de nuestro mundo se habrían esfumado en el olvido”.
“Somos los únicos animales que fabulan, que ahuyentan la oscuridad con cuentos, que gracias a los relatos aprenden a convivir con el caos, que avivan los rescoldos de las hogueras con el aire de sus palabras, que recorren largas distancias para llevar sus historias a los extraños. Y cuando compartimos los mismos relatos, dejamos de ser extraños”.
En su libro Lector, vuelve a casa. Cómo afecta a nuestro cerebro la lectura en pantallas (Deusto, Barcelona, 2020), Maryanne Wolf, después de revisar las implicaciones cognitivas de una cultura influenciada digitalmente (lectura superficial, de picoteo, con bajos niveles de atención y centrada esencialmente en el entretenimiento), propone la estrategia de la lectura profunda como un modo de recuperar “la calidad de nuestro pensamiento” y “desarrollar vías completamente nuevas en la evolución cerebral de nuestra especie”. Por ser tan valiosas las ideas de esta profesora e investigadora norteamericana para maestros y formadores de diferentes niveles educativos, voy a recoger diez puntos que sintetizan su “defensa de la lectura profunda y el pensamiento crítico en tiempos digitales”.
Uno: La lectura profunda supone la capacidad de “formar imágenes” de lo que vamos leyendo con el fin de “ayudarnos a acceder a las múltiples capas de significado que subyacen en un texto”.
Dos: La lectura profunda implica “entrar en los sentimientos, la fantasías y los pensamientos de otros a través de un tipo concreto de empatía”. Es decir, al leer de manera profunda nos liberamos de nuestras propias creencias para acceder a los significados, aspiraciones, dudas y emociones presentes en un texto. Se trata, en últimas, de que al leer entremos en una “dimensión modificadora” que nos permita sentir lo que “de otro modo jamás llegaríamos a conocer”. Leer en profundidad es tener la capacidad de “adoptar la perspectiva del otro”. La lectura profunda, en la medida en que nos torna más empáticos, “puede aportarnos distintas y variadas razones para encontrar formas más compasivas de tratar con el otro en nuestro mundo”.
Tres: La lectura profunda nos invita a tener “paciencia cognitiva” para “sumergirnos en los mundos creados por los libros y las vidas y los sentimientos de los ‘amigos’ que los habitan”. La paciencia cognitiva consiste en “recuperar el ritmo del tiempo que nos permita atender consciente e intencionadamente los pensamientos a comprender, la belleza a apreciar, la cuestiones a recordar, las ideas a desarrollar”. Ser un lector profundo es tener esa “calidad de inmersión” en los textos que leemos.
Cuatro: La lectura en profundidad exige flexibilidad cognitiva; es decir, “estar más capacitados para dejar de lado nuestros particulares puntos de vista y adoptar la perspectiva del otro”. Tarea muy importante hoy cuando “empieza a percibirse cada vez menos motivación para pensar de un modo más profundo, y menos aún para enfrentar a visiones que difieren de la nuestra”.
Cinco: La lectura profunda supone ampliar nuestro bagaje intelectual; demanda superar lo que ya sabemos para lograr así “aumentar nuestra capacidad para inferir, deducir o hacer analogías”. Es un hecho comprobado que “cuanto menos sabemos, menos posibilidades tenemos de establecer analogías, aumentar nuestros poderes inferenciales y analíticos, y expandir y ampliar nuestro conocimiento general”. Sin esa amplitud del “bagaje cultural” acompañado de nuestros procesos analíticos, corremos el riesgo de “consumir información sin digerirla”, de leer “sin preguntarnos si la calidad o la procedencia de la información de que disponemos es correcta y libre de intereses y prejuicios externos”.
Seis: La lectura profunda involucra la observación, la hipótesis, la predicción, la deducción, la evaluación, la interpretación y, especialmente, “requiere el uso del razonamiento analógico y la inferencia si queremos descubrir las distintas capas de significado en lo que leemos”. “El pensamiento analógico y el razonamiento inferencial nos ayudan a comprender qué hay bajo la superficie del cada vez más complejo mundo que examina”.
Siete: La lectura profunda lleva necesariamente al análisis crítico. Cuando se lee en profundidad se hace aduana de la información inmediata y superficial; se ponen en salmuera las propias creencias, los “prejuicios latentes” y las “posiciones preestablecidas”; se contrastan las informaciones. El lector profundo hace preguntas al texto, tiene paciencia para leer la letra menuda, entiende que el significado no es fácil de hallar porque sabe que los textos tienen distintas interpretaciones. La lectura en profundidad apuesta por las ideas complejas y la “ardua tarea de buscar la verdad”.
Ocho: La lectura profunda aboga por el “ojo tranquilo” para no sucumbir a la angustia novelera del exceso de información, a la dictadura del entorno; para sortear el picoteo y el ojeado de la “mente saltamontes”. El lector profundo lucha para no tener una “atención troceada”, discontinua y espasmódica. De alguna manera, el lector en profundidad no simplifica, no actúa por ráfagas; por el contrario, presta atención a los detalles, a la “secuenciación de la información”, a la “densidad de las frases”. Un lector en profundidad emplea con frecuencia las “estrategias del énfasis”.
Nueve: La lectura en profundidad conlleva a la relectura, al repaso, a la activación de la memoria funcional. Un lector en profundidad activa todo el circuito de lectura: atención, recordación, conexión, inferencia, análisis.
Diez: La lectura en profundidad tiene siempre que ver con la conexión: “conectar lo que sabemos con lo que leemos, lo que leemos con lo que sentimos, lo que sentimos con lo que pensamos, y cómo pensamos con cómo vivimos nuestras vidas en un mundo conectado”. En síntesis: leer en profundidad consiste en «aprender a conectar la lectura con los sentimientos, el pensamiento y la imaginación moral”.
Estos diez puntos pueden ayudar a responder los interrogantes que Maryanne Wolf nos plantea en su obra a todos aquellos que, de una u otra manera, estamos interesados en la enseñanza o las prácticas de la lectura: «¿Lees con menos atención y, acaso, incluso con menos memoria que antes? ¿Notas al leer en una pantalla que cada vez tiendes más a buscar palabras clave limitándote a ojear el texto? ¿Este hábito de lectura en pantalla ha mermado tu lectura en copia impresa? ¿Te sorprendes leyendo el mismo pasaje una y otra vez para entender su significado? ¿Te has acostumbrado tanto a la información rápida que ya no sientes la necesidad de hacer tus propios análisis de esta información ni dispones del tiempo para ello? ¿Te encuentras a ti mismo evitando gradualmente análisis más densos y complejos, incluso aquellos que están fácilmente disponibles? Y lo que es más importante, ¿eres menos capaz de encontrar el mismo placer envolvente que otrora sentías al leer como lo hacías antes?”.
Estamos en navidad. Seguramente la luz de los alumbrados callejeros, el dorado de los adornos en nuestras casas, el sonido de la música bailable en las emisoras y el bullicio de la gente comprando algún regalo, han hecho que nuestro corazón se alegre y sintamos en el ambiente los aires de la parranda; la misma “Parranda de navidad”, descrita por Francisco Mata e interpretada por la venezolana Tania.
La botellita de ron o de aguardiente, la botella de cerveza o de vino; eso de una parte; de otra, el cuatro o la guitarra o el acordeón o las meras palmas, haciendo eco a la voz. Y además de estos dos elementos, un tercero, una aspiración propia de estos días de Navidad, un sueño, un propósito para que en el año venidero se acaben todos los pesares. Un propósito que es también una de las características propias de la fiesta, del carnaval: el año que viene renueva el canto y el goce. La fiesta halla su razón de ser en este juego de espera y renovación; la fiesta actualiza la tradición y, en esa misma medida, potencia el tiempo de la esperanza. Ansiamos que llegue diciembre, pero sabemos que ese diciembre o esos diciembres ya no volverán. Miguel Velásquez, “Los Falcons”, un ritmo de gaita. “Aquellos diciembres”: nostalgia y resurrección, las claves de la fiesta.
Y la tradición es impensable sin el tiempo del recuerdo. La fiesta revive porque se la recuerda; el carnaval renace porque hubo otro, años atrás, y porque se realizaron otros más en un tiempo ya perdido en la memoria. Toda fiesta se articula desde un pasado epifánico. Para nuestra tradición, las fiestas de navidad nacen allá en un portal, nacen con una estrella fulgurante, una huida, un pesebre, unos pastores, unos reyes magos (cómo no iban a ser magos aquellos que se van de pronto persiguiendo un lucero) y, sobre todo, nuestra Navidad nace con un nombre: Jesús. Recuerdos, dice el poeta, cuánto daría por tenerlos cerca, cuánto daría, cuánto diera… Recuerdos que, como un mosaico bizantino, se aglutinan en cantos, en discos, en ritmos, más significativos para unos, menos para otros, pero casi siempre identificables con un pasado, con un tiempo que ya no nos pertenece y que, sin embargo, no podemos olvidar.
Polka, porro, son guaracha, porro guaracha, cumbia, paseo, guajira… ritmos, orquestas, compositores, cantantes; años 30, 40, 50, 60, 70… Navidades: ruido de pólvora, luces de volcanes y bengalas, repicar de campanas, voces de niños; la infancia, la edad inolvidable, el tiempo de la fiesta, del juego, de la credibilidad y de la fe. Infancia, la espera en el regalo, el don que traía el niño Dios, el dios niño; infancia, el tiempo de la confianza vuelta esperanza. Niñez: cantera de donde brota la más genuina poesía.
Pero además de este giro hacia la inocencia que trae diciembre, estas fiestas de fin de año son también un tiempo propicio para la abundancia en nuestra mesa; tiempo para los pasteles, los buñuelos y la natilla. Tiempo para estar en familia y compartir la cena de navidad. El ajiaco, el pavo, la lechona; galletas y golosinas. Tiempo de cosecha espiritual, de ofrecimiento y solidaridad. “24 de diciembre”, la parranda de Francisco Antonio González, recoge todos estos elementos del último mes del año, en donde la juerga y la diversión (los colores de la fiesta) no son sino la exterioridad de una dicha interior, de una alegría que propugna por la paz de las manos abiertas.
Y aunque estas tradiciones nos han venido de fuera; una, la del pesebre, de España; otra, la del árbol, de la tradición anglosajona; nosotros hemos moldeado a nuestro temperamento, las hemos transformado en una prolongación de nuestra sangre del trópico. Si el árbol florece, florece para que el amor ingrato no reciba regalo; si el árbol florece, florece como una petición de compañía. No es el pino como tal, sino un símbolo al cual se le puede pedir, entre otras cosas, un amor. El amor que también nos había prometido algo. ¿Dónde está mi regalo?, parece ser el clamor navideño. “Arbolito de Navidad”, José Barros, un son paisa y esa proclama esencial de estas fiestas decembrinas: ¿Qué me vas a dar?
Digamos algo sobre la importancia del regalo. Navidad es tiempo para regalar, para dar o darse. Un regalo es una manera de mostrar nuestra confianza, una forma de descubrirnos. Regalar es extender nuestra persona, es alargar nuestros brazos para que el otro nos toque, nos acaricie; o mejor, para que nuestro amigo o nuestro hermano nos reciba. Un regalo contiene varios sentidos: por un lado, es un signo de lo que somos o de lo que aspiramos ser ante aquel a quien ofrecemos el regalo; de otra parte, un regalo es también una señal para que el regalado se nos muestre, para que el otro devele parte de su intimidad. Navidad, época para el trueque, para el intercambio; época del aguinaldo: un dar lo propio para poder tener lo extraño.
Hemos hablado de cómo nuestro pueblo ha involucrado su cotidianidad en estas fiestas de Navidad; de igual manera la música, nuestra música, ha recogido tradiciones, gustos, costumbres, timbres, entonaciones de cómo sentimos el nacimiento de un niño Dios. La música ha reunido desde las acostumbradas comidas decembrinas hasta los estados de ánimo; desde la risa hasta el llanto. Hemos hecho de la tradición un canto; he ahí otro elemento de toda fiesta.
Desde luego, en estas navidades no pueden desaparecer de un momento a otro los tristes, los ensimismados, los solitarios, los famélicos, no. Sin embargo, este tiempo de Navidad clama porque todo, absolutamente todos, participemos de una alegría universal; todos, ricos y pobres, satisfechos o hambrientos, conformamos la gran familia; al menos, por unos días, el pobre llena su mesa de abundancia y el menesteroso viste su mejor traje. Casi que, como una benigna imposición, todos debemos entrar en la barahúnda, en la charla incansable de la fiesta. Este es otro elemento de la festividad: todos participamos de ella, todos nos untamos de sus colores, todos comemos del mismo plato, todo bailamos el mismo son.
Si hay algo que nos produce diciembre es la ansiedad porque los seres queridos estén con nosotros. Aspiramos a que el amigo lejano regrese; suplicamos para que el amor distante retorne. Diciembre se sitúa en el espacio simbólico del hijo pródigo, del hijo que vuelve a casa. Y es justo a su llegada, cuando empieza la fiesta. El baile anuncia que los seres más queridos están con nosotros. Y si no han llegado, seguramente están próximos a tocar a nuestra puerta. Diciembre es una invitación. Toda fiesta es un llamado, es un grupo de voces amigas, es el gesto de unas manos fraternas que nos dicen: ven, ven, que ya la fiesta va a empezar…
“El librito que lees en público, Fidentino, es mío:
pero cuando lo lees mal, empieza a ser tuyo”.
Marcial
Una de las faltas gravísimas en el mundo académico es el plagio. Las universidades y otras instituciones educativas señalan en su normatividad, en el reglamento estudiantil, las sanciones a que se exponen quienes cometan esta conducta. Quisiera explicar por qué tal rechazo y condena a esta práctica de poner como propias ideas ajenas.
Empezaré por recordar el valor que tiene en las instituciones de educación superior el conocimiento o más concretamente la información recogida en libros y fuentes de diversa índole. Eso que podríamos llamar la tradición de las ideas es un bien que la academia conserva, enseña, cuida, y del cual se siente orgullosa. Hago tal afirmación porque el respeto a las ideas, la fidelidad a las fuentes, la salvaguarda de la producción intelectual a través de los siglos, es un principio vertebral de cualquier centro de formación universitaria. Puesto de manera enfática: hacer parte del mundo académico es aprender a dialogar y respetar la autoría de los productos de pensamiento que constituyen el campo de saber de una disciplina o profesión.
Dicho esto, se presupone que por eso mismo, las instituciones prevén unas normas de presentación de los trabajos escritos o una guía de citación de fuentes que serán objeto de cursos específicos y de observancia a lo largo de una carrera o un programa posgradual. Aprender esas normas para referenciar otras voces (APA, Chicago, ICONTEC) es la manera como las instituciones educativas les enseñan a sus estudiantes a poner su voz en concierto con las voces del pasado, pero distinguiendo la opinión personal de las aseveraciones o testimonios escritos de otros autores. Así que, cumplir estas normas es un código de ética mínimo mediante el cual se accede a la dinámica de la producción intelectual, a la generación y desarrollo del conocimiento. Omitir estas convenciones es desconocer la trayectoria de una línea de saber y, al mismo tiempo, una degradación de aquello que se está estudiando.
Desde luego, dominar estas técnicas o recursos de citación puede resultar tedioso para quienes no han entendido su función formativa, o un escollo para aquellos que, sin vergüenza alguna, recogen de aquí y allá cuanta cosa les resulta útil para el propósito de graduarse u obtener un título a como dé lugar. “¿Por qué tengo que volver a citar a ese autor, si ya lo mencioné hace cinco páginas atrás?”, es la disculpa de los plagiadores párrafo a párrafo; o lo más descarado: “¿qué importa si no pongo el nombre completo del autor, el título está incompleto o me falta el año de publicación?”. Eso parece una banalidad para los plagiarios desvergonzados. No es extraño que los estudiantes que afirman tales cosas manden a redactar sus trabajos a otras personas o se escuden en la antigua consigna de los deshonestos: “seguro que el profesor no se da cuenta”. Y si el docente o el tutor de una investigación los descubre en dicha falta, en muchos casos la respuesta se tiñe de altanería, en lugar de ser un avergonzado reconocimiento de la falta. Por eso resulta inconcebible que en un trabajo final de grado, en la tesis, se presente como riqueza personal lo que es un bien intelectual ajeno.
Es común también que el plagiario emplee la disculpa de que lo suyo fue un parafraseo de determinado autor y que, por lo tanto, no tenía que darle crédito. Tal marrulla, en lugar de justificarlo, agranda su falta, porque pone en evidencia que sí se acudió a esa fuente, pero sin haberla reconocido. El plagiario supone que si no hay una cita textual, el autor no debe referenciarse. Por el poco trato con la palabra escrita se olvida que las ideas, los conceptos, las estrategias, métodos o categorías de otros deben ser citadas así no se las tome textualmente. Que es un deber académico, o de alguien que pretende serlo, explicitar a quién le pertenecen esas ideas o cuál es la fuente directa que le sirvió de inspiración. Precisamente, en eso consiste la fundamentación teórica de un proyecto: en saber ubicar ciertos aspectos de una obra, los planteamientos de un autor, para darle consistencia a una construcción discursiva personal. Reconocer tales deudas es una forma de fortalecer las bases o la estructura del trabajo en cuestión.
Si se revisa el Manual de estilo de publicaciones de la APA allí se dictamina que hay que “dar crédito a quienes lo merecen”; es decir, que al hacer plagio, al no dar los créditos respectivos, minusvaloramos o menospreciamos las ideas de otra persona, banalizamos el saber o despreciamos los productos intelectuales de quienes nos precedieron. Dar crédito es lo mínimo que un estudiante puede hacer cuando retoma un concepto, una categoría, una metodología que le servirá para darle consistencia a un proyecto o para lograr resolver un problema de investigación. Dar crédito es un protocolo para dialogar con esas otras voces, con aquellos textos que nos han servido de consulta. Dar crédito, en últimas, es la manera como aprendemos a pedir prestadas ideas en una casa ajena, sin hurtarlas a escondidas.
Sobra decir que el plagiario actúa así por tres razones fundamentales: una, porque anda de afán y hace su trabajo a última hora; porque no ha tenido el juicio y la dedicación suficiente para desarrollar paso a paso tal obra; porque está más preocupado por cumplir un requisito que por aportar algo significativo con su trabajo de grado. La segunda razón, quizá más profunda, es porque hurtando ideas ajenas logra subsanar en parte sus debilidades intelectuales o de creación. Al plagiario le falta capacidad de análisis, potencial imaginativo, riesgo intelectual para la innovación, mayoría de edad para pensar por cuenta propia, tal como quería el filósofo Inmanuel Kant. Y cabe una tercera razón: es la poca relación o trato del plagiario con la escritura; el encuentro casual que tiene con ella y que, al tratar de realizarla, pone en evidencia su falta de precisión semántica, la ausencia de estructura de un texto, la poca coherencia y cohesión entre sus ideas. Es probable que estas razones, sumadas a una débil formación moral, lleven al estudiante al fraude académico, a tomar la vía deshonesta de poner el engaño por encima de sus responsabilidades académicas.
Dada la frecuencia con que se presentan los casos de plagio, intencionado o no, varias instituciones de educación superior han claudicado en esta labor de cuidado y salvaguarda de la producción intelectual, de los derechos de autor, y han preferido omitir este requisito de grado a cambio de un curso remedial o una práctica social. Puede que tal salida sea una buena medida burocrática o un medio rápido de lograr gran cantidad de graduados en un tiempo corto, pero en el fondo es una herida que se infringen ellas mismas a su misión esencial de conservar la tradición del pensamiento y producir nuevo conocimiento. Otro tanto puede decirse de los tutores o docentes encargados de corregir los trabajos de grado de los estudiantes: cuando apenas hojean los textos, sin cotejar las fuentes o revisarlos página por página, seguramente hallarán la complacencia con sus tutoreados, pero perderán la autoridad de maestros. No debemos olvidar que las instituciones de educación superior entran en el proceso de formación de una persona para proveerle habilidades, saberes y comportamientos que le permitan acceder a los bienes intelectuales de la cultura y, al mismo tiempo, participar de ella. Renunciar a tal cometido es una irresponsabilidad con la misión universitaria y un modo de exclusión a los capitales simbólicos de la sociedad.
Aunque resulte redundante decirlo, el plagio está asociado a fallas o desajustes en la conducta ética de las personas. Hay algo de mala fe o de oscura “viveza” en esto de engañar o de “hacer pasar como propia la obra de otro”. Es una actitud que debe ser severamente castigada especialmente en una época en la que las virtudes han sido acorraladas por los vicios, y en la que las argucias de la politiquería o los intereses de los conglomerados económicos, parecen volver regla la estrategia de que los medios poco importan con tal de alcanzar los fines. De allí que la universidad o los establecimientos de formación superior, requieran firmeza moral para no dejarse avasallar por las demandas inmediatistas del mercado, ni por la soberbia demagógica de los gobernantes. La academia también tiene su fuero, que no solo cobija a su recinto físico, sino a las particulares maneras de curricularizar unos saberes y fijar las coordenadas de una impronta ética a sus estudiantes.
Concluyamos estas reflexiones recordando que la palabra plagio, según nos cuenta Efraín Gaitán Orjuela en su libro Biografía de las palabras, tuvo su origen en el Derecho Romano y se refería a la “acción que cometía un individuo al apropiarse, vender, poner en prisiones, castigar a un esclavo ajeno sin el consentimiento del dueño”; era un comportamiento “torcido” castigado con penas muy severas. Como se ve, desde su misma etimología el plagio es un delito, cuyo sentido se trasladó después al mundo de las letras con el significado de hurto literario. Así que para evitar ser tildados de “ladrones intelectuales” y mancillar con ese acto el pacto de respeto a los derechos de autor resguardados por las instituciones de educación superior, lo mejor es poner las comillas donde sean necesarias y referenciar las fuentes que silenciosas han ofrecido su servicio a nuestros requerimientos académicos.
Fotografía de Klaus Enrique Gerdes, recreando al pintor Arcimboldo.
Diego: Casi que la pandemia no nos permite reencontrarnos. Gracias por aceptar la invitación a este cafecito.
Emilio: Gracias a ti, por la invitación. Está comprobado que no es lo mismo conectarnos por zoom que estar cuerpo a cuerpo dialogando con los amigos…
Diego: Eso es cierto. Además el encierro como que a uno le merma las fuentes expresivas y se requiere el calor de la presencia para que renazca la viveza y la espontaneidad de las palabras.
Emilio: No cabe duda.
Diego: Y tu familia, ¿todo bien?
Emilio: Afortunadamente sí. Mi madre sigue con los achaques propios de su edad, pero ya con sus dos dosis de la vacuna, se siente más tranquila.
Diego: Qué bueno. Mi hermana, Azucena, es la que estuvo contagiada hace como seis meses; sin embargo, no le dio tan duro como a otras personas.
Emilio: Me alegra. Bueno, y qué era lo que deseabas compartirme o sobre lo cual puedo echarte una mano.
Diego: Es sobre la maestría que estoy haciendo virtualmente.
Emilio: ¿La de literatura?
Diego: Sí. Es sobre el proyecto de grado en que ando metido. Y como sé que tú has trabajado ese tema, se me ocurrió que podrías darme algunas pistas o sugerencias al respecto.
Emilio: Desde que pueda, claro que sí. ¿Y sobre qué estás trabajando?
Diego: Sobre la biografía.
Emilio: Interesante tópico. ¿Y cuál es el foco de tu biografía?
Diego: Tengo varias opciones, pero dependiendo de lo que hablemos esta tarde, tomaré uno u otro camino.
Emilio: ¡Qué responsabilidad! Confiemos en que sea la misma conversación la que te vaya dando las mejores respuestas.
Diego: He preparado un repertorio de preguntas, que fue una de las sugerencias de mi directora de tesis. Así que, en este momento, te nombro uno de mis informantes-clave.
Emilio: Honor que me haces, estimado Diego. Aunque si hubiera sabido el motivo específico de nuestra charla, me habría preparado.
Diego: Tú no necesitas prepararte, porque hasta donde sé, has dado cursos y has realizado investigaciones sobre este tópico.
Emilio: Algo hemos hecho. Sin embargo…
Diego: Dejemos a un lado la modestia y empecemos. ¿Te parece?
Emilio: Bueno, listo…
Diego: ¿Qué es para ti la biografía?
Emilio: Es la narración pormenorizada de una vida… O como decía Dilthey, del “curso de vida” de un individuo.
Diego: ¿De toda la vida?
Emilio: Eso sería imposible. Yo diría que el biógrafo selecciona los eventos más significativos. Y si bien su horizonte es el tiempo entre el nacimiento y la muerte de una persona, lo que hace es enfatizar en aquellos pormenores o detalles que, vistos en su conjunto, tienen una importancia relevante.
Diego: Estuve leyendo sobre eso, sobre la imposibilidad de relatar toda la vida de una persona, dada la complejidad que alberga un ser humano y las múltiples interacciones de las cuales participa.
Emilio: Por eso pienso que el biógrafo en realidad reconstruye el periplo vital de una persona, a la manera de alguien que arma un mosaico con diversas teselas…
Diego: ¿Y cómo logra pegar todos esos pedazos?
Emilio: En algunos casos será documentándose, investigando, hablando con informantes cercanos al personaje, y, en otras ocasiones, usando su imaginación.
Diego: Ese es otro problema con el que me he encontrado: la tensión entre verdad y ficción; entre los rasgos o situaciones por las que realmente pasó un individuo y esos otros atributos o eventos exaltados por la imaginación del biógrafo… No es fácil saber dónde termina una frontera y dónde comienza la otra…
Emilio: De allí que autores como Michel de Certeau, si la memoria no me falla, consideraba que la biografía era un género híbrido… híbrido porque pone en comunión los aspectos exteriores de una persona con esa otra dimensión interior, psicológica, a la cual es muy difícil acceder si no se acude a la intuición o la creatividad.
Diego: Siempre queda uno con la duda, cuando lee una biografía, si esa persona era como nos la pintan o si es más bien el retrato imaginado por el biógrafo.
Emilio: Me acuerdo de lo que decía André Maurois en un largo ensayo que te recomiendo, “Aspectos de la biografía”; un texto que recoge las conferencias que dictó en Cambridge, por allá en 1928. Maurois afirmaba que la biografía debía combinar la verdad con la personalidad; los hechos con el carácter; eso implicaba, según él, exponer los acontecimientos sin olvidarse de que se está relatando la “evolución de un alma humana”, con sus contradicciones.
Diego: He estado buscando ese libro y no me ha sido fácil ubicarlo. ¿En dónde lo conseguiste?
Emilio: Hace parte de las Obras completas publicadas por Plaza Y Janés…
Diego: Ya. Ojalá me lo pudieras prestar…
Emilio: Siguiente pregunta…
Diego: Me había olvidado que no te gusta prestar tus libros…
Emilio: Ese podría ser un rasgo de mi personalidad, una de mis manías; si algún día te da por hacer mi biografía.
Diego: Ganas no me han faltado… pero, por ahora, vamos con la siguiente pregunta. Dice así: ¿cuáles son los aspectos fundamentales o las características principales de una biografía?
Emilio: Por supuesto que eso cambia según el modelo o la concepción que se tenga para hacer biografías. Pero, sin querer parecer conclusivo, diría que en una biografía son importantes tres cosas: primero, el orden cronológico o el trasfondo temporal de la persona que nos interesa biografiar; segundo, un repertorio de pormenores, detalles o anécdotas que definan o tipifiquen a la persona en cuestión; y tercero, un tratamiento especial de esa información para que sea interesante, genere emociones o, por lo menos, despierte la curiosidad.
Diego: Entiendo que lo último es lo más difícil, ¿no?
Emilio: Así, es. Maurois consideraba que ese aspecto era lo que convertía a la biografía en un arte. Los buenos biógrafos, afirmaba, son los que tejen los pormenores de la vida de una persona manteniendo siempre en vilo la “espera del futuro”.
Diego: A mí me parece que lo más difícil de hacer una biografía es saber elegir esos pormenores, para no terminar contando lo obvio o repitiendo hasta la saciedad lo que cualquier ser humano hace habitualmente a lo largo de su existencia.
Emilio: Los detalles importantes, me parece, son los que dotan de singularidad al personaje; los que delinean mejor su carácter, su temperamento. Creo que todos nos cepillamos los dientes cada día, pero hay otros hechos que se convierten en incidentes críticos, en eventos que marcan particulares direcciones de una vida.
Diego: ¿Incidentes críticos?
Emilio: Sí, aquellos hitos que se presentan en la trayectoria de una vida como epifanías, como rupturas, como virajes en el curso de una vida…
Diego: Según dices, elaborar una biografía es más que un recuento cronológico.
Emilio: Pienso que se trata más bien de una reconstrucción, de un montaje, en el sentido cinematográfico. Esa reconstrucción supone seleccionar las diferentes escenas, eliminar otras que pueden resultar insustanciales, ambientar; además de saber cambiar los planos para darle dramatismo a la narración…
Diego: ¿Y la tarea de documentación?
Emilio: Resulta fundamental para darle validez a la biografía. Eso hace parte del contrato de verdad que el biógrafo establece con el lector. Y es también lo que diferencia la biografía de la novela. El biógrafo está limitado por los datos, por los lugares, por las actividades realizadas por su biografiado; el novelista, en cambio, tiene un mayor radio de acción para fabular o salirse de esos límites. Documentarse en ahondar en las minucias de una vida, en traspasar las fronteras de lo privado, es acceder a otros materiales que van más allá del rumor o los comentarios generales. Como también es importante, y seguramente lo tienes previsto, la entrevista a personas cercanas o a informantes cualificados que hayan conocido o compartido momentos de vida del sujeto en cuestión.
Diego: Eso es seguro. Aunque me asalta la duda de si todos los que entreviste coincidan en los rasgos distintivos de mi biografiado.
Emilio: Lo más seguro es que no. Entre otras cosas porque cada persona es plural en su ser y en su manera de ser percibido por los demás. ¿Te acuerdas de aquel poema de Neruda sobre ese punto?
Diego: No. ¿Cuál?
Emilio: “Muchos somos”.
Diego: Ah, sí, algo recuerdo… del inteligente que lleva un tonto escondido y del valiente que lleva un cobarde que no conoce…
Emilio: Ese, sí. Neruda dice en ese poema algo con lo que seguramente te encontrarás cuando entrevistes a informantes para tu trabajo sobre la biografía. Unos dirán cosas sobre tu biografiado que seguramente entrarán en contradicción con lo que otros afirman. Es inevitable. Lo que ve o sabe la madre del personaje, no es igual a lo que conoce el compañero con el que trabaja o lo que opina su pareja amorosa. Precisamente, el trabajo del biógrafo es percatarse de esas recurrencias, de esos acentos; al igual que captar esas excepcionalidades, esas “rarezas” que perfilan una singularidad.
Diego: Buen consejo. Como te noto entusiasmado con el tema, va otra pregunta, ¿cuáles son los grandes referentes de hacer biografía, al menos en Occidente?
Emilio: Esa pregunta requiere conocer a estudiosos del tema como François Dosse. Yo lo leí para un seminario que dicté ya hace unos años. La apuesta biográfica, se titula uno de sus libros. A pesar de no tener mis apuntes a la mano, pienso que son referentes importantes en el modo de hacer biografía por lo menos estos cinco. Empezaría con Plutarco en sus Vidas paralelas, un ejemplo de biografías centradas en el carácter moral de los personajes. A Plutarco le interesan los personajes en la medida en que puedan, por presencia u omisión, dar lecciones de ética, de comportamiento social. Son biografías ejemplarizantes sobre los vicios o las virtudes de la conducta humana. Otro modo de hacer biografía lo vería tipificado en Santiago de la Vorágine, el autor de La leyenda dorada. Se trata de vida de santos, narraciones piadosas en las que se fusionan la historia y la leyenda. Son biografías con intenciones edificantes, hagiografías.
Diego: Desconocía ese autor.
Emilio: Es un dominico italiano del siglo XIII. Son vidas de santos concebidas para la predicación y la devoción popular.
Diego: ¿Hay traducción al español?
Emilio: Sí, tengo la que publicó Alianza, en dos volúmenes con unas xilografías de las primeras ediciones venecianas.
Diego: ¡Qué envidia!. Bueno, pero te interrumpí. Continúa.
Emilio: Incluiría también a Boccaccio y La vida de Dante o Vasari con su obra Las vidas de grandes artistas, porque son pioneras en la manera de presentar la figura del artista: a la par que ofrecen datos biográficos, se combinan con juicios sobre su obra. Son biografías que hacen las veces de retratos de una época. No podría dejar de mencionar a James Boswell con su monumental obra Vida de Samuel Johnson, entre otras cosas porque en esta biografía se combinan de manera armoniosa la crónica con la conversación; porque conjuga el acopio y cotejo de documentos con la inclusión de “citas” o expresiones del personaje objeto de su interés. Este es un ejemplo de hacer biografía, durante 21 años, con libreta de apuntes a la mano.
Diego: ¿Tanto tiempo para hacer una biografía?
Emilio: Lo que pasa es que Boswell no quería perderse nada del personaje que le interesaba. Algo semejante hizo Bioy Casares, quien recopiló a la manera de un diario biografía, infinidad de anécdotas, de enseñanzas, de conversaciones sostenidas por más de cuarenta años con su amigo Jorge Luis Borges.
Diego: Bien parece que la amistad y el trato frecuente con el biografiado es otra de las claves para realizar una buena biografía.
Emilio: Si se cuenta con la fortuna de que esté vivo, ese parece ser el mejor recurso. De lo contrario hay que rastrear indicios, huellas, documentos, así como nos lo enseñó Carlo Ginzburg… Pero, déjame termino mi respuesta mencionando a Emil Ludwig, Stefan Zweig o André Maurois como ejemplos de la biografía en la que la narración es parte fundamental del recuento cronológico de la vida del personaje; modelos de biografía “artística” en los cuales los hechos se mezclan estéticamente con la interpretación psicológica elaborada por el biógrafo.
Diego: Por lo que veo nos va tocar concertar otra cita…
Emilio: Será un gusto. Pero la próxima vez que nos encontremos vendré con mi bolsa de joyas bibliográficas… al menos para que puedas tenerlas a la mano y no en un PDF.
Diego: Entonces, que sea pronto. Pero antes de despedirnos me quedan dos preguntas.
Emilio: Que no sean tan difíciles como la anterior.
Diego: Esta es más cercana, porque tiene que ver con nuestra pasión común por la docencia: ¿cuál crees que es el valor formativo de la biografía?, ¿por qué es importante trabajar con la lectura o elaboración de biografías en el aula?
Emilio: Esa pregunta me parece muy importante. Considero que la lectura de biografías sigue siendo una buena manera de acceder a “vidas ejemplares” o a “historias de vida dignas de emular”. Y no me refiero solo a vidas heroicas o a historias de santos, sino a personas que se tornan representativas para un grupo social o una comunidad porque encarnan un conjunto de virtudes o un conglomerado de valores, y que, por eso mismo, pueden ser ejemplos significativos para las generaciones futuras. El valor formativo está ahí, precisamente, en ser “ejemplos de vida” para otros.
Diego: Y harta falta que nos hacen en esta época esos “ejemplos de vida” positivos, íntegros, virtuosos, en medio de una sociedad del espectáculo que exalta desvergonzadamente los modelos de vida corruptos, inmorales, dañinos para la sociedad.
Emilio: De otra parte, la lectura de biografías resulta útil en el aula porque contribuye a que nuestros estudiantes aprendan de esas historias de vida lecciones de sabiduría. Es decir, que saquen de las diversas peripecias de vida de esos personajes un provecho para sus propias vidas.
Diego: Como quien dice, que las vidas ajenas den luces para enfrentar los problemas o los dilemas personales.
Emilio: De acuerdo. Agregaría otra bondad de las historias de vida, en la que trabajé durante varios años. Me refiero a la autobiografía. Un medio ideal para que nuestros estudiantes se reconozcan, para que hallen esas marcas que los constituyen, para que descubran los rasgos que los tipifican y comprendan el sentido de tener un proyecto de vida.
Diego: Yo lo he intentado, pero mis estudiantes son reacios a escribir.
Emilio: Existen diferentes medios de hacer la autobiografía: usando las fotografías y agregando al pie, como si fueran pie de fotos, pequeños textos que den cuenta de lo que la imagen suscita o convoca; utilizando el recurso de la música, de aquellos temas que siguen vivos en nuestra memoria, a la par que se consignan o se cuentan pequeñas historias asociadas a dichas melodías. Me ha dado resultado también invítalos a hacer un “Diccionario autobiográfico” en el que los estudiantes van organizando su vida a partir de términos que les son particularísimos; vocablos que dan cuenta de su historia privada, de su mundo familiar, de sus gustos, o de los términos claves que han ido singularizando su relación con el mundo.
Diego: Qué variedad de alternativas para usar en el aula.
Emilio: O se puede llevar, aún con los más pequeños, un cuaderno de anécdotas, o, con los más grandes, un cuaderno de incidentes críticos, recursos que ayudan a que los estudiantes comprendan que la vida, su vida, no es una línea recta, sino un viaje sinuoso, con altibajos, en el que estamos sometidos al vaivén de lo inesperado pero, de igual modo, contamos con el timón de nuestra voluntad.
Diego: Me hiciste acordar de mi querido Barba Jacob… “Hay días en que somos tan móviles, tan móviles, / como las leves briznas al viento y al azar…”
Emilio: Extraño fuera que perdieras la ocasión para citarlo.
Diego:“Tal vez bajo otro cielo la Gloria nos sonríe. / La vida es clara, undívaga y abierta como un mar”.
Emilio: Por lo que veo, la otra pregunta tocó dejarla para nuestro próximo encuentro.
Diego: Sí, porque como decía mi papá, al amigo y al caballo no hay que cansarlo.
Emilio: Ha sido un gusto enorme volver a verte y, más aún, encontrarnos para conversar.
Diego: Gracias por todas esas pistas que me regalaste en esta tarde…
Emilio: Espero que te hayan servido para aclarar tu camino investigativo, aunque, como les decía a mis estudiantes, lo mejor es atender las sugerencias de su tutor de proyecto.
Diego: Por el contrario, me he afirmado en algo que venía pensando… Gracias, una vez más. Y que la incertidumbre del cuarto pico de la pandemia no nos lleve a vernos dentro de dos años.
Al momento de enfrentar una lectura en profundidad o cuando tengamos algún tipo de dificultad en su comprensión, necesitaremos tener a la mano un repertorio de útiles, elementos o habilidades que contribuyan a mejorar u optimizar esta actividad. Por supuesto, este repertorio tendrá un mayor rendimiento dependiendo del tipo de texto elegido, del modo de lectura empleado y de la experiencia del lector.
Atención: La lectura exige poner toda nuestra atención; es una actividad que basa su efectividad en el grado de concentración que tengamos y en una enfocada orientación de nuestra percepción. La atención, reclama para la lectura, un cuidadoso afinamiento de la vista, una enfocada atención de procesos de pensamiento como la inducción y la deducción, al igual que una participativa actuación de la memoria. Leer es un proceso superior de nuestra cognición; los ojos sirven de detonante y medio, pero es nuestro cerebro al que le corresponde la mayor actividad. Por eso, al leer ponemos más de un sentido alerta al igual que las potencias de nuestra inteligencia. Puede resultar fácil pasar los ojos por las hojas, pero si no ponemos la suficiente atención, si no nos obligamos a percatarnos de los variados indicios que una lectura nos presenta, el resultado será precario o fácilmente olvidadizo. Quizá por eso, para darle más consistencia y una diana a la atención, el lector acucioso acude a la escritura, a la relectura, a los esquemas, a las glosas vigilantes de la interacción con el texto.
Bibliografía: Casi siempre, esta información la encontramos al cierre de los textos y, por eso mismo, parece contener información secundaria. Sin embargo, en la bibliografía están los intertextos, esos otros textos que sirven de soporte, de provocación, de refuerzo o sustento al texto que nos interesa. Aprovechar estas fuentes, cotejarlas para enriquecer lo que leemos convierte al lector en un genuino investigador o, por lo menos, en un estudioso de los textos. Todas las referencias puestas en un texto, si somos perspicaces, nos abren nuevas vías a un tema, una problemática o un asunto. Aprender a leer la bibliografía debería llevarnos a entender el mundo de la cultura como un enorme palimpsesto en el que los diferentes textos se imbrican, se conectan, se retroalimentan o van creciendo en un contrapunteo infinito. La lectura de la bibliografía ayuda a sopesar la originalidad, la creatividad de determinado texto.
Contexto: El lector perspicaz sabe que los textos necesitan ser iluminados por los contextos. La época, el ambiente histórico ayuda a entender las improntas en un texto de determinado período específico. El contexto habla de la dinámica social o las vicisitudes de determinado país que sirvieron de motivo a una obra o de las ideas circulantes que, de alguna forma, la marcaron. Dejar por fuera el contexto, ignorarlo, es privarse de otorgarle a la lectura una inserción en una visión de mundo, en una cultura determinada. Al leer el contexto detectamos las ideologías imperantes, los credos que estaban en boga, los conflictos sociales a los que responde, por acción u omisión, una novela, un ensayo, una obra científica, un artefacto creativo. Incorporar la lectura del contexto le da filiación con el pasado a los textos; los sitúa en un campo de intereses; los dota de un marco de circunstancias en las que hay tensiones, conflictos y hechos humanos controvertibles, contradictorios, en permanente dinamismo y evolución.
Diccionarios: Son aliados estratégicos para sacarle un mayor rendimiento a la comprensión de los textos. Pero además de ayudar a aclarar los significados de los términos, es necesario entender que los lectores perspicaces buscan como ayuda los diccionarios temáticos o especializados. Es allí, en esas fuentes enfocadas en un campo disciplinar o en una temática, en los que hay en concreto una información puntual, pertinente, a partir de la cual resulta más fácil ahondar en un concepto o conocer el sentido más apropiado para determinada expresión. Los diccionarios son una fuente esencial para no andar pescando generalidades o divagando sobre semánticas vaporosas. Conocer y dominar estas fuentes especializadas de apoyo resulta muy provechoso y útil cuando la avalancha de información parece devorarnos.
Ejercitar el pensamiento: Quien lee necesita mover los ojos, pero es el pensamiento el que en verdad se ejercita y moviliza de manera constante. La lectura es un proceso en el que entran a operar la inducción, la deducción, todo tipo de inferencia. El que lee compara, coteja, teje evidencias, saca conclusiones o formula hipótesis. En realidad, la lectura es una transacción entre la mente y un objeto textual: hay intercambios, trueques. Y la mente, según esté o no “lubricada” rendirá poco o mucho en tales intercambios. Los lectores perspicaces, en consecuencia, son duchos para rastrear indicios, valorar evidencias, ven la consistencia o la falacia en un argumento, aprecian la estructura de un razonamiento.
Escribir: Bien sea elaborando pequeñas notas en un cuaderno, o redactando una ficha temática o haciendo un comentario o un ensayo, la escritura es un recurso indispensable para acabar de leer. Acostumbrarse a transformar lo leído en escritura es un recurso privilegiado de los lectores perspicaces. La escritura es un yunque a partir del cual conocemos qué tanto apropiamos un texto o de qué manera nos interpeló. La escritura, además, coadyuva a reflexionar sobre lo leído; hace que el juicio y el discernimiento pongan en cuarentena el trabajo de los ojos. Cuando uno escribe, por ejemplo, una reseña, necesita diferenciar el resumen del texto, de ese otro momento en el que uno enjuicia o presenta su valoración. Al escribir, como si fuera un dispositivo de valoración, la lectura adquiere sentido, intencionalidad, una voluntad comunicativa. Por eso es indispensable que toda lectura concluya en algún ejercicio de escritura; que el acto de leer sea aquilatado por la fuerza de los argumentos y las razones lógicas.
Esquematizar: Esta actividad presupone el crear o diseñar un gráfico traductor del texto objeto de nuestra lectura. Esos esquemas pueden contemplar a los mapas de ideas, a los mapas conceptuales o a las redes paragramaticales. Se trata de construir un dispositivo gráfico en el que las partes se interrelacionen con el conjunto; es una manera de traducir el lenguaje puesto en línea a otro lenguaje organizado en superficie. Al esquematizar vemos, a la manera de un ave, el campo del texto, el territorio con sus accidentes principales. Por supuesto, los esquemas sintetizan información a través de cuadros, flechas, enlaces o resaltadores de colores.
Glosar: Es la primera aproximación escrita al texto que leemos. Son las apostillas o comentarios que ponemos al margen, mientras vamos leyendo. Es la escritura que traduce lo leído en el lenguaje de lo comprendido. La glosa, por lo general, se hace de cada párrafo. Tiene, a veces, la función de sintetizar, pero también puede centrarse en ubicar, de manera concentrada, lo medular del texto. La glosa contiene mucho de la propia subjetividad del lector, pero depende de la piedra de toque de las ideas que se van leyendo. Aprender a glosar es acostumbrar la mente a interactuar con el texto; es una primera conversación entre lo percibido y lo comprendido. Por lo demás, contribuye poderosamente a fijar en nuestra mente las ideas; es una técnica para ayudarle a retener a nuestra memoria la información visualizada.
Hábito: Es indudable que habituarse a leer contribuye a afinar la mirada, ganar agilidad para entrever significados, afianzar una práctica o distinguir diferentes modalidades textuales. El hábito otorga experticia, dominio en el uso de herramientas, fineza en el descubrimiento de un mensaje. Tener hábitos lectores, incorporar tal práctica, hace que no solo se gane en rapidez y rendimiento, sino que permite “interiorizar” ciertos modos de proceder, determinadas prácticas de interactuar con los textos. El hábito posee la virtud de ejercitar a la mente y al cuerpo; da fuerza y consistencia a esta labor de develamiento; permite alcanzar objetivos de largo alcance. Tener un hábito lector hace que los objetivos comprensivos sean de mayor amplitud y que lo que es ocasional tome el sendero de lo continuo y permanente.
Imágenes: Debemos tener presente que no se leen solo las palabras en los textos, de igual forma se leen las imágenes que los acompañan. Existe toda una sintaxis y una semántica de la imagen, en la que intervienen el punto, la línea, el color, la textura, la escala, a partir de la cual se compone un escenario de comunicación visual. A veces la diferencia entre figura y fondo conduce a entender la relevancia o el poco interés de una idea; en otros casos, es el color de la letra el que sirve de heraldo para señalar una jerarquía. Una textura utilizada como soporte de un texto puede llevarnos a entender cierta función de destacado o de información anexa. La imagen no es una subordinada de la información escrita; posee sus propias leyes y desempeña funciones tan relevantes como las destinadas al discurso. En varias ocasiones, el lector debe entender cómo se combina, se complementa o interactúa el texto con la imagen.
Negritas, itálicas, subrayados: Todas estas marcas en los textos son indicios o pistas para que nuestra intelección sepa distinguir, diferenciar y, especialmente, jerarquizar la información. Hacen las veces de orientadores o señaladores en medio de la superficie uniforme de la página de un libro o de una pantalla. Dejar pasar por qué a tal autor le interesa resaltar, destacar o diferenciar del resto del texto una idea o una palabra, sería una omisión imperdonable para un lector acucioso. En ciertas ocasiones, estas marcas de distinción jerarquizan la información. Unas mayúsculas quieren imponer un orden de importancia; un subrayado, nos indica que esa información es digna de recordación o que desempeña una función capital al momento de desarrollar un planteamiento. Dichas marcas tipográficas se convierten en otra ayuda capital con el subrayado para discriminar información y otorgarle a una página hitos de interés, zonas de cuidado o señales de relevancia informativa.
Notas a pie de página: Aunque no todos los textos las poseen, son pistas fundamentales para acabar de entender un texto. Son las huellas que nos deja el autor para seguir un planteamiento, enriquecer una propuesta o saber cuáles fueron sus fundamentos. Las notas a pie de página, por más que estén escritas en letra menuda, contribuyen de manera definitiva a ampliar o enfocar el sentido de un mensaje. Algunas de esas notas, si se las lee con cuidado, dan las claves para desentrañar algo que no acabamos de entender en la parte gruesa de una página o un libro. Puede suceder, especialmente para investigadores o educadores, que las notas a pie de página sean una “zona de ejemplificación”, un repertorio de ilustraciones con las cuales lo abstracto o complejo adquiere un mejor tono comunicativo o explicativo. En muchas oportunidades, a través de las notas a pie de página, podemos saber la postura ideológica o el nivel de nivel de influencia ideológica asumido por el autor.
Página legal o de derechos: Esta es otra página por la que, en muchas ocasiones, se pasa rápido o se deja de lado. Sin embargo, contiene información vital para un lector perspicaz. Ahí están, por ejemplo, datos que contribuyen enormemente a identificar el texto que nos interesa. Sabemos cuándo fue publicado, si es una traducción, cuántas ediciones se han hecho, la editorial que lo publicó y la ciudad en la que se ha impreso la obra. La lectura de esta página contribuye a tener elementos del contexto y a incorporar la obra dentro de una tradición cultural. Sirve al mismo tiempo para saber si estamos enfrentados a una bibliografía reciente, de larga data; si hay un editor que la presente, una editorial confiable o lleva bastantes años desde su primera edición.
Releer: Esta actividad es el lubricante de los lectores en profundidad o la clave para alcanzar buenos resultados en el análisis. No puede ahondarse o encontrar relaciones lejanas entre las partes de un texto, si no se relee, si no se vuelve sobre los párrafos o las páginas de un libro. Hay que decir que cada relectura dota de más elementos a la precedente; es un proceso en espiral de ganancia progresiva. De otra parte, releer ayuda a reconducir la atención, a la concentración y a proveer al ojo de cierta agudeza para advertir lo que parece escondido o insinuado en un texto. También la relectura contribuye a fijar en nuestra mente términos, líneas, apartados, que de otra manera terminarían disolviéndose entre la barahúnda de palabras semejantes.
Resumir: Es una actividad compleja en la que se elimina información secundaria para quedarnos con lo esencial de un texto. El resumen parte de la glosa y se hace, casi siempre, de capítulos o subcapítulos de un texto. El resumen implica valorar qué es vertebral y qué secundario en las ideas puestas a circular en una obra o un libro. De igual modo, al resumir necesitamos generalizar lo que hemos leído; es poder abstraer de datos desunidos un mensaje mayor o de valor estructurante. También hay que decir que el resumir es un ejercicio de mayor alcance que la glosa: implica una escritura más amplia o de mayor desarrollo; ya presupone la redacción de un discurso cohesionado o de articulación entre las ideas.
Solapas: Este es otro elemento que por descuido poco se lee o que se considera secundario. Sin embargo, en las solapas hay datos significativos sobre la identidad del autor, sobre su trayectoria y filiación intelectual. Nos permiten explorar en algunos hechos relevantes de la formación académica del autor, de su producción intelectual y de la trayectoria en determinado campo del conocimiento. De igual modo, en las solapas aparecen pistas sobre la línea editorial en la que se inscribe el texto en cuestión o a qué colección pertenece la obra. A veces, en las solapas hay una síntesis de la obra, del propósito de una colección y la mención de otras obras publicadas en el mismo sello editorial, que señalan un campo temático específico de interés.
Subrayar: Es la más importante actividad de un lector perspicaz para discriminar información contenida en un texto. Al subrayar pasamos el mensaje por filtros o tamizajes. Es recomendable subrayar con dos colores, por lo menos. Con el primero se van resaltando las ideas fuerza (esas ideas que nos interpelan bien porque son interesantes, porque nos ponen a reflexionar o porque nos resultan complejas de comprender); con el segundo color se subrayan esos aquellos apartados que respondan a un interés particular, a una búsqueda específica, a una intención previamente determinada (leemos para buscar una cita para un trabajo de investigación, para preparar una clase, para hallar argumentos a favor o en contra de una tesis). Se subrayan ideas completas y no palabras sueltas. Subrayar es un ejercicio con las ideas: ubicarlas, desagregarlas de esa mole que es todo texto.
Tabla de contenido: A pesar de que está al inicio, muchos lectores no la leen por estar con el afán de ir al interior de los textos. Esta tabla de contenido, si se lee con atención, es una carta de navegación para el lector; es el mapa inicial que orienta el caminar por una obra o un texto. De allí que sea tan importante, al igual que como si fuera el ojo de un planeador, revisarlas, analizarlas, ver su itinerario, adivinar su ruta o su recorrido previsto. Acostumbrarse a leer la tabla de contenido hace parte de entender primero el todo, antes de adentrarnos en las minucias de un texto; ese es su papel fundamental: dar unas coordenadas a partir de las cuales resulte más fácil adentrarnos en la selva de las palabras. Otro tanto cumple el índice, solo que de manera más pormenorizada; es una ruta o una guía del viaje ciudad por ciudad, pueblo por pueblo, trayecto por trayecto.
Tipos de texto: Cada texto tiene sus particularidades y pide una manera especial para ser leído. Hay diferentes tipos de texto y es bueno saberlo para emplear, según su tipología, diversas estrategias de lectura. Por ejemplo, hay textos narrativos, que buscan principalmente contar una historia; o textos expositivos, que tienen como fin esencial darnos a conocer un tema; o textos argumentativos, que se proponen persuadirnos de una tesis. Cada uno de estos tipos de texto exige del lector ciertas habilidades para descubrir su fisonomía. Si son narrativos, piden que el lector sea capaz de identificar los personajes, el ambiente, el conflicto, la trama, el punto de vista o la anécdota detonante de la historia; si son expositivos, solicitan que se identifique cuál es el tema o problema base, cómo se organiza o desarrolla esa información y cuál la conclusión ofrecida; y si son argumentativos, demos por caso un ensayo, exigen del lector reconocer la tesis planteada, los tipos de argumentos utilizados, los conectores lógicos empleados, la línea de persuasión seguida por el autor, la función de las referencias dentro del mismo texto. Conocer e identificar el tipo de texto es una de las primeras competencias de los lectores perspicaces.
Título y subtítulos: Son otra manera de orientar el camino del lector; son otras pistas para no ir de cualquier forma a los textos. Las más de las veces, dan una jerarquía al peso discursivo o a la cantidad de información dispuesta a lo largo de unas páginas. Leer el título con detenimiento e ir releyendo los subtítulos permite a los lectores perspicaces sacar sus primeras conclusiones o formular hipótesis de lo que se va a encontrar. No hay que olvidar que en una macroestructura los subtítulos hacen las veces de vigas de amarre o de soportes para el sostenimiento en pie de un ensamblaje. Sacarle provecho a la lectura de estos descriptores o frases cortas contribuye de manera decisiva a ver en los textos niveles, estratos, dimensiones diferentes.
Italo Calvino: «La palabra une la huella visible con la cosa invisible».
He releído durante estos últimos días Seis propuestas para el próximo milenio de Italo Calvino, traducidas por Aurora Bermúdez y César Palma (traductor de “El arte de empezar y el arte de acabar” (Siruela, Madrid, 1998). Me continúan pareciendo incitadoras y sugestivas “las cualidades o especificidades de la literatura” previstas por Calvino, en 1985, para este siglo en que vivimos. Valgan, entonces, los contrapuntos que siguen como una manera de profundizar o darle resonancia a sus planteamientos.
Punto:“Mi labor ha consistido las más de las veces en sustraer peso”.
Contrapunto: Comparto esta afirmación de Calvino porque el ejercicio de escribir es, en esencia, una labor de quitar lo innecesario, de podar la maleza, de limpiar el fárrago y la confusión de las palabras. Cuando se empieza a escribir creemos, erróneamente, que la redacción abundante y aglomerada es sinónimo de buena escritura; sin embargo, a medida que nos dedicamos más a esta tarea descubrimos todo lo contrario: que escribir es más bien una tarea de filtrar las palabras, de aquilatarlas en su justo significado, de tamizarlas para dejar solo aquellas que en verdad apuntan a lo que deseamos decir. La sustracción de peso, de la que habla Calvino, se hace más evidente en la corrección, en ese momento de la escritura en que la razón controla el potro cerrero de la emoción y el ojo avizor hace la aduana a los flujos incontrolados de la expresión sin ataduras. El peso es como el lastre, como las adherencias con las que salen las ideas; y el escritor debe limpiar constantemente su dirigible de palabras para que pueda volar a sus anchas la inteligencia y la imaginación.
Punto:“El uso de la palabra tal como yo la entiendo, como persecución perpetua de las cosas, adecuación a su variedad infinita”.
Contrapunto: Me uno a esa convicción de Calvino de que escribir es más una búsqueda que un acierto. Me afirmo, por lo mismo, en que escribir es un oficio artesanal, de tanteos y versiones, de borradores que se van puliendo, afinándose hasta lo que consideramos una versión casi definitiva. Es tan variado y complejo el vasto universo, son tantos los matices de los seres y las personas, que sería ingenuo suponer que en un solo intento el escritor lograría dar en el clavo de su pesquisa. La persecución de que habla Calvino tiene las mismas resonancias de lo que buscaba Flaubert al escribir: hallar esa palabra que condense de manera cabal nuestro pensamiento, que tenga la fuerza comunicativa para interpelar al lector y que, al mismo tiempo, no se preste a confusiones. Labor lenta, cuidadosa, que exige entrega y disciplina. Tarea interminable porque, a medida que el escritor gana experiencia tanto vital como en el mismo oficio de tratar con las palabras, va descubriendo otras acepciones de las cosas, otras alternativas de nombrar el universo, otros modos de acotar lo que percibe, siente, piensa o imagina. Y, sin embargo, esa misma búsqueda de la palabra justa y significativa entraña un goce, un juego, un reto al pensamiento y a nuestras facultades creativas.
Punto:“En cualquier caso el relato es una operación sobre la duración, un encantamiento que obra sobre el transcurrir del tiempo, contrayéndolo o dilatándolo”.
Contrapunto: Me gusta esta observación de Calvino sobre la materia prima con que trabajan los contadores de cuentos, los hacedores de relatos. Ellos son orfebres del tiempo. Y me gusta aún más el matiz que señala: su oficio es “encantarnos”, hacer que la duración de la historia nos tenga hechizados o, al menos, atentos a lo que va a suceder. Los contadores de relatos son maestros en esto de contraer o dilatar el tiempo; esa parece ser su experticia. Entre el comienzo del cuento y el término del mismo está la habilidad del narrador para mantenernos en suspenso, para no dejarnos caer, para sostener la magia de ese acto sutil con la duración. Los buenos hacedores de relatos saben que la duración tiene mayor plasticidad que el tiempo que miden los relojes; conocen que la duración posee un componente sensitivo, emocional. Y, por ello, al elaborar el relato, saben tender muy bien los hilos de la trama, como un artificio para no dejarnos caer en la desatención o el aburrimiento. La trama es el tejido temporal que elabora el narrador para mantener en vilo la sugestión del espectador o del lector, un sortilegio de palabras dispuesto en el intervalo que va desde un inicio hasta un final.
Punto:“Digamos que, desde el momento en que un objeto aparece en una narración, se carga de una fuerza especial, se convierte en algo como el polo de un campo magnético, un nudo de una red de relaciones invisibles”.
Contrapunto: Los objetos no son secundarios en una narración; tampoco parecen ser un decorado o algo despreciable para un escritor. Los objetos tienen densidad y cumplen funciones importantes en un relato o resultan definitivas para comprender un modo de ser, un campo de interacciones o una época específica. Precisamente por eso, lo que señala Calvino es tan relevante. Si el narrador toma la decisión de incluir un objeto, debe saber que, al hacerlo, está metiendo en su historia un elemento que irradiará fuerzas y relaciones de diversa índole. Los objetos gravitan en el relato, atraen y generan repulsas; ofrecen pistas sobre asuntos que parecen incomprensibles y son testimonios vivos, así luzcan inertes y mudos. Los objetos operan por vía metonímica o metafórica; tienen su propio ciclo de vida y contienen una memoria única que solo se despierta si se cuenta con la clave para abrir sus secretos. Los objetos son testigos de lo que nuestra frágil mente olvida y son un legado que poco a poco, a veces sin darnos cuenta, vamos guardando en el pasar de nuestra cotidianidad. El magnetismo de los objetos del que habla Calvino nos advierte de que en los relatos, como en la vida misma, ciertas cosas pueden asumir la magia de un amuleto, y otros objetos ser portadores de una atracción insensata y dañina.
Punto:“La literatura (y quizá sólo la literatura) puede crear anticuerpos que contrarresten la expansión de la peste del lenguaje”.
Contrapunto: Bien parece que la literatura tiene la función de destilar el lenguaje que abunda de forma indiscriminada o es expresado de cualquier manera. Sospecho que Calvino preveía los anticuerpos de la literatura para contrarrestar la verborrea asfixiante, la palabrería inútil, el lenguaje excesivamente procaz y agresivo que prolifera en la comunicación habitual y en los medios masivos de información. De alguna forma, Calvino creía, como yo, que la literatura es una postura ética del lenguaje ante la palabra irresponsable, ante la palabra demagógica, injuriosa, avasallante y abiertamente discriminatoria. Pienso que esos anticuerpos no se refieren principalmente a la corrección idiomática, sino a una conciencia sobre el cuidado del lenguaje como expresión de la tribu y sus urgencias vitales. Los anticuerpos aparecen en el momento en que damos importancia a los fines de las obras literarias, en el instante en que asumimos la autocrítica como un medio de revisar lo que parece ya logrado y cuando rompemos los hechizos de las demandas de la sociedad de consumo. Considero que la peste del lenguaje de este siglo se hace evidente en la proclividad al fanatismo, en la idolatría del yo de las redes sociales, en la desvergonzada mentira como táctica política, en el poco contrapeso que otorgamos al silencio para aquilatar el valor de la palabra. En este ambiente de parlanchines incendiarios y de banalidad expresiva es que la literatura puede reivindicar la fuerza de la palabra creadora de mundos, la labor artesanal del significado justo y sustancial, la fragua de un espejo imaginario que ayude a develar la realidad en que vivimos y, especialmente, a comprendernos.
Punto: “Cristal y llama, dos formas de belleza perfecta de las cuales no puede apartarse la mirada, dos modos de crecimiento en el tiempo, de gasto de la materia circundante, dos símbolos morales, dos absolutos, dos categorías para clasificar hechos, ideas, estilos, sentimientos”.
Contrapunto: Ingeniosos y sugerentes estos dos modos de concretar un ideal estético o, al menos, de aspiración suprema para el que escribe. El cristal que es fruto del pulimento, del orden, de la condensación de la materia; el cristal que brilla y resplandece por la manera como están organizadas sus partes; el cristal que nos advierte del cuidado de la forma y la orientación regular de sus elementos. Y la llama que también irradia luz, pero por la combustión, por lo inflamable de su materialidad; la llama que habla de energía y de calor, de la ingobernable variedad de lo inestable; la llama que expresa la vivacidad y la reacción de los elementos al tocarse; la llama que es vehemente y arrebatada, que oscila divagante entre la propagación y la extinción. Calvino dice que estos dos símbolos pueden ser entendidos también como una tensión entre dos ideales de la literatura: el que hace énfasis en la racionalidad geométrica y el que aboga por la expresión espontánea, libre de formalismos. A mí me gusta entender mejor esta tensión del cristal y la llama en la práctica de la escritura, en esas dos aspiraciones que sirven de faros a todos los orfebres de las palabras: de un lado el afán por ordenar y darle solidez a lo indeterminado; de otro, el deseo de conservar el fulgor de la vida para lograr así comunicarlo a otros. Buscamos el cristal porque pulimos y corregimos: somos artesanos respetuosos de la materia con que trabajamos; perseguimos la llama porque no queremos renunciar a nuestra historia: somos auténticos y sinceros con las experiencias y sueños de que estamos hechos.
Punto:“En los últimos años he alternado mis ejercicios sobre la estructura del relato con ejercicios de descripción, arte hoy muy descuidado”.
Contrapunto: Comparto esta importancia que Calvino otorga a los ejercicios de descripción. Y no solo porque es un arte muy descuidado, sino por el simplismo con que se lo trata en el mundo escolar. Describir supone un dominio de las características y particularidades de los seres y las cosas; una claridad en el modo de hacer distinciones y un ojo aguzado para percibir los detalles. Cuando se ha explorado en este arte los términos no son intercambiables y el más pequeño ser recobra su asombrosa complejidad. Quien describe no solo pinta, sino que identifica, pormenoriza y representa; al describir hacemos vivo lo inanimado y ahondamos en los engarces inadvertidos que estructuran los organismos. Las diversas técnicas de la descripción (prosopografía, etopeya, retrato, hipotiposis, écfrasis…) contribuyen a poner entre paréntesis o sospechar de las generalizaciones, a conocer y usar más a menudo los tesauros o diccionarios temáticos, a evaluar o potenciar nuestra competencia lexical. Describir supone, antes de cualquier cosa, un afinamiento de los sentidos, una curiosidad hermana de la indagación y una capacidad de ordenar o poner en relación lo disperso o desagregado. Describir es devolverle a la palabra su potencial genésico.
Punto:“La literatura sólo vive si se propone objetivos desmesurados, incluso más allá de toda posibilidad de realización. La literatura seguirá teniendo una función únicamente si poetas y escritores se proponen empresas que ningún otro osa imaginar”.
Contrapunto: Este llamado de Calvino a expandir las potencias del lenguaje, a explorar en sus múltiples combinatorias, a imaginar más allá de lo imaginable, resulta de vital importancia en nuestros tiempos cuando hay un reduccionismo de la expresión y un empequeñecimiento de las formas expresivas. Me uno a esta consigna de Calvino de ser desmesurados, tal como clamara Vicente Huidobro en Altazor, o como lo imaginó el cubano José Lezama Lima en su apuesta por el potens y la sobrenaturaleza. La desmesura es un modo de romper el lenguaje estereotipado, los formulismos vacíos y una cierta insustancialidad en los mensajes que se replican en las redes sociales. La desmesura es ampliación de las fronteras de la significación y un estiramiento de las fibras más íntimas del lenguaje. De allí que esa tarea sea compartida con los poetas porque son ellos, precisamente, los que mejor han explorado en la palabra, en su rica variedad semántica, en los sentidos que adquiere según un cambio de disposición, en el ritmo que suena al interior de su almendra. Abogar por esta invitación a imaginar mundos posibles con palabras es una salida a las formatos estandarizados por el consumo masivo o a repetir lo que las grandes audiencias demandan o lo que la moda fija como gusto del momento. En esos proyectos imposibles, en esas obras que rompen todo esquematismo vigente, es donde mejor se siente el poder liberador y fundante de la literatura. Su función siempre está en lanzar nuestra mente hacia lo hipertélico, hacia lo increíble posible, hacia esas regiones del espíritu que se niegan a ser domesticadas por cualquier tipo de hegemonismo.
La falta de popularidad del rey Adolfo iba en aumento. Los súbditos se mostraban inconformes y decepcionados del “Melenudo sordo”, como le decían en los corrillos populares.
—Debes escuchar más a la gente —sentenció Hortensia, la leona consorte.
—Para eso tengo a los ministros —respondió el rey, mirándose una de las garras de su mano derecha.
—No es lo mismo —replicó la leona, saliendo a jugar con los cachorros.
Adolfo se quedó un tiempo pensando en la situación. Después llamó a su asistente, un mandril, para convocar a un consejo extraordinario de ministros. En la reunión les dijo que buena parte del bajo nivel de popularidad de su mandato se debía a que ellos no hacían bien su tarea.
—Ustedes no han escuchado a la gente —les repitió, más de una vez, con gesto severo y amenazador.
—Su majestad —contestó una hiena— hemos estado pendiente de ello, pero la gente es caprichosa y ninguna medida que tomamos les gusta.
—Sí, vuestra alteza, lo que dice la señora ministra, es totalmente cierto —corroboró un jabalí de largos colmillos—. Es muy difícil complacer a todo el mundo.
Antes de que hablara el rinoceronte, el ministro de defensa, el león sentenció con voz áspera:
—Desde mañana empezaremos una nueva campaña: “Diga ya lo que tiene para decir”. Que todos en la selva, en las praderas, en cualquier lugar de mi reino, sepan que yo, Adolfo, les doy la oportunidad de hablar y decir lo que les parezca de mi gobierno.
—Perdón, su majestad—intervino un buitre de cabeza rapada, que se desempeñaba como ministro de comunicaciones—. Eso puede ser contraproducente para nuestro gobierno. La gente dice cosas que no son ciertas o aprovechan la ocasión para expresar su resentimiento sobre medidas que usted ha tomado en el pasado…
—No me importa —repuso Adolfo, echando hacia atrás su melena, en un gesto arrogante.
—¿Y si la gente no quiere hablar? —preguntó el rinoceronte.
—Pues, se le hace firmar un papel donde conste que no quiso participar.
Terminada la reunión, los ministros salieron conversando pasito sobre la nueva medida de Adolfo y, aunque no estaban de acuerdo, sabían que tenían que obedecer.
Como era de esperarse las cosas no salieron como el rey esperaba. Fueron muchos los habitantes de la selva o de la pradera que asistieron a las asambleas locales para manifestar su descontento; cientos también los que acabaron firmando el papel y otros tantos, los más precavidos con las represalias posteriores, que se escondieron para no cumplir con aquella campaña de “participación democrática”, como la habían bautizado los amigos y partidarios de Adolfo.
Finalizado el encargo del rey, los resultados de popularidad seguían en declive. Un nuevo consejo de ministros fue convocado para informarle a Adolfo que, palabras más, palabras menos, la gente no estaba conforme con su mandato.
—Ustedes no hicieron bien la tarea —rugió amenazante—. Ustedes no están comprometidos con este gobierno.
Dicho esto, concluyó la reunión y se dirigió a un lugar apartado de la cueva que le servía de trono. Allí lo encontró Hortensia. La leona sabía que cuando Adolfo se retiraba a ese lugar era porque tenía algún asunto que lo atormentaba.
—¿Problemas? —preguntó Hortensia.
—No entiendo qué les pasa a mis súbditos —respondió Adolfo, sin mirarla.
—¿Y eso?
—Les doy la oportunidad de decir lo que piensan y no valoran ese acto de participación. ¡Quién los entiende!
La leona se echó al lado del león. Cambió el tono de su voz y, como si fuera un murmullo, le empezó a dar sus opiniones sobre el asunto.
—Tal vez no se trata de que ellos hablen, sino de escucharlos…
—¿Acaso no es lo mismo? —increpó rápido el león.
—No, mi querido esposo, no es lo mismo.
—¿Cuál es, según tú, la diferencia?
Hortensia adivinó que su marido no estaba de ánimo o no quería entenderla. Así que, prefirió cambiar la dirección de la charla y hablarle de otras cosas. Adolfo dejó que su pareja continuara hablando, pero seguía molesto y ensimismado hasta que la leona le mencionó una posible solución.
—¿Por qué no le pides consejo al viejo Ezequiel, tu padre? A lo mejor él sabe cómo solucionar este problema.
Aunque Adolfo no respondió, en su interior aceptó aquella sugerencia. Abandonó el lugar donde estaba y caminó hasta otro conjunto de rocas lejano en el que acostumbraba tenderse a descansar su padre. Efectivamente allí lo encontró. El viejo león se sorprendió al ver a su hijo.
—¿Qué ha pasado para que el poderoso rey se digne visitar a este viejo?
Adolfo sintió vergüenza e intentó expresar una disculpa burocrática:
—Muchos asuntos que atender… muchos.
Ezequiel miró a su hijo. Se notaba que los pocos años de gobierno le habían dejado marcas en la frente y unas ojeras oscuras, producto seguramente de sus constantes desvelos.
—¿Y qué te trae por estos parajes? —preguntó Ezequiel.
—¿Por qué la gente está siempre en mi contra, si hago lo mejor que puedo…? ¿Por qué a ti sí te querían tus súbditos?
—Porque yo me tomaba el tiempo para escucharlos.
—Eso es lo que hago…
—¿Qué?
—Escucharlos.
—¿Y qué has hecho para lograrlo?
—Pues, me ideé una campaña para que dijeran lo que desearan decir.
—Eso no se logra con campañas.
—Entonces, ¿cómo?
Ezequiel se acomodó mejor en su lecho de tierra. Asumió un tono cariñoso. Su mente rememoraba.
—Querido Adolfo, a lo mejor tu juventud te hace impetuoso e impaciente. A gobernar se aprende escuchando a la gente.
—Eso me dijiste recién empecé mi mandato.
—Aunque, por lo que veo, oyes, pero no escuchas…
Adolfo sintió que le hervía la sangre. Ezequiel se dio cuenta de aquel cambio de temperamento de su hijo y, de inmediato, puso una sonrisa adornando sus palabras.
—No te enfades querido Adolfo, son cosas que decimos los viejos… Sin embargo, y ya que viniste hasta acá, voy a confesarte las claves que fui poco a poco aprendiendo de la gente que gobernaba.
—¿Cuáles son esas claves? —interrumpió Adolfo, ansioso.
—El secreto está en aprender a escuchar a los mismos súbditos que uno gobierna.
—¿Cómo así?
—Por ejemplo, yo aprendí que tenía que ser como el búho para girar la cabeza y poder escuchar así las diversas posiciones de quienes dirigía. Me cuidé de no escuchar solo en una dirección. Descubrí, además, que debía ser como el elefante para no escuchar solo con las orejas, sino con todo el cuerpo, especialmente con mis manos y patas, y lograr así escudriñar las bajas frecuencias con que habla la gente. También tuve que aprender del murciélago, porque él me enseñó que para escuchar mejor lo recomendable era hacer preguntas adecuadas y oportunas a partir de lo que decían mis subordinados; que la clave estaba en develar lo que en verdad el otro quería decir, y para eso no bastaba con mover la cabeza de arriba abajo.
Adolfo seguía el discurso de su padre y al mismo tiempo el vuelo de unos gallinazos en el cielo azul. Pensaba en los elefantes que prefirieron firmar aquel documento antes que confesar su inconformismo, y en las jirafas que, por lo que le contaron sus ministros, habían dicho en una de las asambleas que este gobierno era el peor de todas las épocas. Ezequiel se mantuvo firme en la enunciación de sus consejos:
—Aprendí de igual manera de las habilidades del pequeño zorro del desierto, con el fin de escuchar lo que está debajo de los mensajes enunciados por todos mis súbditos. Comprobé, entonces, que la riqueza de esos mensajes no estaba en la superficie, sino en las profundidades de sus intenciones. Hice mías las enseñanzas del conejo para escuchar a la distancia, porque los que gobernamos no solo hablan del presente, sino de angustias y temores provenientes de su pasado…
Adolfo oía a su padre con una mezcla de admiración y envidia. Por un momento se lamentó de no visitarlo más a menudo, pero luego justificó esas ausencias diciéndose que él era capaz de gobernar aquel reino sin andar consultando a cada rato al viejo Ezequiel.
—Y hasta de la humilde polilla supe aprender la agudeza para escuchar a mis propios contradictores, una sensibilidad especial para detectar los posibles errores de mis decisiones o evitar caer en las mismas fallas de todo poderoso.
—¿Así fue como lograste mantener tu popularidad? —interrumpió Adolfo, un poco molesto por aquel repertorio de consejos que él no conocía o se negaba a aceptar.
El viejo león miró a su hijo con cierta compasión. Notó que sus palabras no habían llegado al corazón de Adolfo. Bajó la mirada y se entretuvo oliscando la flor de un pequeño arbusto.
—Para mostrar el poder hay que usar la fuerza; pero para ganar autoridad hay que escuchar… la popularidad viene después.
Adolfo tomó esa frase como un cierre de la conversación. Se despidió de su padre y volvió caminando a su territorio. Varias ideas bullían en su cabeza. Pensó por un momento en cambiar su gabinete por algunos de esos animales de los que le había hablado su padre; imaginó conformar una consejería permanente de su gobierno con tales maestros de la escucha…, pero a sabiendas de que aquello resultaría complicado y tedioso, prefirió dejar las cosas como estaban. Cuando llegó a su guarida, Hortensia lo estaba esperando con gran interés.
—¿Cómo te fue con el viejo Ezequiel?
—Bien. Nada especial —contestó Adolfo, a sabiendas de que mentía—. Que con el tiempo la gente olvidará todo este repudio y se acostumbrará a la situación.
—¿Eso dijo?
—Sí, eso me comentó.
—Yo creo que no lo escuchaste bien —replicó Hortensia, poniendo en su voz un tono de franca decepción.
—¿Qué vas a saber tú, si ni siquiera estuviste allá con nosotros? —replicó el león molesto por el comentario.
—El viejo Ezequiel es recordado en estas tierras por dar sabios consejos —agregó la leona—. Consejos que, por lo demás, me han sido de gran utilidad…
Adolfo se sintió descubierto por Hortensia. Para salir de aquel embrollo, quiso concluir el diálogo con una frase que ya era una muletilla de su modo de gobernar:
—Digan lo que digan, yo por ahora soy el rey de esta selva.
Hortensia dejó a su marido con el eco de esas palabras en su boca. A manera de despedida le susurró al oído una frase que parecía un secreto amoroso: