Si recordar, como enseña la etimología, es volver a pasar por el corazón, entonces podemos concluir que almacenamos los recuerdos con la memoria pero los recuperamos mediante el sentimiento.
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Hay dos cosas que pueden hacerse con los recuerdos de la infancia: poesía o psicoanálisis.
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Los recuerdos exigen para su permanencia un trabajo inicial de repetición. Es el golpe continuado del herrero el que garantiza la resonancia futura de la campana.
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Los recuerdos son un lastre o un viento bienhechor. Son una carga para llegar a nuestro destino o nos sirven de impulso para nuestra odisea vital.
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Almacenamos experiencias, pero narramos recuerdos. El relato le da plasticidad a la memoria.
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Los griegos antiguos sabían bien que para morir había que pasar por el río del olvido. La muerte definitiva consiste en el hundimiento de todos nuestros recuerdos.
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Es el trabajo de los recuerdos el que crea el teatro de nuestro pasado. Mnemosine es la verdadera madre de Cronos.
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A ciertas personas les gusta entender los recuerdos como un depósito; para otros, son como hojas de un árbol que se desprenden según el soplar de las circunstancias.
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Hay marcas de agua en toda historia personal. Invisibles para los demás, pero claras y precisas al trasluz de nuestros recuerdos.
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Aunque parece fácil recordar, si no se tienen unos dispositivos de memoria, lo más seguro es que nos perdamos en el laberinto de nuestro pasado. Los recuerdos oscilan entre el favor de Ariadna y el temor al Minotauro.
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Algunos recuerdos huyen de nosotros por más que nos esforcemos en retenerlos. Otros, vienen de pronto, como asaltantes inesperados. Tales hechos nos muestran una cosa: los recuerdos además de escurridizos, gozan de una libertad inalienable.
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Existen situaciones dolorosas que traen consigo el no querer recordarlas. A veces, olvidar es una defensa de nuestra sobrevivencia psicológica.
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Los recuerdos pueden ser un arma de los obsesionados por el poder: hay gobernantes que administran astutamente el olvido y otros que saben dosificar y seleccionar para su pueblo un pasado específico.
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Cuando el dolor impregna una etapa de nuestro pasado, tendemos a distorsionar el recuerdo. Todo pasado doloroso es un pasado enmendado.
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La tragedia clásica griega tenía un dispositivo potente: el reconocimiento. Es decir, son las marcas de nuestros recuerdos los que llevan al cumplimiento del destino.
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Es la intensidad y no la cantidad de experiencias la que determina la consistencia del recuerdo. Retenemos más y mejor aquellas vivencias que han calado hondo en nuestra piel o nuestra alma.
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El drama de nuestra condición temporal es este: querer olvidar los recuerdos imborrables que nos lastimaron; desear retener aquellos otros de pasajera felicidad.
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Extraño el proceder de los recuerdos cuando estamos viejos: no recordamos dónde dejamos o pusimos un objeto cotidiano, pero nos acordamos con lujo de detalles de la época remota de nuestra niñez.
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¿Qué eran los aedos de la antigüedad? Unos guardianes rítmicos de la recordación.
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La adquisición de los recuerdos está a la par de la experiencia y lo vivido; la retención de los mismos implica un esfuerzo mnemotécnico. Su recuperación es un acto en el que, además de la voluntad, intervienen el azar, la historia y la política.
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Los recuerdos participan de la lógica del dinero: los hay de rentabilidad inmediata y otros que rinden su beneficio a largo plazo.
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Las doctrinas que creen en la reencarnación son, en realidad, religiones centradas en la devoción absoluta hacia el recuerdo.
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La genuina biografía de un hombre es la que proviene de la elección de sus recuerdos. El relato más confiable de un ser humano termina siendo una autobiografía.
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Hubo una época en que los monumentos en las ciudades estaban ahí como hitos de memoria. La enseñanza es apenas obvia: los recuerdos deben materializarse en piedra o bronce, y estar siempre a la vista, si queremos transferirlos a las nuevas generaciones. A Mnemosine le gusta la pedagogía de lo marmóreo.
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Hay amnesias que resultan de un accidente o una enfermedad y otras que responden a la culposa tarea de un autoinfligimiento.
En el Tesoro de la lengua castellana o española, Sebastián de Covarrubias define o asocia la ternura con un cartílago, “que ni es carne ni es hueso”. En esa calidad o consistencia flexible, elástica casi, me parece importante concebir la ternura.
Tal característica de plasticidad es lo que le otorga a la ternura su enorme riqueza espiritual, afectiva y, por supuesto, comunicacional. Debido a esa ductilidad, a ese cimbreante ser de la ternura, es como alcanzamos cierto nivel de tolerancia, cierto talante de oscilación, cierta capacidad para el claroscuro. Gracias a la ternura aprendemos a ser menos rígidos, a ser menos “indeformables”.
Sí, la ternura pone en entredicho la dureza del guerrero, la rocosa y encallecida lógica de la guerra. La ternura es como un diluyente, como un agua capaz de humedecer el desierto solitario de los espíritus belicosos. Por eso, los poetas, antiguos escribanos y defensores de la ternura, siempre han querido “traicionar al acerado ejército de los hombres” para “recuperar el peso y la rotundidad”, “la blandura húmeda del mundo”.
Desde luego, como escribe H. Kunz, “la ternura es a la vez un impulso, un sentimiento y una actitud”. Un impulso hacia lo digno de consideración, hacia lo “indefenso”; un impulso más erótico que tanático. Un sentimiento en la medida en que es un terreno medianero entre lo sensible y lo inteligible; un sentimiento porque es un aprendizaje, una conquista de la cultura sobre la especie. Y una actitud, porque tiene que ver con lo volitivo; con el deseo, con un querer ser tierno.
No es el momento para rastrear cuándo ese impulso fue conciencia, cuándo ese sentimiento fue posible y cuándo esa actitud se hizo hábito. Señalemos tan sólo que es, a partir de la historia de la vida privada, de la historia del cuerpo humano; a partir de la microhistoria y la micropsicología, como seguramente encontraremos las raíces y el desarrollo de eso que llamamos “la ternura”.
Ternura y preservación se juntan. Ternura y participación se necesitan. “Donde tú eres tierno, dices plural”, escribió Roland Barthes. La ternura nos pone en relación, en comunicación y nos invita a salir de nuestro egoísmo. Quizá por la ternura es que perdonamos; y por la ternura somos fraternos; y por la ternura convivimos en sociedad. Nadie que se llama tierno puede desconocer la dimensión de la otredad; la zona del prójimo. Allí, en donde uno se pone o se siente tierno, claudican el poder, la arrogancia, los honores, el miedo, el saber autoritario. Lo tierno es, por excelencia, democrático.
Proponerse, por lo mismo, reivindicar la ternura es, sobre todo, colocar el énfasis en tres grandes instancias del hombre: el cuerpo, la sensibilidad y la imaginación. La ternura nos hace más táctiles, más sentimentales, más lúdicos; en síntesis, más niños. Ya lo decía Milan Kundera: “la ternura es el miedo que nos inspira la edad adulta (…) Es un intento de crear un ámbito artificial en el que pueda tener validez el compromiso de comportarnos con nuestro prójimo como si fuera un niño”. Reivindicar la ternura es una utopía necesaria, entre otras cosas, para lograr que lo íntimo halle su justo lugar en esa esfera de lo público. La ternura es un intento para que las “pequeñas cosas” signifiquen tanto como los “grandes acontecimientos”.
Ni qué decir de la importancia de la ternura para la vida cotidiana. No como una falsa, dulce o graciosa forma de ser, sino todo lo contrario. Como una capacidad para romper los “cascos”, las “mallas” y poder colocarse, inerme, frente a los demás; una forma de ser en donde cuente más la necesidad que la suficiencia, más la entrega que la desconfianza. Recordemos que una persona tierna es alguien “entregada”. Y entregarse significó primero “reintegrar”: volver a tener cuerpo, volver a formar parte de la comunidad.
(De mi libro Ser viento y no veleta. Pistas de sabiduría cotidiana, Kimpres, Bogotá, 2010, pp. 71-73).
“¿Y dónde están las montañas?”, se interrogaba a sí mismo el sobrino mientras miraba hacia abajo de la casa. Los árboles y las cercas de madera no dejaban ver el horizonte. Él, después de que había dado y recibido los abrazos de la tía y de una muchacha con dos niños que estaba ayudándoles por esos días, y de haber saludado al tío enfermo, se había sentado en una silla de plástico, y mientras le ofrecían algo de tomar miraba hacia el occidente de aquella edificación.
Aunque era una casa en el campo, le sorprendió la sensación de encierro. No escuchó por ningún lado el ladrido de los perros como tampoco los sonidos del glugluteo de los pavos.
—¿Y los perros?
—Uno de ellos se atoró y al otro le entró como el gusano. El último parecía con peste. Los tres se enfermaron cuando llegaron aquí.
La tía daba estas explicaciones sin salir de la cocina. Era una conversación a través del muro de ladrillo. Después apareció con un plato y, en su interior, pedazos de melón.
Mientras saboreaba la fruta, el sobrino pudo ver un gallo de gran porte, amarrado de una de sus patas con una cuerda de fique. El gallo iba y venía, tropezando, en un pequeño espacio alrededor de un guayabo altísimo.
—¿Y ese gallo?
—Ese lo trajimos de Capira. Tocó amarrarlo porque se ha tratado de volar varias veces —fue la respuesta de la tía—. El otro día casi no lo encontramos.
El sobrino se percató de que hacía abajo había un antiguo rancho para descerezar el café y una alberca fracturada. Al lado pudo observar otra casa llena de trastos viejos. Esas construcciones estaban abandonadas. Hacia la izquierda había unos pocos árboles de limón y pasando la cerca un naranjo agrio.
—Menos mal que aquí estamos cerca del pueblo —dijo la tía recogiendo el plato.
El sobrino dio las gracias y se puso de pie. Poco a poco empezó a recorrer la casa. Después le pidió a su mujer que lo ayudara a entrar unas cajas con un mercado que habían traído como presente y ayuda para el tío enfermo. Este era un ritual que el sobrino se sabía de memoria desde cuando niño iba a pasar vacaciones en Capira. Pero esta vez, las cajas permanecieron en un rincón, silenciosas, guardando en su interior la alegría de la sorpresa. Después el sobrino volvió al cuarto donde estaba postrado el tío enfermo.
El tío lo reconoció pero sus ojos ya estaban marchitos. Trataron de establecer una conversación pero las dos dentaduras postizas se negaban a obedecer la voluntad exánime del viejo. Noventa años y el Párkinson habían minado a este hombre, uno de los últimos habitantes de esas tierras ricas y prolíficas en café, en piña y en maíz. El sobrino le agarró los brazos y pudo notar que las manchas se habían multiplicado. Ya tenían la misma textura de las manos de la tía, aquella mujer que de tanto lavar al sol había adquirido esa tonalidad café oscura en su piel. Después le acarició el cabello; un cabello del mismo color del de su padre. Ese gesto hizo que el sobrino recordara los últimos días de su viejo, cuando en situación semejante, él trataba de ayudarle a mitigar su dolor o de servirle de caporal para entregarle la moneda al barquero, a ese que conduce la canoa hacia los confines de la eternidad. Aguijoneado su corazón por esa imagen, aprovechó que su mujer entró a saludar al enfermo y se retiró hacia el pequeño patio interior.
Uno de los hijos de la muchacha que les ayudaba al par de viejos, una niña no mayor a siete años, lo miraba con curiosidad. El otro niño, corría de lado a lado, saboreando una colombina gigante que le habían llevado de regalo. La niña circundaba al sobrino sin decirle nada. El sobrino dejó el patio y caminó hacia la entrada de la casa. Abrió la puerta que daba a la carretera y pudo ver al frente un barranco escarpado. Ningún vehículo pasó durante esos minutos. Allí se estuvo un tiempo tratando de esconderse del agobio de su memoria. Pero los recuerdos se juntaron con unas gotas de lluvia y prefirió cerrar la puerta y volver al patio.
—Por agua aquí si no hay que preocuparse —dijo la tía.
El sobrino entró a la pequeña cocina y observó el sancocho que les estaban preparando. Ese era otro ritual. Pero no sintió el olor y el crepitar de la leña o le pareció que ese ambiente no tenía el ronroneo de los gatos o el arrullo de las palomas. Súbitamente descubrió que faltaba el humo. No había humo en esa cocina y por eso le pareció que al sancocho le faltaba un ingrediente esencial.
—¿Y cómo siguió de su pie?
La mujer, mientras revolvía una vez más el sancocho, le contó al sobrino sobre su mejoría. La llaga que se le había complicado en el pie izquierdo y por la cual había tenido que abandonar meses atrás a su esposo y las tierras de Capira, ya parecía haber cicatrizado. Una leve estela morada quedaba en el empeine como recordación de aquella enfermedad.
—Estuve a esto, de perder mi pie. El poder de mi Dios y la ayuda de ustedes fue lo que me salvó.
El sobrino dejó la cocina y volvió a la silla. Se sentó y empezó a tener esa doble lucha de los recuerdos. De un lado estaba la imagen de su padre agonizante; de otra, la evocación de la tierra de su infancia. Los dos recuerdos parecían colosos en una contienda épica. La lluvia arreció y, con ella, la incisiva punzada de las evocaciones. Ninguna de las personas allí presentes podía ver esa contienda. Sólo el sobrino, sentado ahí, “no había zinc; las tejas no eran de zinc”, miraba con tristeza cómo una gallina, resguardándose debajo de un alero, era salpicada por las gotas de lluvia. “Las gallinas cuando llueve se tornan absortas”.
—Aquí está un adelanto —dijo la tía, entregándole otro plato.
Eran dos plátanos maduros asados. Y al lado de ellos una porción de pollo frito. Otro ritual. El sobrino agradeció las manos acuciosas de la tía, y cuando mordió el primer bocado de aquel alimento sintió que la memoria le seguía hiriendo su pasado. Ese sabor. Los plátanos sí sabían igual. Era el mismo sabor. Idéntico. Era el mismo sabor de los que le hacía la abuela “Ñoa” cuando él de niño estaba de vacaciones; el mismo sabor… la misma sensación exquisita. El mismo sabor de los que aún le preparaba su madre… Y la exquisitez de ese pequeño manjar se acentuaba al combinarlo con el sabor del pollo frito. Así fuera diminuta la porción.
—No había sino esos dos platanitos— dijo la tía, al ver el gusto con que el sobrino disfrutaba el pequeño bocado.
Y el sobrino dijo que no importaba, pero su memoria veía en el patio de la casa paterna, o en el patio de la casa de la Laguna o en el patio de cualquier casa de los habitantes de la antigua Capira que sobraban los plátanos. Que los cardenales, las mirlas y los azulejos los picoteaban hasta la saciedad, y que a ningún trabajador se le negaba su gajo de plátanos, y que abundaban las cachaqueras, y que una casa campesina sin cachaquera no es una casa digna, “¿y dónde está acá la cachaquera?, y que ese manjar era lo primero que se empacaba cuando él de niño volvía de las vacaciones, y que debía tener cuidado con la leche del plátano, porque mancha… Pero el alma del sobrino ya estaba manchada por esas historias, y esas enormes hojas de plátano ondean de manera hermosa cuando el viento las mece o sirven de sombrío cuando en medio de la nada se desgaja un aguacero….
Ahora arreciaba la lluvia. Ya era hora del almuerzo. Se improvisó un pequeño comedor y la visita se dispuso a compartir el sancocho. La charla se centró en la pasada hospitalización del tío y en las peripecias de esta enfermedad que desdibuja el pasado y merma las fuerzas hasta la postración.
—Él ya no puede levantarse. Toca para todo ayudarlo.
La tía permanecía al lado de los comensales compartiendo un alimento de palabra. Su voz estaba alterada por el llanto y se aferraba a su fe como una muleta poderosa.
—Mi diosito es el que me ha dado fuerzas.
El sobrino escuchó las risas de los dos niños que seguramente jugaban en otra habitación. Era solo la visita la que estaba almorzando en la mesa. La tía se mantuvo de pie acompañando a los comensales, invitándolos a repetir. El sobrino comió poco. Dentro de sí un malestar extraño le había mermado el apetito.
—El que vino a visitarnos hace poco fue Jaime con Campoelías…
Los nombres le sonaron familiares al sobrino pero no indagó en mayor información sobre el asunto. Apuró la última cucharada del sancocho y terminó el arroz. La yuca no le supo bien. Estaba dura. Muy dura. Dejó una de las presas del pollo y le sugirió a la tía que la juntara al “fiambre”. Ese era otro rito al cual se había acostumbrado el sobrino y los otros familiares que desde muchos años atrás vivían en Bogotá. Siempre que viajaba a Capira, siempre que regresaba de allá, las tías o la abuela, le preparaban un fiambre en el que había pollo frito, yuca, plátano, carne de cerdo frita y arroz. Arroz atollado, como le dicen los campesinos a ese arroz que incluye además de la alverja seca, la zanahoria y la papa en cuadritos, las menudencias picadas del ave. Ese fiambre era para traérselo a los otros familiares de la capital. Y ese presente se envolvía en hojas de plátano, soasadas previamente para hacerlas más maleables y para darle a tales alimentos un sabor inconfundible. ¿Pero dónde iba a conseguir la tía ahora con esa lluvia una hoja de plátano para envolver dicho fiambre?
—Yo he pensado que si Ulises muere —dijo la tía, empezando a recoger los platos— lo mejor será empacar mis trapos e irme para Cambao. Al menos allá tengo familia.
El sobrino tuvo con esas palabras una revelación. La tía no volvería a las montañas de Capira. Ella, en su corazón, ya había dejado atrás los caminos y los aguacatales, los guásimos y el canto de los pájaros, ella ya no quería volver atrás para escuchar por la noche el croar de las ranas y el sonido adormecedor de los grillos. Y al decir esas cosas, al hacerle esa confesión al sobrino, la mujer estaba señalando también que el último de los habitantes de Capira tampoco podría ver de nuevo su tierra natal. Y que Caracolí, La Guásima, La Ceiba, los cultivos de maíz y de yuca, al igual que los potreros y las palmeras eran cosas del pasado. Que al tío lo único que le quedaba eran las manos caritativas para ayudarlo a levantar y darle de comer.
—¿Y quién va a cuidar de la casa?
La pregunta del sobrino se encontró con la espalda de la tía. Ella volteó la cabeza y haciendo un gesto de preocupación o asombro le manifestó su incertidumbre.
—Sé que por allá está Don Manuel. Ahí me pidió permiso para echar unas reses. Pero que debía primero desmontar ese potrero. No sé qué hacer…
Cuando la tía hacía esas preguntas, el sobrino sabía que ofrecer un consejo era una especie de primeros auxilios para la mujer. Don Manuel era un vecino de una finca cercana y durante el tiempo de salud del tío había tenido negocios en compañía y cultivos en común. Después, con la larga enfermedad del tío, se mostró solidario y fue, por decirlo así, la gran ayuda para la anciana mujer, sola y enfrentada a la dureza de esas tierras.
—Lo importante es no dejar enmontar esos potreros o dejar que se caiga la casa.
La respuesta del sobrino salió más de su corazón que de su boca. Desde que había llegado a esa casa de puertas rojas se sintió extranjero. Él lo que anhelaba era llegar a la casa de sus mayores, a la casa de patio amplio, a la casa rodeada de totumos y naranjos, “¿y el avión, el totumo que era un avión cuando jugaba de niño, dónde está?”, a la casa de puertas pintadas de color naranja. La casa que se divisaba desde el camino real, la casa blanca y de teja de zinc, la casa donde había transcurrido buena parte de su infancia. Por eso la respuesta salió más como una súplica que como un consejo. Porque el sobrino no quería que el olvido sepultara al marañón que lo había salvado de una bronquitis perniciosa, y menos a la primavera que abría sus ramas como si fueran brazos para el que llegaba, ni a los guanábanos ni a los mirtos que eran la antesala de la extensa platanera que bajaba hasta la mata de guadua y de ahí seguía, interminable, hasta la arboleda virgen de Aguasclaras.
—Lo mejor será decirle que desmonte y luego él mire qué puede darme por el alquiler de esos potreros.
La tía concluyó esa frase de manera triste. Era la respuesta de una mujer sola, sin fuerzas. De una mujer que sin un hombre fuerte a su lado ya se sentía sin esperanzas. La tía respondió como aprenden a ir contestando los viejos asediados por la evidencia de la resignación.
—A eso de las dos nos vamos —anunció el sobrino—. Para evitar que nos agarre el trancón a la entrada de Bogotá.
La afirmación cogió a la tía con los últimos platos del almuerzo. Ella dijo a los invitados que no había de qué preocuparse. Que ya no tenían las angustias de antes, cuando debían salir con varias horas de anticipación para llegar a la carretera. Pero al sobrino le pareció que la mujer no entendía bien el asunto: que cuando él iba a Capira lo bueno era precisamente bajar y subir montañas, sentir la brisa en su cara refrescándole el sudor, ir siguiendo las pistas de su memoria entre los árboles y las piedras de los diversos caminos. Que a él no le importaba la comodidad sino ese esfuerzo por llegar a la cima, a donde vivía la señora Josefina y ver, al fondo, el sinuoso río Magdalena, y apreciar las caderas de la montaña de Lomalarga y adivinar allá, entre el follaje espeso, la casa de puertas naranja, y constatar el humo saliendo entre los árboles y observar, más al fondo, las palmas, y escuchar una y otra vez el ladrido de los perros. Eso era lo que le fascinaba de sus viajes a esta tierra magnífica.
—Pero es mejor irnos tempranito.
El sobrino volvió a instalarse en la silla de plástico. Alrededor de él comenzaron a desfilar varias mujeres. Los niños estaban ahora almorzando en una pequeña mesa que estaba hacia la mitad del patio interior de la casa. La niña comía por etapas, sin perder de vista al sobrino. Un camión de juguete, al que le faltaba las ruedas delanteras, estaba tirado al lado de un canasto. La lluvia amainó un poco. El sobrino se levantó para ir a visitar nuevamente al tío enfermo.
Entró a la habitación y volvió a tomar entre sus manos los brazos del tío. El viejo adivinó que era un gesto de despedida. El sobrino sacó un dinero para regalarle. El tío le dijo, con señas, qué cuanto era. El sobrino le dijo el valor del billete varias veces. El tío le agradeció y, como en los viejos tiempos, guardó ese dinero en el bolsillo de la camisa. Luego volvió a palpar con las manos temblorosas el bolsillo varias veces, como para tener la certeza de que ahí, al lado de su corazón, quedaba ese dinero.
—Cuídese tío.
Después de los abrazos de despedida, del llanto ritual de la tía, el sobrino y la comitiva se acomodó en el automóvil. La llovizna menuda también estaba presente en ese otro ritual. El sobrino volvió a mirar a la tía y a la muchacha que les ayudaba en las labores de la casa. Se detuvo por unos segundos en los niños. Ellos también se despedían moviendo las manos. El más pequeñito seguía chupando la enorme colombina.
Determinados cuadros nos gustan o nos interpelan por la composición, el colorido o la temática. Están de igual modo, aquellas obras que la crítica de arte ha ido convirtiendo en referentes obligados de un autor, un estilo o una época específica. Y hay también cuadros que nos seducen por la manera como el pintor plasmó en ellos una convicción religiosa. Me refiero al lienzo “La sombra de la muerte” de William Holman Hunt.
El cuadro está centrado en la figura de Jesús, el Jesús histórico. Recrea la imagen de un hombre, hijo de un carpintero, quien después de hacer su faena diaria toma un tiempo para hacer la oración vespertina. Tiene los brazos en alto, en la actitud de orar de los orientales, y realiza este gesto en su entorno habitual, en medio de los útiles del carpintero. Hasta aquí no hay nada extraordinario. Quizá la minuciosidad con la que Hunt pinta los objetos y el ambiente; de pronto, el esmero con que el artista inglés detalla las prendas de vestir y cada uno de los elementos del taller. Sin embargo, lo que llama la atención es la sombra que proyecta este cuerpo de torso desnudo sobre la pared del cuarto. Observamos cómo la penumbra de los brazos en alto del carpintero parece adherida a una tabla en la que están organizadas las herramientas de su oficio. La sorpresa que produce esta sombra es semejante a la de la mujer del cuadro que, de espaldas al espectador, se admira de aquel hecho fortuito.
La sombra, lo sabemos por Jung, tiene una relación profunda en nuestro psiquismo con lo aplazado, con aquello que forma parte esencial de nosotros y, sin embargo, no asumimos y, por alguna razón, hemos postergado o eludido de manera inconsciente. Esta carga simbólica de la sombra se hace más fuerte en la pintura porque ella hace las veces de premonición, de vaticinio sobre la vida de Jesús. Hunt aúna tres tiempos en este cuadro: el pasado de las profecías, el presente de un momento cotidiano de plegaria y el futuro de la pasión de Cristo. De allí proviene la sorpresa y esa es quizá la causa de la fascinación de esta obra.
Es claro que este efecto no es posible sin la perfección buscada por Hunt y “La hermandad” de los prerrafaelistas. El ideario de estos pintores ingleses se puede evidenciar en los colores puros empleados, en el tratamiento concienzudo de los detalles y en un esfuerzo por evitar el claroscuro. Fue ese afán de percibir la realidad sin cortapisas lo que llevó a Hunt a viajar y vivir en Jerusalén y entrevistar a viejos carpinteros de Belén para tener datos de primera mano sobre las herramientas tradicionales y sobre el ambiente con los cuales lograra dotar su lienzo de un realismo capaz de suscribir las ideas de John Ruskin: “captar las cosas es aprender a experimentarlas directamente”. Pero no fue solo eso. También cuenta la carga simbólica y alegórica con que Hunt llenó de indicios su obra: el arco de una de las ventanas hace las veces de aureola sobre la cabeza de Jesús; están al fondo del cuarto las cañas que podrían prefigurar el cetro usado como vejamen; sobre una repisa hay dos granadas, símbolo de la pasión, y está la cinta de color escarlata que preludia la corona de espinas. Estudiosos como George Landow ha inferido que la mujer de espaldas es María, la madre de Jesús, y que la revelación de esa sombra es como una segunda “anunciación” sobre el destino de su hijo. Todas estas alusiones y el trabajo del artista sobre la luz coadyuvan para crear una escena realista y hondamente simbólica.
Según William Gaunt, en su libro El sueño prerrafaelista, “el espíritu pío de los nazarenos alemanes se reveló de manera exaltada en Hunt”; lo que anhelaba este pintor era “ser fiel tanto a la religión como a la naturaleza”. Se trataba de una fe profunda, de un misticismo, del cual dan cuenta otras de sus obras, como “La luz del mundo” y “El chivo expiatorio”. Aunque es en “La sombra de la muerte” donde Hunt mejor expresa su convicción de que al pintar cumplía con “un deber religioso”. No obstante, más allá de estos asuntos personales, lo que sigue interpelándonos hoy de esta pintura ―al menos para mí― es el poder revelador de la sombra, el papel insinuante de ese símbolo sobre la vida o el destino de un hombre. Es posible que, como en este cuadro de William Holman Hunt, muchas de nuestras actuaciones diarias proyecten una penumbra sobre nuestro futuro, invisible para nosotros, pero sorprendente y legible para los demás.
Desde ya hace varios años colecciono gallos. Figuras artesanales o de diverso material como el vidrio, la madera, la piedra, el cobre, la cerámica, la plata u otro metal. Aunque ya me considero un coleccionista, lo cierto es que no supe bien cuándo empezó esa predilección por dichos objetos. Lo cierto es que, poco a poco, ha ido creciendo “la gallera” y, el grupo familiar o los amigos ―bien sea para mi cumpleaños o para las fiestas navideñas― tratan de sorprenderme regalándome una de esas estatuillas.
He indagado el porqué de esta predilección. Una primera causa, quizá la más íntima, es que esté relacionada con el hecho de haber nacido en el campo. Tengo vivo el recuerdo del canto nocturno de los gallos, su cacareo claro y repetido, a la manera de un relevo de sonidos, propagado a lo largo de las casas ubicadas en la vereda de “La Laguna” o de “Capira”. Ese recuerdo es una imagen fundacional. Y pienso, por eso mismo, que terminó filtrándose en mi poesía, en los primeros versos contenidos en mi libro inédito Homo erectus. Era inevitable. Esa voz, escuchada siempre a la madrugada, me permitía adivinar que el sol ya despuntaba por las montañas de “Lomalarga” y saber que, aunque todavía era de noche, seguramente mi madre ya estaría encendiendo el fogón y mi padre daba inicio a las tareas campesinas. Tal vez no fuera siempre así, pero el canto de los gallos está vinculado con esa escena de mi niñez, con esa marca autobiográfica.
Quizá por esa razón, no me fue difícil comprender después uno de los simbolismos más socorridos del gallo: la de servir de mediador entre dos realidades. Un símbolo puente. El gallo anuncia el nacimiento de otro estadio, de una condición diferente a la que se está. Por eso, fue un símbolo de Cristo, y, por eso también, ha sido visto como un emblema de la resurrección o del triunfo de la luz sobre la noche. Después supe y averigüé que el gallo era de buen augurio para las parturientas, que servía de emblema a los predicadores y profetas, que se usaba como veleta en los tejados para invocar su protección y vigilancia y que era uno de los atributos de Hermes, el dios mensajero y patrono de los comerciantes. Con el paso del tiempo, me di cuenta de la riqueza simbólica de esta ave y de cómo ha impregnado a muchas culturas. Pero volvamos a mi colección de gallos. A este gusto por atesorar dichos objetos particulares.
Cuando miro mi “gallera” lo primero que evidencio es la heterogeneidad de formas y colores en esas figuras. Pienso, en consecuencia, que el mayor gusto del coleccionista consiste en atesorar la diversidad, en apreciar y tener las distintas manifestaciones de determinado objeto. Son los matices mediante los cuales artesanos y artistas esculpen, pintan, tallan o colorean una obra ―confiriéndole en cada caso una particularidad―, los que, precisamente, dan sentido al motivo esencial del coleccionista: tener una gama de variaciones sobre un mismo asunto, disfrutar de esa diversidad plasmada en formas, estilos, decoraciones, diseños, al igual que de su distinta procedencia o su época de elaboración. Si hay algo que busca el coleccionista es acumular diversidad, y su mayor triunfo consiste en adquirir o recibir un objeto diferente, “raro”, una “pieza-trofeo” de esas que hablara Walter Benjamin en el testimonio sobre la adquisición de su biblioteca.
De allí que la decepción del coleccionista se dé cuando recibe un objeto repetido. Lo que espera siempre es adquirir o conseguir una versión, una propuesta diferente de aquello que colecciona. Tal condición pone en aprietos a familiares y amigos del coleccionista porque a medida que aumenta la colección será más difícil saber si el presente comprado en un almacén lejano es uno de los objetos duplicados del coleccionista. Y allí está también el esfuerzo de la búsqueda del viajero. Si desea sorprender al familiar o al amigo habrá que caminar muchas calles, mirar en varios anticuarios, explorar en tiendas secretas, preguntar y preguntar a desconocidos, hasta hallar una pieza singular, así sea elaborada con los más humildes materiales pero llena de originalidad y dotada de esa identidad de las obras únicas. Esa aura, seguramente, será el mayor tesoro valorado por el coleccionista.
Por lo demás, el coleccionista guarda con los objetos el sentimiento o la microhistoria de su procedencia. A través de ellos, mediante una emanación mnemotécnica, logra evocar las situaciones o a las personas relacionadas con esas figuras. Al tomar los objetos se genera una especie de sortilegio mágico, así como en el cuento de Aladino y la lámpara maravillosa, y podemos ver un rostro, una época, una fecha determinada. Sirvan estos ejemplos: en el primer estante de “la gallera” (una vitrina de cuatro niveles) escojo al azar y constato que hay un gallo en cristal macizo que mi entrañable Penélope me trajo de México; otro más que compré en Chile, cuando venía de mi primer viaje a Buenos Aires; hay uno, en plata, que me obsequió Sor Sofía Cisne cuando estuve con Luis Eduardo Castaño ayudando a construir proyectos educativos en El Salvador y Guatemala. Está otro que me regaló mi madre, hecho con plumas naturales, y que más tarde Hernando Rodríguez, un carpintero amigo, le hizo un hermoso pedestal en cedro. También hay uno, con colorido expresionista, elaborado por Hernando Zambrano, uno de los reconocidos talladores de madera de Pasto. Y la lista puede seguir. Basta abrir la vitrina y en cada escaparate, a partir de los gallos allí organizados, emergen la fraternidad, el amor, el agradecimiento o el relato de una búsqueda o un viaje hecho en el pasado. Esos objetos son, por decirlo así, otra autobiografía, un testimonio macizo de mis vínculos personales o un registro de mi caminar por tierras extrañas.
No pertenezco a los coleccionistas maniáticos analizados por Jean Baudrillard. Colecciono estas figuras más por una estética personal que por un deseo de ostentación o prueba de riqueza. A veces lo que me seduce es el acabado de uno de esos objetos; en otras ocasiones, es el material que ha servido de base lo que me impacta y me lleva a adquirirlo. Pesa mucho en mi valoración el diseño, la pericia del artesano, la sutileza de un detalle, la creatividad del artista para impregnarle a una madera, un metal o una piedra, cierto toque especial que, al igual que Pigmalión, las dota de una vida, las transforma de cosas banales en obras llenas de significado. Eso es lo que me anima y me conmueve. Y, por supuesto ―ya lo decía antes―, cuando estos objetos han sido un obsequio, se tornan valiosos por las personas que me los han regalado. A través de ellos, mediante una metonimia maravillosa, las cosas hacen las veces de las personas. Hablan por ellas. Dicen en su lenguaje mudo que mi ser ha sido importante para alguien, que a pesar de la distancia o el tiempo, algunas de mis acciones logran el agradecimiento perenne en la mente de determinadas personas. Cada uno de esos gallos cumple la función de heraldo del afecto. Cantan, así sólo sea audible en los rincones de mi corazón, la certeza de la amistad, del amor, de la complicidad o los sueños compartidos.
Al considerarme un coleccionista aficionado sé que nunca terminaré mi tarea. “La gallera” sigue abierta como mi propia vida. No es mi sueño acaparar todos los objetos o piezas existentes. Sé que, además, sería imposible. Me conformo con esta alectrofilia íntima, de pronto compartida con los más cercanos. Es probable que haya en esta pasión una resonancia de la entretención lúdica de mis primeros años por atesorar las piedras más redondas que encontraba en caminos y quebradas, o que sea la persistencia inconsciente de mi espíritu por mantener vigente y soleada la tierra feliz de mi infancia.
Hay ocasiones en que cobran mayor intensidad los recuerdos. Se vienen con toda su fanfarria y desplazan la atención y las ocupaciones del presente. Tal irrupción puede ser ocasionada por una charla ocasional, la escena de una película, la casual escucha de una canción o el encuentro inesperado con un objeto casero. Es como si los recuerdos tuvieran un campo de irradiación que, al ser tocados por un hecho insignificante, emitieran un sonido audible solo por nuestra memoria. Porque esa es otra particularidad de esta intrusión del pasado: únicamente tiene significado para una conciencia particular. Los recuerdos se muestran silentes para los demás, pero bulliciosos y con rostro propio para una persona específica.
A veces, lo que viene como una oleada es la presencia de un ser querido fallecido ya hace varios años. Su voz o sus gestos reaparecen diáfanos, vívidos en nuestra mente; recuperan, por decirlo así, una fuerza escénica que pone nuestros sentidos alertas y hace que los sentimientos ocupen la totalidad de nuestra atención. En esos instantes o durante ese tiempo recuperamos del ser perdido su esencia vital. Reaparece su presencia en una etapa o en una situación específica de nuestra vida. Puede ser en la infancia o durante nuestra juventud. Quizá en un período de la edad adulta. Sea como fuere, lo que el recuerdo nos devuelve es una fotografía instantánea de un vínculo, de un lazo afectivo que se mantiene intacto a pesar de los años o sobrenadando los mares del olvido.
Pero lo más interesante de esas apariciones es que despuntan en nosotros una carga emocional que bien puede llenarnos de regocijo o ponernos nostálgicos. Nos regalan la alegría de recuperar por unos minutos la persona fallecida y, a la vez, nos reiteran la evidencia de su pérdida. Tal ambigüedad es la que genera en nuestro espíritu esa doble sensación de festejo y tristeza, de cercanía y lejanía, de reencuentro y despedida. En todo caso, esos recuerdos nos tornan frágiles. Abren de nuevo álbumes que parecían olvidados y hacen audibles voces enmudecidas por el martilleo incesante de la vida cotidiana.
Es tal la fuerza de esas inesperadas remembranzas que logran sacarnos de sí; provocan una especie de dimensión extraña en la que, como si fuéramos pasajeros estelares, viajamos a épocas pretéritas. Son una cabal ensoñación, con todo lo que ella tiene de carga emocional y despliegue de la imaginación. Al acceder a esos recuerdos experimentamos una genuina vivencia. Somos transportados y transformados por esa fuerza rememorativa, así sea durante unos minutos. Sin embargo, el impacto es tan fuerte que todo nuestro psiquismo queda conmovido, al igual que las réplicas de un terremoto de gran magnitud.
Claro está que esas súbitas apariciones no pueden ser provocadas a voluntad ni emergen en todo momento. Hay un cierto capricho en la forma de manifestarse. Son determinados hechos, específicas actitudes, singulares comportamientos. Dichos recuerdos operan de manera diferenciada, quizá en la misma proporción de la impronta dejada por esos seres amados en nuestra existencia. Puede tratarse, entonces, de una particular manera de relacionarnos con un padre, o el modo singular de enfrentar la vida de nuestra progenitora o las originales manifestaciones de cariño prodigadas por una pareja o el saludo inconfundible de algún hijo. Son esas cosas y no otras las que de pronto retornan a nuestra memoria.
Es probable que la creencia en las almas o en las ánimas esté asociada a este inesperado modo de surgir del recuerdo. Nace de mantener vivos en nuestra memoria aquellos seres que han formado parte esencial de lo que somos. Es una especie de tributo de la especie a sus antepasados. Y tal como hay una memoria genética contenida en nuestros cromosomas, de igual modo el recuerdo cumple ese papel de ligar nuestro presente con el remoto ayer. Sin embargo, y aquí está lo interesante, esa memoria es selectiva. Solo van guardándose aquellas marcas fundacionales que nos constituyen, esas huellas esenciales de nuestra identidad. Y son esas improntas las que conservan intacto su verdor, su frescura rememorativa. Esos recuerdos terminan impregnando nuestra piel y nuestra mente como cicatrices que nos acompañarán hasta el final de nuestra vida. Lo demás, se irá perdiendo poco a poco o diluyéndose con el pasar de los días.
Tal vez por eso son tan preciados estos momentos en que despuntan aquellos recuerdos. Porque nos confirman que esas personas siguen vigentes y rotundas en nosotros, porque muestran su jovial contextura a pesar del tiempo transcurrido, porque continúan renovando lo fundamental de un vínculo filial o amoroso. Lo imprevisto de esas evocaciones nos certifica la valía del legado recibido y, al mismo tiempo, muestra el temple de nuestro corazón para salvaguardar dicha herencia.
Para ensayar primero hay que retomar temas sencillos, temas-becerradas, para luego lidiar a novillos y así poder enfrentarse a toros miuras de mayor peso y más peligro. Para hacer un buen ensayo “hay que haber tomado la alternativa”.
Advirtamos, de una vez, que la valentía del ensayista estriba en no lanzarse a la loca, es decir, escribir lo primero que se le venga a la cabeza; no se trata de mero “arrojo”. Hay que sumarle a ese impulso el “conocimiento”, la verdadera valentía.
De la misma forma, hay que hacer pruebas preliminares: llevar el tema al “tentadero”: qué sabemos de él, qué tan solventes estamos, qué dificultad entraña, con qué fuentes nos movemos. Esos “tientos”, son la investigación previa del ensayista torero. Parafraseando lo que decía Paquirri, “hay que enseñarle al tema a embestir como tesis”. Los temas en sí mismos no son tesis. El buen ensayista es aquel que le enseña al tema a comportarse como tesis.
Después tiene que “cambiar la seda por el percal”. Cambiar el capote de paso o lujo por el de brega. Este cambio me parece clave: pasamos de la información previa, del desfile por autores, citas y otras fuentes de consulta, a la lucha directa con el tema, al enfrentamiento directo con el toro.
Y así como en una corrida todo gira alrededor del toro, así en un ensayo, todo debe gravitar alrededor de la tesis. La tesis es la fiesta del ensayo. Si no hay toro no hay lidia, dicen los sabidos en tauromaquia; sin tesis no hay ensayo, decimos los que andamos en la lidia del ensayo.
El ensayista, al igual que el torero, debe poseer temple: no lanzarse en los primeros párrafos a decirlo todo y quedarse sin nada para el resto de la lidia. Y del mismo modo que hay temas que lo obligan a aumentar su velocidad; otros, lo instan a dosificarles la fuerza de su embestida.
Los párrafos iniciales se emplean para “fijar” o sujetar el tema. Es la brega del ensayista para que el tema responda a su propósito. Lo mejor, en estos casos, es entrar pronto a la tesis, no demorarse. Los temas que se “tardan” anuncian ensayos de baja calidad; hay que lograr que el tema se “humille” cuanto antes, que no levante el hocico de la arena, que meta el morro dentro del propósito o la tesis. También es recomendable terminar esos primeros párrafos con alguna media verónica, para que obedezca a la intención del ensayista.
Los temas para convertirse en tesis deben tener “fijeza”; es decir que presenten desde el inicio un viaje fijo sin distracciones o digresiones. No hay que hablar de todo y de nada. No hay que “desparramarse”. Hay que templar el tema, sin que llegue a “inclinarse” por cualquier lado. No hay que dejar que el tema “salga suelto”; muy por el contrario, el buen ensayista hace que el tema se “aquerencie” en el centro del ruedo y acuda a cualquier cite. Además, no hay que permitir que el tema se nos “raje” desde el inicio, que no se nos vaya a las tablas o a los chiqueros. Hay que lograr que el tema no tenga “querencias” muy marcadas por las tablas, que podamos abrirlo hacia el centro de la plaza.
Semejante a los pases ayudados, dígase lo que se diga, la lidia en el ensayo consiste en no mover la tesis. Algo así como torear con suertes de “estatuario”: es decir, mantenerla con los pies juntos mientras se dan o se presentan los diversos pases argumentales.
Otra cosa: así como existen toros burriciegos: que ven de lejos pero no de cerca, de igual modo hay ideas “burriciegas” que parecen muy buenas de lejos, pero al empezar a capotearlas descubrimos que son inútiles o más difíciles de manejar de lo que pensábamos. Las ideas hay que torearlas con pases naturales: ni tan cortas, que parezcan telegráficas, ni tan largas que no se sepa a dónde llevan o cuál es su cometido.
Preferiblemente, en el último párrafo no se debe usar el descabello, no meter una frase y otra, como si no fuera suficiente la estocada o idea final que nos interesa dejar en la mente de nuestros lectores. El último párrafo no debe necesitar de ningún verduguillo, ni mucho menos echar mano de la puntilla.
Concluido el ensayo, terminada la corrida, son los lectores quienes dictaminarán la calidad de nuestra lidia ensayística. De ellos dependerá, si sacan los suficientes pañuelos blancos, que pidan a la presidencia de la plaza las orejas, o tengamos la suerte –con su relectura– de premiarnos con la vuelta al ruedo. Y si nuestro ensayo gusta tanto, a lo mejor, será recomendado a otros y así, de alguna manera, podremos en verdad ser sacados en hombros por la puerta grande. Desde luego, el mismo público, puede gritarnos o silbar nuestra lidia, bien sea abandonando la lectura de nuestro ensayo o condenándonos al más absoluto silencio. La lidia del ensayista puede terminar en las palmas, los pitos o el silencio despectivo. Es la buena faena de escritura la que provocará en los lectores el disgusto, la censura, el abucheo, las ovaciones o las palmas.
—La vez que leí en dos días, si mal no recuerdo, La muerte de Virgilio de Hemann Broch.
—¿Un cuento o una novela?
—Una novela en la que se combinan la poesía, el ensayo, la reflexión política y estética…
—¿Y qué fue lo que le sucedió?
—Primero que todo hubo una sintonía con esa obra. Estaba en el sótano de la librería Lerner indagando por otros libros, en compañía de mi amigo Carlos Paz. Por aquel entonces yo estudiaba derecho pero ya tenía metido en el corazón el deseo de retirarme y dedicarme completamente a la literatura. Sin embargo, me seguía atrayendo la política y, especialmente, la lógica jurídica y la teoría de la justicia. Mi amigo Carlos Paz, por casualidad, halló este libro y empezó a hojearlo. Encontró un parlamento y me llamó para leérmelo, como acostumbraba hacerlo, en voz alta. En ese párrafo él encontraba argumentos para que yo no dejara el derecho, para que siguiera estudiando leyes. Yo le arrebaté el libro y miré al azar otras páginas adelante. Leí mentalmente otro párrafo, e inmediatamente le contesté a Carlos, citando en voz entonada aquél apartado que contradecía y defendía a la poesía y su no contaminación con la política. Tanto mi amigo como yo estábamos maravillados. Así estuvimos varios minutos hallando en ese texto argumentos y contraargumentos a una decisión que venía madurando en mi conciencia.
—¿Y qué pasó luego?
—Pues compré el libro y salimos a la calle 13. Conversamos un poco más sobre el asunto con Carlos pero la obra me sedujo y yo lo que quería era devorarla de principio a fin. Supongo que en el taxi que detuve seguí mirando el texto de pastas verdes oscuras. En las solapas de la portada y la contraportada me enteré de quién era Hermann Broch y una síntesis apretada del contenido de la novela. Palabras más, palabras menos era una ficción sobre los últimos días del poeta Virgilio con el manuscrito de La Eneida en un cajón y su deseo de quemarla o conservarla.
—¿Y qué sucedió después?
—Llegué a la casa, comí algo ligero y me dispuse a devorar ese manjar de más de cuatrocientos cincuenta páginas. Creo que esa noche seguí de largo. Tengo viva esa emoción y ese conflicto entre Augusto y Virgilio; tengo presentes poemas y largos disquisiciones de los dos personajes principales. Recuerdo que me aprendí de memoria un apartado que dice: “Erguido es el hombre. Él solo. Pero se tumba para descansar, amar y morir”. Esta cita la utilicé luego como uno de los epígrafes en mi libro Homo Erectus en el que venía trabajando por aquellos años. Lo cierto es que amanecí conectando con el libro. Sé que me bañé de afán, me preparé algo de desayuno y seguí leyendo, dejando de lado mis clases de derecho. Ese día no asistí al Externado de Colombia. Estaba encandelillado por la prosa poética de Broch. Fascinado. Durante todo el día continúe leyendo y hacia el final de esa noche terminé la novela. No sentía cansancio, ni remordimiento por no asistir a clase.
—¿Y eso le pasa con todas las novelas que lee?
—Por supuesto que no. Creo que la novela llegó en un momento clave de mi vida. Y dado que ponía a circular mis dudas, mis inquietudes y mis anhelos, entonces, como que había un ambiente propicio para ese encuentro.
—¿Podríamos decir, en consecuencia, que la experiencia estética requiere de ciertas condiciones para darse?
—Yo creo que sí. O mejor, si no hubiera estado viviendo esa situación vital pues, quizá, no hubiera tenido la misma resonancia, el mismo eco interior. Creo que influyó también que el conflicto de fondo de la obra era entre la política y el arte, que en últimas era mi mismo dilema.
—¿Había, por decirlo así, cierta identificación?
—De alguna manera. Eso es fundamental. Si no hay ese vínculo o esa relación es muy difícil que se tenga una experiencia estética. Por eso son tan claves los rituales, los contextos, las condiciones previas para que una obra logre “tocar” a un lector o a un espectador. Pienso ahora en algunas de las salas y en la iluminación del museo de El Prado. Y esas largas sillas de madera puestas estratégicamente para vivir a plenitud la contemplación. Obvio, si hay todo eso pero falta una zona de afectación en el lector o en el espectador pues lo más seguro es que no se dé o se produzca parcialmente dicha experiencia.
—¿Suena un poco complejo todo esto?
—En la práctica es bastante sencillo. Asistes a ver una película (no lo haces con la intención de tener una experiencia estética), pero en la medida en que va proyectándose la cinta hay asuntos, diálogos, personajes, ambientes con los que te vas identificando (mímesis, las llamaba Aristóteles) y, entonces, poco a poco, dependiendo de ciertas condiciones y marcas personales, terminas con los ojos llenos de lágrimas o con el corazón con ganas de explotar dentro de tu pecho.
—¿Por qué hablas de ciertas marcas personales?
—Porque puede suceder que tú salgas conmovido, transformado y emocionado hasta el tope y otros asistentes a la sala apenas les haya parecido una película muy semejante a tantas otras. Eso que te cuento lo viví con Muerte en Venecia de Visconti. Estuvimos en cine varios amigos, y que yo sepa sólo a mí me afectó tanto la lucha de Aschenbach buscando a Tadzio en medio de la peste en Venecia. Quizá porque yo en esa época estaba en esa búsqueda. Quizá porque los creadores de arte andan como él buscando la belleza.
—¿Qué otra condición sería clave para tener una experiencia estética?
—Te repito que este es mi caso. Puede que con otras personas sea diferente. Porque en últimas, y esa es la fuerza fascinante del arte, es que en cada persona es diferente. Pero, volviendo a tu pregunta, me parece que para darse la experiencia estética se requiere una especie de concentración o entrega a una obra específica. Fíjate que en el caso de la novela de Broch estuve metido en ella durante varias horas sin “desconectarme”. Rompí con la rutina de estudio y me entregué a esa novela como mi única preocupación. El resto desapareció o quedó como un brumoso telón de fondo. Y en el caso de la película de Visconti recuerdo que después de haber caminado varias cuadras conversando con los amigos, después de haber compartido varias cervezas en “El griego” hablando sobre el film, llegué a mi casa y me concentré en mi diario a escribir sobre esa cinta. Es más, de allí salieron varios textos titulados “Buscando a Tadzio”. La idea era seguir conectado con la película. Y al otro día busqué la novela. Porque aunque yo ya había leído José y sus hermanos, aún no había devorado esta obra de Thomas Mann.
—¿La experiencia estética es más asunto de intensidad que de cantidad?
—Creo que sí. Supongo que hay personas que alcanzan esa intensidad en pocos minutos y otros que requieren de una mayor exposición para alcanzar dicho estado.
—¿Se me ocurre ahora que algo semejante ocurre con el arrebato de los místicos?
—En algo se parecen esos dos estados. Por eso para los místicos es tan importante el ayuno y la meditación. Es muy difícil tener una experiencia estética o una experiencia mística sin concentración, sin una atención imantada desde un único punto. Todos los sentidos se convierten en aliados o están enfocados hacia esa obra o hacia aquello que ha capturado la médula de nuestro interés.
—¿Cabría mencionar otras características de la experiencia estética?
—No sé si será otro rasgo, pero por tratarse de una experiencia, debe involucrar los sentidos, las emociones. Por eso Hans Robert Jauss consideraba que la base de una experiencia estética estaba en la aisthesis, en los sentidos. Es a través de los diferentes sentidos como entramos en contacto con una obra de arte. Oído, vista, tacto. Y si los sentidos no están educados, si no han estado expuestos a este tipo de manifestaciones seguramente no atraparán su atención. No sobra recordar que los sentidos se educan. Y cuando los sentidos se forjan, cuando están expuestos a estas manifestaciones del arte, les será más fácil reconocer dichas manifestaciones y provocar la conmoción o el entusiasmo el en lector o el espectador. Por supuesto, ese trato continuo se convierte en experiencia, es decir, en memoria, en historia personal. Creo que la experiencia estética en este sentido cambia o se transforma según el caudal de experiencia del lector o el espectador. Lo que hace ese caudal es preparar de mejor manera los sentidos para apropiar o percibir una obra de arte.
—¿Y no habría una experiencia estética natural, por decirlo así?
—Supongo que sí. Pero alguien, una persona o una comunidad, debió ayudar a valorar ese paisaje o esa música como algo valioso o importante. Por eso creo que dependiendo las culturas cambian los criterios para valorar estéticamente una obra artística.
—¿O sea que uno aprende a tener experiencias estéticas?
—Entiendo que una experiencia, cualquiera que sea, implica pasar los sentidos y las emociones por el cedazo de la reflexión. Y, al hacerlo, se vuelven memoria, memoria encarnada. En este sentido, se aprende una disposición y un sentido de la experiencia estética. Así como en el gusto. De allí el valor de la educación y los procesos formativos en la familia o en espacios como la escuela…
Sorprende que los estudiantes de pregrado y posgrado sigan creyendo que el único medio de aprender en una universidad es el espacio regular y curricularizado de un programa o una carrera. Tal desatino en la comprensión de la educación superior, se torna más dramático si los mismos aprendices reclaman de las instituciones universitarias una formación integral y de alta calidad.
Tal vez una primera razón a la poca atención y compromiso con los otros espacios de aprendizaje ofrecidos por la universidad (eventos artísticos, cineclubs, conferencias, foros, exposiciones, simposios…) estribe en una marca de escolaridad tan dañina como falaz: aquella de suponer que los asuntos en donde no hay calificación o que están por fuera de un salón de clase son de menor valía o de secundaria importancia. Que esas actividades son cosas desechables o eventos a los cuales no hay que invertirles ni dinero, ni tiempo, ni dedicación. Ese atavismo de entender así la educación reduce la formación del ser humano a una única dimensión o, siendo más precisos, a lo que pasa o se ofrece en una limitada aula universitaria.
Desde luego en esto hay una falta de perspectiva de los estudiantes. La universidad no es la continuidad del colegio. Más bien es una ruptura, un cambio de mirada. La universidad es una invitación a entrar en contacto con lo universal, con lo diverso, con la pluralidad del pensamiento. Y es también un ámbito para investigar, para explorar, para dejarse habitar por las múltiples maneras de aprender. Si un joven o un adulto participan en verdad de la universidad necesitan romper con el cascarón de ser unos aprendices por hora y por asignatura; y deben, por el contrario, exponerse abiertamente a las múltiples ofertas culturales que la universidad dispone a los moradores de su campus formativo.
Otra posible causa de esta apatía o desinterés de los alumnos a este menú ofrecido en las márgenes, en espacios alternos, en eventos no regulares, podría relacionarse con un peligroso gusto por el conformismo. Los estudiantes han perdido esas ganas por ir más allá de lo necesario para pasar un semestre o cumplir mínimamente con los requisitos estipulados en unos seminarios. En consecuencia, todo aquello que les demande una reorganización en sus rutinas de trabajo o luchar para conseguir un permiso en su trabajo o planear bien sus recursos para permitirse asistir a un congreso nacional o internacional, tales cosas, en lugar de ser un reto o un proyecto renovador, se les convierte en una molestia que perturba la comodidad del no “complicarse la vida”. Ese plegarse a lo establecido y al mínimo esfuerzo conlleva a que los perfiles de salida de estos profesionales sean cada vez más limitados, menos aptos para innovar el mundo laboral vigente. Serán egresados, en últimas, con un amolado sentido de la innovación y con muy poco vigor en su corazón para transformar su país, o al menos, para alcanzar sus sueños.
Relacionado con el punto anterior está la fascinación por el encerramiento en la búsqueda de información. Los estudiantes universitarios de hoy han caído fácilmente en el espejismo de que todo puede encontrarse en internet; que no hace falta salir o entrar en relación con las fuentes vivas, esas de carne y hueso que podemos escuchar en un foro, un congreso, un recital o una presentación artística. Tal enclaustramiento, desde luego, amodorra el espíritu y torna lenta la iniciativa para desplazarse, para entrar en directa relación con autores e investigadores, con artistas y personas no sólo interesantes, sino portadoras de una sabiduría que sólo puede adquirirse mediante el contacto o el encuentro en vivo y en directo. Así las cosas, el inmediatismo de las nuevas tecnologías ha reducido la formación de una persona a un asunto de acceso a la información, y no a una larga tarea de encuentro interpersonal, de diálogo con la tradición y de confrontación y concertación de saberes.
A lo mejor esa facilidad de la información, ese sumiso acceso a la gran Red, poco a poco también ha ido minando la necesidad de someter las propias ideas y creencias a la crítica. Y lo esencial del mundo universitario, una de sus tareas fundamentales, es la de ayudar a los estudiantes precisamente a tomar distancia de su pensamiento, a tener lentes críticos para saber cuándo sus convicciones son réplicas de intereses ajenos o cuándo sus opiniones son apenas remedo de “avivatos” del momento. De allí por qué sea tan importante asistir a eventos en los que se escuchen otras voces, participar de actividades universitarias en las que se tenga la oportunidad de hacer un balance de las propias certidumbres o al menos permitirse la interpelación de ideas foráneas. Si no se someten las ideologías a debate, a una verificación constante, muy fácilmente arraigará en el corazón de los universitarios el fanatismo y más difícil será aprender a convivir en paz y aceptar la riqueza de las diferencias.
Afirmo todo esto porque estoy convencido de que la formación del ser humano requiere involucrar todas sus dimensiones. Un estudiante, de pregrado o posgrado, no va sólo a la universidad a satisfacer una dimensión cognitiva; también asiste para interactuar con otros, para desarrollar las dimensiones afectiva y comunicativa, esas que le permiten cualificar la solidaridad y los vínculos interpersonales. Pero, de igual modo, si es cierto su deseo de formarse a cabalidad, tendrá momentos o espacios para cualificar su dimensión estética, y para eso cuenta con la oferta artística en sus dos aspectos: como productores o como receptores. Y si su deseo es mantener o potenciar la dimensión corporal tendrá a la mano el deporte o el gimnasio; y si anhela explorar o avanzar en su dimensión trascendente, para ello encontrará lugares especiales en las universidades en donde podrá asistir a celebrar ritos que convocan y ponen al hombre en una dimensión distinta. De la misma manera, la universidad ofrece una programación cultural que tiene como fin desarrollar la dimensión sociopolítica. Aquí es donde aparece una agenda de conferencistas nacionales e internacionales, paneles de expertos, debates que propician la interdisciplinariedad, foros temáticos de coyuntura que le dan a la universidad su sello característico. Es evidente, que perderse cualquiera de estos espacios es dejar mutilada una parte de las dimensiones del ser humano.
Concluyo reiterando una cosa: si los estudiantes de pregrado y posgrado no logran asimilar que la formación universitaria rebasa el plan de estudios y se ofrece en otros espacios diferentes al aula de clase, muy seguramente poco habrán obtenido de haber pasado por una institución de educación superior. Tal vez logren titularse, pero se habrán perdido del gran banquete cultural ofertado durante varios años en eventos y actividades artísticas, en programaciones alternas y de participación electiva. Seguir creyendo que los salones de clase son el único lugar de convocatoria para aprender es perder de vista esa otra educación concentrada en auditorios y teatros, en patios y escenarios abiertos. Esa otra agenda formativa debería ser tomada a manos llenas por los universitarios con el fin de enriquecer su formación profesional y potenciar el cultivo de sí mismos.
“El hombre como palacio industrial” de Fritz Kahn.
La analogía es una forma de pensar incluyente: percibe semejanzas donde todos ven diferencias.
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Es de lo más conocido de donde podemos aprender lo desconocido. La analogía accede al misterio a partir de lo evidente.
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La comparación abre el camino a lo semejante; pero es el progresivo juego entre las similitudes el que crea la verdadera analogía.
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Sabemos que una analogía no funciona cuando la red de relaciones entre dos realidades tiene más puntos de diferencias que lazos de semejanzas.
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Los poetas acceden a la analogía porque su concepción del mundo y de la vida es un continuo ver y escuchar las correspondencias entre los seres y las cosas.
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Hay analogías tan potentes que el sólo leerlas produce en nosotros el efecto de la iluminación.
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Las religiones necesitan, para comunicar su fe, pedir ayuda a la analogía. Es apenas obvio: lo sagrado solo puede revelarse a partir de lo profano.
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Los creadores de analogías tienen una facultad maravillosa: son didactas de la ejemplificación. Las buenas analogías, en consecuencia, no explican, sólo muestran.
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El tópico busca al análogo para, en ese contacto, comprenderse mejor. La analogía es una relación amorosa en la que un tú descubre que el yo es un nosotros.
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Hay algo de ejercicio funambulario para lograr una analogía: a un lado de la cuerda está el abismo de las disparidades; al otro, el ansiado espacio de las equivalencias.
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La analogía es la manera como los seres, determinados por el tiempo y el espacio, subsanan sus limitaciones mediante la imaginación.
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Los niños entienden mejor con analogías porque en ellos el mundo todavía permanece indiferenciado: nada anda suelto; todo está maravillosamente conectado.
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A los físicos y a los químicos les gusta usar analogías. Es comprensible: el universo o la vida en su más amplia o microscópica expresión, sólo es legible por imaginativas comparaciones.
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Los argumentos por analogía son tanto más efectivos cuanto más novedosa sea la tesis. Lo inesperado exige para convencer recursos emparejados o binarios.
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La forma de persuadir de la analogía es ir acumulando semejanzas. La argumentación opera, entonces, como sacudimientos leves que van poco a poco minando la resistencia del oyente o el lector.
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Las buenas analogías nos ponen en contacto con otra realidad, pero con el ingenio suficiente para hacernos creer que ya conocíamos.
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Algunos filósofos logran crear analogías tan potentes de sus ideas que pasan a la historia como si fueran un atributo de su nombre. Un ejemplo: la caverna de Platón.
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“Esto no puede ser aquello”, dice el lógico; “esto es posible que sea aquello”, contesta el poeta. “Ahí hay una contradicción”, afirma uno; “ahí entreveo una analogía”, contesta el otro.
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A veces creemos tener una analogía entre las manos pero, al empezar a desarrollarla, descubrimos con pesar que era un símil de una sola faceta.
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La metáfora es, en buena medida, la condensación lírica de la analogía.
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Si bien la analogía pretende persuadir con un despliegue de relaciones, su mayor impacto está en la sorpresa de sus imágenes.
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Los recursos de la analogía para aproximarnos a otra realidad son diversos: a veces, es el análisis detallado; otras, una inmersión profunda; y en contadas ocasiones, el asombro del descubrimiento.
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Con el paso del tiempo determinadas analogías que fueron acuñadas por los poetas pasan a formar parte del lenguaje cotidiano de la gente: “El fuego de las pasiones”, “los caminos de la vida”.
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El pensamiento analógico opera traduciendo lenguajes, vinculando afinidades. En suma: es un mecanismo sutil de nuestra mente para hacer transferencias entre las ideas y las cosas.