Las cartas fueron y son otra manera de hablar. Otro tipo de diálogo. Una carta es un intento de presencialidad, un apetito de mano, un anhelo de ser o conquistar un abrazo… desde la lejanía del papel.
Desde luego, una carta también es un acto de confidencia. Otra forma de desnudez. En una carta uno coloca lo “más suyo”, lo “más propio” y esto con el fin de que el destinatario sepa que lo que tiene entre las manos no es una hoja, sino un rostro; no la inmovilidad de la letra, sino el gesto sanguíneo de una vida. Uno cuenta cosas muy suyas en las cartas. De ahí por qué se insista tanto en la inviolabilidad de la correspondencia; no por el mensaje en sí de las cartas, sino por el tono, por el tinte personal que se le imprime a este tipo de escritura. Uno es uno en sus cartas.
Hay un acto de hondo descubrimiento al momento de leer las cartas, y también cuando se las escribe. Doble develación: de una parte, para el que lanza la señal; de otra, para el que la interpreta. Es como un juego o intercambio de símbolos, un canje de señales que alberga otra posibilidad: la de volver a atrás para repetir el diálogo. Al releer una carta reiniciamos algo ya perdido. Es una especie de renacimiento de la comunicación.
Además, las cartas representan un momento de meditación. No escribe uno cualquier cosa, sino algo específico que quiere dar a conocer. Eso y nada más. A diferencia de la charla espontánea, inmediata, oral, las cartas manejan un tono meditado, pensado, de reflexión. Es que las cartas brotan en soledad, salen de una concentración de la interioridad. Son como un flujo a tanta agua represada, son como un canal a tanto fuego subterráneo. La soledad es buena porque nos ayuda a reconocernos —ese fue uno de los consejos supremos de Rainer María Rilke a los jóvenes poetas—; la soledad resulta provechosa porque nos confronta, porque nos hace reflexionar o, sencillamente, porque nos avienta a la contundente realidad de nuestras carencias.
Los que escribían y escriben cartas se esperanzan en que al leer esas letras los destinatarios logren despertar las voces de su memoria y acepten el trueque que demanda una pronta contestación.
A Jorge
Jorge, amigo.
He sabido de tu enfermedad. Lo supe por Álvaro. Me lo dijo con lentitud, con un tono de fraterna preocupación; lo escuché angustiado. Siempre hay incertidumbre cuando se pronuncia el nombre de la enfermedad. Acordamos ir a visitarte. Y nos despedimos con la certeza de estar contigo la próxima semana. Para estar juntos como en los viejos tiempos compartiendo anécdotas y proyectos. No será en los mismos lugares. No en la casa del barrio Estrada, ni en el patio del colegio Carrasquilla, ni en departamento del Bosque Popular. Será otro sitio el que ahora nos reunirá: una clínica. Sin embargo, amigo, ahí estaremos contigo. Quizá no sepamos cómo hablarte, quizá no podamos pronunciar la palabra justa y esperanzadora, pero, eso es seguro, nuestra presencia dirá sin ninguna duda lo mucho que te seguimos apreciando. No será suficiente el tintineo del dolor para opacar nuestro cariño. Nuestros manos y brazos, aunque silenciosos, sonarán más alto desde nuestro silencio.
Y si bien la soledad, la soledad producida por la enfermedad, nos enfrenta a sentimiento de orfandad, estas palabras pretenden hacerte compañía.
Te lo repito: estamos contigo.
Mi querida Alejandra
No. Nuestro amor no debería morir.
Nada deberíamos olvidar: ni el primer encuentro justo en aquella cafetería, al lado del colegio donde estudiabas, ni el primer beso, ni el primer miedo a que mis manos descubrieran tu ingenuidad, ni el vestido negro que elegiste para regalarme tu desnudez total. No deberíamos olvidar tales cosas.
Pero el amor se esfuerza para dejarnos, por entregarnos su herencia de recuerdo, de olvido, de desmemoria. Existe un verso de Luis Cernuda que ha estado acompañándome estos días: “No es el amor quien muere, somos nosotros mismos”. Sí. Es nuestra amargura, nuestro resentimiento, lo que va minando en nosotros esa fuerza del amor. El amor se nos muere, se aleja de nosotros porque ya no tenemos los suficientes anhelos o el suficiente vigor como para sujetarlo a una promesa o a una palabra de eternidad. El amor se no va, se nos aleja, porque somos demasiados torpes para conservar y proteger su radiante luz. A lo mejor dejamos de creer en él y su fanfarria de maravillas y sueños perfectos. O lo convertimos en una especie de fantasma que, en las noches, toma la forma de angustiosas pesadillas.
Tal vez dejamos de creer en imposibles y por eso lo culpamos a él de nuestras flaquezas, nuestros descuidos o nuestros errores. Pero, muy seguramente, si el amor nos abandona, se irá a otros brazos y a otras personas que lo acojan con alegría y se esfuercen para recibirlo con el cuerpo y con el alma.
Alejandra, creo que aún podemos continuar hospedando al amor que hemos mantenido viviendo largo tiempo entre nosotros. Seamos generosos y no permitamos que esa criatura se fugue de nuestros corazones…
A Lina María
Recordada Lina,
Estoy acá, en restaurante familiar, esperando el almuerzo. Acabo de dar dos clases, una sobre las escuelas de la lingüística y otra sobre la lectura simbólica de la novela. Y, en ambas, ha estado presente tú y tu querida Guatemala. He hablado con mis alumnos de tu tierra, de sus gentes, de su religión. Confusión o refundición de tiempos, así he llamado a tu Guatemala.
También he hablado de ti, sin mencionarte.
No sé, aún no me repongo del impacto. Guatemala: colonial, antigua, antiquísima, moderna a empellones, conservadora, oscura, fría, pobre y rica al mismo tiempo. Guatemala: la de las limonadas, la del pollo campero y la de la cerveza gallo. La del cabro y la del venado. Guatemala: los chapines, los volcanes, las lagunas. Guatemala y sus nombres: Chichicastenango, Atitlán, la Tikal conocida tan solo en una mirada de museo. Guatemala: el territorio del tiempo, de los tiempos.
Anoche estuve oyendo la música que me regalaste. La marimba. Triste, viento, viento ululante como el del sur de mi Colombia. Yo sé que un poeta como Aurelio Arturo se habría sentido a plenitud en Guatemala. Y también el gran Arguedas, el José María Arguedas del Perú. La música de marimba los hermana, porque aun cuando quiere ser alegre, guarda en el fondo un tono de dolor. Tu música dice de alguna manera el cristo doloroso. ¡Qué tremendismo en aquellos crucificados!, en las imágenes votivas: sangre que convoca a la oración, al rezo, a la procesión. Cómo no volver a sentir el espacio de lo sagrado, en cada ofrenda de los indígenas de Chichicastenango. Cómo no volver a compartir la religiosidad popular en cada altar familiar, en ese olor que impregna todas las iglesias.
Guatemala, ciudad de los olores. Todo huele a antiguo, a cosa guardada. Es el moho propio de todo lo que no se quiere olvidar. Una forma de permanencia.
Como te habrás dado cuenta al leer esta carta, tu recuerdo se ha vuelto tan grande como tu tierra, como la Guatemala de quetzales de un color verde iridiscente.