Por lo general, los maestros y maestras de español, cuando quieren enseñar las homófonas y los parónimos (aquellas palabras que tienen idéntico sonido, pero distinto significado; o esos términos que, sin tener el mismo sonido, suelen confundirse por ser muy semejantes) lo que utilizan es un listado con las voces respectivas. Pero, sigo creyendo que hay maneras más creativas e interesantes para este fin. Una de esas estrategias es usar la narrativa para que los estudiantes infieran y comprendan las diferencias entre estas palabras aparentemente similares en su pronunciación o en su forma.
El relato que sigue es un ejemplo de cómo conjugar la fuerza interpelativa de la ficción con la prescriptiva de la gramática. El relato puede usarse de dos maneras: como ejemplo ilustrativo y didáctico de este tipo de palabras, y como un incentivo para que los estudiantes construyan otros de manera semejante.
“Mi esposa y mi suegra”, ilustración de William Ely Hill.
Abigail y Josué, un amor homoparonímico
Abigail ansiaba abrazar a Josué. Su amor la abrasaba hasta la obsesión.
—Dios mío, haz que venga a mi alcoba —suplicaba a gritos la enamorada.
Pero Josué, que era un as de la seducción, prefería escaparse de ella por semanas.
Abigail insistía más de cien veces en sus llamadas. Ella sentía que su sien derecha iba a reventar.
—Estoy en la cima de mi amor —volvía decir para sí Abigail—, yo siento que esta pasión proviene de una sima profunda, de un magma incandescente.
Como no le dio resultado tal recurso, recordó el ejemplo de la fiel Penélope y empezó por las noches a coser un tejido interminable. Y tanto se entregó a esta labor que dejó de cocer sus alimentos.
Cuando ya había perdido toda esperanza, un día apareció Josué. Su presencia la dejó extática. Y así, quieta, estática, en el umbral de la puerta le expresó este reproche:
—He estado grave, enferma del alma. Y no veo que tu mente grabe lo que te digo.
Josué se mantuvo en silencio.
—Si me has visto con un rebozo es para evitar que veas mis labios, porque mi amor ya rebosa la copa.
Josué se dedicó a escuchar el balido de las ovejas lejanas.
—Mi amor por ti será válido en cualquier tiempo.
Josué se detuvo a observar el menudo vello de los brazos de la mujer. Ella volvió a atacarle:
—No hay nada bello para ti en este amor, nada…
—Vaya, vaya… —respondió Josué como para salir de aquella cárcel de palabras.
La mujer sintió ira. Vio tras la valla de su jardín las flores secas e interpretó eso como un mal presagio.
—No cabe duda de mi amor, pero yo misma cavé mi infortunio.
—Mi amor me ha cegado —continúo Abigail— y tus continuos desaires han segado mi ilusión.
A Josué le parecieron hermosas aquellas palabras.
—Por lo que veo para ti ya no soy más que un desecho afectivo —dijo sollozando Abigail.
—Yo nada he deshecho, nada —replicó Josué a manera de disculpa.
—Este amor, como dice en el Cantar de los Cantares, quedará grabado en mi pecho, a pesar de los muchos gravámenes que he tenido que pagar por tu displicencia. Yo he arrostrado esos desaires sin decir nada, a pesar de las muchas ocasiones en la que has arrastrado mi alma sin ninguna compasión.
Abigail continuó. Estaba embelesada.
—Cada ausencia tuya machucaba mi corazón, y tus continuos desaires machacaban mis esperanzas. La hacían trizas. Yo estaba, como una mártir, en oblación permanente. Y por más que ansiaba una llamada o una carta tuya, esas pequeñas abluciones refrescantes jamás llegaron. Qué oquedad padecía y qué hosquedad la tuya, cuánto perjuicio me hiciste, quizá por tus prejuicios o tus aprensiones. Josué, prescríbeme la medicina para olvidarte o proscríbeme al lugar más remoto donde están los condenados del olvido. Provéeme alguna medicina si ya puedes prever nuestro desenlace. Perdóname por recavar en este sentimiento, pero no me cansaré de decírtelo hasta recabar mi propósito. Sé que mis palabras sonarán poco salubres en este momento, pero prefiero eso, a seguir manteniendo esa sensación salobre en mi boca. No pretendo con esto que te digo trastrocar lo que eres, ni menos pedirte trastocar la manera como vives. Perdóname, otra vez. Si puedes absolver mis faltas, me sentiré agradecida; de lo contrario tendré que, como una sedienta esponja, absorber mi propia amargura.
Josué pensó que ese largo discurso de Abigail era una perfecta invectiva, como las de Demóstenes, y que se requería bastante inventiva para decirla de manera improvisada.
—Yo he tenido la mejor actitud —dijo Josué, suavemente.
Abigail, más serena, le contestó con un tono de dolorosa aceptación:
—A lo mejor… pero tal vez no tengas la aptitud de amar abandonándote.
—Entonces, déjame abjurar del modo como te he amado…
—Ya quisiera yo hacer eso posible —respondió Abigail—, pero no soy una maga que pueda adjurar tus sentimientos.
Hubo un largo silencio. Las miradas dejaron de encontrarse. Josué se levantó del sillón y salió de la habitación, alejándose poco a poco. Al pasar por el jardín percibió el espirar dulce de las rosas, mientras que, adentro de la casa, Abigail sentía que su corazón había expirado.
Este inicio de año, cuando seguramente estaremos disfrutando de algunos días de vacaciones, qué mejor complemento a nuestro descanso corporal que acompañarlo de alguna lectura relajante y entretenida. Cumpliendo ese necesario tiempo para el ocio, estos días he estado leyendo y releyendo algunas antologías de relatos cortos o minificciones. Como, por ejemplo, la de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares: Cuentos breves y extraordinarios, editada por Losada en 1973. De este libro clásico entresaco dos textos para compartirlos con los lectores: “El cielo ganado” del argentino Gabriel Cristián Taboada y “La verdad sobre Sancho Panza” de Franz Kafka.
El cielo ganado
El día del Juicio Final, Dios juzga a todos y a cada uno de los hombres.
Cuando llama a Manuel Cruz, le dice:
—Hombre de poca fe. No creíste en mí. Por eso no entrarás en el Paraíso.
—Oh, Señor —contesta Cruz—, es verdad que mi fe no ha sido mucha. Nunca he creído en Vos, pero siempre te he imaginado.
Tras escucharlo, Dios responde:
—Bien, hijo mío, entrarás en el cielo; mas no tendrás nunca la certeza de hallarte en él.
La verdad sobre Sancho Panza
Sancho Panza —quien, por otra parte, jamás se jactó de ello—, en las horas del crepúsculo y de la noche, en el curso de los años y con la ayuda de una cantidad de novelas caballerescas y picarescas, logró a tal punto apartar de sí a su demonio —al que más tarde dio el nombre de Don Quijote— que éste, desamparado, cometió luego las hazañas más descabelladas. Estas hazañas, sin embargo, por faltarles un objeto predestinado, el cual justamente hubiese debido ser Sancho Panza, no perjudicaron a nadie. Sancho Panza, un hombre libre, impulsado quizás por un sentimiento de responsabilidad, acompañó a Don Quijote en sus andanzas, y esto le proporcionó un entretenimiento grande y útil hasta el fin de sus días.
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Una obra maravillosa, que me gusta repasar, es El libro de la imaginación del mexicano Edmundo Valadés (Fondo de Cultura Económica, México, 1978). Retomo tres textos: “Traspaso de los sueños” de Ramón Gómez de la Serna, “Los nuevos hermanos siameses” de Oscar Wilde y “El veredicto” del mexicano Alfonso Reyes.
Traspaso de los sueños
De pronto dejó de tener pesadillas y se sintió aliviado, pues habían llegado ya a ser una proyección obsedante en las paredes de su alcoba.
Descansado y tranquilo en su sillón de lectura, el criado le anunció que quería verle el señor de arriba.
Como para la visita de un vecino no debe haber dilaciones que valgan, le hizo pasar y escuchó su incumbencia.
—Vengo porque me ha traspasado usted sus sueños.
—¿Y en qué lo ha podido notar?
—Como vecinos antiguos que somos, sé sus costumbres, sus manías y sobre todo sé su nombre, el nombre titular de los sueños que me agobian a mí, que no solía soñar… Aparecen paisajes, señoras, niños con los que nunca tuve que ver…
—¿Pero cómo ha podido pasar eso?
—Indudablemente, como los sueños suben hacia arriba como el humo, han ascendido a mi alcoba, que está encima de la suya…
—¿Y qué cree usted que podemos hacer?
—Pues cambiar de piso durante unos días y ver si vuelven a usted sus sueños.
Le pareció justo, cambiaron, y a los pocos días los sueños habían vuelto a su legítimo dueño.
Los nuevos hermanos siameses
Era una mujer que tuvo dos hijos gemelos y unidos a lo largo de todo el costado.
Sin embargo, un hombre con fantasía y suficiencia, que se enteró del caso, dijo:
—Podrán vivir… Pero es menester que no se amen, sino que, por el contrario, se odien, se detesten.
Y dedicándose a la tarea de curarlos, les enseñó la envidia, el odio, el rencor, los celos, soplando al oído del uno y del otro las más calumniosas razones contra el uno y contra el otro, y así el corazón se fue repartiendo en dos corazones, y un día un sencillo tirón los desgajó y los hizo vivir muchos años separados.
El veredicto
La mujer del fotógrafo era joven y muy bonita. Yo había ido a buscar mis fotos de pasaporte, pero ella no me lo quería creer.
—No, usted es el cobrador del alquiler, ¿verdad?
—No, señora, soy un cliente. Llame usted a su esposo y se convencerá.
—Mi esposo no está aquí. Estoy enteramente sola por toda la tarde. Usted viene por el alquiler, ¿verdad?
Su pregunta se volvía un poco angustiosa. Comprendí, y comprendí su angustia: una vez dispuesta al sacrificio, prefería que todo sucediera con una persona presentable y afable.
—¿Verdad que usted es el cobrador?
—Sí —le dije resuelto a todo—, pero hablaremos hoy de otra cosa.
Me pareció lo más piadoso. Con todo, no quise dejarla engañada, y al despedirme le dije:
—Mira, yo no soy el cobrador. Pero aquí está el precio de la renta, para que no tengas que sufrir en manos de la casualidad.
Se lo conté después a un amigo que me juzgó muy mal:
—¡Qué fraude! Vas a condenarte por eso.
Pero el Diablo, que nos oía dijo:
—No, se salvará.
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Otra compilación interesante es la realizada por los colombianos Guillermo Bustamante Zamudio y Harold Kremer, que recoge 100 textos publicados en la revista Ekuóreo, titulada Los minicuentos de Ekuóreo (Deriva ediciones, 2003). Transcribo dos relatos: “Fatum” de Jaime Alberto Vélez y “Tragedia” del chileno Vicente Huidobro.
Fatum
Cuando el envejecido gladiador comunicó su decisión de probar una vez más su arte, enfrentando a varios leones simultáneamente, el emperador recordó el presagio según el cual aquella sería la última gran hazaña que viera realizada por su atleta favorito. Y como siempre le había parecido justo que un hombre muriese en su ley, no trató de postergar el plazo, ni le alertó tampoco sobre los peligros que corría, sino que, obrando en consecuencia, se dispuso a seguir cada uno de los incidentes del arriesgado combate. Pero en el instante en que el gladiador venció al último de los leones, el emperador, tocado súbitamente por la muerte, se desplomó repitiendo las palabras del presagio según el cual aquella sería la última gran hazaña que viera realizada por su atleta favorito.
Tragedia
María Olga es una mujer encantadora. Especialmente la parte que se llama Olga.
Se casó con un mocetón grande y fornido, un poco torpe, lleno de ideas honoríficas, reglamentadas como árboles de paseo.
Pero la parte que ella casó era su parte que se llamaba María. Su parte Olga permanecía soltera y luego tomó un amante que vivía en adoración ante sus ojos.
Ella no podía comprender que su marido se enfureciera y le reprochara infidelidad. María era fiel, perfectamente fiel. ¿Qué tenía él que meterse con Olga? Ella no comprendía que él no comprendiera. María cumplía su deber, la parte Olga adoraba a su amante.
¿Ella era culpable de tener un nombre doble y de las consecuencias que esto puede traer consigo?
Así, cuando el marido cogió el revólver, ella abrió los ojos enormes, no asustados, sino llenos de asombro, por no poder entender un gesto tan absurdo.
Pero sucedió que el marido se equivocó y mató a María, la parte suya, en vez de matar a la otra. Olga continuó viviendo en brazos de su amante, y creo que aún sigue feliz, muy feliz, sintiendo sólo que es un poco zurda.
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Me sigue pareciendo extraordinaria la selección de cuentos breves de Benito Arias García titulada Grandes Minicuentos fantásticos, publicada por Alfaguara en 2005. De este libro he elegido dos relatos: uno, del español José María Merino, “Ecosistema” y, otro, del guatemalteco Augusto Monterroso, “La Sirena inconforme”.
Ecosistema
El día de mi cumpleaños, mi sobrina me regaló un bonsái y un libro de instrucciones para cuidarlo. Coloqué el bonsái en la galería, con los demás tiestos, y conseguí que floreciese. En otoño habían surgido de entre la tierra unos diminutos insectos blancos, pero no parecía que perjudicasen el bonsái. En primavera, una mañana, a la hora de regar, vislumbré algo que revoloteaba entre las hojitas. Con paciencia y una lupa, acabé descubriendo que se trataba de un pájaro minúsculo. En poco tiempo el bonsái se llenó de pájaros, que se alimentaban de los insectos. A finales de verano, escondida entre las raíces del bonsái, encontré una mujercita desnuda. Espiándola con sigilo, supe que comía los huevos de los nidos. Ahora vivo con ella, y hemos ideado el modo de cazar a los pájaros. Al parecer, nadie en casa sabe dónde estoy. Mi sobrina, muy triste por mi ausencia, cuida mis plantas como un homenaje al desaparecido. En uno de los otros tiestos, a lo lejos, hoy me ha parecido ver la figura de un mamut.
La Sirena inconforme
Usó todas sus voces, todos sus registros; en cierta forma se extralimitó; quedó afónica quién sabe por cuánto tiempo.
Las otras pronto se dieron cuenta de que era poco lo que podían hacer, de que el aburridor y astuto Ulises había empleado una vez más su ingenio, y con cierto alivio se resignaron a dejarlo pasar.
Ésta no: ésta luchó hasta el fin, incluso después de que aquel hombre tan amado y deseado desapareció definitivamente.
Pero el tiempo es terco y pasa y todo vuelve.
Al regreso del héroe, cuando sus compañeras, aleccionadas por la experiencia, ni siquiera tratan de repetir sus vanas insinuaciones, sumisa, con la voz apagada, y persuadida de la inutilidad de su intento, sigue cantando.
Por su parte, más seguro de sí mismo, como quien había viajado tanto, esta vez Ulises se detuvo, desembarcó, le estrechó la mano, escuchó el canto solitario durante un tiempo según él más o menos discreto, y cuando lo consideró oportuno la poseyó ingeniosamente; poco después, de acuerdo con su costumbre, huyó.
De esta unión nació el fabuloso Hygrós, o sea “el Húmedo” en nuestro seco español, posteriormente proclamado patrón de las vírgenes solitarias, las pálidas prostitutas que las compañías navieras contratan para entretener a los pasajeros tímidos que en las noches deambulan por las cubiertas de sus vastos trasatlánticos, los pobres, los ricos, y otras causas perdidas.
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He disfrutado también la cuidadosa y atinada antología del microrrelato hispánico de David Lagmanovich, titulada La otra mirada (Menoscuarto ediciones, Palencia, 2005). Aunque son varios los textos que desearía compartir, selecciono solo tres: “El grillo” del dominicano Manuel del Cabral, “La montaña” de Enrique Anderson Imbert y “Una pasión en el desierto” de José de la Colina.
El grillo
Y el primer hombre que apareció sobre la Tierra comenzó desde temprano a caminar para ver por primera vez las cosas maravillosas que le rodeaban.
Luego, al anochecer, cansada su anatomía —no aburrida— bajo tanta belleza que le caía encima, los astros que se le metían por todos los sentidos, se acostó sobre la primera yerba virgen del mundo, y tranquilamente se dispuso a dormir el primer sueño del hombre. Pero, apenas se quedó en reposo, sintió un grito agudo que le subió por los pies.
Entonces, las primeras manos del mundo ahogaron entre sus dedos al primer grito de la Tierra.
Pero aquel hombre no se durmió tranquilo, no estaba satisfecho de haber matado la primera canción del universo.
Quizá por eso el hombre no acaba de dormirse, busca tal vez en el ruido de su sangre aquella voz primera…
La montaña
El niño empezó a treparse por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en su butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el padre, sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego del hijo una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los brazos, en los hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el niño no vio a nadie.
—¡Papá, papá! —llamó a punto de llorar.
Un viento frío soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido en la nieve, quería caminar y no podía.
—¡Papá, papá!
El niño se echó a llorar, solo sobre el desolado piso de la montaña.
Una pasión en el desierto
El extenuado y sediento viajero perdido en el desierto vio que la hermosa mujer del oasis venía hacia él cargando un ánfora en la que el agua danzaba al ritmo de las caderas.
—¡Por Alá —gritó—, dime que esto no es un espejismo!
—No —respondió la mujer, sonriendo—. El espejismo eres tú.
Y en un parpadeo de la mujer el hombre desapareció.
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Para ir cerrando este banquete de lecturas, elijo dos textos más del libro Los cuentos más breves del mundo, compilados por Eduardo Berti (Páginas de Espuma, Madrid, 2008). El primero, de un autor chino; Sheng Buhai: “El príncipe Ye y los dragones”; el segundo, del ruso Iván Turgueniev: “El mendigo”.
El príncipe Ye y los dragones
El príncipe Ye era famoso por la pasión que sentía por los dragones. Le gustaban tanto que los tenía pintados en las paredes o tallados por toda la casa. El verdadero dragón de los cielos se enteró de esto, fue volando a la tierra e introdujo su cabeza por la puerta de la casa del señor Ye y su cola por una de las ventanas. No bien el príncipe Ye lo vio, huyó asustado y casi loco.
Esto demuestra que el príncipe Ye, en realidad, no amaba tanto a los dragones, sino a algo que se les parecía.
El Mendigo
Iba por la calle… y me detuvo un mendigo, un anciano decrépito. Los llorosos ojos hinchados, los labios amoratados, los harapos arrugados, las llagas mugrientas… ¡Oh, de qué horrible manera roía la pobreza a ese desdichado ser!
Me tendió una mano enrojecida, tumefacta, sucia… Gemía, berreaba pidiendo ayuda.
Busqué en todos los bolsillos: ni la bolsita con el dinero, ni el reloj, ni siquiera un pañuelo. No los llevaba conmigo.
Pero el mendigo esperaba… y su mano tendida se balanceaba débilmente y temblaba.
Confundido, turbado, estreché con firmeza aquella mano sucia y temblorosa.
—Perdóname, hermano. No tengo nada.
El mendigo me miró con sus ojos hinchados. Sus labios azules sonrieron y él, a su vez, apretó mis dedos fríos.
—No importa, hermano —balbució—, y gracias. Esto también es caridad.
Comprendí que yo había recibido la caridad de mi hermano.
Sirva esta nueva cosecha de palabras, en clave de diccionario, para subrayar la profunda relación que hay entre ciertos vocablos y el itinerario vital de una persona. Algunos de estos términos hablan del modo o las circunstancias como han dejado marcada mi conciencia o tatuado parcelas de mi intelecto; otras palabras, al igual que la magdalena de Proust, son poderosos dispositivos de memoria a partir de los cuales se reviven personas ya fallecidas, se tejen vínculos profundos con mi subsuelo interior, se crean reminiscencias de diversa índole.
Armero: Municipio del Tolima en el que pasaron su luna de miel mis padres y al que acostumbraban ir mi tía Purificación, mi tío Israel y de vez en cuando mi tío Ulises. Armero olía a frutas, a badea, a patilla, a mango dulce. Era hermoso ver los campos blancos de algodón antes de llegar a Armero, entrar a esta población por ese arco maravilloso de acacias e ir después, debajo de un parasol, a disfrutar una gaseosa helada “glacial”. Un año después de la avalancha que sepultó a esta ciudad, fuimos con mi padre a visitar ese extenso desierto de arena gris. Al lado de la alta cruz de hormigón, en el mismo lugar que el papa Juan Pablo II oró por las 25 mil víctimas, en ese mismo espacio mi padre lloró unos minutos. Después caminamos, en silencio, viendo las ramas secas de los enormes árboles aun clamando a las alturas por esta tragedia.
Bojacá: Apellido del promotor y vendedor de libros de la editorial Aguilar que conocí cuando trabajaba de joven en el periódico El Espectador. Don Enrique era de baja estatura, carirredondo, siempre vestido de paño y chaleco; llegaba a las oficinas del periódico de la Avenida 68 con su maletín ejecutivo de cuero negro y con bisagras, a exhibir los catálogos y a mostrarme las bondades de aquellas publicaciones impresas en “papel cebolla”. Sobre ese mismo maletín rígido, Enrique llenaba las facturas correspondientes a cada pedido, pasándole a uno luego su “Parker” de tapa plateada para que firmara. Con la modalidad de crédito pude adquirir las obras completas de Goethe, de Shakespeare, de Tolstoi, de Oscar Wilde… Con los años, Enrique Bojacá no solo ofrecía los libros del sello Aguilar, sino la colección “Premios nobel” de Plaza y Janés, con características muy semejantes a la primera editorial. Estos libros, empastados en cuero, siguen siendo una de las joyas bibliográficas de mi biblioteca.
Corona: Marca de zapatos que mi padre apreciaba y usaba únicamente en ocasiones especiales. Los “Tres coronas” eran los de máxima calidad. Y corona es también la marca del molino manual con recubrimiento de estaño que no podía faltar en cualquier casa de Capira. El nuestro es el que trajimos desde aquella época cuando, de afán, tuvimos que huir de “La Laguna” por el miedo del bandolero “Sangrenegra”. Este molino funciona todavía, aunque tiene algo desgastado el disco moledor, tanto la tolva como el cabezal, el gusano, la mariposa y el tornillo prensa están muy bien. Mi madre afirma con orgullo: “Ese molino ya va a cumplir 70 años”.Detrás de la palabra: Programa de radio, de Emisora Javeriana, del cual hice por lo menos un centenar de libretos. Todo comenzó como una invitación del director de la carrera de literatura, el jesuita Marino Troncoso, a que asumiera la redacción de los libretos de un programa semanal de media hora sobre diversos tópicos relacionados con lo literario. El programa se emitía los sábados, a las diez de la mañana, y se retrasmitía los lunes a las nueve de la noche. El técnico de sonido se llamaba Pedro Jiménez Pinto y las otras locutoras que me acompañaban en la grabación eran Patricia Suarez y Emy de La Rosa. Cada programa suponía una larga investigación previa y una búsqueda de melodías acorde a la temática para las cortinas musicales. Además de los libretos, tomé por costumbre elaborar los afiches promocionales de cada programa; los exhibía en una cartelera ubicada a la entrada de la Facultad de Ciencias Sociales: “Alquimia”. Elaboré programas sobre autores como Rubén Darío, Aurelio Arturo, Vicente Huidobro o centrados en obras específicas como El coronel no tiene quien le escriba de García Márquez, Orlando de Virginia Woolf o Tierra de Promisión de José Eustasio Rivera. También hice programas centrados en una temática: el suicidio, la rosa, los diarios, el fuego, la poesía; o programas especiales sobre Homero Manzi o El Banquete de Platón. Dada mi dedicación y apasionamiento por este programa, opté por presentar como trabajo de grado una tesis titulada: El libreto literario para radio: una artesanía recuperable”, en la que rescataba y reflexionaba sobre esta experiencia hecha a la par de mis estudios en la carrera de literatura.
Enseñar: Actividad que, desde muy joven, empecé a ejercer en el colegio Carrasquilla, institución de la que me había graduado. El gozo de enseñar, de poder ayudar a otros a aprender o de incitarlos a ampliar sus conocimientos, es algo que me satisface y a lo que he dedicado buena parte de mi vida. He enseñado a niños, jóvenes y adultos en todos los niveles tanto de manera formalizada como a través de cursos o seminarios especializados para empresas privadas o entidades del Estado. Disfruto mucho el acto de enseñar, a ello dedico días de estudio y preparación y me jacto de buscar siempre un vínculo formativo con quienes son mis estudiantes o hacen parte de mi audiencia. Varios de mis libros, desde Oficio de maestro, continuando con Educar con maestría, hasta El quehacer docente, muestran este apasionamiento por enseñar, y son ejemplos de lo que he reflexionado, investigado y propuesto sobre esta profesión de servicio que cada día entiendo más como un arte del cuidado.
Fábula: Género literario que, desde muy pequeño, atrajo poderosamente mi atención, entre otras cosas por los dibujos que acompañaban los textos. En la primaria leíamos las fábulas de Rafael Pombo, Esopo, Iriarte y Samaniego. Parte de la actividad en clase, además de leerlas, consistía en transcribirlas a los cuadernos e ilustrarlas tal como aparecían en los libros antológicos de dichos fabulistas. Este gusto por las fábulas se fue acrecentando con el tiempo: descubrir a Fedro y La Fontaine, salpimentados con los Caracteres de La Bruyère, me llevaron a explorar creativamente en este tipo de textos. Sigo creyendo que las fábulas, por su sentido alegórico, son una poderosa herramienta para la lectura crítica de las pasiones humanas y los vicios de la sociedad. En este blog hay un buen número de tales producciones.
Gallo: Ave con una fuerte presencia física y simbólica en mi infancia, asociada fuertemente con las tierras de Capira. El canto del gallo era el primer sonido que escuchaba cuando niño al levantarme y, tal vez por eso, mantuvo su recurrencia expresiva en mis iniciales poemas. Los gallos escritos se fueron convirtiendo en objetos artesanales o en criaturas de piedra, madera, vidrio, plomo u hojalata, hasta conformar una gran colección. De alguna manera, en esas figuras variopintas resguardadas en dos galleras de cristal, está depositada también la fidelidad a un origen y una ferviente manera de anunciar con ímpetu, al empezar un nuevo día, la obra que aún queda por realizar.Hugo: Nombre del librero y amigo que durante varios años estuvo al frente de la Librería Lerner de Bogotá. Hugo González se había formado en la Librería Continental de la carrera Junín de Medellín (Rafael Vega Bustamante fue su maestro) y, con esa experiencia, sumada a un trato personalizado con sus clientes, creó una de las mejores librerías de esta ciudad. Con él compartimos diálogos extensos sobre novedades bibliográficas, lo apoyé muy de cerca en su proyecto de abrir un “Sótanos de descuentos” en el mismo local de la Avenida Jiménez y, luego, compartí su alegría del gran proyecto de la nueva sede de la calle 93. Hugo supo de mi primer libro como editor independiente, Pregúntele al ensayista y, cuando lo ojeó, le dio un vaticinio generoso que el tiempo ha validado: “será un best seller”. Gracias a la amistad de Hugo tuve crédito en la librería y siempre, para navidad, me invitaba a escoger como regalo un libro de mi predilección. Hugo murió el 10 de julio de 2004; su trato afable y sus recomendaciones bibliográficas son una ausencia notable para un amante de los libros como yo.
Inquilinato: Experiencia de búsqueda y modo de residencia a la que estuvimos sometidos por muchos años, mientras conseguíamos el dinero o la solvencia para adquirir un techo propio. El inquilino depende de los caprichos del arrendador. Sirva como ilustración el señor Espejo, dueño de una casa de dos pisos en el barrio Estrada, quien no solo levantaba la bocina del teléfono en derivación cuando uno estaba hablando, sino que, además, interrumpía la llamada en curso para decir que había que cortar ya la conversación. Cuando se es inquilino se vive un desmedro de la vida privada: en el barrio Galán, dadas las dimensiones pequeñas del cuarto arrendado, se tenía que compartir el lavadero de ropas y el baño. Todos los que hemos vivido muchos años en situación de inquilinato disfrutamos con inmensa felicidad el día que llegamos a un terreno propio así sea humilde, lejano del centro de la cuidad o con muy pocas comodidades.
Jabones López: Nombre de la fábrica en la que mi padre trabajaba como celador y almacenistas hasta que sufrió su accidente, quemándose parte del rostro con soda cáustica. Quedaba ubicada en la zona industrial del barrio Ricaurte; hoy es una bodega de saldos de almacenes Alkosto. Tres hermanos conformaban el núcleo permanente de la empresa: Raúl, el químico responsable de la fabricación del jabón; Idaly, gerente y Roberto, que hacía las veces de supervisor y relacionista. Dentro de las amplias instalaciones de esta fábrica –de grandes portones verdes pino– pasé buena parte de mi infancia: cómo rugía la caldera de carbón, qué fascinantes las burbujas explosivas del jabón al calentarse, cuántas noches ayudándole a mi papá a empacar bolas azules con manchas blancas de este producto para la venta al detal.
Kafka: Uno de los autores más importante en mis inicios literarios. Mi interés por él comenzó con un libro de notas y recuerdos de su amigo Gustav Janouch: Conversaciones con Kafka. “Cada uno vive detrás de la reja que lleva consigo”, “Definitivo sólo es el dolor”, fueron algunos de mis subrayados de aquel libro. Después me adentré en sus Diarios y más tarde en las Cartas a Felice… En la puerta gris de mi cuarto del barrio Bosque Popular puse en letra negra el siguiente texto de Franz Kafka: “Sólo merece el amor y la vida aquel que diariamente debe conquistarlas” y, en mi diario, transcribí la “Desdicha del soltero”: “Parece tan terrible quedarse soltero; ser un viejo que tratando de conservar su dignidad suplica una invitación cada vez que quiere pasar una velada en compañía de otros seres; estar enfermo y desde el rincón de la cama contemplar durante semanas el cuarto vacío…” Kafka representaba para mí en esos años la figura literaria a emular, el tipo de hombre consagrado a defender su soledad para lograr crear.
Librería: Lugar que acostumbro visitar por lo menos una vez a la semana y en el que me siento entre amigos silenciosos que abren sus páginas a mi curiosidad o que están atentos a mis preocupaciones intelectuales. Siempre he sido fiel visitante de la Librería Lerner, con recorridos alternos y esporádicos a otros lugares semejantes que he visto desaparecer con el paso de los años. Resultaba retador cubrir los variados pisos de la Buchholz de la Avenida Jiménez o la atiborrada sede de Chapinero, como grato era husmear entre los estantes de la Cultural Colombiana o ir a explorar las novedades de la librería Del Seminario. Cuánto lamenté el cierre de Arteletra y los diálogos con mi amiga Adriana Laganis. He tenido la suerte de degustar la magnífica librería El Ateneo de Buenos Aires, la Porrúa en la ciudad de México y la Casa del libro en Madrid. Cuando visito una nueva ciudad, es un ritual indagar por las librerías que allí se ofrecen; ir a conocerlas y descubrir alguna “joya” bibliográfica que esperaba la intercesión de mis manos. En los últimos años he incorporado a mis recorridos la librería Tornamesa al igual que la laberíntica Merlín de Célico Gómez en el centro de Bogotá.
Monaguillo: Oficio que hice cuando niño en la iglesia de Santa Teresita del niño Jesús del barrio Ricaurte. Varias veces tenía que madrugar a acompañar la misa de seis de la mañana y en más de una ocasión me tocó trasnochar para servir de asistente en la Misa de gallo a la media noche de la víspera de navidad. La parte más difícil o más riesgosa de ser monaguillo consistía en saber dar los tres toques secos de la campana a la hora de la consagración. Lástima no tener registro fotográfico de aquella ocasión en que, en una procesión de semana santa alrededor del parque, yo iba adelante con una cruz procesional y veía cómo el pavimento de las calles se transformaba en una alfombra de palmas verdes.
Navidad: Festividad decembrina que me alegra el espíritu, me reaviva la alegría y despierta un profundo sentido del agradecimiento. Quizá porque mi familia ha guardado y celebrado la tradición del pesebre y los regalos debajo del árbol, o porque a pesar de las limitaciones económicas de los primeros años en Bogotá, siempre mis padres mantuvieron la mesa abundante durante esos días decembrinos, la navidad hace que mi corazón sienta la fuerza de la fraternidad, de compartir el pan o de extender mi mano al necesitado. Me gusta comprar galletas, un buen vino, y dedicar horas a buscar el regalo adecuado para mis seres más queridos; me encanta ambientar mi casa no solo con música, sino con adornos alusivos a este tiempo de familiaridad y reconciliación. Por estas razones, entre otras, me animé a escribir un libro que indagara en los significados, los ritos y el sentido de esta festividad, lo titulé: Es tiempo de Navidad. Consideraciones para una novena. El libro, que fue publicado a finales de 2021, cierra con un cuento “Esperando al niño Dios”, que recrea, precisamente, mi entusiasmo jubiloso y esperanzado por estas festividades navideñas.
Ñapa: Encime habitual que solicitaban los habitantes de Capira cuando iban a comprar algo a la plaza o “regalo” que les pedían a los diversos tenderos de frutas y verduras en el mercado de San Juan. “No olvide la ñapita”, decía mi tío Antonio al matarife de San Juan, al momento de comprar la carne para la semana; ñapa o vendaje se llamaba el pan adicional a una compra considerable que regalaba mi padre cuando tuvo su pequeña panadería en ese periplo desde el barrio Santander, pasando por el Garcés Navas y el Siete de Agosto, hasta la última en el Alfonso López, diagonal a la Iglesia Santa Marta; y ñapa es un bocado pequeño de algún alimento principal –algo exquisito– que mi madre guarda aparte y que, una vez termino de almorzar, la trae como regalo adicional de tan deliciosa comida.
Oratoria: Modalidad de expresión que, desde los primeros años del bachillerato, me interesaba hasta el punto de siempre participar en los concursos sobre este género organizados en la Semana Cultural del colegio Carrasquilla. Obtuve varios diplomas al obtener el primer lugar. La buena oratoria, la de los discursos de Demóstenes o Cicerón, cobró más fuerza cuando empecé mi participación y liderazgo político en la Universidad Nacional de Colombia, y esa facilidad de expresión oral me hizo acercarme a la carrera de derecho. Dedicaba horas a escuchar con fascinado interés los discursos de Jorge Eliécer Gaitán y las arengas de otros oradores contenidas en el álbum “Las voces de la revolución”. Al comenzar mi labor como profesor en la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Javeriana tuve a mi cargo, en el primer semestre, el curso de Expresión oral. La oratoria ha sido un campo de enseñanza y de estudio, transversal a mi vida como educador, y un modo de ofrecer mi experiencia y mis conocimientos como capacitador en el mundo empresarial.
Porro: Género musical por el cual siento una especial predilección y al que puedo dedicar jornadas de audiciones algunas tardes o los fines de semana. Me gusta la cadencia que se transpira en “El docto” de Alfonso Piña, o ese sentido de inmensidad presente “En la madrugá” de Pacho Galán, o el calor y la brisa traídas por las notas de Clímaco Sarmiento en su porro “San Marcos”. Siento el ondular de las palmeras al escuchar a Pedro Salcedo o constato cómo mi espíritu se reanima con las melodías de Rufo Garrido o con esa maravilla de porro, “Arturo García”, del compositor Lucho Bermúdez. No me canso de escuchar a uno de los más grandes creadores de porros, Pedro Laza, y ese tema: “Montelíbano”.
Quino: Humorista gráfico argentino que, desde sus inicios con las tiras cómicas de Mafalda, fue y sigue siendo objeto de mi admiración. Joaquín Salvador Lavado me atrapó por la sutileza del trazo y por su perspicacia en el modo de hacer visible lo que a todas luces desea ocultarse o nos negamos a aceptar. El humor sin palabras, las viñetas altamente expresivas, los finales inesperados de esas secuencias gráficas que nos obligan a reflexionar, me llevaron a coleccionar sus obras y a ponerlas como ejemplo en varias de mis clases de semiótica. Desde su primera compilación “Bien, gracias. ¿Y usted?” hasta “Simplemente”, me gusta acercarme hasta donde tengo agrupados estos libros de Ediciones La Flor de Buenos Aires y sacar uno al azar para, como él mismo título una de sus obras, hacer “Quinoterapia”.Rompe-cráneos: Revista quincenal del Grupo editorial colombiano (GRECO) en la que empecé a colaborar desde junio de 1978, elaborando pasatiempos diversos como crucigramas, dameros, revoltillos, quisicosas, celeríferos, palabras siamesas y otros juegos de lenguaje. Llevaba las artes finales de mis pasatiempos al séptimo piso del edificio de la calle 61 con carrera 13 de Bogotá; el pago acordado incluía la creación y el diseño por página. Me gustaba de esta revista, como se afirmaba en el primer número, su apuesta porque los diferentes pasatiempos desarrollaran “las funciones analíticas, la concentración, la percepción visual, la memoria y la inteligencia”. Y dado que la demanda me exigía producir una buena cantidad de páginas cada semana, le enseñé a dos amigas, Adriana Barón y a Luz Stella Hernández, a elaborar crucigramas, para así poder ayudarme en la primera versión de esta modalidad de pasatiempo; enseguida los revisaba, hacía los ajustes pertinentes, pasaba a máquina los textos respectivos, pues tocaba mandarlos a “levantar” en frío para con esas tiras empezar a pegarlos en las cartulinas durex que ya había dibujado o trazado con los diagramas preestablecidos. Cada título de los pasatiempos requería pegarlo con “Letraset”, unas hojas adhesivas de letras, y los números menudos de las palabras cruzadas me obligaban a emplear el díngrafo, con sus respectivas plantillas. Fueron infinidad de horas las que empleé ingeniando variados juegos de palabras para retar la agudeza mental y la competencia lexical de los lectores.
Soda cáustica: Sustancia química corrosiva fundamental en la fabricación del jabón y que, por un accidente al explotar una pesada caneca con tal producto cuando la bajaban de un camión, fue la causante de que mi padre perdiera su ojo derecho, y estuviera meses hospitalizado, debido a que había alcanzado a ingerir un poco de ese líquido. Fue el primero de marzo de 1970. En la fábrica de Jabones López almacenaban la soda en una amplia poceta; yo pude ver cómo ese líquido transparente adquiría, después de un tiempo, una placa dura que sobrenadaba, ocultando su letal peligro.
Trocadero: Revista que fundé y diseñé con la complicidad de un grupo de amigos de la carrera de literatura de la Universidad Javeriana, en 1984. Gracias al apoyo del jesuita Jairo Bernal, logré concretar este sueño de tener una revista propia en la que pudiéramos publicar nuestras producciones literarias y los ensayos que respondían a nuestras preocupaciones intelectuales de aquel entonces. Los primeros números se imprimieron en Javegraf, los últimos en la Litografía Guzmán Cortés. La revista vinculaba tanto a profesores como estudiantes, además de convocar a los ponentes que yo iba conociendo en los Congresos de colombianistas norteamericanos que organizaba el departamento. Desde el número tres la revista se volvió monográfica: el cuerpo, la historia, la muerte, lo sagrado, la violencia… La elaboración de “Trocadero” fue, en realidad, una escuela de la producción escrita, desde la concepción de los temas hasta la corrección final de los textos. Mónica Mendiwelso, Penélope Rodríguez, Natalia Romero, Germán Castro, Álvaro Pinilla, disponían sus manos y su talento para sacar adelante cada número. Como el nombre de la publicación era un homenaje a la calle donde había nacido José Lezama Lima, en una visita que hice a La Habana, pude entregar varios números en la Biblioteca homónima del escritor cubano. Me sigue pareciendo retadora y audaz la consigna con que nació “Trocadero”: “Por la era imaginaria de la posibilidad infinita, por la conquista de lo sagrado en lo carnal, por la revolución ontológica latinoamericana, por la crítica… ética”.
UTC: Sigla de la Unión de Trabajadores de Colombia, organización sindical en la cual colaboré en 1980 y 1981 como asesor en estrategias de comunicación. El presidente, en aquel entonces, era Tulio Cuevas a quien presté mi apoyo para la organización del “XV Congreso de la UTC”, en Medellín. Tulio era un referente sindical de los más importantes en el país y contribuyó de manera definitiva a la creación del Banco de los trabajadores. Bajo la dirección de Cuevas, en compañía del periodista y amigo José Yepes hicimos la revista Trabajo y concertación en la que, además de diseñarla, publiqué algunos artículos: “Sibaté: un mundo de abandono y suciedad”, “La socialdemocracia: ¿reformismo o revolución?”, “La televisión, rentable máquina de sueños”. En el número 2 de esa revista, de julio de 1980, escribí una columna que ya prefiguraba mis preocupaciones por la formación: “Educamos hacia el pasado”.Los Versos del capitán: Cuadernillo 36 de la colección “Poesía de siempre” (publicado por editorial Bedout de Medellín) de un poeta anónimo que luego supe de quien se trataba: Pablo Neruda. Quizá fue el primer texto de poesía que disfruté poniendo especial interés en descifrar las urgencias de la pasión amorosa de mi juventud. Esas tres manifestaciones del deseo, como tigre, cóndor o insecto me parecían alternativas perfectas a la sangre que bullía por mi cuerpo. Me gustaba también releer “El alfarero”: “Todo tu cuerpo tiene/ copa o dulzura destinada a mí. / Cuando subo la mano/ encuentro en cada sitio una paloma/ que me buscaba, como/ si te hubieran, amor, hecho de arcilla/ para mis propias manos de alfarero. / Tus rodillas, tus senos, / tu cintura/ faltan en mí como el hueco/ de una tierra sedienta/ de la que desprendieron/ una forma, / y juntos / somos completos como un solo río, / como una sola arena”. Después vinieron otros libros de este poeta oráculo de la pasión amorosa, y especialmente un poema que parecía prestarle la voz a mis trémulos sentidos: “Déjame sueltas las manos/ y el corazón, déjame libre! / Deja que mis dedos corran / por los caminos de tu cuerpo. / La pasión –sangre, fuego, besos– / me incendia a llamaradas trémulas. / Ay, tú no sabes lo que es esto!”.
Weissmüller: Actor húngaro protagonista de las películas de Tarzán que veíamos con mi padre en el teatro “Encanto” del barrio Ricaurte. Jonny Weissmüller había sido campeón olímpico de natación; su cuerpo fornido servía muy bien para interpretar a este rey de la selva que con su grito despertaba a elefantes, cocodrilos, leones y todo tipo de fieras. Las cintas en blanco y negro no mermaban la emoción con que seguíamos atentos las peripecias de este héroe que durante tantos domingos habíamos seguido, viñeta a viñeta, en las “Aventuras” a color del periódico El Tiempo.
Cine X: Películas a las cuales uno de adolescente esperaba poder entrar cuando cumpliera los 21 y que luego, hacia mediados de los años 70, se redujo a la edad de 18 años. Cierta idea de curiosidad y transgresión acompañaba la asistencia a los teatros que, por lo general, se hacía en grupo de amigos. Fue todo un acontecimiento ir a ver Cuando las colegialas pecan. Muchos años después, en el Radio City, que quedaba en la carrera 13 con calle 42, vi una película de sexo explícito: El imperio de los sentidos. La animada tertulia que tuvimos después sobre este filme, con Carlos Paz y Andrés Díaz, me llevó a escribir un poema en honor a la protagonista Abe -Sada que iniciaba así: “Mostrándome sus dientes/ como garras/ exhalando su vaho/ de saké,/ ocultando su vicio/ tras la lluvia / me pregunta: / ¿Ya estás listo? / Le respondo: / todavía no…”
Yopa: Bebedizo refundido con chicha que le dieron a mi abuelo Eliseo y por el cual terminó trastabillando y vomitando, cayéndose de bruces en una quebrada, por los lados de Santa Rosa. De esa “borrachera” nunca se recuperó: pasaba los días sentado en una butaca, casi sin hablar, con la mirada perdida y alejado de todos los hijos e hijas que no sabían qué hacer. Mi tía Dioselina contaba que antes de hacer eso con Eliseo, lo habían intentado también con la abuela Hermelinda: que le enviaron de presente unas bolas de chocolate y que ella, desconfiada como era, cuando las puso en una hoguera, lo que vio fue cómo esas bolas se agrandaban y achicaban en un vaivén espumoso. Nunca se supo bien quién fue el causante de este envenenamiento a mi abuelo, pero según mi tía Purificación, todo se debió a envidias por su riqueza y prosperidad.
Zabaleta: Profesor de español que conocí en el Colegio Carrasquilla de Bogotá y con quien mantuve una amistad hasta que un cáncer terminó con su vida. Jorge Zabaleta era abogado de la Universidad Nacional, le gustaba escribir pequeños cuentos, era insistente en sus clases en las figuras literarias y pretendió durante un buen tiempo a mi prima Nelly. Fueron muchas las fiestas que compartimos con Zabaleta; fumaba constantemente, le gustaba la cerveza en botella, era buen bailador; discutía y participaba en grupos políticos de izquierda. Su hablar pausado iba bien con un temperamento conciliador que lo convertía en un buen escucha y excelente consejero. A él le dedique mi libro La enseña literaria. Crítica y didáctica de la literatura como un representante ejemplar de todos “los maestros anónimos que persisten, con paciencia y dedicación, a incitar el gusto por la literatura”.
Otro grupo de palabras en las que reconozco marcas de una historia personal, indicios de pasiones intelectuales consolidadas en el tiempo, filiaciones y vínculos con personas inolvidables. Cada término abre rutas de comprensión hacia mi niñez, mi juventud o mi entrada a la edad adulta, además de subrayar determinados incidentes significativos en mi trayectoria vital.
Agüeitar: Verbo que escuché muchas veces en Capira para referirse al acto de acechar a la presa, llámese guatín o boruga. Se trataba de esperar escondido al animal de monte, trepado en un árbol frondoso, en medio de la oscuridad y atento al menor sonido de las hojas. Mi tío Ulises, al igual que Misael, el compañero de mi abuela Hermelinda, disfrutaban esta forma de conseguir aquella carne montaraz tan esquiva a los ojos como exquisita al paladar. También este verbo aludía a una forma de asesinar con escopeta a los enemigos, ocultándose en el follaje y usando una piedra o la horqueta de un árbol como mampuesto para afinar la puntería.
Beatriz: Tía política, gran cómplice de mis vacaciones en Capira. Yo siempre la llamé “Biatica” y mantuve por ella un cariño especial, mucho más cuando se suicidó Saúl, ese hijo ajeno que amó como propio. Esta mujer que había nacido en Cambao, llegó a la casa de los Rodríguez atraída por la pasión no correspondida hacia mi tío Ulises, sirvió de apoyo a las hijas de Eliseo y Hermelinda, asistió a la bonanza del cultivo de piña, vio partir a la mayoría de sus cuñados y cuñadas y fue una de las últimas habitantes de la casa paterna. Biatica salía a encontrarme hasta el “charco grande” cuando llegaba a visitarlos a comienzos de diciembre y se quedaba entre lágrimas cuando terminaban mis días de vacaciones. Tenía buena memoria, conocía historias secretas de su familia y de otras de la región, le gustaba el chocolate en las tardes y mantenía un diálogo cercano con Dios.
Crucigramas: Tipo de pasatiempos que empecé resolviendo por curiosidad y a los que, después de desentrañar su forma de composición, me dediqué a elaborarlos con disciplina, a tal punto que durante unos buenos años éstos y otras modalidades de “juegos de lenguaje” fueron una buena fuente de ingresos económicos. Los crucigramas más complejos (según don Gabriel Cano, que los resolvía a cabalidad) eran los de Conchita Montes en la revista La Codorniz. Hacer crucigramas era un modo de ver las posibles combinatorias de las palabras, un ejercicio habitual con el diccionario y un reto a la creatividad y el ingenio. A Editora Cinco le ofrecía estas producciones, y con esta empresa sacamos adelante un proyecto como “Pepazos”. También fueron ellos los que compraron mi iniciativa de un Diccionario para crucigramistas, publicado años posteriores a mi vinculación como colaborador free lance.
Discos: Objetos valiosos y de profunda devoción en mi juventud. Eran el ingrediente más importante para las fiestas y una manera de goce solitario al amplificar sus melodías en las horas de ocio. Buena parte de esos discos o LP los compré en “Discos Bambuco” y la gran mayoría formaban parte del género de la música tropical. Todavía siguen en sus cubiertas y protegidos por las bolsas plásticas: La Billo’s, los Melódicos, El Supercombo los tropicales, Nelson y sus estrellas, Nelson Henríquez, Pastor López, Fruko y sus tesos, los 14 Cañonazos bailables, Celina y Reutilio, La Sonora Matancera, y muchos más de los Hermanos Zuleta, los Hermanos López, El Binomio de Oro, y otros tantos de Los Corraleros de Majagual, Alfredo Gutiérrez, Pacho Galán, Edmundo Arias. A las fiestas de amigos y familiares llegaba con los discos agarrados en un brazo y con mis primas de gancho (Nelly, Rubiela, Elsa, Nidia) en el otro. Cuántas noches de diversión y alegría celebrando en grupo uno de los éxitos de los Hermanos Flores: “La Bala”.
Enciclopedia: Fuente de consulta de las más importantes en los años 60 y 70. En los primeros años escolares sólo algunos de mis compañeros tenían la Enciclopedia Temática, otros soñaban con la Enciclopedia ilustrada Cumbre; con grandes esfuerzos de mis padres logré adquirir la Enciclopedia Combi Visual. Por los años en que cursaba bachillerato pude conseguir la GranEnciclopedia del saber Universitas de Salvat. En los años que estudiaba mi carrera de literatura y después, cuando empecé a trabajar en la Universidad Javeriana, me gustaba ir a consultar en la biblioteca la Enciclopedia Universalis al igual que la Enciclopedia Universal Espasa-Calpe, daba gusto perderse entre esos 70 tomos de letra menuda con datos sorprendentes.
Freixas: Dibujante que admiré y busqué imitar desde muy joven, en particular cuando entré a trabajar en el periódico El Espectador y que se hizo más importante cuando empecé mis estudios de Diseño en la Universidad Nacional de Colombia. Emilio Freixas tenía un método de dibujo que consistía en láminas para imitar, yendo de las formas básicas hasta la progresiva inclusión de elementos más complejos. Tuve la suerte de que Inés de Montaño, Patricia Lozano y la esposa de don Guillermo Cano, Ana María, para mi grado de bachillerato me regalaran aquel voluminoso libro.
Gurbia: Palabra que usaba mi padre cuando el hambre lo agobiaba. “Tener gurbia” era una especie de mantra para invocar el almuerzo o la comida. Hoy sé que ese término, deriva de la gurbia del carpintero, que sirve para desbastar la madera. Tal vez en este sentido, la gurbia carcome las tripas como esta especie de formón roe la madera.
Herbario: Tarea habitual en la materia de botánica que realicé con gran entusiasmo, entre otras cosas, porque me sentía a mis anchas recordando el mundo vegetal de mi infancia. Se trataba de armar un álbum con cartulinas negras y en sus diversas páginas se iban pegando o cosiendo diversos tipos de raíces, de hojas, de flores. Recuerdo un viaje relámpago a Capira para recolectar el material necesario; mi tía Beatriz me ayudó a secar las hojas seleccionadas con la plancha de carbón, poniéndoles encima papel periódico para que no se maltrataran. A cada página del álbum se le ponía como protector “papel araña”. Obtuve una muy alta calificación y mi herbario quedó como material de consulta en el salón de clase.
Idaly: Nombre de la modista de mi madre, en el barrio Ricaurte. Tenía tres hijos: Carmen, Ivonne y Luis. Con Ivonne compartimos juegos, exploraciones adolescentes, y varias fiestas. La señora Idaly usaba lentes, hablaba como arrastrando las palabras y tenía una risa explosiva que llenaba el cuarto en el que trabajaba día y noche con su máquina Singer. Mi madre compraba los cortes y los paños en “Sedalana” y, luego, esta mujer –venida de Armero– le confecciona “sastres” y faldas semejantes a los modelos que ofrecía en unas revistas de moda de la época.
Juanito: Hijo de mi tía Dioselina que logró irse a los Estados Unidos muy joven a buscar suerte. Empezó como mesero en un restaurante alemán, después montó un pequeño supermercado y más tarde se dedicó a los negocios de finca raíz. Juanito lleva más de 50 años en los Estados Unidos, pero no por ello se ha desvinculado de la familia que mantiene en Colombia. Fue este primo el que me trajo mi primera grabadora y el que para una navidad sorprendió a mi familia con un pequeño televisor en blanco y negro. Con Juanito compartimos, además del cariño mutuo, muchas historias de los habitantes de Capira.
Kimpres: Editorial que conocí cuando trabajaba como colaborador en piezas gráficas del CELAM y con la que tengo un vínculo emocional por más de 40 años. Originalmente se llamaba Litografía Guzmán Cortés, pero después adquirió el nombre con que sigue vigente. Yo le hice a Jaime Guzmán, el fundador de esta editorial, el logotipo de su empresa. Mi amistad con Jaime se hizo más intensa cuando empezamos a imprimir allá la revista Trocadero y, más tarde, al confiarle la impresión de mi primer libro como editor independiente: Pregúntele al ensayista. Editorial Kimpres, Don Jaime, su familia, tienen para mí el sentido de cómplices a toda prueba en proyectos esenciales de mi vida.Liceo Parroquial San Gregorio Magno: Colegio ubicado en el barrio Ricaurte de Bogotá en el que estudié mi primaria y parte de mi bachillerato. Tengo grabada la dirección de esa edificación de tres pisos: carrera 29 # 9-47. El rector que mantuvo altos estándares de calidad y tenía un trato cercano y frecuente con los padres de familia se llamaba Ronaldo Camacho Lara. Rememoro la severa disciplina, las izadas de bandera, las clases de educación física con el estricto profesor José Luis Pinto, y los recreos en los que teníamos partidos de fútbol con cáscaras de mango, en medio de otros compañeros que a la par jugaban basquetbol. Mi primera profesora en este colegio se llamaba Elvira Rey, el profesor admirable y director de curso de cuarto y quinto de primaria fue Luis Germán Soto, y uno de los más queridos, Daniel Rojas, lo tuve como director y profesor en primero de bachillerato; él me puso en contacto con autores como Maquiavelo y Rousseau y me inició en la magia poética del nadaísmo.
Merey: Ungüento que usaba mi padre para muchos tipos de afecciones e infecciones de la piel. Era un medicamento al que le tenía fe. Merey usaba cuando aparecía un hongo en alguna parte del cuerpo, Merey para las picaduras, Merey para las heridas que no cicatrizaban. Siempre, en la mesita de noche, mi Viejo guardaba la cajita Merey acompañada de otros fármacos irremplazables como la pomada Yodosalil y el ardiente Merthiolate.
El Niño: Apelativo familiar y cariñoso que usa mi madre y los más cercanos para llamarme. “El niño” hace alusión a cierto trato íntimo, cargado de ternura, pero es también una manera de congelar una etapa de mi vida para evitar el lento e inevitable paso del tiempo. Así tenga más de sesenta años, a los ojos amorosos de mi madre seguiré siendo “el nené” que arrulló en sus brazos y al que hay que proteger y mantenerle caliente su comida. Por lo demás, al nombrarme de esa manera, los que así me dicen, abren un espacio para el juego, la risa y la complicidad sin prevenciones.
Ñeque: Preciado animal de monte que durante mis vacaciones en Capira se convertía en motivo de historias de cacería. Uno de los acontecimientos organizados para mí consistía en crearme la expectativa de que mi tío Ulises iba a ir hasta “Caracolí” o “La Peña” a ver, si de pronto, le salía el ñeque. Partía hacia las cuatro de la tarde con dicha esperanza y, en muchas ocasiones, solo llegaba sediento y “cundido” de cadillos en los pantalones. A los dos o tres días volvía a intentar esta aventura. Si había suerte traía entre sus manos el ñeque muerto. Mientras contaba las peripecias de la cacería del animal, mi tía Beatriz ponía agua a calentar para enseguida pelarlo a mano limpia. Despresado el roedor se dejaba sazonando para comerlo frito al otro día, con arepa o patacones al desayuno. El ñeque frito era uno de los presentes que Beatriz y Ulises incluían en el “fiambre” para mis padres en Bogotá, junto a un costal en el que venían piñas, racimos de cachacos, limones, yucas y naranjas jugosas y dulces.
Ortografía: Práctica escolar que seguía con atención y a la cual los maestros del colegio San Gregorio Magno dedicaban tiempo y pedían textos específicos. Guardo mi libro de Ortografía pedagógica moderna de Nicolás Gaviria centrado en una propuesta analítica desde las raíces griegas y latinas. Este fue un aprendizaje que después de tantos años sigue fresco en mi memoria: por ejemplo, el prefijo “Ruber” y de esta raíz se derivaban términos como rubí, rubio, rubor, rúbrica. Me gustaba el reto de los dictados que ocupaban un momento ritualizado un día a la semana; el libro de portada verde que servía de referencia era el de Luis Jorge Wiesner: Dictados ortográficos. Desde esa época sé que la buena ortografía tiene que ver con la historia de las palabras y con el cuidado o aprecio que tengamos por ellas.
Plumilla: Técnica de dibujo que practiqué intensivamente en mis años de primaria y que, después, seguí usando para la producción de artes finales tanto de pasatiempos como de ilustraciones para el periódico El Espectador o de Editora Cinco. Entre mis reliquias estaba un portaplumas koh-i-noor alemán, que había comprado en “Instrumentarium”, de la calle 13 con carrera octava. Antes de usar las plumas era aconsejable quemarles la punta para que no fueran a abrirse. El blanco inmaculado de la cartulina durex era un buen escenario para que la pluma danzara esparciendo con precisión la tinta china.
Querétaro: Primera ciudad mexicana que conocí, a propósito de la invitación que me hicieran como uno de los ponentes centrales del XIV Congreso Latinoamericano de Estudiantes de comunicación social, del 15 al 19 de septiembre de 2003. Mi ponencia se tituló “El cuerpo que escribe” y tuvo como línea medular de disertación el sentido del tatuaje. Querétaro y su cielo limpio de nubes, el abundante rojo colonial de sus edificaciones, el naranja encendido de su Templo de San Francisco de Asís, los arcos gigantes del acueducto elevado, el trato delicado de sus habitantes.
Rosario: Ciudad argentina a la que asistí por primera vez a presentar una ponencia internacional en el contexto del II Encuentro Internacional de Semiótica, en octubre de 1987. Mi ponencia se centró en la lectura del poema “Sonata” de Álvaro Mutis y se títuló: “La semiosis-hermenéutica una propuesta de crítica literaria”. En ese evento, además de participar con Armando Silva en la creación de la Sociedad Colombiana de Semiótica, conocí a una entrañable colega de Bahía Blanca, Graciela Maglia, con la que empezamos un diálogo que empezó en un parque hasta la madrugada y siguió después en Bogotá, cuando ella viajó para conquistar sus sueños académicos.
Semiótica: Asignatura que comencé a dictar en la carrera de comunicación social de la Universidad Javeriana y que luego focalicé al campo de los objetos, la vida cotidiana, el arte, el teatro, el cine, la poesía y la ciudad. La semiótica me permitió articular diversas inquietudes intelectuales con las ciencias sociales, además de ofrecerme un rigor lógico y un método para leer la cultura. La concreción de muchos años explicando los conceptos básicos de la semiótica –de la mano de Umberto Eco y Charles Sanders Peirce–, la dirección de trabajos de grado vinculados con aplicaciones de esta disciplina y mis investigaciones sobre los medios de comunicación y el consumo cultural fueron la base para mi segundo libro: La cultura como texto. Lectura, semiótica y educación.
Tute: Tipo de juego de la baraja española que disfrutaba con los trabajadores en Capira, una vez terminaban las extenuantes jornadas de cogida de café. También lo jugábamos con mi primo Saúl hasta que la pobre lumbre de las velas no dejaba ver bien las cartas. “Me acuso en bastos”, decía yo. “Buenos sus bastos”, contestaba él. Lo interesante era la suma al final, según los valores de las cartas: 11 para los ases, 10 para los treses, 4 para los reyes, 3 para los caballos, 2 para las sotas. Además de tute era común jugar “Caída libre” y “Burro”. Como a Beatriz no le gustaba que jugáramos con dinero, creamos con Saúl una variante: “Caída con pepas de maíz”.
Untarse de tiza: Cuadernillo de 45 páginas que, gracias al apoyo del jesuita y decano académico Joaquín Sánchez, se publicó de manera excepcional en el año 1993. Este fue el segundo número de la colección “El oficio de escribir”. En esta publicación fui coautor y editor. “Untarse de tiza” contenía varias reflexiones –de corte autobiográfico– sobre el oficio de la docencia de profesores de la Facultad de Comunicación de la Universidad Javeriana, entre ellos Gabriel Alba (Teorías de la comunicación III), Andrés Sicard (Taller de expresión gráfica I y II) y Manuel Vidal (Políticas de comunicación). Mi texto tenía como título “Desarmar el reloj, reconstruir el tiempo” y recogía mi experiencia como profesor de la materia de semiótica que dicté durante varios años en el tercero y el quinto semestre.
Viejo Topo: Revista española que leía asiduamente hacia finales de los años 70. Gracias a esta publicación hecha en Barcelona y dirigida por Francisco Arroyo me empecé a familiarizar con los textos de Michel Foucault, Fernando Savater, Miguel Riera, Juan Goytisolo, Román Gubern, Eduardo Galeano, Félix Guattari y muchos herederos del pensamiento crítico con espíritu marxista. “Un viejo topo, metáfora de subversión y experiencia. Paulatina excavación de galerías subterráneas, lenta y minuciosa destrucción de los cimientos de una sociedad absurda”, declaraba en su primer número.
Wainer: Editor mexicano de revistas que visitó a Colombia por un tiempo, vinculándose a Greco y a Editora Cinco. Por mi trabajo como creador de pasatiempos para aquella empresa tuve la oportunidad de conversar largas horas con él y, poco a poco, construimos una amistad que, al volver a su patria, se continúo a través de cartas. Me ofreció trabajo en la Promotora Chapultepec, pero pesaron más mis responsabilidades con mis padres que dicha oportunidad laboral. León Wainer me ayudó enormemente a madurar varias de mis inquietudes políticas cuando tenía mis 25 años, fue un lector atento de mis primeras producciones literarias y sirvió de ayuda sapiente para aclarar algunas de mis decisiones vitales de esos años.
Taya X: Serpiente venenosa que temían mucho los campesinos de Capira. La “taya X” se “enchipaba” a los pies de las matas viejas de plátano, o se mimetizaba con las hojas secas de los árboles. Yo vi de niño cómo mi tío Ulises mató varias con su machete y de él supe que por su tinte marrón resultaba fácil confundirla con el color terroso de los caminos. Misael, el compañero de mi abuela Hermelinda, la llamaba “cuatro narices” y otros jornaleros la distinguían como “la pudridora”. En Capira y otras veredas aledañas se tenía la creencia de que si se fumaba chicote, ese olor espantaba a la mapaná.
Yo-yo: Juguete que, en la década del 70, era el furor en los colegios, las casas y los parques. No había persona que no realizara “el perrito mordelón”, “el columpio”, “el dormilón”, “la vuelta al mundo”. Bastaban dos tapas de plástico y una piola –semejante a la usada en los lances del trompo– para crear pequeñas competiciones en grupo. La mayor aspiración de todos los aficionados a esta entretención era conseguir uno yo-yo profesional, el Russell de tapas rojas de Coca-Cola.
Zurriago: Palo con una delgada correa de cuero que servía de bastón, de látigo para arrear las mulas y de recurso para espantar los perros. Se elaboraba generalmente de una madera dura como el guayacán o chicalá y el hueco por donde pasaba la correa se hacía con un chuzo de hierro caliente. Este perrero formaba parte, junto a la peinilla, del atuendo común de todos los habitantes de Capira y, en muchas ocasiones, los papás lo usaban para zurrar a sus hijos. En mi casa hay dos: uno que le regaló mi tía Beatriz a mi madre, recién supo de su cojera por la artrosis degenerativa; y otro, que mi tío Ulises me dio como herencia de sus posesiones más queridas.
Estas son algunas de las palabras que identifican lo que soy. Sirven de pistas para seguir el itinerario de mi historia vital, hablan de personas queridas, de objetos significativos, de lugares habitados. Son términos que, a pesar de los años, continúan resonando en mi memoria.
Arandú: Príncipe de la selva. Destruyó el “Kaitolé” con su pistola desintegradora. Radionovela que disfrutábamos con mi papá, en el radio Philips de tubos, a las seis de la tarde por Caracol. Me gustaba imaginarme aquellas aventuras de Arandú en la selva, esos peligros sorteados con su fiel amigo “Taholamba”. Esta radionovela competía con otra similar, Kalimán, el hombre increíble, y su pequeño compañero Solín. Los consejos de Kalimán aún mantienen su misterio: “El que domina la mente lo domina todo”. Al mediodía escuchábamos en la misma cadena Todelar, con devoción, los capítulos de “La ley contra el hampa”.
Barbisio: Marca de sombreros que usó mi papá a lo largo de su vida. Los últimos, que fueron regalos de su cumpleaños o navidad, se los compré en la carrera 7 con calle 12. Mi viejo los limpiaba con devoción y mantenía con ellos un cuidado que le otorgaban a esos sombreros otros años de utilidad. Mi mamá aún guarda uno, como símbolo de su marido ausente pero vivo en la terquedad de la memoria.
Capira: Tierra montañosa en donde nací. Lugar de piedras enormes y nubes misteriosas al amanecer. Terruño lleno de fruto y pájaros; cordillera interminable con quebradas y ríos majestuosos. Paraíso de mis juegos infantiles con olor a piña madura y mandarinos y naranjos y guayabos… Edén donde el viento y el sol dibujan y desdibujan paisajes multiformes.
Doré: grabador francés que me fascinó desde que contemplé sus “dibujos” en la Historia sagrada de san Juan Bosco. Al principio no sabía quién era el autor de esas imágenes, pero me entretenía de niño detallando a los ángeles y a todas esas figuras monumentales que ilustraban aquellas historias bíblicas. Años después logré conseguir, en la Librería Buchholz de la calle 59 con carrera 13, la edición de la Biblia con todos sus grabados, al igual que las obras que realizó para ilustrar El Quijote. Y quizá por esa predilección declarada por este artista, justo cuando cumplí mis 28 años, mis amigos de semestre de la carrera de literatura en la Universidad Javeriana (Natalia, Álvaro, Rodolfo y Germán) me regalaron –en gran formato– una edición de la Divina Comedia con los grabados de Doré, comprada en la librería Lerner.
Estudio: Herencia a la cual se referían mis padres y con la cual soñaban desde que yo era niño. El estudio era algo de gran valor para Custodio y María Catalina y por ese motivo despertaron en mí un compromiso sagrado hacia tal actividad. “Es lo único que le vamos a dejar”, eso decía mi viejo. Tan importante era el estudio para mi padre que me mandó a hacer una pequeña biblioteca en cedro; fue el primer mueble propio que tuve en mi niñez. Tal vez por eso, sumado a una curiosidad inagotable por conocer, mantengo con el estudio un vínculo de goce y no de obligación. Disfruto estudiar y por eso mismo he llevado un largo y cariñoso trato con los libros.
Ferrocarril: Cuaderno que usé en los primeros años de primaria y era utilizado para lograr una letra “imprenta” alineada y de gran pulcritud. Estos útiles se utilizaban para mejorar la caligrafía. La triple división en la que venían impresas las hojas de estos cuadernos dejaba al centro de cada división un renglón con una trama azul o gris que permitía graduar el tamaño de las letras fijando el límite para sus rasgos hacia arriba o hacia abajo. Los cuadernos ferrocarril “Ibérica” eran mis preferidos.
Grulla: Marca de zapatos inacabables. Mi papá me recomendaba el que no fuera a acabarlos jugando fútbol. Lo cierto es que estos zapatos, por más que yo los utilizaba infinitas veces para cobrar tiros directos en aquellos encuentros futbolísticos que terminaban cuando la noche inundaba la cancha, nunca se acababan. Apenas se iban pelando en la punta, como si debajo de su negro color, escondieran otra piel aún más resistente.
Hitachi: Marca del primer equipo de sonido que compré, fruto de mi primer trabajo en el periódico El Espectador. Este equipo de casetera y tocadiscos fue el animador de las fiestas de mi adolescencia y, por lo que recuerdo, tenía un lugar privilegiado en la habitación destinada a ser la sala. Lo sigo conservando, aún funciona, y aunque hayan pasado casi cincuenta años tiene en su sonido la magia de la juventud, ese tiempo en que las fiestas y los amigos eran una forma de exaltar la alegría de la vida.
Icopán: Panadería del barrio Ricaurte a donde me llevaba mi mamá, después de la entrega de calificaciones en la Primaria, para disfrutar de un enorme jugo de guanábana con una mantecada. Está situada arriba del Colegio San Gregorio Magno y más arriba aún del parque del barrio.Jeroglífico: Tipo de pasatiempo que enviaba a El Vespertino y que me permitió ganarme mis primeros pesos, aun siendo niño. Después logré seguir haciendo jeroglíficos en la sección “Pasatiempo” de la revista Carrusel de El Tiempo y a la par dibujaba jeroglíficos para la revista “Rompecráneos” y la revista “Pepazos” de editora Cinco. Para elaborar un jeroglífico se requiere no solo ingenio, sino habilidades para el dibujo. De alguna forma, desde esos años en los que combinaba los jeroglíficos con los crucigramas ando trajinando con los juegos del lenguaje.
Katty: Nombre que asumió mi madre al volverse una residente de muchos años en Bogotá. Ya no fue “Marujita”, que era el calificativo con que la reconocían sus familiares en Capira; ni María Catalina, como la llamaba su maestra Beatriz en la escuela rural de Capira. “Doña Katty” es el apelativo respetuoso que usan mis amigos y amigas para referirse a ella; y “Katyca” es el diminutivo cariñoso empleado por las personas que la sienten muy cercana o han saboreado las delicias culinarias elaboradas por sus manos.
Lectura: Práctica solitaria que empezó cuando mi padre traía del pueblo de San Juan de Rioseco las aventuras del periódico El Tiempo. Mi madre dice que yo leía esas viñetas aún sin saber leer. La lectura ha sido la actividad que ha ocupado más tiempo de mi vida y no pasa un solo día sin que husmee alguna página. Leyendo me levanto y leyendo me acuesto. Testigo de ello son mis libros que están al pie de la cama, en los pasadizos hacia las habitaciones, encima de la mesa del comedor, encaramados encima de mi escritorio. Soy muy feliz abandonándome a las incitaciones imaginativas provocadas por la lectura.
Magnolia: Nombre de mi profesora de segundo de primaria. Tenía las piernas más hermosas de todas las que un niño podía imaginarse. A ella le dibujé, con la pasión de los amores imposibles, paisajes con cisnes y lagos rodeados con una naturaleza multicolor. Objeto misterioso de mi deseo infantil.
Nicuro: Pequeño pez apanado que traía la señora Amalia del puerto de Cambao, y que de niño soñaba con que me compraran en la pequeña tienda de “El piñal”. Mi mamá los preparaba, y los prepara aún, sudados y son demasiado exquisitos si se acompañan con arepa de maíz peto. El mejor nicuro es el de subienda, decía mi papá; y hay que tener mucho cuidado cuando se los prepara porque sus espinas pueden producir heridas que se “inconan” con mucha facilidad. Nada sabe mejor que el nicuro al desayuno.
Ñoa: Nombre cariñoso de mi abuela Hermelinda. Manos acuciosas y protectoras. Cómplice de mis travesuras. Guardiana de mis secretos de infancia. Ñoa se sentaba en una silla a mirar las mulas y los arrieros que transitaban por el camino real que venía de “Lomalarga” y conducía hasta “El Piñal”. Guardaba su plata dentro de los “ameros” y cada vez que iba de vacaciones me regalaba uno o dos billetes, escondidos entre la piel seca del maíz. A ella le gustaba prepararme al final de la tarde un arroz atollado, cocinado en olla de barro, como mandan los cánones de Capira.Oeste: Género de cómics o de cine por el cual tengo una especial predilección. De niño alquilaba cuentos en una tienda de la carrera 28 con calle 11, en el barrio Ricaurte. “Red Ryder”, “Roy Rogers”, “El llanero solitario”, no solo me entretenían, sino que abonaron el camino para luego ir con mi papá al teatro San Jorge a ver “La Conquista del Oeste”, “Fuerte apache”, “El último pistolero” y todas esas cintas en las que la figura de John Wayne resaltaba en las enormes pantallas del teatro. Por no tener televisor, iba donde los papás de unos compañeros de colegio, los Garzón, a ver “Bonanza”. La diligencia, las peleas, los vaqueros, en ese micromundo de “La Ponderosa”.
Pólvora: Diversión que esperaba ansioso en las fechas navideñas y que aún, como adulto, sigo disfrutando con la misma fascinación de cuando era niño o adolescente. Me encantaban los volcanes y las rodachinas al igual que los helicópteros que subían al cielo como si fueran abejones de colores. Solo de joven pude echar voladores porque me habían advertido del tacto para saber cuándo soltar aquella caña con una mecha adentro. Era todo un júbilo danzar alrededor de las luces de los volcanes, encender mechas, raspar totes, tirar torpedos y huir o esconderse del súbito y azaroso recorrido de los marranitos pitadores.
Quaker: nombre de una lata de avena que, durante mi infancia, consumía en tetero y sigue siendo un alimento esencial a lo largo de mi vida. Las latas de avena Quaker venían con una llave especial pegada en la tapa superior y que permitía abrirlas mediante una pequeña pestaña dispuesta alrededor de la parte superior. Mi madre –según relata con orgullo– preparaba esa avena disuelta en leche, con canela y la empacaba en un biberón de vidrio Evenfló.
Ruso: Perro criollo, de pelo negro y con dos manchas cafés a la manera de cejas. Compañía de mi niñez solitaria en Bogotá. Gran cazador de ratones en la alta y espaciosa fábrica de jabones López. Compañía inseparable de mis aventuras entre canecas e cebo, cajas de jabón, bultos y piedras de carbón. Ruso fue mi competidor en aquellas carreras o circuitos saltando y bajando por las escaleras de un mezanine, que servía de oficinas a la fábrica donde mi papá trabajaba de celador y almacenista.Saúl: Nombre del primo que fue como mi hermano. El cómplice mayor. Mi iniciador en juegos y juegos de la sexualidad infantil. Buscador incansable de diabluras. Patrón del ocio y de la picardía. Se suicidó antes de cumplir los treinta años, con la misma capsulera de su padre; abajo de la casa de los Rodríguez, entre el chirriar fuerte de las guaduas y el canto alegre de los azulejos.
Trasteo: Evento que, por pertenecer a una familia desplazada por el bandolerismo, viví durante muchos años hasta que logramos conseguir un techo propio. Cada trasteo fue el modo como aprendí a conocer a Bogotá y sentir la experiencia socializadora del barrio. “Trastiarse” significaba amarrar y desamarrar muchas cajas, envolver el cristal y la losa en papel periódico, llevar intactos ciertos objetos con su halo de recuerdo y dudar –al estar empacando– si deshacerse o no de tantos “trastos viejos”. Cada trasteo me provocaba un doble sentimiento: de un lado, la tristeza de dejar lo habitado y las amistades cultivadas durante años y, de otro, la alegría de lo nuevo, de explorar en lo desconocido. Trasteo tiene en mi memoria impronta de inquilinato, de éxodo en el alma, de anhelo sucesivo del terruño perdido.
Ulises: Nombre de uno de los hermanos de mi mamá, papá de Saúl, con el cual pasé muchas vacaciones y del cual escuché historias de espantos y viajes transportando piña. A Ulises le decían “El lobo” porque le gustaba andar solo en las montañas de Capira, acompañado tan solo de Beatriz, su compañera de muchos años. Era hermoso escucharlo a él contar historias, sentado en su mecedora, mientras yo me extasiaba mirando las estrellas tendido en un costal en aquel corredor de cemento de la antigua casa de los Rodríguez.
Viruta: Embrollo de alambre que con la cera “Mansión” me esperaba los fines de semana. Virutiar era una forma de ayudar a los oficios de la casa. La viruta fueron los patines que nunca me regalaron y virutiar era una especie de esquís para deslizarme en la pista de madera de esas salas y esas alcobas tanto más amplias cuanto mermaban mis fuerzas. La mejor compañía para virutiar era la música bailable de la época: Los Hispanos, los Graduados, Los corraleros de Majagual.
Whisky: Licor que en mis fiestas juveniles se dejaba únicamente para ocasiones especiales. Si bien algunos de los invitados lo tomaban al inicio con hielo, una vez que la fiesta entraba en calor, lo consumían puro. Eran muy preciados en aquella época el “Sello negro” y el “Chivas”. Con el primer sueldo, cuando trabajé de joven en el periódico El Espectador, compré una botella de “Old Parr”, y la guardé durante un buen tiempo. Algunos años después viviendo en el barrio Quinta Paredes, con mis primos Héctor y Fabio, nos embriagamos tomando whisky “Ballantine’s”, oyendo la música de Julio Jaramillo: “Sé que con amargura recuerdas mi cariño y sé que te ha pesado tu infame proceder…”
Xanadú: Mansión en la que vivía Mandrake, el mago, una de las aventuras que leía con avidez los domingos, en el suplemento del periódico El Tiempo. Mandrake compartía sus aventuras al lado de Tarzán y el Fantasma que camina. Xanadú era un lugar situado en la cima de una montaña, con infinitas trampas para acceder a ella y que a mí me resultaba tan maravillosa como su nombre. Muchos años después, cuando conocí la poesía de Coleridge, descubrí que Kubla Khan, en otra Xanadú, había decretado construir la majestuosa y mágica “cúpula de placer soleada con cuevas de hielo”. Xanadú fue también el nombre de un palacio gótico, el del ciudadano Kane, la legendaria película de Orson Welles que vimos más de una vez con mis amigos del Externado de Colombia, Carlos Paz y Andrés Díaz.
Yaraguá: Nombre de un pasto de gran altura que está asociado a mi infancia, cuando de niño tenía que recorrer los potreros de La Laguna para ir a traer la leche de la finca de mi tío Cristóbal. Los pastizales cubrían gran parte de mi cuerpo y ocultaban el ganado cebú que me miraba con ojos escrutadores. Tengo en mi memoria vívida la imagen del movimiento del pasto yaraguá cuando el viento lo acariciaba acompasadamente, como si fueran las olas de un verdoso mar agitando rítmicamente sus aguas al pie de las montañas de Capira.Zorra: Animal nocturno que se robaba las gallinas de las casas campesinas de Capira. “Las agarra del pescuezo”, decían. Los perros del tío Antonio las perseguían hasta bien abajo de la casa paterna. Después, en la Cartilla Charry, justo en la letra “z” descubrí la escena de dicho animal robándose una gallina. En mis años de primaria en Bogotá me empezaron a gustar las fábulas –en las que abundaba la astuta zorra–, entre otras cosas porque los animales dibujados en aquellos textos tenían una directa relación con los que habían visto mis ojos cuando niño. Mijo, “cuando la zorra predica, no están seguros los pollos”, me advertía mi tía Beatriz frecuentemente al evaluar las buenas intenciones de personas poco fiables.
En un reciente trabajo con docentes de instituciones educativas dirigidas por las Hermanas de Nuestra Señora de la Paz, he tenido la oportunidad de conversar con ellos sobre algunas estrategias didácticas de lectura crítica para hacerla efectivas en el aula. Como resultado de las lecturas previas para el encuentro, los maestros y maestras redactaron inquietudes que les resonaron sobre este tópico. Así que, para continuar dialogando y profundizar en dicha temática, pasaré a responder algunos de sus interrogantes.
¿Cómo motivar a los estudiantes a leer de manera crítica? (Jairo Rafael Galindo) ¿Cómo incentivar la lectura crítica en los estudiantes? (Ingrith González)
No sobra recordar que la motivación a la lectura crítica no es algo que se haga únicamente dentro de la clase, sino antes y después de los eventos presenciales o virtuales con los estudiantes. Y quizá no se presta la suficiente atención al momento previo de leer, cuando se cautiva el interés de los aprendices. Por tal razón, es recomendable disponer del tiempo suficiente para explicar el sentido de tal lectura, quién es el autor, contextualizar el texto y, muy especialmente, mostrar las implicaciones para la materia, el desarrollo personal o intelectual. Hasta podría ofrecerse una “degustación” de dicha lectura con el fin de incitar o provocar la curiosidad o el deseo de conocerla en profundidad. Puesto de otra manera: una buena manera de motivar o incentivar a los estudiantes a la lectura crítica empieza en el modo como los docentes presenten o animen tal actividad. Lo otro tiene que ver con el tipo de lecturas ofrecidas; hay que tratar por todos los medios de que respondan a una genuina selección, en la que se tengan en cuenta criterios como la edad de los estudiantes, el contexto en el que se desenvuelven, la relación con el momento de su ciclo vital y la extensión de las mismas. Los buenos maestros no “ponen” lecturas como castigo o asignan textos de manera indiscriminada. Por el contrario, entienden que, dependiendo de la elección en las lecturas, así será el nivel de interés o motivación del estudiante. Un punto adicional es el de las mediaciones didácticas utilizadas para invitar a leer determinado texto. No basta con anunciar el artículo o el capítulo de un libro; lo aconsejable es usar guías de lectura, o utilizar la estrategia del subrayado de las ideas-fuerza, o invitar a trabajar citas mediante el recurso del contrapunto, o pedir una síntesis reconstructiva (de un determinado número de palabras) o usar un repertorio de preguntas (muy de corte abductivo) que lleven a una búsqueda de indicios o marcas claves dentro del texto. Este aspecto de las mediaciones didácticas es vertebral para que la actividad de lectura no quede circunscrita a una “obligación” o una “tarea”, sino que sea una genuina forma de fomentar o lograr determinado aprendizaje.
¿Cómo implementar la lectura crítica en nuestros espacios vocacionales? (María Alejandra Garzón)
Esta pregunta me parece una oportunidad para que los estudiantes practiquen de manera real las estrategias de la comparación, el contraste y, si se quiere, las ventajas y desventajas de determinada oferta académica. Bastaría invitarlos, usando un cuadro comparativo, a que indaguen tanto en el material informativo que circula en los portales de las universidades, como en pequeñas entrevistas con los directores o coordinadores de las carreras que les parecen más llamativas o por las cuales sienten algún interés. De igual modo podría hacerse lectura crítica de los plegables o del material promocional ofrecido por dichas instituciones; pero, eso sí, fijando previamente algunos criterios que permitan a los estudiantes ir más allá de estas piezas publicitarias, concentrándose por ejemplo en el perfil de ingreso y de egreso, en el objeto de estudio, en las competencias o habilidades consideradas como fundamentales, en la nómina de profesores que respaldan la calidad del programa. Sería de mucha utilidad que los orientadores de estos espacios vocacionales hicieran con los estudiantes lectura crítica del plan de estudios de carreras muy parecidas con el fin de afinar los criterios de elección o descubrir el “plus diferenciador” de cada estamento educativo. No sobra, de igual modo, motivar a los estudiantes a hacer lectura crítica (desde la perspectiva de encontrar recurrencias) de entrevistas escritas o audiovisuales dadas por los egresados de los campos profesionales que más les llaman la atención; aquí lo valioso es captar eso que, desde el testimonio de la vida en un oficio, constituye lo medular de una carrera. Ciertos recursos y técnicas para la resolución de problemas o la toma de decisiones pueden llegar a convertirse en herramientas valiosas para hacer lectura crítica en los espacios vocacionales.
¿Considera la Escuela que el arte es un potenciador de los procesos de lectura crítica? (Diana Patricia Rojas) ¿Cómo vincular el arte y la lectura crítica? (Diego Hernández)
Son diversos los modos y las estrategias como el arte potencia o sirve de recurso para la lectura crítica. En una primera perspectiva, cuando sus propias manifestaciones (pintura, cine, teatro, literatura, música…) sirven de escenario o motivo para adelantar ejercicios de lectura crítica; o, en una segunda dimensión, cuando a través de las propias expresiones artísticas se logra hacer lectura crítica de un evento, una situación o determinado aspecto de la realidad. Si nos detenemos en el primer modo, es indispensable contar con recursos como las fichas de observación o una serie categorías que permitan superar el mero “emotivismo” o “impresionismo” de las obras artísticas. El solo hecho de que los estudiantes logren pasar del ver al mirar es un avance en la lectura crítica. Si tomáramos el video o el cine, por ejemplo, ayudaría muchísimo a una lectura crítica discriminar los signos que dan cuenta de tal obra artística (técnicos, dramáticos, narrativos, simbólicos), precisamente para lograr relacionarlos y ver la articulación entre los detalles y el conjunto (asunto vertebral en una lectura crítica). Es importante que los maestros ofrezcan ese repertorio de criterios de análisis en los que los aportes de la semiótica siguen siendo imprescindibles. Qué grandes beneficios traería para el estudiante leer críticamente una pintura diferenciando o teniendo en cuenta aspectos tales como el asunto, la composición, la época, el estilo. Eso en relación con la primera perspectiva. Pero el mismo arte puede ser un recurso poderoso para hacer lectura crítica. Recuérdese El Guernica de Picasso, La ópera de los tres centavos de Brecht, Cambalache de Discépolo, El gran dictador de Chaplin o Las uvas de la ira de Steinbeck, para mencionar unos pocos ejemplos. Siguiendo este mismo derrotero, es factible orientar a los estudiantes a que, usando medios artísticos, produzcan obras en las cuales se muestre una lectura crítica de algún hecho, problema o temática específica. En este caso, las estrategias de la ironía, la parodia o el humor son recursos con grandes posibilidades tanto en las artes plásticas y los géneros literarios como en los medios audiovisuales, las artes escénicas o las asociadas al canto y el campo de la música. Lo importante en esta segunda dimensión del arte es que las expresiones de los estudiantes sean un medio para hacer lectura crítica de la realidad y, con ello, contribuir de manera sensible a crear conciencia social, ambiental o que sirvan de espejo evaluador, de toma de distancia comprensiva, ante aquellas formas de alienación que coartan la libertad, azuzan el fanatismo y obnubilan el buen juicio.
¿Cómo lograr que la lectura crítica se dé desde los más pequeños? (Olga Bravo)
Las primeras aproximaciones a la lectura crítica están muy relacionadas con procesos de pensamiento como la comparación, la inferencia, el contraste, la resolución de problemas…, operaciones cognitivas que están a la mano cuando se trabaja educativamente con los más pequeños. De otra parte, el uso de textos cortos como la fábula, el apólogo o la parábola son ideales para ir familiarizando al estudiante con lo alegórico, el doble sentido, la ironía o el humorismo. Emplear fábulas no solo es un buen recurso para ilustrar la lectura crítica de comportamientos reprochables o sentar las bases de una educación moral, sino que resulta de gran utilidad para hacer “clarificación” de un valor, una virtud o determinada forma de interacción social. Desde luego, no se trata únicamente de leer para escuchar este tipo de relatos, sino de fomentar el diálogo en clase, el debate, la puesta en común de diversos puntos de vista, prácticas de aula esenciales para sentar las bases de una genuina lectura crítica. Es posible emplear también la lectura de adivinanzas, para empezar a familiarizar a los niños y niñas con el sentido implícito de estos textos, para ver cómo opera el juego entre lo denotado y lo connotado, o resolver un problema planteado a su inteligencia o a su imaginación. Otro recurso de gran ayuda es la lectura de libros-álbum, especialmente los que ilustran un vicio moral, un comportamiento reprochable, un cuestionamiento a cierto tipo de conductas lesivas para una sociedad. Cuando se emplea este medio, no sobra recordar los diversos elementos que sirven de motivo para una lectura crítica: desde los elementos materiales (portada, guardas) y de diseño gráfico (tensión vertical-horizontal, tipografía), hasta otros como los propios de la imagen (punto, línea, perspectiva, textura) o aquellos que responden a la narrativa (historia, personajes, diálogo) y al campo cinematográfico (encuadre, plano, angulación). Si se logra que los más pequeños lean los textos vinculando los detalles con el conjunto, si nos preocupamos por seleccionar libros-álbum que inviten a desarrollar el pensamiento inferencial, si convertimos la relectura en un modo de profundizar en el mensaje profundo de tales textos-imágenes, muy seguramente labraremos un buen terreno para la lectura crítica.
¿Cómo aprender a hacer lectura crítica en el mundo hipermediatizado de nuestros estudiantes? (Ana Leonor Soto Agudelo)
Más que un impedimento, los medios del mundo de las nuevas tecnologías son idóneos para hacer lectura crítica. Someter a análisis lo que circula en la red o llega apresuradamente a los teléfonos móviles usando el contraste de fuentes, los marcadores de mentira o los rasgos recurrentes de la ideología subyacente, es hoy más que nunca un escenario ideal para la lectura crítica. Si se desea hacer lectura crítica de los memes, bastaría echar mano de unas preguntas clave en clase para superar el inmediatista consumo de información, tales como las sugeridas por Colin Lankshear y Michele Knobel, en su obra Nuevos alfabetismos. Su práctica cotidiana y el aprendizaje en el aula: “¿qué idea o información transmite el meme?, ¿dónde se sitúa el meme con respecto a las relaciones que implica o invoca?, ¿qué nos dice el meme sobre los tipos de contextos en los que se muestra contagioso y replicable?, ¿qué parece dar por supuesto el meme acerca del saber y la verdad en un contexto concreto?, ¿qué nos dice el meme sobre el mundo o una determinada versión del mundo?, ¿quién reconocería el meme como parte su espacio de afinidad o como relevante para él mismo?”. Estos autores insisten en que una lectura crítica de estos artefactos tan abundantes en las redes sociales supone el uso intencionado de la pregunta en cuatro niveles: el de referencia o de ideas, el contextual o interpersonal, el ideológico o de visión de mundo y el de prácticas y afinidades sociales. Sirve también hacer lectura crítica de seguimiento a determinado meme en un tiempo considerable para observar su impacto, las derivaciones que sufre, las adaptaciones que de él se hacen en diferentes contextos y, lo más importante, la intención fundamental de su objetivo comunicativo: alarmar, ironizar, burlarse, promover el odio, calumniar, crear incertidumbre. Estos mismos recursos podrían emplearse con esos mensajes en cadena que se multiplican en el chat o los videos de formato corto que pueblan las redes sociales.
¿De qué manera, como docentes, podemos valernos de la didáctica para formar lectores críticos? (Gina Sáenz)
Si bien es cierto que los fundamentos y métodos de la didáctica son importantes para cualquier tipo de lectura, en el caso de la lectura crítica son vitales para lograr los mejores resultados. En consecuencia, aspectos como los de la planeación, la motivación, el diseño de actividades y las rúbricas de evaluación, merecen pensarse con cuidado y no dejarlos a la improvisación de la clase. La elaboración de guías o de protocolos de lectura son valiosos para evitar la superficialidad o la vaguedad en las opiniones frente a un texto; las guías orientan el ojo del lector, permiten darles una secuencia a diversos procesos cognitivos, hacen las veces de un tutor en determinados momentos de una actividad, acompañan al estudiante para garantizarle alcanzar el objetivo esperado o una meta de aprendizaje compleja. Salta a la vista que, si se quiere formar lectores críticos, no son suficientes las explicaciones generales o las intimidaciones con una baja nota; más bien se trata de mostrarles a los estudiantes –con secuencias formativas bien diseñadas– cómo se puede ahondar en un texto, ver la interrelación entre sus partes, descubrir significados latentes, apreciar la interacción entre el texto y su contexto. Eso supone concebir muy bien el antes, el durante y el después de la clase, lo mismo que el tipo de actividades vinculadas a aprendizajes específicos. Del mismo modo, los maestros y maestras tendrán que elaborar formatos y destinar momentos de evaluación acordes al grado, al tipo de texto y a las características particulares del grupo y de la institución educativa. Será de gran utilidad, en este mismo camino, dejar de atiborrar de lecturas a los estudiantes y más bien seleccionar las que en realidad resulten esenciales; y no dejar la comprensión de tales lecturas reposando en el fuero interior de cada estudiante, sino convertirlas en motivo de conversación, de debate, para que sea en la clase donde reverbere su cabal significado.
¿Qué elementos se deben priorizar a la hora de evaluar la lectura crítica (Yudy Cuéllar Joya)
Por supuesto, lo prioritario es que los recursos evaluativos vayan más allá de la constatación o el sentido literal de los textos que tomemos para leer. Leer críticamente es, en esencia, ver lo que está oculto o implícito, aquello que necesita más de un repaso para advertirlo o que si no lo sometemos al filtrado de una variedad de lentes parecerá inofensivo o de poco interés. Esto obliga a que los maestros preparen o elaboren rúbricas y rejillas de evaluación en las que se evite calificar generalidades y más bien se abogue por discriminar la actividad de lectura, incluyendo criterios específicos y descriptores puntuales. En suma, crear tipos de evaluación que permitan diferenciar lo denotado de lo connotado; esforzarse en que las rejillas de evaluación lleven al estudiante a hacer relaciones, cotejar diversas fuentes, hacer mínimos análisis de contenido y explicarse los textos siempre en diálogo con la dimensión contextual. Siempre es bueno combinar la lectura crítica con síntesis evaluativas escritas. Acá cobra sentido la reseña evaluativa, el mini-ensayo, el contrapunto, la síntesis reconstructiva o la parodia. Y si en la lectura crítica se hace un trabajo de “deconstruir” los mensajes, de analizarlos parte por parte, ahora –al escribir el resultado de dicha lectura– se debe procurar reconstruir el sentido profundo del texto en cuestión. No sobra agregar que el proceso de evaluación de la lectura crítica demanda del maestro un permanente ejercicio de retroalimentación para que el estudiante, a partir de los productos que vaya presentando, avance o profundice en otros niveles de lectura. En consecuencia, es más conveniente apelar a la evaluación formativa y a recursos como el portafolio, el estudio de casos o el trabajo por proyectos.
¿Cómo empezar a hacer un entrenamiento cerebral para la lectura crítica? (Claudia Patricia Gordillo Torres)
Sospechar, poner entre paréntesis, mirar tras las líneas, hacer conjeturas… todas estas acciones constituyen un buen grupo de ejercicios necesarios para estar en forma para la lectura crítica. Y el entrenamiento puede ir un poco más allá: consumir información de diverso enfoque ideológico, habituarse a contrastar fuentes, leer historia, no quedarse con los mensajes más inmediatos, desconfiar de lo que “circula” en la cuerda floja de la inmediatez. Nuestro cerebro será más hábil para hacer lectura crítica si tiene otras fuentes de información diferentes a las redes sociales o a los mensajes de chat; si se acostumbra a ofrecer razones y no solo a ser resonancia de emociones; si hace más preguntas divergentes que convergentes; si no pierde la costumbre de releer, repasar o volver a subrayar los textos; si está atento y sabe seguir las pistas sutiles que la realidad ofrece en sus manifestaciones cotidianas… Entrenamos el cerebro para la lectura crítica cuando meditamos, cuando disponemos del tiempo lento para el análisis, cuando entendemos que el conocimiento se construye socialmente y que nuestro juicio depende de cómo resolvemos el conflicto de las interpretaciones.
Antiguos libreros conocidos, fondos editoriales tantas veces buscados, reencuentros con colegas, grupos de escolares por doquier, estantes, exhibidores, libros aquí y allá. Sí. La Feria del libro abrió de nuevo sus salones, de manera presencial, a los amantes de la lectura y a todos los que, como yo, profesamos cariño por el libro y la industria editorial. Después de tres años volví a caminar –mis pasos conocen el recorrido de memoria– los pabellones de Corferias en Bogotá.
Varios amigos y amigas, que saben de mi pasión por este acontecimiento, me escribieron al celular o me llamaron para preguntarme ¿si había ido a la feria? Mi respuesta parecía revivir la de años anteriores: varias veces. Porque no basta una única vez para encontrarse y celebrar el encuentro con estos objetos de tinta y de palabras que desde su mudez esperan unos ojos y unas manos que los insuflen de vida o les permitan hablar a nuestro pensamiento.
En mi caso, por lo general la primera visita es a aquellos pabellones en los que conozco se exhiben los sellos editoriales más cercanos a mis intereses: está el número 6, de edición nacional, en el que busco el local 614 de Ícaro libros, que distribuye libros de Cátedra, Tecnos, Morata, Pepitas de Calabaza, Alba, Valdemar, El Ateneo, sobre temas de educación, filosofía, cine, comunicación, poesía y mucha literatura. Después paso al Fondo de Cultura Económica y al local de Artemis libros que distribuye un buen surtido de Editorial Akal. En esos sitios echo una primera ojeada a las novedades o me detengo en lo que las mesas presentan como nuevas publicaciones. Este es un recorrido que termina por lo general en otro pabellón, el de literatura infantil y juvenil, en particular en el local 902, de Ediciones Monserrate, en el que encuentro los libros álbum de Kalandraka, Bárbara Fiori, Takatuka, Corimbo y Tramuntana y La Fragatina. Unos pasos hacia el sur me detengo en el stand 501, de Asediciones que trae sellos como Lata de Sal, A fin de cuentos, Periplo, Nube Ocho y Pictus. Otro día, en un ritmo más lento, visito algunos pabellones bajo la lógica de mirar qué sorpresa pueden ofrecerme o con la atención suficiente como para descubrir alguna “joyita” que desde hacía tiempo estaba buscando; esta caminata sigue una ruta más cercana a los pasadizos de tránsito previamente marcados por la organización del evento. Una visita más la dedico únicamente a revisar las novedades de publicaciones universitarias, en el segundo piso del pabellón 3, a husmear las novedades cobijadas bajo el nombre de “libros técnicos y científicos”, en el pabellón 8, y a pescar lo que ofrecen las Editoriales españolas del pabellón internacional. En otras oportunidades, y de acuerdo a la programación, asisto a algunos eventos que me interesan o me dejo llevar por cierto azar al que convoca el país invitado de honor. Durante otros días visito el primer piso del pabellón 3, el de edición nacional, y miro con cuidado qué ofrece Siglo del hombre que distribuye sellos como Siglo XXI, Herder, Atalanta, Katz, Pre-textos, Trotta y Anthropos. En la última semana de la feria hago una visita adicional porque, como bien saben los amantes de este evento, algunas novedades sólo llegan en esos días, y es la oportunidad para repetir –de manera ágil– el itinerario de la primera visita.
Cuando regreso a casa empiezo a revisar con detenimiento y fruición las recientes adquisiciones. En una especie de ritual, voy sacando de las diversas bolsas aquellos libros que me resultaron interesantes y me subsumo en sus páginas. Hay un goce infantil que revive las ocasiones en que de niño alquilaba cuentos y me pasaba largas horas extasiado con las aventuras de Red Ryder, Turok el guerrero de piedra, Juan sin miedo o Joyas de la mitología. A veces algunas de esas “joyas” las comparto con personas de mi familia, otros se convierten en protagonistas de mis horas de lectura de estos días y, después, vuelven a las bolsas a la espera de que pueda retomarlos en ocasiones posteriores. Lo cierto es que aún no pasan a los estantes de mi biblioteca; están en la sala de espera, a la expectativa de una segunda lectura o una revisión de largo aliento.
Y como me gusta compartir lo que encuentro con amigos y amigas que son cómplices de esta pasión por la lectura, considero que vale la pena hacer públicos algunos de estos hallazgos de la Feria del libro de este año que tuvo como lema “Vuelve para que vuelvas”. Quizá en el fondo lo que más me interesa es celebrar con otros la alegría que he sentido al caminar de nuevo –en gozosa libertad– entre miles de libros, resguardado por esos silenciosos compañeros tan queridos a lo largo de mi vida; los libros que, durante la pandemia, recobraron su justa importancia: mostrarnos que podían darles alas a nuestro espíritu a pesar de que nuestros cuerpos estuvieran confinados y negados al encuentro.
Empezaré destacando un grupo de libros-álbum que, además de parecerme interesantes por su alto grado creativo visual, muestran propuestas relevantes o interesantes en su contenido. De paso confieso que hallar este tipo de obras me lleva unas buenas horas de revisión y lectura en pie durante los recorridos que hago en las diferentes visitas; pero lo que logro descubrir considero que vale la pena. O si no miren este septenario de obras.
El libro-álbum Duelo al sol de Manuel Marsol, impreso por Fulgencio Pimentel en Portugal, en el 2019, tiene como escenario el oeste (el río Bravo). Allí, en ese árido escenario, se desarrolla un duelo que, por diversas circunstancias se va postergando hasta que la llegada de la noche obliga a posponer tal desafío. La combinación entre planos generales y primeros planos hace que se prolongue el suspenso y el duelo entre el indio Trueno Tranquilo y el cowboy John Bill Arizona. Página tras página la pelea entre estos dos enemigos acérrimos se disuelve y, con cierto toque de ironía, el duelo es una oportunidad para que los contrincantes terminen aprendiendo uno del otro. El manejo del color–de una tonalidad serigráfica– es maravilloso.
Mucho, la obra de Sol Ruiz (Narval, Portugal, 2021), es otro libro-álbum digno de exaltar. La tesis inicial es clave para el desarrollo de la historia: “Mucho no es nada… de momento. Pero está decidido a ser algo”. Y, precisamente, de eso se trata: de la búsqueda de un “borrón” para ser “algo”, así ese “algo” parezca poca cosa. Excelente propuesta –en clave alegórica– sobre la indagación de la identidad y de cómo aceptar esa singularidad a pesar de lo incipiente o indeterminada que pueda parecernos en cierta etapa de nuestro desarrollo vital.
Con textos de Antonis Papatheodoulou e ilustraciones de Iris Samartzi, editorial Kalandraka (Pontevedra, 2021) ofrece un libro-álbum fascinante: En la cola para el arca. Como el título lo sugiere, el trasfondo es la historia bíblica del Arca de Noé, pero con un final diferente. Los diálogos sucesivos entre diversas parejas de animales mientras hacen cola para entrar a la “embarcación más grande jamás construida en el mundo”, contrasta con el cierre de la obra cuando el oso portero anuncia a los animales expectantes: “¡Entren, pasen, la función va a comenzar!”. Las figuras hechas con papeles recortados y superpuestos dan un dinamismo a las imágenes que sirve para resaltar una parodia moderna a un relato clásico.
Resalto también Una piedra inmóvil, con textos e ilustraciones de Brendan Wenzel (Océano, México, 2020). Usando papel recortado, lápices de colores, marcadores, pasteles y arte digital, el autor norteamericano crea un mundo en el que contrasta lo inanimado de una piedra y el dinamismo del mundo que la circunda. Los cambios de perspectiva, dependiendo de quién está cerca a la roca, dotan a este libro-álbum de un ambiente surrealista y, al mismo tiempo, de una fina mirada sobre los cambios en la naturaleza. Lo más banal puede resultar un sitio de gran poder y lo que parece insignificante cobra otra valía si descubrimos en tal objeto su historia, su color, su olor, su posibilidad de trascendencia.
Me detengo ahora en La guerra de José Jorge Letría (textos) y André Letría (ilustraciones) editado por A fin de Cuentos (Bilbao, 2022). Se trata de un libro-álbum en el que hay un magnífico contrapunto entre lo que nos dicen los textos y lo que van mostrándonos las imágenes, pero siempre dando a la ilustración no una función vicaria, sino potenciándola con nuevos significados. La paleta de colores elegida le otorga a la obra un ambiente sombrío, triste y desolador que se acentúa con pequeñas definiciones de la guerra como éstas: “La guerra rasga el día como una enfermedad susurrada y veloz”, “La guerra toma la forma brutal de todos los miedos”, “La guerra es el último escondrijo de la muerte”. El ritmo entre imágenes de página sencilla y otras a doble página aumenta el dramatismo de la obra.
Pongo en un sitial destacado la siguiente obra: Baba Yaga de Joanna Mora (Cocorocq, Santiago, 2021). Si bien es la adaptación de un cuento tradicional ruso lo que resulta novedoso y digno de elogio es el modo como la diseñadora e ilustradora chilena logra armonizar el texto y las imágenes. La historia de la bruja devoradora de niños que nos hizo familiar Afanásiev, cobra en este caso una dimensión fantástica. Las escenas del gato de la bruja que ayuda a escapar a la niña protagonista, de la toalla que se convierte en un caudaloso río, de los bueyes hechizados por Baba Yaga que beben aquellas aguas o la del peine que se transforma en un espeso bosque que sirve de muralla protectora, tienen tanto de mágico como de misterioso. Destaco el trabajo gráfico que, en muchas páginas, alcanza un nivel poético o de metáfora visual.
Concluyo esta primera selección con un libro-álbum de Elisa Ramón y Rosa Osuna titulado: ¡No es fácil, pequeña ardilla! (Kalandraka, Pontevedra, 2020). Y si me parece relevante es por la forma como presenta la pérdida de la figura materna y el modo de sobrellevar y salir de dicha pena. La protagonista es una ardilla roja que pasa por todos los estadios del duelo hasta que comprende, con la ayuda de su padre y un búho amigo, que esa figura tan amada seguirá presente mientras esté en su corazón, y que basta encontrar en el cielo nocturno “la estrella de mamá”, para no perder nunca su cálida protección. Un sutil libro-álbum que nos va llevando, con la delicadeza propia de la acuarela, de la suma tristeza de la pérdida de la madre a seguir exaltando su recuerdo y celebrar la vida.
Italo Calvino: “La palabra une la huella visible con la cosa invisible”.
He releído durante estos últimos días Seis propuestas para el próximo milenio de Italo Calvino, traducidas por Aurora Bermúdez y César Palma (traductor de “El arte de empezar y el arte de acabar” (Siruela, Madrid, 1998). Me continúan pareciendo incitadoras y sugestivas “las cualidades o especificidades de la literatura” previstas por Calvino, en 1985, para este siglo en que vivimos. Valgan, entonces, los contrapuntos que siguen como una manera de profundizar o darle resonancia a sus planteamientos.
Punto:“Mi labor ha consistido las más de las veces en sustraer peso”.
Contrapunto: Comparto esta afirmación de Calvino porque el ejercicio de escribir es, en esencia, una labor de quitar lo innecesario, de podar la maleza, de limpiar el fárrago y la confusión de las palabras. Cuando se empieza a escribir creemos, erróneamente, que la redacción abundante y aglomerada es sinónimo de buena escritura; sin embargo, a medida que nos dedicamos más a esta tarea descubrimos todo lo contrario: que escribir es más bien una tarea de filtrar las palabras, de aquilatarlas en su justo significado, de tamizarlas para dejar solo aquellas que en verdad apuntan a lo que deseamos decir. La sustracción de peso, de la que habla Calvino, se hace más evidente en la corrección, en ese momento de la escritura en que la razón controla el potro cerrero de la emoción y el ojo avizor hace la aduana a los flujos incontrolados de la expresión sin ataduras. El peso es como el lastre, como las adherencias con las que salen las ideas; y el escritor debe limpiar constantemente su dirigible de palabras para que pueda volar a sus anchas la inteligencia y la imaginación.
Punto:“El uso de la palabra tal como yo la entiendo, como persecución perpetua de las cosas, adecuación a su variedad infinita”.
Contrapunto: Me uno a esa convicción de Calvino de que escribir es más una búsqueda que un acierto. Me afirmo, por lo mismo, en que escribir es un oficio artesanal, de tanteos y versiones, de borradores que se van puliendo, afinándose hasta lo que consideramos una versión casi definitiva. Es tan variado y complejo el vasto universo, son tantos los matices de los seres y las personas, que sería ingenuo suponer que en un solo intento el escritor lograría dar en el clavo de su pesquisa. La persecución de que habla Calvino tiene las mismas resonancias de lo que buscaba Flaubert al escribir: hallar esa palabra que condense de manera cabal nuestro pensamiento, que tenga la fuerza comunicativa para interpelar al lector y que, al mismo tiempo, no se preste a confusiones. Labor lenta, cuidadosa, que exige entrega y disciplina. Tarea interminable porque, a medida que el escritor gana experiencia tanto vital como en el mismo oficio de tratar con las palabras, va descubriendo otras acepciones de las cosas, otras alternativas de nombrar el universo, otros modos de acotar lo que percibe, siente, piensa o imagina. Y, sin embargo, esa misma búsqueda de la palabra justa y significativa entraña un goce, un juego, un reto al pensamiento y a nuestras facultades creativas.
Punto:“En cualquier caso el relato es una operación sobre la duración, un encantamiento que obra sobre el transcurrir del tiempo, contrayéndolo o dilatándolo”.
Contrapunto: Me gusta esta observación de Calvino sobre la materia prima con que trabajan los contadores de cuentos, los hacedores de relatos. Ellos son orfebres del tiempo. Y me gusta aún más el matiz que señala: su oficio es “encantarnos”, hacer que la duración de la historia nos tenga hechizados o, al menos, atentos a lo que va a suceder. Los contadores de relatos son maestros en esto de contraer o dilatar el tiempo; esa parece ser su experticia. Entre el comienzo del cuento y el término del mismo está la habilidad del narrador para mantenernos en suspenso, para no dejarnos caer, para sostener la magia de ese acto sutil con la duración. Los buenos hacedores de relatos saben que la duración tiene mayor plasticidad que el tiempo que miden los relojes; conocen que la duración posee un componente sensitivo, emocional. Y, por ello, al elaborar el relato, saben tender muy bien los hilos de la trama, como un artificio para no dejarnos caer en la desatención o el aburrimiento. La trama es el tejido temporal que elabora el narrador para mantener en vilo la sugestión del espectador o del lector, un sortilegio de palabras dispuesto en el intervalo que va desde un inicio hasta un final.
Punto:“Digamos que, desde el momento en que un objeto aparece en una narración, se carga de una fuerza especial, se convierte en algo como el polo de un campo magnético, un nudo de una red de relaciones invisibles”.
Contrapunto: Los objetos no son secundarios en una narración; tampoco parecen ser un decorado o algo despreciable para un escritor. Los objetos tienen densidad y cumplen funciones importantes en un relato o resultan definitivas para comprender un modo de ser, un campo de interacciones o una época específica. Precisamente por eso, lo que señala Calvino es tan relevante. Si el narrador toma la decisión de incluir un objeto, debe saber que, al hacerlo, está metiendo en su historia un elemento que irradiará fuerzas y relaciones de diversa índole. Los objetos gravitan en el relato, atraen y generan repulsas; ofrecen pistas sobre asuntos que parecen incomprensibles y son testimonios vivos, así luzcan inertes y mudos. Los objetos operan por vía metonímica o metafórica; tienen su propio ciclo de vida y contienen una memoria única que solo se despierta si se cuenta con la clave para abrir sus secretos. Los objetos son testigos de lo que nuestra frágil mente olvida y son un legado que poco a poco, a veces sin darnos cuenta, vamos guardando en el pasar de nuestra cotidianidad. El magnetismo de los objetos del que habla Calvino nos advierte de que en los relatos, como en la vida misma, ciertas cosas pueden asumir la magia de un amuleto, y otros objetos ser portadores de una atracción insensata y dañina.
Punto:“La literatura (y quizá sólo la literatura) puede crear anticuerpos que contrarresten la expansión de la peste del lenguaje”.
Contrapunto: Bien parece que la literatura tiene la función de destilar el lenguaje que abunda de forma indiscriminada o es expresado de cualquier manera. Sospecho que Calvino preveía los anticuerpos de la literatura para contrarrestar la verborrea asfixiante, la palabrería inútil, el lenguaje excesivamente procaz y agresivo que prolifera en la comunicación habitual y en los medios masivos de información. De alguna forma, Calvino creía, como yo, que la literatura es una postura ética del lenguaje ante la palabra irresponsable, ante la palabra demagógica, injuriosa, avasallante y abiertamente discriminatoria. Pienso que esos anticuerpos no se refieren principalmente a la corrección idiomática, sino a una conciencia sobre el cuidado del lenguaje como expresión de la tribu y sus urgencias vitales. Los anticuerpos aparecen en el momento en que damos importancia a los fines de las obras literarias, en el instante en que asumimos la autocrítica como un medio de revisar lo que parece ya logrado y cuando rompemos los hechizos de las demandas de la sociedad de consumo. Considero que la peste del lenguaje de este siglo se hace evidente en la proclividad al fanatismo, en la idolatría del yo de las redes sociales, en la desvergonzada mentira como táctica política, en el poco contrapeso que otorgamos al silencio para aquilatar el valor de la palabra. En este ambiente de parlanchines incendiarios y de banalidad expresiva es que la literatura puede reivindicar la fuerza de la palabra creadora de mundos, la labor artesanal del significado justo y sustancial, la fragua de un espejo imaginario que ayude a develar la realidad en que vivimos y, especialmente, a comprendernos.
Punto: “Cristal y llama, dos formas de belleza perfecta de las cuales no puede apartarse la mirada, dos modos de crecimiento en el tiempo, de gasto de la materia circundante, dos símbolos morales, dos absolutos, dos categorías para clasificar hechos, ideas, estilos, sentimientos”.
Contrapunto: Ingeniosos y sugerentes estos dos modos de concretar un ideal estético o, al menos, de aspiración suprema para el que escribe. El cristal que es fruto del pulimento, del orden, de la condensación de la materia; el cristal que brilla y resplandece por la manera como están organizadas sus partes; el cristal que nos advierte del cuidado de la forma y la orientación regular de sus elementos. Y la llama que también irradia luz, pero por la combustión, por lo inflamable de su materialidad; la llama que habla de energía y de calor, de la ingobernable variedad de lo inestable; la llama que expresa la vivacidad y la reacción de los elementos al tocarse; la llama que es vehemente y arrebatada, que oscila divagante entre la propagación y la extinción. Calvino dice que estos dos símbolos pueden ser entendidos también como una tensión entre dos ideales de la literatura: el que hace énfasis en la racionalidad geométrica y el que aboga por la expresión espontánea, libre de formalismos. A mí me gusta entender mejor esta tensión del cristal y la llama en la práctica de la escritura, en esas dos aspiraciones que sirven de faros a todos los orfebres de las palabras: de un lado el afán por ordenar y darle solidez a lo indeterminado; de otro, el deseo de conservar el fulgor de la vida para lograr así comunicarlo a otros. Buscamos el cristal porque pulimos y corregimos: somos artesanos respetuosos de la materia con que trabajamos; perseguimos la llama porque no queremos renunciar a nuestra historia: somos auténticos y sinceros con las experiencias y sueños de que estamos hechos.
Punto:“En los últimos años he alternado mis ejercicios sobre la estructura del relato con ejercicios de descripción, arte hoy muy descuidado”.
Contrapunto: Comparto esta importancia que Calvino otorga a los ejercicios de descripción. Y no solo porque es un arte muy descuidado, sino por el simplismo con que se lo trata en el mundo escolar. Describir supone un dominio de las características y particularidades de los seres y las cosas; una claridad en el modo de hacer distinciones y un ojo aguzado para percibir los detalles. Cuando se ha explorado en este arte los términos no son intercambiables y el más pequeño ser recobra su asombrosa complejidad. Quien describe no solo pinta, sino que identifica, pormenoriza y representa; al describir hacemos vivo lo inanimado y ahondamos en los engarces inadvertidos que estructuran los organismos. Las diversas técnicas de la descripción (prosopografía, etopeya, retrato, hipotiposis, écfrasis…) contribuyen a poner entre paréntesis o sospechar de las generalizaciones, a conocer y usar más a menudo los tesauros o diccionarios temáticos, a evaluar o potenciar nuestra competencia lexical. Describir supone, antes de cualquier cosa, un afinamiento de los sentidos, una curiosidad hermana de la indagación y una capacidad de ordenar o poner en relación lo disperso o desagregado. Describir es devolverle a la palabra su potencial genésico.
Punto:“La literatura sólo vive si se propone objetivos desmesurados, incluso más allá de toda posibilidad de realización. La literatura seguirá teniendo una función únicamente si poetas y escritores se proponen empresas que ningún otro osa imaginar”.
Contrapunto: Este llamado de Calvino a expandir las potencias del lenguaje, a explorar en sus múltiples combinatorias, a imaginar más allá de lo imaginable, resulta de vital importancia en nuestros tiempos cuando hay un reduccionismo de la expresión y un empequeñecimiento de las formas expresivas. Me uno a esta consigna de Calvino de ser desmesurados, tal como clamara Vicente Huidobro en Altazor, o como lo imaginó el cubano José Lezama Lima en su apuesta por el potens y la sobrenaturaleza. La desmesura es un modo de romper el lenguaje estereotipado, los formulismos vacíos y una cierta insustancialidad en los mensajes que se replican en las redes sociales. La desmesura es ampliación de las fronteras de la significación y un estiramiento de las fibras más íntimas del lenguaje. De allí que esa tarea sea compartida con los poetas porque son ellos, precisamente, los que mejor han explorado en la palabra, en su rica variedad semántica, en los sentidos que adquiere según un cambio de disposición, en el ritmo que suena al interior de su almendra. Abogar por esta invitación a imaginar mundos posibles con palabras es una salida a las formatos estandarizados por el consumo masivo o a repetir lo que las grandes audiencias demandan o lo que la moda fija como gusto del momento. En esos proyectos imposibles, en esas obras que rompen todo esquematismo vigente, es donde mejor se siente el poder liberador y fundante de la literatura. Su función siempre está en lanzar nuestra mente hacia lo hipertélico, hacia lo increíble posible, hacia esas regiones del espíritu que se niegan a ser domesticadas por cualquier tipo de hegemonismo.
Tal vez una forma de celebrar el día del idioma sea detenernos a pensar en las palabras, esa materia prima que, en mi caso, es el español. Pero no deseo entrar en estudios filológicos o en disquisiciones de hondura lingüística; prefiero hablar de las palabras como usuario de ellas, como alguien que se vale de su utilidad comunicativa o que lucha con sus significados cuando intenta escribir. Celebremos el idioma enalteciendo la sustancia especial con que está hecha nuestra lengua.
Iniciemos, entonces, este homenaje a las palabras diciendo que ellas empiezan a escucharse desde el vientre de nuestra madre; y que se hacen más visibles y sonoras al empezar nuestra existencia. Las palabras son otra leche que bebemos en la infancia. Como viví esos primeros años en las montañas campesinas de Cundinamarca y el Tolima, buena parte de las primeras palabras que impregnaron mi mente provienen de los nombres de la naturaleza o de herramientas de trabajo. Recuerdo ahora palabras como “cucarachero”, “guatín”, “barretón”, “totuma”, “guácimo”, “enjalma”, “tomineja”, “guayacán…” Esa cartilla viva del entorno, aquellas palabras, eran dichas de forma espontánea por mis familiares o por jornaleros que trabajaban en las tierras de Capira. Así que no eran términos abstractos, sino realidades que se movían en las canales de la casa, o trofeos exánimes que traía mi tío Ulises luego de llegar de cacería, u objetos que mi abuela Hermelinda llevaba al hombro para sacar unas yucas, o útiles caseros para tomar la limonada, o árboles de los cuales se tomaban unas bellotas para cuidar el cabello de las mujeres, o un apero para ponerle a las mulas, o un pequeño pájaro tornasolado que pasaba fugaz, o un árbol de madera dura del cual se hacían zurriagos y que era un objeto indispensable de cualquier caminante. Las palabras nacen inmersas en un contexto; o mejor, responden a la manera como los hombres habitan determinado ambiente geográfico.
Otras palabras que tengo vivas en mi memoria son las usadas para señalar algunas acciones o para identificar ciertos oficios: “trillar”, “desgranar”, “amolar”, “soasar”, “agüeitar”, “descerezar”, “apuntalar”, “traspaliar…” Por supuesto, esos verbos formaban un campo semántico con utensilios u objetos que de tanto oírlos se iban interiorizando sin que tuviera absoluta conciencia. Porque no se puede trillar sino se tiene el “pilón” y la “manija”; porque es imposible desgranar sin evocar la “tusa”, el “amero” y el “zarzo”; porque es irrealizable amolar sin pensar en el “machete” o la “peinilla”; porque no se puede soasar sin el “fogón” y un buen “rescoldo”; porque para “agüeitar” es necesario que salga el “carmo” o el “ñeque”; porque en la acción de descerezar está la “almendra” y también la “pulpa”; porque para apuntalar se requiere un “fiambre” y para traspaliar hay que llevar un “calabozo” o tener al frente un “monte jecho”. Como puede inferirse de todo este vocabulario, muchas de estas palabras tienen significado encarnado para mí, en tanto para otras personas resonarán distantes o sin ninguna carga comunicativa. Las palabras, las propias, son otra señal de identidad de nuestra procedencia, otro modo de nombrar un origen.
Después de salir huyendo del bandolerismo y llegar a la ciudad capital, varias de esas palabras seguían en mí y en mi familia. Y si bien empecé a conocer otros vocablos, en el pequeño espacio del hogar mi padre seguía hablando de que tenía “gurbia”, comentaba de alguien que era un “angurriento”, “arrumaba” los trastos, se “achajuanaba” de buscar durante días un empleo, se le “enmochilaban” las razones, le buscaba la “comba” al palo, pedía que yo fuera “acomedido” con mi madre, afirmaba que no tenía “marmaja” o se molestaba por algún “pechugón” que llegaba a visitarnos justo antes del almuerzo. Mi padre hablaba de lo triste que era caer en la “pernicia”, insistía en ahorrar para no quedar en la “inopia” y cuando me veía desatento o “atembado” frente a algo que trataba de enseñarme me corregía con un verbo que a pocas personas he escuchado: “atisbe”. Así que uno se traslada de domicilio, pero lleva consigo sus palabras, al igual que carga sus “chiros” en una maleta. Quizá dejemos de usar algunas de ellas, pero en nuestra mente siguen reverberando como un murmullo plagado de afectos y recuerdos: “chapalear”, “agalludo”, “langaruto”, “entenado”; el “nicuro”, la “oscurana”, la “talanquera”; el pasto “yaraguá”, el “sol de los venados”.
Decía que la ciudad capital me puso en contacto con otras palabras, muchas de ellas provenientes de los libros. Estas nuevas palabras podían salir de un dato histórico, una anécdota, alguna materia en particular: “Leoncico”, “Tundama”, “Bochica”, “nimbos”, “pijaos”, “arcabuz”, “Orinoco”, “Cumbal”, “palafitos”, “esdrújulas…” Todas esas palabras vinieron como una avalancha, grado a grado, año tras año; además de leerlas las escribía en mis cuadernos “Cardenal”. En varias de las clases de primaria nos pedían transcribir el vocabulario que estaba al final de cada lectura y que buscáramos el significado en el Diccionario. Creo que allí empezó una fascinación por ese tipo de obras. El diccionario está lleno de palabras, es como la selva del lenguaje, como un mar extenso de vocablos. Rememoro aquel primer Diccionario abreviado de la lengua española, Vox, que tenía páginas a color con ilustraciones. Resultaba entretenido ver cómo unas palabras me llevaban a otras y éstas a otras más en una cadena interminable. “Catafalco: túmulo para las exequias”; “Exequias: honras fúnebres”; “fúnebre: relativo a los muertos. Luctuoso”; “Luctuoso: triste y digno de llanto…” A veces, terminada la tarea, me quedaba hojeando ese pequeño libro, viajando entre sus páginas, un poco a la deriva por la curiosidad y el asombro de lo desconocido: “arrebol”, “contumelia”, “epitelio”, “fosforescencia”, “hemeroteca”, “juglar”, “mucílago”, “podenco”, “reticencia”, “talismán”, “vespertino”.
Y había unos textos en los que se encontraban palabras “extrañas” o que no se usaban de manera corriente: en los poemas. Una buena parte de esas palabras tenían dentro de sí una especie de música que les otorgaba un encanto especial. El profesor leía esos poemas con voz entonada, alargando el final, para que nosotros nos contagiáramos de una emoción o un estado de exaltación lírica: “El mismo sol que la esmaltó de verde / la abrasa en los ardores del estío; / si ayer ciñó diadema de rocío, / hoy diadema, color y vida pierde…” En ese momento yo desconocía algunas de esas palabras, pero al oírlas leídas por el maestro me llevaban a recordar los árboles de mi infancia. “Despojo es del gusano que la muerde, / del cierzo que la empuja a su albedrío; / sumergida en el fango o en el río / ¿quién habrá que mañana la recuerde…?” Palabras como “esmaltó”, “estío”, “ciñó”, “cierzo”, “albedrío”, con otras tantas que parecían salir de algún mundo fantástico, desfilaban por el salón cuando el profesor leía esos versos. Hoy sé que los vocablos usados por la poesía no sólo significan, sino que pretenden tocar nuestra sensibilidad, mover nuestras emociones; en este sentido, las palabras además de servir de medio de comunicación son también un recurso para conmovernos, apasionarnos o tocar las fibras de nuestro corazón.
Cuántas palabras vamos apropiando de lo que leemos, de personas con las que tratamos, de viajes o aventuras a otros territorios, de largas horas de estudio al aprender una profesión. Muchas de esas palabras, aunque ajenas al principio, van formando parte de nuestro modo de expresarnos, se convierten en un bien preciado de nuestro capital cultural. De alguna manera, somos las palabras que nos habitan y aquellas que pronunciamos. No obstante, todos esos términos oídos o leídos cobraron otro sentido cuando empecé a intentar escribir. Diría que fue un redescubrimiento de la materia misma de las palabras, de su origen, de su variedad, de su escurridizo dominio. Porque no es lo mismo “acceder” que “infiltrarse”, ni “pasar”, que “penetrar”; porque si bien hay afinidades entre las palabras, de igual modo existe un vocablo que es el más justo o adecuado para determinada frase o expresión. A veces las palabras nos engañan con un presunto parecido: “Infectar”, “infestar”, o hay grados entre ellas que nos obligan a seleccionar el término preciso para el remedio que tenemos en mente: quizás “antídoto” sea preferible a “bálsamo” o a lo mejor “lenitivo” sea más certero que “calmante”. Infiero de lo anterior, que quien se vuelve un artesano de las palabras descubre en ellas potencialidades inadvertidas para las otras personas. O, dicho de otro modo, que hay niveles diferentes en el uso de las palabras; que existen unos que las cultivan y degustan con fruición y otros, la mayoría, que las consumen rápido según la ocasión o la necesidad.
Me analizo en mi labor de orfebre de las palabras y observo alrededor de mi escritorio los útiles que me sirven de oráculos o mentores. Una variedad de diccionarios presta fila como escuderos de mi oficio solitario: están los dos tomos del Diccionario de uso del español de María Moliner; al inicio ella habla del “cono léxico” y de las “palabras cumbre” y de la dificultad para redactar definiciones con “uniformidad, precisión y propiedad”. Moliner es mi ayudante de cámara cuando escribo. Un poco más arriba, hacia la izquierda de la biblioteca, está el Thesaurus Sopena de antónimos y sinónimos que me ayuda a ver las palabras en sus campos semánticos, en esa red de significados con sus sentidos y acepciones. Con este diccionario multiplico las posibilidades de una idea o le doy variedad léxica a lo que escribo. Al lado de este grueso volumen, se encuentra el Diccionario ideológico de la lengua española de Julio Casares que hace contrapunto con el Diccionario de ideas afines de Fernando Corripio; dos obras que ya tienen las marcas del uso de mis manos porque, a veces, uno conoce el significado de una palabra, pero ha olvidado el nombre o el término preciso; entonces, al ir a estos diccionarios, la memoria o el grado de afinidad entre las palabras me permite reencontrar lo que buscaba. Y están también los Diccionarios de Dudas del español con los cuales trato de no caer en errores flagrantes de redacción o evitar que algún “gazapo” salte traviesamente en una página. Son más los guardianes de mi oficio artesanal con la escritura; aunque al tener toda esa fortaleza de palabras, me siento más confiado para adentrarme en sus terrenos inestables e inexplorados.
Concluyo este homenaje a las palabras mencionando siete de ellas, entre muchas agolpadas en mi mente, que me son queridas o están en sintonía con mi personalidad: “Capira”, que es otro nombre de la libertad, del aire limpio y el sol esplendoroso, de la montaña majestuosa y las palmeras en lejanía. “Perseverar”, la gran lección de mis mayores, el mandato supremo para enfrentar las dificultades y el secreto para conquistar las grandes metas. “Ensimismarse”, que es un llamado a ir hacia adentro y concentrar la atención hasta el punto de hablar con nuestros pensamientos. “Fraternidad”, porque ella representa mi sensibilidad hacia la fragilidad ajena y mi deseo de ofrecer un abrazo al necesitado. “Enseñar”, que habla de un quehacer que colma mi espíritu y mediante el cual contribuyo a construir un mundo más equitativo y menos plagado de fanatismos. “Escribir”, por ser mi camino elegido, en el que se conjugan la pasión y la creación, el testimonio de vivir y las lúdicas formas de la imaginación. “Sabiduría”, que es el propósito supremo de una existencia reflexionada, el descubrimiento de la cordura necesaria para llegar con tranquilidad hasta el final de mis días.