La escritura, además de sus funciones utilitarias y comunicativas, puede ser un medio idóneo para reconocernos.
Pero, antes de desarrollar esta tesis, considero importante recordar algo sobre el sentido del reconocimiento. En la tragedia clásica, la anagnórisis o agnición era el momento en que, por determinadas circunstancias (una cicatriz, por ejemplo), se lograba el descubrimiento de un desaparecido o la identidad de alguien oculto. Sirva de ilustración la escena de Euriclea, la anciana ama de llaves, cuando lava los pies a Odiseo y lo reconoce, precisamente, por la herida que le había dejado el jabalí en su muslo. Ese mínimo detalle conduce a revelarle a la anciana que no está frente a un mendigo, sino ante su antiguo amo. El reconocimiento, como se infiere del ejemplo, permite revelar una identidad, sacar a flote la persona auténtica.
Entonces, ¿por qué considero que la escritura es una aliada o un recurso excepcional para reconocernos?
En principio, porque cuando realizamos un registro escrito sobre un hecho, una vicisitud o peripecia personal, al hacerlo empezamos a entender su peso, su valía, o su grado de resonancia en nuestra existencia. Es como si tuviéramos un espejo de palabras para, a través de esos signos, mirarnos cara a cara. Ya se trate de una situación de dolor o de alegría, un evento positivo o un problema abrumador, la escritura de tal suceso nos revela, nos ayuda a entender “aquello que nos pasa” y, en esa misma medida, contribuye a que veamos cómo encajan esas piezas discontinuas dentro de la figura de nuestro ser. No digo, por supuesto, que ese reconocimiento siempre tenga un resultado feliz; de igual modo puede llevar a ensimismamientos retadores o dolorosos, a descubrir falencias recurrentes, o a detectar actuaciones que al verlas puestas en el papel muestran filiaciones con “marcas” de crianza o improntas escondidas de un temperamento.
Además de esto, la escritura nos ayuda a recuperar hechos de nuestra vida para volverlos genuinos acontecimientos. Nuestra infancia, nuestro periplo afectivo, nuestras pérdidas y alegrías, los grandes triunfos, las penosas derrotas… todo eso por lo que pasamos, esas peripecias existenciales, se tornan memorables cuando pasan por el cedazo de la escritura. Tales relatos son, en verdad, trabajos de “recuperación del tiempo perdido”, formas textuales para atrapar lo que de suyo es evanescente, documentos de reconocimiento para restablecer filiaciones espirituales con nuestro pasado.
Y esta misma función reveladora de la escritura podemos aplicarla a otros campos. Supongamos que somos educadores con muchos años de oficio, pero durante ese tiempo no hemos escrito nada sobre lo que hacemos. A lo mejor hemos llenado formatos o diligenciado encuestas de desempeño, pero poco acudimos a la escritura para reconocernos. Trabajamos, devengamos un salario, buscamos formar a otras personas, nos ocupamos en las tareas cotidianas de la escuela, sin haber nunca dejado un registro escrito de nuestro quehacer. Cosa distinta sucedería si, con cierta constancia, describiéramos determinadas actividades de aula, lleváramos un diario de clase, o realizáramos la crónica de algún proyecto de nuestro curso. En tal caso, al leer y releer lo que hemos escrito, podríamos “caer en la cuenta” de lo que hacemos para, desde ese reconocimiento, lograr explicar y comprender mejor el mundo de nuestras actividades. Además de obtener un beneficio adicional: el de ver en esos registros escritos las claves para mejorar o transformar nuestro quehacer.
En esta perspectiva, la escritura es un medio para reflexionar la práctica. Y con esa “evidencia de signos” es posible descubrir las coordenadas de nuestro saber docente, la singularidad como maestros, nuestro estilo de enseñanza.
De otra parte, la escritura también nos posibilita reconocer el modo como pensamos o la configuración de nuestro pensamiento. Cuando escribimos descubrimos las entretelas de nuestra cognición, aparece ante nuestros ojos una especie de radiografía de la armazón de nuestro pensar. De allí porqué algunos investigadores de la escritura, como Walter Ong, hayan sugerido que escribir sea un modo de aprender a pensar mejor, a ser coherentes, a tener un pensamiento organizado, a cualificar nuestra argumentación y hallar las conexiones lógicas entre diferentes proposiciones.
Este punto lo considero fundamental para reiterar un asunto en el que he venido insistiendo hace ya muchos años: la escritura permite el reconocimiento de que podemos pensar por cuenta propia, que tenemos la mayoría de edad intelectual para entrar a participar de ese diálogo escritural que moviliza la cultura. Entonces, la escritura posibilita reconocernos como trabajadores del mundo de las ideas. Gracias a ella descubrimos que no solo somos rutinarios trabajadores de la sobrevivencia, sino también seres razonantes y cuestionadores, seres críticos capaces de romper las propias limitaciones de las creencias heredadas y proponer visiones de otros mundos posibles.
Hagamos un alto y repasemos lo que hasta aquí hemos expuesto: al escribir tomamos distancia de nosotros mismos, de lo que hacemos y de lo que pensamos. El escribir es un proceso alquímico mediante el cual ponemos afuera nuestro pensamiento, lo objetivamos y, de esta manera, logramos analizarlo con detenimiento. El filtro de la escritura nos dota de una personalidad diferente a la que aparece en los datos de identidad de nuestra cédula. La escritura nos permite transformar la suerte no elegida de nuestra herencia biológica en una genuina reconstrucción de quiénes somos. Más que un dato, al escribir nos erigimos como historia; más allá de una fecha de nacimiento y otra de muerte, nos transmutamos en un relato apasionante y único de cómo una conciencia da sentido y explicación a su vida. Al escribir dejamos de ser ajenos a nuestra existencia; nos hacemos dueños de nuestro propio destino.