Formar a las nuevas generaciones en la cultura del diálogo

Ilustración de Ángel Boligán.

He hablado en otras oportunidades del valor del diálogo, de sus características, y de su importancia en la resolución de conflictos. Me parece que, dadas las condiciones de “sordera e intransigencia cotidianas” y la actual propagación de odios en las redes sociales y los medios masivos de información, vale la pena señalar algunas pistas formativas que pueden ser útiles para quienes, como nosotros, concebimos la educación en la perspectiva de generar esperanza para las futuras generaciones.

Creo, por lo mismo, que debemos hacer realidad en nuestras aulas, en nuestros currículos, en los perfiles de egreso de nuestros profesionales, la cultura del diálogo. No solo porque así lograremos formar mejores ciudadanos, sino por la urgencia histórica de aportar activamente en la sanación de las heridas del tejido social en el que vivimos. “Esta cultura de diálogo, afirma el Papa Francisco, que debería ser incluida en todos los programas escolares como un eje transversal de las disciplinas, ayudará a inculcar a las nuevas generaciones un modo diferente de resolver los conflictos al que les estamos acostumbrando”[1]. Es decir, no se trata de una mera invitación ocasional por parte de algunos maestros, o de una declaración de buenas intenciones a nivel directivo, sino de una decidida voluntad institucional para que se haga evidente o explícita en el ambiente laboral, en la interacción pedagógica, en el manual de convivencia, en los procesos establecidos para resolver los conflictos.

En esta perspectiva, me parece fundamental mencionar tres capacidades[2] que deberíamos cualificar más tanto en los maestros como a quienes formamos.

La primera de ellas es la capacidad de escucha: me refiero a una intencionada manera de disponernos hacia la palabra del otro, a “una actitud de apertura hacia mensajes o ideas que no necesariamente son afines a nuestras creencias o a nuestra manera de percibir el mundo o la vida. A disponer el entendimiento para que cobren ‘volumen’ las opiniones ajenas, para que sean audibles esos mensajes, para que sean legítimas y válidas las opiniones de los demás”[3]. Capacidad de escucha es tener la contención del espíritu y la lengua “para no pasar al reclamo, la ofensa o la interrupción agresiva, cuando percibimos que algo no nos gusta, oímos un término que nos moletas o nos enfrentamos a las razones de un contradictor”[4]. Entonces, para que el diálogo emerja con fluidez es esencial que aprendamos a escuchar antes de responder o agredir a nuestro interlocutor; sólo así tendremos la suficiente receptividad de nuestros sentidos para comprender el mensaje o entender el punto de vista que alguien trata de comunicarnos[5].

La segunda es la capacidad de flexibilizar la mente y el espíritu. Supone esta capacidad poner a raya nuestros dogmatismos, luchar para que nuestras verdades no se conviertan en fundamentalismos intolerantes. Si hay esa calidad cimbreante en nuestras concepciones o nuestras ideas, resultará fácil comprender que gracias “al punto de referencia del otro, de lo diverso, es que cada uno puede reconocer mejor las peculiaridades de su persona y de su cultura: sus riquezas, sus posibilidades y sus límites”[6]. La flexibilidad merma la dureza del autoritarismo y abre el corazón hacia el ambiente de las fronteras o permite ampliar el horizonte de nuestras expectativas[7]. La flexibilidad, por lo demás, facilita ponerse en la situación del interlocutor, entender las diferentes perspectivas de un asunto o un problema; es una capacidad que nos posibilita oscilar sin rompernos, resistir sin desesperarnos, ajustarnos sin perder nuestra esencia. Si hay flexibilidad en el espíritu apreciaremos mejor los matices, saldremos de los dualismos excluyentes y, lo que es más importante, nos permitirá ampliar la mirada para “reconocer un bien mayor que nos beneficiará a todos”[8].

Una tercera capacidad, que me parece muy relevante, es la capacidad de cuidado del otro, en cuanto nos sentimos corresponsables de nuestros semejantes, o solícitos ante su fragilidad, su dolor o sus problemas. Al cuidar al otro sabremos ser prudentes, elegiremos bien los términos con que nos comunicaremos con él, sabremos respetar sus silencios y, al igual que los ángeles custodios, estaremos a su lado para atender su llamado cuando lo necesite. Esta capacidad de cuidado del otro, vela para que, a pesar de las pasiones exacerbadas de un conflicto, siempre se tenga como rasero el valor del respeto y la dignidad humana. Porque tenemos en mente el cuidado del otro es que nos solidarizamos y somos misericordiosos; porque así procedemos, es que “favorecemos la cultura del encuentro, que exige colocar en el centro de toda acción política, social y económica, a la persona humana, su altísima dignidad, y el respeto por el bien común”[9]. Gracias a esta capacidad de cuidado del otro es que destituimos de nuestro corazón el afán de venganza y albergamos en nuestra alma el poder liberador del perdón.

Eso en cuanto a las capacidades. Pero, además, los educadores podemos utilizar recursos didácticos en el aula mediante los cuales mostremos las particularidades del diálogo, tanto en sus puntos negativos como positivos. Par ello, propongo tres campos de acción.

En principio, revisar ejemplos de diálogos en escenas de obras dramáticas (tanto escritas como en el cine). Observar en tales escenas los turnos, las afirmaciones y las réplicas, los gestos de contacto o de asentimiento. Esta formación de “laboratorio dramático” es de gran ayuda para detallar la manera como el diálogo se desarrolla, percatarse de qué manera un gesto o una palabra puede generar un conflicto, dónde hay interrupciones inoportunas, desatenciones momentáneas o continuadas, malentendidos flagrantes. Analizar los diálogos, detallarlos, resulta valioso para inferir (desde ejemplos o situaciones concretas) fallas o aciertos en el modo en que debe llevarse un diálogo. Al hacer visibles los hilos invisibles de la conversación o de una discusión se logra que los estudiantes caigan en la cuenta del efecto negativo que tiene una interrupción apresurada cuando la otra persona no ha acabado de exponer su planteamiento, da luces sobre la dinámica de la conversación, ofrece escenas críticas en la que la falta de interacción facial, el desinterés plasmado en un gesto, lo inoportuno de una exclamación, pueden echar al traste la intención de un mensaje, una confesión o una súplica[10].

Un segundo recurso: redactar casos sobre diálogos fallidos a partir de experiencias vistas o escuchadas en el círculo familiar o en el entorno de amigos y conocidos. Al igual que en los “casos de estudio” o “método de casos”[11], se trata de recoger una experiencia de diálogo desafortunado en un relato o en un video y analizarlo mediante una batería de preguntas, con el fin de desentrañar las minucias de esos diálogos fracturados. Lo importante acá es poder descubrir la causa de tales eventos poco o nada exitosos de comunicación interpersonal. ¿Por qué una conversación termina en disputa?, ¿qué hace que una simple llamada de atención se convierta en un altercado entre padres e hijos?, ¿por qué un apunte chistoso puede tener repercusiones negativas al hablar entre enamorados?, ¿cuándo los silencios o la falta de contacto visual rompen el cauce de una conversación? Todos estos asuntos, suficientemente analizados y detallados en clase, permiten mostrar una serie de elementos a los cuales hay que prestar mucha atención, si es que en verdad se quieren obtener buenos resultados al dialogar. Los casos de estudio enseñan desde una realidad vivida y crean, además, unas señales de advertencia útiles en situaciones futuras o en eventos semejantes. Es probable también que cada caso o relato de vida incite a que los otros estudiantes de la clase compartan hechos o acontecimientos semejantes, experimentados por ellos o de los cuales fueron testigos.

Y, tercero, aprender marcadores de habla mediante los cuales se pueda dinamizar el diálogo, profundizar en él, mostrar atención, incentivarlo o pedir aclaraciones. Este recurso es central porque dialogar no es poner en escena dos monólogos, sino trabar un genuino intercambio de hablas. Considero, entonces, que los maestros y maestras pueden mostrar a los estudiantes e insistir en el uso de marcadores de habla (esas palabras que el interlocutor emplea para reiterar, mostrar interés o darle continuidad al diálogo), para evidenciar que conversar no es un juego de voces independientes, sino un ejercicio dual de habla y escucha, un real y móvil intercambio comunicativo[12]. Por eso, hay que usar determinados términos para mantener el diálogo despierto, para que no caiga en el desinterés o toque los límites áridos del aburrimiento. “Sí, de acuerdo”, “claro”, “te entiendo”, “y, ¿qué pasó…?”, términos como éstos contribuyen a que la conversación se haga fluida, que no se estanque y, además, le muestran a la otra persona nuestro interés por lo que nos está contando. Demasiado silencio de una de las partes conlleva a la sequedad comunicativa; por ello, hay que intervenir con unas palabras, unos gestos, una mirada para nutrir el diálogo y así vivificarlo cada tanto. Saber usar estos marcadores de habla demanda atención y una buena dosis de oportunidad para saber cuándo atizar o acelerar el ritmo de la conversación. “¿Y cuándo fue eso?”, “pero no entiendo por qué”, “¿así siguió la situación…?”, este tipo de marcadores de habla son importantes para ahondar o aclarar asuntos que por la rapidez o los supuestos sobreentendidos quedan entredichos o esbozados. Preguntar, pedir aclaraciones, parafrasear lo escuchado, son recursos para mostrar una genuina atención o hacer manifiesto el interés. El diálogo avanza, se ramifica, cobra nuevos bríos cuando el interlocutor sabe bien “salpimentarlo”, darle otros giros, ir más al detalle, volver sobre un asunto que quedó incompleto o que dejó una sombra de ambigüedad. Los marcadores de habla, esa función fática de la comunicación de la que hablaba Roman Jakobson[13], mantiene en vilo el diálogo, le otorga flexibilidad, lo hace más agradable y crea un ambiente propicio para la simpatía, la familiaridad y la dignificación de la otra persona.

Doy por sentado que el desarrollo de las tres capacidades arriba mencionadas y los tres recursos de aula expuestos, no son definitivos ni suficientes. Sin embargo, si los formadores insistimos en ello, si nos proponemos de manera intencionada convertir el diálogo en filón medular de nuestra enseñanza, seguramente lograremos que las nuevas generaciones entiendan a fondo los pormenores de la conversación, su filigrana comunicativa y, al mismo tiempo, propiciaremos una actitud o disposición hacia la búsqueda de soluciones dialogadas en sus conflictos en lugar de pasar a la ofensa inmediata y el desconocimiento de su interlocutor. Si educamos en el diálogo crearemos personas más tolerantes, menos fanáticas y, sobre todo, seres capaces de trocar la violencia de sus emociones en discursos reflexivos capaces de garantizar la convivencia en medio de ideologías opuestas, credos religiosos diversos u opiniones contrarias de todo tipo.

REFERENCIAS

[1] https://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2016/may/documents/papa-francesco_20160506_premio-carlo magno.html#:~:text=Deseo%20reiterar%20mi%20intenci%C3%B3n%20de,audaz%20para%20este%20amado%20Continente.

[2] Entiendo las capacidades en el sentido que les da la filósofa Martha Nussbaum, es decir: “no como meras habilidades residentes en el interior de una persona, sino que incluyen también las libertades o las oportunidades creadas por la combinación entre esas facultades personales y el entorno político, social y económico”, en Crear capacidades. Propuesta para el desarrollo humano, Paidós, Barcelona, 2012, pág. 40.

[3] https://fernandovasquezrodriguez.com/2020/09/06/condiciones-del-buen-escucha/

[4] Ibid.

[5] Escribe el Papa Francisco: “El sentarse a escuchar a otro, característico de un encuentro humano, es un paradigma de actitud receptiva, de quien supera el narcisismo y recibe al otro, le presta atención, lo acoge en el propio círculo”, Fratelli tutti, 48.

[6] Fratelli tutti, 147.

[7] En la perspectiva del filósofo Hans Georg Gadamer.

[8] Evangelii gaudium, 235.

[9] Fratelli tutti, 232.

[10] Valga como ilustración, analizar ¿Quién le teme a Virginia Woolf? la obra de Edward Albee o la película homónima dirigida por Mike Nichols e interpretada por Elizabeth Taylor y Richard Burton.

[11] Hay una rica bibliografía al respecto. Basta con revisar El método de casos de Enrique Ogliastri, Universidad ICESI, Cali, 1998.

[12] De las variadas fuentes sobre este punto me gustaría resaltar, en el contexto argentino, el magnífico trabajo de Isolda E. Carranza: Conversación y deixis de discurso, Universidad de Córdoba, 2015.

[13] Véase “Lingüística y poética”, en Ensayos de lingüística general, Seix Barral, Barcelona, 1975.

Repensar el Plan lector institucional

Ilustración de Andy Robert Davies.

En buena parte de las instituciones educativas, especialmente de formación básica y media, se acostumbra seleccionar un número de libros agrupados bajo el nombre genérico de Plan lector. Por considerarlo de vital importancia para la formación integral de los estudiantes, considero necesario dedicar unas páginas a repensar este proyecto de animación, promoción y enseñanza de la lectura.

Partiré, de una vez, señalando un error que deberíamos corregir tanto directivos como profesores: el Plan lector no es responsabilidad únicamente del área de español o de lenguaje. Ni son ellos los únicos que seleccionan los textos, como tampoco los celosos “guardianes” y evaluadores de esta propuesta. El Plan lector es de la institución educativa y, en esa medida, se relaciona con la misión, con los valores, con el perfil de egresado concebido en el Proyecto educativo. En esta perspectiva, la toma de decisiones para elegir ese grupo de obras les compete a varios actores de las instituciones educativas.

Considero, por ejemplo, que el rector y el coordinador académico o de convivencia, tienen un papel fundamental. Son ellos, en últimas, los que fijan los criterios para elegir o no un tipo de libros, los que han discernido evaluativamente sobre las diversas propuestas editoriales, y los que “velan” para que el Plan lector interprete, complemente o ahonde en los pilares formativos esenciales de una institución. Los directivos le aportan al Plan lector un norte, unos objetivos transversales, acordes a las características y la identidad de cada centro educativo.

Otro tanto habría que decir del grupo de docentes de todas las disciplinas. Mediante un organizado proceso de consulta, de lectura y discusión sobre los diversos textos previstos, contribuirán a que el Plan lector se avive y dé sus mejores frutos en las diversas asignaturas. Todos los maestros son custodios de ese proyecto y, como es apenas obvio, deberán conocer en gran medida los textos centrales de dicho Plan lector o, al menos, los que en determinado período hacen parte de un grado o grupo de grados. Y si bien la mayoría de los maestros no profundizan en todos los libros que conforman el Plan lector, sí podrán tenerlos como referencia para ejemplificar, asociarlos a un proyecto de aula, convertirlos en motivo de conversación, incluirlos en su bibliografía o establecer filiaciones interdisciplinares. Al estar realmente comprometidos con el Plan lector los maestros no serán meros espectadores de este proyecto, sino que se convertirán en dinamizadores de dicha propuesta.

Por supuesto, los profesores de español tendrán un protagonismo mayor, en la medida en que conocen con más profundidad el tipo de textos que configuran el corpus del Plan lector. En este caso, su principal papel será leer a fondo las diversas propuestas editoriales, trabajar en alianza con la biblioteca, hacer tertulias o grupos de estudio para evaluar la conveniencia, relevancia o sentido de seleccionar determinado texto. No será, por lo mismo, una tarea rápida e irresponsable de confeccionar un listado de libros, sino una labor paciente, crítica, consensuada, soportada en criterios, y a la cual habrá que dedicarle por lo menos un semestre, preparando el Plan lector del año siguiente. Los profesores de español podrán elaborar unos criterios de selección y presentárselo a las directivas de la institución para enriquecerlos con sus observaciones y sugerencias.

Y ya que mencioné los criterios de selección de los textos de un Plan lector, me parece que para tal propósito es indispensable conjugar los lineamientos educativos de políticas del estado con las particularidades formativas de cada institución y con las necesidades de los contextos en los que viven los destinatarios de este plan de lectura. De igual modo, los criterios podrán abarcar otras características: obras clásicas y modernas; editoriales grandes e independientes; textos producidos por hombres y mujeres de contextos lejanos o de ambiente locales; libros que atiendan a diversas dimensiones del desarrollo humano, con un abanico amplio de temas y valores… En todo caso, si no hay unos criterios para seleccionar el Plan lector todo quedará en “pálpitos”, gustos particulares, obras de moda o se banalizará la propuesta. Son estos criterios los que permiten, además, poder evaluar los resultados del Plan lector y saber qué libros debe mantenerse, cambiarse, ajustarse según los resultados obtenidos. No sobra decir aquí que, una vez se tenga el Plan lector, es indispensable compartirlo a otros actores de la institución para explicar sus alcances, señalar los pormenores formativos y conseguir el apoyo de esas personas para lograr unos buenos resultados de la propuesta. El Plan lector no acaba en los muros de la institución educativa; traspasa esa frontera, porque su fin último es el mundo de la vida de los estudiantes, su familia, la sociedad en que viven.

Ahora bien, ¿qué aporta un Plan lector a la formación de los estudiantes? En principio, ofrece un menú de obras seleccionadas con criterios educativos y no dejadas a la deriva de la lógica del consumo o del mercado. Son libros decantados por su intencionalidad formativa, propuestos a la manera de “tutores silenciosos” que ofrecen lecciones de vida, ejemplos de situaciones que seguramente los estudiantes han vivido o podrán experimentar en el futuro; de igual forma, este grupo de obras potencian la imaginación, la creatividad y lo fantástico, al igual que abren la mente hacia mundos inéditos o poco familiares. El Plan lector va más allá de un campo del saber disciplinar porque busca tocar lo medular de la persona, ahondar en las vicisitudes existenciales, darle valor a la facultad de soñar, desplegar las peripecias de la aventura de vivir y mostrar cómo las personas enfrentan positiva o negativamente los problemas propios de la condición humana.

De otra parte, seleccionar el Plan lector supone entender muchas cosas que, cuando se miran con cuidado las ofertas editoriales de calidad educativa, son claves al momento de definir ese grupo de textos. Por ejemplo: el tipo de obra elegida según la edad del estudiante, los valores implícitos que promueven determinados textos, las capacidades que subrayan o fomentan, la complejidad temática acorde al momento del desarrollo de los estudiantes. No se puede pasar por alto o de afán lo que psicólogos, educadores, investigadores y productores de contenidos presentan en cuadros comparativos, colecciones específicas y “rutas formativas” dentro de su oferta de textos. Si algo debilita un Plan lector es una selección hecha a toda prisa, sin atender a los fundamentos educativos que sirven de eje a una propuesta de formación lectora, sin tan siquiera revisar con cuidado el “concepto editorial” manifiesto en un catálogo de obras y de autores. Por eso, más que “chulear” o hacer una lista de libros, los directivos y maestros deben invitar a los promotores a que expongan con detenimiento su propuesta, y después necesitan estudiar esa oferta editorial, leer los textos, para con esos insumos tomar una decisión argumentada. Todas estas acciones dan consistencia, sentido, y permiten entender por qué se asume una u otra obra y por qué se prefieren los textos de determinada editorial. Insisto en ello: el Plan lector se prepara de un período para otro; se analiza y discute en tertulias o grupos de estudio, se realiza y acuerda con un grupo de maestros antes de volverlo una demanda para los estudiantes. Puesto de otra manera: los primeros usuarios del Plan lector son los mismos docentes de la institución; ellos son los que pueden dar un primer testimonio de las bondades o potencialidades formativas de tales obras.

Decía antes que el Plan lector hay que evaluarlo en relación con los criterios tenidos en cuenta para construirlo. No se trata de decir que tal libro “no sirvió”, “no gustó” o “no tuvo suficiente impacto”. Hay que evaluar en verdad la recepción de estas obras con el fin de tener razones de peso para tomar decisiones sobre mantener una obra, cambiarla o ver sus debilidades formativas. A veces no es el texto en sí el que falla, sino el grado elegido; en otras ocasiones, no es la obra, sino la estrategia didáctica empleada para leerla o la falta de acompañamiento por parte del maestro. Creo que si cada institución hace una verdadera evaluación de su Plan lector vigente esto contribuirá a mejorar y cualificar cada vez más sus propias elecciones de textos y ayudará enormemente a las editoriales para sopesar si sus propósitos educativos corresponden con la práctica de aula o señalan aspectos que no necesariamente son visibles para los creadores de contenidos.

Concluyo reiterando aquí la importancia de la lectura para potenciar la imaginación y la creatividad, las habilidades comunicativas y sociales, el caudal de referentes de vida para orientar la propia existencia de los estudiantes. Más allá del gusto efímero de una época por los best sellers o aún se siga avalando que las nuevas generaciones menosprecian el trato frecuente con los libros, lo cierto es que la lectura hace parte de las maneras privilegiadas como el ser humano accede al acervo espiritual de la tradición y la cultura, vincula los conocimientos ajenos con la propia experiencia y logra afianzar la discriminación de información, la ampliación de horizontes, el pensamiento relacional y el juicio crítico. Desde luego que la lectura comporta un goce y un placer estético, eso nunca hay que olvidarlo ni dejar de motivarlo; pero, de igual manera, la lectura desarrolla habilidades cognitivas como la abstracción y el análisis. Así que, cuando una institución propone un Plan lector a sus estudiantes y a la comunidad educativa en general, está declarando que la lectura sigue siendo una habilidad del pensamiento que le interesa cultivar y desarrollar y, a la vez, ofrece un plan paralelo de formación en el que los mundos posibles hechos con palabras se convierten en otros enseñantes que hacen de sus páginas otras aulas para aprender asuntos que rebasan los alcances de una asignatura.  

Dos modos de conciencia, según Antonio Machado

Ilustraciones de Brad Holland.

La poesía de Antonio Machado, en particular sus Proverbios y Cantares, me sigue gustando mucho más con el pasar de los años. Hay algo esencial en esos versos escritos de manera tan sencilla que se asemejan a la voz leve y profunda de la sabiduría. Los releo con frecuencia y me tomo el tiempo para meditar en cada uno de ellos. Sirva de ejemplo el poema XXXV, que inicia “Hay dos modos de conciencia”.

Hay dos modos de conciencia:

una es luz, y otra paciencia.

Una estriba en alumbrar

un poquito el hondo mar;

otra, en hacer penitencia

con caña o red, y esperar

el pez, como pescador.

Dime tú: ¿cuál es el mejor?

¿Conciencia de visionario

que mira en el hondo acuario

peces vivos,

fugitivos,

que no se pueden pescar;

o esta maldita faena

de ir arrojando a la arena,

muertos, los peces del mar?

El poema hace evidente dos maneras de ser, “dos modos de conciencia”, mediante las cuales vemos o entendemos el mundo, la vida misma. La primera de ellas está gobernada por la luz; la segunda, por la paciencia. Y si una se basa en “alumbrar”, en ofrecer luces rápidas a lo que nos parece oculto o no fácil de comprender; la otra, está más asociada a la espera, al acto “penitente” de aguantar que esas zonas de realidad nos revelen sus claves para develarlas.

Antonio Machado nos invita a reflexionar sobre cuál camino será el mejor, y nos pone ante los ojos una disyuntiva: disfrutar como visionarios lo que se mantiene libre (“los peces vivos”) y no podemos agarrar, o sacrificar el dinamismo de lo vivo para quedarnos con lo que apresamos en nuestras redes (“los peces muertos”). Es evidente la relación que el poeta establece con esos dos modos de conciencia que, en muchos sentidos, son también maneras de relacionarnos con el entorno, las personas, el mundo que habitamos: fantasía y realidad. Algunos dirán que prefieren dejar libres los peces, atenerse a lo fugitivo, disfrutar la fugacidad de lo que se les aparece; mantenerse en cierta disposición contemplativa de la existencia. Otros, en cambio, dirán que no les sirven “esos peces de fantasía”, porque necesitan algo para poner en su plato, la fuerza de la evidencia, el control sobre lo que parece escabullirse de sus manos. Ese es un primer nivel de aproximación a lo que el poeta nos plantea. Sin embargo, podemos ahondar un poco más.

El primer modo es pura luz, es “alumbrar un poquito” aquello que buscamos o nos interesa; se parece a una aproximación o una relación no invasiva. Hay como algo de clarividencia en esta forma de comprender el mundo y la vida. No hay demasiada intervención en el objeto, en aquello que tenemos al frente; se trata de dejarlo libre, manteniendo su libertad o su naturaleza. El segundo modo, por contraste, se gesta en la paciencia, en el aguante, en la espera silenciosa, en ir poco a poco acercando lo que se sabe lejano o evanescente. Machado califica esa tarea de “maldita” porque lo que conservamos ya está muerto o, al menos, ha sido esclavo de nuestras redes. Precisamente ahí está el dilema: dejar que las cosas lleguen o se vayan como vengan, interviniendo lo menos posible o, con férrea voluntad, tratar de hacerlas nuestras, conservarlas cerca a nuestras querencias o apetitos.

Ese dilema lo tiene el hombre cotidianamente o, por lo menos, en situaciones claves de su existencia. Piénsese no más en el amor pasión. ¿Qué es mejor? Contemplar al ser que deseamos, verlo desde la lejanía, apenas confesar nuestra angustia y necesidad de esa persona; respetar sus tiempos y sus silencios; deslumbrarnos con su libertad que huye de nosotros; contentarnos con su fugaz compañía… o, por el contrario, asumir la condición de seductores tranquilos, tender palabras como cañas o redes, aguantar las caprichosas aguas de los afectos, persistir en “la fuerza de nuestro sentimiento” y ansiar al final, con suma alegría, el “ser correspondidos”. En el primer modo, lo que amamos sigue libre, pero no está entre nuestros brazos: no hay lazos irrompibles; en el segundo, lo que anhelamos comparte su cuerpo con nosotros, está al lado nuestro porque ha aceptado un vínculo, pero ha perdido o deslustrado el brillo iridiscente de su libertad. El dilema se acentúa cuando el tiempo se condensa en la costumbre y los hijos reclaman poner en la balanza el deseo de libertad con las duras “faenas” de la responsabilidad.

Pero no solo en el caso de la pasión amorosa caben esos dos “modos de conciencia” que, poco a poco, se convierten en férreas creencias o en una filosofía de vivir. Se hace patente cuando acometemos un proyecto, una meta grande o magnífica. Algunas personas se alegran o conforman con mantener impoluta la ilusión; se precian de conservar esos horizontes imposibles y hasta se regodean con saber que nunca los alcanzarán. Podrán ser tildados de idealistas o soñadores, pero en su corazón necesitan de esos imposibles para jalonar el día a día de sus existencias. Otros y otras, hombres y mujeres, mantienen en alto una meta, un sueño, pero confían en que, con la fuerza de su voluntad, con el trabajo continuo, podrán llegar a conquistar ese horizonte lejano. Mantienen cierto inconformismo con lo que la vida les presenta y prefieren “retarse” o “exigirse” más allá de sus aptitudes o condiciones naturales. A estos últimos se los llama, a veces, realistas, emprendedores o personas con sentido práctico.

Esos dos modos de conciencia de los que habla Machado podrían también asociarse con preferir una perspectiva altamente centrada en la intuición o teniendo como eje en gran medida a la razón. O, para entenderlo desde un campo existencial, en asumir una postura contemplativa o activa del espíritu. Desde luego, esos dos modos tienen extremos y matices: hay unos que por ser “visionarios” dejan al garete las exigencias cotidianas de la realidad; y otros, que, por estar anclados en el mundo empírico de las evidencias y los resultados, van olvidando o constriñendo al máximo su capacidad de soñar. De allí que el cuestionamiento del poeta sea una hermosa forma de invitarnos al discernimiento: ¿cuándo debemos ser visionarios y cuándo pescadores?, ¿cuándo es más conveniente dejar “partir” a alguien y cuándo vale la pena retenerlo? Y si queremos aumentar los interrogantes: ¿cuándo debemos dejar que aparezca un trabajo o cuándo hay que luchar por él hasta el cansancio? Por no discernir oportunamente es que terminamos poniendo demasiada luz en zonas que merecen estar en penumbra o nos obcecamos en conservar afectos que, en el fondo de nuestro corazón, sabemos que ya cumplieron su ciclo.

Antonio Machado no dice cuál modo de conciencia es el mejor porque sabe que cada persona y cada situación es diferente. No hay reglas fijas o comportamientos predeterminados. En algunas ocasiones es mejor abandonarse a lo que la vida nos ofrece y, en otras, toca echar las redes en el mar de la vida si es que queremos cumplir nuestras expectativas. El poeta nos lanza sus preguntas para incitarnos a pensar o descubrir que algunas cosas necesitan demasiada paciencia para conseguirse y, otras, cierta clarividencia para entreverlas en los inciertos dones del azar. Quizá la sabiduría, a la cual Machado se refirió en varios de sus poemas, consista en saber “que en esta vida todo es cuestión de medida: un poco más, algo menos”.

El diálogo en la perspectiva del Papa Francisco

El abrazo del diálogo interreligioso: Abraham Skorka, el Papa Francisco y Omar Abboud.

Deseo reflexionar en esta ocasión sobre el diálogo. Hablar un poco de esa actitud o disposición hacia el otro, de ese deseo por aprender del diferente, de esa manera de relacionarnos en la que cuenta más lo participativo y la hospitalidad que el afán de imponernos o avasallar a nuestros semejantes. Pero quiero, además, circunscribir mi disertación a las ideas y recomendaciones que ha hecho el Papa Francisco sobre este modo privilegiado de interlocutar los seres humanos.   

El diálogo, como seguramente han visto, leído u oído, “ocupa un lugar esencial en el mensaje apostólico de Francisco, con un ámbito de influencia diversificado”[1]. En sus homilías, en los discursos de sus viajes a diferentes partes del mundo o en las encíclicas, el Papa no deja de referirse a él. Sirva de ilustración su discurso de recepción del premio Carlomagno, en mayo de 2016; en ese evento el Papa Francisco afirmó: “Si hay una palabra que tenemos que repetir hasta cansarnos es esta: diálogo. Estamos invitados a promover una cultura del diálogo, tratando por todos los medios de crear instancias para que esto sea posible y nos permita reconstruir el tejido social (…) Para nosotros, hoy es urgente involucrar a todos los actores sociales en la promoción de «una cultura que privilegie el diálogo como forma de encuentro, la búsqueda de consensos y acuerdos, pero sin separarla de la preocupación por una sociedad justa, memoriosa y sin exclusiones». La paz será duradera en la medida en que armemos a nuestros hijos con las armas del diálogo, les enseñemos la buena batalla del encuentro y la negociación. De esta manera podremos dejarles en herencia una cultura que sepa delinear estrategias no de muerte, sino de vida, no de exclusión, sino de integración”[2].

Como se infiere de estas afirmaciones del Sumo Pontífice, participar o promover la cultura del diálogo es algo que nos compete a todos y, muy especialmente, a los que tenemos la responsabilidad de formar a las nuevas generaciones. Porque no es un asunto menor hablar de dialogar en estos tiempos en los que imperan los conflictos y las injusticias sociales, los fundamentalismos, la cultura del descarte, la “agresividad sin pudor” y escasea la solidaridad y la misericordia con los empobrecidos.

Pero es en la encíclica Fratelli tutti en la que Francisco desarrolla con mayor profundidad el sentido del diálogo, al igual que sus características. El papa advierte allí que, aunque “el diálogo persistente y corajudo no es noticia como los desencuentros y los conflictos, sí ayuda discretamente al mundo a vivir mejor, mucho más de lo que podemos darnos cuenta”[3]. Reitera que el diálogo es lo que nos permite “acercarnos, expresarnos, escucharnos, mirarnos, conocernos, tratar de comprendernos y buscar puntos de contacto” con los demás[4]. Francisco dice, de otra parte, que el diálogo no es “un simple intercambio de opiniones”, como el que sucede en las redes sociales; ni tampoco a proferir un monólogo “manteniendo intocables y sin matices nuestras ideas, intereses y opciones”[5]. Y menos aún a utilizar un tono comunicativo agresivo o invalidante de quien tenemos al frente como interlocutor. El papa afirma que el diálogo “abierto y respetuoso” empieza realmente cuando “se busca alcanzar una síntesis superadora”[6]. Es decir, cuando se rompen las barreras del egoísmo, los fundamentalismos o el único punto de vista y, con sinceridad, se abren los brazos y se cuenta con la disposición para acoger y escuchar atentamente las voces de los otros. Sólo así es posible que se cree un ambiente favorable para que haya “el diálogo entre generaciones” o entre diferentes actores sociales, o entre aquellas personas o grupos humanos en situación de conflicto.

Para el Papa Francisco, hay genuino diálogo cuando se va más allá de la sumatoria de los puntos de vista individuales o sectoriales por un fin mayor, cuando se alcanza esa “síntesis superadora” que, en últimas, es la conformación del poliedro, esa figura que “tiene muchas facetas, muchísimos lados, pero todos formando una unidad cargada de matices, ya que ‘el todo es superior a las partes’. El poliedro representa una sociedad –continúa el Papa– donde las diferencias conviven complementándose, enriqueciéndose e iluminándose recíprocamente, aunque esto implique discusiones y prevenciones”[7]. Como puede colegirse de lo dicho, dialogar es estar dispuesto a favorecer y enriquecer la cultura del encuentro para la conquista del bien común[8].

Ahora bien, ¿cuáles son algunas características o condiciones que contribuyen de manera efectiva al diálogo?

Para empezar, hay que desarrollar el hábito de “reconocer al otro el derecho de ser él mismo y de ser diferente”. Esta labor de reconocimiento es lo que convierte al interlocutor en alguien válido para dialogar. En segunda medida, hay que tener flexibilidad para “aceptar la posibilidad de ceder algo por el bien común”[9]. Francisco advierte que “La búsqueda de una falsa tolerancia tiene que ceder paso al realismo dialogante, de quien cree que debe ser fiel a sus principios, pero reconociendo que el otro también tiene el derecho de tratar de ser fiel a los suyos”[10]. Por supuesto, otra condición del diálogo es la veracidad: “lo que llamamos ‘verdad’ no es sólo la difusión de hechos que realiza el periodismo. Es ante todo la búsqueda de los fundamentos más sólidos que están detrás de nuestras opciones y también de nuestras leyes”[11]. El Papa aclara que entrar en un diálogo auténtico es asumir y afrontar “la verdad clara y desnuda”. Por ello, “no es necesario contraponer la conveniencia social, el consenso y la realidad de una verdad objetiva. Estas tres pueden unirse armoniosamente cuando, a través del diálogo, las personas se atreven a llegar hasta el fondo de una cuestión”[12]. De otra parte, para dialogar es importante la amabilidad, que es “una liberación de la crueldad que a veces penetra las relaciones humanas, de la ansiedad que no nos deja pensar en los demás, de la urgencia distraída que ignora que los otros también tienen derecho a ser felices”[13]. Quien dialoga cultiva la amabilidad, es decir, “facilita la búsqueda de consensos y abre caminos donde la exasperación destruye todos los puentes”[14]. Finalmente, Francisco menciona la benignidad, “ese estado de ánimo que no es áspero, rudo, duro, sino afable, suave, que sostiene y conforta”[15].

Estas condiciones mencionadas por Francisco están en sintonía con otras que vienen desde la mirada de la ética contemporánea, especialmente de la ética discursiva. Valga traer a colación, en este momento, a la filósofa Adela Cortina quien nos ha recordado ocho condiciones para que un diálogo sea “serio” y no se confunda con un “simple parloteo”. De manera sucinta son las siguientes: 1) “En el diálogo deben participar los afectados por la decisión final”; sólo en condiciones especiales deberá estar alguien que represente los intereses de los que no pueden estar presentes. 2) “Quien toma el diálogo en serio no ingresa en él convencido de que el interlocutor nada tiene que aportar, sino todo lo contrario”. Esto presupone, entonces, que hay una genuina disposición de escucha. 3) Quien participa de un diálogo “no cree tener ya toda la verdad clara y diáfana, y que el interlocutor es un sujeto al que convencer, y no alguien con quien dialogar”. No sobra repetirlo, el diálogo es bilateral. 4) “Quien dialoga en serio está dispuesto a escuchar para mantener su posición si no le convencen los argumentos del interlocutor, o para modificarla si tales argumentos le convencen”. 5) “Quien dialoga en serio está preocupado por encontrar una solución justa y, por tanto, por entenderse con su interlocutor. ‘Entenderse’ no significa lograr un acuerdo total, pero sí descubrir todo lo que se tiene en común y permite ir precisando desde ahí en qué hay acuerdo y en qué no”. 6) “Un diálogo serio exige que todos los interlocutores puedan expresar sus puntos de vista, aducir argumentos o replicar a otras intervenciones”. 7) “La decisión final, para ser justa, no debe atender a intereses individuales o grupales, sino a intereses universalizables, es decir, a los de todos los afectados”. 8) “La solución final puede estar equivocada y por eso siempre tiene que estar abierta a revisiones”[16].

Como puede inferirse de las condiciones propuestas por la filósofa, dialogar implica una voluntad explícita de las partes, un modo particular de proceder, unas actitudes cognitivas y expresivas determinadas y una manera especial de comunicarse para que logre su cometido. En consecuencia, “el diálogo es entonces un camino que compromete en su totalidad a la persona de cuantos lo emprenden porque, en cuanto se introducen en él, dejan de ser meros espectadores, para convertirse en protagonistas de una tarea compartida, que se bifurca en dos ramales: la búsqueda compartida de lo verdadero y lo justo, y la resolución justa de los conflictos que van surgiendo a lo largo de la vida”[17].

Salta a la vista que las condiciones recogidas por la filósofa rubrican una petición o invitación expresada por el Papa Francisco: “La cultura del diálogo implica un auténtico aprendizaje, una ascesis que nos permita reconocer al otro como un interlocutor válido; que nos permita mirar al extranjero, al emigrante, al que pertenece a otra cultura como sujeto digno de ser escuchado, considerado y apreciado”[18]. Asumir esta ascesis en nuestro modo de comunicarnos o interrelacionarnos es un llamado a aceptar que no hemos sido formados para el diálogo; por el contrario, lo que tenemos como herencia discursiva es la imposición de nuestro punto de vista, el descrédito de las ideas que no compartimos, el desprecio o minusvalía de la palabra de ese otro que consideramos “diferente” o que no simpatiza con nuestras creencias o nuestros intereses.

REFERENCIAS

[1] Papa Francisco. Perspectivas y expectativa de un papado, José María Da Silva (editor), Herder, Barcelona, 2015, p. 99.

[2] https://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2016/may/documents/papa-francesco_20160506_premio-carlo-magno.html#:~:text=Deseo%20reiterar%20mi%20intenci%C3%B3n%20de,audaz%20para%20este%20amado%20Continente.

[3] Fratelli Tutti, 198.

[4] Ïbid, 198.

[5] Ibid, 201.

[6] Ibid, 201.

[7] Ibid, 215.

[8] El Sumo Pontífice lo aclara en la misma encíclica: “Hablar de cultura del encuentro significa que como pueblo nos apasiona intentar encontrarnos, buscar puntos de contacto, tender puentes, proyectar algo que incluya a todos. Esto se ha convertido en un deseo y un estilo de vida. El sujeto de esta cultura es el pueblo, no un sector de la sociedad que busca pacificar al resto con recursos profesionales o mediáticos”, Op.cit. 216.

[9] Fratelli tutti, 221.

[10] Op. Cit, 221.

[11] Op. Cit, 208.

[12] Op. Cit., 212.

[13] Op. Cit., 224.

[14] Op. Cit., 224.

[15] Op. Cit., 223.

[16] En Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de la ciudadanía, Alianza, Madrid, 2001.

[17] Op.cit., p. 247-248.

[18] Discurso del papa Francisco en la recepción del premio Carlomagno, sala Real, Vaticano, 6 de mayo de 2016. En Papa Francisco, política y sociedad, conversaciones con Dominique Wolton, Encuentro, Madrid, 2018, pág. 118.

Razones para leer obras narrativas en la universidad

Ilustración de Quint Buchholz.

“La novela enseña al lector a sentir curiosidad por el otro y a intentar comprender las verdades que difieren de las suyas”.

Milán Kundera

Las expresiones artísticas tienen como uno de sus objetivos fundamentales abrirnos miradas para comprender con otros ojos el vasto mundo de la vida y la complejidad de la condición humana. Y la literatura, en particular, siendo fiel a ese propósito nos ha permitido entender mejor el sentido, las contradicciones y las variadas peripecias que entraña toda existencia. Precisamente, dada esa importante función comprensiva de lo humano que ofrece la literatura, deseo profundizar en esta ocasión en las potencialidades de leer obras narrativas en el contexto universitario.

Pero antes de desarrollar mi propuesta quisiera llamar la atención sobre un asunto que merece de entrada una sesuda reflexión: me refiero al paulatino abandono de la enseñanza de las humanidades en el contexto universitario. Eso no solo puede apreciarse en las mallas curriculares de las diferentes profesiones, sino en el afán profesionalizante de las instituciones de educación superior en las que se habla demasiado de competencias laborales y de responder a las demandas del mercado, pero muy poco de desarrollo humano integral, de sensibilidad social o de educación de la sensibilidad. Me atrevo a decir que el viejo sentido de la “universitas”, en cuanto lugar para ampliar en la persona los horizontes y despertar el espíritu hacia el amplio universo, ha sido poco a poco minado o limitado por la única mirada de aprender las técnicas o los saberes de una disciplina. Puesto de otra manera, la universidad ha cedido a las voces de sirena de lo utilitario y funcional, dejando al garete lo que en verdad le era consustancial: formar a profesionales con una sólida base en la comprensión de sus semejantes y de la sociedad, ensanchar la mente de los jóvenes para ver relaciones entre conocimientos estancos y forjar su carácter para actuar con sentido responsable y ético. Detrás de este cambio de perspectiva, por el sesgo profesionalizante, la universidad ha dejado de ocuparse en otras dimensiones fundamentales de la persona, como son la formación estética, la conciencia crítica, la educación de la sensibilidad y el cultivo de las cualidades morales.

Paralela a esta claudicación de la formación humanística institucional está el abandono de los mismos docentes por este tipo de propósito en sus clases. Demasiadas lecturas disciplinares y muy pocas lecturas de formación o de orientación existencial; cantidad de fuentes centradas en el conocimiento disciplinar, pero pocos textos para adquirir el legado de la sabiduría para vivir. Quizá esto se deba a que los mismos educadores no tienen “un capital humanístico” que puedan compartir con sus discípulos o a una limitada idea de que su tarea principal es “dictar solo lo que tiene que ver con su asignatura”. El resultado de esta forma de proceder en el aula conlleva a que los estudiantes se vayan acostumbrando a hablar monofónicamente en un campo del saber, a despreciar lo que no está acorde a sus intereses profesionales, y a albergar en su corazón la intolerancia y cierta disposición para los fanatismos.

Es este, entonces, el terreno árido que debemos volver a cultivar en los estudiantes universitarios. Subrayo que la formación humanística es fundamental porque contribuye a volver más dúctil el pensamiento y así encontrar sinergias entre las disciplinas, a romper el individualismo para ser compasivos con nuestros semejantes, a comprender que además de desarrollar el intelecto se requiere a la par afinar y madurar otras dimensiones como la emocional, la espiritual o la comunicativa. Este propósito puede lograrse mediante la audición intencionada de obras musicales, la visualización de obras plásticas o cinematográficas, la recepción de obras dramáticas, la participación en tertulias sobre historias de vida ejemplares, promoviendo la lectura de obras literarias o, para centrarme en lo medular de mi exposición, leyendo obras narrativas, especialmente novelas.

Pongo como base de mis planteamientos esta premisa: la narrativa es un recurso poderoso para ofrecer a los estudiantes otras miradas del mundo y de la vida, diferentes al enfoque meramente disciplinar. Si se invita a los estudiantes a leer y dialogar sobre obras narrativas se podrá adquirir una perspectiva más plural, más centrada en la persona que en la profesión; más encaminada a ampliar su “capital cultural” y no circunscrita al dominio de las habilidades técnicas de determinada carrera. Aquí valdría recordar que la narrativa es una recreación de la primera realidad inmediata que vivimos para, desde ese catalejo de palabras, adquirir otros ojos con los cuales entender el mundo pragmático en sus aristas y fisuras, en sus opacidades y contradicciones. La “realidad transformada” que nos muestra la narrativa nos permite ampliar la explicación y comprensión de eventos, situaciones o comportamientos humanos que, la mayoría de las veces, parecen incomprensibles o pasan inadvertidos. La lectura de obras narrativas es un remedio a la miopía del único punto de vista, un campo mayor del entendimiento frente a las direccionadas explicaciones de una profesión o al centrípeto razonamiento de un especialista. Privar a los estudiantes de conocer estas otras propuestas de comprensión de la sociedad, de las personas, del vasto territorio de las pasiones humanas o de los dilemas de la libertad en la toma de decisiones, resulta no solo reprochable, sino que es una oportunidad formativa que no podemos desperdiciar.

De otra parte, la lectura frecuente de obras narrativas ofrece ejemplos o testimonios de experiencias de vida, padecidas o imaginadas, que se convierten en puntos de referencia para “enfrentar” el propio camino vital. Gracias al cuidadoso uso del lenguaje, a la caracterización de los personajes, a la organización de la trama de los acontecimientos y a otros recursos narrativos, estas obras nos cautivan hasta el punto de provocar “catarsis”, “identificación”, o troquelar nuestro espíritu con una “gama de motivos” que además de mover nuestras emociones, sirven de señales simbólicas para darle forma a nuestros sentimientos, detallar el subsuelo de nuestras pasiones o entrever la trasescena en nuestras relaciones con los demás. Leyendo obras narrativas participamos de otras vidas, nos hacemos contemporáneos de otras historias, nos hermanamos en la manera como los seres humanos —con sus particularidades y matices— tratan de darle sentido a la vida, al igual que comprender la condición de ser seres finitos, pero con apetito de trascendencia. En esta concepción, la narrativa más que un cúmulo de conocimientos, trae consigo “lecciones de sabiduría” que son claves al momento de establecer vínculos sociales, resolver un problema, enfrentar una toma de decisiones o asumir situaciones inéditas en nuestro proyecto vital. Y como la audiencia mayoritaria de las universidades son jóvenes, qué mejor ocasión para ponerlos en contacto con este tipo de obras narrativas que seguramente dejarán huellas sensibles en sus mentes y en sus corazones. Este reservorio narrativo de experiencias de la condición humana será otro equipaje simbólico para entender a los demás y encarar las vicisitudes de su futuro.

Relacionado con el punto anterior es importante subrayar los aportes que la narrativa ofrece sobre las limitaciones o los alcances de la comunicación humana. Las obras narrativas, en la medida en que recrean encuentros e interrelaciones entre hombres y mujeres, presentan escenas o situaciones en las que se aprecian los conflictos de las interpretaciones, los riesgos de lo sobrentendido, las tensiones entre lo dicho y lo implícito. La narrativa muestra la complejidad de la comunicación interpersonal, ahonda en la tela de araña del conflicto de las interpretaciones, incluye los tonos y los matices de la diversidad humana cuando declaran sus creencias, sus valores, sus ideales o sus opiniones políticas. Lejos de entender la comunicación como un acto mecánico e inmediato de emitir un mensaje a un receptor mediante un canal, la narrativa amplía los alcances insospechados de lo dicho sin pensar o las consecuencias de no saber elegir bien las palabras que utilizamos; advierte de la importancia que tiene en las relaciones humanas saber elegir el momento para manifestar un deseo o un disgusto; ilustra el movimiento sinuoso de las interacciones verbales y no verbales entre las personas cuando están gobernadas por las pasiones, las emociones y los sentimientos.  Al leer obras narrativas, al detallar con atención los diálogos que allí se presentan, se van descubriendo maneras y modos de la conversación, al igual que las condiciones favorables o desfavorables para interrelacionarnos. Esos diálogos leídos, con sus respectivos efectos, contribuyen a aprender cómo es el juego comunicativo de los seres humanos entre lo dicho y lo no dicho, entre saber decir y aprender a callar y, especialmente, a medir las consecuencias de usar un tipo u otro de lenguaje.

Considero que la lectura de obras narrativas también es un recurso intelectual y emocional para que los estudiantes puedan tener alternativas al simplismo homogeneizador de la sociedad de consumo y la lógica del mercado que hoy en día se ha vuelto peligrosamente planetaria. La narrativa, a diferencia de los patrones estandarizados de la moda o del gusto de la sociedad del espectáculo, nos devuelve el mundo y los seres en toda su complejidad. Ni se satisface con respuestas estereotipadas, ni pasa por alto los engatusamientos a la opinión pública que a diario replican los medios masivos de información y las redes sociales. En esta perspectiva, la lectura recurrente de obras narrativas es una vía formativa para despertar y mantener el espíritu de sospecha y desconfianza a las fórmulas expeditas del éxito rápido y a las superficiales salidas del autoengaño y los conformismos de todo tipo. La narrativa cuestiona, muestra asuntos que los grupos sociales se niegan a reconocer, devela zonas ocultas de los vínculos humanos, avizora mundos que rayan con la locura, sirve de espejo para sondear en las profundidades de la conciencia. Cómo no apelar a las propuestas alternativas brindadas por las obras narrativas cuando los jóvenes universitarios de hoy están constantemente bombardeados por los discursos de la banalización de la vida, las consignas fundamentalistas de acabar con quien piensa diferente y el obsesivo afán por convertir la obtención de dinero —cueste lo que cueste— en la meta prioritaria de la existencia. Si se leen con atención las obras narrativas se descubrirán maneras divergentes, irónicas, inconformes o disyuntivas a las superficiales respuestas de las preguntas hondas de la existencia humana o a las visiones bipolares del mundo que no dejan ver la riqueza de los matices.

Sumaría a los anteriores puntos el gran aporte que hace la narrativa a la perspectiva histórica, que es fundamental en cualquier proceso formativo, independientemente de la carrera. Cuando se lee narrativa es como si tuviéramos la posibilidad de viajar en el tiempo y lográramos acceder a otras épocas, a otros hombres y mujeres que nos comparten sus actividades, emociones, pensamientos y relaciones cotidianas. Esto es vertebral para entender lo que nos antecede, al igual que comprender los vínculos temporales entre las personas y romper el narcisismo “presentista” de la vida que campea en nuestros días. A través de la recreación del pasado, la narrativa nos hace legibles acontecimientos o personas que, de otra manera, resultarían desconocidos o sepultados por la desmemoria. Pero lo interesante es que esa lectura de lo pretérito, con sus personajes e historias que los representan, se convierte en una colección de lentes para observar comprensivamente la época actual y vislumbrar los tiempos venideros. Más que una sumatoria de fechas o datos, de censar naciones o territorios, la narrativa nos hace vívidos los problemas o las situaciones que “padecieron” esas gentes; nos transporta a sus mentes, a sus angustias, a sus creencias o al modo como realizaron o lucharon por sus ideales. Pienso que esta perspectiva histórica, dada a manos llenas por la narrativa, contribuye a entender con amplitud la condición humana, a ver qué tanto ha cambiado en sus rasgos más distintivos, a constatar la plural manifestación de las costumbres y el evolucionar de las valoraciones sociales. “Ni siempre hemos sido como somos actualmente, ni somos de la misma manera en todas partes”, es lo que aprendemos al ponernos en contacto con estos pequeños mundos hechos de palabras.

No sobra mencionar un beneficio adicional de leer obras narrativas en la universidad que, seguramente, es el más evidente. Me refiero al potencial imaginativo, a la simiente de creatividad que toda obra nos muestra. La narrativa es una escuela permanente de invención, de “crear mundos posibles”, de recrear lo existente. Estas obras, en sí mismas, sirven de referente para conocer y apropiar los juegos posibles con el lenguaje que usamos; muestran estructuras de composición, replicables en diversas circunstancias y ocupaciones; aportan un repertorio de figuras y motivos imaginarios mediante el cual es legible el tejido simbólico de la cultura. Imaginar otras vidas, otros mundos, otras formas de convivir o comportarnos, contribuye a despertar en los jóvenes universitarios un deseo por innovar, por proyectar sus iniciativas, por vislumbrar escenarios diferentes a los que habitan. No es bueno para una universidad como tampoco para un país formar profesionales que tienen como primera finalidad mantener el statu quo, acomodarse a lo menos exigente o dejar las cosas como están. Creo que la lectura de obras narrativas incita, motiva, da estímulos para refigurar la realidad existente, recomponer lo que parece definitivo, explorar en territorios desconocidos. La narrativa no solo desarrolla la fantasía y produce placer estético, sino que alimenta el espíritu para salir de lo conocido y enfrentarse, con valentía, a “desfacer agravios y enderezar entuertos”, tal y como lo hizo muchas veces Don Quijote de la Mancha.

Concluyo estas reflexiones invitando a instituciones universitarias y maestros a incorporar en su práctica de aula la lectura de textos narrativos, especialmente novelas. Es necesario romper el círculo vicioso del gusto por este tipo de obras: nos excusamos diciendo que a los estudiantes no les gusta leerlas, pero nada hacemos para despertar o animar dicho gusto. Es prioritario promover sin descanso las lecturas de otras obras diferentes a las disciplinares si en verdad nos interesa la formación integral de los estudiantes, si es cierto que dentro de nuestras intenciones está el desarrollo de todas las dimensiones del ser humano. Y si el tiempo de clases es muy apretado para abrirles un espacio en la programación de aula, aconsejo empezar por la lectura de novelas breves, esas que oscilan entre 100 y 200 páginas. Tal vez de esta manera, con este convencimiento humanista como bandera, no solo contrarrestemos la modorra del espíritu con que llega un buen número de jóvenes a la universidad, sino que los contagiemos de aprender y disfrutar esta otra “área de formación” tan valiosa para sus vidas como son los conocimientos que esperan adquirir al estudiar una profesión.

El claroscuro de la vejez, según Aleixandre

Hay poemas que, desde la primera lectura, nos impactan por muchas razones: a veces, por la organización rítmica de cada verso o por la atinada selección de las palabras; y, en otras ocasiones, por la temática a la que aluden o por la fuerza de su simbolismo. Uno de esos poemas —que cumple varias de las mencionadas condiciones— es “Como Moisés es el viejo” del poeta sevillano Vicente Aleixandre. Trataré de explicar en los párrafos que siguen tal gusto o fascinación.

Una primera cosa que llamó mi atención fue la comparación sugerida en el título del poema: la vejez asociada a la figura de Moisés. Desde luego, el símil me llevó a pensar en el relato bíblico y en la figura de aquel hombre libertador y gestor de una utopía para un pueblo esclavizado, pero que sin embargo no pudo entrar a dicha tierra prometida. No obstante, el Moisés al que alude Aleixandre en la primera línea del poema, empieza “en lo alto del monte”. Mi memoria, entonces, recuperó la figura de Moisés bajando de la montaña con las tablas de la ley (el legado, la herencia) o del Moisés subido entre las altas rocas señalando con su brazo derecho el horizonte, un punto de lo posible.

Lo inesperado del poema comienza en la segunda estrofa. El poeta nos advierte que “cada hombre”, a su manera, puede ser Moisés. Que todos los seres humanos “movemos la palabra y alzamos los brazos” para señalar a otros un futuro, una meta, un ideal. En tanto seres del camino —seres en proyecto— todos podemos ser como Moisés. Ese tránsito que es todo vivir nos pone siempre en esa posición de doble mirada: el pasado y el futuro: el alba y la sombra. Aleixandre aprovecha la referencia de Moisés para señalar esa encrucijada en la que vive el viejo. Atrás de él está la luz, la vida, la agitación de los brazos; delante no hay sino sombras, la muerte misma.

Tal es la confirmación de la tercera estrofa: Moisés al igual que todos los hombres, debe morir. Pero la agonía no es la del gran líder o del señero legislador, no es la del Moisés de “las tablas vanas y el punzón”, como tampoco la del enviado con los honores “del rayo en las alturas”. No. El Moisés que empieza a morir es el de “los textos rotos”, el de “los ardidos cabellos”, el mismo que “ha quemado sus oídos por las palabras terribles” que ha dicho… Y, sin embargo, lo maravilloso del poema es comunicarnos algo profundamente humano: ese Moisés agonizante, tiene aún “aliento en los ojos”, “llama en sus pulmones” y en su boca titila o fulgura una luz. La comparación cobra más fuerza en este momento del poema: el viejo es como Moisés: sabe que pronto va a morir, pero en su pecho guarda unas pocas esperanzas, unos frágiles propósitos, algunas estrellas para su futura noche.

La siguiente estrofa es realmente magnífica: “para morir basta un ocaso”. No solo porque asocia la muerte con una lenta disminución de la luz, sino porque permite entrever que la muerte es ese instante de confluencia entre lo que fuimos, “el hormiguear de juventudes”, “las voces”, “la esperanza”, y esa otra tierra, ese “límite” que escapa a nuestros ojos y a nuestras manos. Lo que Moisés o el viejo no pueden ver es la prolongación de la vida. Serán otros los que podrán entrar a esa tierra fértil, apenas entrevista por el Moisés o el viejo agonizante.

Qué hermosa la figura plástica elegida por el poeta. Moisés ya viejo, Moisés próximo a morir. Moisés contemplando esa “porción de sombra en la raya del horizonte”. Y, al mismo tiempo, vemos el rostro de Moisés bañado por una tenue luz, el Moisés que rememora, que ve a los suyos saliendo del sufrimiento, el Moisés que contagia a otros de su fe, el Moisés que confía en sus más íntimos propósitos. Moisés sabe que adelante está la promesa, lo que él mismo vislumbró; pero acepta que la tenue luz que baña su rostro empieza a ser “barrida” por el “polvo viejo de los caminos”. Moisés, como el viejo, reconoce que ya no está en lo alto del monte, sino a ras de la tierra.

Quizá la razón fundamental de mi gusto por este poema estribe en la tensión que Aleixandre muestra de la vejez. Moisés le sirve de referente simbólico para retratar esa etapa de la vida en la que sabemos nos resulta imposible hacer grandes esfuerzos o llevar a cabo ingentes trabajos, pero que tiene aún luces de iniciativas o propósitos loables. No ha llegado la noche definitiva. Los viejos, como Moisés, están en el claroscuro del ocaso. Medio rostro sigue iluminado por la radiante esperanza y la otra mitad empieza a oscurecerse por la certeza de lo inevitable.

Elecciones en la selva

Ilustración de Aaron Blaise.

Fue a finales de mayo cuando se realizaron las elecciones en la selva. Tal y como en períodos anteriores, las campañas y los rumores impregnaban el ambiente.

—Lo más seguro es que repita el león —decía una jirafa, con gesto de resignación.

—Y con toda esa intimidación que ha venido haciendo durante estos días, es lo más probable —le respondía un ñu, mirando a todos los lados con desconfianza.

—Pero otros dicen que hay un hipopótamo con muy buenas posibilidades —prosiguió la jirafa, poniendo en su voz un tono de quien maneja una secreta información.

—Eso sería lo mejor —replicó el ñu—. Yo y muchos en la selva estamos cansados de este gobierno indolente que además de aprovecharse de nuestra carne, nos agobia con impuestos excesivos.

La contienda en esta ocasión tenía una variedad de candidatos. Por supuesto estaba el león que se vanagloriaba de los logros de su reciente mandato, aunque parecían más fruto de su locuacidad que de realidades concretas. Otro de los contrincantes era un hipopótamo que había logrado recoger el inconformismo de una buena parte de los habitantes de pantanos, ríos y parajes inhóspitos. También estaba un búho que se preciaba de su talante tranquilo y de una sabiduría reconocida aún por sus contrincantes. A último momento apareció una cigüeña que decía ser la abanderada de todas las hembras de la selva.

Como era de esperarse, los diferentes candidatos planearon sus campañas con un eslogan que pretendía convertirse en su bandera. El león, por ejemplo, asumió el lema de “mejor malo conocido que bueno por conocer”; el hipopótamo fue más innovador, pues su consigna la cifró en estas palabras: “ya no más montañas, es tiempo del pantano”. El búho, sesudo como era, prefirió hacer pasacalles y volantes con esta frase: “abra el ojo hoy y verá en la oscuridad mañana”. Y la cigüeña, prefirió publicitar su candidatura en estos términos: “todo al natural, nada de maquinarias”.

Cada animal hizo su campaña como mejor le pareció, usando perifoneos y volantes. Los buitres que hacían las veces de informadores o periodistas de alto vuelo eran los encargados de multiplicar las últimas noticias de los candidatos. Y se volvió costumbre emplear a lagartos que hacían encuestas para saber la intención de voto de los habitantes de la selva. Los primeros resultados mostraban que el león no estaba entre los preferidos, que el hipopótamo despuntaba en el primer lugar, que el búho ocupaba un raquítico tercer puesto y que la cigüeña apenas alcanzaba un tres por ciento de favorabilidad. Esos lugares se mantuvieron casi hasta la última semana de las elecciones, cuando apareció sorpresivamente un avestruz, hecho que los buitres resoplaron día y noche hasta el cansancio:  lo llamaron el fenómeno político del momento y su consigna sorprendió a la mayoría: “conmigo será todo a las carreras”.

Se supo, por el correo no oficial de los cuervos, que había compra de votos, que las alianzas entre partidarios cambiaban según el orden en las encuestas, que se utilizaban mentiras a granel para desprestigiar a uno u otro candidato y que el león, actual rey de la selva, se había aliado con una manada de hienas intimidantes para crear la zozobra y multiplicar el rumor de que sin su garra dura todo sería un caos en la selva.

—Dicen que el hipopótamo, si llega a ganar, va a volver todo un lodazal —le confesaba una cebra en secreto a un nervioso antílope.

—Yo supe que el león dejó de comer carne en público, con el fin de convencer a todos los herbívoros indecisos —interrumpía un búfalo con ironía.

­—El búho es un sabio en lo que propone, pero esta selva necesita es un guerrero de cuero duro como el hipopótamo —comentó un rinoceronte viejo.

—Como van las cosas, lo más seguro es que la cigüeña al final se una al avestruz —dijo un suricato— Eso es un pacto volando.

En todo caso, el día de las elecciones –organizadas por los orangutanes y celosamente custodiadas por los lobos y chacales– un buen número de habitantes de la selva asistieron a los lugares de votación. En praderas, sabanas, pantanos, bosques, ríos, en todos los sitios posibles los animales cumplieron la cita de ir a depositar una papeleta con el candidato de su preferencia. Y si bien no fue masiva la votación, sí fue más nutrida que en ocasiones anteriores. Hacia el final de la tarde, con los últimos resplandores de sol, todos estaban atentos a los resultados. Los buitres estuvieron merodeando los puestos de votación para dar la primicia, pero el orangután esperó a tener el mayor número de mesas encuestadas antes de ofrecer alguna información.

El primer comunicado fue toda una sorpresa. El candidato con más votación había sido el hipopótamo. Y, lo que resultaba aún más inesperado, le seguía en votación el avestruz. El león apenas logró un tercer lugar, el búho el cuarto puesto. La cigüeña, tal como se esperaba, abandonó la contienda en los últimos días, sumándose al avestruz. La tendencia se mantuvo en los dos comunicados siguientes. Los buitres anunciaron a todos los vientos el nuevo rey de la selva: el hipopótamo. Como era de esperarse el león no aceptó los resultados, el avestruz dijo que pediría un nuevo conteo y el búho prefirió no dar declaraciones, escondiéndose en medio del bosque. Pero, a pesar de los enfados y las desilusiones, lo cierto fue que el hipopótamo se posesionó un mes después de aquellas elecciones.

—Lo que somos nosotros—dijeron unos flamencos— migraremos a otras tierras. Esto se va volver invivible.

—Lo más seguro es que empezará por ensuciar todos los muebles del palacio real —refunfuñaban unas panteras de ojos amenazantes.

—Más sucios no podrán estar de como dejó el león todas las alfombras —terciaban los defensores del hipopótamo.

—A ver si puede cumplir lo que prometió —afirmaba un jabalí enfurecido—. Todos los que llegan al poder terminan olvidando lo que ofrecían durante su campaña.

—Esperemos a ver con que sale, démosle un tiempo —comentaron conciliadores un grupo de elefantes.

Después de ocupar el trono, de ponerle un poco más de agua al dormitorio real, el primer anuncio del hipopótamo dejó perplejos a seguidores y enemigos: El ministro de defensa era una paloma.

—En mi gobierno tendremos que cambiar de perspectiva para resolver nuestros problemas —dijo el hipopótamo con una serenidad que parecía emular a sus parientes las ballenas.

Buena parte de los detractores expresaron su desacuerdo con tal nombramiento. Algunos más se rieron de tal iniciativa.

—Lo que falta es que nombre de ministro de energía al perezoso —comentó irónica la grulla excandidata desde su nido.

—¿Y quién será la ministra de economía? ¿Alguna musaraña? —murmuraba un tigre excandidato con cierta mordacidad en sus palabras.  

Pero detrás de aquellos comentarios negativos, otro grupo mayoritario de habitantes de la selva entrevieron que el nombramiento de la paloma era una invitación a solucionar los conflictos de los animales en la selva de otra manera, y no por la fuerza, como antes venía haciéndose.

Justo a la semana siguiente, con el mismo tono pausado que ya empezaba a volverse familiar entre los animales de la selva, el hipopótamo declaró que su ministro de justicia sería el ornitorrinco.

—Porque en mi mandato, buscaremos que la justicia sea para todos, y eso demanda una múltiple sensibilidad para resolver las inequidades —dijo el hipopótamo con una serenidad que exacerbaba los ánimos de los monos aulladores.  

Más de un mes duró el hipopótamo anunciando las diferentes personalidades de su gabinete y a más de uno le seguían sorprendiendo ciertas nominaciones. Sin embargo, lo que sí generó un descontento mayúsculo en los felinos y en otros animales no habituados a ambientes húmedos fue una medida que, según el mandatario, obedecía a una convicción ecológica:

—Como lo más importante en mi gobierno consistirá en preservar la vida de todos los habitantes de la selva, por tal motivo, desde mañana mismo le he pedido a mis hermanos de manada, “La hinchazón” que abran muchos surcos en el gran río para que aneguemos toda la sabana.

Después levantó su grueso cuello y con un ronco bufido dijo:

—¡No más cuatrienio de sequía!

Y si bien hubo protestas y declaraciones en contra de esa política considerada absurda por los opositores, a pesar de los buitres que chillaron día y noche por los altoparlantes tachando de loco al hipopótamo, lo cierto fue que a los pocos meses de promulgar esa medida en la selva se empezó a considerar vital y de avanzada aprender a ser y comportarse como anfibios.

Mi “Koinonós”

“Noli me tangere” de Giulio Romano.

—Mi koinonós —me decía — cuando iba a su encuentro o a veces para despedirse de mí.

Y a mí me bastaba saber que yo era eso para él, su koinonós, a pesar de que Juan quisiera ese título para rubricar su mayor cercanía con el Maestro. Tal vez por eso, porque los otros discípulos escucharon más de una vez que Jesús me llamaba de esa manera, es que procuraban alejarlo de mí o no compartirme el lugar donde iba a predicar.

En otras ocasiones él me decía Marianne, quizá para no confundirme con su madre o con las otras Marías que lo seguían y estaban dispuestas a servirlo. Marianne me gustaba también que me dijera porque reflejaba mi espíritu rebelde. Sólo una vez me nombró María, pero eso es algo que contaré después, hacia el final de esta historia.

Yo supe de él una tarde cuando venía del muelle de piedra, subiendo por la calle central de Magdala, en la que el olor intenso del pescado seco contrastaba con las voces estridentes de los pescadores que alargaban un rumor hasta los sótanos de sus locales.

—Es uno que afirma que si alguien lo sigue no tendrá hambre…

Esa frase me caló hondo, porque yo he sido una mujer con hambre, desde pequeñita, cuando la pobreza se adentraba en nuestros vientres y ni el sueño podía aplacarla. Así que, corrí en su búsqueda, pero nadie sabía decirme con certeza en qué lugar estaba ese Mesías de cabellos largos y paso lento.

He de confesarles, de una vez, que también soy una mujer curiosa, y así no haya podido viajar como quisiera, mi imaginación me ha ayudado a romper las fronteras de mi pueblo de Magdala. Mi madre decía que yo era una soñadora y mi padre, para hacer más gráfico mi temperamento, usaba un giro verbal que de tanto escucharlo enrutó mi destino.

—Ella anda siempre de paseo por la bóveda del cielo.

Pero la suerte quiso que un día, cuando íbamos con mi hermano hacia Cafarnaúm, me llamara la atención a un lado del camino un grupo numeroso de personas reunidas en una pequeña colina alrededor de alguien que les hablaba. Invité a mi hermano a acompañarme, pero él dijo que tenía muchas cosas que hacer como para perder el tiempo entre niños y gente desocupada.

—Yo sí quiero ir —le respondí—, dirigiéndome hacia aquel corrillo resguardado por el sombrío de los algarrobos.

Lo primero que llamó mi atención fue el tono de su voz. Si bien no hablaba fuerte, sus palabras llegaban clarísimas a mis oídos. Alrededor de él estaban los que parecían sus más cercanos amigos. El silencio contribuía a que su mensaje se expandiera como el viento tibio de esa mañana.

—¿Cómo se llama? —pregunté a un viejo de ojos cansados.

—Jesús —me respondió, sin dejar de mirar al hombre de túnica blanca.

Busqué un lugar en el prado y me senté a escucharlo con atención. Me cautivaron sus manos y el modo como ellas acompañaban su discurso: “Un hombre sensato edificó su casa sobre rocas. Vinieron las lluvias, soplaron los vientos, pero esta no se derrumbó, porque estaba construida sobre cimientos fuertes. Otro hombre insensato, edificó su casa sobre la arena; y apenas cayeron las lluvias y soplaron los vientos, derrumbaron su casa…”.

De inmediato comprendí que él hablaba con paroimías, esa manera de explicar de las gentes de Galilea. Así que no me pareció extraño su modo de expresarse, aunque me sorprendió que hubiera fijado en mí sus ojos azules. Esa mirada era como un gesto de invitación, como un llamado silencioso. Después siguió hablando de otras cosas, pero siempre usando comparaciones para explicar lo que pensaba: “Había un sembrador que salió a sembrar. Algunas de sus semillas cayeron en el camino y pasaron los pájaros y se las comieron; otras semillas fueron a parar sobre las piedras, trataron de crecer, pero como no tenían raíces fuertes, vino el verano y se secaron; otras más terminaron entre los abrojos y, por lo mismo, fueron ahogadas por las ortigas. Pero hubo otras que cayeron en terreno fértil y esas sí crecieron y dieron fruto por millares”.

Dicha paroimía se adentró en mi ser. Sentí de inmediato que yo era tierra fértil para acoger las semillas de sus palabras, que ese iba a ser ahora mi destino: seguirlo, acompañarlo, fuera donde fuera.

Cuando volví a mi casa le compartí a mi madre lo que había visto y oído. Ella apenas comentó que no era la primera vez que escuchaba la llegada de un mesías a estas tierras resguardadas por el monte Arbel. Por eso no le dije nada de lo que comentaba la gente sobre los milagros y del reino por venir que él anunciaba. Vino la noche y las palabras de Jesús apartaban cualquier asomo de sueño. Casi entrada la madrugada pude dormirme, pero ya en mi pecho sabía que debía huir de mi casa para sumarme al grupo de los que se llamaban sus discípulos.

*

Durante mucho tiempo yo formé parte de la turba de enfermos, lisiados, hambrientos y viudas que seguían a Jesús. Caminé detrás de él y lo oí predicar, estuve en el Monte Eremos que ahora llaman de las bienaventuranzas, lo vi apaciguar a endemoniados y curar a los leprosos, observé de lejos cuando una mujer le enjuagó los pies con un perfume, lo vitoreé cuando entró a Gadara y Gergesa y dormí a la intemperie en las llanuras de Betsaida, de donde eran tres de sus discípulos. Quizá por mi constante presencia y por mi voluntad de servicio fue que Andrés, primero, y después Santiago, rompieron sus prevenciones hacia mí y me acogieron como su hermana. Gracias a ellos fui hallando un lugar en la barca en la que hacían sus viajes y formaba parte de su comitiva. 

Yo creo que Jesús ya me reconocía cuando a las orillas del lago Tiberíades decidió alimentar a los miles de seguidores famélicos y enfermos que lo venían siguiendo desde hacía varios días. Cogió unos pocos panes y los repartió a sus discípulos con el fin de que ellos los fueran entregando a las personas que se multiplicaban en filas interminables. Jesús me entregó a mí uno de esos pedazos de pan y, obediente, lo vi multiplicarse a medida que lo entregaba a otras manos. No supe a cuántas personas alimenté con ese mendrugo. Después hizo lo mismo con unos cuantos pececillos secos que alcanzaron para alimentar a toda la multitud. En todo caso, hacia el final de la tarde sentí que ya hacía parte de los suyos, junto a Pedro, Juan, Felipe y Tomás… Y por más que lavé mis manos con vinagre, el olor a pescado seco permaneció conmigo varias semanas.

Pero fue en Cafarnaúm cuando pude intimar con él y conocer a fondo la ternura de su alma. Después de que Jesús predicó en la sinagoga y le dijo a un paralítico que sus pecados eran perdonados, yo me animé a contarle mis angustias. Le confesé que sentía remordimientos por haber abandonado a mis padres, le hablé de mis insomnios y de mis deseos incontenibles por caminar sola sin rumbo en la noche. También le hablé de la ansiedad que me producía permanecer mucho tiempo en un solo sitio.  El me escuchó sin decir nada, con una mirada compasiva y un gesto que albergaba en sí mismo la solución a mis aflicciones y zozobras. Luego tomó una de mis manos, la puso entre las suyas, y expresó una frase que fue como si yo naciera nuevamente:

—No tengas miedo, porque yo estoy contigo.

Quise postrarme y besar sus pies, pero él me detuvo. Sin soltar mis manos me confesó qué él también tenía temores y por eso a veces se apartaba de sus discípulos, para entregarse a la oración. Yo tímidamente lo interrumpí para saber en qué consistía ese modo de proceder del que hablaba. Por un tiempo se quedó mirándome y después me regaló otra de sus enseñanzas:

—Orar es una confiada disposición del alma de pedir para recibir; de buscar para encontrar; de llamar a la puerta para que le abran…

Quise continuar el diálogo, pero Pedro vino a interrumpirnos para decirle a Jesús que dos mujeres venidas de Betania deseaban pedirle uno de sus caritativos milagros. Él se levantó a atenderlas, aunque al salir del pequeño cuarto donde estábamos, un grupo numeroso de personas lo estaba esperando para tocar sus manos, su túnica, untarse de su saliva, beneficiarse de sus palabras. Yo lo seguí a prudente distancia, oyéndolo hablar de un reino que no era de este mundo, de que no solo de pan vivían los hombres y repitiendo una frase que parecía rubricar todos sus actos: “hay más dicha en dar que en recibir”.

No era fácil estar a solas con él. Sin embargo, después de terminar su último discurso público en Jerusalén el maestro me hizo una confesión que, de alguna forma, delineaba el final de su vida. Fue una paroimía, dicha a manera de susurro:

—Mi koinonós, si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto.

Lo que siguió después, es algo que pasa en mi mente como un remolino. Me duele aún recordarlo. El vino que ayudé a servir en la última cena con el maestro, su silencio cuando se apartó de nosotros para orar en el monte de los Olivos, la traición de Judas, el juicio, el escarnio, la crucifixión. Yo estuve ahí con su madre tratando de mitigar el dolor de Jesús con nuestro llanto, yo me mantuve arrodillada hasta que exhaló el último suspiro, yo acompañé a José de Arimatea y Nicodemo cuando lo bajaron de la cruz, yo limpié sus heridas y alejé con mis manos calientes el frío de su cuerpo inanimado. Si me había mantenido fiel y cercana durante su vida, cómo no iba a estarlo en su muerte.

*

Tres días después de sepultar al crucificado, invité a María la madre de Santiago, otro de los discípulos, a que fuéramos a visitar la tumba y ungir su cuerpo con especias y aceite. Fue un impulso del corazón y una suerte de compasión por el sufrido final del hombre que hablaba en paroimías. Cuando llegamos, la entrada de la tumba estaba abierta. Con sigilo cruzamos el umbral. La lobreguez del espacio nos silenció los labios. De pronto, vimos un destello tan luminoso que nos enceguecía y no dejaba ver las formas con claridad… el asombro se apoderó de mi cuerpo y un temor extraño poseyó mi alma. Esa visión duró unos segundos. Después de que nuestros ojos se acostumbraron a la penumbra, pudimos comprobar que la losa de la tumba estaba abierta y que adentro no había nadie. Solo el vacío de la ausencia de nuestro Maestro.

—¡Es un milagro! —grito María, arrodillándose y extendiendo sus manos en actitud suplicante. El llanto se confundió con sus plegarias.

Yo preferí buscar el aire fresco. Mi espíritu necesitaba cuanto antes sentir la compañía de los arbustos y la protección del cielo. No sé por qué, pero en ese momento, recordé las palabras del hombre de manos hermosas: “No olvidéis mis enseñanzas”. Su voz sonaba clarísima en las paredes de mi memoria: “Id por el mundo a divulgarlas”. Sentí que la sangre latía fuerte en mi corazón. Llamé a María, pero ella me respondió que deseaba quedarse rezando un tiempo más, a solas, en aquel recinto vacío.

Abandoné el lugar y me encaminé a paso rápido hacia Jerusalén. Debía, cuanto antes, buscar a alguno de los discípulos. Pero mi poco conocimiento de la ciudad y la zozobra que había dispersado a Pedro, Santiago y Juan, hicieron que fuera de calle en calle como una ciega mendicante sin lograr mi cometido.  Cansada y con el alma a punto de estallar por la noticia que aún quemaba mi boca, resolví volver al sitio de la tumba de Jesús. Ya eran más de las tres de la tarde.

Al aproximarme a la cueva de piedra caliza una quietud extraña parecía haber detenido el viento y el canto de las aves. Me acerqué otra vez a la tumba del Maestro y, cuando traspasé el umbral con un cierto temor, comprobé que ya María había partido. Mis ojos duraron un poco a habituarse a la oscuridad. En medio de esa soledad, yo sentí que mi deber era seguir a su lado, velar su desaparición, orar en silencio como él me había enseñado a hacerlo. Recosté mi espalda en una de las paredes de la gruta y me fui desvaneciendo entre los recuerdos de ese día y mi anhelo secreto de volver a escucharlo. Un sueño maravilloso y triste a la vez me transportó a un escenario que parecía el huerto de Getsemaní. Estaba yo con él, y lo vi resplandeciente, con un gesto de tranquilidad alejado de cualquier sufrimiento. Me sorprendió observar una pala de jardinero en una de sus manos. Al verlo tan indemne, me sentí inmensamente feliz. De inmediato, di unos pasos hacia él para tocar sus manos, como era nuestra costumbre cuando andábamos por los pueblos ribereños de Galilea. Pero, él, me detuvo nombrándome de una forma como jamás lo había hecho: “María”; después agregó, en un tono de súplica: “no me retengas”. Y siguió su camino, adentrándose entre los arbustos, irradiando luminosidad, como si fuera una luciérnaga enorme de movimientos lentos. Tal fue el impacto de aquel sueño que de inmediato me desperté. Salí de aquella morada totalmente abatida. Las lágrimas me acompañaron todo el tiempo que deambulé a oscuras por las laderas del Gólgota hasta que vi encenderse las primeras luces en las casas de la entrada a Jerusalén.

¿Qué ha pasado con la oralidad?

“Las malas palabras” en el lenguaje del cómic.

A los colegas de la Tertulia deL CLEO, de la Universidad de La Salle

 

Estimados lectores, hoy quisiera pedir su atención porque me agobia la desmejora de la oralidad que noto en muchos escenarios sociales. ¿Acaso no han escuchado en la radio o en el parlamento las frecuentes declaraciones de nuestros políticos quienes no logran hilar un argumento sin pasar a la ofensa del contrincante, balbucientes en la exposición de un tema o repetitivos hasta el cansancio en sus planteamientos? ¿O no han oído a los jóvenes que deambulan en las universidades o hasta a sus propios hijos adolescentes, hablar a tropezones, usando las groserías como muletillas incesantes y dejando todo a medio camino, con alguna palabra comodín que supla sus deficiencias expresivas? ¿O no han vivido en carne propia las discusiones en familia que terminan en conflictos prolongados porque alguien de la parentela es incapaz de hablar tranquilamente y, por el contrario, convierte esas reuniones en un tinglado para la ofensa o el trato indigno? ¿Qué ha pasado con el aprendizaje de la oralidad? ¿Por qué las generaciones de antes, se preciaban de hablar bien y con fluidez, mostraban una amplia variedad semántica y eran hábiles para usar en sus discursos el humor, la ironía o la sutileza del lenguaje alegórico, y las de ahora parece importarles poco estas habilidades comunicativas que son, en últimas, recursos expresivos para la sociabilidad y el ejercicio ciudadano?

¿Qué ha pasado?, podemos preguntarnos.

Yo creo que una de las razones está en el descuido de la escuela, de las instituciones educativas por formar a las nuevas generaciones en esta habilidad comunicativa. Se ha creído de manera errada que no es necesario educar en la oralidad porque niños y jóvenes ya hablan o conversan; pero lo que no se ha observado es su mínima capacidad expresiva, su poca competencia lexical, sus miedos para hablar en público o convencer a sus propios compañeros de una iniciativa. Creo que los educadores, por haberse centrado durante mucho tiempo en la exposición en clase, fue olvidando fortalecer en el aula las hablas pluripersonales como el foro, el panel o el debate. Tampoco les han dado suficiente importancia a los asuntos de la oratoria, que antes se enseñaba en las denominadas clases de retórica y que, en nuestros días, ha quedado al garete o a una suerte de improvisación por parte de los alumnos. O para decirlo de otra manera, los docentes se han ido plegando o resignando a las lógicas comunicativas del consumo que pregonan los mensajes estereotipados y vacíos, las jergas de gueto y un individualismo expresivo que riñe con los discursos vinculantes o los acuerdos de habla de lo colectivo.

La otra razón, es la poca o nula formación de los hijos en el hablar bien por parte de los padres de familia. Es evidente que se habla menos hoy en el hogar o que no se buscan los espacios para compartir y platicar sobre algún asunto que sea de interés para todos. Y si hay esos momentos, cada quien estará pegado a su celular, chateando en silencio, aguantando el paso del tiempo para ir a refugiarse en la burbuja de su cuarto o en el micromundo de sus audífonos. A los padres y madres no se los escucha cuando hablan porque convirtieron esos momentos de oralidad en solo recriminaciones o dar órdenes; lo excepcional son los discursos edificantes, la conversación con anécdotas sugerentes o divertidas, las lecciones de vida usando géneros como el cuento, el apólogo o la fábula. La mayoría de las veces el habla de la familia consiste en repetir las mismas noticias de la televisión o en el regodeo del chisme o el rumor de las redes sociales que, como se sabe, dista mucho de utilizar un lenguaje exquisito o de altísima calidad. Déjenme expresarlo fuerte: ¡Los padres de familia han dejado de mostrar una oralidad a sus hijos en la que esté viva la impronta de los valores, la forja de ciertas virtudes, el talante formativo de un carácter! Quizá todo esto ha sucedido, porque los mismos progenitores no son un ejemplo del habla entretenida, prolífica e interesante, y ya no se nutren de lecturas variadas y abundantes, ni enaltecen el ejercicio de escucha que requiere una conversación. 

Y ni qué decir de la parlanchina y tendenciosa oralidad de los medios masivos de información que, cada día, en su propósito de captar más seguidores se convierten en tribuna del comentario insidioso y calumniador o en una franca diatriba contra aquellos que no están en su bando o no defienden sus mismos intereses. Esta vocación incendiaria ha hecho que la radio, por ejemplo, copie los modelos ofensivos de las redes sociales y propague rumores que tienen el tono y la forma de las habladurías de callejones oscuros o fondas de mala muerte. Los medios usan una oralidad repetitiva, restringida en su afán por provocar el escándalo; tiñen sus informaciones de exclamaciones trágicas que avivan el resentimiento de las gentes; fomentan una opinión pública basada en el cotorreo sin argumentos de respaldo, en la murmuración que parece decir cosas esenciales pero que, al final, no dice nada. Esta cháchara de los medios, tan lenguaraz como imprudente, ha ido banalizando la realidad social, la política, nuestra percepción del mundo y de la vida. Y el resultado es apenas obvio: los oyentes de esa oralidad, plagada de lugares comunes y estereotipos, se convierten en heraldos de resonancias superficiales que reducen cualquier situación compleja en un monosílabo teñido de agresiva incomprensión o en proclamas malintencionadas de un fanatismo intolerante.  

Por supuesto, habría otras razones sobre esta despreocupación por la formación en los saberes y habilidades de la oralidad; pero me he detenido en tres de estas causas porque necesitan ser atendidas con urgencia. Porque, en primer lugar, nos competen y retan a docentes y padres de familia. Yo sé que para un maestro son importantes los contenidos de su asignatura y sé también que para un jefe de hogar proveerles techo y alimento a sus hijos es fundamental. Sin embargo, en este momento hay que dotar a discípulos e hijos de otro saber u otro alimento: el de la oralidad. El que ellos sepan expresarse con claridad y de manera locuaz, que puedan argumentar un planteamiento de manera coherente, que sepan cómo tocar los corazones de quienes los oyen, que sean más inclusivos cuando hablan, que sus palabras eviten el fanatismo o el sectarismo… todo ello es un legado que merece atenderse cuanto antes. Los discípulos o los hijos, estoy seguro de ello, les agradecerán enormemente esa herencia del lenguaje hablado. Ese capital les será muy útil para su desarrollo personal y para interrelacionarse hábilmente con los demás.

Y, en segunda medida, porque también les compete a los medios masivos de información que, como se sabe, son “formadores” de la opinión pública. La libertad de opinión siempre habrá que sopesarla con la responsabilidad de lo que se dice. Es vital para la profesión de los comunicadores entender que su oralidad afecta positiva o negativamente a sus audiencias, y que el descuido en el comentario virulento o el infundio venido de una sola fuente refuerzan los extremismos, agravan los conflictos sociales. Entonces, reconociendo que las masas son proclives a emocionarse más que a reflexionar, los medios necesitan mostrar con ejemplaridad una oralidad reposada, meditada, documentada, en la que las nuevas generaciones aprendan a escuchar más de un punto de vista, a entender que dialogar con palabras es mejor que tratar de resolver un conflicto mediante los puños o la intimidación. La oralidad de los medios, su labor cotidiana de llegar a sus oyentes, debe estar orientada por un cuidado de sus receptores o, lo que es más importante, salvaguardada por una ética de la comunicación.

Sólo agregaría, para terminar en un tono autocrítico, que cada uno de nosotros también contribuye a ahondar o no en esa pérdida de la riqueza de la oralidad. Si nada hacemos cuando notamos que nuestra oralidad es muy limitada o circunscrita a un habla soez o marcadamente procaz; si nos es indiferente incorporar nuevas palabras o nutrir nuestro limitado vocabulario para aumentar nuestra competencia lexical; si poco leemos buenas obras literarias, si hemos dejado de lado el hábito lector, y nos contentamos con los liliputienses mensajes de las redes sociales o el visionado fugaz de los cortos videos de TikTok; si nada nos esforzamos por desarrollar un pensamiento articulado desde las ideas, las razones y los argumentos; si poco conversamos con la escucha dispuesta para aprender de los demás… seguramente estaremos ayudando a empobrecer las potencialidades y el uso variado de los géneros de la oralidad. No hay nostalgia en mis palabras, sino una preocupación personal que deseo hacer pública: ¿por qué abandonar esa riqueza expresiva?, ¿por qué privarnos de sus dones, si fue con ella como aprendimos a ser seres sociales, forjamos una idea de democracia y logramos recibir el legado de una cultura? No podemos condenar a los que nos sucederán a una interacción oral escasa, vulgar y pendenciera. Vale la pena, entonces, que cambiemos o renovemos nuestra manera de expresarnos oralmente en el ahora si queremos dejar como impronta en nuestros descendientes un modo de comunicación prolífico, excelso y cordial para su futuro.

Una “entrevista-mosaico” con el Papa Francisco sobre comunicación, medios y redes sociales

Ilustración del peruano Pancho Cajas.

Mosaico: “trabajo artístico hecho acoplando trozos de piedra, vidrio, cerámica, de distintos colores, de modo que formen una figura”.

Es indudable que muchos de los mensajes del Papa Francisco tienen una riqueza de pensamiento o son reflexiones útiles para todo tipo de personas, y no únicamente para religiosos o con algún vínculo eclesial. Este magisterio intelectual y pastoral del Papa se puede apreciar muy bien en sus encíclicas y en los mensajes que regularmente escribe para diferentes públicos: los enfermos, los emigrantes, los jóvenes, los misioneros, los pobres, los abuelos y los mayores. En esta perspectiva, me ha parecido conveniente “adaptar” o “convertir” un conjunto de textos expositivos (aquellos preparados para las Jornadas mundiales de las comunicaciones sociales) en un formato de entrevista. Todas las respuestas de la siguiente “entrevista-mosaico”, por lo mismo, son citas textuales tomadas de los mensajes 48 a 54, aunque no necesariamente en ese orden. Mi objetivo, por lo mismo, además de entresacar o poner en limpio algunos puntos vertebrales sobre la comunicación, los medios y las redes sociales, es invitar a los lectores de este blog a conocer y profundizar en las consideraciones y propuestas del Papa Francisco contenidas en tales documentos.

Usted ha hablado en varias ocasiones de la proximidad, ¿cómo se manifiesta en el uso de los medios de comunicación y en los nuevos ambientes digitales?

Descubro una respuesta en la parábola del buen samaritano, que es también una parábola del comunicador.

¿Podría ampliarnos el sentido de esa parábola?

En efecto, quien comunica se hace prójimo, cercano. El buen samaritano no sólo se acerca, sino que se hace cargo del hombre medio muerto que encuentra al borde del camino. Jesús invierte la perspectiva: no se trata de reconocer al otro como mi semejante, sino de ser capaz de hacerme semejante al otro. Comunicar significa, por tanto, tomar conciencia de que somos humanos, hijos de Dios. Me gusta definir este poder de la comunicación como «proximidad».

¿La comunicación como una forma de solidaridad?

Sí. Hoy corremos el riesgo de que algunos medios nos condicionen hasta el punto de hacernos ignorar a nuestro prójimo real. El mundo de los medios de comunicación no puede ser ajeno de la preocupación por la humanidad, sino que está llamado a expresar también ternura. La red digital puede ser un lugar rico en humanidad: no una red de cables, sino de personas humanas.

¿Y esas afirmaciones de que los medios son neutrales?

La neutralidad de los medios de comunicación es aparente: sólo quien comunica poniéndose en juego a sí mismo puede representar un punto de referencia. El compromiso personal es la raíz misma de la fiabilidad de un comunicador. Precisamente por eso el testimonio cristiano, gracias a la red, puede alcanzar las periferias existenciales.

Una comunicación real, de doble vía…

Recuerdo que el papa Benedicto XVI, en uno de sus mensajes para la Jornada Mundial de las Comunicaciones decía, precisamente, que no se ofrece un testimonio cristiano bombardeando mensajes religiosos, sino con la voluntad de donarse a los demás.

Quizá la verdadera comunicación consista en crear las condiciones para escuchar al otro, a los otros…

Es necesario saber entrar en diálogo con los hombres y las mujeres de hoy para entender sus expectativas, sus dudas, sus esperanzas, y poder ofrecerles el Evangelio, es decir Jesucristo, Dios hecho hombre, muerto y resucitado para liberarnos del pecado y de la muerte. Este desafío requiere profundidad, atención a la vida, sensibilidad espiritual. Dialogar significa estar convencidos de que el otro tiene algo bueno que decir, acoger su punto de vista, sus propuestas. Dialogar no significa renunciar a las propias ideas y tradiciones, sino a la pretensión de que sean únicas y absolutas.

Háblenos un poco más de la escucha.

Comunicar significa compartir, y para compartir se necesita escuchar, acoger. Escuchar es mucho más que oír. Oír hace referencia al ámbito de la información; escuchar, sin embargo, evoca la comunicación, y necesita cercanía. La escucha nos permite asumir la actitud justa, dejando atrás la tranquila condición de espectadores, usuarios, consumidores. Escuchar significa también ser capaces de compartir preguntas y dudas, de recorrer un camino al lado del otro, de liberarse de cualquier presunción de omnipotencia y de poner humildemente las propias capacidades y los propios dones al servicio del bien común.

¿El diálogo como una intencionada manera de establecer un vínculo?

Así es. La comunicación tiene el poder de crear puentes, de favorecer el encuentro y la inclusión, enriqueciendo de este modo la sociedad.

Comunicación en búsqueda de la proximidad…

Lo que es verdaderamente la comunicación como descubrimiento y construcción de proximidad es la capacidad de abrazarse, sostenerse, acompañarse, descifrar las miradas y los silencios, reír y llorar juntos, entre personas que no se han elegido y que, sin embargo, son tan importantes las unas para las otras.

¿Eso supone ir más allá del mero transmitir información?

El desafío que hoy se nos propone es, por tanto, volver a aprender a narrar, no simplemente a producir y consumir información. Esta es la dirección hacia la que nos empujan los potentes y valiosos medios de la comunicación contemporánea. La información es importante pero no basta, porque a menudo simplifica, contrapone las diferencias y las visiones distintas, invitando a ponerse de una u otra parte, en lugar de favorecer una visión de conjunto.

Me parece que sobre las bondades de la narración para la pastoral o la evangelización es algo en lo que ha insistido usted en varios de sus textos y alocuciones.

Y lo hago porque narrar significa comprender que nuestras vidas están entrelazadas en una trama unitaria, que las voces son múltiples y que cada una es insustituible.

Usted ha dicho que la narración es el modo como la vida se hace historia, ¿verdad?

El hombre es un ser narrador porque es un ser en realización, que se descubre y se enriquece en las tramas de sus días.

Casi que estamos necesitados de buenos relatos, para enfrentar esta ola actual de pesimismos y desesperanza.

Creo que para no perdernos necesitamos respirar la verdad de las buenas historias: historias que construyan, no que destruyan; historias que ayuden a reencontrar las raíces y la fuerza para avanzar juntos. En medio de la confusión de las voces y de los mensajes que nos rodean, necesitamos una narración humana, que nos hable de nosotros y de la belleza que poseemos. Una narración que sepa mirar al mundo y a los acontecimientos con ternura; que cuente que somos parte de un tejido vivo; que revele el entretejido de los hilos con los que estamos unidos unos con otros.

¿Todas las historias son buenas?

No todas. Cuántas historias nos narcotizan, convenciéndonos de que necesitamos continuamente tener, poseer, consumir para ser felices. Casi no nos damos cuenta de cómo nos volvemos ávidos de chismes y de habladurías, de cuánta violencia y falsedad consumimos. A menudo, en los telares de la comunicación, en lugar de relatos constructivos, que son un aglutinante de los lazos sociales y del tejido cultural, se fabrican historias destructivas y provocadoras, que desgastan y rompen los hilos frágiles de la convivencia. Recopilando información no contrastada, repitiendo discursos triviales y falsamente persuasivos, hostigando con proclamas de odio, no se teje la historia humana, sino que se despoja al hombre de la dignidad.

Como quien dice, pasar de lo instrumental a lo trascendente….

Mientras que las historias sean utilizadas con fines instrumentales y de poder tienen una vida breve, una buena historia es capaz de trascender los límites del espacio y del tiempo.

Recuerdo ahora mis lecciones de historia sagrada, aquellos relatos, esas parábolas.

Es cierto. El mismo Jesús hablaba de Dios no con discursos abstractos, sino con parábolas, narraciones breves, tomadas de la vida cotidiana. Aquí la vida se hace historia y luego, para el que la escucha, la historia se hace vida: esa narración entra en la vida de quien la escucha y la transforma. No es casualidad que también los Evangelios sean relatos.

Esos relatos tienen el poder de encarnarse en nuestro corazón y nuestra memoria.

Sí, porque en todo gran relato entra en juego el nuestro. Mientras leemos la Escritura, las historias de los santos, y también esos textos que han sabido leer el alma del hombre y sacar a la luz su belleza, el Espíritu Santo es libre de escribir en nuestro corazón, renovando en nosotros la memoria de lo que somos a los ojos de Dios. Cuando rememoramos el amor que nos creó y nos salvó, cuando ponemos amor en nuestras historias diarias, cuando tejemos de misericordia las tramas de nuestros días, entonces pasamos página. Ya no estamos anudados a los recuerdos y a las tristezas, enlazados a una memoria enferma que nos aprisiona el corazón, sino que abriéndonos a los demás, nos abrimos a la visión misma del Narrador. Contarle a Dios nuestra historia nunca es inútil; aunque la crónica de los acontecimientos permanezca inalterada, cambian el sentido y la perspectiva. Contarle al Señor es entrar en su mirada de amor compasivo hacia nosotros y hacia los demás. A Él podemos narrarle las historias que vivimos, llevarle a las personas, confiarle las situaciones. Con Él podemos anudar el tejido de la vida, remendando los rotos y los jirones.

Cambiando de tema, ¿cómo ve usted lo de las redes sociales?

Hay que reconocer que, por un lado, las redes sociales sirven para que estemos más en contacto, nos encontremos y ayudemos los unos a los otros; pero por otro, se prestan también a un uso manipulador de los datos personales con la finalidad de obtener ventajas políticas y económicas, sin el respeto debido a la persona y a sus derechos.

Pienso que esas redes sociales se comportan más como guetos excluyentes que como verdaderos espacios integradores.

Es evidente que, en el escenario actual, la social network community no es automáticamente sinónimo de comunidad. En el mejor de los casos, las comunidades de las redes sociales consiguen dar prueba de cohesión y solidaridad; pero a menudo se quedan solamente en agregaciones de individuos que se agrupan en torno a intereses o temas caracterizados por vínculos débiles. Además, la identidad en las redes sociales se basa demasiadas veces en la contraposición frente al otro, frente al que no pertenece al grupo: este se define a partir de lo que divide en lugar de lo que une, dejando espacio a la sospecha y a la explosión de todo tipo de prejuicios (étnicos, sexuales, religiosos y otros). Esta tendencia alimenta grupos que excluyen la heterogeneidad, que favorecen, también en el ambiente digital, un individualismo desenfrenado, terminando a veces por fomentar espirales de odio. Lo que debería ser una ventana abierta al mundo se convierte así en un escaparate en el que exhibir el propio narcisismo.

Es como una paradoja: lo que se pensó para unir, ahora se convirtió en un medio para separar a las personas.

De acuerdo. La red constituye una ocasión para favorecer el encuentro con los demás, pero puede también potenciar nuestro autoaislamiento, como una telaraña que atrapa.

Y, entonces, ¿qué debemos hacer los comunicadores?

Está claro que no basta con multiplicar las conexiones para que aumente la comprensión recíproca. Se puede esbozar una posible respuesta a partir de una tercera metáfora, la del cuerpo y los miembros, que san Pablo usa para hablar de la relación de reciprocidad entre las personas, fundada en un organismo que las une. «Por lo tanto, dejaos de mentiras, y hable cada uno con verdad a su prójimo, que somos miembros unos de otros». El ser miembros unos de otros es la motivación profunda con la que el Apóstol exhorta a abandonar la mentira y a decir la verdad: la obligación de custodiar la verdad nace de la exigencia de no desmentir la recíproca relación de comunión. De hecho, la verdad se revela en la comunión. En cambio, la mentira es el rechazo egoísta del reconocimiento de la propia pertenencia al cuerpo; es el no querer donarse a los demás, perdiendo así la única vía para encontrarse a uno mismo.

Me queda resonando eso de que los periodistas deben ser custodios de la verdad, tarea nada fácil en épocas de tanta mentira propagada en las redes sociales.

Esa imagen del cuerpo y de los miembros, de la que hablaba hace unos momentos, nos recuerda que el uso de las redes sociales es complementario al encuentro en carne y hueso, que se da a través del cuerpo, el corazón, los ojos, la mirada, la respiración del otro. Si se usa la red como prolongación o como espera de ese encuentro, entonces no se traiciona a sí misma y sigue siendo un recurso para la comunión. Si una familia usa la red para estar más conectada y luego se encuentra en la mesa y se mira a los ojos, entonces es un recurso. Si una comunidad eclesial coordina sus actividades a través de la red, para luego celebrar la Eucaristía juntos, entonces es un recurso. Si la red me proporciona la ocasión para acercarme a historias y experiencias de belleza o de sufrimiento físicamente lejanas de mí, para rezar juntos y buscar juntos el bien en el redescubrimiento de lo que nos une, entonces es un recurso.

No usar las redes para apartarnos, sino para intentar hermanarnos…

Queremos redes abriendo el camino al diálogo, al encuentro, a la sonrisa, a la caricia… Esta es la red que queremos. Una red hecha no para atrapar, sino para liberar, para custodiar una comunión de personas libres. La Iglesia misma es una red tejida por la comunión eucarística, en la que la unión no se funda sobre los “like” sino sobre la verdad, sobre el “amén” con el que cada uno se adhiere al Cuerpo de Cristo acogiendo a los demás.

¿Y cuáles serían los límites de los comunicadores?

Si somos en verdad comunicadores cristianos, la misericordia puede ayudarnos a nunca expresar el orgullo soberbio del triunfo sobre el enemigo, ni humillar a quienes la mentalidad del mundo considera perdedores y material de desecho. Nuestra primordial tarea es afirmar la verdad con amor, como se afirma en la Carta a los Efesios. Sólo palabras pronunciadas con amor y acompañadas de mansedumbre y misericordia tocan los corazones de quienes somos pecadores. Palabras y gestos duros y moralistas corren el riesgo hundir más a quienes querríamos conducir a la conversión y a la libertad, reforzando su sentido de negación y de defensa.

Un excelente consejo para los comunicadores en estos tiempos de agresiones en los medios, en las redes sociales…

El encuentro entre la comunicación y la misericordia es fecundo en la medida en que genera una proximidad que se hace cargo, consuela, cura, acompaña y celebra. En un mundo dividido, fragmentado, polarizado, comunicar con misericordia significa contribuir a la buena, libre y solidaria cercanía entre los hijos de Dios y los hermanos en humanidad.

¿Se inscribiría en su propuesta de una cultura del encuentro?

Efectivamente. Y aprovecho esta entrevista para exhortar a todos a una comunicación constructiva que, rechazando los prejuicios contra los demás, fomente una cultura del encuentro que ayude a mirar la realidad con auténtica confianza.

Por lo que oigo o veo en la radio, en los noticieros televisivos o en ciertas revistas sensacionalistas, más que buscar una cultura del encuentro lo que hacen es propagar el odio, incendiar los espíritus, regodearse con el miedo de la gente…

Creo que es necesario romper el círculo vicioso de la angustia y frenar la espiral del miedo, fruto de esa costumbre de centrarse en las «malas noticias» (guerras, terrorismo, escándalos y cualquier tipo de frustración en el acontecer humano). Ciertamente, no se trata de favorecer una desinformación en la que se ignore el drama del sufrimiento, ni de caer en un optimismo ingenuo que no se deja afectar por el escándalo del mal. Quisiera, por el contrario, que todos tratemos de superar ese sentimiento de disgusto y de resignación que con frecuencia se apodera de nosotros, arrojándonos en la apatía, generando miedos o dándonos la impresión de que no se puede frenar el mal. Además, en un sistema comunicativo donde reina la lógica según la cual para que una noticia sea buena ha de causar un impacto, y donde fácilmente se hace espectáculo del drama del dolor y del misterio del mal, se puede caer en la tentación de adormecer la propia conciencia o de caer en la desesperación.

¿Y cómo sería ese estilo comunicativo?

Quisiera contribuir a la búsqueda de un estilo comunicativo abierto y creativo, que no dé todo el protagonismo al mal, sino que trate de mostrar las posibles soluciones, favoreciendo una actitud activa y responsable en las personas a las cuales va dirigida la noticia. Invito a todos a ofrecer a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo narraciones marcadas por la lógica de la «buena noticia». No debemos olvidar que en el lugar donde la vida experimenta la amargura del fracaso, nace una esperanza al alcance de todos.

¿Una comunicación que subraye la esperanza?

Se trata de una esperanza que no defrauda ―porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones, como afirma Pablo en la Carta a los Romanos―y que hace que la vida nueva brote como la planta que crece de la semilla enterrada. Bajo esta luz, cada nuevo drama que sucede en la historia del mundo se convierte también en el escenario para una posible buena noticia, desde el momento en que el amor logra encontrar siempre el camino de la proximidad y suscita corazones capaces de conmoverse, rostros capaces de no desmoronarse, manos listas para construir.

Hermosa tarea…

Sin lugar a dudas. La esperanza es la más humilde de las virtudes, porque permanece escondida en los pliegues de la vida, pero es similar a la levadura que hace fermentar toda la masa.

Aunque no es fácil, y más en esta época en que todo parece estar contaminado por las falsas noticias…

La eficacia de las fake news se debe, en primer lugar, a su naturaleza mimética, es decir, a su capacidad de aparecer como plausibles. En segundo lugar, estas noticias, falsas pero verosímiles, son capciosas, en el sentido de que son hábiles para capturar la atención de los destinatarios poniendo el acento en estereotipos y prejuicios extendidos dentro de un tejido social, y se apoyan en emociones fáciles de suscitar, como el ansia, el desprecio, la rabia y la frustración. Su difusión puede contar con el uso manipulador de las redes sociales y de las lógicas que garantizan su funcionamiento. De este modo, los contenidos, a pesar de carecer de fundamento, obtienen una visibilidad tal que incluso los desmentidos oficiales difícilmente consiguen contener los daños que producen.

Cuánto cuesta, por desidia o calentura emocional, distinguir la cizaña del trigo verdadero…

La dificultad para desenmascarar y erradicar las fake news se debe asimismo al hecho de que las personas a menudo interactúan dentro de ambientes digitales homogéneos e impermeables a perspectivas y opiniones divergentes. El resultado de esta lógica de la desinformación es que, en lugar de realizar una sana comparación con otras fuentes de información, lo que podría poner en discusión positivamente los prejuicios y abrir un diálogo constructivo, se corre el riesgo de convertirse en actores involuntarios de la difusión de opiniones sectarias e infundadas. El drama de la desinformación es el desacreditar al otro, el presentarlo como enemigo, hasta llegar a la demonización que favorece los conflictos. Las noticias falsas revelan así la presencia de actitudes intolerantes e hipersensibles al mismo tiempo, con el único resultado de extender el peligro de la arrogancia y el odio. A esto conduce, en último análisis, la falsedad.

Los periodistas se olvidan de su responsabilidad social…

Tienen la tarea, en el frenesí de las noticias y en el torbellino de las primicias, de recordar que en el centro de la noticia no está la velocidad en darla y el impacto sobre las cifras de audiencia, sino las personas. Informar es formar, es involucrarse en la vida de las personas. Por eso la verificación de las fuentes y la custodia de la comunicación son verdaderos y propios procesos de desarrollo del bien que generan confianza y abren caminos de comunión y de paz.

Además de agradecerle por este largo diálogo, quisiera cerrarlo pidiéndole algunos consejos para orientar el trabajo periodístico, ¿le parece?

Más que consejos es un anhelo: deseo dirigir un llamamiento a promover un periodismo de paz, sin entender con esta expresión un periodismo «buenista» que niegue la existencia de problemas graves y asuma tonos empalagosos. Me refiero, por el contrario, a un periodismo sin fingimientos, hostil a las falsedades, a eslóganes efectistas y a declaraciones altisonantes; un periodismo hecho por personas para personas, y que se comprende como servicio a todos, especialmente a aquellos –y son la mayoría en el mundo– que no tienen voz; un periodismo que no queme las noticias, sino que se esfuerce en buscar las causas reales de los conflictos, para favorecer la comprensión de sus raíces y su superación a través de la puesta en marcha de procesos virtuosos; un periodismo empeñado en indicar soluciones alternativas a la escalada del clamor y de la violencia verbal.

TEXTOS DE REFERENCIA

https://www.vatican.va/content/francesco/es/messages/communications/documents/papa-francesco_20140124_messaggio-comunicazioni-sociali.html

https://www.vatican.va/content/francesco/es/messages/communications/documents/papa-francesco_20150123_messaggio-comunicazioni-sociali.html

https://www.vatican.va/content/francesco/es/messages/communications/documents/papa-francesco_20160124_messaggio-comunicazioni-sociali.html

https://www.vatican.va/content/francesco/es/messages/communications/documents/papa-francesco_20170124_messaggio-comunicazioni-sociali.html

https://www.vatican.va/content/francesco/es/messages/communications/documents/papa-francesco_20180124_messaggio-comunicazioni-sociali.html

https://www.vatican.va/content/francesco/es/messages/communications/documents/papa-francesco_20190124_messaggio-comunicazioni-sociali.html

https://www.vatican.va/content/francesco/es/messages/communications/documents/papa-francesco_20200124_messaggio-comunicazioni-sociali.html