Escribir para reconocernos

“Autorretrato” de Johannes Gumpp.

La escritura, además de sus funciones utilitarias y comunicativas, puede ser un medio idóneo para reconocernos.

Pero, antes de desarrollar esta tesis, considero importante recordar algo sobre el sentido del reconocimiento. En la tragedia clásica, la anagnórisis o agnición era el momento en que, por determinadas circunstancias (una cicatriz, por ejemplo), se lograba el descubrimiento de un desaparecido o la identidad de alguien oculto. Sirva de ilustración la escena de Euriclea, la anciana ama de llaves, cuando lava los pies a Odiseo y lo reconoce, precisamente, por la herida que le había dejado el jabalí en su muslo. Ese mínimo detalle conduce a revelarle a la anciana que no está frente a un mendigo, sino ante su antiguo amo. El reconocimiento, como se infiere del ejemplo, permite revelar una identidad, sacar a flote la persona auténtica.

Entonces, ¿por qué considero que la escritura es una aliada o un recurso excepcional para reconocernos?

En principio, porque cuando realizamos un registro escrito sobre un hecho, una vicisitud o peripecia personal, al hacerlo empezamos a entender su peso, su valía, o su grado de resonancia en nuestra existencia.  Es como si tuviéramos un espejo de palabras para, a través de esos signos, mirarnos cara a cara. Ya se trate de una situación de dolor o de alegría, un evento positivo o un problema abrumador, la escritura de tal suceso nos revela, nos ayuda a entender “aquello que nos pasa” y, en esa misma medida, contribuye a que veamos cómo encajan esas piezas discontinuas dentro de la figura de nuestro ser. No digo, por supuesto, que ese reconocimiento siempre tenga un resultado feliz; de igual modo puede llevar a ensimismamientos retadores o dolorosos, a descubrir falencias recurrentes, o a detectar actuaciones que al verlas puestas en el papel muestran filiaciones con “marcas” de crianza o improntas escondidas de un temperamento.

Además de esto, la escritura nos ayuda a recuperar hechos de nuestra vida para volverlos genuinos acontecimientos. Nuestra infancia, nuestro periplo afectivo, nuestras pérdidas y alegrías, los grandes triunfos, las penosas derrotas… todo eso por lo que pasamos, esas peripecias existenciales, se tornan memorables cuando pasan por el cedazo de la escritura. Tales relatos son, en verdad, trabajos de “recuperación del tiempo perdido”, formas textuales para atrapar lo que de suyo es evanescente, documentos de reconocimiento para restablecer filiaciones espirituales con nuestro pasado.

Y esta misma función reveladora de la escritura podemos aplicarla a otros campos. Supongamos que somos educadores con muchos años de oficio, pero durante ese tiempo no hemos escrito nada sobre lo que hacemos. A lo mejor hemos llenado formatos o diligenciado encuestas de desempeño, pero poco acudimos a la escritura para reconocernos. Trabajamos, devengamos un salario, buscamos formar a otras personas, nos ocupamos en las tareas cotidianas de la escuela, sin haber nunca dejado un registro escrito de nuestro quehacer. Cosa distinta sucedería si, con cierta constancia, describiéramos determinadas actividades de aula, lleváramos un diario de clase, o realizáramos la crónica de algún proyecto de nuestro curso. En tal caso, al leer y releer lo que hemos escrito, podríamos “caer en la cuenta” de lo que hacemos para, desde ese reconocimiento, lograr explicar y comprender mejor el mundo de nuestras actividades. Además de obtener un beneficio adicional: el de ver en esos registros escritos las claves para mejorar o transformar nuestro quehacer.

En esta perspectiva, la escritura es un medio para reflexionar la práctica. Y con esa “evidencia de signos” es posible descubrir las coordenadas de nuestro saber docente, la singularidad como maestros, nuestro estilo de enseñanza.

De otra parte, la escritura también nos posibilita reconocer el modo como pensamos o la configuración de nuestro pensamiento. Cuando escribimos descubrimos las entretelas de nuestra cognición, aparece ante nuestros ojos una especie de radiografía de la armazón de nuestro pensar. De allí porqué algunos investigadores de la escritura, como Walter Ong, hayan sugerido que escribir sea un modo de aprender a pensar mejor, a ser coherentes, a tener un pensamiento organizado, a cualificar nuestra argumentación y hallar las conexiones lógicas entre diferentes proposiciones.

Este punto lo considero fundamental para reiterar un asunto en el que he venido insistiendo hace ya muchos años: la escritura permite el reconocimiento de que podemos pensar por cuenta propia, que tenemos la mayoría de edad intelectual para entrar a participar de ese diálogo escritural que moviliza la cultura. Entonces, la escritura posibilita reconocernos como trabajadores del mundo de las ideas. Gracias a ella descubrimos que no solo somos rutinarios trabajadores de la sobrevivencia, sino también seres razonantes y cuestionadores, seres críticos capaces de romper las propias limitaciones de las creencias heredadas y proponer visiones de otros mundos posibles.

Hagamos un alto y repasemos lo que hasta aquí hemos expuesto: al escribir tomamos distancia de nosotros mismos, de lo que hacemos y de lo que pensamos. El escribir es un proceso alquímico mediante el cual ponemos afuera nuestro pensamiento, lo objetivamos y, de esta manera, logramos analizarlo con detenimiento. El filtro de la escritura nos dota de una personalidad diferente a la que aparece en los datos de identidad de nuestra cédula. La escritura nos permite transformar la suerte no elegida de nuestra herencia biológica en una genuina reconstrucción de quiénes somos. Más que un dato, al escribir nos erigimos como historia; más allá de una fecha de nacimiento y otra de muerte, nos transmutamos en un relato apasionante y único de cómo una conciencia da sentido y explicación a su vida. Al escribir dejamos de ser ajenos a nuestra existencia; nos hacemos dueños de nuestro propio destino.

Hastío de la politiquería

Ilustración de Ángel Boligán.

Se los oye dando declaraciones en los medios de comunicación sobre sus llamativas propuestas de gobierno si llegan a ganar las elecciones y uno no sabe si hablan de esa manera porque consideran a la audiencia tonta o cabalmente crédulos, pues lo que prometen ni es factible, ni está avalado por determinado estudio, una investigación de largo aliento o al menos soportado en alguna documentación. Su discurso está lleno de generalizaciones, de lugares comunes: “acabaré de tajo con la corrupción”, “impondré la seguridad desde mi primer día de gobierno”, “solucionaré ahora sí el problema de la movilización en la ciudad”, “no habrá nuevos impuestos”. Son frases dichas a la topa tolondra, sin ningún respaldo, sin el conocimiento mínimo de lo que implica el largo proceso administrativo de una decisión gubernamental. Son consignas repetitivas, puestas en boca de los aspirantes a gobernar, pero que han sido dichas por los mismos que ahora ocupan los puestos que estos candidatos, “adalides de la democracia”, pretenden alcanzar.

Pero, además de esta vacuidad en el discurso, de esas frases tan rimbombantes como raquíticas de contenido, lo que reiteran estos demagogos marrulleros en las entrevistas, en la prensa y lo multiplican en las redes sociales, son frases llenas de epítetos agresivos contra sus contrincantes de turno. Cada uno acusa a sus opositores de los vicios o los defectos que él dice no tener o exhibe virtudes o comportamientos irreprochables. Por supuesto, tampoco de esto hay respaldo alguno, ni aun cuando de manera flagrante se demuestran delitos como el cohecho o el tráfico de influencias. Bien se sabe, que el discurso del odio contribuye a menguar la vergüenza propia o disipar el reconocimiento de la falta. Son los otros los deshonestos, es el contrincante el que posee todos los males que causan el deterioro de un país. Aquí, una vez más, el discurso de estos tunantes de cuatrienio apela a la desmemoria de la masa, absolutiza el presente y, desde ese tiempo, anuncia las panaceas, el elíxir de la solución definitiva: “conmigo empieza el futuro”, “mi propuesta sí dará solución a las iniquidades y la pobreza”, “yo les devolveré la seguridad a todos los ciudadanos”. Lo común en sus campañas, y que es capitalizado por los medios de información ansiosos por aumentar las audiencias, no es hablar de las debilidades de las propuestas de los contrincantes, sino centrarse en la persona del opositor. De allí que los crédulos electores terminen votando en “contra de alguien” y no eligiendo un programa, una agenda de partido, una razonable propuesta de gobierno.

Pienso que esto último se debe, entre otras razones, a la improvisación o falta de consistencia ideológica y programática de las organizaciones políticas. Es común crear de sopetón un partido para inscribir una candidatura sin ni siquiera haber debatido los principios que lo guían, los fundamentos de su propuesta, su agenda de gobierno. Son partidos de afán, hechos a la medida de las circunstancias y acomodados a la astucia del pícaro redomado y sus secuaces o la “coyuntura política del momento”. Por eso también hay mutantes, trásfugas, militantes tipo “canguro” que saltan de un movimiento a otro, ejemplo de su debilidad ideológica y mostrando un oportunismo mayúsculo. Y ni qué decir de los presuntos directores de los partidos llamados tradicionales, quienes –a la manera de patriarcas religiosos– dan su bendición o excomulgan a los que no acatan sus designios. Mirando en detalle los comicios nacionales es fácil detectar por qué la gente viene descreyendo de los partidos, por qué ya no los representan, y por qué se han ido convirtiendo en “maquinarias” para lograr un único cometido: hacer que alguien ocupe un puesto de gobierno para favorecer los intereses particulares.     

De otra parte, aunque con el mismo fin, los medios de información, especialmente la radio, asumen el papel de propagandistas de tales ladinos camaleónicos. Gran parte de los programas matutinos de noticias se ocupan en llamar a dichos candidatos para preguntarles qué piensan de lo que afirmó otro oponente y, con esa declaración, convertirla en “comodín” para despertar aversiones y repetir el mismo mensaje a lo largo del día, rubricado por los noticieros televisivos que, a su vez, vendiendo la idea de que la “gente debe estar bien informada”, diseñan “debates” para favorecer tendenciosamente a unos o, convirtiéndose en jueces, acorralar con preguntas a otros. Lo cierto es que el cubrimiento informativo de la politiquería trae un doble beneficio: para los demagogos, porque convierten la amplificación de los medios en una semilla para propiciar el rumor, la mentira o la calumnia sobre sus opositores, y para los medios, que conocen de sobra los beneficios de aumentar su audiencia alimentando el fuego de la polémica, la mutua ofensa o la pelea que, como ellos mismos afirman, está para “alquilar balcón”.

Pasadas las elecciones del momento, estos remedos de líderes se los verá asumir, si han ganado, el tono triunfalista y desafiante sobre los vencidos; o, en el caso de que hayan perdido, alegar los fraudes o la falta de “condiciones” para haber logrado su cometido. Hibernarán por un tiempo y, cuando tomen posesión de su cargo, construirán un discurso de descrédito sobre sus antecesores, hallarán más de una razón para disculpar su ineficiencia o, lo que resulta más deprimente, alegarán que necesitan “otro período” para alcanzar sus metas más ambiciosas. Y lo que en sus campañas era tildado de repudiable, ahora se convertirá en motivo de justificación; los principios éticos, defendidos como bandera en el pasado, serán en el presente menos inquebrantables; las promesas hechas en campaña por su partido pasarán a ser negociadas con otros que, enquistados por décadas en las ramas legislativas del Estado, conocen cómo sacar provecho del erario del país. Instalados en el poder estos dirigentes calculadores sabrán disponer las fichas en el gobierno para su propio beneficio, favorecerán a sus financiadores, e irán dejando en el olvido las grandes consignas, el mundo utópico proclamado en las campañas, las ingentes reformas que parecían fáciles de conquistar.

Lejos, muy lejos, están dichos personajes de ser o alcanzar la talla de estadistas responsables, de gestores de sociedades más equitativas e incluyentes, de hombres íntegros al servicio de lo público. Lo suyo es un simulacro de tales atributos; una pantomima del ejercicio responsable de la política, una “ladina ocupación de masas” que cada día se ve más catapultada por la propaganda de los medios masivos de información, el uso de la desinformación de las redes sociales y el respaldo de la abundancia de dinero ya sea de procedencia lícita o ilícita.

El contagioso fanatismo

“El orador” de Magnus Zeller.

“Fanatics have their dreams, wherewith they weave
A Paradise for a seCt…”
John Keats
“The Fall of Hyperion: A Dream”

 

Según Joan Corominas, fanático es un término tomado del latín fanatĭcus, que se refería a alguien “exaltado, frenético”, hablando “de los sacerdotes de Belona, Cibeles y otras diosas, los cuales se entregaban a violentas manifestaciones religiosas”[1]. Fānum era el templo, un lugar consagrado, y fanático era la persona “que estaba inspirada por un furor divino”[2]. Lo importante de esta pista etimológica es que en la raíz del fanatismo está “el entusiasmo desmedido y frecuentemente irracional” que, como consecuencia, lleva a la apasionada y exagerada defensa de las propias creencias sin “respetar las creencias y opiniones ajenas”[3].

Los estados fanáticos, esos momentos de “manifestaciones salvajes”, esos dies sanguinis que los antiguos romanos festejaban en un día especial (el 24 de marzo), ahora, en nuestra época, aparecen como actitudes y comportamientos exaltados e intolerantes a todo momento. Lo constatamos de manera cotidiana en la guerra que estamos presenciando en el Oriente Medio, en los mensajes que circulan por las redes sociales o en las cadenas de correo. Lo que notamos es que cada grupo religioso o político se siente dueño de una verdad que le sirve de justificación para todo tipo de atropellos y, bajo esa misma bandera exaltada y rabiosa, llena de improperios o francas agresiones físicas o verbales a quienes no comparten sus creencias o se atreven a cuestionar sus planteamientos. Los fanáticos más que exponer buscan imponer, más que explicar una postura se ciegan a cualquier versión diferente a la suya[4]. Y lo que resulta más sorprendente, lo que debe llevarnos a una serena reflexión, es que en un mismo grupo familiar o entre colegas de trabajo, esas posturas fanáticas conducen a radicalizar las ideologías, aumentar los umbrales de la agresión y enarbolar la intransigencia en lugar de la concordia y el deseo de la convivencia pacífica[5].

Voltaire, el gran defensor de la tolerancia del siglo XVIII, pensaba que el fanatismo era “el efecto de una conciencia falsa, que sujeta la religión a los caprichos de la fantasía y el desconcierto de las pasiones”[6]. Ofrece ejemplos históricos de este furor que llevó a los hombres a convertirse en esclavos de una creencia y los horrores llevados a cabo por este delirio que consiste en “tomar los sueños por realidades y las imaginaciones por profecías”[7]. Voltaire consideraba el fanatismo como una enfermedad epidémica con “accesos de rabia” que “se adquiría como las viruelas” y generaba el convencimiento en sus adeptos de que “el entusiasmo que servía de inspiración era la única ley que debía dirigirlos”[8].  

En una perspectiva más contemporánea, el escritor israelita Amos Oz ha reflexionado en varias de sus conferencias, ensayos y novelas sobre el fanatismo[9]. Este autor nos enseñó variadas cosas sobre esta enfermedad contagiosa: que el fanático es “una exclamación andante”, que “desprecia las situaciones abiertas”, que “tiende a vivir en un mundo de blanco y negro”; que una marca distintiva e inconfundible del fanático es “su ardiente deseo de cambiarte para que seas igual que él”, que “para los fanáticos, traidor es todo aquel que se atreve a cambiar; y que “el fanatismo empieza en casa”[10]. Los planteamientos de Amos Oz resultan doblemente significativos, porque hace una autocrítica al judaísmo como cultura y, al mismo tiempo, ofrece elementos valiosos de análisis para esta ola de “conformismo y seguimiento ciego de la corriente, de obediencia sin ninguna reflexión, de endiosamiento de dirigentes religiosos y de dirigentes políticos”[11].

El jurista colombiano Rodrigo Uprimny también se ha dedicado a ahondar en las particularidades del fanatismo[12]. Lo define como “una pasión intensa y desbordada a favor de cierta visión, o de cierta causa, o de cierta persona, que no solo ciega el juicio y la capacidad de crítica, sino que es, además, excluyente: divide y segrega y, en casos extremos pero no inusuales, legitima violencias, asesinatos y masacres”[13]. Uprimny explora en las raíces antropológicas del fanatismo y en las narrativas que lo legitiman llegando a la conclusión de que “el fanatismo empieza cuando una identidad avasalla a las otras y la persona adquiere una identidad única”, cuando al integrarse a una secta se “buscan objetivos extremos y absolutos”, y cuando frente a los considerados enemigos se “tiene mínima empatía o misericordia”[14]. El jurista recuerda, siguiendo a Jonathan Haidt, en su libro La mente de los justos que “la moral que cohesiona a un grupo tiende a hacer a los integrantes de ese grupo ciegos frente a las evidencias o los argumentos que contradicen su visión moral compartida”[15].

Como puede colegirse, padecer de fanatismo, incitarlo a otros, no es un asunto menor en las relaciones sociales. Precisamente, el filósofo Isaiah Berlin rubricó el daño de ciertas creencias, individuales o de grupo, al considerarse como dueñas exclusivas o en “posesión de una única verdad”. Berlin creía que tal actitud era de una “arrogancia terriblemente peligrosa”, y que tal “sensación de infalibilidad de uno mismo o de una nación conducía a destruir a otros con la conciencia tranquila de quien está haciendo el trabajo de Dios (por ejemplo, la Inquisición española, o los ayatolás), o de la raza superior (por ejemplo, Hitler), o de la historia (por ejemplo, Lenin-Stalin)”[16]. Entreveo en esa “arrogancia” una forma de desprecio hacia nuestros semejantes y una soterrada manera de justificar actos deshumanizadores[17].

Pero no solo es el convencimiento obcecado de tener “una verdad”, lo que convierte a los fanáticos en “cruzados” de una causa, sino que esa misma ofuscación los vuelve sordos para cualquier tipo de argumentación contraria o los torna vociferantes monotemáticos. La supremacía declarada en una creencia, una ideología o una cosmovisión de la vida y el mundo lleva de manera tajante a imposibilitar el diálogo, destruir la confianza y ver en los que no comparten determinado punto de vista, enemigos declarados o rivales en potencia. El fanatismo destruye la escucha empática, imposibilita la solidaridad y el perdón, aumenta el deseo de venganza. De igual modo, los fanáticos tienden a usar un lenguaje autorreferencial y autojustificante en el que la mentira o el rumor, la información parcializada y el uso recurrente de estereotipos elaboran discursos o narrativas sectarias, con acentos fuertes de dogmatismo y tozudez.

Dadas las implicaciones de esta enfermedad, de este “pervertido entusiasmo”, vale la pena hablar de algunos remedios que, si no son totalmente efectivos, sí pueden palear o aminorar el impacto de este “exceso de rabia”. Voltaire afirmó que “no existía otro remedio para esta enfermedad epidémica que el espíritu filosófico, que, difundiéndose más cada día, suaviza las costumbres humanas y evita los accesos del mal”[18]. Pensar y meditar, reflexionar para no ceder con tanta inmediatez a nuestras pasiones, ese parece ser un fármaco usado por generaciones. Por su parte, Isaiah Berlin advirtió que el único remedio para combatir el fanatismo es “comprender cómo viven otras sociedades, en el espacio o en el tiempo”; porque, así nos neguemos a aceptarlo, “es posible vivir de formas distintas a las de uno mismo, y ser enteramente humano, merecedor de cariño, de respeto y, al menos de curiosidad[19]. El otro fármaco se deriva de un genuino deseo por indagar y conocer cómo son los demás, liberando nuestra mirada de prejuicios y estereotipos. Y Amos Oz nos enseñó que para combatir o contrarrestar el fanatismo no hay como “la curiosidad, la imaginación y el humor”[20]. Curiosidad para salir de nuestras propias murallas y convicciones, imaginación para “idear lo posible” y humor para tornar el espíritu flexible y abierto a la crítica.

Pienso que además de estos remedios en la vida cotidiana podemos acudir a otros antídotos. Por ejemplo: evitar nuestros juicios generalistas y apresurados que terminan en exageraciones, estereotipos o actitudes francamente excluyentes. Si hacemos menos generalizaciones, si nos esforzamos en ver los matices; con toda seguridad apreciaremos las singularidades de las personas, los hechos o las situaciones. Lo otro es cuidar nuestro lenguaje en las discusiones, poner en salmuera esas maneras de hablar llenas de agresión y deseo de ofender a otras personas. Una buena forma de no terminar en discursos fanáticos es evitar en nuestras conversaciones o en los mensajes que compartimos los mensajes soeces, descomedidos, toscos o intencionadamente irrespetuosos.  De igual modo es bueno, poseer más de un punto de vista para evaluar un hecho, una situación o algún comportamiento de una persona. Cuando todo se observa y juzga desde una única ventana, fácilmente se cae en los prejuicios, se sacan conclusiones equivocadas o, lo más grave, se pierden otras perspectivas que ayudan a tener una percepción más completa de los seres, los acontecimientos o las circunstancias. También es fortificante defender la mayoría de edad de nuestra razón para ser críticos, aprender a disentir y saber sopesar los eventos según la claridad de razones y no tanto por el furor ciego de las emociones. Nuestro entendimiento afinado es una buena manera para no sucumbir a los propagandistas, a los manipuladores, a los que buscan que hipotequemos nuestra conciencia del buen juicio. Las opiniones aquilatadas, analizadas, contribuyen a saber distinguir cuándo hay razones valederas que debemos aceptar y cuándo son infundios o engaños mediáticos de los cuales debemos tomar distancia para evitar propagar el odio y perder la tranquilidad de nuestro espíritu.  

Y, finalmente, no debemos renunciar a nuestra voluntad de propiciar y alentar la tolerancia, bien sea en espacios familiares, laborales o de otra índole. Ese es un remedio cotidiano contra el fanatismo. “El respeto a los demás, la igualdad de todas las creencias y opiniones, la convicción de que nadie tiene la verdad ni la razón absolutas, son el fundamento de esa apertura y generosidad que supone el ser tolerante”[21]. La tolerancia es garantía para el desarrollo de la democracia y el fluir de la convivencia. Aboguemos todos por este principio ético: “una sociedad plural descansa en el reconocimiento de las diferencias, de la diversidad de costumbres y formas de vida”[22].

NOTAS Y REFERENCIAS

[1] Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, Gredos, Madrid, 1996, pág. 267.

[2] Edward A. Roberts y Bárbara Pastor, Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española, Alianza, Madrid, 1997, pág. 44.

[3] Resultan interesantes las observaciones de Yuval Noah Harari en su libro 21 Lecciones para el siglo XXI (Random House, Bogotá, 2018) sobre el nacimiento del fanatismo: “Lo que sin duda hizo el monoteísmo fue conseguir que mucha gente se volviera mucho más intolerante que antes, con lo que contribuyó a la expansión de las persecuciones religiosas y las guerras santas” (…) Al insistir en que ‘no hay otro dios que nuestro Dios’, la idea monoteísta tendió a promover el fanatismo”.

[4] En su libro El verdadero creyente. Sobre el fanatismo y los movimientos sociales (Tecnos, Madrid, 2009), Eric Hoffer afirmaba que “el fanático no puede ser convencido, sólo convertido. Su apego apasionado es más vital que la calidad de la causa a la que se somete”.

[5] Alonso Sánchez Baute afirma: “Esa actitud de superioridad moral impide llegar a acuerdos. En Colombia el fanatismo ha llegado actualmente a niveles que no se veían desde la época de la Violencia liberal-conservadora, y lo peor es que tiende a recrudecerse y no presagia buenos vientos”. Prólogo al texto Fanatismo, de Rodrigo Uprimny, Jorge Giraldo y Melba Escobar, Futuro en tránsito, Bogotá, 2020.

[6] Diccionario filosófico, Sophos, Buenos Aires, 1960, pág. 279.

[7] Ibid., pág. 283.

[8] Ibid., pág. 284.

[9] Uno de sus textos más difundidos es Contra el fanatismo, Siruela, Madrid, 2002. Amos Oz declara que “la semilla del fanatismo siempre brota al adoptar una actitud de superioridad moral que impide llegar a un acuerdo”, pág 21.

[10] Véase Queridos fanáticos, Siruela, Madrid, 2018, pág. 13-61.

[11] Ibid., pág. 32.

[12] Léase “Fanatismo, guerras y paz” en Fanatismo…, Futuro en tránsito, Bogotá, 2020, pág. 9-23.

[13] Ibid., pág. 10.

[14] Ibid., pág. 17.

[15] Ibid., pág. 15. Haid advierte en La mente de los justos. Por qué la política y la religión dividen a la gente sensata, que “una vez que las personas se unen a un equipo político, quedan atrapadas en su matriz moral. Ven la confirmación de su gran narrativa en todas partes, y es difícil, tal vez imposible, convencerlos de que están equivocados si discutís con ellas desde fuera de su matriz”, Ariel, Bogotá, 2019, pág. 442.

[16] “Notas sobre el prejuicio” en Sobre la libertad, Alianza. Madrid, 2017, pág. 388.

[17] Sirva de ilustración lo que escribió Adolf Hitler en su autobiografía. En el postulado 12 del “Partido obrero alemán nacionalsocialista” afirma: “El futuro de un movimiento depende del fanatismo, si se quiere, de la intolerancia con que sus adeptos sostengan su causa como la única justa y la impongan frente a otros movimientos de índole semejante”. Mi lucha, Editorial Solar, Bogotá, 2020, Pág. 279.

[18] Sophos, Buenos Aires, 1960, pág. 284.

[19] Ibid., p. 388.

[20] Véase Queridos fanáticos, Siruela, Madrid, 2018.

[21] Victoria Camps: “Solidaridad, responsabilidad, tolerancia” en Ética pública, Mauricio Merino (Comp), Siglo XXI, México, 2010, pág. 94.

[22] Ibid., pág. 94.

Releer la poesía de Eugenio Montejo

No me canso de leer y recomendar los poemas del venezolano Eugenio Montejo. En este blog he comentado sus poemas “El canto del gallo”, “Verso”, y en mis libros Vivir de poesía y La palabra inesperada, dediqué unas páginas a dos de sus textos: “El buey” y “El poeta”, respectivamente. De Montejo me gusta su lírica concentrada, de observación perspicaz y con un tono de voz sabia como es la de quienes logran develar verdades profundas en las cosas sencillas. He seleccionado para esta ocasión tres de sus poemas. Empezaré con uno de su libro Algunas palabras (1976).

LOS ÁRBOLES

Hablan poco los árboles, se sabe.

Pasan la vida entera meditando

y moviendo sus ramas.

Basta mirarlos en otoño

cuando se juntan en los parques:

sólo conversan los más viejos,

los que reparten las nubes y los pájaros,

pero su voz se pierde entre las hojas

y muy poco nos llega, casi nada.

 

Es difícil llenar un breve libro

con pensamientos de árboles.

Todo en ellos es vago, fragmentario.

Hoy, por ejemplo, al escuchar el grito

de un tordo negro, ya en camino a casa,

grito final de quien no aguarda otro verano,

comprendí que en su voz hablaba un árbol,

uno de tantos,

pero no sé qué hacer con ese grito,

no sé cómo anotarlo.

El poeta retoma de los árboles su silente manera de permanecer en el mundo. Los árboles “hablan poco”, apenas mueven sus ramas y “pasan su vida entera meditando”. Acaso conversan en otoño, pero sólo los más viejos, y sus voces se “se pierden entre las hojas” y a los hombres no nos llega su mensaje. Poco sabemos de los pensamientos de los árboles, dice Montejo: “todo en ellos es vago, fragmentario”. Quizá su manera de comunicarse sea a través de los pájaros, de los tordos negros, por ejemplo, pero el poeta reconoce que no sabe interpretar esos gritos y mucho menos anotarlos. ¿Qué hacer con esos gritos postreros de “quien no aguarda otro verano”?, ¿cómo descifrar lo que apenas es un murmullo entrecortado? El poeta nos invita a afinar el oído, a cambiar de códigos para deletrear el susurro adolorido de los seres reservados, a despertar o ampliar nuestra caja de resonancia espiritual para que sean audibles otras tonalidades de la vida.

Prosigo con un segundo poema, extraído de su libro Trópico absoluto (1982):

MIS MAYORES

a Alberto Patiño

 

Mis mayores me dieron la voz verde

y el límpido silencio que se esparce

allá en los pastos del lago Tacarigua.

Ellos van a caballo por las haciendas.

Hace calor. Yo soy el horizonte

de ese paisaje adonde se encaminan.

 

Oigo los sones de sus roncas guitarras

cuando cruzan el polvo y recorren mi sangre

a través de un amargo perfume de jobos.

Bajo mi carne se ven unos a otros

tan nítidos que puedo contemplarlos.

Y si hablo solo, son ellos quienes hablan

en las gavillas de sus cañamelares.

Hace calor. Yo soy el muro tenso

donde está fija su hilera de retratos.

 

Mis mayores van y vienen por mi cuerpo,

son un aire sin aire que sopla del lago,

un galope de sombras que desciende

y se borra en lejanas sementeras.

Por donde voy llevo la forma del vacío

que los reúne en otro espacio, en otro tiempo.

Hace calor. Hace el verde calor que en mí los junta.

Yo soy el campo donde están enterrados.

En este caso, el poeta les rinde homenaje a sus mayores, a los que “le dieron la voz verde y el límpido silencio que se esparce en los pastos del lago Tacarigua”. Es una doble herencia la que exalta Eugenio Montejo: la voz y el silencio. El recuerdo de esas personas se convierte en un paisaje humanizado: el poeta mismo es el horizonte por el que transitan aquellos seres de a caballo. Durante todo el poema se transpira el calor de aquel pasado. El poeta oye los sones de las “roncas guitarras”, percibe perfumes de “jobos” y contempla “las gavillas de sus cañamelares”. Cada recuerdo se convierte en un retrato que va fijándose en el muro de su memoria. Y si en un inicio el poeta se autodefinía como un paisaje, ahora se vuelve una pared para retener ese álbum de imágenes. Los mayores son un “aire sin aire”, “un galope de sombras” que van y vienen por el cuerpo del poeta, son “formas vacías” que recorren su sangre. Montejo afirma que ese “verde calor” es lo que hace que en él se junten todas esas personas. Bien parece que el modo de apropiar a sus mayores ya no está representado en un paisaje, ni en un muro, sino en un campo de carne viva donde están enterrados. Los mayores siguen en el poeta, “cruzan el polvo” del olvido, porque él los reúne cuando los evoca, “en otro espacio, en otro tiempo”. Montejo nos enseña que nosotros somos sementera y cementerio de nuestros más queridos mayores.

Y cierro esta mínima antología de Eugenio Montejo destacando un poema de su libro Muerte y memoria (1972):

ORFEO

Orfeo, lo que de él queda (si queda),

lo que aún puede cantar en la tierra,

¿a qué piedra, a cuál animal enternece?

Orfeo en la noche, en esta noche

(su lira, su grabador, su casete),

¿para quién mira, ausculta las estrellas?

Orfeo, lo que en él sueña (si sueña),

la palabra de tanto destino,

¿quién la recibe ahora de rodillas?

 

Solo, con su perfil en mármol, pasa

por nuestro siglo tronchado y derruido

bajo la estatua rota de una fábula.

Viene a cantar (si canta) a nuestra puerta,

ante todas las puertas. Aquí se queda,

aquí planta su casa y paga su condena

porque nosotros somos el Infierno.

La figura de Orfeo está presente en varios poemas de Eugenio Montejo, pero en esta ocasión, el poeta centra su interés en la incertidumbre por la suerte de este dios griego del canto, y los cuestionamientos derivados de desatender la voz de sus epígonos en nuestro mundo contemporáneo. A lo largo del poema Montejo mantiene un tono dubitativo, cuando no profético: a la par que se pregunta, también nos interpela: ¿puede aún hoy Orfeo enternecer con su canto a los animales, a las piedras?, ¿quién atiende a sus auscultaciones estelares?, ¿será que sigue cantando?, ¿abriremos nuestras puertas para que entren sus anuncios y revelaciones? El poeta afirma que, en nuestro siglo, Orfeo pasa “tronchado y derruido” porque somos insensibles a sus melodías, porque lo dejamos plantado a la entrada de nuestras casas. Salta a la vista que la figura de Orfeo le sirva a Eugenio Montejo para relacionarla con la voz del poeta, con el trabajo clarividente de la poesía. ¿Escuchamos con atención hoy lo que dicen los versos?, ¿tenemos tiempo suficiente para descubrir el sentido figurado que anuncian estos textos de reducidas y rítmicas palabras?, ¿podemos hincar nuestras rodillas ante la palabra que busca trascendernos? Montejo parece responder negativamente a todas esas preguntas, porque nuestra desatención, nuestra indiferencia y nuestra incapacidad de escucha es el verdadero infierno de Orfeo. El Hades de nuestra insensibilidad es la condena del canto, del mensaje clarividente y apaciguador de la poesía.

Formar a las nuevas generaciones en la cultura del diálogo

Ilustración de Ángel Boligán.

He hablado en otras oportunidades del valor del diálogo, de sus características, y de su importancia en la resolución de conflictos. Me parece que, dadas las condiciones de “sordera e intransigencia cotidianas” y la actual propagación de odios en las redes sociales y los medios masivos de información, vale la pena señalar algunas pistas formativas que pueden ser útiles para quienes, como nosotros, concebimos la educación en la perspectiva de generar esperanza para las futuras generaciones.

Creo, por lo mismo, que debemos hacer realidad en nuestras aulas, en nuestros currículos, en los perfiles de egreso de nuestros profesionales, la cultura del diálogo. No solo porque así lograremos formar mejores ciudadanos, sino por la urgencia histórica de aportar activamente en la sanación de las heridas del tejido social en el que vivimos. “Esta cultura de diálogo, afirma el Papa Francisco, que debería ser incluida en todos los programas escolares como un eje transversal de las disciplinas, ayudará a inculcar a las nuevas generaciones un modo diferente de resolver los conflictos al que les estamos acostumbrando”[1]. Es decir, no se trata de una mera invitación ocasional por parte de algunos maestros, o de una declaración de buenas intenciones a nivel directivo, sino de una decidida voluntad institucional para que se haga evidente o explícita en el ambiente laboral, en la interacción pedagógica, en el manual de convivencia, en los procesos establecidos para resolver los conflictos.

En esta perspectiva, me parece fundamental mencionar tres capacidades[2] que deberíamos cualificar más tanto en los maestros como a quienes formamos.

La primera de ellas es la capacidad de escucha: me refiero a una intencionada manera de disponernos hacia la palabra del otro, a “una actitud de apertura hacia mensajes o ideas que no necesariamente son afines a nuestras creencias o a nuestra manera de percibir el mundo o la vida. A disponer el entendimiento para que cobren ‘volumen’ las opiniones ajenas, para que sean audibles esos mensajes, para que sean legítimas y válidas las opiniones de los demás”[3]. Capacidad de escucha es tener la contención del espíritu y la lengua “para no pasar al reclamo, la ofensa o la interrupción agresiva, cuando percibimos que algo no nos gusta, oímos un término que nos moletas o nos enfrentamos a las razones de un contradictor”[4]. Entonces, para que el diálogo emerja con fluidez es esencial que aprendamos a escuchar antes de responder o agredir a nuestro interlocutor; sólo así tendremos la suficiente receptividad de nuestros sentidos para comprender el mensaje o entender el punto de vista que alguien trata de comunicarnos[5].

La segunda es la capacidad de flexibilizar la mente y el espíritu. Supone esta capacidad poner a raya nuestros dogmatismos, luchar para que nuestras verdades no se conviertan en fundamentalismos intolerantes. Si hay esa calidad cimbreante en nuestras concepciones o nuestras ideas, resultará fácil comprender que gracias “al punto de referencia del otro, de lo diverso, es que cada uno puede reconocer mejor las peculiaridades de su persona y de su cultura: sus riquezas, sus posibilidades y sus límites”[6]. La flexibilidad merma la dureza del autoritarismo y abre el corazón hacia el ambiente de las fronteras o permite ampliar el horizonte de nuestras expectativas[7]. La flexibilidad, por lo demás, facilita ponerse en la situación del interlocutor, entender las diferentes perspectivas de un asunto o un problema; es una capacidad que nos posibilita oscilar sin rompernos, resistir sin desesperarnos, ajustarnos sin perder nuestra esencia. Si hay flexibilidad en el espíritu apreciaremos mejor los matices, saldremos de los dualismos excluyentes y, lo que es más importante, nos permitirá ampliar la mirada para “reconocer un bien mayor que nos beneficiará a todos”[8].

Una tercera capacidad, que me parece muy relevante, es la capacidad de cuidado del otro, en cuanto nos sentimos corresponsables de nuestros semejantes, o solícitos ante su fragilidad, su dolor o sus problemas. Al cuidar al otro sabremos ser prudentes, elegiremos bien los términos con que nos comunicaremos con él, sabremos respetar sus silencios y, al igual que los ángeles custodios, estaremos a su lado para atender su llamado cuando lo necesite. Esta capacidad de cuidado del otro, vela para que, a pesar de las pasiones exacerbadas de un conflicto, siempre se tenga como rasero el valor del respeto y la dignidad humana. Porque tenemos en mente el cuidado del otro es que nos solidarizamos y somos misericordiosos; porque así procedemos, es que “favorecemos la cultura del encuentro, que exige colocar en el centro de toda acción política, social y económica, a la persona humana, su altísima dignidad, y el respeto por el bien común”[9]. Gracias a esta capacidad de cuidado del otro es que destituimos de nuestro corazón el afán de venganza y albergamos en nuestra alma el poder liberador del perdón.

Eso en cuanto a las capacidades. Pero, además, los educadores podemos utilizar recursos didácticos en el aula mediante los cuales mostremos las particularidades del diálogo, tanto en sus puntos negativos como positivos. Par ello, propongo tres campos de acción.

En principio, revisar ejemplos de diálogos en escenas de obras dramáticas (tanto escritas como en el cine). Observar en tales escenas los turnos, las afirmaciones y las réplicas, los gestos de contacto o de asentimiento. Esta formación de “laboratorio dramático” es de gran ayuda para detallar la manera como el diálogo se desarrolla, percatarse de qué manera un gesto o una palabra puede generar un conflicto, dónde hay interrupciones inoportunas, desatenciones momentáneas o continuadas, malentendidos flagrantes. Analizar los diálogos, detallarlos, resulta valioso para inferir (desde ejemplos o situaciones concretas) fallas o aciertos en el modo en que debe llevarse un diálogo. Al hacer visibles los hilos invisibles de la conversación o de una discusión se logra que los estudiantes caigan en la cuenta del efecto negativo que tiene una interrupción apresurada cuando la otra persona no ha acabado de exponer su planteamiento, da luces sobre la dinámica de la conversación, ofrece escenas críticas en la que la falta de interacción facial, el desinterés plasmado en un gesto, lo inoportuno de una exclamación, pueden echar al traste la intención de un mensaje, una confesión o una súplica[10].

Un segundo recurso: redactar casos sobre diálogos fallidos a partir de experiencias vistas o escuchadas en el círculo familiar o en el entorno de amigos y conocidos. Al igual que en los “casos de estudio” o “método de casos”[11], se trata de recoger una experiencia de diálogo desafortunado en un relato o en un video y analizarlo mediante una batería de preguntas, con el fin de desentrañar las minucias de esos diálogos fracturados. Lo importante acá es poder descubrir la causa de tales eventos poco o nada exitosos de comunicación interpersonal. ¿Por qué una conversación termina en disputa?, ¿qué hace que una simple llamada de atención se convierta en un altercado entre padres e hijos?, ¿por qué un apunte chistoso puede tener repercusiones negativas al hablar entre enamorados?, ¿cuándo los silencios o la falta de contacto visual rompen el cauce de una conversación? Todos estos asuntos, suficientemente analizados y detallados en clase, permiten mostrar una serie de elementos a los cuales hay que prestar mucha atención, si es que en verdad se quieren obtener buenos resultados al dialogar. Los casos de estudio enseñan desde una realidad vivida y crean, además, unas señales de advertencia útiles en situaciones futuras o en eventos semejantes. Es probable también que cada caso o relato de vida incite a que los otros estudiantes de la clase compartan hechos o acontecimientos semejantes, experimentados por ellos o de los cuales fueron testigos.

Y, tercero, aprender marcadores de habla mediante los cuales se pueda dinamizar el diálogo, profundizar en él, mostrar atención, incentivarlo o pedir aclaraciones. Este recurso es central porque dialogar no es poner en escena dos monólogos, sino trabar un genuino intercambio de hablas. Considero, entonces, que los maestros y maestras pueden mostrar a los estudiantes e insistir en el uso de marcadores de habla (esas palabras que el interlocutor emplea para reiterar, mostrar interés o darle continuidad al diálogo), para evidenciar que conversar no es un juego de voces independientes, sino un ejercicio dual de habla y escucha, un real y móvil intercambio comunicativo[12]. Por eso, hay que usar determinados términos para mantener el diálogo despierto, para que no caiga en el desinterés o toque los límites áridos del aburrimiento. “Sí, de acuerdo”, “claro”, “te entiendo”, “y, ¿qué pasó…?”, términos como éstos contribuyen a que la conversación se haga fluida, que no se estanque y, además, le muestran a la otra persona nuestro interés por lo que nos está contando. Demasiado silencio de una de las partes conlleva a la sequedad comunicativa; por ello, hay que intervenir con unas palabras, unos gestos, una mirada para nutrir el diálogo y así vivificarlo cada tanto. Saber usar estos marcadores de habla demanda atención y una buena dosis de oportunidad para saber cuándo atizar o acelerar el ritmo de la conversación. “¿Y cuándo fue eso?”, “pero no entiendo por qué”, “¿así siguió la situación…?”, este tipo de marcadores de habla son importantes para ahondar o aclarar asuntos que por la rapidez o los supuestos sobreentendidos quedan entredichos o esbozados. Preguntar, pedir aclaraciones, parafrasear lo escuchado, son recursos para mostrar una genuina atención o hacer manifiesto el interés. El diálogo avanza, se ramifica, cobra nuevos bríos cuando el interlocutor sabe bien “salpimentarlo”, darle otros giros, ir más al detalle, volver sobre un asunto que quedó incompleto o que dejó una sombra de ambigüedad. Los marcadores de habla, esa función fática de la comunicación de la que hablaba Roman Jakobson[13], mantiene en vilo el diálogo, le otorga flexibilidad, lo hace más agradable y crea un ambiente propicio para la simpatía, la familiaridad y la dignificación de la otra persona.

Doy por sentado que el desarrollo de las tres capacidades arriba mencionadas y los tres recursos de aula expuestos, no son definitivos ni suficientes. Sin embargo, si los formadores insistimos en ello, si nos proponemos de manera intencionada convertir el diálogo en filón medular de nuestra enseñanza, seguramente lograremos que las nuevas generaciones entiendan a fondo los pormenores de la conversación, su filigrana comunicativa y, al mismo tiempo, propiciaremos una actitud o disposición hacia la búsqueda de soluciones dialogadas en sus conflictos en lugar de pasar a la ofensa inmediata y el desconocimiento de su interlocutor. Si educamos en el diálogo crearemos personas más tolerantes, menos fanáticas y, sobre todo, seres capaces de trocar la violencia de sus emociones en discursos reflexivos capaces de garantizar la convivencia en medio de ideologías opuestas, credos religiosos diversos u opiniones contrarias de todo tipo.

REFERENCIAS

[1] https://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2016/may/documents/papa-francesco_20160506_premio-carlo magno.html#:~:text=Deseo%20reiterar%20mi%20intenci%C3%B3n%20de,audaz%20para%20este%20amado%20Continente.

[2] Entiendo las capacidades en el sentido que les da la filósofa Martha Nussbaum, es decir: “no como meras habilidades residentes en el interior de una persona, sino que incluyen también las libertades o las oportunidades creadas por la combinación entre esas facultades personales y el entorno político, social y económico”, en Crear capacidades. Propuesta para el desarrollo humano, Paidós, Barcelona, 2012, pág. 40.

[3] https://fernandovasquezrodriguez.com/2020/09/06/condiciones-del-buen-escucha/

[4] Ibid.

[5] Escribe el Papa Francisco: “El sentarse a escuchar a otro, característico de un encuentro humano, es un paradigma de actitud receptiva, de quien supera el narcisismo y recibe al otro, le presta atención, lo acoge en el propio círculo”, Fratelli tutti, 48.

[6] Fratelli tutti, 147.

[7] En la perspectiva del filósofo Hans Georg Gadamer.

[8] Evangelii gaudium, 235.

[9] Fratelli tutti, 232.

[10] Valga como ilustración, analizar ¿Quién le teme a Virginia Woolf? la obra de Edward Albee o la película homónima dirigida por Mike Nichols e interpretada por Elizabeth Taylor y Richard Burton.

[11] Hay una rica bibliografía al respecto. Basta con revisar El método de casos de Enrique Ogliastri, Universidad ICESI, Cali, 1998.

[12] De las variadas fuentes sobre este punto me gustaría resaltar, en el contexto argentino, el magnífico trabajo de Isolda E. Carranza: Conversación y deixis de discurso, Universidad de Córdoba, 2015.

[13] Véase “Lingüística y poética”, en Ensayos de lingüística general, Seix Barral, Barcelona, 1975.

Repensar el Plan lector institucional

Ilustración de Andy Robert Davies.

En buena parte de las instituciones educativas, especialmente de formación básica y media, se acostumbra seleccionar un número de libros agrupados bajo el nombre genérico de Plan lector. Por considerarlo de vital importancia para la formación integral de los estudiantes, considero necesario dedicar unas páginas a repensar este proyecto de animación, promoción y enseñanza de la lectura.

Partiré, de una vez, señalando un error que deberíamos corregir tanto directivos como profesores: el Plan lector no es responsabilidad únicamente del área de español o de lenguaje. Ni son ellos los únicos que seleccionan los textos, como tampoco los celosos “guardianes” y evaluadores de esta propuesta. El Plan lector es de la institución educativa y, en esa medida, se relaciona con la misión, con los valores, con el perfil de egresado concebido en el Proyecto educativo. En esta perspectiva, la toma de decisiones para elegir ese grupo de obras les compete a varios actores de las instituciones educativas.

Considero, por ejemplo, que el rector y el coordinador académico o de convivencia, tienen un papel fundamental. Son ellos, en últimas, los que fijan los criterios para elegir o no un tipo de libros, los que han discernido evaluativamente sobre las diversas propuestas editoriales, y los que “velan” para que el Plan lector interprete, complemente o ahonde en los pilares formativos esenciales de una institución. Los directivos le aportan al Plan lector un norte, unos objetivos transversales, acordes a las características y la identidad de cada centro educativo.

Otro tanto habría que decir del grupo de docentes de todas las disciplinas. Mediante un organizado proceso de consulta, de lectura y discusión sobre los diversos textos previstos, contribuirán a que el Plan lector se avive y dé sus mejores frutos en las diversas asignaturas. Todos los maestros son custodios de ese proyecto y, como es apenas obvio, deberán conocer en gran medida los textos centrales de dicho Plan lector o, al menos, los que en determinado período hacen parte de un grado o grupo de grados. Y si bien la mayoría de los maestros no profundizan en todos los libros que conforman el Plan lector, sí podrán tenerlos como referencia para ejemplificar, asociarlos a un proyecto de aula, convertirlos en motivo de conversación, incluirlos en su bibliografía o establecer filiaciones interdisciplinares. Al estar realmente comprometidos con el Plan lector los maestros no serán meros espectadores de este proyecto, sino que se convertirán en dinamizadores de dicha propuesta.

Por supuesto, los profesores de español tendrán un protagonismo mayor, en la medida en que conocen con más profundidad el tipo de textos que configuran el corpus del Plan lector. En este caso, su principal papel será leer a fondo las diversas propuestas editoriales, trabajar en alianza con la biblioteca, hacer tertulias o grupos de estudio para evaluar la conveniencia, relevancia o sentido de seleccionar determinado texto. No será, por lo mismo, una tarea rápida e irresponsable de confeccionar un listado de libros, sino una labor paciente, crítica, consensuada, soportada en criterios, y a la cual habrá que dedicarle por lo menos un semestre, preparando el Plan lector del año siguiente. Los profesores de español podrán elaborar unos criterios de selección y presentárselo a las directivas de la institución para enriquecerlos con sus observaciones y sugerencias.

Y ya que mencioné los criterios de selección de los textos de un Plan lector, me parece que para tal propósito es indispensable conjugar los lineamientos educativos de políticas del estado con las particularidades formativas de cada institución y con las necesidades de los contextos en los que viven los destinatarios de este plan de lectura. De igual modo, los criterios podrán abarcar otras características: obras clásicas y modernas; editoriales grandes e independientes; textos producidos por hombres y mujeres de contextos lejanos o de ambiente locales; libros que atiendan a diversas dimensiones del desarrollo humano, con un abanico amplio de temas y valores… En todo caso, si no hay unos criterios para seleccionar el Plan lector todo quedará en “pálpitos”, gustos particulares, obras de moda o se banalizará la propuesta. Son estos criterios los que permiten, además, poder evaluar los resultados del Plan lector y saber qué libros debe mantenerse, cambiarse, ajustarse según los resultados obtenidos. No sobra decir aquí que, una vez se tenga el Plan lector, es indispensable compartirlo a otros actores de la institución para explicar sus alcances, señalar los pormenores formativos y conseguir el apoyo de esas personas para lograr unos buenos resultados de la propuesta. El Plan lector no acaba en los muros de la institución educativa; traspasa esa frontera, porque su fin último es el mundo de la vida de los estudiantes, su familia, la sociedad en que viven.

Ahora bien, ¿qué aporta un Plan lector a la formación de los estudiantes? En principio, ofrece un menú de obras seleccionadas con criterios educativos y no dejadas a la deriva de la lógica del consumo o del mercado. Son libros decantados por su intencionalidad formativa, propuestos a la manera de “tutores silenciosos” que ofrecen lecciones de vida, ejemplos de situaciones que seguramente los estudiantes han vivido o podrán experimentar en el futuro; de igual forma, este grupo de obras potencian la imaginación, la creatividad y lo fantástico, al igual que abren la mente hacia mundos inéditos o poco familiares. El Plan lector va más allá de un campo del saber disciplinar porque busca tocar lo medular de la persona, ahondar en las vicisitudes existenciales, darle valor a la facultad de soñar, desplegar las peripecias de la aventura de vivir y mostrar cómo las personas enfrentan positiva o negativamente los problemas propios de la condición humana.

De otra parte, seleccionar el Plan lector supone entender muchas cosas que, cuando se miran con cuidado las ofertas editoriales de calidad educativa, son claves al momento de definir ese grupo de textos. Por ejemplo: el tipo de obra elegida según la edad del estudiante, los valores implícitos que promueven determinados textos, las capacidades que subrayan o fomentan, la complejidad temática acorde al momento del desarrollo de los estudiantes. No se puede pasar por alto o de afán lo que psicólogos, educadores, investigadores y productores de contenidos presentan en cuadros comparativos, colecciones específicas y “rutas formativas” dentro de su oferta de textos. Si algo debilita un Plan lector es una selección hecha a toda prisa, sin atender a los fundamentos educativos que sirven de eje a una propuesta de formación lectora, sin tan siquiera revisar con cuidado el “concepto editorial” manifiesto en un catálogo de obras y de autores. Por eso, más que “chulear” o hacer una lista de libros, los directivos y maestros deben invitar a los promotores a que expongan con detenimiento su propuesta, y después necesitan estudiar esa oferta editorial, leer los textos, para con esos insumos tomar una decisión argumentada. Todas estas acciones dan consistencia, sentido, y permiten entender por qué se asume una u otra obra y por qué se prefieren los textos de determinada editorial. Insisto en ello: el Plan lector se prepara de un período para otro; se analiza y discute en tertulias o grupos de estudio, se realiza y acuerda con un grupo de maestros antes de volverlo una demanda para los estudiantes. Puesto de otra manera: los primeros usuarios del Plan lector son los mismos docentes de la institución; ellos son los que pueden dar un primer testimonio de las bondades o potencialidades formativas de tales obras.

Decía antes que el Plan lector hay que evaluarlo en relación con los criterios tenidos en cuenta para construirlo. No se trata de decir que tal libro “no sirvió”, “no gustó” o “no tuvo suficiente impacto”. Hay que evaluar en verdad la recepción de estas obras con el fin de tener razones de peso para tomar decisiones sobre mantener una obra, cambiarla o ver sus debilidades formativas. A veces no es el texto en sí el que falla, sino el grado elegido; en otras ocasiones, no es la obra, sino la estrategia didáctica empleada para leerla o la falta de acompañamiento por parte del maestro. Creo que si cada institución hace una verdadera evaluación de su Plan lector vigente esto contribuirá a mejorar y cualificar cada vez más sus propias elecciones de textos y ayudará enormemente a las editoriales para sopesar si sus propósitos educativos corresponden con la práctica de aula o señalan aspectos que no necesariamente son visibles para los creadores de contenidos.

Concluyo reiterando aquí la importancia de la lectura para potenciar la imaginación y la creatividad, las habilidades comunicativas y sociales, el caudal de referentes de vida para orientar la propia existencia de los estudiantes. Más allá del gusto efímero de una época por los best sellers o aún se siga avalando que las nuevas generaciones menosprecian el trato frecuente con los libros, lo cierto es que la lectura hace parte de las maneras privilegiadas como el ser humano accede al acervo espiritual de la tradición y la cultura, vincula los conocimientos ajenos con la propia experiencia y logra afianzar la discriminación de información, la ampliación de horizontes, el pensamiento relacional y el juicio crítico. Desde luego que la lectura comporta un goce y un placer estético, eso nunca hay que olvidarlo ni dejar de motivarlo; pero, de igual manera, la lectura desarrolla habilidades cognitivas como la abstracción y el análisis. Así que, cuando una institución propone un Plan lector a sus estudiantes y a la comunidad educativa en general, está declarando que la lectura sigue siendo una habilidad del pensamiento que le interesa cultivar y desarrollar y, a la vez, ofrece un plan paralelo de formación en el que los mundos posibles hechos con palabras se convierten en otros enseñantes que hacen de sus páginas otras aulas para aprender asuntos que rebasan los alcances de una asignatura.  

Dos modos de conciencia, según Antonio Machado

Ilustraciones de Brad Holland.

La poesía de Antonio Machado, en particular sus Proverbios y Cantares, me sigue gustando mucho más con el pasar de los años. Hay algo esencial en esos versos escritos de manera tan sencilla que se asemejan a la voz leve y profunda de la sabiduría. Los releo con frecuencia y me tomo el tiempo para meditar en cada uno de ellos. Sirva de ejemplo el poema XXXV, que inicia “Hay dos modos de conciencia”.

Hay dos modos de conciencia:

una es luz, y otra paciencia.

Una estriba en alumbrar

un poquito el hondo mar;

otra, en hacer penitencia

con caña o red, y esperar

el pez, como pescador.

Dime tú: ¿cuál es el mejor?

¿Conciencia de visionario

que mira en el hondo acuario

peces vivos,

fugitivos,

que no se pueden pescar;

o esta maldita faena

de ir arrojando a la arena,

muertos, los peces del mar?

El poema hace evidente dos maneras de ser, “dos modos de conciencia”, mediante las cuales vemos o entendemos el mundo, la vida misma. La primera de ellas está gobernada por la luz; la segunda, por la paciencia. Y si una se basa en “alumbrar”, en ofrecer luces rápidas a lo que nos parece oculto o no fácil de comprender; la otra, está más asociada a la espera, al acto “penitente” de aguantar que esas zonas de realidad nos revelen sus claves para develarlas.

Antonio Machado nos invita a reflexionar sobre cuál camino será el mejor, y nos pone ante los ojos una disyuntiva: disfrutar como visionarios lo que se mantiene libre (“los peces vivos”) y no podemos agarrar, o sacrificar el dinamismo de lo vivo para quedarnos con lo que apresamos en nuestras redes (“los peces muertos”). Es evidente la relación que el poeta establece con esos dos modos de conciencia que, en muchos sentidos, son también maneras de relacionarnos con el entorno, las personas, el mundo que habitamos: fantasía y realidad. Algunos dirán que prefieren dejar libres los peces, atenerse a lo fugitivo, disfrutar la fugacidad de lo que se les aparece; mantenerse en cierta disposición contemplativa de la existencia. Otros, en cambio, dirán que no les sirven “esos peces de fantasía”, porque necesitan algo para poner en su plato, la fuerza de la evidencia, el control sobre lo que parece escabullirse de sus manos. Ese es un primer nivel de aproximación a lo que el poeta nos plantea. Sin embargo, podemos ahondar un poco más.

El primer modo es pura luz, es “alumbrar un poquito” aquello que buscamos o nos interesa; se parece a una aproximación o una relación no invasiva. Hay como algo de clarividencia en esta forma de comprender el mundo y la vida. No hay demasiada intervención en el objeto, en aquello que tenemos al frente; se trata de dejarlo libre, manteniendo su libertad o su naturaleza. El segundo modo, por contraste, se gesta en la paciencia, en el aguante, en la espera silenciosa, en ir poco a poco acercando lo que se sabe lejano o evanescente. Machado califica esa tarea de “maldita” porque lo que conservamos ya está muerto o, al menos, ha sido esclavo de nuestras redes. Precisamente ahí está el dilema: dejar que las cosas lleguen o se vayan como vengan, interviniendo lo menos posible o, con férrea voluntad, tratar de hacerlas nuestras, conservarlas cerca a nuestras querencias o apetitos.

Ese dilema lo tiene el hombre cotidianamente o, por lo menos, en situaciones claves de su existencia. Piénsese no más en el amor pasión. ¿Qué es mejor? Contemplar al ser que deseamos, verlo desde la lejanía, apenas confesar nuestra angustia y necesidad de esa persona; respetar sus tiempos y sus silencios; deslumbrarnos con su libertad que huye de nosotros; contentarnos con su fugaz compañía… o, por el contrario, asumir la condición de seductores tranquilos, tender palabras como cañas o redes, aguantar las caprichosas aguas de los afectos, persistir en “la fuerza de nuestro sentimiento” y ansiar al final, con suma alegría, el “ser correspondidos”. En el primer modo, lo que amamos sigue libre, pero no está entre nuestros brazos: no hay lazos irrompibles; en el segundo, lo que anhelamos comparte su cuerpo con nosotros, está al lado nuestro porque ha aceptado un vínculo, pero ha perdido o deslustrado el brillo iridiscente de su libertad. El dilema se acentúa cuando el tiempo se condensa en la costumbre y los hijos reclaman poner en la balanza el deseo de libertad con las duras “faenas” de la responsabilidad.

Pero no solo en el caso de la pasión amorosa caben esos dos “modos de conciencia” que, poco a poco, se convierten en férreas creencias o en una filosofía de vivir. Se hace patente cuando acometemos un proyecto, una meta grande o magnífica. Algunas personas se alegran o conforman con mantener impoluta la ilusión; se precian de conservar esos horizontes imposibles y hasta se regodean con saber que nunca los alcanzarán. Podrán ser tildados de idealistas o soñadores, pero en su corazón necesitan de esos imposibles para jalonar el día a día de sus existencias. Otros y otras, hombres y mujeres, mantienen en alto una meta, un sueño, pero confían en que, con la fuerza de su voluntad, con el trabajo continuo, podrán llegar a conquistar ese horizonte lejano. Mantienen cierto inconformismo con lo que la vida les presenta y prefieren “retarse” o “exigirse” más allá de sus aptitudes o condiciones naturales. A estos últimos se los llama, a veces, realistas, emprendedores o personas con sentido práctico.

Esos dos modos de conciencia de los que habla Machado podrían también asociarse con preferir una perspectiva altamente centrada en la intuición o teniendo como eje en gran medida a la razón. O, para entenderlo desde un campo existencial, en asumir una postura contemplativa o activa del espíritu. Desde luego, esos dos modos tienen extremos y matices: hay unos que por ser “visionarios” dejan al garete las exigencias cotidianas de la realidad; y otros, que, por estar anclados en el mundo empírico de las evidencias y los resultados, van olvidando o constriñendo al máximo su capacidad de soñar. De allí que el cuestionamiento del poeta sea una hermosa forma de invitarnos al discernimiento: ¿cuándo debemos ser visionarios y cuándo pescadores?, ¿cuándo es más conveniente dejar “partir” a alguien y cuándo vale la pena retenerlo? Y si queremos aumentar los interrogantes: ¿cuándo debemos dejar que aparezca un trabajo o cuándo hay que luchar por él hasta el cansancio? Por no discernir oportunamente es que terminamos poniendo demasiada luz en zonas que merecen estar en penumbra o nos obcecamos en conservar afectos que, en el fondo de nuestro corazón, sabemos que ya cumplieron su ciclo.

Antonio Machado no dice cuál modo de conciencia es el mejor porque sabe que cada persona y cada situación es diferente. No hay reglas fijas o comportamientos predeterminados. En algunas ocasiones es mejor abandonarse a lo que la vida nos ofrece y, en otras, toca echar las redes en el mar de la vida si es que queremos cumplir nuestras expectativas. El poeta nos lanza sus preguntas para incitarnos a pensar o descubrir que algunas cosas necesitan demasiada paciencia para conseguirse y, otras, cierta clarividencia para entreverlas en los inciertos dones del azar. Quizá la sabiduría, a la cual Machado se refirió en varios de sus poemas, consista en saber “que en esta vida todo es cuestión de medida: un poco más, algo menos”.

El diálogo en la perspectiva del Papa Francisco

El abrazo del diálogo interreligioso: Abraham Skorka, el Papa Francisco y Omar Abboud.

Deseo reflexionar en esta ocasión sobre el diálogo. Hablar un poco de esa actitud o disposición hacia el otro, de ese deseo por aprender del diferente, de esa manera de relacionarnos en la que cuenta más lo participativo y la hospitalidad que el afán de imponernos o avasallar a nuestros semejantes. Pero quiero, además, circunscribir mi disertación a las ideas y recomendaciones que ha hecho el Papa Francisco sobre este modo privilegiado de interlocutar los seres humanos.   

El diálogo, como seguramente han visto, leído u oído, “ocupa un lugar esencial en el mensaje apostólico de Francisco, con un ámbito de influencia diversificado”[1]. En sus homilías, en los discursos de sus viajes a diferentes partes del mundo o en las encíclicas, el Papa no deja de referirse a él. Sirva de ilustración su discurso de recepción del premio Carlomagno, en mayo de 2016; en ese evento el Papa Francisco afirmó: “Si hay una palabra que tenemos que repetir hasta cansarnos es esta: diálogo. Estamos invitados a promover una cultura del diálogo, tratando por todos los medios de crear instancias para que esto sea posible y nos permita reconstruir el tejido social (…) Para nosotros, hoy es urgente involucrar a todos los actores sociales en la promoción de «una cultura que privilegie el diálogo como forma de encuentro, la búsqueda de consensos y acuerdos, pero sin separarla de la preocupación por una sociedad justa, memoriosa y sin exclusiones». La paz será duradera en la medida en que armemos a nuestros hijos con las armas del diálogo, les enseñemos la buena batalla del encuentro y la negociación. De esta manera podremos dejarles en herencia una cultura que sepa delinear estrategias no de muerte, sino de vida, no de exclusión, sino de integración”[2].

Como se infiere de estas afirmaciones del Sumo Pontífice, participar o promover la cultura del diálogo es algo que nos compete a todos y, muy especialmente, a los que tenemos la responsabilidad de formar a las nuevas generaciones. Porque no es un asunto menor hablar de dialogar en estos tiempos en los que imperan los conflictos y las injusticias sociales, los fundamentalismos, la cultura del descarte, la “agresividad sin pudor” y escasea la solidaridad y la misericordia con los empobrecidos.

Pero es en la encíclica Fratelli tutti en la que Francisco desarrolla con mayor profundidad el sentido del diálogo, al igual que sus características. El papa advierte allí que, aunque “el diálogo persistente y corajudo no es noticia como los desencuentros y los conflictos, sí ayuda discretamente al mundo a vivir mejor, mucho más de lo que podemos darnos cuenta”[3]. Reitera que el diálogo es lo que nos permite “acercarnos, expresarnos, escucharnos, mirarnos, conocernos, tratar de comprendernos y buscar puntos de contacto” con los demás[4]. Francisco dice, de otra parte, que el diálogo no es “un simple intercambio de opiniones”, como el que sucede en las redes sociales; ni tampoco a proferir un monólogo “manteniendo intocables y sin matices nuestras ideas, intereses y opciones”[5]. Y menos aún a utilizar un tono comunicativo agresivo o invalidante de quien tenemos al frente como interlocutor. El papa afirma que el diálogo “abierto y respetuoso” empieza realmente cuando “se busca alcanzar una síntesis superadora”[6]. Es decir, cuando se rompen las barreras del egoísmo, los fundamentalismos o el único punto de vista y, con sinceridad, se abren los brazos y se cuenta con la disposición para acoger y escuchar atentamente las voces de los otros. Sólo así es posible que se cree un ambiente favorable para que haya “el diálogo entre generaciones” o entre diferentes actores sociales, o entre aquellas personas o grupos humanos en situación de conflicto.

Para el Papa Francisco, hay genuino diálogo cuando se va más allá de la sumatoria de los puntos de vista individuales o sectoriales por un fin mayor, cuando se alcanza esa “síntesis superadora” que, en últimas, es la conformación del poliedro, esa figura que “tiene muchas facetas, muchísimos lados, pero todos formando una unidad cargada de matices, ya que ‘el todo es superior a las partes’. El poliedro representa una sociedad –continúa el Papa– donde las diferencias conviven complementándose, enriqueciéndose e iluminándose recíprocamente, aunque esto implique discusiones y prevenciones”[7]. Como puede colegirse de lo dicho, dialogar es estar dispuesto a favorecer y enriquecer la cultura del encuentro para la conquista del bien común[8].

Ahora bien, ¿cuáles son algunas características o condiciones que contribuyen de manera efectiva al diálogo?

Para empezar, hay que desarrollar el hábito de “reconocer al otro el derecho de ser él mismo y de ser diferente”. Esta labor de reconocimiento es lo que convierte al interlocutor en alguien válido para dialogar. En segunda medida, hay que tener flexibilidad para “aceptar la posibilidad de ceder algo por el bien común”[9]. Francisco advierte que “La búsqueda de una falsa tolerancia tiene que ceder paso al realismo dialogante, de quien cree que debe ser fiel a sus principios, pero reconociendo que el otro también tiene el derecho de tratar de ser fiel a los suyos”[10]. Por supuesto, otra condición del diálogo es la veracidad: “lo que llamamos ‘verdad’ no es sólo la difusión de hechos que realiza el periodismo. Es ante todo la búsqueda de los fundamentos más sólidos que están detrás de nuestras opciones y también de nuestras leyes”[11]. El Papa aclara que entrar en un diálogo auténtico es asumir y afrontar “la verdad clara y desnuda”. Por ello, “no es necesario contraponer la conveniencia social, el consenso y la realidad de una verdad objetiva. Estas tres pueden unirse armoniosamente cuando, a través del diálogo, las personas se atreven a llegar hasta el fondo de una cuestión”[12]. De otra parte, para dialogar es importante la amabilidad, que es “una liberación de la crueldad que a veces penetra las relaciones humanas, de la ansiedad que no nos deja pensar en los demás, de la urgencia distraída que ignora que los otros también tienen derecho a ser felices”[13]. Quien dialoga cultiva la amabilidad, es decir, “facilita la búsqueda de consensos y abre caminos donde la exasperación destruye todos los puentes”[14]. Finalmente, Francisco menciona la benignidad, “ese estado de ánimo que no es áspero, rudo, duro, sino afable, suave, que sostiene y conforta”[15].

Estas condiciones mencionadas por Francisco están en sintonía con otras que vienen desde la mirada de la ética contemporánea, especialmente de la ética discursiva. Valga traer a colación, en este momento, a la filósofa Adela Cortina quien nos ha recordado ocho condiciones para que un diálogo sea “serio” y no se confunda con un “simple parloteo”. De manera sucinta son las siguientes: 1) “En el diálogo deben participar los afectados por la decisión final”; sólo en condiciones especiales deberá estar alguien que represente los intereses de los que no pueden estar presentes. 2) “Quien toma el diálogo en serio no ingresa en él convencido de que el interlocutor nada tiene que aportar, sino todo lo contrario”. Esto presupone, entonces, que hay una genuina disposición de escucha. 3) Quien participa de un diálogo “no cree tener ya toda la verdad clara y diáfana, y que el interlocutor es un sujeto al que convencer, y no alguien con quien dialogar”. No sobra repetirlo, el diálogo es bilateral. 4) “Quien dialoga en serio está dispuesto a escuchar para mantener su posición si no le convencen los argumentos del interlocutor, o para modificarla si tales argumentos le convencen”. 5) “Quien dialoga en serio está preocupado por encontrar una solución justa y, por tanto, por entenderse con su interlocutor. ‘Entenderse’ no significa lograr un acuerdo total, pero sí descubrir todo lo que se tiene en común y permite ir precisando desde ahí en qué hay acuerdo y en qué no”. 6) “Un diálogo serio exige que todos los interlocutores puedan expresar sus puntos de vista, aducir argumentos o replicar a otras intervenciones”. 7) “La decisión final, para ser justa, no debe atender a intereses individuales o grupales, sino a intereses universalizables, es decir, a los de todos los afectados”. 8) “La solución final puede estar equivocada y por eso siempre tiene que estar abierta a revisiones”[16].

Como puede inferirse de las condiciones propuestas por la filósofa, dialogar implica una voluntad explícita de las partes, un modo particular de proceder, unas actitudes cognitivas y expresivas determinadas y una manera especial de comunicarse para que logre su cometido. En consecuencia, “el diálogo es entonces un camino que compromete en su totalidad a la persona de cuantos lo emprenden porque, en cuanto se introducen en él, dejan de ser meros espectadores, para convertirse en protagonistas de una tarea compartida, que se bifurca en dos ramales: la búsqueda compartida de lo verdadero y lo justo, y la resolución justa de los conflictos que van surgiendo a lo largo de la vida”[17].

Salta a la vista que las condiciones recogidas por la filósofa rubrican una petición o invitación expresada por el Papa Francisco: “La cultura del diálogo implica un auténtico aprendizaje, una ascesis que nos permita reconocer al otro como un interlocutor válido; que nos permita mirar al extranjero, al emigrante, al que pertenece a otra cultura como sujeto digno de ser escuchado, considerado y apreciado”[18]. Asumir esta ascesis en nuestro modo de comunicarnos o interrelacionarnos es un llamado a aceptar que no hemos sido formados para el diálogo; por el contrario, lo que tenemos como herencia discursiva es la imposición de nuestro punto de vista, el descrédito de las ideas que no compartimos, el desprecio o minusvalía de la palabra de ese otro que consideramos “diferente” o que no simpatiza con nuestras creencias o nuestros intereses.

REFERENCIAS

[1] Papa Francisco. Perspectivas y expectativa de un papado, José María Da Silva (editor), Herder, Barcelona, 2015, p. 99.

[2] https://www.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2016/may/documents/papa-francesco_20160506_premio-carlo-magno.html#:~:text=Deseo%20reiterar%20mi%20intenci%C3%B3n%20de,audaz%20para%20este%20amado%20Continente.

[3] Fratelli Tutti, 198.

[4] Ïbid, 198.

[5] Ibid, 201.

[6] Ibid, 201.

[7] Ibid, 215.

[8] El Sumo Pontífice lo aclara en la misma encíclica: “Hablar de cultura del encuentro significa que como pueblo nos apasiona intentar encontrarnos, buscar puntos de contacto, tender puentes, proyectar algo que incluya a todos. Esto se ha convertido en un deseo y un estilo de vida. El sujeto de esta cultura es el pueblo, no un sector de la sociedad que busca pacificar al resto con recursos profesionales o mediáticos”, Op.cit. 216.

[9] Fratelli tutti, 221.

[10] Op. Cit, 221.

[11] Op. Cit, 208.

[12] Op. Cit., 212.

[13] Op. Cit., 224.

[14] Op. Cit., 224.

[15] Op. Cit., 223.

[16] En Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de la ciudadanía, Alianza, Madrid, 2001.

[17] Op.cit., p. 247-248.

[18] Discurso del papa Francisco en la recepción del premio Carlomagno, sala Real, Vaticano, 6 de mayo de 2016. En Papa Francisco, política y sociedad, conversaciones con Dominique Wolton, Encuentro, Madrid, 2018, pág. 118.

Razones para leer obras narrativas en la universidad

Ilustración de Quint Buchholz.

“La novela enseña al lector a sentir curiosidad por el otro y a intentar comprender las verdades que difieren de las suyas”.

Milán Kundera

Las expresiones artísticas tienen como uno de sus objetivos fundamentales abrirnos miradas para comprender con otros ojos el vasto mundo de la vida y la complejidad de la condición humana. Y la literatura, en particular, siendo fiel a ese propósito nos ha permitido entender mejor el sentido, las contradicciones y las variadas peripecias que entraña toda existencia. Precisamente, dada esa importante función comprensiva de lo humano que ofrece la literatura, deseo profundizar en esta ocasión en las potencialidades de leer obras narrativas en el contexto universitario.

Pero antes de desarrollar mi propuesta quisiera llamar la atención sobre un asunto que merece de entrada una sesuda reflexión: me refiero al paulatino abandono de la enseñanza de las humanidades en el contexto universitario. Eso no solo puede apreciarse en las mallas curriculares de las diferentes profesiones, sino en el afán profesionalizante de las instituciones de educación superior en las que se habla demasiado de competencias laborales y de responder a las demandas del mercado, pero muy poco de desarrollo humano integral, de sensibilidad social o de educación de la sensibilidad. Me atrevo a decir que el viejo sentido de la “universitas”, en cuanto lugar para ampliar en la persona los horizontes y despertar el espíritu hacia el amplio universo, ha sido poco a poco minado o limitado por la única mirada de aprender las técnicas o los saberes de una disciplina. Puesto de otra manera, la universidad ha cedido a las voces de sirena de lo utilitario y funcional, dejando al garete lo que en verdad le era consustancial: formar a profesionales con una sólida base en la comprensión de sus semejantes y de la sociedad, ensanchar la mente de los jóvenes para ver relaciones entre conocimientos estancos y forjar su carácter para actuar con sentido responsable y ético. Detrás de este cambio de perspectiva, por el sesgo profesionalizante, la universidad ha dejado de ocuparse en otras dimensiones fundamentales de la persona, como son la formación estética, la conciencia crítica, la educación de la sensibilidad y el cultivo de las cualidades morales.

Paralela a esta claudicación de la formación humanística institucional está el abandono de los mismos docentes por este tipo de propósito en sus clases. Demasiadas lecturas disciplinares y muy pocas lecturas de formación o de orientación existencial; cantidad de fuentes centradas en el conocimiento disciplinar, pero pocos textos para adquirir el legado de la sabiduría para vivir. Quizá esto se deba a que los mismos educadores no tienen “un capital humanístico” que puedan compartir con sus discípulos o a una limitada idea de que su tarea principal es “dictar solo lo que tiene que ver con su asignatura”. El resultado de esta forma de proceder en el aula conlleva a que los estudiantes se vayan acostumbrando a hablar monofónicamente en un campo del saber, a despreciar lo que no está acorde a sus intereses profesionales, y a albergar en su corazón la intolerancia y cierta disposición para los fanatismos.

Es este, entonces, el terreno árido que debemos volver a cultivar en los estudiantes universitarios. Subrayo que la formación humanística es fundamental porque contribuye a volver más dúctil el pensamiento y así encontrar sinergias entre las disciplinas, a romper el individualismo para ser compasivos con nuestros semejantes, a comprender que además de desarrollar el intelecto se requiere a la par afinar y madurar otras dimensiones como la emocional, la espiritual o la comunicativa. Este propósito puede lograrse mediante la audición intencionada de obras musicales, la visualización de obras plásticas o cinematográficas, la recepción de obras dramáticas, la participación en tertulias sobre historias de vida ejemplares, promoviendo la lectura de obras literarias o, para centrarme en lo medular de mi exposición, leyendo obras narrativas, especialmente novelas.

Pongo como base de mis planteamientos esta premisa: la narrativa es un recurso poderoso para ofrecer a los estudiantes otras miradas del mundo y de la vida, diferentes al enfoque meramente disciplinar. Si se invita a los estudiantes a leer y dialogar sobre obras narrativas se podrá adquirir una perspectiva más plural, más centrada en la persona que en la profesión; más encaminada a ampliar su “capital cultural” y no circunscrita al dominio de las habilidades técnicas de determinada carrera. Aquí valdría recordar que la narrativa es una recreación de la primera realidad inmediata que vivimos para, desde ese catalejo de palabras, adquirir otros ojos con los cuales entender el mundo pragmático en sus aristas y fisuras, en sus opacidades y contradicciones. La “realidad transformada” que nos muestra la narrativa nos permite ampliar la explicación y comprensión de eventos, situaciones o comportamientos humanos que, la mayoría de las veces, parecen incomprensibles o pasan inadvertidos. La lectura de obras narrativas es un remedio a la miopía del único punto de vista, un campo mayor del entendimiento frente a las direccionadas explicaciones de una profesión o al centrípeto razonamiento de un especialista. Privar a los estudiantes de conocer estas otras propuestas de comprensión de la sociedad, de las personas, del vasto territorio de las pasiones humanas o de los dilemas de la libertad en la toma de decisiones, resulta no solo reprochable, sino que es una oportunidad formativa que no podemos desperdiciar.

De otra parte, la lectura frecuente de obras narrativas ofrece ejemplos o testimonios de experiencias de vida, padecidas o imaginadas, que se convierten en puntos de referencia para “enfrentar” el propio camino vital. Gracias al cuidadoso uso del lenguaje, a la caracterización de los personajes, a la organización de la trama de los acontecimientos y a otros recursos narrativos, estas obras nos cautivan hasta el punto de provocar “catarsis”, “identificación”, o troquelar nuestro espíritu con una “gama de motivos” que además de mover nuestras emociones, sirven de señales simbólicas para darle forma a nuestros sentimientos, detallar el subsuelo de nuestras pasiones o entrever la trasescena en nuestras relaciones con los demás. Leyendo obras narrativas participamos de otras vidas, nos hacemos contemporáneos de otras historias, nos hermanamos en la manera como los seres humanos —con sus particularidades y matices— tratan de darle sentido a la vida, al igual que comprender la condición de ser seres finitos, pero con apetito de trascendencia. En esta concepción, la narrativa más que un cúmulo de conocimientos, trae consigo “lecciones de sabiduría” que son claves al momento de establecer vínculos sociales, resolver un problema, enfrentar una toma de decisiones o asumir situaciones inéditas en nuestro proyecto vital. Y como la audiencia mayoritaria de las universidades son jóvenes, qué mejor ocasión para ponerlos en contacto con este tipo de obras narrativas que seguramente dejarán huellas sensibles en sus mentes y en sus corazones. Este reservorio narrativo de experiencias de la condición humana será otro equipaje simbólico para entender a los demás y encarar las vicisitudes de su futuro.

Relacionado con el punto anterior es importante subrayar los aportes que la narrativa ofrece sobre las limitaciones o los alcances de la comunicación humana. Las obras narrativas, en la medida en que recrean encuentros e interrelaciones entre hombres y mujeres, presentan escenas o situaciones en las que se aprecian los conflictos de las interpretaciones, los riesgos de lo sobrentendido, las tensiones entre lo dicho y lo implícito. La narrativa muestra la complejidad de la comunicación interpersonal, ahonda en la tela de araña del conflicto de las interpretaciones, incluye los tonos y los matices de la diversidad humana cuando declaran sus creencias, sus valores, sus ideales o sus opiniones políticas. Lejos de entender la comunicación como un acto mecánico e inmediato de emitir un mensaje a un receptor mediante un canal, la narrativa amplía los alcances insospechados de lo dicho sin pensar o las consecuencias de no saber elegir bien las palabras que utilizamos; advierte de la importancia que tiene en las relaciones humanas saber elegir el momento para manifestar un deseo o un disgusto; ilustra el movimiento sinuoso de las interacciones verbales y no verbales entre las personas cuando están gobernadas por las pasiones, las emociones y los sentimientos.  Al leer obras narrativas, al detallar con atención los diálogos que allí se presentan, se van descubriendo maneras y modos de la conversación, al igual que las condiciones favorables o desfavorables para interrelacionarnos. Esos diálogos leídos, con sus respectivos efectos, contribuyen a aprender cómo es el juego comunicativo de los seres humanos entre lo dicho y lo no dicho, entre saber decir y aprender a callar y, especialmente, a medir las consecuencias de usar un tipo u otro de lenguaje.

Considero que la lectura de obras narrativas también es un recurso intelectual y emocional para que los estudiantes puedan tener alternativas al simplismo homogeneizador de la sociedad de consumo y la lógica del mercado que hoy en día se ha vuelto peligrosamente planetaria. La narrativa, a diferencia de los patrones estandarizados de la moda o del gusto de la sociedad del espectáculo, nos devuelve el mundo y los seres en toda su complejidad. Ni se satisface con respuestas estereotipadas, ni pasa por alto los engatusamientos a la opinión pública que a diario replican los medios masivos de información y las redes sociales. En esta perspectiva, la lectura recurrente de obras narrativas es una vía formativa para despertar y mantener el espíritu de sospecha y desconfianza a las fórmulas expeditas del éxito rápido y a las superficiales salidas del autoengaño y los conformismos de todo tipo. La narrativa cuestiona, muestra asuntos que los grupos sociales se niegan a reconocer, devela zonas ocultas de los vínculos humanos, avizora mundos que rayan con la locura, sirve de espejo para sondear en las profundidades de la conciencia. Cómo no apelar a las propuestas alternativas brindadas por las obras narrativas cuando los jóvenes universitarios de hoy están constantemente bombardeados por los discursos de la banalización de la vida, las consignas fundamentalistas de acabar con quien piensa diferente y el obsesivo afán por convertir la obtención de dinero —cueste lo que cueste— en la meta prioritaria de la existencia. Si se leen con atención las obras narrativas se descubrirán maneras divergentes, irónicas, inconformes o disyuntivas a las superficiales respuestas de las preguntas hondas de la existencia humana o a las visiones bipolares del mundo que no dejan ver la riqueza de los matices.

Sumaría a los anteriores puntos el gran aporte que hace la narrativa a la perspectiva histórica, que es fundamental en cualquier proceso formativo, independientemente de la carrera. Cuando se lee narrativa es como si tuviéramos la posibilidad de viajar en el tiempo y lográramos acceder a otras épocas, a otros hombres y mujeres que nos comparten sus actividades, emociones, pensamientos y relaciones cotidianas. Esto es vertebral para entender lo que nos antecede, al igual que comprender los vínculos temporales entre las personas y romper el narcisismo “presentista” de la vida que campea en nuestros días. A través de la recreación del pasado, la narrativa nos hace legibles acontecimientos o personas que, de otra manera, resultarían desconocidos o sepultados por la desmemoria. Pero lo interesante es que esa lectura de lo pretérito, con sus personajes e historias que los representan, se convierte en una colección de lentes para observar comprensivamente la época actual y vislumbrar los tiempos venideros. Más que una sumatoria de fechas o datos, de censar naciones o territorios, la narrativa nos hace vívidos los problemas o las situaciones que “padecieron” esas gentes; nos transporta a sus mentes, a sus angustias, a sus creencias o al modo como realizaron o lucharon por sus ideales. Pienso que esta perspectiva histórica, dada a manos llenas por la narrativa, contribuye a entender con amplitud la condición humana, a ver qué tanto ha cambiado en sus rasgos más distintivos, a constatar la plural manifestación de las costumbres y el evolucionar de las valoraciones sociales. “Ni siempre hemos sido como somos actualmente, ni somos de la misma manera en todas partes”, es lo que aprendemos al ponernos en contacto con estos pequeños mundos hechos de palabras.

No sobra mencionar un beneficio adicional de leer obras narrativas en la universidad que, seguramente, es el más evidente. Me refiero al potencial imaginativo, a la simiente de creatividad que toda obra nos muestra. La narrativa es una escuela permanente de invención, de “crear mundos posibles”, de recrear lo existente. Estas obras, en sí mismas, sirven de referente para conocer y apropiar los juegos posibles con el lenguaje que usamos; muestran estructuras de composición, replicables en diversas circunstancias y ocupaciones; aportan un repertorio de figuras y motivos imaginarios mediante el cual es legible el tejido simbólico de la cultura. Imaginar otras vidas, otros mundos, otras formas de convivir o comportarnos, contribuye a despertar en los jóvenes universitarios un deseo por innovar, por proyectar sus iniciativas, por vislumbrar escenarios diferentes a los que habitan. No es bueno para una universidad como tampoco para un país formar profesionales que tienen como primera finalidad mantener el statu quo, acomodarse a lo menos exigente o dejar las cosas como están. Creo que la lectura de obras narrativas incita, motiva, da estímulos para refigurar la realidad existente, recomponer lo que parece definitivo, explorar en territorios desconocidos. La narrativa no solo desarrolla la fantasía y produce placer estético, sino que alimenta el espíritu para salir de lo conocido y enfrentarse, con valentía, a “desfacer agravios y enderezar entuertos”, tal y como lo hizo muchas veces Don Quijote de la Mancha.

Concluyo estas reflexiones invitando a instituciones universitarias y maestros a incorporar en su práctica de aula la lectura de textos narrativos, especialmente novelas. Es necesario romper el círculo vicioso del gusto por este tipo de obras: nos excusamos diciendo que a los estudiantes no les gusta leerlas, pero nada hacemos para despertar o animar dicho gusto. Es prioritario promover sin descanso las lecturas de otras obras diferentes a las disciplinares si en verdad nos interesa la formación integral de los estudiantes, si es cierto que dentro de nuestras intenciones está el desarrollo de todas las dimensiones del ser humano. Y si el tiempo de clases es muy apretado para abrirles un espacio en la programación de aula, aconsejo empezar por la lectura de novelas breves, esas que oscilan entre 100 y 200 páginas. Tal vez de esta manera, con este convencimiento humanista como bandera, no solo contrarrestemos la modorra del espíritu con que llega un buen número de jóvenes a la universidad, sino que los contagiemos de aprender y disfrutar esta otra “área de formación” tan valiosa para sus vidas como son los conocimientos que esperan adquirir al estudiar una profesión.

El claroscuro de la vejez, según Aleixandre

Hay poemas que, desde la primera lectura, nos impactan por muchas razones: a veces, por la organización rítmica de cada verso o por la atinada selección de las palabras; y, en otras ocasiones, por la temática a la que aluden o por la fuerza de su simbolismo. Uno de esos poemas —que cumple varias de las mencionadas condiciones— es “Como Moisés es el viejo” del poeta sevillano Vicente Aleixandre. Trataré de explicar en los párrafos que siguen tal gusto o fascinación.

Una primera cosa que llamó mi atención fue la comparación sugerida en el título del poema: la vejez asociada a la figura de Moisés. Desde luego, el símil me llevó a pensar en el relato bíblico y en la figura de aquel hombre libertador y gestor de una utopía para un pueblo esclavizado, pero que sin embargo no pudo entrar a dicha tierra prometida. No obstante, el Moisés al que alude Aleixandre en la primera línea del poema, empieza “en lo alto del monte”. Mi memoria, entonces, recuperó la figura de Moisés bajando de la montaña con las tablas de la ley (el legado, la herencia) o del Moisés subido entre las altas rocas señalando con su brazo derecho el horizonte, un punto de lo posible.

Lo inesperado del poema comienza en la segunda estrofa. El poeta nos advierte que “cada hombre”, a su manera, puede ser Moisés. Que todos los seres humanos “movemos la palabra y alzamos los brazos” para señalar a otros un futuro, una meta, un ideal. En tanto seres del camino —seres en proyecto— todos podemos ser como Moisés. Ese tránsito que es todo vivir nos pone siempre en esa posición de doble mirada: el pasado y el futuro: el alba y la sombra. Aleixandre aprovecha la referencia de Moisés para señalar esa encrucijada en la que vive el viejo. Atrás de él está la luz, la vida, la agitación de los brazos; delante no hay sino sombras, la muerte misma.

Tal es la confirmación de la tercera estrofa: Moisés al igual que todos los hombres, debe morir. Pero la agonía no es la del gran líder o del señero legislador, no es la del Moisés de “las tablas vanas y el punzón”, como tampoco la del enviado con los honores “del rayo en las alturas”. No. El Moisés que empieza a morir es el de “los textos rotos”, el de “los ardidos cabellos”, el mismo que “ha quemado sus oídos por las palabras terribles” que ha dicho… Y, sin embargo, lo maravilloso del poema es comunicarnos algo profundamente humano: ese Moisés agonizante, tiene aún “aliento en los ojos”, “llama en sus pulmones” y en su boca titila o fulgura una luz. La comparación cobra más fuerza en este momento del poema: el viejo es como Moisés: sabe que pronto va a morir, pero en su pecho guarda unas pocas esperanzas, unos frágiles propósitos, algunas estrellas para su futura noche.

La siguiente estrofa es realmente magnífica: “para morir basta un ocaso”. No solo porque asocia la muerte con una lenta disminución de la luz, sino porque permite entrever que la muerte es ese instante de confluencia entre lo que fuimos, “el hormiguear de juventudes”, “las voces”, “la esperanza”, y esa otra tierra, ese “límite” que escapa a nuestros ojos y a nuestras manos. Lo que Moisés o el viejo no pueden ver es la prolongación de la vida. Serán otros los que podrán entrar a esa tierra fértil, apenas entrevista por el Moisés o el viejo agonizante.

Qué hermosa la figura plástica elegida por el poeta. Moisés ya viejo, Moisés próximo a morir. Moisés contemplando esa “porción de sombra en la raya del horizonte”. Y, al mismo tiempo, vemos el rostro de Moisés bañado por una tenue luz, el Moisés que rememora, que ve a los suyos saliendo del sufrimiento, el Moisés que contagia a otros de su fe, el Moisés que confía en sus más íntimos propósitos. Moisés sabe que adelante está la promesa, lo que él mismo vislumbró; pero acepta que la tenue luz que baña su rostro empieza a ser “barrida” por el “polvo viejo de los caminos”. Moisés, como el viejo, reconoce que ya no está en lo alto del monte, sino a ras de la tierra.

Quizá la razón fundamental de mi gusto por este poema estribe en la tensión que Aleixandre muestra de la vejez. Moisés le sirve de referente simbólico para retratar esa etapa de la vida en la que sabemos nos resulta imposible hacer grandes esfuerzos o llevar a cabo ingentes trabajos, pero que tiene aún luces de iniciativas o propósitos loables. No ha llegado la noche definitiva. Los viejos, como Moisés, están en el claroscuro del ocaso. Medio rostro sigue iluminado por la radiante esperanza y la otra mitad empieza a oscurecerse por la certeza de lo inevitable.