
“El orador” de Magnus Zeller.
“Fanatics have their dreams, wherewith they weave
A Paradise for a seCt…”
John Keats
“The Fall of Hyperion: A Dream”
Según Joan Corominas, fanático es un término tomado del latín fanatĭcus, que se refería a alguien “exaltado, frenético”, hablando “de los sacerdotes de Belona, Cibeles y otras diosas, los cuales se entregaban a violentas manifestaciones religiosas”[1]. Fānum era el templo, un lugar consagrado, y fanático era la persona “que estaba inspirada por un furor divino”[2]. Lo importante de esta pista etimológica es que en la raíz del fanatismo está “el entusiasmo desmedido y frecuentemente irracional” que, como consecuencia, lleva a la apasionada y exagerada defensa de las propias creencias sin “respetar las creencias y opiniones ajenas”[3].
Los estados fanáticos, esos momentos de “manifestaciones salvajes”, esos dies sanguinis que los antiguos romanos festejaban en un día especial (el 24 de marzo), ahora, en nuestra época, aparecen como actitudes y comportamientos exaltados e intolerantes a todo momento. Lo constatamos de manera cotidiana en la guerra que estamos presenciando en el Oriente Medio, en los mensajes que circulan por las redes sociales o en las cadenas de correo. Lo que notamos es que cada grupo religioso o político se siente dueño de una verdad que le sirve de justificación para todo tipo de atropellos y, bajo esa misma bandera exaltada y rabiosa, llena de improperios o francas agresiones físicas o verbales a quienes no comparten sus creencias o se atreven a cuestionar sus planteamientos. Los fanáticos más que exponer buscan imponer, más que explicar una postura se ciegan a cualquier versión diferente a la suya[4]. Y lo que resulta más sorprendente, lo que debe llevarnos a una serena reflexión, es que en un mismo grupo familiar o entre colegas de trabajo, esas posturas fanáticas conducen a radicalizar las ideologías, aumentar los umbrales de la agresión y enarbolar la intransigencia en lugar de la concordia y el deseo de la convivencia pacífica[5].
Voltaire, el gran defensor de la tolerancia del siglo XVIII, pensaba que el fanatismo era “el efecto de una conciencia falsa, que sujeta la religión a los caprichos de la fantasía y el desconcierto de las pasiones”[6]. Ofrece ejemplos históricos de este furor que llevó a los hombres a convertirse en esclavos de una creencia y los horrores llevados a cabo por este delirio que consiste en “tomar los sueños por realidades y las imaginaciones por profecías”[7]. Voltaire consideraba el fanatismo como una enfermedad epidémica con “accesos de rabia” que “se adquiría como las viruelas” y generaba el convencimiento en sus adeptos de que “el entusiasmo que servía de inspiración era la única ley que debía dirigirlos”[8].
En una perspectiva más contemporánea, el escritor israelita Amos Oz ha reflexionado en varias de sus conferencias, ensayos y novelas sobre el fanatismo[9]. Este autor nos enseñó variadas cosas sobre esta enfermedad contagiosa: que el fanático es “una exclamación andante”, que “desprecia las situaciones abiertas”, que “tiende a vivir en un mundo de blanco y negro”; que una marca distintiva e inconfundible del fanático es “su ardiente deseo de cambiarte para que seas igual que él”, que “para los fanáticos, traidor es todo aquel que se atreve a cambiar; y que “el fanatismo empieza en casa”[10]. Los planteamientos de Amos Oz resultan doblemente significativos, porque hace una autocrítica al judaísmo como cultura y, al mismo tiempo, ofrece elementos valiosos de análisis para esta ola de “conformismo y seguimiento ciego de la corriente, de obediencia sin ninguna reflexión, de endiosamiento de dirigentes religiosos y de dirigentes políticos”[11].
El jurista colombiano Rodrigo Uprimny también se ha dedicado a ahondar en las particularidades del fanatismo[12]. Lo define como “una pasión intensa y desbordada a favor de cierta visión, o de cierta causa, o de cierta persona, que no solo ciega el juicio y la capacidad de crítica, sino que es, además, excluyente: divide y segrega y, en casos extremos pero no inusuales, legitima violencias, asesinatos y masacres”[13]. Uprimny explora en las raíces antropológicas del fanatismo y en las narrativas que lo legitiman llegando a la conclusión de que “el fanatismo empieza cuando una identidad avasalla a las otras y la persona adquiere una identidad única”, cuando al integrarse a una secta se “buscan objetivos extremos y absolutos”, y cuando frente a los considerados enemigos se “tiene mínima empatía o misericordia”[14]. El jurista recuerda, siguiendo a Jonathan Haidt, en su libro La mente de los justos que “la moral que cohesiona a un grupo tiende a hacer a los integrantes de ese grupo ciegos frente a las evidencias o los argumentos que contradicen su visión moral compartida”[15].
Como puede colegirse, padecer de fanatismo, incitarlo a otros, no es un asunto menor en las relaciones sociales. Precisamente, el filósofo Isaiah Berlin rubricó el daño de ciertas creencias, individuales o de grupo, al considerarse como dueñas exclusivas o en “posesión de una única verdad”. Berlin creía que tal actitud era de una “arrogancia terriblemente peligrosa”, y que tal “sensación de infalibilidad de uno mismo o de una nación conducía a destruir a otros con la conciencia tranquila de quien está haciendo el trabajo de Dios (por ejemplo, la Inquisición española, o los ayatolás), o de la raza superior (por ejemplo, Hitler), o de la historia (por ejemplo, Lenin-Stalin)”[16]. Entreveo en esa “arrogancia” una forma de desprecio hacia nuestros semejantes y una soterrada manera de justificar actos deshumanizadores[17].
Pero no solo es el convencimiento obcecado de tener “una verdad”, lo que convierte a los fanáticos en “cruzados” de una causa, sino que esa misma ofuscación los vuelve sordos para cualquier tipo de argumentación contraria o los torna vociferantes monotemáticos. La supremacía declarada en una creencia, una ideología o una cosmovisión de la vida y el mundo lleva de manera tajante a imposibilitar el diálogo, destruir la confianza y ver en los que no comparten determinado punto de vista, enemigos declarados o rivales en potencia. El fanatismo destruye la escucha empática, imposibilita la solidaridad y el perdón, aumenta el deseo de venganza. De igual modo, los fanáticos tienden a usar un lenguaje autorreferencial y autojustificante en el que la mentira o el rumor, la información parcializada y el uso recurrente de estereotipos elaboran discursos o narrativas sectarias, con acentos fuertes de dogmatismo y tozudez.
Dadas las implicaciones de esta enfermedad, de este “pervertido entusiasmo”, vale la pena hablar de algunos remedios que, si no son totalmente efectivos, sí pueden palear o aminorar el impacto de este “exceso de rabia”. Voltaire afirmó que “no existía otro remedio para esta enfermedad epidémica que el espíritu filosófico, que, difundiéndose más cada día, suaviza las costumbres humanas y evita los accesos del mal”[18]. Pensar y meditar, reflexionar para no ceder con tanta inmediatez a nuestras pasiones, ese parece ser un fármaco usado por generaciones. Por su parte, Isaiah Berlin advirtió que el único remedio para combatir el fanatismo es “comprender cómo viven otras sociedades, en el espacio o en el tiempo”; porque, así nos neguemos a aceptarlo, “es posible vivir de formas distintas a las de uno mismo, y ser enteramente humano, merecedor de cariño, de respeto y, al menos de curiosidad”[19]. El otro fármaco se deriva de un genuino deseo por indagar y conocer cómo son los demás, liberando nuestra mirada de prejuicios y estereotipos. Y Amos Oz nos enseñó que para combatir o contrarrestar el fanatismo no hay como “la curiosidad, la imaginación y el humor”[20]. Curiosidad para salir de nuestras propias murallas y convicciones, imaginación para “idear lo posible” y humor para tornar el espíritu flexible y abierto a la crítica.
Pienso que además de estos remedios en la vida cotidiana podemos acudir a otros antídotos. Por ejemplo: evitar nuestros juicios generalistas y apresurados que terminan en exageraciones, estereotipos o actitudes francamente excluyentes. Si hacemos menos generalizaciones, si nos esforzamos en ver los matices; con toda seguridad apreciaremos las singularidades de las personas, los hechos o las situaciones. Lo otro es cuidar nuestro lenguaje en las discusiones, poner en salmuera esas maneras de hablar llenas de agresión y deseo de ofender a otras personas. Una buena forma de no terminar en discursos fanáticos es evitar en nuestras conversaciones o en los mensajes que compartimos los mensajes soeces, descomedidos, toscos o intencionadamente irrespetuosos. De igual modo es bueno, poseer más de un punto de vista para evaluar un hecho, una situación o algún comportamiento de una persona. Cuando todo se observa y juzga desde una única ventana, fácilmente se cae en los prejuicios, se sacan conclusiones equivocadas o, lo más grave, se pierden otras perspectivas que ayudan a tener una percepción más completa de los seres, los acontecimientos o las circunstancias. También es fortificante defender la mayoría de edad de nuestra razón para ser críticos, aprender a disentir y saber sopesar los eventos según la claridad de razones y no tanto por el furor ciego de las emociones. Nuestro entendimiento afinado es una buena manera para no sucumbir a los propagandistas, a los manipuladores, a los que buscan que hipotequemos nuestra conciencia del buen juicio. Las opiniones aquilatadas, analizadas, contribuyen a saber distinguir cuándo hay razones valederas que debemos aceptar y cuándo son infundios o engaños mediáticos de los cuales debemos tomar distancia para evitar propagar el odio y perder la tranquilidad de nuestro espíritu.
Y, finalmente, no debemos renunciar a nuestra voluntad de propiciar y alentar la tolerancia, bien sea en espacios familiares, laborales o de otra índole. Ese es un remedio cotidiano contra el fanatismo. “El respeto a los demás, la igualdad de todas las creencias y opiniones, la convicción de que nadie tiene la verdad ni la razón absolutas, son el fundamento de esa apertura y generosidad que supone el ser tolerante”[21]. La tolerancia es garantía para el desarrollo de la democracia y el fluir de la convivencia. Aboguemos todos por este principio ético: “una sociedad plural descansa en el reconocimiento de las diferencias, de la diversidad de costumbres y formas de vida”[22].
NOTAS Y REFERENCIAS
[1] Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, Gredos, Madrid, 1996, pág. 267.
[2] Edward A. Roberts y Bárbara Pastor, Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española, Alianza, Madrid, 1997, pág. 44.
[3] Resultan interesantes las observaciones de Yuval Noah Harari en su libro 21 Lecciones para el siglo XXI (Random House, Bogotá, 2018) sobre el nacimiento del fanatismo: “Lo que sin duda hizo el monoteísmo fue conseguir que mucha gente se volviera mucho más intolerante que antes, con lo que contribuyó a la expansión de las persecuciones religiosas y las guerras santas” (…) Al insistir en que ‘no hay otro dios que nuestro Dios’, la idea monoteísta tendió a promover el fanatismo”.
[4] En su libro El verdadero creyente. Sobre el fanatismo y los movimientos sociales (Tecnos, Madrid, 2009), Eric Hoffer afirmaba que “el fanático no puede ser convencido, sólo convertido. Su apego apasionado es más vital que la calidad de la causa a la que se somete”.
[5] Alonso Sánchez Baute afirma: “Esa actitud de superioridad moral impide llegar a acuerdos. En Colombia el fanatismo ha llegado actualmente a niveles que no se veían desde la época de la Violencia liberal-conservadora, y lo peor es que tiende a recrudecerse y no presagia buenos vientos”. Prólogo al texto Fanatismo, de Rodrigo Uprimny, Jorge Giraldo y Melba Escobar, Futuro en tránsito, Bogotá, 2020.
[6] Diccionario filosófico, Sophos, Buenos Aires, 1960, pág. 279.
[7] Ibid., pág. 283.
[8] Ibid., pág. 284.
[9] Uno de sus textos más difundidos es Contra el fanatismo, Siruela, Madrid, 2002. Amos Oz declara que “la semilla del fanatismo siempre brota al adoptar una actitud de superioridad moral que impide llegar a un acuerdo”, pág 21.
[10] Véase Queridos fanáticos, Siruela, Madrid, 2018, pág. 13-61.
[11] Ibid., pág. 32.
[12] Léase “Fanatismo, guerras y paz” en Fanatismo…, Futuro en tránsito, Bogotá, 2020, pág. 9-23.
[13] Ibid., pág. 10.
[14] Ibid., pág. 17.
[15] Ibid., pág. 15. Haid advierte en La mente de los justos. Por qué la política y la religión dividen a la gente sensata, que “una vez que las personas se unen a un equipo político, quedan atrapadas en su matriz moral. Ven la confirmación de su gran narrativa en todas partes, y es difícil, tal vez imposible, convencerlos de que están equivocados si discutís con ellas desde fuera de su matriz”, Ariel, Bogotá, 2019, pág. 442.
[16] “Notas sobre el prejuicio” en Sobre la libertad, Alianza. Madrid, 2017, pág. 388.
[17] Sirva de ilustración lo que escribió Adolf Hitler en su autobiografía. En el postulado 12 del “Partido obrero alemán nacionalsocialista” afirma: “El futuro de un movimiento depende del fanatismo, si se quiere, de la intolerancia con que sus adeptos sostengan su causa como la única justa y la impongan frente a otros movimientos de índole semejante”. Mi lucha, Editorial Solar, Bogotá, 2020, Pág. 279.
[18] Sophos, Buenos Aires, 1960, pág. 284.
[19] Ibid., p. 388.
[20] Véase Queridos fanáticos, Siruela, Madrid, 2018.
[21] Victoria Camps: “Solidaridad, responsabilidad, tolerancia” en Ética pública, Mauricio Merino (Comp), Siglo XXI, México, 2010, pág. 94.
[22] Ibid., pág. 94.