
Thomas Mann: “mañana tras mañana tejiendo mi hilo”.
Los lectores desprevenidos nunca sabrán la cantidad de trabajo que trae consigo hacer una novela. Las páginas del libro no guardan los registros de esa labor ardua, continua, en la que se agotan las fuerzas y se pasa por tiempos de silencio y dudas inclementes. Afortunadamente hay registros de ese proceso y, uno de ellos, magnífico, es el de Thomas Mann, titulado Los orígenes del Doctor Faustus, publicado por Alianza, en la traducción de Pedro Gálvez. En esa obra, que es como una bitácora de la elaboración de la gran novela de Mann, el autor nos cuenta, apoyado en los registros de su diario, las peripecias de ese libro en el que gastó tres años y ocho meses. Sirvan las líneas que siguen para rendir, una vez más, un tributo al narrador alemán y, a la vez, derivar del texto ciertas pistas determinantes en el proceso de elaborar un texto de tal magnitud.
Lo primero que habría que decir es que Los orígenes del Doctor Faustus es el recuento de la hechura de una novela de madurez. Una novela que recoge las enfermedades y las dolencias del escritor, especialmente cuando Mann siente el “descenso de vitalidad”, y contrasta con el deseo de elaborar un libro “fogoso” de los setenta años. Lo otro, es que el detonante de la elaboración del Doktor Faustus no empezó hacia 1943, sino muchísimos años atrás. Mann escribe al respecto: “Habían transcurrido cuarenta y dos años desde que hiciera algunos apuntes, como posible proyecto de trabajo, sobre el pacto con el demonio de un artista, y al rebuscar y reencontrar va unida una emoción, por no decir excitación, que me hace ver claramente cómo ese parco y vago núcleo temático estaba rodeado desde un principio de una aureola de sentimiento vital, de un manto aéreo de ánimo biográfico que, en mi opinión, predestinaba ya ampliamente a esa narración para que se convirtiera en una novela”. Así que, algunos “parcos y vagos núcleos temáticos” producen sus mejores frutos en tiempos largos, cuando “el desasosiego y las dificultades parecen ser insuperables” y se mezcla la sospecha de que, según el propio Mann, podría ser la última obra de su vida.
El novelista nos cuenta que él necesitaba una “higiene de lectura” previa. Menciona que esta práctica la hacía siempre “con el lápiz”, haciendo subrayados, tomando notas, consiguiendo libros inspiradores o determinantes para hallar un dato preciso. Cartas, diarios, textos filosóficos o de psicología, tratados sobre música, obras de teatro, poesía, novelas, infinidad de música… Para ilustrar esta investigación preliminar, listo algunos de los textos referenciados por Thomas Mann en su “Novela de una novela”: El fracaso de Nietzsche de Podach, Los recuerdos sobre Nietzsche de Lou Andreas-Salomé, Israel en el desierto de Goethe, Moisés de Freud, Desierto y tierra de promisión de Auerbach, El Pentateuco, El extraño caso del Dr. Jekyll y de Mr. Hyde de Stevenson, Nietzsche y las mujeres de Brann, El gato de Murr de Hoffmann, Historia de la música de Paul Bekker, Las cartas de Hugo Wolf, las cartas de Lutero, cuadros de Durero, el libro nacional del Fausto, el Malleus Maleficarum… Todos estos “apuntes, extractos, meditaciones y cálculos de tiempo” iban constituyendo un “substrato acumulado” en el que se “apretujaban, sin orden ni concierto y profusamente subrayados, los abigarrados pertrechos de muchos campos del saber, del idiomático, geográfico, político, social, teológico, médico, biológico, histórico, músico”, hasta que “un 23 de mayo de 1943, en una mañana dominguera, apenas pasados los dos meses desde que sacase aquel viejo cuaderno de apuntes”, Mann comienza a escribir el Doktor Faustus.
Esta “higiene de lectura”, en el caso de Mann, se mantiene durante todo el proceso de construcción de la novela: hay libros que se releen, hay obras musicales que se escuchan infinidad de veces, hay obras pictóricas que se miran una y otra vez. La lista de textos se multiplica al tiempo que avanza la obra: Inspiración en la creación musical de Bahle, Sobre la filosofía de la música moderna de Adorno, El drama de Fausto de Marlowe, Araña negra de Jeremías Gotthelf (para “mantener contacto con la gran épica”), El juego de los abalorios de Hesse, Medida por medida de Shakespeare, San Antonio de Flaubert, James Joyce de Harry Levin (“que no trataba directamente del tema, pero que por su inteligente análisis me hizo ser consciente de muchas cosas sobre la situación de la novela y mi posición propia en lo que respectaba a su historia”), Ecce Homo de Nietzsche (“evidentemente como parte de los preparativos para las escenas finales de la novela”), Beethoven de Bekker, Recuerdos de Nietzsche de Deussen, Una de dos de Kierkegaard (“la música como esfera demoníaca, genialidad sensual”), Shakespeare de Frank Harris, El Apocalipsis (“porque, teniendo poco poder, guardaste, sin embargo, mi palabra y no negaste mi nombre”), Lord Jim, Narciso, Nostromo de Conrad (“la distracción más apropiada para el estadio actual de mi propia ‘novela’, o la que menos perturbaba en verdad”), Refranes del medievo de Samuel Singer de Berna, La casa de los muertos de Dostoievski, El hombrecillo avellanado de Stuttgart de Mörike (“por el empleo que hacía del alemán antiguo, tan natural y aparentemente tan poco estudiado”)…
Son notorias y abundantes también las conversaciones permanentes sobre capítulos de la novela en curso con familiares, amigos, literatos y, especialmente, con músicos: Adorno (“cuyo interés por el libro aumentaba cuanto más sabía de él, y quien comenzó a movilizar en ese sentido sus fuerzas de imaginación musical”), Schoenberg (“le saqué mucho sobre música y sobre la vida de un compositor”), Arthur Rubinstein, Neumann, Jakob Gimpel. Todos ellos hacen comentarios o aportan desde su experiencia estética o desde su saber de compositores. Una cena o una velada podían servir de pretexto para mantenerse en “contacto” con la novela. Mann nos los confiesa: “la música, siempre de nuevo: la vida y la sociedad me la ofrecían constantemente con una especie de misteriosa facilidad”. Tal interés corresponde, desde luego, al papel transversal de la música en el Doktor Faustus. Por algo, el personaje central es el eufórico músico Adrián Leverkühn, que ha hecho un pacto con el demonio para alcanzar la excelsitud en la composición musical.
Sobra decir que todos los aspectos anteriores requieren de otro ingrediente: Mann lo califica como una “arraigada costumbre” que consistía en “alejar todas las impresiones que viniesen de afuera a las horas de la mañana entre las nueve y las doce, o las doce y media, de reservarlas completa y principalmente a la soledad con mi trabajo”. Sólo así, a pesar de momentos en que el mismo autor declara que escribía mal, del catarro bronquial crónico, de los viajes o de las conferencias en distintas latitudes, se puede “recobrar el ímpetu del primer arranque”. Sin ese hábito Thomas Mann no hubiera logrado concluir la novela, y menos ocuparse al mismo tiempo de largas sesiones de “mejoramiento, purificación y amplificación de diversos capítulos”, la corrección de copias a máquina, el estudio de libros, el dictado de cartas, la visita a bibliotecas.
Aunque cabe suponer que es preciso un gran esfuerzo y bastante tiempo para escribir una novela de cuarenta y siete capítulos y más de 700 páginas, al leer Los orígenes del Doctor Faustus, se pone en evidencia el largo proyecto de investigación llevado a cabo. No fue un asunto de mera inspiración o de confianza en el talento. Lo que salta a la vista es que para componer esta novela cuyo tema esencial es “la huida de las dificultades de la crisis cultural por medio del pacto con el demonio, de la sed de un orgulloso genio, amenazado por la esterilidad, por lograr la desinhibición a cualquier precio, y el de la comparación de la funesta euforia, que conduce al colapso, con el éxtasis fascista en los pueblos”, para alcanzar esta cimera producción literaria fueron necesarias infinitas horas de estudio en obras históricas, en biografías, en relectura de cartas y textos religiosos; además de largas charlas con expertos creadores musicales; más no solo eso, también fue indispensable una larga exposición a obras pictóricas y la audición continua de obras musicales. Pero, sobre todo, fue fundamental la disposición del propio espíritu de Thomas Mann para mantener esa obra de su vejez como una “herida abierta” a la cual bien valía la pena ofrecerle con resuelta dedicación cuatro horas diarias durante casi cuatro años de la vida.