Un grupo de animales, molestos por el uso frecuente que los hombres hacían de sus características, estaban esperando a que el rey de la selva los atendiera.
—Como si uno no tuviera sentimientos y llorara de verdad —bramaba un cocodrilo.
—O yo estuviera negado a tener mis salidas inteligentes —rebuznó un burro.
—Y qué tal la ofensa a mi estilo de vida, siempre mostrándome como una perezosa adormecida —gañó una foca.
Justo cuando hablaba la foca, el león entró al recinto.
—¿Y a qué debe el placer de vuestra visita?
Los animales se miraron entre sí. El elefante barritó fuerte para decir que los hombres estaban usando sus nombres para desprestigiarlos o denigrar de sus cualidades.
—¡Qué tal lo mío! —explicó, moviendo las orejas para enfriar su ira: llamar elefante blanco a alguno de sus proyectos fallidos u obras dejadas a medias.
—Ni qué decir de mi caso: los padres me denigran con sus hijos —gruñó el cerdo—, al ponerme de ejemplo de los malos modales en la mesa.
El león detuvo por un momento otras intervenciones y, como si este hecho no le fuera desconocido, comentó:
—Así son los humanos: nos achacan defectos o vicios que ellos tienen, para evitarse reconocerlos en sí mismos o en sus semejantes.
La concurrencia estuvo totalmente de acuerdo. Sin embargo, le siguieron insistiendo al león para buscar una solución a este abuso de los hombres.
—A mí me usan para disculparse de sus pecados —dijo un chivo.
—Y a nosotras nos ponen como referente de sus comportamientos licenciosos —cacarearon unas gallinas.
Después de un buen tiempo de oír a los animales, el león volvió a tomar la palabra:
—Considero que por lo que he escuchado y otros casos que he sabido, ya es justo que empecemos a darles a los hombres un poco de su misma medicina.
El grupo de animales enfocaba la atención en el melenudo rey.
—Que volvamos habitual en nuestras conversaciones aludir a sus particularidades negativas cuando veamos un comportamiento similar entre nosotros.
Aunque la audiencia no entendía bien la propuesta del monarca, la mayoría asentía de manera constante.
—Por ejemplo —dijo el león— que cuando veamos a algún colega persiguiendo a otro para matarlo, por una ofensa, digamos: vengativo como los seres humanos; o cuando determinado animal acapare más alimento del que necesita para vivir, los señalemos diciéndole: ambicioso como un ser humano; o si alguno de nosotros miente deliberadamente o calumnia a otro de su especie, lo califiquemos con la frase: igualito a los seres humanos.
Los asistentes aplaudieron la iniciativa y comenzaron a retirarse del salón real de audiencias.
Desde entonces, cuando se castiga con un garrote a un caballo, se amarra con cadenas al cuello a un chimpancé o se patea de manera inmisericorde a un perro… la mirada de esos animales nos dice en silencio que eso es “típico de los seres humanos”.
—Casi que ni duerme —comentó una marmota, aún con ojos soñolientos.
—De día o de noche es lo mismo —agregó una comadreja, moviendo de lado a lado su cabeza—. Cuando estoy en mis rondas nocturnas lo veo despierto, pegado a sus libros.
—Eso es como un vicio —terció un conejo, levantando nervioso sus orejas.
Los tres contertulios miraban hacia arriba de un pino. Un búho, leyendo, ni se percataba del diálogo que acaecía abajo del árbol de frondosas ramas.
—A mí me produce es curiosidad —dijo una ardilla de larga y esponjada cola. Después de dar una vuelta rápida al tronco del pino, miró de frente a los otros animales, compartiéndoles una propuesta:
—Deberíamos hablar con él, a ver qué nos dice de ese estar todos los días entre libros.
La marmota, el conejo, la comadreja y otros curiosos que estaban cerca estuvieron de acuerdo con la iniciativa de la ardilla.
—Suba usted e invítelo a conversar con nosotros unos minutos sobre este asunto —exclamó el conejo.
La ardilla tomó la recomendación como un mandato y en poco tiempo estuvo cerca al búho.
—¿Muy ocupado?
El búho levantó sus grandes ojos, dejó a un lado el libro que estaba leyendo y miró a esa vecina ocasional que lo interpelaba.
—Un poquito…
La ardilla se acercó más al búho. Enseguida, poniendo el tono de voz de una súplica, le dijo:
—Yo y otros animales que podrá ver allá abajo, estamos muy intrigados por lo que hace, y queremos que nos cuente en detalle por qué anda concentrado todo el tiempo entre esos libros.
El búho miró hacia la raíz del árbol y descubrió muchos ojos observándolo.
—¿Intrigados por mis libros? —repuso extrañado.
—Sí —replicó veloz la ardilla—. Pero más aún por qué necesita de ellos o qué le hace estar día y noche de cabeza en esos volúmenes.
—Ah, ¿el por qué me gusta leer? —preguntó entusiasmado el búho.
—Sí, sí —saltó animada la ardilla—. Y queremos, si no es mucha molestia, invitarlo a que nos cuente sobre tal ocupación.
El búho puso un gesto pensativo, volvió a mirar abajo la concurrencia que se veía más nutrida por nuevos curiosos y, para no ser descortés con ellos y con la ardilla, desplegó las alas a la par que le respondía a su interlocutora:
—Vamos, pues, querida vecina… Vayamos a hablar de esta grata ocupación que, según he notado, cada día escasea más en estos bosques.
La ardilla de unos pocos saltos llegó a donde estaban reunidos la marmota, el conejo y la comadreja, quienes ya parecían refundirse entre el corrillo de animales. El búho se situó en un pequeño arbusto, justo al lado del portentoso pino.
—Bueno aquí está, nuestro amigo el búho —se lanzó a presentarlo la ardilla—. Él ha venido hoy a contarnos por qué se la pasa metido entre los libros noche y día.
Todas las miradas se posaron en el ave de grandes ojos.
—¿Y como qué quieren saber? —atinó a decir el búho para iniciar la conversación.
Después de un corto silencio, el conejo se lanzó a hacer una pregunta:
—¿Qué lo motiva a leer tanto?
—Una curiosidad que, poco a poco, se fue convirtiendo en un placer.
—¿Y no se cansa de leer?
Al búho le pareció extraña la nueva pregunta.
—El cuerpo se acostumbra a lo que la mente desea…
—Pero hay cosas que uno desea, y sin embargo lo cansan —lo interrumpió el conejo—. Yo no podría comer solo zanahorias todos los días.
—En cada libro encuentro alimentos diferentes y una misma página puede tener distintos sabores.
El grupo miró con más detalle la cara del que hablaba. Les pareció que los ojos amarillos del búho, con sus orejas y su pico formaban un triángulo misterioso.
—¿Y cómo hace para que no le coja el sueño mientras lee? —preguntó adormilada la marmota.
— Si uno tiene interés por algo las horas de sol le resultan pocas —respondió el búho
La marmota insistió:
—¿Y si el interés le dura a uno poquito?
—Entonces no era un genuino interés…
Los animales se miraron entre sí. En sus mentes indagaban si tenían o no un “genuino interés” por algo… La pausa fue rota por la voz estridente de una musaraña:
— Eso depende de la constitución de cada uno… yo no puedo quedarme quieta mucho tiempo.
El búho se detuvo en la larga nariz de su interlocutora y en cómo se desplazaba a toda prisa entre el corrillo de animales.
— El cuerpo está quieto mientras leo, pero es la mente la que se mueve a velocidades insospechadas.
— A mí me entraría la desesperación. Yo soy un ser de pura acción —exclamó un lince, erizando los penachos de sus orejas.
La mirada penetrante del búho se desplazaba según las opiniones de la concurrencia.
— ¿Y qué saca usted de esos libros? —exclamó un armadillo.
— Tantas cosas que no me alcanzaría este y otros días para contárselas…
—Pero, al menos compártanos algunas, si no es mucho pedir —dijo la ardilla.
El búho gitó su cabeza 250 grados hasta abarcar con la mirada a todo el grupo de escuchas.
—He sabido cuáles son nuestros más remotos orígenes, la existencia de numerosos animales que habitan en distantes tierras y las historias increíbles de otros seres que sólo crecen en nuestra fantasía… Y lo más importante —afirmó el búho, haciendo una pausa— los libros me han servido para ayudar a conocerme.
El grupo de animales se mostró asombrado por la última parte de la respuesta.
—Yo no necesito leer libros para saber quién soy —afirmó enfática una cacatúa—. Esta cresta, por ejemplo, ya es mi rasgo distintivo.
—Uno es más que pico y plumas —replicó el búho, en un tono tranquilo. Después de una pausa, agregó:
—Los libros son como espejos para mirar adentro de nosotros.
La concurrencia quería profundizar más en lo dicho por el búho:
—¿Hay muchos animales diferentes a nosotros? —increpó la comadreja, imaginando nuevas presas para su voraz apetito.
—Miles, infinidades… tantos como las hojas de estos árboles que nos rodean en este momento.
—¿Cómo conozco esos seres que habitan en nuestra fantasía? —preguntó la marmota.
—Leyendo las historias inventadas por los viajeros de lo maravilloso.
—¿Y de dónde procedemos nosotros? —preguntó intrigado un zorro.
El búho se detuvo en contestar. Recordó el libro que estaba leyendo y prefirió dar una respuesta corta.
—Venimos de las estrellas…
La ardilla notó que el diálogo se alargaba y, a pesar de la buena disposición del búho, consideró oportuno ir cerrando la conversación.
— Para no abusar de nuestro invitado, qué tal si le hacemos una última pregunta. ¿Quién se anima?
—¿Y qué le pasa a uno si no lee? —gruñó fuerte una jabalí.
El búho intuyó que la pregunta llevaba adentro una trampa. El sabía que la mayoría de la audiencia no leía y mucho menos el jabalí, que prefería dormitar entre los baños de barro.
—No le pasa nada… tan solo se priva de conversar con los que le precedieron.
—Ah, bueno —contestó indiferente el jabalí —. Me gusta vivir en el presente. Las personas que creemos en la experiencia no necesitamos del embeleco de los libros.
—La vida no se agota en la sobrevivencia —repuso sereno el búho—. Mis libros me han servido para no repetir las experiencias erradas de los demás.
La ardillla levantó sus brazos en señal de que la conversación llegaba a su fin. Agradeció al búho su presencia y subió presurosa hasta donde seguramente volaría el búho en unos instantes. Apenas el ave llegó, le reiteró su deferencia:
—Qué grato ha sido escucharlo —le dijo—. No sabía que dentro de esos volúmenes hubiera tantos conocimientos y tantas enseñanzas escondidas.
El búho miró a la ardilla con fraternal calidez.
—Son amigos que hablan en silencio. Mis maestros y mis guías cotidianos.
—¿Y uno puede adentrarse en ese mundo a cualquier edad?
—Desde luego. Los libros siempre mantienen sus ventanas abiertas.
La ardilla se acercó al búho con timidez. Alargó uno de sus pequeños brazos para hacerle una íntima solicitud:
—¿Podría prestarme uno, al menos? Uno que usted considere el más apto para alguien como yo, que hasta ahora empieza a adentrarse en ese mundo silencioso.
La cara del búho se iluminó.
—¡Por supuesto que sí!
Después dio unos pequeños pasos en la rama, revisó en su biblioteca y extrajo un viejo ejemplar de pastas amarillentas. Se lo entregó a la ardilla, a la par que le hacía una advertencia cariñosa:
—Este libro me lo regaló mi padre y es para mí como un tesoro. Ojalá saque el mismo provecho que yo he obtenido durante todos estos años. ¡Cuídemelo!
La ardilla tomó el gastado libro, le reiteró las gracias al búho y de varios saltos llegó hasta su refugio, unas ramas arriba del mismo árbol. Entró a su madriguera, hizo un lugar entre las bellotas y se dispuso a leer. Al abrir el libro, en la primera página, vio una dedicatoria que la conmovió: “Para mi querido Nicanor, este compendio de sabiduría que recibí de mi padre Salomón y que espero le sirva de guía y consejo cuando yo ya no esté a su lado”.
La ardilla sintió tristeza por no haber tenido un padre así, se consoló pensando en que al menos contaba ahora con su amigo el búho, y se adentró en las páginas del libro. Las letras que descubría al leer se asemejaban a un reguero de apetitosas semillas.
Ananías era un hipopótamo muy gordo. Cuando ya casi no podía caminar y tenía frecuentes dificultades respiratorias, decidió buscar un remedio para su obesa condición.
—Camine usted todas las mañanas —le recomendó una estilizada jirafa—. Pero, no olvide una cosa, es todos los días.
El hipopótamo intentó hacer esas caminatas dos veces la primera semana, pero después apenas las hacía el domingo. Terminó por abandonarlas, arguyendo que de pronto ese esfuerzo le hacía mal para su corazón.
—No coma nada en las noches —le sugirió un guepardo al que le compartió su caso. Y luego el moteado felino agregó: —hágalo, por lo menos durante tres meses seguidos.
Ananías mantuvo y cumplió ese propósito algunos días, porque cuando sentía ganas de comer, olvidaba la recomendación y se hartaba de tubérculos a las ocho o diez de la noche.
—Tome agua de manera constante —le sugirió una rana de largas patas. Eso sí —le advirtió— de manera regular y continua.
Al hipopótamo le resultó fácil atender esta recomendación, por estar el remedio muy a la mano. Sin embargo, ya al tercer día le pareció muy insípida y empezó a tomar agua de panela, aguamiel y aguas azucaradas.
Todos esos consejos fueron inútiles. Su panza no se reducía. Entonces recurrió a una grulla, muy afamada en la región, a quien le contó todo lo que había hecho. Ella estuvo atenta, mirándolo con unos ojos que parecían atravesarle el cuero. Su dictamen tomó por sorpresa al hipopótamo.
—Mi estimado Ananías, a usted lo que le falta es ejercitar la fuerza de voluntad.
Apenas abandonó el verde consultorio de la grulla, Ananías anduvo indagando en la selva un gimnasio en donde pudiera desarrollar ese tipo de músculos que no sabía bien en qué parte del cuerpo los tenía. Aún sigue buscando ese gimnasio.
Ilustración de Beto Zoellner.
Las hienas y los monos aulladores
Si hubo en la selva animales más felices con las redes sociales, fueron las hienas. Se ajustaban muy bien a su temperamento agresivo y solapado. Cada hiena enviaba mensajes malolientes a sus colegas y éstas, a su vez, replicaban el mensaje agregando un comentario venenoso o incendiario. “Que el león quería perpetuarse en el poder”, decían; “que los ñus, todas las noches, le robaban en secreto pasto a las cebras”, repetían sin cesar. Y esos rumores se propagaban en las redes sociales de la llanura como el viento.
Unos monos aulladores, hábiles en expandir noticias de actualidad de árbol en árbol, les preguntaron a las hienas qué beneficio obtenían al actuar de esa manera. La más joven de las hienas, con risa burlona, les contestó:
—Si logramos despertar el odio y la venganza, si propagamos la ira y la pelea, mayor será nuestra comida.
Los monos aulladores les replicaron que tal estrategia no parecía ser muy eficaz en el tiempo:
—De aquí a que haya una víctima, se pueden morir de hambre.
Las hienas, al unísono, soltaron la carcajada.
—Comida es lo que nos sobra… El odio es contagioso, la envidia crea enemigos, el resentimiento es vengativo… De rencorosos muertos está llena la sabana.
Los monos subieron presto a las ramas más altas de los árboles y empezaron a aullar de manera estridente. Más tarde en sus redes sociales divulgaron la noticia de que la fuerza de los gorilas no era natural, sino producto del consumo de esteroides, y que los mandriles tenían el rabo pelado por su vida licenciosa.
El odio entre los animales de la sabana iba en aumento. Ya no era solo por la comida, sino manifestado en agresiones verbales que se multiplicaban cada día.
—Estamos hartos de que los elefantes vengan a ensuciar nuestras charcas —arengaba un hipopótamo a sus compañeros de manada.
—Debería ser un delito el que los hipopótamos infecten nuestra agua con sus excrementos —murmuraban los elefantes.
Las guacharacas, apenas escuchaban tales afirmaciones, se apresuraban a divulgarlas con estridente voz.
—Tenemos la exclusiva —chachalaqueaban—: Los elefantes andan en negociaciones con los cocodrilos para acabar con los hipopótamos.
—Y una fuente muy importante nos ha contado que los hipopótamos se han vuelto traficantes de marfil.
Con sus bufandas de color rojo encendido y sus medias rosadas, las guacharacas iban de árbol en árbol amplificando y repitiendo toda la mañana esta noticia. Al otro día, aunque los actores eran distintos, ellas se mantenían en su letanía alarmista:
—Hay un choque de trenes entre carnívoros y carroñeros —exclamaban con su chillona voz.
Con el pasar del tiempo los animales empezaron a creer y repetir que toda la sabana estaba polarizada y que, de seguir así, una guerra era inminente.
El león se enteró de este rumor y, muy rápidamente, conformó una comisión de alto vuelo para indagar la causa de este mal ambiente. El águila, la cigüeña y un flamenco integraban el grupo. Después de una semana presentaron al león sus hallazgos:
—Eso se debe a la sequía, que exacerba los ánimos —dijo el águila, después de otear todo el territorio.
—La causa de este malestar es la sobrepoblación —explicó la cigüeña—. La sabana no aguanta un animal más, y por ese apretujamiento hay tantos conflictos.
—Para mí el motivo está en las migraciones —y lo sé por experiencia propia, afirmó el flamenco—. Los inmigrantes causan muchos problemas.
El león oyó con atención a todos los miembros de la comisión. Les agradeció y se encerró a meditar en su despacho.
De regreso a su guarida le comentó a su esposa lo sucedido. Ella lo escuchó mientras atendía a tres de sus cachorros. Una vez que el león terminó de hablar y, como si fuera algo obvio para ella, le comentó:
—No creo que sea por ninguna de esas razones.
El león la miró intrigado.
—Eso se debe a la bulla que hacen las guacharacas.
—¿Esas pajarracas estridentes?
—Sí. Ellas son las que torean el avispero. Repiten y repiten cualquier pequeño incidente de dos animales hasta volverlo un problema de todos. Cogen una chispita y la vuelven un incendio
—¿Y por qué dices esas cosas?
— Las cazadoras sabemos cómo alcanzar nuestras víctimas.
Al león no le pareció desacertado el comentario de su mujer. Habló de otros asuntos cotidianos y dejó que sus hijos jugaran unos largos minutos con su melena.
Al otro día, a primera hora, el león convocó a las guacharacas a su palacio. Cuando llegaron exhibiendo sus medias rosadas y sus bufandas de color rojo encendido, les expuso los pormenores del ambiente conflictivo que se vivía en la sabana y que las invitaba a contribuir a mejorar la situación.
—Nos sorprende que nos diga esas cosas —replicó altanera una de las guacharacas.
El león, mirando de reojo las flacas patas de las aves con esas vistosas medias rosadas, siguió hablándoles:
—No podemos permitir que se pierda la concordia y la paz en la sabana.
—Eso es lo que hacemos todos los días —repuso una guacharaca que cargaba una cartera muy costosa.
—Las invito a calmar los ánimos. Ya es suficiente con la sequía que nos agobia —terminó diciéndoles el león.
Apenas abandonaron el palacio, las guacharacas volaron hasta el primer árbol que encontraron. Estaban muy molestas, ofendidas desde la cabeza hasta la cola.
—¡El alto gobierno quiere amordazar la libertad de expresión…!
Y en ese chachalaqueo estuvieron todo el resto de la mañana, prosiguieron en la tarde y siguieron hasta el inicio de la noche.
Ese mismo día, cuando el león regresó a su guarida y la leona le comentó del rumor que ahora estaban diciendo a los cuatro vientos las guacharacas, le hizo a su mujer una sesuda confesión:
—Tal vez el problema no sea únicamente por las guacharacas, sino por los animales crédulos y lenguaraces de la sabana.
Hizo una pausa y terminó su reflexión:
—Si cada animal creyera la mitad de lo que le comentan y callara la mitad de lo que le dicen, sería más fácil convivir en paz.
La leona miró a su marido de reojo y le pareció que los años lo iban volviendo más sabio. Se rescostó a su lado, en silencio, para observar el rojo atardecer en la sabana.
Uno de los primeros en adquirir celular fue el pavo real. El mismo día que lo consiguió no paraba de tomarse selfies a cada minuto. Se fotografiaba al lado de las gallinas más cenicientas, otras con la finca del dueño al fondo y, en la mayoría, exhibía su colorida y enorme cola en diversos ángulos.
Durante varias semanas el pavo real estuvo presumiendo de su nuevo juguete. Varios patos y gallinetas halagaron el dichoso celular y unas cotorras envidiaron la suerte de tener a la mano esa maravilla tecnológica.
El único que no se inmutaba era el búho. Trepado en una rama de pino observaba con sus grandes ojos lo que ocurría a su alrededor. Al pavo real le pareció curioso tal comportamiento y se acercó al árbol mostrando el aparato reluciente.
—¿Y a usted no le interesa mucho tomarse fotos?
—No —repuso el búho de manera despreocupada.
—¿Por asuntos de belleza? —preguntó con ironía el pavo real.
—No. Por prevención y pudor…
El pavo real no entendió muy bien la respuesta y prefirió seguir fotografiándose esta vez en compañía de unos cerdos al lado de la porqueriza.
El búho continuó contemplando la escena. Se acomodó mejor en la rama del árbol mientras decía para sí: “Lástima que esos aparatos no saquen fotos de lo que la gente tiene adentro de su cabeza”.
El arma más letal
Varios animales se juntaron de manera espontánea para conversar sobre la mejor estrategia de cacería.
—La mejor arma para matar —dijo el león— son unos colmillos largos y cortantes.
—No —replicó el tigre—, no hay como unas garras bien afiladas.
Las hienas permanecían a unos pasos y en silencio, observando atentamente aquella conversación.
—Yo pienso que el veneno es lo más efectivo —argumentó una cobra, alzando amenazante su cabeza.
—¿Y dónde me dejan la eficacia de la velocidad? —interpeló al grupo un atlético guepardo.
Las hienas se sonreían, como si conocieran algo secreto para la concurrencia. Entonces el rey de la selva se digirió a ellas, increpándolas de manera desafiante:
—Y ustedes, señoras, ¿qué piensan al respecto?
Una de las hienas se acercó al grupo y, con un tono de voz que parecía un gruñido musitado, les hizo la siguiente confesión:
—Nada hay más cortante, más rápido y más venenoso que la baba pudridora de la mentira y la murmuración.
Los animales miraron a las hienas con cierto asombro y, poco a poco, fueron disolviendo la reunión.
Ilustración de Pawel Kucynski
Los buitres, las palomas y la paz
Las palomas insistían en que la paz era fundamental para lograr vivir mejor en toda la comarca.
—Así cada quien está tranquilo y podemos todos ser felices.
Los buitres escuchaban los argumentos de las palomas. El rey gallinazo, a sabiendas del riesgo de esa propuesta para su bienestar, replicó:
—Esos son ideales muy loables…
Las palomas sintieron los ojos amarillos de los buitres sobre sus espaldas.
—Más que loables, necesarios. Miren la cantidad de ciervos muertos aquí y allá en los últimos meses.
El gallinazo alargó el cuello, batió las alas y respondió no sin dejar de mirar a las palomas.
—Por lo que sé, y comprobé con mis certero olfato, eso fue a causa de una peste.
—Nosotras sabemos que no fue por eso —replicó la paloma mirando a lado y lado.
Los buitres callaron. Después se alejaron de las palomas y empezaron a correr para levantar el vuelo.
Mientras ascendían, buscando la mejor corriente de aire, hablaban de que tales propuestas eran las que estaban acabando con sus hermanos.
—Las palomas no entienden que sin la guerra estaríamos acabados.
Y el calvo rey gallinazo graznó con tono sentencioso:
—De carroña vivimos y por la carroña mantenemos nuestro trabajo.
La falta de popularidad del rey Adolfo iba en aumento. Los súbditos se mostraban inconformes y decepcionados del “Melenudo sordo”, como le decían en los corrillos populares.
—Debes escuchar más a la gente —sentenció Hortensia, la leona consorte.
—Para eso tengo a los ministros —respondió el rey, mirándose una de las garras de su mano derecha.
—No es lo mismo —replicó la leona, saliendo a jugar con los cachorros.
Adolfo se quedó un tiempo pensando en la situación. Después llamó a su asistente, un mandril, para convocar a un consejo extraordinario de ministros. En la reunión les dijo que buena parte del bajo nivel de popularidad de su mandato se debía a que ellos no hacían bien su tarea.
—Ustedes no han escuchado a la gente —les repitió, más de una vez, con gesto severo y amenazador.
—Su majestad —contestó una hiena— hemos estado pendiente de ello, pero la gente es caprichosa y ninguna medida que tomamos les gusta.
—Sí, vuestra alteza, lo que dice la señora ministra, es totalmente cierto —corroboró un jabalí de largos colmillos—. Es muy difícil complacer a todo el mundo.
Antes de que hablara el rinoceronte, el ministro de defensa, el león sentenció con voz áspera:
—Desde mañana empezaremos una nueva campaña: “Diga ya lo que tiene para decir”. Que todos en la selva, en las praderas, en cualquier lugar de mi reino, sepan que yo, Adolfo, les doy la oportunidad de hablar y decir lo que les parezca de mi gobierno.
—Perdón, su majestad—intervino un buitre de cabeza rapada, que se desempeñaba como ministro de comunicaciones—. Eso puede ser contraproducente para nuestro gobierno. La gente dice cosas que no son ciertas o aprovechan la ocasión para expresar su resentimiento sobre medidas que usted ha tomado en el pasado…
—No me importa —repuso Adolfo, echando hacia atrás su melena, en un gesto arrogante.
—¿Y si la gente no quiere hablar? —preguntó el rinoceronte.
—Pues, se le hace firmar un papel donde conste que no quiso participar.
Terminada la reunión, los ministros salieron conversando pasito sobre la nueva medida de Adolfo y, aunque no estaban de acuerdo, sabían que tenían que obedecer.
Como era de esperarse las cosas no salieron como el rey esperaba. Fueron muchos los habitantes de la selva o de la pradera que asistieron a las asambleas locales para manifestar su descontento; cientos también los que acabaron firmando el papel y otros tantos, los más precavidos con las represalias posteriores, que se escondieron para no cumplir con aquella campaña de “participación democrática”, como la habían bautizado los amigos y partidarios de Adolfo.
Finalizado el encargo del rey, los resultados de popularidad seguían en declive. Un nuevo consejo de ministros fue convocado para informarle a Adolfo que, palabras más, palabras menos, la gente no estaba conforme con su mandato.
—Ustedes no hicieron bien la tarea —rugió amenazante—. Ustedes no están comprometidos con este gobierno.
Dicho esto, concluyó la reunión y se dirigió a un lugar apartado de la cueva que le servía de trono. Allí lo encontró Hortensia. La leona sabía que cuando Adolfo se retiraba a ese lugar era porque tenía algún asunto que lo atormentaba.
—¿Problemas? —preguntó Hortensia.
—No entiendo qué les pasa a mis súbditos —respondió Adolfo, sin mirarla.
—¿Y eso?
—Les doy la oportunidad de decir lo que piensan y no valoran ese acto de participación. ¡Quién los entiende!
La leona se echó al lado del león. Cambió el tono de su voz y, como si fuera un murmullo, le empezó a dar sus opiniones sobre el asunto.
—Tal vez no se trata de que ellos hablen, sino de escucharlos…
—¿Acaso no es lo mismo? —increpó rápido el león.
—No, mi querido esposo, no es lo mismo.
—¿Cuál es, según tú, la diferencia?
Hortensia adivinó que su marido no estaba de ánimo o no quería entenderla. Así que, prefirió cambiar la dirección de la charla y hablarle de otras cosas. Adolfo dejó que su pareja continuara hablando, pero seguía molesto y ensimismado hasta que la leona le mencionó una posible solución.
—¿Por qué no le pides consejo al viejo Ezequiel, tu padre? A lo mejor él sabe cómo solucionar este problema.
Aunque Adolfo no respondió, en su interior aceptó aquella sugerencia. Abandonó el lugar donde estaba y caminó hasta otro conjunto de rocas lejano en el que acostumbraba tenderse a descansar su padre. Efectivamente allí lo encontró. El viejo león se sorprendió al ver a su hijo.
—¿Qué ha pasado para que el poderoso rey se digne visitar a este viejo?
Adolfo sintió vergüenza e intentó expresar una disculpa burocrática:
—Muchos asuntos que atender… muchos.
Ezequiel miró a su hijo. Se notaba que los pocos años de gobierno le habían dejado marcas en la frente y unas ojeras oscuras, producto seguramente de sus constantes desvelos.
—¿Y qué te trae por estos parajes? —preguntó Ezequiel.
—¿Por qué la gente está siempre en mi contra, si hago lo mejor que puedo…? ¿Por qué a ti sí te querían tus súbditos?
—Porque yo me tomaba el tiempo para escucharlos.
—Eso es lo que hago…
—¿Qué?
—Escucharlos.
—¿Y qué has hecho para lograrlo?
—Pues, me ideé una campaña para que dijeran lo que desearan decir.
—Eso no se logra con campañas.
—Entonces, ¿cómo?
Ezequiel se acomodó mejor en su lecho de tierra. Asumió un tono cariñoso. Su mente rememoraba.
—Querido Adolfo, a lo mejor tu juventud te hace impetuoso e impaciente. A gobernar se aprende escuchando a la gente.
—Eso me dijiste recién empecé mi mandato.
—Aunque, por lo que veo, oyes, pero no escuchas…
Adolfo sintió que le hervía la sangre. Ezequiel se dio cuenta de aquel cambio de temperamento de su hijo y, de inmediato, puso una sonrisa adornando sus palabras.
—No te enfades querido Adolfo, son cosas que decimos los viejos… Sin embargo, y ya que viniste hasta acá, voy a confesarte las claves que fui poco a poco aprendiendo de la gente que gobernaba.
—¿Cuáles son esas claves? —interrumpió Adolfo, ansioso.
—El secreto está en aprender a escuchar a los mismos súbditos que uno gobierna.
—¿Cómo así?
—Por ejemplo, yo aprendí que tenía que ser como el búho para girar la cabeza y poder escuchar así las diversas posiciones de quienes dirigía. Me cuidé de no escuchar solo en una dirección. Descubrí, además, que debía ser como el elefante para no escuchar solo con las orejas, sino con todo el cuerpo, especialmente con mis manos y patas, y lograr así escudriñar las bajas frecuencias con que habla la gente. También tuve que aprender del murciélago, porque él me enseñó que para escuchar mejor lo recomendable era hacer preguntas adecuadas y oportunas a partir de lo que decían mis subordinados; que la clave estaba en develar lo que en verdad el otro quería decir, y para eso no bastaba con mover la cabeza de arriba abajo.
Adolfo seguía el discurso de su padre y al mismo tiempo el vuelo de unos gallinazos en el cielo azul. Pensaba en los elefantes que prefirieron firmar aquel documento antes que confesar su inconformismo, y en las jirafas que, por lo que le contaron sus ministros, habían dicho en una de las asambleas que este gobierno era el peor de todas las épocas. Ezequiel se mantuvo firme en la enunciación de sus consejos:
—Aprendí de igual manera de las habilidades del pequeño zorro del desierto, con el fin de escuchar lo que está debajo de los mensajes enunciados por todos mis súbditos. Comprobé, entonces, que la riqueza de esos mensajes no estaba en la superficie, sino en las profundidades de sus intenciones. Hice mías las enseñanzas del conejo para escuchar a la distancia, porque los que gobernamos no solo hablan del presente, sino de angustias y temores provenientes de su pasado…
Adolfo oía a su padre con una mezcla de admiración y envidia. Por un momento se lamentó de no visitarlo más a menudo, pero luego justificó esas ausencias diciéndose que él era capaz de gobernar aquel reino sin andar consultando a cada rato al viejo Ezequiel.
—Y hasta de la humilde polilla supe aprender la agudeza para escuchar a mis propios contradictores, una sensibilidad especial para detectar los posibles errores de mis decisiones o evitar caer en las mismas fallas de todo poderoso.
—¿Así fue como lograste mantener tu popularidad? —interrumpió Adolfo, un poco molesto por aquel repertorio de consejos que él no conocía o se negaba a aceptar.
El viejo león miró a su hijo con cierta compasión. Notó que sus palabras no habían llegado al corazón de Adolfo. Bajó la mirada y se entretuvo oliscando la flor de un pequeño arbusto.
—Para mostrar el poder hay que usar la fuerza; pero para ganar autoridad hay que escuchar… la popularidad viene después.
Adolfo tomó esa frase como un cierre de la conversación. Se despidió de su padre y volvió caminando a su territorio. Varias ideas bullían en su cabeza. Pensó por un momento en cambiar su gabinete por algunos de esos animales de los que le había hablado su padre; imaginó conformar una consejería permanente de su gobierno con tales maestros de la escucha…, pero a sabiendas de que aquello resultaría complicado y tedioso, prefirió dejar las cosas como estaban. Cuando llegó a su guarida, Hortensia lo estaba esperando con gran interés.
—¿Cómo te fue con el viejo Ezequiel?
—Bien. Nada especial —contestó Adolfo, a sabiendas de que mentía—. Que con el tiempo la gente olvidará todo este repudio y se acostumbrará a la situación.
—¿Eso dijo?
—Sí, eso me comentó.
—Yo creo que no lo escuchaste bien —replicó Hortensia, poniendo en su voz un tono de franca decepción.
—¿Qué vas a saber tú, si ni siquiera estuviste allá con nosotros? —replicó el león molesto por el comentario.
—El viejo Ezequiel es recordado en estas tierras por dar sabios consejos —agregó la leona—. Consejos que, por lo demás, me han sido de gran utilidad…
Adolfo se sintió descubierto por Hortensia. Para salir de aquel embrollo, quiso concluir el diálogo con una frase que ya era una muletilla de su modo de gobernar:
—Digan lo que digan, yo por ahora soy el rey de esta selva.
Hortensia dejó a su marido con el eco de esas palabras en su boca. A manera de despedida le susurró al oído una frase que parecía un secreto amoroso:
La fábula, por lo general, tiene tres partes: una situación inicial en la que se plantea un conflicto de orden moral o sentido práctico; una actuación de los personajes (casi siempre animales); y un desenlace o consecuencia de tales actuaciones. Eso en cuanto a la estructura de la fábula. Lo otro tiene que ver con el tono alegórico en el que debe redactarse el texto. Al lector le debe llegar la enseñanza de manera indirecta, alusiva, sin que parezca una lección de preceptiva moral, sino más bien como un pequeño relato del que puede, si reflexiona con cuidado, sacar conclusiones para corregir sus vicios personales o detectar en quienes lo rodean un comportamiento inadecuado que merece el repudio o la crítica.
Para ejemplificar lo dicho podemos intentar mostrar el paso a paso en la elaboración de una fábula. Partiremos de un propósito: nuestra intención será escribir una fábula en la que podamos ilustrar el abuso de poder, en cualquiera de sus facetas. Es decir, el abuso de poder como tiranía (poder total no limitado por leyes), el abuso de poder como arbitrariedad (poder basado en el capricho), el abuso de poder basado en el nepotismo (poder del favoritismo a los familiares o amigos) o el abuso de poder basado en la opresión (poder basado en la autoridad excesiva o injusta). Resulta esencial para la escritura de la fábula reflexionar un buen tiempo en este detonante de la historia porque de eso dependerá el tipo de conflicto y la elección más atinada de los personajes.
Supongamos que nos centramos en el abuso de poder derivado de la opresión. De inmediato pensamos en algún animal poderoso, con mucha fuerza, que podría enfrentarse a otro más débil, si es que deseamos hacer evidente la dominación. El conflicto estaría, entonces, en el uso desmedido de la fuerza contra la flaqueza del frágil, o entre el que se aprovecha de un exceso de armas frente al que está indefenso o inerme. Si esta es la situación inicial ya podemos representárnosla; demos por caso, entre el león y una cebra, o entre el tigre y una gacela. Nos cuidaremos, eso sí, para mantener la verosimilitud en el relato, de no confrontar el león con una rana o un escarabajo; no porque no podamos hacerlo en el “mundo de la ficción”, sino porque perderíamos el “mundo de la vida” que es el referente preferido de la fábula.
Resulta aconsejable, antes de empezar a redactar, documentarse sobre el contexto o el ambiente en que vamos a poner en escena los personajes. Digo esto porque, a veces nos lanzamos a escribir creyendo erróneamente que la “inspiración” o la fantasía suplirán nuestra falta de información o las características de aquellos animales que nos van a prestar sus atributos para señalar debilidades, perversiones o defectos humanos. Un documental o un libro de zoología podrá ofrecernos un vocabulario preciso y unas claves del espacio en el que se desarrollará la fábula. Dicho lo anterior, podríamos empezar a redactar nuestra fábula de esta manera:
Los animales de la pradera aceptaban a regañadientes que el león y su manada cada dos o tres días cazaran una que otra gacela, un joven ñu o una desprevenida cebra. Esto hacía parte de la ley de la selva y así, aunque algo inquietos, seguían su rutina de alimentarse en aquel amplio prado verde.
Ahora es importante incorporar un conflicto que muestre, precisamente, el vicio o evidencia del abuso de poder. Si bien hay un sinnúmero de posibilidades, podríamos irnos por el siguiente camino narrativo:
Pero el león, tal vez mal aconsejado o enceguecido por su soberbia, empezó a cazar más de una gacela, ya no para saciar su hambre y la de su manada, sino por el placer de mostrar su fuerza. Pero no eran solo gacelas sus víctimas; en la pradera quedaban, después de su paso, hienas despedazadas, jabalíes con el cuello roto, jirafas pequeñas sin vida.
—¡Esto es una matanza! —dijo una cebra de largas pestañas.
—Yo creo que es para intimidarnos—respondió un ñu, mirando con temor a todos lados.
El león y su manada se alejaban satisfechos de su cacería. Los buitres eran los únicos que celebraban esta carnicería.
—¡Que bueno para nosotros las locuras de este melenudo rey! —graznaban extasiados con la abundancia de cadáveres.
Frente al abuso de poder, y este es el motivo del cual se sacará la lección moral de la fábula, es necesario oponer otro personaje que padezca tal atropello o crear una situación que muestre el riesgo de actuar así. Una vez más las vías narrativas son múltiples; no obstante, podemos tomar un rumbo como éste:
Una tarde, cuando el león y su manada fueron a beber en un pozo vieron escrito en la arena un mensaje: “El rey es un as… ¿sí o no?”.
Inmediatamente, como respuesta a este mensaje anónimo, el león incitó a su manada para que atacara a cuanto animal encontraran a su paso. Por lo menos diez gacelas quedaron tendidas en la hierba y una media docena de cebras sufrieron la misma suerte.
—¡A ver si así aprenden a respetar a su soberano! —rugió, mostrando amenazante los afilados colmillos.
Sin embargo, al otro día, en varias rocas aparecieron escritas con barro dos cortas palabras con un signo de interrogación: “¿Sí o no?”
El león sintió que le hervía la sangre y con su camarilla desató como nunca una cacería por toda la pradera. Jabalíes, cebras, ñus, antílopes, búfalos, todos caían o quedaban heridos de muerte. Tal fue la fiereza del ataque felino que muchos de los animales debieron huir o esconderse en las montañas cercanas o en la maleza de la tupida selva. La pradera comenzó a quedar desierta. Solamente los buitres, repartidos en grupos alrededor de los cadáveres, seguían disfrutando del mortecino banquete.
Ya podemos avizorar el resultado del abuso del poder. Lo que sigue es la conclusión y, si consideramos necesario, rubricar la lección o insinuar la posible enseñanza práctica de este relato.
Como las cebras y gacelas corrieron bien lejos para salvar sus vidas y los ñus en estampida pasaron un caudaloso río para distanciarse de aquellas uñas y dientes depredadores, el león y su manada debieron cada día recorrer más y más kilómetros para conseguir alimento. El calor inclemente y la debilidad por la falta de carne fueron haciendo mella en sus cuerpos. Después de unas semanas, en las que solo pudieron roer los huesos dejados por los buitres, el león ya exánime se echó con su manada a la sombra de una acacia. Al león le pareció escuchar el sonido de unas moscas que con sus alas a veces decían “asesss” y en otras ocasiones “sssino”.
Si siguiéramos el modelo de Esopo, pondríamos la moraleja al final (la epimitio); quizá unas cortas líneas de este tenor: “Esto muestra que los que abusan de la opresión del poder no solo malgastan sus fuerzas, sino que van quedándose sin subordinados”. O si siguiéramos el ejemplo de Fedro, pondríamos una promitio o pequeño texto de advertencia al inicio de la fábula; el resultado podría ser el siguiente: “Para cuidar el abuso del poder, deberíamos tener presente lo que se cuenta en la siguiente fábula sobre el león y los animales de la pradera”. Tomada una u otra decisión, nos faltaría poner el título y hacer las correcciones al texto para evitar repeticiones innecesarias de palabras, ajustar la puntuación donde fuere conveniente o cambiar algún término para darle mayor precisión a nuestro relato. He aquí el producto final del ejercicio:
El león enceguecido por el poder
Los animales de la pradera aceptaban a regañadientes que el león y su manada cada dos o tres días cazaran una que otra gacela, un joven ñu o una desprevenida cebra. Esto hacía parte de la ley de la selva y así, aunque algo inquietos, seguían su rutina de alimentarse en aquel amplio prado verde.
Pero el león, tal vez mal aconsejado o enceguecido por su poder, empezó a cazar más de una gacela, ya no para saciar su hambre y la de su manada, sino por el placer de mostrar su fuerza. Pero no eran solo gacelas sus víctimas; en la pradera quedaban, después de su paso, hienas despedazadas, jabalíes con el cuello roto, jirafas pequeñas sin vida.
—¡Esto es una matanza! —dijo una cebra de largas pestañas.
—Yo creo que es para intimidarnos—respondió un ñu, mirando con temor a todos lados.
El león y su manada se alejaban satisfechos de su cacería. Los buitres eran los únicos que celebraban esta carnicería.
—¡Que bueno para nosotros las locuras de este melenudo rey! —graznaban extasiados con la abundancia de cadáveres.
Una tarde, cuando el león y su manada fueron a beber en un pozo vieron escrito en la arena un mensaje: “El rey es un as… ¿sí o no?”.
Inmediatamente, como respuesta a este mensaje anónimo, el león incitó a su manada para atacar a cuanto animal encontraran a su paso. Por lo menos diez gacelas quedaron tendidas en la hierba y una media docena de cebras sufrieron la misma suerte.
—¡A ver si así aprenden a respetar a su soberano! —rugió, mostrando amenazante los afilados colmillos.
Sin embargo, al otro día, en varias rocas aparecieron escritas con barro dos cortas palabras con un signo de interrogación: “¿Sí o no?”
El león sintió que le hervía la sangre y con su camarilla desató como nunca una cacería por toda la pradera. Jabalíes, cebras, ñus, antílopes, búfalos, todos caían o quedaban heridos de muerte. Tal fue la fiereza del ataque felino que muchos de los animales debieron huir o esconderse en las montañas cercanas o en la maleza de la tupida selva. La pradera comenzó a quedar desierta. Solamente los buitres, repartidos en grupos alrededor de los cadáveres, seguían disfrutando del mortecino banquete.
Como las cebras y gacelas corrieron bien lejos para salvar sus vidas y los ñus en estampida pasaron un caudaloso río para distanciarse de aquellas uñas y dientes depredadores, el león y su manada debieron cada día recorrer más y más kilómetros para conseguir alimento. El calor inclemente y la debilidad por la falta de carne fueron haciendo mella en sus cuerpos. Después de unas semanas, en las que solo pudieron roer los huesos dejados por los buitres, el león ya exánime se echó con su manada a la sombra de una acacia. Al león le pareció escuchar el sonido de unas moscas que con sus alas a veces decían “asesss” y en otras ocasiones “sssino”.
Esto muestra que los que abusan de la opresión del poder no solo malgastan sus fuerzas, sino que van quedándose sin subordinados.
Para evitar que alguna fiera la devorara, la gacela tomó una drástica decisión: iba a deshacerse de sus enemigos mortales. Para ello le pidió ayuda a una cebra, con la cual siempre hacía su larga caminata en las migraciones. Luego de aquella conversación, la gacela empezó por tenderle una celada a la leona mediante un espeso matorral de bejucos venenosos. Allí se escondió estratégicamente para que cuando llegara la fiera, ella pudiera de un salto eludirla y la leona quedara presa entre las lianas emponzoñadas. Así lo hizo y allí quedó presa su primera amenaza. La gacela volvió a hablar con la cebra compañera de camino. Entre las dos conversaron sobre cómo deshacerse del guepardo, el animal más rápido de la pradera. A la gacela se le ocurrió que podía usar una profunda grieta que había visto en uno de sus paseos por el valle cubierto de pasto. Y hacía allá encaminó su plan: haciendo como si no hubiera visto a la manchada fiera ir lentamente tras de ella, apenas sintió que el guepardo empezaba su veloz carrera, la gacela dio un largo salto, zigzagueó entre el pastizal y con un súbito cambio de dirección hizo que el guepardo terminara desnucándose en el abismo previsto. Con la cebra, a la que ya consideraba su amiga, urdieron otras tantas artimañas para deshacerse del leopardo y una pareja de hienas. Después de todas esas estrategias para acabar con sus enemigos, la gacela se sintió segura. Ya no tendría depredadores a la vista. Ahora sí podía disfrutar a sus anchas del verde pasto de la sabana. Lo que no previó la gacela fue el ataque de su propia compañera de estratagemas. Una tarde, mientras pastaban juntas, la cebra sintió que la gacela se apropiaba de un pedazo de pasto que sentía como propio, y sin pensarlo mucho le mordió una pata. La gacela se apartó de un salto, tratando de minimizar el incidente; al fin de cuentas, era su amiga, y cómo no perdonarle ese súbito cambio de humor. Sin embargo, unos días después la agresión se repitió: pero esta vez el mordisco fue tan fuerte que la dejó renca. La gacela, en consecuencia, poco a poco empezó a quedarse relegada de su manada. La herida terminó infectándose. Casi al cumplir un mes del último y repentino ataque de la cebra, los buitres esparcieron los huesos de la gacela por la caliente pradera.
Una tarde, muy cerca de la recepción del hotel “La lanza de Eros”, un ciervo de grandes ojos se encontró de pronto con una tortuga.
—Y tú, ¿de dónde vienes? —le preguntó.
—De aquí cerca —dijo la tortuga—. He gastado varios días para llegar a tiempo.
—Yo vengo de muy lejos —la interrumpió el ciervo—. Y he tenido que cruzar en un solo día valles y montañas, ríos y veredas… ¡En un solo día!
Tanto el ciervo como la tortuga habían sido invitados a participar en el seminario taller: “De los aceleres y otros agites de la vida cotidiana” que contaba entre sus invitados más famosos al gran profeta “El correcaminos”. Y en medio de las maletas, junto al guepardo y el avestruz, un tanto reunidos por el azar del evento, el ciervo y la tortuga conversaban.
—¡Estoy cansadísima! —dijo la tortuga—, sacudiéndose el polvo de las patas. Es que a mí me agotan estas largas caminatas.
—¿Cosas de salud? —preguntó el ciervo con cierta ironía.
—No. Son como cosas de mi constitución.
—A mí, en cambio, caminar grandes trayectos me apasiona. Siento que se me aligera la sangre y me entran como unas ganas de correr montaña adentro.
—Dichoso usted —dijo la tortuga—, sentándose sobre su maleta de colores vistosos.
Sin saber cómo ni porqué, el ciervo y la tortuga terminaron compartiendo la misma habitación. Así que, de camino a su cuarto, siguieron platicando:
—No, es que si uno no corre, se aburre. Yo creo que la gente que no vuela, que no corre de verdad, como que no sabe lo que es la vida… Es que la gente lenta, esa que no hace nada, me desagrada, me produce…
El ciervo, sin darse cuenta, caminaba solo. La tortuga se había quedado bastante rezagada, arrastrando su maleta. El ciervo, un poco apenado, de un salto dio vuelta atrás.
—¡Qué pena!, déjeme la ayudo.
—Gracias —dijo la tortuga—, haciendo un alto para respirar el aire fresco de los patios verdes del hotel.
El ciervo entró rápidamente al cuarto, tomó la cama doble, desempacó con rapidez, y se puso a esperar a la tortuga recostado en el marco de la puerta de la habitación.
La tortuga llegó por fin al cuarto. Antes de entrar le regaló una sonrisa al ciervo, luego fue directo hasta el ventanal y se puso a contemplar algunos árboles en el horizonte.
El ciervo cerró la puerta tras de sí.
—Debe ser duro para usted esto de la velocidad, ¿no?
—A veces —le repuso la tortuga.
—¿Sabe?, la lentitud no va conmigo.
—¿Y cómo es eso de la velocidad? —preguntó la tortuga acomodándose en una poltrona.
—¿La velocidad? Mire. La velocidad es lo que nos permite llegar bien rápido a cualquier parte…
—¿Y cómo sabe uno que va rápido?
—No, eso se sabe, uno lo siente —replicó el ciervo—, dando por obvia la respuesta.
—Yo no entiendo —pensó en voz alta la tortuga. Cuando yo voy bien rápido, los demás dicen que estoy lentísima.
—Pero es porque usted no se esfuerza —dijo agresivamente el ciervo.
—Claro que me esfuerzo —contestó con tranquilidad la tortuga—. Pero como que no se ve…
El ciervo miró la maleta de la tortuga. Tenía una mancha morada y otra naranja sobre un fondo rojo muy llamativo e infantil. Levantó la mirada y vio a la tortuga tan tranquila que sintió como un fogonazo en su interior. Esa actitud lo ponía fuera de sí. Súbitamente, se sintió ahogado, constreñido, como si estuviera perdiendo el tiempo.
—¿Por qué no salimos y nos damos una caminadita?
—¿Y no valdría la pena descansar otro ratico? —le respondió la tortuga—, hablándole suave como para no parecer descortés.
El ciervo refrenó su lengua. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no darle rienda suelta a sus palabras.
—Sí, creo que a eso fue que vinimos también acá, a descansar…
La tortuga sonrió, pero intuyó el esfuerzo del ciervo.
—No, no se preocupe por mí. Si usted quiere salga a dar su paseito, que yo con este enorme cuarto tengo y me sobra.
El ciervo se levantó de la cama, tomó la llave y abandonó la habitación. Estaba mareado. El aire le hacía falta. Y por primera vez sintió que se le estaban durmiendo las piernas. Miró el reloj:
—Tengo que apresurarme o no alcanzo a llegar a tiempo a la primera conferencia…
(De mi libro Oficio de maestro, Javegraf, Bogotá, 2000)
“Lo intentaste. Fracasaste. No importa. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”.
Samuel Beckett
Todos le dijeron a Rigoberto que eso de dar vueltas en una pata era tarea infructuosa, además de conllevar un inmenso peligro.
—Lo más seguro es que te vas a romper los huesos —le vaticinó un antílope, al verlo intentar esas piruetas.
Pero Rigoberto, que había tenido en su mente desde muy pequeño la persistencia de su madre y el incansable espíritu de su padre, hacia caso omiso de tales comentarios y volvía a intentar su giro imposible.
Por supuesto, no es nada fácil para un elefante sostener todo su enorme cuerpo en una sola extremidad, y girar sobre ella, pero Rigoberto seguía intentándolo.
Estas pruebas las hacía por la mañana y dejaba para la tarde el revolcarse en el barro como una manera de contrarrestar los dolores, las magulladuras en patas y cuello, en caderas y vientre, producto de sus continuas caídas.
Un avestruz que había pasado mucho tiempo meditando en el caliente desierto le recomendó que, después de cada fracaso, dedicara un tiempo a analizar lo que había aprendido de tal evento. Rigoberto le hizo caso y empezó a notar ligeras pero importantes diferencias entre sus múltiples caídas.
Descubrió, por ejemplo, que si no hubiera intentado ponerse de pie en una pata poco sabría del equilibrio y menos aún de su peso. Eso pensaba tirado en el barrizal de un río. También notó que entre más se caía menos sentía el impacto. Y lo que le pareció más sorprendente de sus innumerables fracasos fue el nivel de previsión que iba adquiriendo con cada desplome de su descomunal figura. Casi que podía predecir con absoluta precisión el instante en que su corpulencia daría contra el piso.
Cantidad de intentos fallidos lo llevaron a sentirse optimista de sus derrotas progresivas. Y fueron muchos animales de la sabana los que empezaron a asistir para verlo fracasar. Rigoberto sacó provecho de ese público y empezó a transformar sus porrazos en un espectáculo.
—Fracasar es todo un arte —decía—. Y enseguida, convirtiendo su trompa en una flauta, creaba una fanfarria para anunciar con dramatismo su proeza: —Son muchos años de experiencia los que se necesitan para lograr una caída perfecta.
Los cegatones rinocerontes se reían, al igual que las hienas y las despreocupadas jirafas. Varias cebras festejaban con relinchos las ocurrencias de su colega de orejas gigantescas. Las gracias de Rigoberto eran una terapia en medio de las angustias cotidianas.
—Miren con mucha atención —exclamaba el elefante—. No pueden perderse a este maestro del golpazo más descomunal. Fíjense en la precisión como no logro mi objetivo.
Y todos los asistentes al improvisado espectáculo veían cómo Rigoberto empezaba a elevar las patas delanteras, impulsando el cuerpo hacia arriba, para luego, con movimientos estudiados por el ejercicio frecuente, comenzar lentamente a levantar una de sus patas traseras. El objetivo parecía estar logrado, pero cuando ya iba a dar el primer giro sobre esa pata, toda la mole del elefante empezaba a temblar y los espectadores, a la expectativa, seguían el fugaz bamboleo, el vaivén instantáneo que conducía al desequilibrio y el impacto estruendoso contra la tierra. Una ovación cerraba la demostración de Rigoberto.
El elefante con dificultad se incorporaba, volviendo a su improvisado escenario. Miraba a su público, moviendo una y otra vez la trompa en señal de agradecimiento.
—Recuerden este consejo —les decía a los espectadores que seguían mirándolo—: Lo bueno de buscar imposibles es todo lo que se aprende en los sucesivos fracasos.
Los animales volvían a reír. Pero la broma de Rigoberto contenía una verdad que sólo las fábulas han sabido transmitir a lo largo de los siglos