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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Publicaciones de la categoría: Fábulas

El león que no sabía escuchar

03 domingo Oct 2021

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Fábulas

≈ 6 comentarios

Ilustración de Arnold Lobel.

La falta de popularidad del rey Adolfo iba en aumento. Los súbditos se mostraban inconformes y decepcionados del “Melenudo sordo”, como le decían en los corrillos populares.

—Debes escuchar más a la gente —sentenció Hortensia, la leona consorte.

—Para eso tengo a los ministros —respondió el rey, mirándose una de las garras de su mano derecha.

—No es lo mismo —replicó la leona, saliendo a jugar con los cachorros.

Adolfo se quedó un tiempo pensando en la situación. Después llamó a su asistente, un mandril, para convocar a un consejo extraordinario de ministros. En la reunión les dijo que buena parte del bajo nivel de popularidad de su mandato se debía a que ellos no hacían bien su tarea.

—Ustedes no han escuchado a la gente —les repitió, más de una vez, con gesto severo y amenazador.

—Su majestad —contestó una hiena— hemos estado pendiente de ello, pero la gente es caprichosa y ninguna medida que tomamos les gusta.

—Sí, vuestra alteza, lo que dice la señora ministra, es totalmente cierto —corroboró un jabalí de largos colmillos—. Es muy difícil complacer a todo el mundo.

Antes de que hablara el rinoceronte, el ministro de defensa, el león sentenció con voz áspera:

—Desde mañana empezaremos una nueva campaña: “Diga ya lo que tiene para decir”. Que todos en la selva, en las praderas, en cualquier lugar de mi reino, sepan que yo, Adolfo, les doy la oportunidad de hablar y decir lo que les parezca de mi gobierno.

—Perdón, su majestad—intervino un buitre de cabeza rapada, que se desempeñaba como ministro de comunicaciones—. Eso puede ser contraproducente para nuestro gobierno. La gente dice cosas que no son ciertas o aprovechan la ocasión para expresar su resentimiento sobre medidas que usted ha tomado en el pasado…

—No me importa —repuso Adolfo, echando hacia atrás su melena, en un gesto arrogante.

—¿Y si la gente no quiere hablar? —preguntó el rinoceronte.

—Pues, se le hace firmar un papel donde conste que no quiso participar.

Terminada la reunión, los ministros salieron conversando pasito sobre la nueva medida de Adolfo y, aunque no estaban de acuerdo, sabían que tenían que obedecer.

Como era de esperarse las cosas no salieron como el rey esperaba. Fueron muchos los habitantes de la selva o de la pradera que asistieron a las asambleas locales para manifestar su descontento; cientos también los que acabaron firmando el papel y otros tantos, los más precavidos con las represalias posteriores, que se escondieron para no cumplir con aquella campaña de “participación democrática”, como la habían bautizado los amigos y partidarios de Adolfo.

Finalizado el encargo del rey, los resultados de popularidad seguían en declive. Un nuevo consejo de ministros fue convocado para informarle a Adolfo que, palabras más, palabras menos, la gente no estaba conforme con su mandato.

—Ustedes no hicieron bien la tarea —rugió amenazante—. Ustedes no están comprometidos con este gobierno.

Dicho esto, concluyó la reunión y se dirigió a un lugar apartado de la cueva que le servía de trono. Allí lo encontró Hortensia. La leona sabía que cuando Adolfo se retiraba a ese lugar era porque tenía algún asunto que lo atormentaba.

—¿Problemas? —preguntó Hortensia.

—No entiendo qué les pasa a mis súbditos —respondió Adolfo, sin mirarla.

—¿Y eso?

—Les doy la oportunidad de decir lo que piensan y no valoran ese acto de participación. ¡Quién los entiende!

La leona se echó al lado del león. Cambió el tono de su voz y, como si fuera un murmullo, le empezó a dar sus opiniones sobre el asunto.

—Tal vez no se trata de que ellos hablen, sino de escucharlos…

—¿Acaso no es lo mismo? —increpó rápido el león.

—No, mi querido esposo, no es lo mismo.

—¿Cuál es, según tú, la diferencia?

Hortensia adivinó que su marido no estaba de ánimo o no quería entenderla. Así que, prefirió cambiar la dirección de la charla y hablarle de otras cosas. Adolfo dejó que su pareja continuara hablando, pero seguía molesto y ensimismado hasta que la leona le mencionó una posible solución.

—¿Por qué no le pides consejo al viejo Ezequiel, tu padre? A lo mejor él sabe cómo solucionar este problema.

Aunque Adolfo no respondió, en su interior aceptó aquella sugerencia. Abandonó el lugar donde estaba y caminó hasta otro conjunto de rocas lejano en el que acostumbraba tenderse a descansar su padre. Efectivamente allí lo encontró. El viejo león se sorprendió al ver a su hijo.

—¿Qué ha pasado para que el poderoso rey se digne visitar a este viejo?

Adolfo sintió vergüenza e intentó expresar una disculpa burocrática:

—Muchos asuntos que atender… muchos.

Ezequiel miró a su hijo. Se notaba que los pocos años de gobierno le habían dejado marcas en la frente y unas ojeras oscuras, producto seguramente de sus constantes desvelos.

—¿Y qué te trae por estos parajes? —preguntó Ezequiel.

—¿Por qué la gente está siempre en mi contra, si hago lo mejor que puedo…? ¿Por qué a ti sí te querían tus súbditos?

—Porque yo me tomaba el tiempo para escucharlos.

—Eso es lo que hago…

—¿Qué?

—Escucharlos.

—¿Y qué has hecho para lograrlo?

—Pues, me ideé una campaña para que dijeran lo que desearan decir.

—Eso no se logra con campañas.

—Entonces, ¿cómo?

Ezequiel se acomodó mejor en su lecho de tierra. Asumió un tono cariñoso. Su mente rememoraba.

—Querido Adolfo, a lo mejor tu juventud te hace impetuoso e impaciente. A gobernar se aprende escuchando a la gente.

—Eso me dijiste recién empecé mi mandato.

—Aunque, por lo que veo, oyes, pero no escuchas…

Adolfo sintió que le hervía la sangre. Ezequiel se dio cuenta de aquel cambio de temperamento de su hijo y, de inmediato, puso una sonrisa adornando sus palabras.

—No te enfades querido Adolfo, son cosas que decimos los viejos… Sin embargo, y ya que viniste hasta acá, voy a confesarte las claves que fui poco a poco aprendiendo de la gente que gobernaba.

—¿Cuáles son esas claves? —interrumpió Adolfo, ansioso.

—El secreto está en aprender a escuchar a los mismos súbditos que uno gobierna.

—¿Cómo así?

—Por ejemplo, yo aprendí que tenía que ser como el búho para girar la cabeza y poder escuchar así las diversas posiciones de quienes dirigía. Me cuidé de no escuchar solo en una dirección. Descubrí, además, que debía ser como el elefante para no escuchar solo con las orejas, sino con todo el cuerpo, especialmente con mis manos y patas, y lograr así escudriñar las bajas frecuencias con que habla la gente. También tuve que aprender del murciélago, porque él me enseñó que para escuchar mejor lo recomendable era hacer preguntas adecuadas y oportunas a partir de lo que decían mis subordinados; que la clave estaba en develar lo que en verdad el otro quería decir, y para eso no bastaba con mover la cabeza de arriba abajo.  

Adolfo seguía el discurso de su padre y al mismo tiempo el vuelo de unos gallinazos en el cielo azul. Pensaba en los elefantes que prefirieron firmar aquel documento antes que confesar su inconformismo, y en las jirafas que, por lo que le contaron sus ministros, habían dicho en una de las asambleas que este gobierno era el peor de todas las épocas. Ezequiel se mantuvo firme en la enunciación de sus consejos:

—Aprendí de igual manera de las habilidades del pequeño zorro del desierto, con el fin de escuchar lo que está debajo de los mensajes enunciados por todos mis súbditos. Comprobé, entonces, que la riqueza de esos mensajes no estaba en la superficie, sino en las profundidades de sus intenciones. Hice mías las enseñanzas del conejo para escuchar a la distancia, porque los que gobernamos no solo hablan del presente, sino de angustias y temores provenientes de su pasado…

Adolfo oía a su padre con una mezcla de admiración y envidia. Por un momento se lamentó de no visitarlo más a menudo, pero luego justificó esas ausencias diciéndose que él era capaz de gobernar aquel reino sin andar consultando a cada rato al viejo Ezequiel.

—Y hasta de la humilde polilla supe aprender la agudeza para escuchar a mis propios contradictores, una sensibilidad especial para detectar los posibles errores de mis decisiones o evitar caer en las mismas fallas de todo poderoso.

—¿Así fue como lograste mantener tu popularidad? —interrumpió Adolfo, un poco molesto por aquel repertorio de consejos que él no conocía o se negaba a aceptar.

El viejo león miró a su hijo con cierta compasión. Notó que sus palabras no habían llegado al corazón de Adolfo. Bajó la mirada y se entretuvo oliscando la flor de un pequeño arbusto.

—Para mostrar el poder hay que usar la fuerza; pero para ganar autoridad hay que escuchar… la popularidad viene después.

Adolfo tomó esa frase como un cierre de la conversación. Se despidió de su padre y volvió caminando a su territorio. Varias ideas bullían en su cabeza. Pensó por un momento en cambiar su gabinete por algunos de esos animales de los que le había hablado su padre; imaginó conformar una consejería permanente de su gobierno con tales maestros de la escucha…, pero a sabiendas de que aquello resultaría complicado y tedioso, prefirió dejar las cosas como estaban. Cuando llegó a su guarida, Hortensia lo estaba esperando con gran interés.

—¿Cómo te fue con el viejo Ezequiel?

—Bien. Nada especial —contestó Adolfo, a sabiendas de que mentía—. Que con el tiempo la gente olvidará todo este repudio y se acostumbrará a la situación.

—¿Eso dijo?

—Sí, eso me comentó.

—Yo creo que no lo escuchaste bien —replicó Hortensia, poniendo en su voz un tono de franca decepción.

—¿Qué vas a saber tú, si ni siquiera estuviste allá con nosotros? —replicó el león molesto por el comentario.

—El viejo Ezequiel es recordado en estas tierras por dar sabios consejos —agregó la leona—. Consejos que, por lo demás, me han sido de gran utilidad…

Adolfo se sintió descubierto por Hortensia. Para salir de aquel embrollo, quiso concluir el diálogo con una frase que ya era una muletilla de su modo de gobernar:

—Digan lo que digan, yo por ahora soy el rey de esta selva.

Hortensia dejó a su marido con el eco de esas palabras en su boca. A manera de despedida le susurró al oído una frase que parecía un secreto amoroso:

—Un rey que no sabe escuchar…

Escribir una fábula paso a paso

12 lunes Abr 2021

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Fábulas

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La fábula, por lo general, tiene tres partes: una situación inicial en la que se plantea un conflicto de orden moral o sentido práctico; una actuación de los personajes (casi siempre animales); y un desenlace o consecuencia de tales actuaciones. Eso en cuanto a la estructura de la fábula. Lo otro tiene que ver con el tono alegórico en el que debe redactarse el texto. Al lector le debe llegar la enseñanza de manera indirecta, alusiva, sin que parezca una lección de preceptiva moral, sino más bien como un pequeño relato del que puede, si reflexiona con cuidado, sacar conclusiones para corregir sus vicios personales o detectar en quienes lo rodean un comportamiento inadecuado que merece el repudio o la crítica.

Para ejemplificar lo dicho podemos intentar mostrar el paso a paso en la elaboración de una fábula. Partiremos de un propósito: nuestra intención será escribir una fábula en la que podamos ilustrar el abuso de poder, en cualquiera de sus facetas. Es decir, el abuso de poder como tiranía (poder total no limitado por leyes), el abuso de poder como arbitrariedad (poder basado en el capricho), el abuso de poder basado en el nepotismo (poder del favoritismo a los familiares o amigos) o el abuso de poder basado en la opresión (poder basado en la autoridad excesiva o injusta). Resulta esencial para la escritura de la fábula reflexionar un buen tiempo en este detonante de la historia porque de eso dependerá el tipo de conflicto y la elección más atinada de los personajes.

Supongamos que nos centramos en el abuso de poder derivado de la opresión. De inmediato pensamos en algún animal poderoso, con mucha fuerza, que podría enfrentarse a otro más débil, si es que deseamos hacer evidente la dominación. El conflicto estaría, entonces, en el uso desmedido de la fuerza contra la flaqueza del frágil, o entre el que se aprovecha de un exceso de armas frente al que está indefenso o inerme. Si esta es la situación inicial ya podemos representárnosla; demos por caso, entre el león y una cebra, o entre el tigre y una gacela. Nos cuidaremos, eso sí, para mantener la verosimilitud en el relato, de no confrontar el león con una rana o un escarabajo; no porque no podamos hacerlo en el “mundo de la ficción”, sino porque perderíamos el “mundo de la vida” que es el referente preferido de la fábula.

Resulta aconsejable, antes de empezar a redactar, documentarse sobre el contexto o el ambiente en que vamos a poner en escena los personajes. Digo esto porque, a veces nos lanzamos a escribir creyendo erróneamente que la “inspiración” o la fantasía suplirán nuestra falta de información o las características de aquellos animales que nos van a prestar sus atributos para señalar debilidades, perversiones o defectos humanos. Un documental o un libro de zoología podrá ofrecernos un vocabulario preciso y unas claves del espacio en el que se desarrollará la fábula. Dicho lo anterior, podríamos empezar a redactar nuestra fábula de esta manera:

Los animales de la pradera aceptaban a regañadientes que el león y su manada cada dos o tres días cazaran una que otra gacela, un joven ñu o una desprevenida cebra. Esto hacía parte de la ley de la selva y así, aunque algo inquietos, seguían su rutina de alimentarse en aquel amplio prado verde.

Ahora es importante incorporar un conflicto que muestre, precisamente, el vicio o evidencia del abuso de poder. Si bien hay un sinnúmero de posibilidades, podríamos irnos por el siguiente camino narrativo:

Pero el león, tal vez mal aconsejado o enceguecido por su soberbia, empezó a cazar más de una gacela, ya no para saciar su hambre y la de su manada, sino por el placer de mostrar su fuerza. Pero no eran solo gacelas sus víctimas; en la pradera quedaban, después de su paso, hienas despedazadas, jabalíes con el cuello roto, jirafas pequeñas sin vida.

—¡Esto es una matanza! —dijo una cebra de largas pestañas.

—Yo creo que es para intimidarnos—respondió un ñu, mirando con temor a todos lados.

El león y su manada se alejaban satisfechos de su cacería. Los buitres eran los únicos que celebraban esta carnicería.

—¡Que bueno para nosotros las locuras de este melenudo rey! —graznaban extasiados con la abundancia de cadáveres.  

Frente al abuso de poder, y este es el motivo del cual se sacará la lección moral de la fábula, es necesario oponer otro personaje que padezca tal atropello o crear una situación que muestre el riesgo de actuar así. Una vez más las vías narrativas son múltiples; no obstante, podemos tomar un rumbo como éste:

Una tarde, cuando el león y su manada fueron a beber en un pozo vieron escrito en la arena un mensaje: “El rey es un as… ¿sí o no?”.

Inmediatamente, como respuesta a este mensaje anónimo, el león incitó a su manada para que atacara a cuanto animal encontraran a su paso. Por lo menos diez gacelas quedaron tendidas en la hierba y una media docena de cebras sufrieron la misma suerte.

—¡A ver si así aprenden a respetar a su soberano! —rugió, mostrando amenazante los afilados colmillos.

Sin embargo, al otro día, en varias rocas aparecieron escritas con barro dos cortas palabras con un signo de interrogación: “¿Sí o no?”

El león sintió que le hervía la sangre y con su camarilla desató como nunca una cacería por toda la pradera. Jabalíes, cebras, ñus, antílopes, búfalos, todos caían o quedaban heridos de muerte. Tal fue la fiereza del ataque felino que muchos de los animales debieron huir o esconderse en las montañas cercanas o en la maleza de la tupida selva. La pradera comenzó a quedar desierta. Solamente los buitres, repartidos en grupos alrededor de los cadáveres, seguían disfrutando del mortecino banquete.

Ya podemos avizorar el resultado del abuso del poder. Lo que sigue es la conclusión y, si consideramos necesario, rubricar la lección o insinuar la posible enseñanza práctica de este relato.

Como las cebras y gacelas corrieron bien lejos para salvar sus vidas y los ñus en estampida pasaron un caudaloso río para distanciarse de aquellas uñas y dientes depredadores, el león y su manada debieron cada día recorrer más y más kilómetros para conseguir alimento. El calor inclemente y la debilidad por la falta de carne fueron haciendo mella en sus cuerpos. Después de unas semanas, en las que solo pudieron roer los huesos dejados por los buitres, el león ya exánime se echó con su manada a la sombra de una acacia. Al león le pareció escuchar el sonido de unas moscas que con sus alas a veces decían “asesss” y en otras ocasiones “sssino”.

Si siguiéramos el modelo de Esopo, pondríamos la moraleja al final (la epimitio); quizá unas cortas líneas de este tenor: “Esto muestra que los que abusan de la opresión del poder no solo malgastan sus fuerzas, sino que van quedándose sin subordinados”. O si siguiéramos el ejemplo de Fedro, pondríamos una promitio o pequeño texto de advertencia al inicio de la fábula; el resultado podría ser el siguiente: “Para cuidar el abuso del poder, deberíamos tener presente lo que se cuenta en la siguiente fábula sobre el león y los animales de la pradera”. Tomada una u otra decisión, nos faltaría poner el título y hacer las correcciones al texto para evitar repeticiones innecesarias de palabras, ajustar la puntuación donde fuere conveniente o cambiar algún término para darle mayor precisión a nuestro relato. He aquí el producto final del ejercicio:

El león enceguecido por el poder

Los animales de la pradera aceptaban a regañadientes que el león y su manada cada dos o tres días cazaran una que otra gacela, un joven ñu o una desprevenida cebra. Esto hacía parte de la ley de la selva y así, aunque algo inquietos, seguían su rutina de alimentarse en aquel amplio prado verde.

Pero el león, tal vez mal aconsejado o enceguecido por su poder, empezó a cazar más de una gacela, ya no para saciar su hambre y la de su manada, sino por el placer de mostrar su fuerza. Pero no eran solo gacelas sus víctimas; en la pradera quedaban, después de su paso, hienas despedazadas, jabalíes con el cuello roto, jirafas pequeñas sin vida.

—¡Esto es una matanza! —dijo una cebra de largas pestañas.

—Yo creo que es para intimidarnos—respondió un ñu, mirando con temor a todos lados.

El león y su manada se alejaban satisfechos de su cacería. Los buitres eran los únicos que celebraban esta carnicería.

—¡Que bueno para nosotros las locuras de este melenudo rey! —graznaban extasiados con la abundancia de cadáveres.  

Una tarde, cuando el león y su manada fueron a beber en un pozo vieron escrito en la arena un mensaje: “El rey es un as… ¿sí o no?”.

Inmediatamente, como respuesta a este mensaje anónimo, el león incitó a su manada para atacar a cuanto animal encontraran a su paso. Por lo menos diez gacelas quedaron tendidas en la hierba y una media docena de cebras sufrieron la misma suerte.

—¡A ver si así aprenden a respetar a su soberano! —rugió, mostrando amenazante los afilados colmillos.

Sin embargo, al otro día, en varias rocas aparecieron escritas con barro dos cortas palabras con un signo de interrogación: “¿Sí o no?”

El león sintió que le hervía la sangre y con su camarilla desató como nunca una cacería por toda la pradera. Jabalíes, cebras, ñus, antílopes, búfalos, todos caían o quedaban heridos de muerte. Tal fue la fiereza del ataque felino que muchos de los animales debieron huir o esconderse en las montañas cercanas o en la maleza de la tupida selva. La pradera comenzó a quedar desierta. Solamente los buitres, repartidos en grupos alrededor de los cadáveres, seguían disfrutando del mortecino banquete.

Como las cebras y gacelas corrieron bien lejos para salvar sus vidas y los ñus en estampida pasaron un caudaloso río para distanciarse de aquellas uñas y dientes depredadores, el león y su manada debieron cada día recorrer más y más kilómetros para conseguir alimento. El calor inclemente y la debilidad por la falta de carne fueron haciendo mella en sus cuerpos. Después de unas semanas, en las que solo pudieron roer los huesos dejados por los buitres, el león ya exánime se echó con su manada a la sombra de una acacia. Al león le pareció escuchar el sonido de unas moscas que con sus alas a veces decían “asesss” y en otras ocasiones “sssino”.

Esto muestra que los que abusan de la opresión del poder no solo malgastan sus fuerzas, sino que van quedándose sin subordinados.

La gacela y sus enemigos

22 domingo Nov 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Fábulas

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Para evitar que alguna fiera la devorara, la gacela tomó una drástica decisión: iba a deshacerse de sus enemigos mortales. Para ello le pidió ayuda a una cebra, con la cual siempre hacía su larga caminata en las migraciones. Luego de aquella conversación, la gacela empezó por tenderle una celada a la leona mediante un espeso matorral de bejucos venenosos. Allí se escondió estratégicamente para que cuando llegara la fiera, ella pudiera de un salto eludirla y la leona quedara presa entre las lianas emponzoñadas. Así lo hizo y allí quedó presa su primera amenaza. La gacela volvió a hablar con la cebra compañera de camino. Entre las dos conversaron sobre cómo deshacerse del guepardo, el animal más rápido de la pradera. A la gacela se le ocurrió que podía usar una profunda grieta que había visto en uno de sus paseos por el valle cubierto de pasto. Y hacía allá encaminó su plan: haciendo como si no hubiera visto a la manchada fiera ir lentamente tras de ella, apenas sintió que el guepardo empezaba su veloz carrera, la gacela dio un largo salto, zigzagueó entre el pastizal y con un súbito cambio de dirección hizo que el guepardo terminara desnucándose en el abismo previsto. Con la cebra, a la que ya consideraba su amiga, urdieron otras tantas artimañas para deshacerse del leopardo y una pareja de hienas. Después de todas esas estrategias para acabar con sus enemigos, la gacela se sintió segura. Ya no tendría depredadores a la vista. Ahora sí podía disfrutar a sus anchas del verde pasto de la sabana. Lo que no previó la gacela fue el ataque de su propia compañera de estratagemas. Una tarde, mientras pastaban juntas, la cebra sintió que la gacela se apropiaba de un pedazo de pasto que sentía como propio, y sin pensarlo mucho le mordió una pata. La gacela se apartó de un salto, tratando de minimizar el incidente; al fin de cuentas, era su amiga, y cómo no perdonarle ese súbito cambio de humor. Sin embargo, unos días después la agresión se repitió: pero esta vez el mordisco fue tan fuerte que la dejó renca. La gacela, en consecuencia, poco a poco empezó a quedarse relegada de su manada. La herida terminó infectándose. Casi al cumplir un mes del último y repentino ataque de la cebra, los buitres esparcieron los huesos de la gacela por la caliente pradera.

El ciervo y la tortuga

08 domingo Nov 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Fábulas

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Pintura de Lisa Ericson.

“Es una lástima que los ciervos
no puedan enseñar velocidad a las tortugas”
K. Gibrán

 

Una tarde, muy cerca de la recepción del hotel “La lanza de Eros”, un ciervo de grandes ojos se encontró de pronto con una tortuga.

—Y tú, ¿de dónde vienes? —le preguntó.

—De aquí cerca —dijo la tortuga—. He gastado varios días para llegar a tiempo.

—Yo vengo de muy lejos —la interrumpió el ciervo—. Y he tenido que cruzar en un solo día valles y montañas, ríos y veredas… ¡En un solo día!

Tanto el ciervo como la tortuga habían sido invitados a participar en el seminario taller: “De los aceleres y otros agites de la vida cotidiana” que contaba entre sus invitados más famosos al gran profeta “El correcaminos”. Y en medio de las maletas, junto al guepardo y el avestruz, un tanto reunidos por el azar del evento, el ciervo y la tortuga conversaban.

—¡Estoy cansadísima! —dijo la tortuga—, sacudiéndose el polvo de las patas. Es que a mí me agotan estas largas caminatas.

—¿Cosas de salud? —preguntó el ciervo con cierta ironía.

—No. Son como cosas de mi constitución.

—A mí, en cambio, caminar grandes trayectos me apasiona. Siento que se me aligera la sangre y me entran como unas ganas de correr montaña adentro.

—Dichoso usted —dijo la tortuga—, sentándose sobre su maleta de colores vistosos.

Sin saber cómo ni porqué, el ciervo y la tortuga terminaron compartiendo la misma habitación. Así que, de camino a su cuarto, siguieron platicando:

—No, es que si uno no corre, se aburre. Yo creo que la gente que no vuela, que no corre de verdad, como que no sabe lo que es la vida… Es que la gente lenta, esa que no hace nada, me desagrada, me produce…

El ciervo, sin darse cuenta, caminaba solo. La tortuga se había quedado bastante rezagada, arrastrando su maleta. El ciervo, un poco apenado, de un salto dio vuelta atrás.

—¡Qué pena!, déjeme la ayudo.

—Gracias —dijo la tortuga—, haciendo un alto para respirar el aire fresco de los patios verdes del hotel.

El ciervo entró rápidamente al cuarto, tomó la cama doble, desempacó con rapidez, y se puso a esperar a la tortuga recostado en el marco de la puerta de la habitación.    

La tortuga llegó por fin al cuarto. Antes de entrar le regaló una sonrisa al ciervo, luego fue directo hasta el ventanal y se puso a contemplar algunos árboles en el horizonte.

El ciervo cerró la puerta tras de sí.

—Debe ser duro para usted esto de la velocidad, ¿no?

—A veces —le repuso la tortuga.

—¿Sabe?, la lentitud no va conmigo.

—¿Y cómo es eso de la velocidad? —preguntó la tortuga acomodándose en una poltrona.

—¿La velocidad? Mire. La velocidad es lo que nos permite llegar bien rápido a cualquier parte…

—¿Y cómo sabe uno que va rápido?

—No, eso se sabe, uno lo siente —replicó el ciervo—, dando por obvia la respuesta.

—Yo no entiendo —pensó en voz alta la tortuga. Cuando yo voy bien rápido, los demás dicen que estoy lentísima.

—Pero es porque usted no se esfuerza —dijo agresivamente el ciervo.

—Claro que me esfuerzo —contestó con tranquilidad la tortuga—. Pero como que no se ve…

El ciervo miró la maleta de la tortuga. Tenía una mancha morada y otra naranja sobre un fondo rojo muy llamativo e infantil. Levantó la mirada y vio a la tortuga tan tranquila que sintió como un fogonazo en su interior. Esa actitud lo ponía fuera de sí. Súbitamente, se sintió ahogado, constreñido, como si estuviera perdiendo el tiempo.

—¿Por qué no salimos y nos damos una caminadita?

—¿Y no valdría la pena descansar otro ratico? —le respondió la tortuga—, hablándole suave como para no parecer descortés. 

El ciervo refrenó su lengua. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no darle rienda suelta a sus palabras. 

—Sí, creo que a eso fue que vinimos también acá, a descansar…

La tortuga sonrió, pero intuyó el esfuerzo del ciervo.

—No, no se preocupe por mí. Si usted quiere salga a dar su paseito, que yo con este enorme cuarto tengo y me sobra.

El ciervo se levantó de la cama, tomó la llave y abandonó la habitación. Estaba mareado. El aire le hacía falta. Y por primera vez sintió que se le estaban durmiendo las piernas. Miró el reloj:       

—Tengo que apresurarme o no alcanzo a llegar a tiempo a la primera conferencia…

(De mi libro Oficio de maestro, Javegraf, Bogotá, 2000)

El arte de fracasar de Rigoberto

28 domingo Jun 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Fábulas

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Heinrich Kley

Ilustración de Heinrich Kley.

“Lo intentaste. Fracasaste. No importa. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”.
Samuel Beckett

 

Todos le dijeron a Rigoberto que eso de dar vueltas en una pata era tarea infructuosa, además de conllevar un inmenso peligro.

—Lo más seguro es que te vas a romper los huesos —le vaticinó un antílope, al verlo intentar esas piruetas.

Pero Rigoberto, que había tenido en su mente desde muy pequeño la persistencia de su madre y el incansable espíritu de su padre, hacia caso omiso de tales comentarios y volvía a intentar su giro imposible.

Por supuesto, no es nada fácil para un elefante sostener todo su enorme cuerpo en una sola extremidad, y girar sobre ella, pero Rigoberto seguía intentándolo.

Estas pruebas las hacía por la mañana y dejaba para la tarde el revolcarse en el barro como una manera de contrarrestar los dolores, las magulladuras en patas y cuello, en caderas y vientre, producto de sus continuas caídas.

Un avestruz que había pasado mucho tiempo meditando en el caliente desierto le recomendó que, después de cada fracaso, dedicara un tiempo a analizar lo que había aprendido de tal evento. Rigoberto le hizo caso y empezó a notar ligeras pero importantes diferencias entre sus múltiples caídas.

Descubrió, por ejemplo, que si no hubiera intentado ponerse de pie en una pata poco sabría del equilibrio y menos aún de su peso. Eso pensaba tirado en el barrizal de un río. También notó que entre más se caía menos sentía el impacto. Y lo que le pareció más sorprendente de sus innumerables fracasos fue el nivel de previsión que iba adquiriendo con cada desplome de su descomunal figura. Casi que podía predecir con absoluta precisión el instante en que su corpulencia daría contra el piso.

Cantidad de intentos fallidos lo llevaron a sentirse optimista de sus derrotas progresivas. Y fueron muchos animales de la sabana los que empezaron a asistir para verlo fracasar. Rigoberto sacó provecho de ese público y empezó a transformar sus porrazos en un espectáculo.

—Fracasar es todo un arte —decía—. Y enseguida, convirtiendo su trompa en una flauta, creaba una fanfarria para anunciar con dramatismo su proeza: —Son muchos años de experiencia los que se necesitan para lograr una caída perfecta.

Los cegatones rinocerontes se reían, al igual que las hienas y las despreocupadas jirafas. Varias cebras festejaban con relinchos las ocurrencias de su colega de orejas gigantescas. Las gracias de Rigoberto eran una terapia en medio de las angustias cotidianas.

—Miren con mucha atención —exclamaba el elefante—. No pueden perderse a este maestro del golpazo más descomunal. Fíjense en la precisión como no logro mi objetivo.

Y todos los asistentes al improvisado espectáculo veían cómo Rigoberto empezaba a elevar las patas delanteras, impulsando el cuerpo hacia arriba, para luego, con movimientos estudiados por el ejercicio frecuente, comenzar lentamente a levantar una de sus patas traseras. El objetivo parecía estar logrado, pero cuando ya iba a dar el primer giro sobre esa pata, toda la mole del elefante empezaba a temblar y los espectadores, a la expectativa, seguían el fugaz bamboleo, el vaivén instantáneo que conducía al desequilibrio y el impacto estruendoso contra la tierra. Una ovación cerraba la demostración de Rigoberto.

El elefante con dificultad se incorporaba, volviendo a su improvisado escenario. Miraba a su público, moviendo una y otra vez la trompa en señal de agradecimiento.

—Recuerden este consejo —les decía a los espectadores que seguían mirándolo—: Lo bueno de buscar imposibles es todo lo que se aprende en los sucesivos fracasos.

Los animales volvían a reír. Pero la broma de Rigoberto contenía una verdad que sólo las fábulas han sabido transmitir a lo largo de los siglos

En el arca de Noé

10 domingo May 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Fábulas

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La gran aventura de Margaret Keare

«La gran aventura» de Margaret Keane.

Lo más difícil no fue la llegada a aquella larga embarcación de madera, ni el lento proceso como cada pareja de animales fue acomodado en el arca. Tampoco el brusco bamboleo y el ir a la deriva cuando empezó el diluvio. Lo realmente complicado empezó cuando todos comprendieron que ese no iba a ser un corto viaje con una meta precisa, sino un confinamiento gobernado por la incertidumbre.

—¡Tranquilos!, ¡tranquilos! —exclamaba el viejo Noé—, contagiando ánimo en medio de aquella tormenta interminable.

La distribución de los animales había sido pensada con cuidado. En jaulas estaban los más salvajes, las aves en el techo del enorme barco, los rumiantes en pequeños establos, los reptiles en una rústica poceta, un sinnúmero de roedores vagaban entre los pasadizos y los monos se colgaban de los maderos de la barca. Todo parecía lo suficientemente organizado, a pesar de la estrechez natural de aquel espacio oscuro y repleto de sonidos de diversa especie.

—¿Y alguien sabe aquí para dónde vamos? —preguntó una leona, mirando por detrás de la jaula.

—Que es un cambio de pradera —respondió un tigre, mirándola desde otro enrejado semejante.

—No —interrumpió un elefante, dejando de agarrar con su trompa un haz de pasto de una cesta colgante—. Es para protegernos de la inundación.

—Ojalá esto acabe pronto porque no aguanto el mareo —repuso una jirafa, abriendo bien las patas para no dejarse caer.

Noé y su familia no paraban de trabajar. Alumbrándose con un lámpara de aceite iban de un lado a otro, tratando de controlar los nervios de los pasajeros, recogiendo huevos, leche, rellenando de granos o de pasto cestas y vasijas de barro, echando agua en palanganas de madera o barriendo o limpiando las heces y la mugre que se multiplicaba todos los días.

Los truenos resonaban más fuertes al interior del arca. El eco no permitía que las conversaciones entre los animales fluyeran o se dieran de forma natural.

—¿Y por qué hay unos afuera, y nosotros encerrados aquí? —preguntó una pantera.

—Privilegios que tienen —repuso su pareja, rezongando entre dientes, y cambiando con dificultad de posición.

Todos los animales salvajes, además de estar confinados dentro del arca, padecían el enclaustramiento de las jaulas. Y por más que Noé o sus hijos les traían alimento, especialmente leche, no dejaban de sentir como una injusticia que otros animales transitaran libremente por los corredores de aquella nave.

—Mira esos venados allí —agregó la pantera—. Ellos sí pueden mover sus piernas.

—Lo que digo —repuso el compañero de celda—. Aquí no todos estamos en igualdad de condiciones.

Como si Noé hubiera escuchado al par de panteras, a los pocos segundos pasó por allí. Miró su pelambre a la tenue luz de la llama de la lámpara, vio sus ojos amarillos y el lomo magnífico de estos animales.

—Ya casi deja de llover —les decía—. Ya casi escampa.

Los animales escucharon a Noé sin replicar. Aunque entendían sus palabras, prefirieron no decirle nada, para que él adivinara su malestar.

—Todos los que estamos aquí somos unos privilegiados —volvió a hablar Noé, yendo y viniendo cerca de la jaula.

—Unos más que otros —replicó la pantera, impaciente por el caminar de lado a lado de Noé.

—Para salvar la vida hay que soportar algunos sacrificios —repuso el anciano, moviendo el índice de su mano derecha en un gesto pedagógico de obediencia.

—Primero es lo primero —volvió a hablar, prosiguiendo su ronda de vigilancia nocturna.

Porque no era fácil en aquella nave, sellada con brea, saber cuándo era de día y cuándo de noche, y menos cuando el clima, los truenos, el ruido ensordecedor del torrencial seguían azotando por todos los costados a la embarcación.

Así pasaron las dos primeras semanas. Tal vez por la novedad de la situación, buena parte de los animales se conformaron con los cambios en sus hábitos de alimentación, en sus ciclos de sueño y en el ambiente al que estaban acostumbrados. Sin embargo, iniciada la segunda semana, una grulla de largo pico y patas delgadas, se atrevió a interpelar al capitán del navío:

—Cuándo terminará esta aventura —dijo.

Noé se fijó en la grulla y le pareció que tenía las patas más flacas o más largas que como las recordaba en su mente.

—Yo creo que el tiempo lo dirá.

La respuesta del viejo no le pareció suficiente a la grulla.

—¿Otra semana, quizás?

—Ya veremos… hay que tener paciencia —respondió Noé.

La grulla puso un gesto de resignación y voló hacia una de las vigas del techo del arca.

—¿Qué te dijo? —preguntó el compañero de baranda.

—Nada. Que no sabe nada —repuso la grulla—. A esperar, esa es la consigna.

Pero no eran únicamente las grullas o las cigüeñas las que estaban angustiadas; también los pelícanos y unos flamencos que, por la falta de sol, habían perdido el rojo encendido de sus plumas. Y ni qué decir de las águilas, insatisfechas de comer siempre pescado seco.

—¿Será que Noé si sabe para dónde vamos? —preguntó de manera retórica un águila calva a las otras aves que estaban alrededor.

—¿O nos tiene aquí engañados, sin decirnos el verdadero propósito de este encierro?

Una pareja de halcones compartieron las dudas del águila, moviendo hacia arriba y abajo su cabeza. Por unos minutos se escucharon chillidos, graznidos y gritos de protesta, pero que no repercutieron en el ánimo de los otros animales.

—Con tal de que a mí me pongan cualquier planta de vez en cuando, no tengo nada de qué preocuparme —dijo una camella de largas pestañas.

—Sí —repuso su consorte—. Lo que pasa es que nadie está conforme.

Noé no era indiferente a las afectaciones que tendría ese prolongado encierro en sus animales. En sueños supo que debía informarles a los pasajeros, de cuando en cuando, las peripecias de aquella situación. Confiado en aquellas voces, escuchadas en sueños, organizó con sus hijos una pequeña reunión con todos los animales, escogiendo para ello, el centro del arca. Desde ese punto, trepado en unos de los estantes del segundo nivel de los tres que tenía aquella casa flotante, empezó su explicación. Dadas las precarias condiciones de luz, los ratones, las tortugas, las liebres, los puercoespines, tuvieron que contentarse con oír lo que no podían ver. Además, la cantidad de patas, colas, pezuñas, no dejaban mucho espacio para divisar el rostro barbado del anciano.

—Estamos aquí reunidos —empezó a decir Noé— porque es la única manera de salvarnos de la inundación.

El término inundación fue reforzado por el crujir de los maderos del arca.

—Y si queremos salvarnos de estas aguas impetuosas, de estas olas inmensas, de esta lluvia huracanada, tenemos que tener paciencia…

Los búfalos, las cebras, pensaron en la palabra inundación y se imaginaron un caudaloso río desbordado, cubriendo pastizales, árboles y llanuras inmensas. Noé prosiguió hablando de no perder la calma y de algunas medidas que eran necesarias conocer para una mejor convivencia.

—Hemos puesto paja en las jaulas para que allí hagan sus necesidades… —dijo en tono de amonestación a los que defecaban en cualquier lugar.

—Hay que habituarse a una ración diaria —agregó—, mirando a los hipopótamos y a los cocodrilos que parecían nunca llenarse.

—Respeten el turno cuando estemos entregando las frutas —señaló—, dando a entender que los orangutanes, las ardillas y los hurones eran unos constantes infractores.

—Y de ahora en adelante —prosiguió entusiasmado Noé— al no tener sol o luna que nos guíe, usaremos este cacho, para fijar las horas de sueño.

El anciano mostró el objeto y con una señal invitó a Jafet que soplara el instrumento de marfil. El sonido llegaba hasta todos los rincones del arca.

—Un llamado para levantarnos y dos para irnos a dormir —concluyó Noé— volviendo a retomar el cacho de las manos de su hijo.

—Esto ya parece una cárcel —murmuró una hiena a su pareja—, molesta por aquellas medidas disciplinarias de Noé.

—Yo me  duermo cuando tenga sueño, y no cuando me lo imponga un cacho —refunfuño un jabalí, tratando de hozar en el piso de la barca.

—¿Y quién va a controlarlo a uno —gruñó una zarigüeya—, en esta oscuridad y con tantos que estamos  metidos en esta inmensa cueva?

El viejo continuó con sus indicaciones:

—He pensado que vamos a distribuir el arca en tres zonas, la del norte, la del sur y la del centro. Y al frente estará cada uno de mis hijos: Sem al norte, Cam al sur y Jafet al centro.

Noé terminó su discurso y cada una de las parejas de animales retornó a su sitio acostumbrado. El murmullo se fue opacando en la medida en que desalojaban la parte central, ocupada por la mayoría de los animales enjaulados.

Así transcurrieron dos semanas más, en las que los movimientos intempestivos, el sonido de la tormenta, la inestabilidad del viaje, parecían distraer otras preocupaciones de los animales. La situación empezó a empeorar cuando dejó de llover y el arca asumió la monotonía de andar en aguas tranquilas.

—Me hace falta carne fresca —manifestó una guepardo—.

—Perseguir a alguien… eso es lo que más necesito—repuso el macho de piel manchada.

—Ni que fuera uno un impala para comer siempre lo mismo —agregó la flaquísima fiera.

—Estoy que pierdo la paciencia.

Un grupo de animales, del ala sur, empezaron a romper las normas que había determinado Noé. Fueron inútiles las amonestaciones de Cam y los regaños paternales del viejo. No era sino que ellos dejaran de observarlos para hurtarse la comida de un vecino, hacer sus necesidades en un lugar alejado de donde dormían, estar merodeando y dando alaridos después de que el cacho había sonado dos veces. Pocos pensaban que eran unos privilegiados o daban gracias por salvarse del diluvio; la mayoría sentía el aburrimiento correrle por las tripas, o una especie de angustia que, por lo general, se convertía en agresión permanente. El arca empezó a llenarse de patadas, de picotazos, de dientes amenazantes y una mutua desconfianza. Los tres hijos de Noé parecían estar desbordados por las peleas, las amenazas, el vandalismo entre los animales. Dada esta situación, Noé sintió la necesidad de volver a dirigirse a la audiencia confinada.

—Comprendo sus angustias —dijo para empezar—. Pero si ya amainaron las lluvias ese es un buen presagio de que pronto esto terminará.

La concurrencia se entusiasmó con lo que parecía un anuncio de pronta salida de aquella prisión de madera con olor a brea.

—No podemos desfallecer ahora —prosiguió Noé—. Lo peor ya ha pasado.

Unos canguros dieron varios saltos buscando un espacio con una mejor visibilidad. El interés era total.

—Yo creo que en un tiempo no muy lejano podremos salir…

Un ruido de decepción se propagó entre el público.

—Pero, ¿cuándo? —gritó fuerte un gorila con rabia contenida.

—Yo ya no aguanto estos olores —exclamó una oveja, alzando una de sus patas.

—No hay cuero que resista esta falta de luz —complementó un caimán, abriendo de par en par la dentada boca.

Noé no se inmutó por los comentarios negativos. Subió el tono de la voz y, tratando de parecer convencido de su mensaje, soltó una frase tan dura como retadora:

—Ahora, si alguno quiere irse, bien pueda…

Los animales guardaron silencio. Entendieron que la oferta era imposible. Después de tantos días de lluvias, lo más seguro era que las aguas debían cubrir las montañas, los árboles, toda la tierra firme. Sin contar la fetidez de las aguas por todos los que, a diferencia de ellos, habían muerto por la inundación. Lo único vivo estaba dentro de aquella nave; afuera la muerte rondaba a sus anchas. Así que, cabizbajos, empezaron a dispersarse. El único que se mantuvo unos minutos mirando desafiante a Noé fue el gorila, pero después de una corta amenaza territorial, se retiró a la zona donde estaban otros simios.

—Un toque de cacho para levantarnos y dos para irnos a dormir —repitió fuerte por tres veces Noé.

Lo que siguió durante la semana siguiente en el cuerpo de los animales fue una modorra que los llenaba de pereza y aburrimiento hasta el punto de quitarles las ganas de alimentarse. Los hijos de Noé, por primera vez, notaron que los alimentos dejados en las cestas o la leche puesta en las palanganas, permanecía igual a la última vez que la habían cambiado. Jafet le contó a su padre que en los ojos de los coyotes y los lobos se podía ver una tristeza desconocida. Que el encierro los había vuelto dóciles y con una mansedumbre que parecía más una mueca de resignación ante lo inevitable.

—Ponen ojos de cuando uno los va a matar —dijo Jafet, claramente afectado por aquel comportamiento de esos carnívoros salvajes.

Noé escuchó a sus hijos y salió a comprobar si era verdad. Jafet y sus hermanos no se equivocaban. Se encontró con varios animales echados, encorvados en su propio vientre, como si padecieran de peste; observó a las cascabeles mudas en su mover de crótalos; descubrió a los guacamayos y a las cacatúas en un silencio impensable; y pudo constatar que el instinto de aquellas bestias había sido devorado por la monotonía. Del júbilo y la algarabía ya no quedaban sino quejidos o cuerpos tirados en el abandono.

Después de una noche en que Noé no pudo conciliar el sueño, tomó la decisión de abrir una de las ventanas del arca. No fue fácil hacerlo. La brea había sellado los intersticios de tal forma, que fue necesaria la fuerza de sus tres hijos para despegar la hoja del marco. El rayo de luz que entró por el pequeño espacio despertó a los animales de su apatía. Los balidos, los graznidos, los silbos y castañeteos, los gorjeos y gruñidos se sumaban a rebuznos, rugidos, aullidos  y trinos infinitos.

—¡Por fin! —gritó una danta.

—¡Acabado este encierro! —exclamó un armadillo.

Noé dejó de mirar el inmenso e interminable mar y volvió sus ojos hacia a ese conglomerado de ojos, cuernos, pelos, alas… que entonaban un coro de algarabía en el piso del arca.

—¿Dónde está el cuervo? —preguntó Noé.

Cam dijo que lo había visto hacía poco. Descargó una bolsa con cereales y fue a buscar el ave. Al poco tiempo volvió ante su padre:

—Aquí está —dijo.

El cuervo estaba asustado porque en esas circunstancias no era fácil saber lo que se propondría Noé.

—Quiero que vayas a hacer una inspección —dijo.

El pájaro negro, casi gris por el encierro, apenas se atrevió a contestar. Si bien se sentía feliz por ser el primero en que podía abandonar el arca, por otro lado temía por su vida, al no conocer con lo que se encontraría.

—No te vayas tan lejos, apenas unas brazadas.

—¿Tengo que ir solo? —preguntó el cuervo.

—Es mejor —repuso Noé.

El cuervo miró hacia arriba del arca pero no encontró a su compañera. De un corto vuelo se puso en el borde de la ventana y de allí extendió sus alas hasta cuando los ojos del anciano lo perdieron de vista. Noé permaneció al lado de la ventana esperando al animal, pero este no retornó.

—La muerte sigue rondando afuera —dijo—, cerrando la ventana con fuerza.

Los animales sintieron que su alegría había sido fugaz.

—¡Déjela abierta!— exclamaron al tiempo, sin ponerse de acuerdo.

—¡No la cierres! —volvieron a pedir.

Pero Noé entendió que era mejor resguardarse y no exponer a estas criaturas a las contaminaciones y los vientos putrefactos. Haciendo caso omiso a las súplicas, les pidió a sus hijos que amarraran con cuerdas el pasador de la ventana. La oscuridad volvió a aposentarse en todas las partes del arca.

—Noé nos salvó para matarnos —exclamó una avestruz.

—Prefiero morir ahogado que seguir en este encierro —chilló un mandril—, arengando a los más cercanos.

—Estamos cansados de obedecer —repuso un burro.

No obstante las manifestaciones de protesta, Noé se mantuvo férreo en su decisión. Pero prefirió no caminar por entre los animales, como una medida de sana protección.

Una semana después, cuando nadie lo esperaba, Noé eligió a una paloma y, con sus tres hijos, abrieron la ventana del arca.

—Vuela a ver qué encuentras —fue la sucinta orden del viejo.

—Allá voy —respondió la paloma—, feliz de estar de nuevo entre el cielo y el viento.

Los animales, al ver entrar la luz, no se entusiasmaron como la primera vez. Apenas miraban de reojo, como para no perder del todo lo que podría suceder.

—Seguro, que luego nos vuelve a decir que por el bien de nosotros lo mejor es quedarnos a oscuras otra semana —refunfuño un pavo.

—Que la muerte sigue en el aire, como nos amenazó la última vez —agregó un carnero de cuernos encorvados.

Los comentarios de uno y otro animal no dejaron escuchar la exclamación de júbilo de Noé, cuando vio llegar a la paloma con una rama de olivo en su pico.

—¡Ya terminó el encierro!, ¡ya terminó!

Noé y sus hijos se abrazaron y con ellos sus esposas. La paloma voló presurosa a contarle a su parejo lo que había visto.

—Árboles muy verdes, esplendorosos… como nadie los imagina —arrullaba feliz la paloma, moviendo el cuello de un lado para otro.

—¿Y qué más pudiste ver? —preguntaron unos turpiales que estaban cerca.

—Un cielo límpido, hecho de un azul que al solo verlo le alegra a uno el corazón.

La noticia corrió de arriba hacia abajo en un alud de comentarios que se impregnaban al cuero, a los pelos, a la piel de cada ser vivo.

—Que hay pasto tan abundante como para alimentar a muchísimas manadas.

—Y las frutas cuelgan de toda rama, maduras o a punto de madurar.

—Que el aire es tan reciente que lo hace volar a uno con solo aspirarlo.

Pasado el regocijo y la exaltación, Noé consideró que debía volver a reunir a los animales para darles unas últimas indicaciones de lo que vendría. Una vez más se ubicó al centro del arca, acompañado de sus hijos. Jafet hizo sonar el cacho, pero para que la concurrencia guardara silencio.

—La buena noticia es que estamos salvados.

Muchas ovaciones y vítores retumbaron en el espacio del arca. Noé dejó que esa algarabía mermara y siguió con su discurso.

—Ya vi en el cielo el arco iris…

—¡El arco iris! —exclamaron los animales entusiasmados.

La gritería se convirtió en una exaltación de fiesta. Los ratones bailaban con los gatos y las gallinas saltaban de la mano de los zorros. Nunca antes hubo tantos abrazos juntos, nunca se había visto tanta fraternidad en la naturaleza.

—Pero no podemos salir todos al tiempo —dijo Noé—, así que tendremos que hacerlo por etapas, poco a poco.

—¡Como sea! —exclamó un rinoceronte.

—Lo que diga Noé —rugió el león, ansioso porque lo dejaran salir de su doble encierro.

Y Noé dispuso que los animales fueran saliendo por sectores, de acuerdo a una secuencia diferenciada por zonas y pisos que había ideado y compartido con sus hijos. Tal desalojo del arca les llevó buena parte del día. Pero a todos los animales les importaba poco esa demora, con tal de sentir de nuevo el sol y ver el anunciado arco iris.

Recital en el bosque

31 martes Mar 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Fábulas

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Ilustracion de Chris Dunn

Ilustración de Chris Dunn.

A todos no les fue muy bien en el primer recital de poesía organizado por el maestro búho, director de la escuela del bosque. Terminado el evento, y más como una forma de consolar a los desanimados, el búho los reunió en un pequeño prado, resguardado por tupidos cipreses.

—A mí la altura me afectó mucho —dijo un oso corpulento—, buscando un tronco para sentarse a descansar. Luego agregó: —Yo lo traía todo bien preparado, pero no contaba con la falta de aire, y por eso casi no se escucharon los últimos versos de mi poema “Miel perdida”.

—El caso mío fue con el atril —agregó una cigüeña—. Yo prefiero no estar pegada a un pedazo de madera, para dejar suelta mi imaginación y mi voz.

—Lo que me sucedió es que no me dieron suficiente tiempo —agregó un canguro, parándose en sus dos patas con dificultad—. Estaba tan emocionado con mi declamación que se me pasaron los minutos saltando.

El búho iba tomando nota de lo que decían los participantes en una pequeña libreta. Habló el jaguar, que había estado excepcional con su poema “Manchas escondidas”; participó un mapache, que aunque tímido, consiguió darle a sus pequeñas manos un ritmo acorde con la cadencia de cada verso; y habló también un gorila:

—A mí las cosas no me salieron nada bien —afirmó— porque el micrófono resultó demasiado corto para mi estatura. Es inconcebible que esos aspectos logísticos no se hubieran tenido en cuenta.

El búho quiso replicar, pero se mantuvo callado. El gorila estaba molesto con el organizador, con el evento, con todos los participantes.

—Es una lástima, una verdadera lástima —prosiguió el gorila— que no hayan podido escuchar bien esos versos nacidos de mi fuerte inspiración.

A los que mejor les había salido su presentación prefirieron guardar silencio, como fue el caso del pavo, muy entonado él, quien dio muestras de gran vocalización al recitar “Orgullo de plumas”; o el lobo, preciso en todos los detalles, con su nocturno “La luna me trae loco”, o la iguana, dueña de un gran dominio escénico, quien había conmovido a los asistentes con su elegía “Un viejo dinosaurio”.

—Lo que me afectó a mí fueron los nervios —dijo una chimpancé, no pudiendo dejar de saltar de rama en rama. —Los nervios me traicionaron —puntualizó—, esa es la causa de mis confusiones y cambios de palabras en el poema que leí.

Cuando ya la mayoría de animales había hablado, el maestro búho los miró con sus enormes ojos. Dejó de escribir y se dispuso a compartir sus impresiones. Empezó diciendo que todos conocían de antemano las reglas de ese primer recital y de su insistencia para que cada participante preparara con suficiente tiempo el poema. Después agregó algo sobre la importancia de saber interesar al auditorio con la mirada y del modo de interpretar esos textos rimados. Y como notó un afán de disculpa en varios de los participantes, se situó a la mitad de la rama de un roble y entonó un poema, que varios pensaron ser de su autoría, aunque por el tono parecía se de autor anónimo.

Cuando poco podemos ver nuestros errores

y a otros achacamos nuestras faltas,

o es que tenemos escondidos mil temores

o que  el orgullo y la soberbia son muy altas.

Si quieres en verdad avanzar en un oficio

o ser el mejor y más diestro en una cosa,

lo indicado es repetir y repetir el ejercicio

aceptando tus fallas con actitud amorosa.

La concurrencia se quedó pensativa por unos minutos. Después los animales se fueron retirando del prado, hablando entre murmullos, confiados y contentos de que los más pequeños de sus hijos asistían a la mejor escuela del bosque.

Un nuevo trío de fábulas

05 domingo Ene 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Fábulas

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Low Bros

Ilustración de Low Bros.

El erizo y el amor

Que no te pase a ti, lector, lo que sucedió con el erizo; quien teniendo el milagro del amor entre sus manos, por aferrarse a una forma de ser, lo alejó para siempre de su lado.

Un erizo soñaba con alcanzar el amor. Un amor intenso, sincero y apasionado. Quizá por el clamor de su corazón, en un mes de verano su anhelo apareció. Era una ardilla de cuerpo escultural, aunque saltona y muy inquieta. El erizo sintió que ella era lo que por tantos años había esperado. Con palabras y gestos, con frecuentes paseos se fueron enamorando hasta la locura. La relación era perfecta. El único inconveniente aparecía cuando ella quería abrazarlo. El deseo por acercarse al erizo era una constante herida para la ardilla. Lo mismo acontecía al querer él demostrarle su amor a ella: terminaba puyándola y dejándole clavadas infinitas muestras dolorosas de su afecto. Debido a esto prefirieron amarse desde lejos, pero con el otro sufrimiento de nunca poder estar juntos.

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El zángano y la abeja vivaz

El zángano, echado en su cama, veía a varias abejas pasar a buscar polen en las flores del jardín. Aunque todo era agitación en la colmena, él no tenía ganas de levantarse. En esa postura, adormilado, apenas abría los ojos para ver a sus hermanas revolotear de aquí para allá.

Una de las abejas, la más vivaz, hastiada de ver aquella actitud, se detuvo cerca de él y lo increpó de esta manera:

—¿Cansado de descansar?

El zángano abrió uno de los ojos y no dijo nada.

—¡Dichoso tú que puedes darte estos lujos! Deberías al menos, ya que eres más grande, salir a defendernos de las avispas.

El zángano se hizo el desentendido y fingió dormir.

—¡Eres el colmo de la desvergüenza!

La abeja, molesta, dejó al zángano y corrió detrás de sus compañeras.

El zángano, al ver que la abeja ya había desparecido, se levantó y caminó un poco hacia la salida de la colmena. Vio unos girasoles a poca distancia, pero sintió que las fuerzas no le iban a alcanzar para llegar hasta ellos. Prefirió regresar a su celda. Arrullado por el sopor de la colmena volvió a recostarse en su lecho.

La abeja vivaz, después de su recorrido, lo interrumpió una vez más:

—¡Qué desfachatez la tuya —le gritó.

El zángano intuyó que la recriminación iba para largo y prefirió guardar silencio.

—Aprende de nosotras. Al menos gánate tu propio alimento. Es una injusticia que las más pequeñas tengamos que alimentarte.

—¡Eres un desconsiderado… eso eres!

La abeja siguió presurosa hasta bien adentro de la colmena. El zángano tuvo por un momento algún cargo de conciencia, pero enseguida halló una disculpa: “Bien poco ayudarían mis brazos a las miles de extremidades de tantas obreras”.

Varias abejas llegaron con un plato de miel y lo dejaron en una pequeña mesa. El zángano, con parsimonia, se dispuso a tomar el almuerzo. Después de ingerir la deliciosa merienda, sintió la necesidad de tomar una siesta. El sueño que tuvo lo despertó sobresaltado. En su pesadilla vio a la reina de la colmena llamarlo a su presencia, diciéndole de forma imperativa:

—¡Tienes un trabajo! Prepárate. ¡Será tu única y final tarea!

Ilustración de Grandville

Ilustración de Grandville.

La leona muy titulada y los cambios en la selva

Recién murió el león viejo, el consejo de la selva recomendó a una leona muy titulada para ese cargo. “Nada de lo que hizo mi antecesor vale la pena”, fue lo primero que dijo en la toma de posesión de su mandado. “Aquí las cosas van a cambiar”, afirmó enfática al terminar su arenga. Y así fue. Lo primero que hizo la monarca fue provocar cambios drásticos en la dieta de los animales; por ejemplo, los felinos debían ser vegetarianos y los vegetarianos, carnívoros. De igual modo, ordenó que varios animales que eran nocturnos deberían empezar a ser diurnos y aquellos que llevaban su vida de día debían empezar a llevarla de noche. Fueron muchas las disposiciones, todas ellas anunciadas con estruendosa pompa. Lo cierto es que, después de unos meses, las cosas no iban bien en la selva. La confusión era mayúscula, además de una desazón y una incertidumbre agobiante. El tigre, por ejemplo, ya no sabía si debía cazar a la gacela y ésta, a su vez, no entendía cómo atrapar al felino. Hubo varios búhos que perdieron la razón por causa de la vigilia extrema y se supo de varias águilas que se quebraron sus alas al querer volar en la oscuridad. A pesar de que la leona se mostró amenazante, los animales en coro pidieron a gritos su renuncia. Después de largas reuniones del consejo de la selva, un león con mayor experiencia y no tantos títulos, substituyó a la déspota leona. Frente al grupo nutrido de asistentes a la ceremonia, el nuevo mandatario empezó su alocución con una frase que era, en sí misma, su plan de gobierno: “No es bueno cambiar todo al mismo tiempo, como tampoco no cambiar nada en mucho tiempo”.

Otras fábulas para reflexionar

04 lunes Feb 2019

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Fábulas

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Denis Zilber

Ilustración de Denis Zilber.

El gran tiburón y la piraña insignificante

El enorme tiburón andaba siempre al acecho de cuanto pez encontrara en el camino. Pero no cazaba piezas únicamente para saciar su hambre; cada vez necesitaba devorar, con sus abundantes dientes, a peces más voluminosos, mucho más grandes. Una pequeña piraña, que lo seguía de cerca, le hacía mínimos cortes, y rauda se alejaba. El gran cuerpo del tiburón apenas sentía aquellas heridas, así que toleraba la presencia de aquella insignificante intrusa. Su apetito iba en aumento: ya no eran suficientes los meros, los atunes; el tiburón quería también comer morsas y focas y hasta intentó atacar una ballena. Era un hambre que lo atormentaba desde las entrañas. La piraña continuaba al lado al tiburón sacándole con sus incisivos dientes mínimos bocados. A los pocos meses, el gran tiburón empezó a sentirse débil. Con sorpresa notó que le faltaban incontables pedazos a su aleta, varios pedazos a su lomo, muchísimos pedazos a su cola… Pero ya era muy tarde. Se supo débil para seguir nadando y comenzó a caer al fondo del océano. Un hilillo diminuto de sangre iba quedando en el mar, cada vez que la piraña le mordía fugazmente una porción minúscula del cuerpo al gran escualo.

Andreas Preis

Ilustración de Andreas Preis.

La rata y el espejo

Una rata, de esas de alcantarilla, gozaba hurtando diferentes objetos. A escondidas, oculta de los dueños de tales cosas, las arrastraba a su madriguera. Un día, vio un pequeño espejo de hermoso marco dorado que le fascinó. La rata quiso agarrarlo, pero cuando pasó frente a él oyó una voz que le decía: “¿Qué vas a hacer? ¡Aleja de mí tus manos!”. La rata, asustada, salió a esconderse en la oscuridad. Al otro día volvió a intentarlo con idénticos resultados. Hasta que en una de esas tentativas el espejó cayó de frente al piso y la rata pudo echarlo a sus hombros para llevarlo a su guarida. De allí que las ratas tengan que cargar los espejos hurtados por el respaldo, para evitar escuchar aquella vocecita.

Pintura tibetana Thangka

Pintura tibetana Thangka.

El elefante y la mona enamorados

Aunque parezca inexplicable, como sucede en asuntos del amor, un elefante y una mona se enamoraron. Quizá la mona se prendó de las orejas enormes del paquidermo y él de sus velludos brazos. O de pronto el motivo principal fue las fornidas piernas del elefante o los largos brazos de la mona. Nunca se sabe. En todo caso, fue un amor a primera vista. No obstante, con el pasar de los meses, los reclamos empezaron a aparecer:

—Cuánto diera porque pudieras subir a los árboles—reclamaba la mona.

—No sé por qué necesitas refregarte en el barro —insistía.­

El elefante miraba a la mona con inquietud. ¿Cómo podría él renunciar a su condición? ¿Acaso el amor lo llevaría a tales cambios?

—Yo no puedo romper las nueces con las manos y una piedra como tú —contestaba el elefante.

Después de continuas discusiones, una tarde la mona tuvo una salida a sus disputas:

—Si queremos seguir amándonos deberíamos tender puentes, hallar un punto intermedio.

—De acuerdo —asintió el elefante.

Esto fue lo que pactaron: el elefante se pararía en sus patas traseras para transformarse en un árbol vivo en el que la mona pudiera trepar. La mona, subida en el lomo del elefante, iría con él en sus correrías intensivas. La mona descubriría el poder de la barroterapia y el elefante aprendería a convertir su trompa en un cascanueces para romper las semillas más duras que deseaba comer la mona.

A pesar de no ser grandes cambios, el elefante y la mona descubrieron que el secreto de amar a alguien no está en comportarse según el propio punto de vista, sino en actuar teniendo en cuenta el punto de vista del otro. 

Tres fábulas más

12 sábado Ene 2019

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Fábulas

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Tatuaje de Chris Garver.

La pantera y los animales en sacrificio

La pantera que, como se sabe, es astuta y vengativa, había decidido por mero capricho que los animales incluidos dentro de sus dominios debían, desde esa semana, elegir a uno de ellos para entregarse en sacrificio voluntario.

—Es inaudito —gruñó un pecarí— moviendo sus patas traseras.

—Solo a ella se le ocurren esas cosas —repuso un venado de grandes ojos.

—Eso es una locura —agregó un carpincho, levantando el hocico.

La pantera sigilosa había observado toda la conversación. De un salto salió de su escondite poniéndose en medio del grupo. Mirando a los animales de manera desafiante los interpeló:

—¿Así que ninguno está de acuerdo con mi mandato?

Con lentitud fue interrogando con su mirada a cada uno. Primero clavó sus ojos en el carpincho:

—Aunque de pronto es mejor morir así —repuso el chigüiro, con gesto complaciente—. De esta manera uno sabe quién es la próxima víctima y no anda con esa incertidumbre.

 Después la pantera se detuvo en el pecarí:

—Hasta uno tiene tiempo para prepararse —reforzó el saíno.

La pantera hizo un giro y posó sus ojos en el venado:

—Además, tarde que temprano de algo hay que morir —se apresuró a replicar el ciervo.

La pantera observó al grupo complacida:

—Muy bien. Estaré entonces esperando a que uno de ustedes me visite este viernes… Ojalá sea puntual —agregó burlonamente.

Como se ve, lo mejor que le puede pasar a un tirano es que los subyugados terminen justificando sus arbitrarios designios.

Las palomas y el busto

En la historia que sigue puede verse cómo, por el paso del tiempo o la altanera ignorancia, el pedestal de los sabios es el muladar de los necios.

La primera paloma que llegó a posarse en el busto (era de bronce macizo) se ubicó sobre el hombro izquierdo de la estatua.

—¿Tú eres un sabio? —le dijo en un zureo desafiante.

La estatua se mantuvo callada. La paloma de un corto vuelo se encaramó a la cabeza del busto. Allí continuó con su monólogo.

—¿Y de dónde sacas tus ideas?

El busto siguió imperturbable, poniendo sus ojos sin mirada en la avenida que estaba al oriente del parque.

—¿Y alguien viene a visitarte?

La paloma se apartó súbitamente de la cabeza de la estatua porque dos colegas vinieron a posarse en el mismo lugar.

—¿Y este es el personaje del que nos has hablado?

—Sí —contestó la paloma—. Este es —repitió—, mientras se trasladaba al hombro derecho del busto.

—A mí me parece, común y corriente —exclamó la otra paloma— inspeccionando la tierra acumulada en los surcos del cabello de la estatua.

La primera paloma guardó silencio.

Después de unos minutos, en los que continuó el diálogo fallido, las tres aves alzaron el vuelo. El busto quedó manchado, de los hombros a la cabeza, por los excrementos de las palomas.

robert bissell

Ilustración de Robert Bissell.

El cisne blanco y el conejo brincador

El cisne blanco no entendía por qué el conejo se apareaba con cuanta hembra encontraba en su camino. “Yo soy libre de elegir a la coneja que más me gusta”, afirmaba el animal, dando un salto.  “Eso no está bien, le respondía el cisne; uno tiene una pareja para toda la vida”. El conejo trataba de explicar su comportamiento: “Pero a mí me gustan todas. Eso es algo que no puedo evitar”. El cisne, moviendo sus patas en el lago, se deslizó un poco más hacia su interlocutor: “Hay que elegir; de esta manera resolverás tu incesante correría”. El conejo apenas tuvo tiempo de responderle, antes de irse con largos brincos a perseguir una coneja que vio moverse en la espesura del bosque: “Así lo quiere la naturaleza; yo no hago sino cumplir sus mandatos”. El cisne se quedó con las palabras en su pico. De vuelta al centro del lago recordó la imagen de sus padres, cuando viejos, acicalándose uno al otro al finalizar la tarde. El cisne blanco tuvo pesar del conejo al pensar que estaba preso por lo mismo que tanto deseaba.

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