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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Publicaciones de la categoría: Apólogos

En el filo de la espada

20 domingo Ene 2013

Posted by fernandovasquezrodriguez in Apólogos

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Ilustración de Norman Rockwell

Ilustración de Norman Rockwell

Cuando el bufón imitaba la forma de hablar del rey, éste último reía a carcajadas pero, a sus más secretos consejeros, les hacía saber que dichas bromas eran intolerables. Y cuando el bufón imitaba el caminar de cerdo del rey, éste último aplaudía sus mimos, pero para sus adentros sentía unos deseos enormes de deshacerse de tal payaso. Y cuando el bufón profería largos monólogos contra el Gobierno, bien fuera en las comidas cortesanas o en la misma sala de palacio, el rey y los otros ministros celebraban cada ocurrencia del pequeño humorista, pero luego, en sus privadas comitivas, conversaban de los límites que debían imponerle a dicho hombrecillo… Pero cuando el rey, y los demás miembros de la corte, veían cómo quería el pueblo al bufón, cómo admiraban su desfachatez, su lengua chocarrera, y su ironía tan festiva como ácida, sabían que  tenían que conservarlo al lado suyo. El bufón parecía serles de mucha utilidad, sobre todo para divertir a toda esa caterva de pobres, tan necesarios para pagar impuestos como inútiles a la hora de defender las fronteras del reino. Por eso, a la par de soportar las bromas pesadas, el humor descomedido, todos los señores del palacio, le permitían al bufón husmear por cualquier zona del castillo. Aún por las habitaciones más secretas. Y el bufón saltaba de un lado a otro, iba de habitación en habitación, hablando en voz alta, gritando, haciendo colorear de vergüenza a las damas más recatadas y a las doncellas más finas. Unas veces era propagando la infidelidad de la esposa del rey, otras, el embarazo no querido de algunas de las infantas regentes. O se dedicaba a repetir hasta el cansancio algún error de cierto ministro o a volver canción cualquier despilfarro de gobierno. En otras oportunidades, el bufón, que gozaba mucho disfrazándose, se dedicaba a recorrer las calles y las pequeñas villas, anunciando con  el mismo estilo del heraldo del rey, las nuevas políticas del mandatario. El pueblo se reía a carcajadas y festejaba con júbilo sus ocurrencias. Pero, en los espacios habituales de Gobierno, se rumoraba que tales salidas podrían traer repercusiones negativas; que ya estaba bien con tales licencias. Hasta se dijo, aunque esto no fue comprobable, que algún miembro de la corte había sugerido matarlo. Pero el bufón conservaba su misma ironía, la misma afilada palabra. Tal vez, en su interior, el bufón sabía que tal riesgo era inherente a su oficio: un viejo maestro le había enseñado que el envés de la risa no es el llanto, sino la muerte. Que lo más difícil es hacer reír, porque cuando uno ríe se libera del miedo. Y el poderoso necesita del miedo para poder gobernar; aunque también necesita del bufón para que ese miedo se aplaque. Esa era la paradoja de ser bufón, le había repetido el maestro: ser a la vez la contra y el veneno. Todo lo que hacía el bufón a alguien beneficiaba y a alguien ofendía. Lo riesgoso de su tarea consistía en que, con el mismo dardo, provocaba el amor y la enemistad. Su humor estaba en medio, como en el filo de una espada.

(De mi libro Ser viento y no veleta. Pistas de sabiduría cotidiana).

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