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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Publicaciones de la categoría: Alegorías

Pájaro, río, fuego y luna

26 lunes Ago 2019

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Alegorías

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Chris Buzelli

Ilustración de Chris Buzzeli.

El pájaro

El pájaro conoce y tiene el alma preparada para saber desprenderse de ataduras y lograr volar. Su mismo cuerpo está lleno de oquedades, de vacíos, que le permiten ser liviano y ligero de lastres. El pájaro anda entre los aires y se fascina con todo tipo de nubes; su ámbito es lo inestable y cambiante, lo mudable y evanescente. El pájaro se sabe más inquilino del cielo que de la tierra; más de las inmensidades que de las finitudes. El pájaro surca el infinito, con cada movimiento ara lo extenso y deja una estela de su travesía tras lo inalcanzable. De allí que no vuele en línea recta o tenga una ruta prefijada; su forma de avanzar es siempre distinta, acorde a las fuerzas de su propio camino. El pájaro viste un atuendo adecuado a su propósito: las plumas son el ropaje de los desapegados, de aquellos seres que se saben transeúntes, peregrinos, nómadas. Si se aprende, como él, a tener vestiduras muy leves, seguramente se nos hará más fácil partir, dejar atrás lo conocido o vivido sin nostalgias, estar más pendientes del horizonte que de los mojones y los hitos de piedra. El pájaro muestra que el vuelo no puede darse sin la renuncia; que para elevarse o remontarse hacia los más altos imposibles hay que desalojarse o poner en el olvido muchísimas ataduras. Todo nido para el pájaro es un sitio de paso. Y sus alimentos dependen de lo que depare la aventura, de ese destello proveniente del encuentro: nada parece estar prefijado para el pájaro, todo responde a la lógica de la elevación, a la atracción de la altitud, a las inciertas formas de las cimas. El pájaro sabe que dejando atrás las cadenas o los amarres resulta fácil sobrevolar los obstáculos insalvables. Al mirar con mucha atención se puede descubrir que el cuerpo del pájaro es puro espíritu; un ánima recubierta de plumas.

El río

El río nos ilustra del fluir incesante. Sus aguas constantes, cambiantes, inagotables, son una imagen viva de la renovación. El río fluye, y a su paso todo lo que toca lo tiñe de primavera, de nueva vida. El río no se está quieto, es un largo corazón que bombea vitalidad. El río preludia las cosechas, el pan en la mesa, el alimento que nutre la existencia. El río, al igual que el camino, no transita en línea recta; avanza zigzagueando, bifurcándose, como una larga culebra de movimientos vertiginosos. Su forma es adaptativa, mutante, capaz de adelgazarse ante un acantilado o de expandirse en una llanura. El río no cesa de perseguir su meta, así sea convertido en un hilillo o crecido o descomunal como una avalancha. El río sabe abrirse su propio camino; lo hace con lentitud, horadando poco a poco lo que parece impenetrable; repitiendo un sutil movimiento o humedeciendo la dureza. El río conoce salidas secretas, socavones extraviados, rutas antiquísimas, callejones subterráneos tallados por la mano artesana del tiempo. El río prosigue su curso, aun empleando senderos ocultos. El río extiende su largo cuello dulce porque ansía lo salado; es de su esencia refundirse en otro ser distinto. El río que corre entre orillas restringidas tiende hacia lo ilimitado. El final del río cumple su sueño más preciado: cambiar el ritmo de su cauce imparable. El río aspira a transformar su vertiginoso paso en el movimiento de la ola. Lo incesante anhela conocer el ritmo de la quietud.

El fuego

La esencia del fuego está en convocar, en aglutinar alrededor de su calor. Es una atracción cálida que logra reunir. El fuego irradia compañía, camaradería, comunidad. Quien se junta al fuego renuncia a estar solo y reafirma los vínculos sociales. El fuego tiene llamas que son brazos, bocas ardientes para los huérfanos y los sin techo; el fuego es benefactor de nómadas y caminantes extraviados. Desde luego, el fuego, cuando no hay una mano o una vestal que lo cuide, puede arrasar con todo lo que encuentre. El fuego pide que alguien sagradamente avive y regule su irradiación aglutinante. Si no hay una persona al cuidado de su lumbre, el fuego en lugar de llamar, espanta; en vez de generar la convivencia, provoca la huida. El fuego más ardiente, el que más arde, está en el centro de cada ser humano; y si algunos lo asocian con el corazón, es para señalar la necesidad de compañía, la interior urgencia que tenemos las personas de estar con otros. El fuego íntimo logra mantener su calor en la medida en que se junta a otro fuego semejante; en esa comunicación de llamas entre dos pechos es como mejor permanece a pesar de los cambios del viento. El fuego se metamorfosea en relato para hacer más íntimo y placentero su oficio de aglutinar; y las historias al estar cerca de las brasas avivan la imaginación y dan rienda suelta a los sueños más fantásticos. El fuego espanta las fieras de la soledad, hace huir a las salvajes furias del aislamiento y el odio hacia la hermandad. El fuego, con su crepitar de alegría, pone en desbandada a las hienas de la guerra; y con su calidez de confianza refrendada, hace que los monstruos cizañeros de la enemistad no entren en el espacio creado y resguardado por su lumbre. El fuego nace de la chispa; de juntar dos superficies, de enlazar dos conciencias. Ese debería ser un mensaje para todos aquellos que temen encender el fuego de la amistad, la fraternidad o el amor y que dejan que las sombras los devoren con su frío.

La luna

La luna basa su seducción en su rotunda disponibilidad; más que demandar o reclamar, prefiere el ritmo de lo pasivo y la íntima recepción. La luna se deja hacer, se abandona hasta sus posesiones más secretas. La luna se solaza y goza haciendo realidad la voluntad de otros; sabe que la dependencia entraña otro tipo de vínculos y provoca la exaltación de ocultos anhelos. La luna refleja, sirve de espejo, es servicial; tiene el don de entregar su piel para que otros potencien sus deseos. No ha querido la luna ocupar pedestales, ni descollar como una figura cegadora; todo lo contrario: se muestra discreta, gusta de ocultarse y, en muchas ocasiones, se siente feliz al lograr esconderse. La luna ha aprendido a aparecer y desaparecer; así que no le preocupa los honores de la primera fila, ni los destellos de la fama. La luna confía más en la fascinante atracción de lo sutil y escondido, de esos lazos que sólo lo disipado y tenue pueden crear. La luna comprende que el acatamiento no es falta de vigor, sino otra manera de enfrentar a quienes nos superan en tamaño o poder. Aunque también es un recurso para rendirse sin perder la identidad. La luna se siente a sus anchas en la noche: la penumbra la exalta al mismo tiempo que la protege. La luna estimula a los poetas y a los locos; a todos aquellos que miran lo que los demás dan por visto. A esas personas que han aprendido a asumir una actitud pasiva del espíritu para que nazca la revelación, el vaticinio, el sortilegio guardado en las palabras. La luna ama lo plateado, se extasía con los azogues, los visos del mercurio y todas aquellas cosas que disfrutan la facultad de reflejar. La luna posee profundas relaciones con los espejos: ellos son como sus hijos, sus criaturas confiadas a los seres humanos. La luna y la mujer tienen un parentesco irrompible; tanto una como otra disponen su ser para que obre en su vientre el milagro. Ambas son ejemplos del asentimiento, del “hágase en mí”, del consentir para alcanzar la plenitud. La luna acoge, admite, consiente; sin reservas, sin condiciones: y al ser y actuar así, permite que el prodigio aparezca, que las profecías se cumplan, que la ilusión halle el mejor terreno para sembrar sus semillas. La luna nos ayuda a entender –hay que repetirlo– que la pasividad no es indiferencia, y que la docilidad no es ausencia de fuerza. La luna subraya que lo apacible tiene una atracción y un efecto tan contundentes como el brío de los soles más enérgicos y avasalladores.

Sol, camino, árbol y desierto

05 lunes Ago 2019

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Alegorías

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Alegoria Prudencia

“Alegoría de la Prudencia”, de Girolamo Macchietti.

El sol

El sol asombra con su persistencia caliente y destellante. El sol no se cansa de anunciar la vida y de regalarla a borbotones de luz. El sol impregna a la desidia y a la abulia de un dinamismo tal que las lanza sin demoras al trabajo, a la odisea cotidiana, a la búsqueda de las utopías más descabelladas. El sol irrumpe, se cuela entre las hendijas, abre todas las ventanas, invita a cantar a los gallos y arroja a los aires infinidad de pájaros. Al decir sol decimos alborada, renacimiento, resurrección, nuevo amanecer. El sol escribe con el fuego; su punzón caliente pinta en los rostros y en los cuerpos humanos manchas de experiencia o de caminos recorridos. El sol es continuo, incansable en su fulgor, no cesa en su empeño de hacer brotar la vida en todas partes. Ese parece ser su destino desde tiempo inmemoriales. Aunque hay que decir también que, en ciertas ocasiones, en su afán por inculcar en la tierra su calor, el sol termina cuarteando y haciendo polvo lo mismo que desea estimular. El sol abre sus brazos para todas partes; no hay en él preferencias ni discriminaciones. El sol es a veces tapado por las nubes; pero no debemos engañarnos: al tener al frente un toldo gris opaco no hace que el sol desista de su empeño luminoso; el anhelo de vida persiste sobre pasajeras nebulosas. No hay oscuridad ni obstáculos suficientes para tapar el deseo de germinar, el impulso de florecer, la epifanía de los hombres y la naturaleza. El sol sabe esto, y de allí proviene su tranquila forma de presentarse, su permanente manera de saludar a todo el universo. Los rayos emitidos por el sol obligan a que los seres humanos no puedan mantener directamente su fulgor; ante la suma grandeza de dar sin miramientos, hay que bajar la cabeza. Por eso al sol lo adoran como un dios, por eso se le consagraban templos y ofrendas. Porque los pueblos de la antigüedad, y aún algunos de hoy, entreveían en el calor del sol el misterio que gesta y mantiene la vida. Es del sol conservar su postura a pesar de los cambios de quienes están a su alrededor; así hayan giros o traslaciones de sus mismos protegidos, el sol no cambia ni su intensidad, ni su abrazo de amarillentos contornos. El sol está ahí, esa parece ser su consigna, ese su lema predilecto. El sol sabe, como toda estrella, que en algún tiempo su pecho incandescente explotará hasta disolverse en el cosmos, que es infinito y silencioso. Pero este destino no logra modificar su tenaz manera de ser dadivoso y pródigo con todos los que favorece de sus calurosos beneficios. Más bien el sol confía en que su labor es mostrar la permanencia del don sobre los intereses y los ardides de las contraprestaciones. Aún extinto el sol confía en que su luz seguirá circulando en el espíritu de los sobrevivientes. El sol, en su ofrecimiento gratuito, nos garantiza a los seres humanos ser parte de la eternidad.

El camino

El camino se abre a nuestra mirada como la evidencia de un horizonte. El camino es, en sí mismo, una constatación de lo interminable. El camino nos muestra con sus meandros que para llegar a un objetivo hay que entender y aceptar los desvíos, los recovecos, las ramificaciones. El camino es un continuo bifurcarse, un itinerario de alternativas. Quien está en el camino entiende que su voluntad se pone a prueba de manera permanente. El camino nos exige el uso de la libertad, nos adiestra en la toma de decisiones. Por eso al estar de  camino experimentamos la alegría de lo ilimitado y la incertidumbre de lo porvenir; porque la libertad tiene mucho de goce al mismo tiempo que de riesgo. Quien camina forja su carácter para enfrentar la contingencia. El camino vincula, pone en comunión dos referentes, dos espacios, dos historias. Es del camino entrelazar, crear redes, abrazar lo que parece imposible de encontrarse. Todo camino prefigura el abrazo, el beso, la alegría del retorno pero, a la vez, el llanto por la partida, el éxodo, la premonición del olvido y el abandono. El camino está ahí para calmar nuestra ansia de aventura, para jalonarnos el sedentarismo del alma o para seducir al estatismo de nuestra mente. Y al estar en camino, al poner los pies en aquella sinuosa ruta, descubrimos que cada paso es ya una forma de apropiarnos del infinito, que una mínima zancada basta para que lo imposible resulte menos altanero en su lejanía. Al estar en el camino, al ponernos en marcha, convertimos un proyecto remoto en cortas metas alcanzables. El camino es una escuela de aproximación confiable a la utopía, una cartilla que aprendemos principalmente a deletrear con nuestros pies.

El árbol

El árbol nos recuerda la permanencia, la tenacidad y la altiva dignidad frente a las inclemencias del entorno. El árbol sube hacia el sol; a pesar de los obstáculos no pierde su propósito ni se desorienta. El árbol es fiel a sus orígenes, a su memoria vegetal que antecede la de los hombres. El árbol muestra fuerza, constancia, tenacidad y certidumbre; pero también protección, cobijo, compañía solidaria. El árbol protege, ampara, es un verde hospicio para el vagabundo o el menesteroso. El árbol ofrece sus ramas como brazos, su hojarasca como techo, su tronco como sostén ante lo inestable. El árbol es un ejemplo de nuestro destino erguido, pero de igual modo de la necesidad de mantener una relación armónica entre nuestros orígenes y nuestros sueños. El árbol vincula la tierra con el cielo; hace las veces de puente entre lo más duro y lo más leve; entre lo que se afianza y aquello otro que necesita liberarse de toda sujeción. El árbol nos educa en esto de echar raíces fuertes para lograr enfrentar los vientos adversos; de beber en el humus de los que nos anteceden para así lograr remontar el vasto paisaje de las nubes. El árbol con su mansedumbre nos precede y nos acoge. Está ahí para decirnos que, a pesar de toda nuestra inventiva o nuestro orgulloso dominio, seguimos siendo parte de la naturaleza. Es decir, que continuamos dependiendo de lo mismo que encarnizadamente destruimos. El árbol majestuoso e impasible es una lección silenciosa de genuina humildad.

El desierto

El desierto nos muestra lo inmenso y, para hacerlo más profundo, lo suma a la seca vastedad. El desierto se jacta de ser semejante hasta donde la vista quiera apreciarlo; su orgullo es ser inmensamente parecido. Sólo acepta la mano invisible del viento que mueve sus formas, pero sin cambiar su esencia. El desierto obliga a los hombres a la diáspora, al éxodo; todo el que trate de habitarlo debe asumir la condición de nómada. El desierto es la prueba de los que anhelan permanencia, de los espíritus fácilmente acomodados o seguros de sí. El desierto enfrenta al ser humano con su sed más íntima, con sus anhelos más preciados. Por eso también el desierto es un lugar de prueba, un sitio en el que el carácter y la voluntad se tensan o se rompen. El desierto obliga a tener un trato directo con el sol; no hay forma de eludir aquellos rayos. El desierto muestra lo difícil que es permanecer mirando la misma estrella, el mismo sueño. No hay sombra cuando se está en el desierto, no hay escapatoria, no hay salida. Si uno está en el desierto, no cuenta sino con sus pensamientos y sus propios recursos. El desierto ha sido un espacio para que los anacoretas o los profetas se confronten. Quien sortea el desierto puede asumir su destino, su misión, su sentido vital. Porque el desierto es, en sí mismo, un lugar para analizarse, para reconocerse, para aquilatar la ilusión y asumir la finitud o los límites. Esa parece ser la paradoja del desierto: siendo un ejemplo de inmensidad, hace evidente nuestras limitaciones. Quien pasa el desierto, y hay relatos y figuras memorables para corroborarlo, puede liberarse a sí mismo y manumitir a otros; quien sale airoso de las arenas del desierto entiende desde el fondo de su corazón que lo importante en la vida es asumir a fondo un proyecto, una utopía, un ideal. Que sin ese horizonte, no seríamos muy diferentes a las bestias. El desierto es un paisaje que nos invita a sentirnos como dioses. 

Cielo, palmera, piedra y viento

22 lunes Jul 2019

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Alegorías

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Battista Dossi Alegoría de la noche

“Alegoría de la noche” de Battista Dossi.

El cielo

El cielo está siempre cubriéndonos; tiene mucho de seno nutricio o de abrazo protector. El cielo, aunque distante, posee en su abundancia la forma de la cercanía. Cada quien puede tomar algo de esa cobija celeste y hacerla suya como si fuera el cobertor de su infancia. El cielo es amplísimo, extenso, infinito. Al mirar al cielo aumentamos la capacidad de los pulmones y logramos insuflarnos un aire especial en el espíritu. El cielo nos hace sentir que no estamos solos, que a pesar de nuestras penas o nuestras angustias, siempre está ese manto azulísimo para escuchar nuestros lamentos. El cielo tiene la particularidad de brillar aún más en la oscuridad. El día le da vastedad, pero la noche le otorga su dimensión profunda. El cielo nocturno desnuda el verdadero tejido que lo hace fascinante: cada puntada es una estrella, cada zurcido un lucero destellante. El cielo en la noche sirve para rememorar el origen más remoto de la vida: somos polvo de astros. El cielo nocturno es aún más inabarcable que el de día, tiene un parentesco con los inicios del mundo y la primera aparición de los dioses. El cielo azul u oscuro tensa la pequeñez de los seres humanos hasta las fronteras de lo desconocido. El cielo es sobrecogedor, incognoscible, sagrado. El cielo es un regalo de la eternidad, una muestra diaria de lo que perseguimos a sabiendas de nunca lograrlo poseer. Gracias al cielo, en particular el de la noche, los hombres aprendimos a soñar y, al hacerlo, logramos despertar la imaginación, la única vía para ceñir lo inconmensurable.

La palmera

La palmera es portadora estilizada de flexibilidad. No tiene anchas cortezas ni grueso cuerpo, pero su misma maleabilidad le otorga una fortaleza a prueba de tifones y huracanes desalmados. La palmera es muy fuerte en su alma cimbreante, es una fortaleza hecha de no oponerse a los elementos, sino de saber adaptarse a las circunstancias. La palmera cifra su temple en el modo de doblarse, en la cimbreante contextura de su tronco. La palmera convierte la arena en agua salvadora para el náufrago, en carne blanca para el perdido en las islas desiertas o para los que tienen el alma a la deriva. Si uno está cerca de una palmera puede sentirse en tierra firme, logra poblar su soledad y confiar en que no sufrirá de sed. La palmera mantiene con el viento una conversación solidaria: comprende lo que esas ráfagas ensordecedoras proclaman a todos los puntos cardinales. La palmera es un modelo de la escucha empática y profunda, de saber descifrar el mensaje oculto detrás del estruendo de la furia y el caos arrollador. La palmera hunde sus raíces en la tranquilidad, en una tierra que sabe conservar el zumo de lo imperturbable. No teme la palmera desordenar sus cabellos o quedar con poquísimos atuendos; no hay en la palmera un asomo de posesión. Toda ella es una bandera de libertad, un estandarte que se hace más sólido en la misma medida en que se libera de pesos y accesorios. La palmera es tan celosa de su figura que siempre alberga una curva, un arco, así sea mínimo, para conservar su esbelto movimiento. La palmera nos muestra que las corazas exteriores son demasiado vulnerables, y que una fragilidad pacientemente cultivada, anillo por anillo, logra sobrevivir a las ofensas devastadoras del afuera inclemente. La palmera encarna una evidencia: se es flexible cuando logramos acompasar o sintonizar las contingencias exteriores con el ritmo interno del corazón.

La piedra

La piedra está ahí para enseñarnos la inamovible dureza.  Su ser es una potente ilustración de lo que se nos opone o eso otro que llamamos realidad. La piedra permanece, no se altera, conserva un mismo temperamento y una misma actitud. La piedra no tiene emociones o, si las tiene, las ha secado al máximo. Por eso permanece idéntica, no se transforma, ni sufre alteraciones. La piedra tiene parentescos secretos con la eternidad, y se ufana de nuestros limitados años de finitud. La piedra es consistente, a pesar de su multiforme manera de existir. Todo aquel que se enfrenta a la piedra resulta herido o desesperado; o quizá, como en un juego de niños, la forma de dominar su dureza sea cubriéndola con algo leve, abrazándola en lugar de destruirla. La piedra conoce de su potencial como arma, de su agresiva fisonomía. Sabe también que si se multiplica, si se deja organizar por hábiles manos, logra ser un espacio de refugio, de soledad, de defensa absoluta. Los grandes místicos conocen de estas virtudes de la piedra, los ensimismados adoran su muro protector. Toda piedra viene del fondo, de un lugar subterráneo habitado por el fuego; y por eso mismo la piedra se levanta hacia el cielo, porque esa es su querencia, su anhelo, su ilusión. La piedra pesa, su firmeza la lleva a permanecer estática. Su fortaleza la inmoviliza. Por eso, aunque ella misma no lo necesite, a pesar de no albergar en su médula rígida esos comportamientos, le gusta que alguna mano la cambie de sitio; así sea unos cuantos milímetros. En esa nueva posición vuelve a elaborar su proyecto de permanencia, su casa de inalterabilidad. Ella no puede evitarlo, porque desde su centro, lo que se irradia es solidez. La piedra es compacta, resistente y, del mismo modo, áspera y rigurosa. No resulta fácil relacionarse con la piedra; se necesita paciencia de artesano y una confianza absoluta. La piedra simboliza la resistencia de lo inmóvil, el modo como lo intemporal se muestra a los ojos de los seres frágiles y finitos.

El viento

El viento es rápido y cambiante porque está hecho de levedad. Su consistencia le permite moverse con rapidez; es, por excelencia, el antónimo de la quietud. El viento dice con su ir de aquí para allá que la vida es movimiento, que la acción es el antídoto contra cualquier forma de muerte. El viento con sus oleadas, a veces refresca y, en otras ocasiones, amenaza. El viento tiene intensidades, eso lo convierte en un ser indescifrable. Al igual que el mar –con quien tiene lazos de sangre–, es misterioso, inasible, de súbitos cambios y temperamento caprichoso. El viento es fluido como el agua y puede colarse o meterse por cualquier hendidura; su modo de transpirar es multiforme y adaptativo. A su paso vivifica lo viejo, esparce las semillas y cada cosa resguardada parece tener un baño de jovialidad. Aunque es invisible, se lo puede sentir; a pesar de andar oculto lo percibimos vibrar en cada hoja de los árboles, en el ondear de los trigales, en las campanillas de los pórticos de las casas, en la mano escondida que exprime y seca las ropas en los techos. El viento aúlla como los lobos; posee voz de animal nómada. Porque el viento es salvaje, le gusta ocultarse en las montañas, en lo más alto, para entonar sus melodías de silbidos penetrantes. El viento detesta la pesadez, prefiere el compás de la ligereza y un caminar sutil que le permite adelgazarse hasta la máxima suavidad. El viento ama las cometas porque lee en ellas su vocación incorpórea, porque adivina en su fisonomía de papel una disposición total para habitar el vuelo. El viento se jacta de su ingravidez, y este no estar atado a otros, esta liberalidad, lo hace desenvuelto y juguetón. El viento es lúdico, travieso, aventurero. Por no tener cadenas, el viento puede entrar y salir de donde quiera; por no tener lastres, anda de excursión como cualquier niño curioso. El viento proclama libertad a donde vaya; dice con sus ráfagas y su rugido que lo mejor es ser espontáneo y emanciparse de yugos de toda índole. El viento es el emblema de las almas con franquicia, de los espíritus realmente independientes.

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