
Ilustración de Pawel Kuczynski.
Quisiera empezar esta entrevista preguntándole, así sea de manera muy general, ¿qué es para usted la semiótica?
Yo creo que la semiótica es antes que nada una manera particular de leer. Una actitud ante el mundo y la vida por la que sospechamos que lo que está ante nuestros ojos no es lo que es. Que lo inmediato nos engaña, que detrás de todo eso que llamamos natural se esconde un fino entramado, un tejido cultural. Estamos inmersos entre signos, somos consumidores y productores de signos, nos socializamos y nos educamos a partir de ellos. En fin, el mundo que habitamos ya es de por sí un mundo signado. Entonces, la semiótica viene siendo como una especie de alfabetismo para poder leer esa maleza sígnica que nos circunda, una habilidad para descifrar ese enorme texto de la realidad. O, para ser más precisos, la semiótica es el abecedario, la cartilla con la cual podemos leer la vida cotidiana.
¿Pero acaso hay alguien que no lea cotidianamente la realidad? ¿No podría pensarse que la semiótica es como una habilidad natural que se va perfeccionando con la propia experiencia?
Yo hago una distinción: una cosa es ser consumidor de signos y, otra, lector de los mismos. Todos, pienso, participamos de ese permanente trato con los signos; pero lo que se propone la semiótica es ir más allá del mero uso; con la semiótica dejamos de ser sujetos pasivos de la cultura. De allí que, cuando uno lee semióticamente, tiene que volverse extranjero de la misma parcela de realidad que se propone descifrar.
¿Por qué no nos amplía un poco más eso de volverse extranjero?
De acuerdo. Y voy a hacerlo a través de un ejemplo. Qué más natural que usar unos cubiertos cuando llevamos nuestros alimentos a la boca, qué más común y cotidiano. Sin embargo, y permítame recordarle el texto, El imperio de los signos, en donde Roland Barthes a partir de los cubiertos de otra cultura, descubre las diferencias entre los palillos y el cuchillo y el tenedor. O para decirlo de manera más recia: sólo cuando Barthes es extranjero ante las formas de mesa de otra cultura, descubre o cae en la cuenta de las formas de significar de la cultura de la cual hace parte. Ser extranjero, por lo mismo, demanda una capacidad de lectura en donde hay que remontar los límites de lo obvio, de lo natural, de lo dado por hecho. Leer semióticamente es aprender a sospechar.
Ha usado varias veces la palabra “sospecha”, ¿a qué se debe esa insistencia?
Sospechar es tomar distancia de los hechos, los eventos, las cosas, las personas. Esa toma de distancia nos ayuda a comprender asuntos que, por estar inmersos en ellos, no podemos apreciar a cabalidad. Sospechar es poner entre paréntesis para no ser crédulos o para aceptar como incuestionables verdades o ideologías. La sospecha ha sido una de las claves de la filosofía y un detonante para la investigación científica. Piense no más, en todos los “maestros de la sospecha”: Freud, Nietzsche, Marx, y cómo lograron leer en profundidad los signos de su época, fisurar los sistemas, escavar dentro de las cosmovisiones de su mundo. El semiotista, por eso mismo, cuestiona, pregunta, entrevé, intuye, conjetura, olfatea su entorno como si fuera un detective.
¿Y cómo se empezaría a ser un alfabetizado en la semiótica?
Pienso que exacerbando los sentidos, así como pedía Arthur Rimbaud a los poetas; mirando con cuidado, escuchando con atención, tocando el mundo, oliscando todos esos indicios que están ahí frente a nuestras narices, pero que la mayoría de las veces pasan desapercibidos. Lo otro, es estar atentos, alertas a la realidad circundante. Los semiotistas son vigías de los textos y los contextos, de los intertextos y los paratextos… Instalados en una atalaya del entendimiento, perciben relaciones, ven diferencias, aprecian los matices. Digamos que el fundamento del semiotista puede sintetizarse en un axioma de hondas raíces artísticas: mirar lo que todos los demás dan por visto.
¿La familia podría contribuir en algo a esta alfabetización semiótica?
Por supuesto que la familia es fundamental en esta cualificación de los sentidos. En mi caso, por ejemplo, fueron mis padres y mis familiares los que me cualificaron el entorno. Recuerdo la importancia de “atisbar”, de “distinguir”, de “poner la oreja” y “afinar el ojo”. Aunque esa primera socialización fue en el campo, creo que resultó muy efectiva, y ya estaba interiorizada cuando enfrenté el mundo citadino. La crianza genuina implica eso, ofrecer algunas claves para leer los signos de mundo y esos otros no tan evidentes como los sentimientos o las relaciones humanas. Quizá la crianza consista, como buena parte la educación, en depositar algunas claves de lectura de la vida y de la cultura para poder habitarlas y otorgarles sentido. Tal vez hemos ido perdiendo ese papel de ser hitos, puntos de referencia, con las nuevas generaciones; de pronto hemos supuesto que tales habilidades se aprenden sin ninguna mediación.
Hablaba usted de la educación, ¿la escuela también es fundamental en este propósito?
Su papel es esencial. Creo que los maestros y maestras, más allá de impartir conocimientos, tienen la función de proveerles a los estudiantes unos “miradores”, unos lentes para hacer legible el mundo que les toca en suerte. Y más en esta época, cuando hay tal avalancha de información, que no es fácil diferenciar una cosa de otra; una época en donde todo circula pero no se tiene el juicio formado para aquilatar lo valioso de la mera basura insustancial. Y lo que se llama hoy “lectura crítica”, sería una labor para todos los educadores de todas las áreas. Esa lectura, la que pone en relación la parte con el todo, la que coteja el texto con los contextos, la que aquilata diversos puntos de vista, la que saca a la luz las ideologías ocultas, esa lectura es, en sí misma, una propuesta semiótica.
Bien, ¿me gustaría que me dijera cómo empezó a familiarizarse con la semiótica?
Decía hace un momento que mis primeros años fueron en el mundo rural. Ese contexto te obligaba a leer sus signos muy rápidamente: el humo, las marcas de las bestias, la forma de los árboles, el canto de los pájaros, los cambios en el clima… cada cosa hacía parte de una cartilla amplísima. Ir con mis tíos de cacería era una clase de semiótica aplicada fascinante. Todas las cosas dejaban marcas, huellas, indicios. Y aquellos infinitos caminos y esa cantidad de árboles poseían rasgos de distinción, elementos para diferenciarlos. Después, mucho más tarde, vino mi interés por el dibujo y la imagen, por el diseño, y más tarde mis estudios de literatura y el descubrimiento del estructuralismo y, años después, aconteció mi vinculación con el campo de la comunicación. Fue allí, en la carrera de comunicación social en donde me dediqué a profundizar en esta disciplina y en la que tuve por varios años mi asignatura de semiótica en tercero y quinto semestre.
¿Y cómo eran esas clases?
El primer curso era de semiótica básica y el segundo de semiótica aplicada. Recuerdo que trabajábamos el Tratado de semiótica general de Umberto Eco, la Teoría de los signos de Charles Morris y a alguien muy importante para mí, Charles Sanders Peirce, con su obra La ciencia de la semiótica. Leíamos esos autores y aplicábamos sus conceptos a los medios de comunicación y a asuntos de la vida cotidiana; por ejemplo, analizar los telenoticieros, la moda de los estudiantes según las distintas carreras, los avisos publicitarios, las señales de tránsito o las páginas de un periódico. Eran clases enfocadas a proveer a los estudiantes de unos miradores, de un método, de un vocabulario mediante el cual analizaran aquello mismo que estaban estudiando en su carrera. Veíamos cine, leíamos textos diversos y desarmábamos el significado de una obra de teatro, de una pintura o de una novela.
Los medios de comunicación estaban en el ojo de sus preocupaciones, ¿por qué?
Por formar parte de los intereses profesionales de los estudiantes y porque son los medios los que construyen una forma de apreciar la realidad. No hay que olvidar que los medios “fabrican” una idea del mundo y de las personas; editan el entorno para dárnoslo organizado de una particular manera. En consecuencia, nos tocar volver a desmontar esa puesta en escena para saber qué han dejado por fuera, qué han sobredimensionado o qué intención implícita están fraguando. Para nadie es un secreto que la televisión, y más en aquel tiempo, es un agente socializador tan importante como la familia o la escuela. Así que, era un buen laboratorio para apreciar cómo se recepcionaban los signos y facilitarles a los estudiantes un lenguaje consciente para producirlos.
En lo que he podido averiguar, usted dirigió varias tesis de pregrado relacionadas con el tema de la publicidad, ¿a qué se debió ese interés?
Corresponde, precisamente, a esa época. Fue un reconocimiento de mis estudiantes a lo que hacía o provocaba en aquellas clases de semiótica. O eran la continuidad de los trabajos finales que los estudiantes realizaban a lo largo del semestre. Tengo en mi memoria los recursos de análisis ideados por Barthes, sobre “El mensaje publicitario” o aquellos otros señalados por Georges Péninou o Juan Magariños para desentrañar la lectura de la publicidad: símbolos, íconos, índices… y cómo las figuras retóricas creaban con el lenguaje propio de la imagen (punto, línea, plano, color, textura, color, escala…) una seducción o persuasión en las piezas publicitarias. Lo que me animaba al dirigir esas tesis era estudiar o diseñar con mis estudiantes máquinas de defensa conceptual para develar los mecanismos de seducción de las mercancías, del consumo.
De igual forma, dirigió tesis sobre los cómics, teatro, fotografía…
Esa era una apuesta didáctica de aquel entonces: todos los conceptos enseñados y discutidos en clase tenían que ser validados en la práctica, llámese una serie de televisión como el “El profesor Yarumo” a la cual le aplicamos los trece signos propuestos por Tadeus Kowzan para el teatro; o las ideas de Lorenzo Vilches las validábamos en la fotografía de prensa o los aportes de lectura de la imagen de Joan Costa se hacían evidentes en una tesis sobre la fotografía o los cómics. Cuánto leyeron mis estudiantes a Santos Zunzunegui y a Francesco Casetti y a Edward Hall, el gran analista del espacio… Trabajos y trabajos que los estudiantes consideraban arduos pero, al mismo tiempo, interesantes.
¿Qué otros libros lo inspiraron?, ¿cuáles fueron esos autores que sirvieron de iniciadores en este campo?
Un pequeño manual de Sebastià Serrano, titulado precisamente, La semiótica; el Barthes de Mitologías y el Sistema de la moda, la Semiótica del arte de Yuti Lotman, El sistema de los objetos de Jean Baudrillard… Muchos libros y otros tantos autores.
¿Cuándo publicó su libro La cultura como texto. Lectura, semiótica y educación?
Eso fue unos años después. Como resultado de todas esa experiencia tanto académica como de investigación durante esos años en la carrera de comunicación, en la carrera de Diseño industrial y luego en la Maestría en Educación de la Universidad Javeriana, fui ordenando y sistematizando varias de mis producciones relacionadas con esta disciplina. A mis anteriores inquietudes se sumaron los temas de la lectura y la escritura y el asunto de los métodos idóneos para hacer lectura semiótica. En el prólogo de ese libro hago un recorrido más detallado de esas búsquedas y saco en limpio muchas de las ganancias que la semiótica tuvo para mí y para alguien interesado en ser un activo participante de la cultura y no un simple y pasivo consumidor de signos. El libro fue editado por la Universidad Javeriana y tuvo muy buena acogida. Muy pronto haré una reimpresión bajo otro sello editorial.
¿Y qué cosas pudo sacar en limpio?
Por lo menos tres cosas. La primera, que la semiótica era y sigue siendo una poderosa herramienta conceptual para leer el mundo que habitamos. Una especie de metalenguaje traductor con el cual es posible desenredar los sendos hilos con que está tejida la propia sociedad y las ajenas. La segunda, que al ser hábiles lectores de signos, nos puede ser más fácil presentarnos como ciudadanos interculturales, capaces de cuestionar nuestras propias creencias y, lo más importante, más aptos para aceptar la pluralidad y la diversidad de otros conglomerados sociales. Creo que un buen semiotista es menos fanático y menos sectario. Tercera, que la semiótica permite apropiarse de una lógica para investigar o dar cuenta de un problema, un tema o un hecho social. Para mí ha sido fundamental tener un método, una especie de lógica para ordenar la cabeza. Tal esquema de pensamiento, en el que se conjugan la lógica, la antropología, la sociología, la psicología, las artes y la filosofía, ha sido estratégico para desentrañar los textos, en sentido amplio, y para enriquecer las aproximaciones al campo de la literatura.
Ese es un asunto que me interesa profundizar, ¿cómo vinculó usted la semiótica con la literatura?
La clave estuvo en juntar la idea de “semiosis” de Peirce con la hermenéutica, especialmente de todo lo que había aprendido de mi maestro Paul Ricoeur. Llamé a esa propuesta, precisamente, “semiosis-hermenéutica” y consiste en combinar dos momentos: uno de orden estructuralista para desarmar el texto o la unidad cultural y otro, de espíritu hermenéutico para recomponer eso mismo que hemos analizado. La primera etapa nos da elementos para la explicación y, el segundo, para la comprensión. Al juntar esos dos momentos logramos la interpretación del texto literario. Le sumé a esta propuesta una síntesis gráfica, que denominé “redes paragramaticales” en la que es fácil apreciar las relaciones entre las partes y el conjunto. Como puede ver, es un método depurado de lectura, para salir del impresionismo o el mero impacto emocional provocado por una obra literaria.
Pero usted también ha dedicado buena parte de sus investigaciones y sus escritos al campo de la educación, ¿ahí, qué papel ha cumplido la semiótica?
Ha servido para muchísimas cosas. Pienso en el valor de la proxémica y su utilidad para que los maestros descubran y saquen partido del espacio, de las distancias y el territorio en el que necesariamente se inscribe una clase; de igual manera, en los aportes de la Kinésica y sus hallazgos sobre el significado del cuerpo y la postura para el acto de enseñar, el valor de las manos o la mirada para que un mensaje sea motivador o facilite el aprendizaje. De igual modo están las contribuciones de la paralingüística, lo que tiene que ver con la entonación, las inflexiones de la voz, y su incidencia en el uso intencionado del discurso de los docentes… Además, está la conciencia que la semiótica logra ofrecernos sobre los objetos, sobre los vínculos entre maestro y alumno, sobre los indicios o las huellas en una evaluación, sobre la didáctica misma expresada en la producción de materiales, y en los múltiples usos de la imagen…
Por lo que entiendo, para los educadores es primordial aprender semiótica…
Desde luego que sí, pero no solamente a estos profesionales. Pienso en los administradores, en los profesionales de las ciencias de la salud, en todas las profesiones de servicio social, en aquellos que actúan o llevan a cabo alguna ciencia social, en todos ellos, además de los comunicadores y publicistas, la semiótica es una ayuda, un recurso, una maleta de primeros auxilios para favorecer la interrelación, el contacto, la vía arteria del diálogo o la socialización. Analice usted este mundo de las nuevas tecnologías y coincidirá conmigo en que sin una buena alfabetización semiótica no lograremos sobrevivir al caótico universo de información indiscriminada o a la avalancha capitalista de los mercados globalizados.
¿Y cuál cree usted que es el papel de la semiótica en las sociedades contemporáneas?
A lo mejor el papel de la semiótica en estas sociedades tenga que ver con todo lo que le he venido diciendo: una llave para develar lo que se obstina en esconderse; una herramienta de desmonte de lo que está sistemáticamente clausurado o vedado por el poder; un dispositivo crítico para ser algo más que consumidores de información; un modo de leer cualquier tipo texto, para asediarlo desde ángulos diversos y en diferentes niveles; una dotación de útiles ciudadanos a partir de los cuales podemos comprender lo que somos y, a la vez, convivir con lo distinto sin por ello entrar a violentarlo o destituirlo porque no lo comprendemos.
Siendo la semiótica de gran utilidad, ¿por qué, entonces, parece no estar en primer plano o en las agendas académicas de hoy?
La razón es apenas obvia: entre más obnubilados estemos por la sociedad de consumo, entre más cándidos e incautos seamos, más fácil será que nos portemos como consumidores ansiosos y demandantes. Eso de una parte. De otra, los medios masivos de comunicación, cada vez más aliados con los grupos de poder hegemónicos, tienden a la entretención fácil, a encantarnos con las sirenas de la banalidad y lo frívolo. A estos medios tampoco les interesa que desarrollemos habilidades semióticas, so pena de que su negocio fracase o pierdan considerables audiencias. Finalmente, parte del poco énfasis de la semiótica en el espacio educativo, está asociado a que la escuela (y no me refiero sólo a la básica, sino también a la educación superior) perdió de vista el norte de formar un criterio en sus estudiantes y se ha dedicado especialmente a pensar en pruebas censales o a favorecer unas competencias demandadas por el mundo de la empresa o el mercado, y no por la misión fundamental de todo acto educativo: liberar el pensamiento, generar autonomía moral, propiciar el juicio sobre lo dado con el fin de posibilitar la recreación de otros mundos, de otras realidades, de otras maneras de estar en sociedad. Ahí está el desafío y, de igual modo, la oportunidad para ofrecerle a las nuevas generaciones esta gama de útiles cognitivos para analizar su entorno o idear alternativas innovadoras para transformarlo.