“¿Quién crees que eres?”, Recreación de Andreas Smetana.
Lo primero que uno nota cuando se encuentra con el semiotista es su agudo sentido de la observación. Nada del entorno le resulta desapercibido. Tiene, por decirlo así, una conciencia vigilante del entorno. Detalla los objetos, las personas, los lugares, los avisos de las tiendas, los vehículos de transporte, con golpes rápidos de mirada y una agudeza de felino. Siempre está alerta a detectar señales, signos o indicios que comunican alguna cosa, así sean poco relevantes o no tan notorios a primera vista. El semiotista descubre ese aviso promocional que está en el tercer piso de un edificio y que parece hablarle al viento, se percata de una similitud en las placas de varios automóviles en una avenida, observa rasgos de similitud entre los transeúntes, pone en evidencia las faltas de ortografía en los avisos callejeros. Es un observador perspicaz, despierto al mundo que lo rodea.
Quizá esta aguda observación se deba a que el semiotista es una persona con una enfocada atención al ambiente y a las personas. Si algo sobresale en su comportamiento es que puede concentrarse o enfocar su atención sin distraerse. Si habla con alguien, está pendiente de lo que dice la otra persona; si llega a un lugar nuevo, busca señales que le permitan ubicarse y habitar cuanto antes el territorio; si lee un texto, no deja por fuera los contextos o la letra menuda. La atención del semiotista lo convierte en un ser curioso, en alguien que hace preguntas, en un investigador habitual. Por estar atento no subvalora la información, y por estar atento le queda fácil llenarse de razones para comprender los asuntos o las situaciones.
Al tener esa atención concentrada, al semiotista le queda fácil establecer relaciones, tender puentes, fusionar realidades lejanas. Escuchar al semiotista es apreciar cómo hace inferencias, cómo induce asuntos complejos a partir de algo sencillo. Por eso su proceder en la vida cotidiana se parece mucho al de un detective: coteja evidencias, se percata de puntos de convergencia entre distintas fuentes, avizora resultados por hipótesis progresivas. El semiotista, en este sentido, hace permanentes ejercicios de abducción. Aquí cabe decir que esa capacidad o habilidad para acoplar, combinar o entrelazar asuntos diversos, lo torna en una persona altamente creativa. El semiotista tiene habituales ocurrencias, le sale el humor con facilidad, cuando no la ironía o el sarcasmo. Juega permanentemente con las palabras, mirando los cambios de sentido y la ambigüedad de los términos.
Otra cosa que puede apreciarse al hablar o escuchar al semiotista es su riqueza de conocimientos. Su “capital cultural” es abundante, heterogéneo. No es un profesional de una sola disciplina; además de su gusto por la filosofía, y especialmente por la lógica, es un apasionado de las ciencias sociales. Se interesa por la antropología, por la sociología, por la etnografía, por la historia y por la psicología; tiene un bagaje amplio en las artes y es un adicto a la literatura, a la poesía, al cine. El semiotista, por lo mismo, es un gran lector. Cuenta con un arsenal de información que le permite cualificar su percepción y afinar sus análisis. Practica la interdisciplinariedad y cree profundamente en la correspondencia entre las diversas áreas o disciplinas del saber; de allí que elabore estudios comparados o aproximaciones plurales a la realidad.
Cuando uno mira al semiotista trabajar observa que sus análisis van por capas, por niveles, por planos; hace cortes, descompone, recorta, vuelve a pegar; multiplica el mismo texto en el que está interesado o visualiza una y otra vez la misma película; relee y subraya, glosa los textos. Acude a fichas, a notas adhesivas, a banderitas para destacar algo en particular. Emplea separadores, señaladores y colores, muchos colores. Su oficio es artesanal, de taller; requiere el dominio de herramientas y seguir, paso a paso, operaciones o procedimientos específicos; usa filtros, guías, tachaduras, enmiendas permanentes. Por lo demás, hay algo lúdico y recreativo en todo lo que hace el semiotista. Su mayor logro, al terminar la obra, es observar regocijado cómo afloran significados subterráneos, cómo emergen categorías inéditas o cómo aparecen perfectamente organizadas las piezas que no encajaban del rompecabezas.
Es notoria la facilidad con que el semiotista halla estructuras, revela oposiciones, hace cuadros comparativos, diseña redes semánticas, elabora matrices de análisis. A su pensamiento no le basta hablar o argumentar; de igual modo le es vital articular en una imagen, en una representación visual, lo que parece desconectado o desarticulado. Al semiotista le fascina hacer rejillas, diagramas, esquemas. Aunque observa a las personas y a la vida cotidiana con ojos vivaces, cuenta con un repertorio de lenguaje gráfico que le permite traducir ese mundo en otro más legible o potente para descifrarlo. El semiotista tiene una orientación mental hacia lo sistémico, hacia las oposiciones y dicotomías, hacia los rasgos distintivos, hacia los modelos y hacia los cuadros lógicos.
No cabe duda, y eso puede apreciarse en los diálogos casuales o en las disertaciones públicas del semiotista, que su actitud es de sospecha, de duda, de poner entre paréntesis o, como se dice en el lenguaje coloquial, de “no tragar entero”. Al semiotista le cae bien el epíteto de persona crítica, pero no por arrogante o rebelde, sino porque intuye que “de eso tan bueno no dan tanto” y porque “todo depende del cristal con que se mira”. Así, pues, el semiotista muestra los resortes de los engatusamientos, saca a la luz creencias que parecían naturales, desenmascara las buenas conciencias y pone de manifiesto la trasescena de los hechos sociales. A veces su voz parece disonante, aunque lo que dice pone a pensar y a reflexionar a los demás. El semiotista en algunas ocasiones es un aguafiestas del sentido común o sus apuntes y reflexiones se convierten en un irritante aguijón para las crédulas y dóciles conciencias.
Una última particularidad del semiotista reside en su interés por los mensajes de los medios masivos de comunicación, por la publicidad, por la moda, por las tecnologías de consumo masivo y por la circulación de la información grupal. Digo que es una preocupación porque al semiotista le interesa analizar la dinámica de la opinión pública, el acontecer de las masas y las audiencias, los rituales de grupo, las prácticas colectivas, las convicciones compartidas por una sociedad. Esta inquietud del semiotista apunta a desentrañar los mecanismos velados de las ideologías, de las creencias, de los imaginarios que movilizan las conciencias. En esta perspectiva, el semiotista no es un ermitaño o alguien marginal; por el contrario, se siente a gusto entre la gente, participa de las dinámicas sociales como un actor o un espectador activo. Frente a una pantalla o de cara a un espectáculo no se siente alienado, sino lleno de estímulo para descubrir las redes y las constelaciones que los signos tejen en su función de forjar cosmovisiones o elaborar una representación verosímil de la realidad.
Al semiotista se lo ve siempre meditando, tomando apuntes, absorto en las minucias de la vida cotidiana. Es un gran caminante de las ciudades, una persona hábil para entablar conversaciones y explorar como aventurero territorios desconocidos. El semiotista no cesa de interpelar a la sociedad y a la cultura. De alguna manera, se parece a un niño inquieto y curioso.
Quisiera empezar esta entrevista preguntándole, así sea de manera muy general, ¿qué es para usted la semiótica?
Yo creo que la semiótica es antes que nada una manera particular de leer. Una actitud ante el mundo y la vida por la que sospechamos que lo que está ante nuestros ojos no es lo que es. Que lo inmediato nos engaña, que detrás de todo eso que llamamos natural se esconde un fino entramado, un tejido cultural. Estamos inmersos entre signos, somos consumidores y productores de signos, nos socializamos y nos educamos a partir de ellos. En fin, el mundo que habitamos ya es de por sí un mundo signado. Entonces, la semiótica viene siendo como una especie de alfabetismo para poder leer esa maleza sígnica que nos circunda, una habilidad para descifrar ese enorme texto de la realidad. O, para ser más precisos, la semiótica es el abecedario, la cartilla con la cual podemos leer la vida cotidiana.
¿Pero acaso hay alguien que no lea cotidianamente la realidad? ¿No podría pensarse que la semiótica es como una habilidad natural que se va perfeccionando con la propia experiencia?
Yo hago una distinción: una cosa es ser consumidor de signos y, otra, lector de los mismos. Todos, pienso, participamos de ese permanente trato con los signos; pero lo que se propone la semiótica es ir más allá del mero uso; con la semiótica dejamos de ser sujetos pasivos de la cultura. De allí que, cuando uno lee semióticamente, tiene que volverse extranjero de la misma parcela de realidad que se propone descifrar.
¿Por qué no nos amplía un poco más eso de volverse extranjero?
De acuerdo. Y voy a hacerlo a través de un ejemplo. Qué más natural que usar unos cubiertos cuando llevamos nuestros alimentos a la boca, qué más común y cotidiano. Sin embargo, y permítame recordarle el texto, El imperio de los signos, en donde Roland Barthes a partir de los cubiertos de otra cultura, descubre las diferencias entre los palillos y el cuchillo y el tenedor. O para decirlo de manera más recia: sólo cuando Barthes es extranjero ante las formas de mesa de otra cultura, descubre o cae en la cuenta de las formas de significar de la cultura de la cual hace parte. Ser extranjero, por lo mismo, demanda una capacidad de lectura en donde hay que remontar los límites de lo obvio, de lo natural, de lo dado por hecho. Leer semióticamente es aprender a sospechar.
Ha usado varias veces la palabra “sospecha”, ¿a qué se debe esa insistencia?
Sospechar es tomar distancia de los hechos, los eventos, las cosas, las personas. Esa toma de distancia nos ayuda a comprender asuntos que, por estar inmersos en ellos, no podemos apreciar a cabalidad. Sospechar es poner entre paréntesis para no ser crédulos o para aceptar como incuestionables verdades o ideologías. La sospecha ha sido una de las claves de la filosofía y un detonante para la investigación científica. Piense no más, en todos los “maestros de la sospecha”: Freud, Nietzsche, Marx, y cómo lograron leer en profundidad los signos de su época, fisurar los sistemas, escavar dentro de las cosmovisiones de su mundo. El semiotista, por eso mismo, cuestiona, pregunta, entrevé, intuye, conjetura, olfatea su entorno como si fuera un detective.
¿Y cómo se empezaría a ser un alfabetizado en la semiótica?
Pienso que exacerbando los sentidos, así como pedía Arthur Rimbaud a los poetas; mirando con cuidado, escuchando con atención, tocando el mundo, oliscando todos esos indicios que están ahí frente a nuestras narices, pero que la mayoría de las veces pasan desapercibidos. Lo otro, es estar atentos, alertas a la realidad circundante. Los semiotistas son vigías de los textos y los contextos, de los intertextos y los paratextos… Instalados en una atalaya del entendimiento, perciben relaciones, ven diferencias, aprecian los matices. Digamos que el fundamento del semiotista puede sintetizarse en un axioma de hondas raíces artísticas: mirar lo que todos los demás dan por visto.
¿La familia podría contribuir en algo a esta alfabetización semiótica?
Por supuesto que la familia es fundamental en esta cualificación de los sentidos. En mi caso, por ejemplo, fueron mis padres y mis familiares los que me cualificaron el entorno. Recuerdo la importancia de “atisbar”, de “distinguir”, de “poner la oreja” y “afinar el ojo”. Aunque esa primera socialización fue en el campo, creo que resultó muy efectiva, y ya estaba interiorizada cuando enfrenté el mundo citadino. La crianza genuina implica eso, ofrecer algunas claves para leer los signos de mundo y esos otros no tan evidentes como los sentimientos o las relaciones humanas. Quizá la crianza consista, como buena parte la educación, en depositar algunas claves de lectura de la vida y de la cultura para poder habitarlas y otorgarles sentido. Tal vez hemos ido perdiendo ese papel de ser hitos, puntos de referencia, con las nuevas generaciones; de pronto hemos supuesto que tales habilidades se aprenden sin ninguna mediación.
Hablaba usted de la educación, ¿la escuela también es fundamental en este propósito?
Su papel es esencial. Creo que los maestros y maestras, más allá de impartir conocimientos, tienen la función de proveerles a los estudiantes unos “miradores”, unos lentes para hacer legible el mundo que les toca en suerte. Y más en esta época, cuando hay tal avalancha de información, que no es fácil diferenciar una cosa de otra; una época en donde todo circula pero no se tiene el juicio formado para aquilatar lo valioso de la mera basura insustancial. Y lo que se llama hoy “lectura crítica”, sería una labor para todos los educadores de todas las áreas. Esa lectura, la que pone en relación la parte con el todo, la que coteja el texto con los contextos, la que aquilata diversos puntos de vista, la que saca a la luz las ideologías ocultas, esa lectura es, en sí misma, una propuesta semiótica.
Bien, ¿me gustaría que me dijera cómo empezó a familiarizarse con la semiótica?
Decía hace un momento que mis primeros años fueron en el mundo rural. Ese contexto te obligaba a leer sus signos muy rápidamente: el humo, las marcas de las bestias, la forma de los árboles, el canto de los pájaros, los cambios en el clima… cada cosa hacía parte de una cartilla amplísima. Ir con mis tíos de cacería era una clase de semiótica aplicada fascinante. Todas las cosas dejaban marcas, huellas, indicios. Y aquellos infinitos caminos y esa cantidad de árboles poseían rasgos de distinción, elementos para diferenciarlos. Después, mucho más tarde, vino mi interés por el dibujo y la imagen, por el diseño, y más tarde mis estudios de literatura y el descubrimiento del estructuralismo y, años después, aconteció mi vinculación con el campo de la comunicación. Fue allí, en la carrera de comunicación social en donde me dediqué a profundizar en esta disciplina y en la que tuve por varios años mi asignatura de semiótica en tercero y quinto semestre.
¿Y cómo eran esas clases?
El primer curso era de semiótica básica y el segundo de semiótica aplicada. Recuerdo que trabajábamos el Tratado de semiótica general de Umberto Eco, la Teoría de los signos de Charles Morris y a alguien muy importante para mí, Charles Sanders Peirce, con su obra La ciencia de la semiótica. Leíamos esos autores y aplicábamos sus conceptos a los medios de comunicación y a asuntos de la vida cotidiana; por ejemplo, analizar los telenoticieros, la moda de los estudiantes según las distintas carreras, los avisos publicitarios, las señales de tránsito o las páginas de un periódico. Eran clases enfocadas a proveer a los estudiantes de unos miradores, de un método, de un vocabulario mediante el cual analizaran aquello mismo que estaban estudiando en su carrera. Veíamos cine, leíamos textos diversos y desarmábamos el significado de una obra de teatro, de una pintura o de una novela.
Los medios de comunicación estaban en el ojo de sus preocupaciones, ¿por qué?
Por formar parte de los intereses profesionales de los estudiantes y porque son los medios los que construyen una forma de apreciar la realidad. No hay que olvidar que los medios “fabrican” una idea del mundo y de las personas; editan el entorno para dárnoslo organizado de una particular manera. En consecuencia, nos tocar volver a desmontar esa puesta en escena para saber qué han dejado por fuera, qué han sobredimensionado o qué intención implícita están fraguando. Para nadie es un secreto que la televisión, y más en aquel tiempo, es un agente socializador tan importante como la familia o la escuela. Así que, era un buen laboratorio para apreciar cómo se recepcionaban los signos y facilitarles a los estudiantes un lenguaje consciente para producirlos.
En lo que he podido averiguar, usted dirigió varias tesis de pregrado relacionadas con el tema de la publicidad, ¿a qué se debió ese interés?
Corresponde, precisamente, a esa época. Fue un reconocimiento de mis estudiantes a lo que hacía o provocaba en aquellas clases de semiótica. O eran la continuidad de los trabajos finales que los estudiantes realizaban a lo largo del semestre. Tengo en mi memoria los recursos de análisis ideados por Barthes, sobre “El mensaje publicitario” o aquellos otros señalados por Georges Péninou o Juan Magariños para desentrañar la lectura de la publicidad: símbolos, íconos, índices… y cómo las figuras retóricas creaban con el lenguaje propio de la imagen (punto, línea, plano, color, textura, color, escala…) una seducción o persuasión en las piezas publicitarias. Lo que me animaba al dirigir esas tesis era estudiar o diseñar con mis estudiantes máquinas de defensa conceptual para develar los mecanismos de seducción de las mercancías, del consumo.
De igual forma, dirigió tesis sobre los cómics, teatro, fotografía…
Esa era una apuesta didáctica de aquel entonces: todos los conceptos enseñados y discutidos en clase tenían que ser validados en la práctica, llámese una serie de televisión como el “El profesor Yarumo” a la cual le aplicamos los trece signos propuestos por Tadeus Kowzan para el teatro; o las ideas de Lorenzo Vilches las validábamos en la fotografía de prensa o los aportes de lectura de la imagen de Joan Costa se hacían evidentes en una tesis sobre la fotografía o los cómics. Cuánto leyeron mis estudiantes a Santos Zunzunegui y a Francesco Casetti y a Edward Hall, el gran analista del espacio… Trabajos y trabajos que los estudiantes consideraban arduos pero, al mismo tiempo, interesantes.
¿Qué otros libros lo inspiraron?, ¿cuáles fueron esos autores que sirvieron de iniciadores en este campo?
Un pequeño manual de Sebastià Serrano, titulado precisamente, La semiótica; el Barthes de Mitologías y el Sistema de la moda, la Semiótica del arte de Yuti Lotman, El sistema de los objetos de Jean Baudrillard… Muchos libros y otros tantos autores.
¿Cuándo publicó su libro La cultura como texto. Lectura, semiótica y educación?
Eso fue unos años después. Como resultado de todas esa experiencia tanto académica como de investigación durante esos años en la carrera de comunicación, en la carrera de Diseño industrial y luego en la Maestría en Educación de la Universidad Javeriana, fui ordenando y sistematizando varias de mis producciones relacionadas con esta disciplina. A mis anteriores inquietudes se sumaron los temas de la lectura y la escritura y el asunto de los métodos idóneos para hacer lectura semiótica. En el prólogo de ese libro hago un recorrido más detallado de esas búsquedas y saco en limpio muchas de las ganancias que la semiótica tuvo para mí y para alguien interesado en ser un activo participante de la cultura y no un simple y pasivo consumidor de signos. El libro fue editado por la Universidad Javeriana y tuvo muy buena acogida. Muy pronto haré una reimpresión bajo otro sello editorial.
¿Y qué cosas pudo sacar en limpio?
Por lo menos tres cosas. La primera, que la semiótica era y sigue siendo una poderosa herramienta conceptual para leer el mundo que habitamos. Una especie de metalenguaje traductor con el cual es posible desenredar los sendos hilos con que está tejida la propia sociedad y las ajenas. La segunda, que al ser hábiles lectores de signos, nos puede ser más fácil presentarnos como ciudadanos interculturales, capaces de cuestionar nuestras propias creencias y, lo más importante, más aptos para aceptar la pluralidad y la diversidad de otros conglomerados sociales. Creo que un buen semiotista es menos fanático y menos sectario. Tercera, que la semiótica permite apropiarse de una lógica para investigar o dar cuenta de un problema, un tema o un hecho social. Para mí ha sido fundamental tener un método, una especie de lógica para ordenar la cabeza. Tal esquema de pensamiento, en el que se conjugan la lógica, la antropología, la sociología, la psicología, las artes y la filosofía, ha sido estratégico para desentrañar los textos, en sentido amplio, y para enriquecer las aproximaciones al campo de la literatura.
Ese es un asunto que me interesa profundizar, ¿cómo vinculó usted la semiótica con la literatura?
La clave estuvo en juntar la idea de “semiosis” de Peirce con la hermenéutica, especialmente de todo lo que había aprendido de mi maestro Paul Ricoeur. Llamé a esa propuesta, precisamente, “semiosis-hermenéutica” y consiste en combinar dos momentos: uno de orden estructuralista para desarmar el texto o la unidad cultural y otro, de espíritu hermenéutico para recomponer eso mismo que hemos analizado. La primera etapa nos da elementos para la explicación y, el segundo, para la comprensión. Al juntar esos dos momentos logramos la interpretación del texto literario. Le sumé a esta propuesta una síntesis gráfica, que denominé “redes paragramaticales” en la que es fácil apreciar las relaciones entre las partes y el conjunto. Como puede ver, es un método depurado de lectura, para salir del impresionismo o el mero impacto emocional provocado por una obra literaria.
Pero usted también ha dedicado buena parte de sus investigaciones y sus escritos al campo de la educación, ¿ahí, qué papel ha cumplido la semiótica?
Ha servido para muchísimas cosas. Pienso en el valor de la proxémica y su utilidad para que los maestros descubran y saquen partido del espacio, de las distancias y el territorio en el que necesariamente se inscribe una clase; de igual manera, en los aportes de la Kinésica y sus hallazgos sobre el significado del cuerpo y la postura para el acto de enseñar, el valor de las manos o la mirada para que un mensaje sea motivador o facilite el aprendizaje. De igual modo están las contribuciones de la paralingüística, lo que tiene que ver con la entonación, las inflexiones de la voz, y su incidencia en el uso intencionado del discurso de los docentes… Además, está la conciencia que la semiótica logra ofrecernos sobre los objetos, sobre los vínculos entre maestro y alumno, sobre los indicios o las huellas en una evaluación, sobre la didáctica misma expresada en la producción de materiales, y en los múltiples usos de la imagen…
Por lo que entiendo, para los educadores es primordial aprender semiótica…
Desde luego que sí, pero no solamente a estos profesionales. Pienso en los administradores, en los profesionales de las ciencias de la salud, en todas las profesiones de servicio social, en aquellos que actúan o llevan a cabo alguna ciencia social, en todos ellos, además de los comunicadores y publicistas, la semiótica es una ayuda, un recurso, una maleta de primeros auxilios para favorecer la interrelación, el contacto, la vía arteria del diálogo o la socialización. Analice usted este mundo de las nuevas tecnologías y coincidirá conmigo en que sin una buena alfabetización semiótica no lograremos sobrevivir al caótico universo de información indiscriminada o a la avalancha capitalista de los mercados globalizados.
¿Y cuál cree usted que es el papel de la semiótica en las sociedades contemporáneas?
A lo mejor el papel de la semiótica en estas sociedades tenga que ver con todo lo que le he venido diciendo: una llave para develar lo que se obstina en esconderse; una herramienta de desmonte de lo que está sistemáticamente clausurado o vedado por el poder; un dispositivo crítico para ser algo más que consumidores de información; un modo de leer cualquier tipo texto, para asediarlo desde ángulos diversos y en diferentes niveles; una dotación de útiles ciudadanos a partir de los cuales podemos comprender lo que somos y, a la vez, convivir con lo distinto sin por ello entrar a violentarlo o destituirlo porque no lo comprendemos.
Siendo la semiótica de gran utilidad, ¿por qué, entonces, parece no estar en primer plano o en las agendas académicas de hoy?
La razón es apenas obvia: entre más obnubilados estemos por la sociedad de consumo, entre más cándidos e incautos seamos, más fácil será que nos portemos como consumidores ansiosos y demandantes. Eso de una parte. De otra, los medios masivos de comunicación, cada vez más aliados con los grupos de poder hegemónicos, tienden a la entretención fácil, a encantarnos con las sirenas de la banalidad y lo frívolo. A estos medios tampoco les interesa que desarrollemos habilidades semióticas, so pena de que su negocio fracase o pierdan considerables audiencias. Finalmente, parte del poco énfasis de la semiótica en el espacio educativo, está asociado a que la escuela (y no me refiero sólo a la básica, sino también a la educación superior) perdió de vista el norte de formar un criterio en sus estudiantes y se ha dedicado especialmente a pensar en pruebas censales o a favorecer unas competencias demandadas por el mundo de la empresa o el mercado, y no por la misión fundamental de todo acto educativo: liberar el pensamiento, generar autonomía moral, propiciar el juicio sobre lo dado con el fin de posibilitar la recreación de otros mundos, de otras realidades, de otras maneras de estar en sociedad. Ahí está el desafío y, de igual modo, la oportunidad para ofrecerle a las nuevas generaciones esta gama de útiles cognitivos para analizar su entorno o idear alternativas innovadoras para transformarlo.
Kim Basinger interpreta a Elizabeth McGraw en “Nueve semanas y media”.
¿Quién es el ojo que mira en la película?, ¿para qué ojo está pensada la película? Un erotismo para el ojo del espectador, un ojo exclusivamente masculino. Un ojo que asiste a la representación –en cuanto puesta en escena–, del acto sexual. Relevancia de las luces, importancia de las filminas, necesidad del fetiche.
El ojo por oposición a la piel. El placer por el mero ojo. La lámpara como un segundo ojo que amplifica nuestra mirada. Necesidad de que el ser pasivo, el amado, esté –casi siempre– enceguecido. Tapar el ojo del amado es disponer de todo mi panorama.
El ojo y su tiempo. El ojo se sacia muy rápidamente. Importancia de la novedad, del nuevo espacio para el ojo. La retina no aguanta la “rutina”. El ojo, por esencia, se mueve en la aventura. El ojo tiene que salir del cuarto, de la alcoba. “Lo ya conocido, nos enceguece negativamente”. El ojo es como el navegante, el caminante, el aventurero.
Nosotros, como espectadores somos los “otros” actores de la película. Nosotros también asistimos al continuo “dejarse” de la amada. Nosotros participamos como amantes de ese placer de ojo. Somos los “otros” ojos.
El voyerismo no necesita de la historia. Se autosatisface, se autorregula, se autorepone. Lo único imprescindible para el voyeur es una cerradura, el hilillo, el intersticio, la fisura. Un voyeur es alguien que vive inmerso o protegido “detrás de… algo”. El voyeur jamás da a conocer su pasado. El voyeur es como un ángel. Aparece de pronto, desaparece sin saber cómo. El voyeur es, en esa medida, irreal.
El voyeur es la negación del amor. No es posible amar desde el voyerismo. Amar implica, necesariamente, mostrar. Mostrarse. Y el voyeur es, por esencia, ocultación.
El voyeur no es un pervertido. No. Es más bien alguien que no se compromete. Que actúa entre bambalinas. Es un ser trasescénico. Todo voyeur es fantasmal.
No puede haber perversión en la mirada del voyeur porque, gracias a su falta de historia, de situación, siempre mira desde un tú pasivo. La perversión brota justo cuando violentamos la voluntad de un otro. Pervertido quiere decir, anulador de la libertad ajena. Pervertidor es tanto como encarcelador.
Pero cuando la amada acepta la seducción del voyeur, la perversión asume las características de la novedad. La amada se anula como voluntad o, mejor, entrega su voluntad a los ojos del voyeur.
El voyerista posee desde lejos. El voyerista no necesita de la “penetración”. Le basta con saberse poseedor: dominador. Al voyerista no le preocupa la satisfacción –en cuanto acto terminado–, sino más bien le complace el inacabamiento. Terminar un acto sexual es, para el voyerista, quedar ciego. Enceguecido. El clímax, el fogonazo de la cópula, obnubila al voyeur.
Clima óptimo para el voyeur: la oscuridad. El ojo del voyeur actúa entonces a manera de lámpara. El ojo va violando la oscuridad.
El contrapeso del ojo del voyeur es el ojo escudriñador, el ojo que esculca. El voyerista no soporta otra mirada que no sea sino la suya. El ojo no debe servir sino para contemplar. El ojo –nos dice el voyeur– no debe usarse para acercar la realidad, el ojo tiene que distanciárnosla. Mi goce, repite el voyerista, entre más lejano, mejor visto. Esculcar es para el voyerista la mayor ofensa. Es degradar la función del ojo. Cuando se esculca no hay escenografía, no hay puesta en escena. Escudriñar es negar la representación de la mirada. Es convertir el ojo en servidor de la historia. Hacerlo pesquisa.
El mejor de los espectáculos para el voyeur es aquel de la danza de los siete velos. Cada velo menos acrecienta la novedad. Cada velo menos aumenta la erección de la vista. Pero, ¡cuidado!, cuidado con el último velo. El ojo no soporta la absoluta desnudez. No hay velo final para el voyeur. Eso arruinaría la función. Si el voyeur reclama la danza lo hace sólo como provocación. Si la danzarina se propone con su baile conquistar al voyeur debe saber, entonces, que deberá seguir develando hasta la eternidad velo tras velo, uno tras otro, incansablemente. La danzarina no puede parar so pena de que el voyerista la censure por vulgar.
El voyeur juega a la impotencia. Dado que su preocupación no es el acto en totalidad, por lo mismo, flirtea con su virilidad. Al voyeur no le preocupa la erección puesto que su ojo siempre está dispuesto. El ojo es siempre un falo erecto. El ojo siempre está preparado para penetrar.
El voyeur nunca duerme. Dormir es aceptar la condición de hombre. Y los ángeles no descansan. El voyeur anda, acaso, en la duermevela.
Todo voyerista es obsesivo. Padece el mal del fetiche. Cada cosa que el voyeur usa, dispone o regala gira en torno de la lógica del fetiche. Las cosas dejan de ser lo que son y empiezan a ser extensiones del ojo del voyeur. El reloj no es el reloj sino la forma que, al mirarla, rememora una de las facetas o atributos del voyeur. El voyeur no da regalos, en realidad, lo que da es su propio ojo. Extraña manera de vampirismo con las cosas.
Por ser un hombre exterior, el voyerista es un amante de las citas. La cita es la negación de lo cotidiano. La cita es, por excelencia, novedad. La cita se renueva con cada cita. Así es la vida del voyerista. Nómada por convencimiento y tránsfuga por vocación.
El voyeur jamás llora. Sería corromper o ensuciar su órgano de trabajo. El voyeur siempre sonríe. La sonrisa es el encuadre perfecto para la seducción. Sonreír es como entre-ver.
El voyeur no habla del pasado. No sufre por las necesidades propias de la cotidianidad. No posee en su (sus) cuarto (s) nada que le recuerde nada. Acaso una foto. Pero siempre será él el dueño de la escena. La habitación del voyeur está llena de utilería. Su cuarto es su escenario.
El voyeur jamás habla de sí. Su charla siempre gira en torno a la fantasía, al nuevo juego, a la nueva “locura”.
El voyeur es un simulador. Simula que se excita, simula que concluye, simula que goza, pero no, su goce jamás se da en la cercanía o dentro de otra piel. Jamás el voyerista llegará al olor o al sabor. La sangre le es ajena. Sus verdaderas intenciones están en lo que puede producir y, desde luego, en lo que puede ver.
Si es el hielo recorriendo la piel de la amada, el hielo que realmente cuenta es el hielo que el ojo del voyeur va llevando consigo. No el hielo real, no el hielo solidez de agua, no, es el hielo del ojo del voyeur. Entonces, el tacto también se entrega al dominio del ojo. Al voyerista le importa más ver cómo los labios de la amada, se abren, cómo el cuello se arquea, cómo el cabello se desborda, cómo la lengua flamea… y, claro, el hielo ya no cuenta. Así es siempre. La media de seda, el liguero… desaparecen cuando el voyeur se entroniza a ver el rostro de la amada.
El ojo del voyeur existe por la ceguera del rostro de la amada. Al vendarle los ojos a la amada (única y posible competencia a la mirada del voyeur), ella, su rostro, se torna completamente espejo. Entonces, el voyeur puede ver-se en el cristal, en el azogue de la cara de la amada. El voyeur mutila el cuerpo de la amada; se queda con el rostro únicamente. Se queda con su espejo.
¿Y el amor?, ¿la pareja?, ¿el hijo?… Nada de esto existe para el voyeur. Ni siquiera hay tiempo para pensarlo. La vida del voyeur es demasiado frágil. Quizá, nueve semanas y media.
(De mi libro La cultura como texto. Semiótica, lectura y educación, Javegraf, Bogotá, 2003, p.p. 217-220)
Mi punto de partida es el de considerar el objeto como un signo. En esa medida, el objeto hace parte de ese enorme texto de la cultura. Recordemos que la Cultura está compuesta por objetos, prácticas, discursos e imaginarios. Los objetos, por lo mismo, participan de diversos tipos de convención, de procesos de significación y múltiples interpretaciones. Al considerar el objeto como un signo, lo que estamos diciendo –entre otras cosas–, es su capacidad relacional. El signo significa en cuanto se inscribe dentro de un proceso de construcción de lo social.
Al ser un signo, el objeto puede ser leído desde una sintáctica, una semántica y una pragmática. Una sintáctica del objeto muestra los elementos y las formas de combinación de los mismos; la gramática básica de que se dispone: punto, línea, plano; simetría, equilibrio; color, textura. Una sintáctica del objeto puede asociarse con una morfología del objeto. La semántica del objeto corresponde a los diversos o distintos niveles de significación. Puede hablarse de grados de “acepción” del objeto. Cuáles son los diversos significados –de acuerdo a qué cultura– que el diseñador busca o propone en un objeto determinado. (La simbólica puede ser entendida como un nivel profundo y complejo de semantización del objeto). La pragmática está centrada en los diversos usos que el usuario da al objeto. La pragmática pone al objeto en el escenario de la vida cotidiana.
Dentro de la sintáctica y la semántica del objeto hay que darle mucha importancia a la retórica. A los diversos recursos de construcción que el diseñador emplea: por repetición de elementos, por supresión de elementos, por combinación de elementos, por traslación de elementos… El concepto de figura, desde esta perspectiva, cobra un nuevo brío. En el mismo sentido hay que trabajar los dos planos del signo-objeto: expresión y contenido. Y, en cada uno de esos planos, la forma y la sustancia. Como quien dice, la integración entre lo formal del objeto y lo material del mismo; entre los elementos de que se dispone y las posibles combinatorias que con ellos pueden hacerse.
Se puede elaborar, de manera experimental, una lectura del objeto desde las seis funciones del lenguaje propuestas por Ramon Jakobson: función referencial, denotativa (con respecto al contexto), función poética (referida al mensaje), función fáctica o para llamar la intención del interlocutor (orientada hacia el contacto), función emotiva o expresiva (propia del emisor), función metalingüística (propia del código) y función conativa (más centrada en el receptor).
Un último aspecto gira alrededor de una poética del objeto. Poética como poiesis, es decir, como proceso de creación o –para ser más ambiciosos–como proyección. Esta poética del objeto se conjuga con la pintura, la música, el cine y la literatura. Los trabajos de Kandinsky: Punto y línea sobre el plano, de Stravinsky: Poética musical y las Apostillas al Nombre de la Rosa de Umberto Eco, pueden servir de motivación. La poética tiene que ver con las lógicas de la creatividad y con las gramáticas de la fantasía y la invención.
La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp de Rembrandt
Fue su primer encargo. Rembrandt tenía 26 años, pero ya a los 19 había estado muy de cerca de un asilo de ancianos y conocía que cuanto más se debilita el organismo, más se exalta el pensamiento. Como escribiera Pierre Descargues, Rembrandt sabía que la proximidad de la muerte era igual a la del conocimiento.
Fue el doctor Nicolaes Pieters-zoon Tulp quien se lo encomendó. Fue en 1632. El modelo era un granuja, Aris Klindt; colgado, para más señas. Y Rembrandt se concentró en ese óleo sobre lienzo de 169,5 por 216,5; Rembrandt asumió la lucha con la luz fáustica, esa luz que no sólo es oscuridad sino también compasión; una luz que, desde su sombra, prevé otra luz. Rembrandt se concentró e hizo de “La lección de anatomía del Doctor Tulp”, una lección de psicología: el claroscuro es ese paso levísimo de la vida a la muerte, de la luz a la sombra.
Es una pirámide. La composición del cuadro es una pirámide. Los siete personajes alrededor del doctor Tulp: ocho. Y el cadáver del granuja, el cuerpo muerto de Aris Klindt: nueve. Tres personajes miran al pintor o a nosotros; el que está más arriba de todos, tiene una mirada perdida; el que le sigue, hacia la derecha, posee una mirada entre asombrada e inquisitiva; el segundo, de izquierda a derecha, mira de reojo, como si de pronto el pintor o nosotros lo hubiéramos sorprendido. El doctor Tulp mira al infinito. Y, por supuesto, Aris, mantiene cerrado sus ojos. Pero Rembrandt, conocedor del misterio de la mirada, es decir, de esa luz que irradia por encima de los párpados de los moribundos, coloca –a manera de velo–, una sombra sobre la parte superior del rostro del granuja. El tercer personaje, de izquierda a derecha, al inclinarse sobre el cuerpo de Aris, le regala una sombra, una especie de sábana claroscura. Ningún personaje fija su atención en el cadáver. A la derecha, en el margen inferior, un enorme libro –abierto– “ve” a todos los personajes.
La mirada del doctor Tulp –una mirada puesta en un más allá de la escena–, contrasta con la mirada del primer personaje de la izquierda, quien mira hacia lo alto, como si estuviera evocando algo. El doctor Tulp no mira el cadáver de Aris; el doctor no mira a nadie. El doctor solamente habla. Y Rembrandt capta el gesto del que enseña: “Este es el músculo… y por acá se encuentra el nervio… Este otro, el más grande, es el que nos permite… y éste, que estoy cortando, es…” El doctor Tulp recuerda. Es una lección que se sabe de memoria. No es la mirada del explorador, del curioso; más bien es la mirada del que no necesita del libro. El doctor Tulp pontifica. Las demás miradas, las que no se hallan evocando, curiosean. Sobre todo el trío del centro del cuadro que, por añadidura, crea una segunda pirámide. Son los tres más atentos; son las miradas pendientes del libro.
Sobra decir que hay una mirada más. La del propio Rembrandt. Quizá la mirada más importante y, por lo mismo, tácita en el cuadro. La mirada creadora de miradas.
El negro de los trajes, el negro del fondo del salón, contrasta con el blanco pálido, con el amarillento blancuzco del cuerpo sin vida de Aris. Toda la luz sale del cuerpo de Aris. El acierto pictórico de Rembrandt está ahí: del cuerpo del muerto brota la luz que ilumina el rostro de los vivos. Aris despide una luz; la luz brota de su pecho y va a estrellarse contra las caras más cercanas. Y es una luz que no alcanza a iluminar el brazo sin piel, el brazo izquierdo, el brazo rojo, el puro músculo. La luz ilumina el otro brazo, el derecho. Y la mano de ese brazo no es una mano exánime. Doble contraste: si la mano del músculo está pasiva, abierta, como para ser leída por algún quiromántico, la mano derecha, en cambio, está como recogida, como dispuesta a levantar los dedos. La mano izquierda dispuesta, entregada; la mano derecha lista al toque, a la caricia. La mano derecha descansa pero sin entregarse del todo, es pura potencia.
Y he aquí que descubrimos en el cuadro de Rembrandt un juego entre las manos de los diferentes personajes. Ya hablamos de las manos de Aris. Ahora, detengámonos en la mano izquierda del doctor Tulp. Es la mano que asevera, que puntualiza: la mano expositiva. Rembrandt toma de la mano el instante en que ella misma representa el saber. La mano sabe. Y el primer personaje, el de la cúspide de la pirámide, exhibe su mano derecha como si estuviera tocando algún laúd imaginario. La mano toca. Y la otra, la del séptimo personaje –el más cercano al doctor Tulp y al cadáver de Aris–, que tiene su mano izquierda puesta sobre el pecho. Por supuesto que esta última mano no se puede detallar sino en reproducciones bastantes claras, porque en otras –las más fieles a la pintura original–, la mano sobre el corazón, la mano izquierda, se pierde entre la enorme sombra que despide la luz del pecho de Aris. Las dos manos restantes, la derecha del doctor Tulp, y la izquierda del personaje que tiene una hoja de papel, son meras manos de uso: manos que sirven. Quedaría una última mano, la del segundo personaje de izquierda a derecha, una mano sin delimitar, una mano muñón. El contraste es bien significativo: al lado de la mano lista a acariciar –la mano muerta de Aris–, está esa otra mano recogida, la mano que apenas toca la mesa.
Pero es el sombrero del doctor Tulp lo que más llama la atención. El sombrero es la verdadera sábana de Aris. Uno podría ir desde la frente y los pies del cadáver hasta la cabeza del doctor Tulp, creando tras ese recorrido una sombra. El sombrero es como la sombra que proyecta la luz del cuerpo de Aris. O, si se prefiere, el sombrero despide una luz, una sombra, que es el cuerpo del muerto. El sombrero jerarquiza el cuadro. De un lado, los sin sombrero; del otro, el con sombrero. En el centro, el sin cabello.
Aris Klindt, un granuja. Un muerto ruin. Un colgado. Sin embargo, en Rembrandt, su cadáver se torna otra cosa. Aún vive para el pintor. Posa. Y él, lo dota de nueva vida, lo recubre de una carnalidad brillante. Aris, tendido, se ofrece a la vista. Es más, se nos da como un paisaje de carne. Rembrandt no quiso ir a la par del cirujano, no hizo ninguna escisión. Rembrandt observó el cadáver y descubrió que la muerte no necesita mostrar demasiado. Quizá, Rembrandt comprendió que el fondo de la muerte era la luz. Que abajo de nuestra piel, lo que existe es un sol. Quizá Rembrandt entendió que la piel es un velo, un manto negro que no deja ver nuestro interior. Que cubre, que aísla. Por lo mismo, Rembrandt lo que en verdad hizo fue pintar de nuevo la piel, o mejor, quitarle a la piel ese pigmento rojizo para devolverle su verdadero color: la transparencia. He ahí parte de la fascinación que el cuadro provoca en nuestros sentidos. Desde la muerte se nos revela la vida. Desde la sombra se nos revela la luz. Aris Klindt no es solamente un cadáver, sino, ante todo, es un puente, un cuerpo medianero: el claroscuro.
(De mi libro La cultura como texto. Lectura, semiótica y educación, Javegraf, Bogotá, 2004, pp. 117-120)
Miremos, a la vez, dos cuadros. “La Virgen de la Silla” de Rafael, y el retrato de María, dibujado al carbón por el pintor bugueño Alejandro Dorronsoro, en 1879.
Observemos los dos cuadros y dejémonos llevar, para empezar, por las miradas de las dos mujeres. La madonna de Rafael nos mira incitándonos; la mujer de Dorronsoro casi ni nos mira, o si ve algo, ese algo no somos nosotros mismos. Los ojos de la madonna de Rafael son vivos, alegres si se quiere; los ojos de la dama de Dorronsoro son tristes, perdidos ente el espacio de las cuencas. La mirada captada por Rafael es mediterránea: amplia hasta el infinito, larga y sin obstáculos, marina; la mirada captada por Dorronsoro es montañosa: limitada por la abertura de los párpados, lenta y progresiva al ir chocando con toda suerte de obstáculos, terrígena.
Vayamos ahora a los labios. La Virgen de la silla: labios pequeños pero carnosos: sonrisa; el retrato de María: labios largos, delgados: gesto. Los primeros, los de Rafael, provocativos, no tan virginales como frescos; los segundos, los de Dorronsoro, compasivos, virginales, sujetos al silencio.
Cambiemos de foco y entretengámonos en la contemplación de las orejas. Rafael, oreja limpia, abierta a la voz o a la proposición, limitada por el margen de un turbante oriental; Dorronosoro, oreja adornada con un crucifijo, el arete como interferencia a la palabra, la cruz como cadena que sostiene hacia abajo la libertad de la oreja, y aunque no hay turbante, una flor cubre el cabello de María.
Fijémonos ahora en el cabello. En María la gran moña, seguramente terminada en trenza, recogimiento, orden, cuidado visible: imperturbabilidad; en la Virgen de la Silla, moña también, pero disimulada, confundida con el cuello, ligero desorden, mínimo descuido, posibilidad del viento que agita: turbabilidad. He aquí que podemos decir de una vez un contraste: para Rafael contaba la fugacidad, la Virgen de la silla es la plasmación de un instante cautivador, de un tiempo que seduce; para Dorronsoro cuenta la eternidad, su retrato de María es la plasmación de un siempre esperar o de un tiempo irremediablemente perdido. Rafael: el movimiento; Dorronsoro: la fijeza.
Volvamos a los dos cuadros y detengámonos en el cuello de cada una de las mujeres. La Virgen de la silla nos muestra su cuello, nos lo exhibe como semejando la cerviz de una gacela: tenemos de ella una lateralidad que empalma con su rostro; la María de Dorronsoro no nos muestra del todo su cuello, apenas tenemos la idea de una medialuna creada entre la quijada y la arandela superior de la blusa; tenemos entonces de ella una frontalidad imposible de descubrir, la sombra nos lo impide, el rostro nos lo impide, la seda nos lo impide como un velo, como la caparazón de las tortugas.
Y ya que hemos visto las ropas de cada una de ellas, mirémoslas con más detalle. Rafael viste a su virgen pesadamente: terciopelo, poco importa el realce de las formas: ocultación total; Dorronsoro viste a su María livianamente: seda, importa mucho el realce de las formas: develación parcial. En tanto la Virgen de la silla retiene todo su encanto en lo visible, en lo observable, el retrato de María fija toda su seducción en lo no visible, en lo no observable…
Concluyamos nuestro análisis diciendo que estas diferencias entre los dos cuadros bien pueden sintetizar el cambio o la manera como el colombiano Jorge Isaacs reinterpretó un sentido del romanticismo europeo. Dorronsoro es a Rafael, lo que Isaacs es a Chateaubriand.