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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Publicaciones de la categoría: Del diario

Contemplaciones

04 domingo Abr 2021

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Del diario

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En la parte inferior del fresco “Crucifixión” de Giotto están los actores del relato bíblico, está la túnica, está María y los discípulos. Pero es arriba en donde sucede lo que más llama mi atención. Es esa bandada de ángeles que acompañan revoloteando al crucificado, recogiendo su sangre, rodeándolo con sus batir de alas, lo que me cautiva. La mayoría de los personajes de la parte inferior parecen desentenderse del martirizado; pero los ángeles no, ellos se muestran solícitos o atentos a las necesidades de ese ser clavado en aquel madero. Contemplo el cuadro y me pregunto: ¿he sido o puedo ser ángel para alguien atormentado?, ¿a quién cuido o puedo cuidar en su dolor?, ¿ofrezco mis manos o mi escucha para recibir el sufrimiento ajeno?

Elijo otra obra: “Cristo en la cruz” de Bartolomé Esteban Murillo. El crucificado, a diferencia del fresco de Giotto, está solo, encerrado en su sufrimiento. El único testigo es la calavera a los pies de la cruz. La penumbra resalta la carne del sufrido; la bruma lo encierra aún más. Es una soledad parecida al abandono. Por un momento pienso que es el momento absoluto de la muerte, cuando nadie puede acompañarnos o socorrernos, el instante supremo en que nos desprendemos de abrazos y gestos amorosos, de los vínculos que hemos cosechado a lo largo de nuestra existencia. Contemplo este crucificado y recuerdo la noche cuando, en la funeraria, estábamos velando a mi padre, y tuvimos que dejarlo solo en aquella sala, únicamente acompañado por las coronas de flores. Dejarlo solo en esa alcoba extraña y, luego, llegar a nuestra casa, para sentir su vacío en todas partes.

Mis ojos se posan en este momento en el retablo “Crucifixión” de Matthias Grünewald. Es un detalle. Es un crucificado que tiene las espinas en todas las partes de su cuerpo. Es un cuerpo llagado, maltratado por el sufrimiento. La herida del costado sigue sangrando y aún se aprecia el lamento en los labios del moribundo. Más que solemnidad o heroísmo, lo que aprecio es la rendición de un hombre ante el dolor. Desgonzado, fracturado, roto de adentro hacia afuera, entregado a la evidencia de su término. Todavía quedan rezagos de su agonía, porque el pintor nos lleva a percibir, desde aquella expresiva carne amarillenta, los tenues lamentos del que siente que ya no puede sufrir más.El color del “Cristo amarillo” de Paul Gauguin rompe cualquier tipo de tristeza. El fondo del lienzo me hace creer que el misterio de la vida es más grande que el misterio de la muerte, que las sombras del dolor no pueden opacar la luz solar de la vida. Este crucificado, por el gesto de su rostro, parece que duerme; no hay expresiones de martirio o de indescriptible pena; más parece que reposa en aquel lecho de madera o que su espíritu ya no sigue en su cuerpo. Contemplo a las mujeres que están a su alrededor y parece que dialogan o rememoran hechos o vivencias compartidas con el crucificado. Las mujeres también están tranquilas. Vuelvo y miro al crucificado: él es un árbol que muere; pero, al fondo, en las colinas, renacen cientos de árboles repletos de vida. Inmediatamente, viene a mi memoria una frase del Evangelio de Juan: “si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto”.

Me detengo ahora en la “Crucifixión blanca” de Marc Chagall. Todo lo que hay alrededor del sufriente, que lleva puestas unas prendas de judío, corresponde a episodios o hechos relacionados con la persecución a este pueblo, con la desposesión de sus bienes, con la diáspora a que fueron sometidos. El crucificado no se muestra como la figura principal; aparece más como un testigo de todas aquellas escenas de barbarie o sufrimiento que desfilan a su alrededor. Contemplo el cuadro y pienso en los desplazados, en los migrantes, en las personas que han debido abandonar su tierra, sus familiares, sus vínculos afectivos, por causa de intimidación, hambre, miedo o amenazas de todo tipo. Este crucificado está ahí para ofrecer esperanza, para garantizar el recuerdo, para ofrecerse como testigo de los hechos de maldad que parecen no importarles a la mayoría de las personas. A este crucificado hay que mirarlo con todo lo que está a su alrededor; es un crucificado situado en territorios y tiempos específicos. La blancura de la cruz parece disolver las llamas y el humo de las atrocidades del mundo.

Cierro este ejercicio de contemplación observando, por enésima vez, el “Crucifijo” de Max Ernst. Lo de menos es el madero, para mostrar el sufrimiento en su punto más alto. El crucificado se encuentra amarrado a una roca o a una pared que lo obliga a permanecer en una postura inclemente. Es el retrato de un martirizado, de alguien que concentra su sufrimiento en el vientre, y que prolonga su dolor en el alargamiento de sus extremidades. ¿De dónde agarrarse para aguantar toda esta pena?, ¿cómo hacer más plástico el cuerpo para que no se concentre el sufrimiento sólo en una parte?, ¿qué hacer cuando el sufrimiento nos invade hasta el punto de cubrir todo nuestro ser? Estar crucificado es sentir dureza o abandono por todas partes.

 

 

Jorge Oñate y los Hermanos López en tono autobiográfico

07 domingo Mar 2021

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Del diario

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Pablo y Miguel López con Jorge Oñate.

Bogotá, primeros años de la década del 70. La música vallenata empezaba a adentrarse en los hogares de la capital. Los acetatos y los casetes eran los dispositivos de la época. En todas las casas se tenía un equipo de sonido que jerarquizaba la organización de la sala. El mío era un Hitachi –que aún conservo y funciona– comprado a plazos en “Electrodomésticos Aponte”, en la esquina de la carrera 9 con calle 16. En ese contexto se inicia mi amistad musical con Jorge Oñate y los Hermanos López.

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Buena parte de los vallenatos, como se sabe, son los cantos de historias o sucesos de determinadas personas en un lugar específico. Son, por decirlo así, la épica de una provincia.  Precisamente, de todos esos vallenatos que tienen la magia del relato vuelto canción recuerdo uno, en especial: “Las bodas de plata”. Me veo bailándolo en una de las tantas fiestas que disfruté en mi juventud, acompañado de primas y amigos de parranda. Mi memoria ubica la escena en la amplia sala de la casa del barrio Estrada o, en esa otra, del Bosque Popular. Allí estaban Elsa y Nidia y Nelly y Rubiela y Henry y Fabio y Zabaleta y, por supuesto, mi querida Penélope. Alrededor del equipo de sonido, que con su aguja de diamante iba recorriendo los surcos de los LP de la CBS, todos los invitados celebrábamos el incansable vigor de la juventud que pregonaba la vida a la par que bebíamos una tras otra las botellas de aguardiente: “En estas fiestas bonitas sonaron todos los acordeones…”

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Fiestas y más fiestas, recorridos nocturnos por barrios de Bogotá como Modelia, San José, Quinta Paredes, Corkidi, Trinidad Galán, Kennedy o Santa Isabel, llevando debajo del brazo los LP y la compañía de familiares o seres muy cercanos al corazón. A eso de las diez de la noche la fiesta ya estaba en plenitud, el bochorno de la concurrencia se aliviaba un poco al dejar abiertas las puertas de la casa y permitir que los vecinos disfrutaran también de este jolgorio que terminaba a las cinco o seis de la mañana. No había descanso. La voz de Jorge Oñate se amplificaba en los altos bafles que parecían guardianes del toque inconfundible de los Hermanos López. 

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“Acordeón bendito el que Migue’ toca… yo ya me estoy embrujando con el vaivén de sus notas”.

Pero en otras ocasiones, algunos temas vallenatos tocaban los recuerdos de mi infancia. Entonces, desde el fondo del alma, repetía con Jorge Oñate “…es difícil olvidar aquellos hermosos tiempos, cuando suelo recordarlos me duele y suspira el alma…”. Y aunque bailaba ese tema musical con el cuerpo, el espíritu sentía la nostalgia de la tierra de mis mayores, la de Custodio y María Catalina, la tierra de Capira, la de las hermosas montañas en las que viví las experiencias fundantes de mi niñez. Y sin saber bien por qué, apenas terminaba ese disco, yo seguía repitiendo en mi mente algunos apartados, como para no sentirme del todo huérfano de aquel pasado maravilloso.

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Es indudable que muchos de estos temas hacen parte de las marcas de mi juventud y, muy especialmente, de las primeras exploraciones amorosas. Cuánto afán por la conquista, por tener acceso a unos labios, por darle rostro a las ilusiones del afecto. La música vallenata, en particular algunos merengues, era un medio para acercar el cuerpo que nos gustaba o para compartir la sangre que pedía otra piel a borbotones. El tema de “Amor ardiente” es uno de esos que ayudaba a entrar en el remolino de las pasiones juveniles. Aunque siempre, apenas Jorge Oñate exclamaba “oigan los bajos de Miguel López”, yo invitaba a mi pareja a detenernos por unos segundos y gozar con esa melodía que parecía salir del subsuelo de aquel Hohner rojizo plateado de teclas blancas.

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Aunque no siempre la música de los Hermanos López y la voz de Jorge Oñate era para disfrutarla bailando. Muchas veces se la gozaba de otra manera: oyéndola con un grupo pequeño de amigos, tomando alguna cerveza y conversando, hablando largas horas. Tal evocación del sentido de la parranda se hacía más entrañable cuando alguno de los contertulios, recuerdo a Fragoso, tocaba la guacharaca o con algún objeto improvisaba una caja para acompañar la música que detrás del grupo alimentaba la conversación. A veces el LP iba pasando corte tras corte hasta terminar, pero, en otras ocasiones, yo debía levantarme para repetir un tema específico. Estas audiciones rubricaban la amistad y permitían darle al canto las resonancias de lo inolvidable: “los amores que se fueron todos se los lleva el viento… en cambio por ti yo siento un amor tan verdadero…”

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Y si había alguien con quien daba gusto compartir estas audiciones era con Don Antonio, el papá de Penélope. Cuando él y su esposa volvieron años después a la Costa norte, lo recuerdo echado hacia atrás en la mecedora, extasiado, escuchando “Corazón vallenato”. Me tomaba con una mano el brazo derecho y, con la otra, sostenía un vaso de whisky. “Mala la música”, decía, para señalar la grandiosidad de la voz de Jorge Oñate pero, en especial, la cadencia del acordeón de Miguel López. Con los ojos cerrados, como si estuviera poseído por una deliciosa fuerza interior, festejaba la selección de temas vallenatos que yo había hecho para él. El viento parecía ser un cómplice invisible de este rito de escuchar juntos vallenato clásico. La música a buen volumen inundaba los rincones del apartamento en el barrio Crespo, de Cartagena. Cantábamos alegres, y nuestra voz se fugaba por las puertas y ventanas hasta contagiar a los vecinos. “Mucha gente que afirma que no parezco de allá, porque no toco la caja ni toco yo el acordeón, es que con las manos no sé tocar, eso lo ejecuta mi corazón…” Don Antonio, como este tema, sigue perenne en los afectos hondos de mi corazón.

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Jorge Antonio Oñate González, “El jilguero del Cesar”.

Por supuesto, cada uno elige los temas musicales que más le gustan o que están impregnados de su historia personal, pero la interpretación de Jorge Oñate de “El cantor de Fonseca” es como un sello distintivo de aquella voz. Hay algo de canto elegíaco, de testimonio de trovador, que convierte este tema en una marca de estilo de su modo de cantar y, al mismo tiempo, en un ejemplo de lo que está en la médula de la música vallenata.

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Mucho tiempo después, en el año 2000, la voz de Jorge Oñate volvió a escucharse en mi casa. No en un ambiente de jolgorio, sino de suma tristeza. La imagen es nítida: mientras suena este tema voy bajando a mi padre envuelto en un sudario hasta el primer piso. Mis lágrimas se confundían con ese homenaje al “Viejo Custodio” que con sus alas bienhechoras me había cuidado por más de cuarenta años. “Mi padre se jugaba conmigo, y yo me jugaba con él”, repetía en mi mente. Aun llegando a la sala, las ondas del equipo de sonido seguían acompañándome: “Mi padre fue mi gran amigo, mi padre fue mi amigo fiel…” Quizá de esta manera, después de escuchar “Ya se murió mi viejo” de Garzón y Collazos, “Hijo de tigre” de Enrique Díaz, “El canalete” de Silva y Villalba y “Mi gran amigo” de Los Hermanos López, yo intentaba con la música despedirlo definitivamente de esta su casa, la que pagamos juntos, la que era su conquista después de tantos años para tener un techo propio.

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Conservo todos esos acetatos. Los tengo en sus carátulas y sus bolsas protectoras. Son otro de mis tesoros, junto con mi biblioteca. Jorge Oñate y los Hermanos López forman parte de mi historia personal, son otro hito de mi travesía existencial; y cada vez que la evocación hiere esos tiempos, no solo los recuerdo con profunda alegría, sino que vienen a mí personas, lugares y eventos altamente significativos. La música –cuando la escuchamos– tiene esa capacidad de hacernos contemporáneos de años pretéritos. Y aunque ya no estoy inmerso en esas fiestas o esas parrandas, ni estoy tan cerca de todos esos amigos y familiares, a pesar de que varias de esas personas ya fallecieron, aquella época vivida a plenitud sigue alimentando de forma inagotable mi espíritu.

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Jorge Zuleta en la caja, Adalberto Mejía en la guacharaca, José Vásquez en el bajo, Napoleón Calderón en la tumbadora, Leonel Benitez en el cencerro y Julio Morillo y Johnny Cervantes en los coros.

 

 

Lo prometedor de la belleza

28 lunes Dic 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Del diario

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Pintura de Amy Judd.

“La belleza nace así… espontáneamente…,
a despecho de tus fatigas o de las mías.
Existe al margen de nuestra presunción de artistas”.
Muerte en Venecia, Luchino Visconti

 

Belleza…, la mano extendida, temblorosa, moribunda; la mano ligeramente temerosa, indecisa por la mirada ya borrosa, ya perdida. Belleza que aún a la muerte se atreve a seducir, que aún puede volver la vista (la misma mirada, pero desde otra visión) y despreciar la vida. Esquivarla –si se quiere– coquetamente. Belleza, la mano moribunda, inmoral, tratando de asir la eternidad. Belleza es una mascarada por abarcar en un único instante la totalidad del tiempo. Belleza no habita en la confianza, en el lugar seguro de lo deducible, no; ella se mantiene junto al mar, en la arena o en la noche, siempre moviéndose en el espacio de lo infinito, de lo inconmensurable.

Si alguien pregunta ¿dónde está la belleza? Yo –mostrándole algunos de mis poemas– le diré: “Toma, léelos y te darás cuenta de lo que es el intento por retener la belleza”; y si insistiese en su pregunta, sólo podría darle un argumento más: “Belleza es tan cercano a muerte, a Dios… Cuando quieres tenerlos, y son tuyos, ya no puedes saber dónde hallar su presencia. Belleza es ansiedad de ver el envés de la vida, la espalda de las cosas, el dorso impenetrable de la sangre… Lo visible, lo que uno se atreve a mostrar como belleza: el poema, la escultura, la pintura: la obra, no recoge la esencia de lo bello, nunca ha podido. Lo que retiene la obra de arte es el apetito, el ansia furibunda de otear aquella ignorada pradera donde, según se dice o se intuye, viven las presencias angélicas, los héroes, la luz intermitente de una virgen y el sello tranquilo con que se impusieron las señales constitutivas del mundo… Lo que retiene la obra de arte es lo que ella, por sí misma, nunca logrará ser. La belleza que se aposenta no existe, su ser es el movimiento; pero en un ritmo tan perfecto que logra ser quietud. La belleza detiene el flujo de lo interior y lo exterior en su fluctuar, lo torna puro equilibrio, símbolo pleno”.

Mortalidad que, reconociéndose, se afianza en lo inmortal. Finitud que, contemplándose en el espejo, descubre la nostalgia o la reminiscencia del infinito. Muerte que, desde su corte brusco o inesperado –siempre venidero– se levanta insensata, proclamando resurrección. “¡Oh, Dios, tú que nos has hecho para morir, ¿por qué nos inundaste la sed de eternidad, que hace al poeta!”, reclamaba Luis Cernuda. Belleza es un vaivén, un árbol majestuoso quejándose por no llegar al cielo…; lo bello es seducción de sacrificio, llamado que es destino, camino que es olvido. Bello es el viento en su presencia ausente, en su caricia sin mano, en su frescura impalpable. No, la belleza no está en lo determinado; si hay belleza, ella es lo indefinido. No es bella la mujer, no es bello el hombre; tan solo son hermosos. ¿Quién, entonces, en la vida retiene un soplo de lo bello? ¿Quién juega a mantener la monstruosa sensación de la belleza? Ese quien no se muestra y, si de veras existe, es una peligrosa unión, un contraste de labios rojos, manos largas y ojos tristes somnolientos a playa; sí, ahí, en el despertar indeciso, en la alegría que es ausencia de conocimiento; ahí, se reclina momentáneamente la belleza, se deja ver, pero no debe tocársele. La mano que roza la belleza, la caricia que se unta de lo bello quema ardiendo la flor, destruye el espejismo: se conoce su engaño. La verdad de la belleza es efímera, su gesto es apariencia. Belleza no hay en las dimensiones conocidas ni en las realidades propuestas por la historia; belleza no se encarna en lo visible, en lo sensual; belleza siempre es límite… Límite de lo humano que todavía no ha alcanzado más allá de sí mismo y, en esta dirección, límite también de lo inhumano, juego simbólico en el extremo límite terreno. Belleza: el juego en sí, el juego que el hombre juega con sus propios símbolos y así, simbolizando –lo único posible– escapar a la angustia de su finitud.

No es belleza lo que las obras guardan; es belleza lo que las obras buscan. Nada hay perfecto en la imperfección y sólo la imperfección sabe ir a lo perfecto. El barro quiere ser luz iridiscente, la luz tiempo vacío, el tiempo cuerpo, el cuerpo eternidad. No es belleza lo que el poema atrapa, es belleza lo que huye del poema. Toda obra de arte es imperfecta porque, de otra manera, sería divinidad o mera muerte; y la obra, se esfuerza por ser vida o afirmación de la vida. Así que tiene que resignarse a la mutilación o lo incompleto. No es belleza lo que el poeta siente; es belleza lo que no es el poeta. Allí, la vida, la realidad manchada de costumbre; allá, lo bello, lo innombrable dispuesto a la sonrisa. Allí, la sensación, el vestigio primario de la esencia; allá, el espíritu, la resistencia imperturbable a ser naturaleza; allí y allá: la levantada insatisfacción, el abandono a lo imposible. No es belleza lo que la vida busca, es belleza lo que la vida ignora. Toda obra de arte repite el mismo movimiento de búsqueda, perpetúa el tintineo de husmear en la prohibición, en el misterio de lo santo. Hay tantas experiencias negadas al entendimiento. Toda obra de arte repite el grito salvador en medio de la peste, la blancura de un traje en medio de la podredumbre del abismo. Toda obra de arte baja como Dante a los infiernos y repite la aventura del sentido. Odisea, travesía, correría. ¿Dónde, dónde la belleza? Al final nunca habita, nunca vive al comienzo. ¿Dónde, dónde la belleza? En el esfuerzo, en el intento, en la paciencia del artesano, en la ignorada persistencia, en el golpeteo constante, en la obra; sí, en la obra de arte se encuentran los vestigios de la belleza. No es belleza lo que las obras tienen; es belleza de lo que las obras dan indicios y… de nuevo, la búsqueda: arte. La promesa: “Lo bello no es tan operante como prometedor”, decía Goethe, y son “solo pocos los que recuerdan lo sagrado que han contemplado”.

Belleza… la mano extendida, temblorosa, moribunda; la mano ligeramente temerosa, indecisa por la mirada ya borrosa… La mano del poeta John Keats: “Estoy convencido de que escribiría por puro anhelo y amor de lo bello, aun cuando el trabajo de mis noches apareciera quemado cada mañana y ningún ojo la llegara a contemplar”.

El niño artista

23 domingo Ago 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Del diario

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Ilustración de Christian Schloe.

“Todo niño es un artista. El problema es cómo seguir
siendo artista una vez que se crece.”
Pablo Picasso

 

Uno es artista cuando niño porque nada escapa a la fuerza de la imaginación, porque todo parece vincularse sin preguntar razones o motivos, porque el juego contagia las relaciones, los descubrimientos, las horas del día o de la noche. Uno es artista cuando niño porque hay una magia que impregna nuestros dedos y todo lo que tocan se llena de un encantamiento, de un aura tan poderosa como para traspasar los límites de lo real o lo creíble. Un pedazo de madera puede ser un avión, una pistola, una lanza con poderes asombrosos, un barco venido de muy lejos; y una piedra, de esas que están abandonadas en el camino, puede recuperar la forma de una joya con poderes tan espléndidos como los que poseía la lámpara de Aladino. Uno es artista cuando niño porque las mismas palabras o los sonidos o los olores se juntan en coros inesperados: combinaciones de rimas, mezclas de sílabas, trabalenguas, retahílas, todo ello hace que cotidianamente se inventen universos o se elaboren conjuros para entrar en otros mundos. Uno es artista cuando niño porque el puente entre la vigilia y el sueño no tiene talanqueras o puertas divisorias; es fácil ser habitante de ambas realidades y, sin mayores obstáculos, se vive a plenitud en esas dos fronteras gelatinosas. Uno es artista cuando niño porque es crédulo, porque el umbral de la duda es aún muy pequeño, porque no tiene metido en el corazón la necesidad de la comprobación, de las evidencias justificadoras, porque confía en que hay bondad en los otros seres humanos y se está en un estado de gozosa inmortalidad…

Y únicamente los que no claudican a estos rasgos o a tales particularidades, son los que al pasar los años pueden seguir siendo artistas. Algo de valentía deben tener, mucho de fe en sí mismos, demasiada confianza en los dones personales y en los regalos de la vida, abundante entrega a sus ocupaciones… Tendrán que luchar para no sepultar a ese niño que se detiene en el vuelo de las aves o en los caminos que van dejando las hormigas, o en el recorrido lento de las últimas gotas de lluvia en las hojas; pelear con la sociedad en la que viven o con las demandas de su tiempo que les dirán a cada rato que no se ajustan a lo esperado, que padecen de cierta marginalidad, que eso son locuras y que ojalá pronto se pongan a hacer algo que realmente valga la pena. Y deberán, también, tener una fidelidad enorme a sus intuiciones, al mapa mudable de sus aventuras, a sus historias personalísimas, a sus devotas colecciones, a su museo infinito que cabe en una pequeña caja de bombones.  Si eso hacen tales personas, si no dejan perder la felicidad de entretenerse con las cosas más sencillas, seguramente el vigor de la niñez, los ojos admirados y la certeza íntima de crear, seguirán recorriendo y orientando todas sus acciones. Porque si dejan morir o perder al niño que hacía preguntas inauditas, que atravesaba con valentía los charcos de barro, que llenaba de voz y movimiento a los trastos desvencijados o que perseguía sin cesar el zig-zag de las mariposas, con toda seguridad ya no serán artistas, sino hombres y mujeres resignados a la seriedad de sobrevivir mientras les llega la hora de la muerte.

El vigía de la ventana (4)

21 domingo Jun 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Del diario

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Rafal Olbinski

Ilustración de Rafal Olbinski.

Mayo 1 de 2020

He visto, oído y vivido la repetición de acciones, de noticias y asuntos cotidianos que padecemos los confinados por el coronavirus. Al no tener el afuera –el espacio propio de la aventura–, todo se reduce a microescenarios que, si bien buscan crear un cambio en las comidas, en las tareas, en la rutina diaria, lo cierto es que agotan sus posibilidades después de por lo menos dos semanas. Los aislamientos obligatorios tienen ese peso en nuestro espíritu volátil y dinámico: repetir lo que hacemos, machacar como un eco lo ya hecho y conocido. He recordado lo que dice Cortázar en un cuento memorable: “Las costumbres son la cuota de ritmo que nos ayudan a vivir”. Sin embargo, estas otras rutinas de la cuarentena están privadas del aire de la novedad, de las iniciativas inéditas que brotan de las interacciones, de los problemas e inquietudes que trae consigo un trabajo, una ocupación afuera de nuestra casa. Pareciera que el número de posibilidades es menor en la medida en que agotamos o suprimimos los espacios en que nos movemos. La repetición de noticias, de un videojuego, de hablar con familiares, de navegar en internet, va convirtiendo al enclaustrado en un ser proclive al hastío o a una ataraxia que, para nada, es un propósito espiritual o de alcances metafísicos. Es probable, como sucede en mi caso, que el contacto con la lectura y la escritura, sean modos diversos de hacer lo mismo; aunque me hace falta visitar las librerías, recorrer las calles de mi barrio, dejarme habitar por las voces y las gentes que transitan y pueblan mi ciudad. La repetición condensa el tiempo, lo constriñe hasta el punto de verle su rostro –siempre escurridizo– en el minutero del reloj o en el cronómetro que aparece arriba en la programación de la televisión por cable. Se padece en el espíritu la gravedad del tiempo lento. Ese hastío va corroyendo el ánimo y pone al cuerpo en una condición de “abandono” que, si no se tiene la voluntad lo suficientemente ejercitada, puede llevarlo a la desesperación o a una inercia en la que da lo mismo hacer o no hacer cualquier cosa. Estar obligado a repetirse es una forma de castigo; como bien nos lo enseñó el mito de Sísifo; y es de igual modo, una prueba de fuego a la libertad del ser humano. Rememoro los trabajos forzados, las rutinas inapelables de las cárceles, las draconianas rutinas militares y me digo que la ansiedad por salir de la cuarentena, el deseo para que se reactive la economía, la esperanza de que circule lo más pronto el transporte aéreo, todo eso, no son más que indicios de no querer seguir haciendo lo mismo, una fuerza interna que anhela cambiar, de llenarse de vicisitudes y peripecias para así darle matices, tonalidades, variaciones melódicas a la monotonía de la existencia. Las repeticiones obligadas, como escribió Albert Camus, “vacían de sentido las expresiones del corazón”.

Mayo 2 de 2020

Que los campeonatos de fútbol hay que posponerlos hasta julio, que las pruebas ciclísticas tendrán que realizarse después de medio año, que los restaurantes a lo mejor podrán abrir sus establecimientos a los comensales no antes de agosto, que los juegos olímpicos de Tokio se realizarán en el 2021… La cuarenta, su acecho invisible, ha puesto de moda el verbo “posponer” junto con una cadena de términos semejantes: “aplazar”, “retrasar”, “relegar”, “retardar”. Congresos nacionales o internacionales aspiran a realizarse dos o tres meses adelante, las aerolíneas piden y sueñan empezar a operar por lo menos en un mes, los centros comerciales confían en abrir sus almacenes apenas termine la cuarentena (el 11 de mayo) y poder así, aminorar sus pérdidas y dinamizar la economía. La misma fecha del término del aislamiento ha ido postergándose cada quince días, convirtiendo cada fecha límite en inicio para otro período de encerramiento, dependiendo de cómo avance el número de contagios, de cómo crece o se aplane la curva, de si se cuenta con las suficientes unidades de cuidado intensivo. Esta pandemia ha roto los cronogramas, las agendas, la certeza de los horarios o la detallada administración del tiempo. El verbo prever se lo escucha asociado preferiblemente a la dimensión de la salud y para el acopio de alimentos. Todo lo demás, se conjuga con el calificativo del “después”, con el condicionante de la subordinación, con la justificación de estar “supeditado” a la evolución de la pandemia. Este virus ha obligado, tanto a personas como a entidades, a alterar las prioridades, a cambiar la escala de las preferencias. Lo fijo se ha vuelto provisional, lo determinado o programado con anticipación se ha convertido en un “tal vez”, un “quizá”, un “de pronto”. La pandemia alarga el tiempo, lo vuelve gelatinoso, se regodea en las demoras, vive plena en los retrasos. Aunque no quisiéramos, nuestras decisiones y proyectos los estamos ajustando con el rasero de lo “indefinido”. Y lo indefinido es un modo de “suspensión”, una herida de Medusa a nuestras actividades cotidianas. Nos hemos quedado con el presente, sacando del cuarto de San Alejo el pasado, y añorando que la estatua detenida del futuro recobre el fluir de la vida.

Mayo 3 de 2020

Uno supondría que, frente a la amenaza de una pandemia, con tantas víctimas en el mundo, el deseo de matar pasara a un segundo plano. Pero no es así. Al menos en Colombia durante esta semana se han seguido asesinando líderes sociales, en un sistemático proceso de extinción de aquellas personas que defienden los derechos humanos o, por convicción, se oponen a que la ambición del narcotráfico inunde de sangre sus campos. Como siempre, son difusos los móviles o los posibles asesinos y, como siempre, todo entrará en una exhaustiva investigación. Pero más allá de la falta de protección real a estos líderes del Cauca, lo que me llama la atención es cómo el temor frente a un virus es menor que el deseo de venganza; el miedo a contagiarse cede su paso a provocar otro miedo social: el de la intimidación. Porque no se trata de asesinatos a escondidas o hechos con el favor de la oscuridad. Se hacen a plena luz y frente a la familia de la víctima. Supongo que si los criminales usan tapabocas, no es tanto para protegerse del covid-19, sino para evitar el reconocimiento público. A veces el odio es más fuerte que el miedo a la infección; o de pronto, las infecciones más terribles, las que nunca tienen vacuna, son esas que brotan del resentimiento, del fanatismo o de la ambición ciega por el dinero. O también es posible que a los grupos armados ilegales les parezca poca cosa 16 asesinatos, con tal de tener el control de un territorio. Y aún cabe otra posibilidad: que la ilegalidad, por andar siempre por fuera de la ley, se considere inmune al coronavirus, como se han burlado las endebles políticas protectoras del Estado o de los estamentos que deben velar por la seguridad de todo ciudadano.

Mayo 4 de 2020

De cara a la apertura paulatina de la economía, y como una manera de aprender a convivir con el coronavirus, la recomendación de los altos mandatarios o de las cabezas directivas del gobierno es la de “reinventar”. Reinventar las formas de producir y de hacer circular los productos; reinventar las maneras de trabajar; reinventar la estructura misma de concebir y funcionar una empresa. Comprendo que la invitación es apenas la indicada para estos momentos de incertidumbre y de lucha por mantener un empleo; me parece más que atinado pedirles a pequeños empresarios y a gerentes de la gran industria que se autogestionen y rediseñen estas nuevas maneras de funcionamiento. Por supuesto, esa petición para que sea “sistémica” requiere que otros estamentos tanto del sector administrativo del Estado como del sector bancario –para poner sólo dos casos– también se reinventen, so pena de que lo que se idee innovadoramente en un campo no termine detenido o castigado por otro. Casi siempre la lógica de la burocracia y del control va en contravía de lo innovador y creativo; es más, muchos proyectos no logran su realización o sus resultados, no tanto por la concepción novedosa o su creatividad, sino porque aquellos estamentos que los evalúan, lo hacen con formatos que están gestados desde lo ya establecido, desde un statu quo validado y reconocido por un grupo de “expertos”. Esto es lo que hace que la innovación sea riesgosa, que implique un liderazgo a prueba del rechazo, y que en la mayoría de las ocasiones se haga por medios divergentes, en los márgenes, más con la tenacidad y la iniciativa individual que con el beneplácito de la mayoría. Reinventar, por lo demás, presupone no un acto de chispa, sino de investigación, de una reserva de capital para cubrir el “fracaso”, los prototipos que no funcionan, el experimento que no resulta. Reinventar, en este sentido, es una actividad costosa. De otra parte, cualquier reinvención presupone un cambio de percepción en los usuarios, en el público, en los futuros beneficiados o potenciales compradores. Recuérdese no más la reinvención de la máquina de escribir por un procesador de texto. Recalco lo anterior para darle al mandato a “reinventar” su justa proporción o alcance: ni suponer que eso es un acto creativo de una sola rueda del engranaje social, ni obviar el riesgo que trae consigo. Y tal vez, si fuéramos más audaces y responsables con nuestra historia, la gran “reinvención” que deberíamos hacer todos, gobernantes y gobernados, es concebir otra forma de construir sociedad, con menos inequidades, con una mejor calidad de vida para la mayoría de las personas, con justicia social y participación efectiva en la toma de decisiones. Eso sí sería una “reinvención” estructural y no un mero afán por salir de los efectos de una pandemia.

Mayo 5 de 2020

Como era de esperarse, el presidente ha anunciado hoy el alargue de la cuarentena hasta el próximo 25 de mayo. Lo nuevo es que se seguirá ampliando, gradualmente, la apertura económica a otros sectores como el de fabricación de muebles, automóviles y prendas de vestir, eso sí, siguiendo “estrictos protocolos” y de acuerdo a los lineamientos de los acaldes. De igual modo, desde esa fecha, podrán abrir sus establecimientos las librerías, papelerías, los centros de diagnóstico automotor y las lavanderías a domicilio. Este nuevo tiempo de confinamiento fue respaldado, una vez más, por expertos epidemiólogos y según un detallado análisis de riesgo presentado por el Ministro de Salud. Además, los niños desde 6 años hasta jóvenes de 17 podrán salir a los parques, durante media hora, tres veces a la semana, a “tomar el sol”. La frase motivo de este día, tanto para ampliar más la apertura de la economía como para alargar el confinamiento, ha sido la de “vigilancia epidemiológica”. Es decir, una toma de decisiones amparada en datos, frecuencias, estadísticas diversas. Esa parece ser la “nueva normalidad” a la que tendremos que familiarizarnos este mes y los que siguen, por lo menos durante este año. Una normalidad fluctuante, inestable, porque dependerá de qué tanto suba o baje un porcentaje, y de cómo se combinan diferentes variables como el número de infectados, el número de pruebas y el número de camas con respiradores en los hospitales. La nueva normalidad tiene una consistencia de estira y encoje, porque si se sobrepasan los porcentajes previstos, seguramente tendremos que volver a encerrarnos si es que, en verdad, queremos cuidar la vida. Y como sucede siempre con los argumentos basados en estadísticas, se usan las tablas y los diagramas de barras, como argumento suficiente para convencernos de que la conclusión tomada es la correcta. Aunque el verdadero telón de fondo de todos estos guarismos y curvas estadísticas es controlar, con un eje de coordenadas, lo que continúa invisible y amenazante en el ambiente: el miedo. Ese siempre ha sido un deseo de los guarismos, el de poder delimitar o nominar lo que parece gaseoso o inasible; el de prefigurar o atrapar el incierto futuro. “El miedo no es bueno para el futuro”, afirmó  el gerente de la Fundación Santafé; en consecuencia, hay que tratar de dominarlo saliendo a trabajar con esta nueva “normalidad” y teniendo como escudo el cálculo y las probabilidades que podemos hacer en el presente.

Mayo 7 de 2020

Una encuesta realizada entre el 8 y 20 de abril, con 3549 personas, mayores de 18 años, y realizada por Profamilia con el apoyo del Imperial College de Londres, mostró, entre otros resultados, que un 34% dice no resistir la situación de la pandemia, un 34%, afirmó que la sufren, y un 40 % dijo que la aceptan. La encuesta corresponde al “Estudio de solidaridad sobre la respuesta social a las necesidades de distanciamiento social para contener el covid-19 en Colombia”. El 75% manifestó que el coronavirus ha afectado su condición mental, manifestada en ansiedad (54%), cansancio (53%), nerviosismo (46%) o rabia (34%). Y otras encuestas similares, hechas por ejemplo por el Observatorio de Políticas públicas de ICESI, concluyeron que además de la ansiedad, a la depresión se sumaba un alto nivel de preocupación por la salud de los seres queridos (84%) más que por la propia salud (16%). Me detengo a pensar en estos resultados y dimensiono el lado menos evidente de esta pandemia; no los signos exteriores como la fiebre o la tos seca, sino esos síntomas de la interioridad que a veces nos parecen menos preocupantes pero, que si uno lo analiza con cuidado, resquebrajan desde adentro nuestro ser. Porque la ansiedad, demos por caso, acumula sus heridas poco a poco, a veces sin parecer nada preocupante o anidándose al lado de nuestras almohadas para no dejarnos dormir bien o para atiborrarnos de pesadillas agotadoras. La ansiedad azuza la imaginación en su lado más negativo, puya en la mente el derrotismo, el fatalismo, el destino infausto o el callejón sin salida de la mala suerte. Y esta misma ansiedad, al ir tomando posesión de nuestro pensamiento, se revierte sobre el cuerpo para ulcerarlo, trastocarle los ciclos de alimentación o poner en corto circuito a nuestro sistema nervioso. La ansiedad puede ser una explicación a la violencia intrafamiliar o al mal genio que está al acecho por cualquier nimiedad. Creo que, y esa parece ser una buena medida “no para favorecer la apertura de la economía”, el contar con fundaciones u organizaciones dispuestas a atender estas dolencias del alma en lo que lo más importante es “poder hablar” y “poder ser escuchados”. En esa vía está la Fundación Santo Domingo y Profamilia con la plataforma “Porque quiero estar bien”, cuyo eslogan ya es en sí mismo una salida a estos problemas: “Te escuchamos, te acompañamos, te ayudamos”. Esa parece ser la vacuna; a la ansiedad se la controla o se la derrota así: hablando con sinceridad de lo que nos agobia, recibiendo la escucha atenta de otro ser humano, sintiendo la comprensión y la compañía –así sea con tapabocas y a un metro– de quienes reciben nuestra desazón o nuestro miedo. La ansiedad se cura no callando, no aguantando, no autoengañándonos, no pareciendo solitarios héroes mudos y embravecidos. Esta enfermedad del alma requiere un genuino reconocimiento de nuestras flaquezas y debilidades, y la apertura a dejarnos ayudar, sin que por ello sintamos que somos endebles o incapaces de sortear una amenaza como el covid-19.

Mayo 8 de 2020

Durante toda la pandemia se ha hablado, por parte del gobierno o de diferentes ministros, del término “pedagógico” para referirse a un video, al modo de presentar una medida de salud pública o a un comportamiento esperado por parte de la comunidad. Aunque, en un primer momento, uno podría llegar a pensar que pedagógico se confunde con didáctico, lo cierto es que se asemeja a cualquier producto audiovisual que explica o informa sobre determinado asunto. A veces hace las veces de “recomendaciones” o de “pautas de conducta”; en otras ocasiones sirve este apelativo para presentar una “información”, comunicar una “prescripción” o señalar algunas “advertencias” derivadas del mismo confinamiento obligatorio. Tal banalización del término no contribuye mucho a que la gente común y corriente entienda qué es lo que en realidad hacemos los maestros y menos a que noten la diferencia entre lo que dice un mandatario y, luego, lo que muestra como ilustración “pedagógica”. Buena parte de las piezas usadas por el alto gobierno son información audiovisual, pero muy lejanas de la transformación de un contenido para que sea claro, secuencial, enfocado a un determinado público, convergente en el uso de diferentes medios de comunicación, selectivo en el lenguaje utilizado y acorde a un propósito específico de aprendizaje. Las mismas gráficas empleadas son un decorado, pero sin el sentido de servir de orientación o de ofrecer una traducción más comprensible de lo dicho. Si se olvida que lo pedagógico, en sentido amplio, y lo didáctico en lo específico, tienen como fin traducir o convertir determinada información en un producto asimilable por otra persona, se caerá en un generalismo que más que ayudar a aclarar, lo que hace es confundir. Bien lo dijo hoy la alcaldesa Claudia López el finalizar su presentación sobre las nuevas medidas para Bogotá, a partir del próximo lunes 11 de mayo: “una cosa es anunciar y otra cosa es comprender”. Precisamente la labor de un educador consiste en eso: transformar un contenido en unidades asimilables, hacer transferencia de lo erudito y abstracto a lo sencillo y concreto, ponerse en el lugar del que aprende para secuenciar, dosificar y adaptar determinado conocimiento. Tal vez por ese uso errado de “pedagogía” es que las políticas públicas ni logran impactar, ni ser asumidas o acatadas en su real magnitud.

Mayo 10 de 2020

Una celebración del día de la madre sin abrazos físicos, sin besos en directo. En cambio aumentaron las videollamadas, los mensajes en whatsapp, los correos electrónicos. Tampoco se olvidaron las serenatas, solo que en esta ocasión debieron hacerse mirando la pantalla de un celular o de un computador. Estos hechos me evocaron la época de las oficinas de Telecom en los pueblos, de las operadoras, de los pequeños locutorios a donde le pasaban a uno la llamada y, desde allí, como si fuera un acto mágico, escuchábamos a los seres queridos lejanos, a esos que desde hacía mucho tiempo no oíamos o de los que no teníamos noticia alguna. Eran pocos minutos, a veces con sonidos interrumpidos, pero bastaban para alegrar a alguien o darle un poco de tranquilidad afectiva a nuestro corazón. El coronavirus ha replanteado, al menos por un tiempo, la manifestación de nuestros afectos: si estamos con los seres más queridos, nos toca tratarlos a distancia, sin tocarlos, sin traspasar la barrera de un metro; y si no estamos compartiendo la casa con ellos, lo mejor entonces es no ir a visitarlos, alejarlos más de lo que ya están. Perdida la fuerza del contacto, esa intransferible sensación de abrazar otro cuerpo, nos hemos visto obligados a poner nuestra voz y nuestras palabras escritas como única forma de rubricar esos vínculos de la sangre. Hay algo de trato fantasmal: disuelto el cuerpo del ser amado, se asemeja más a una ausencia cargada aún con los atributos de la imagen; es una especie de “aparición” que conservamos como “visión” tutelar o como un “espíritu”. Sabemos que están vivos, pero al mantenerlos alejados de nosotros, les otorga un tinte de “desaparecidos” o de pertenecer al álbum de los seres más queridos de quienes conservamos solamente las “instantáneas” de sus recuerdos. Yendo un poco más lejos: el coronavirus ha puesto en cuarentena no solo nuestros cuerpos físicos, sino que ha ido evaporando las manifestaciones de los afectos interpersonales. La sociedad líquida, de la que hablara Zigmunt Bauman, dio paso a la sociedad evanescente.

Mayo 11 de 2020

En varias entrevistas de los telenoticieros de este miércoles se les preguntó a trabajadores que retornaban hoy a sus labores sobre cuál era su sentimiento o cuál era su opinión sobre este retorno al mundo laboral. Las repuestas subrayan el entusiasmo y la alegría de volver a sentirse activos, con fuerzas para conseguir lo necesario para vivir y contentos de conservar su empleo. A pesar de un cierto temor, el hecho de sabernos útiles, de hacer parte del mundo productivo y, sobre todo, de tener la evidencia de no estar vacantes, hace que el trabajo sea visto como algo fundamental. Pienso que el ser humano, a pesar de su fantasía de “vivir sin hacer nada”, requiere este insumo de la actividad, de la labor, de constatar que con sus manos y su esfuerzo puede conseguir los recursos económicos para satisfacer sus necesidades básicas. Este hecho, de no depender exclusivamente de la caridad o la beneficencia pública, convierte al trabajo en un medio para afianzar la dignidad y, muy especialmente, en un recurso que apalanca la libertad de las personas. Para ponerlo en otras palabras, el trabajo le quita al ser humano la penosa carga de la incertidumbre y reafirma al padre o la madre cabeza de hogar en su rol de cuidador responsable. Así sea poco o mucho lo que se gane, el trabajo crea una especie de “certeza” en medio de la inestable situación propiciada por el coronavirus. Más allá de recibir un mercado o un dinero del Estado, más allá de las campañas de solidaridad para que los más empobrecidos logren sortear la cuarentena, el volver al trabajo es una especie de liberación de cadenas, de poner en los propios brazos la confianza de que el presente no depende del capricho de otros o de la suerte, que siempre es incierta y muchas veces injusta. Es posible que esta sobrevaloración del trabajo corresponda, como tantas otras cosas en la vida, a su amenaza de pérdida o a ese súbito distanciamiento ocasionado por el covid-19; pero, más allá de la eventualidad, lo que nos muestra este hecho de retornar al taller, al mostrador, a la fábrica, a la obra en construcción, es que el trabajo además de ser la forma como conseguimos recursos para la sobrevivencia, le devuelve a los seres humanos un fuero de autonomía y un sentido de proyecto, un lugar de existencia a partir del cual hallar un reconocimiento social y la posibilidad de sentirse parte de la gestación o elaboración de algo. Porque si uno tiene un trabajo organiza el inestable futuro y quita de su mente el triste y angustiante fantasma del vagabundeo permanente.

Veinte sugerencias para mantener o mejorar la comunicación en familia

07 domingo Jun 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Del diario

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Pintar mi familia

El confinamiento obligatorio, por causa del coronavirus, ha hecho que los miembros de la familia estén juntos durante tres meses consecutivos. Si bien ha sido una oportunidad para el reencuentro y la renovación de vínculos afectivos, también este confinamiento ha generado dificultades en el trato, la convivencia y, muy particularmente, en el modo de comunicarse los padres con sus hijos. Tomando como eje esta situación propongo el siguiente repertorio de sugerencias, recomendaciones o pistas con el propósito de que en algo ayuden a mitigar o prevenir los problemas de comunicación en familia.

1. Tenga presente la edad de sus hijos cuando trate de comunicarse con ellos: adapte el tipo de lenguaje, dosifique el mensaje, busque el mejor momento y, especialmente, fíjese si esa persona está en disposición de recibirlo.

2. Cuídese en generalizar, no estereotipe un comportamiento o una actitud de sus hijos. Si algo no le gusta o le molesta, descríbalo, sin hacer juicios o sacar conclusiones generalizadoras.

3. Proteja, pero sin ahogar el propio desarrollo de aquel a quien desea salvaguardar.

4. Sea cómplice de sus hijos, pero no alcahueta de sus faltas.

5. No se desanime si lo que usted le comunica a sus hijos parece no tener un resultado inmediato. Recuerde que la comunicación es un proceso; requiere que los mensajes se asienten, maduren. Pero no por ello, deje de persistir en una consigna, un valor, una forma de ser o comportarse.

6. Cuando sienta que no sabe cómo entender a sus hijos, especialmente si están entrando en la adolescencia, mire su propio álbum familiar y recuerde cómo era usted en esa época. Reflexione sobre las modas que usaba, sobre sus travesuras, sobre el ansia de exploración que lo embargaba… Hecho todo esto, vuelva a observar a sus hijos y trate de comprender.

7. Cambie los imperativos o las oraciones cortantes de mandato, por frases como: “me gustaría que hicieras tal cosa…”, “preferiría que no fueras a tal sitio”. Emplee todos los recursos de la comunicación asertiva; es decir, de esa comunicación que no es ni agresiva, ni pasiva…

8. Reconozca el punto de vista de la otra persona, ponga en sus palabras lo que su interlocutor le dice a ver si usted ha entendido bien lo que ha querido comunicarle. Nada obstruye más la comunicación que los sobreentendidos o lo dado por hecho.

9. No amenace. Los mensajes de este tipo lo que hacen es aumentar el silencio o la resistencia de su interlocutor. El que mucho amenaza va perdiendo, poco a poco, la autoridad.

10. Escuche con atención y con actitud empática a sus hijos. Tenga voluntad de contención. No pase a defenderse. Escuchar en silencio es una buena manera de generar simpatía.

11. Converse con su pareja sobre las actitudes o los comportamientos que desaprueba de sus hijos. Analice los puntos de vista de cada uno y, hecho un consenso, asuma una postura comunicativa común. No emplee frases como: “Hable con su mamá, a ver qué dice”, “le voy a decir a su papá”… Es mejor expresarse así: “con su papá hemos acordado que…”, “Con tu mamá consideramos que…”

12. Cuando acompañe a sus hijos en tareas o labores escolares, no asuma la actitud del que lo sabe todo. Muéstrele mejor a su hijo el gusto por aprender. No descalifique; hable más bien de que “nadie nació aprendido”. Tampoco se desespere y, opte más bien, por darle al error un valor positivo. Porque si al error se le suma el enfado, lo que se produce es el miedo. Y el temor no es la mejor motivación para aprender.

13. Trate por todos los medios de ser afable con sus hijos. Tenga presente que un gesto amigable rinde más beneficios que un rostro malhumorado y distante. Si tenemos una comunicación no verbal afable, seguramente propiciaremos la comunicación verbal de nuestros hijos.

14. No discuta con sus hijos en el mismo espacio donde ellos hacen las tareas. Cambie de lugar para que sea otra la postura y otras las condiciones del diálogo.

15. No saque conclusiones apresuradas de los rumores que escuche sobre sus hijos. Sea prudente. Indague. Contraste diversas opiniones, antes de tomar una decisión sobre ellos.

16. Hable menos, regañe menos; testimonie con sus actitudes lo que proclama con sus palabras. El ejemplo es la comunicación encarnada.

17. No haga juicios apresurados ni desestime, frente a sus hijos, la labor que hacen los docentes. Si tiene dudas, consulte con ellos. Si es necesario, pida su ayuda. Usted, como padre o madre, sabe algunas cosas, pero los profesionales de la enseñanza son los maestros.

18. Use el espacio del comedor o de la sala para promover la conversación. Emplee la comunicación informal para crear o fortalecer la confianza. Idéese rituales o juegos con este mismo fin. El apoyo a sus hijos no es únicamente para el mundo escolar.

19. Todo encierro va alterando las emociones, cambiando el estado de ánimo de las personas, en particular si son niños o jóvenes. No le dé tanta trascendencia a pequeños impases cotidianos. Use el humor. Entienda que a los más pequeños se los ha obligado a asumir actitudes y comportamientos de los mayores de edad. Un poco de flexibilidad en el espíritu ayuda mucho a mermar la resonancia de los problemas en la comunicación en familia.

20. Y en tiempos de crisis, o de una situación como esta pandemia, procure usar frases de comunicación que sean más optimistas que pesimistas. Más esperanzadoras que alimentadoras de la catástrofe. Revise las expresiones frecuentes que usa en su habla cotidiana: ¿son propositivas, alentadoras, vivificantes? Sus hijos oirán y verán en usted, por su modo de hablar, un ejemplo de cómo se puede enfrentar lo difícil, lo inusitado y la ansiedad que produce la incertidumbre.

 

Diccionario del coronavirus

24 domingo May 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Del diario

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Christoph Niemann

Ilustración de Christoph Niemann, para New Yorker.

A dos metros: medida de advertencia en espacios públicos, como si cada persona fuera un vehículo que cargara gases inflamables.

Abrazo: antiguo gesto de afecto que, en tiempos de pandemia, es una expresión de peligro o amenaza para quien amamos.

Adulto mayor: persona a la que no le puede dar el sol.

Aeropuerto: los puertos anhelados por el coronavirus.

Aislamiento preventivo: modo práctico de burlar al covid-19.

Alerta amarilla: los de tu barrio pueden estar infectados / El miedo en la distancia.

Alerta naranja: el contagiado está muy cerca de tu casa / La vecindad del temor.

Ayuda humanitaria: solidaridad de muchos que, por culpa de la corrupción, termina beneficiando a unos pocos.

Banca rota: forma de volar de algunas aerolíneas, en época de cuarentena.

Beso: contacto íntimo y anhelado pero imposible con tapabocas y a un metro de distancia.

Bolsonaro: representante de quienes confunden una pandemia con “una gripita”.

Calle: utopía del confinado.

Casa: Fortaleza en las primeras semanas y cárcel después de quince días / Lugar familiar del que, al mismo tiempo, no podemos y deseamos salir.

Cerco epidemiológico: encerramiento dentro del confinamiento / Aislamiento al cuadrado / Compromiso ciudadano en cuidados intensivos.

Cierre de fronteras: medida gubernamental que responde a una lógica oriental infalible: si el covid-19 vino de China, una muralla china bastará para detenerlo.

Codo: La nueva mano del confinado.

Comparendo: sanción disciplinar para indicarle al ciudadano que no lo pilló el virus pero sí la policía / “La ley con multa, entra”.

Confinamiento: vacaciones obligadas sin sol, sin mar y sin paseos.

Contención: el coronavirus extranjero.

Coronavirus: insignia que nadie desea ceñir sobre su cabeza / ¡Viva el rey!,  el infectado puede morir.

Covid-19: aunque la Real Academia de la Lengua diga que es femenino, lo cierto es que este virus ataca también a lo masculino / Virus transgénero / Enfermedad infecciosa con recuerdos de movimiento insurgente colombiano, pero con síntomas parecidos: “¿decaimiento, falta de energía?”.

Crédito blando: nuestro interés es diferirte los intereses.

Crisis: efectos económicos secundarios de la pandemia que se agudizan en la medida en que aumentan los días de cuarentena.

Cuarentena: medida preventiva que antes se imponía en los barcos y, ahora, en las ciudades. Pero en uno u otro espacio, los infectados están rodeados por un mar de incertidumbre.

Cultura ciudadana: lo que se espera que todos cumplan, pero que cada uno tiende a no hacer.

Curva: línea cuyo punto más alto lleva a la cuarentena y su aplanamiento a la calle.

Depresión: estado psíquico caracterizado por una tristeza profunda de no poder salir y un aburrimiento de hacer siempre lo mismo / manifestación interna del coronavirus cuando obstruye no los pulmones, sino el espíritu.

Desinfección: nueva actitud de bienvenida en la que en lugar de ofrecer los brazos y las manos, se emplea como gesto de acogida un atomizador.

Disciplina: autohigiene social / La prueba más difícil para quienes se sienten sanos o invulnerables a la pandemia.

Distancia social: la proxémica administrada por el miedo al contagio.

Domicilios: activación económica en bicicleta.

Educación virtual: el maestro enseñando a estudiantes y a padres de familia durante veinticuatro horas.

Elementos de bioseguridad: implementos que excepcionalmente usaban los astronautas, pero que en tiempo de pandemia utilizan hasta los mensajeros domiciliarios.

Epidemiólogo: especialista llamado a la sala de ministros –solo en tiempos de pandemia– para servir de justificación a los gobernantes, si las decisiones tomadas por éstos salen mal o tienen consecuencias adversas.

Estadística: disciplina que se ocupa de la recogida, obtención y tratamiento de datos para justificar a los gobernantes cuando deben tomar medidas impopulares.

Fiebre: signo de alerta que antes, solo se tomaba en los hospitales, pero que ahora detectan con una pistola infrarroja para entrar a cualquier lugar público.

Fiesta en cuarentena: Alegría de unos pocos, para perjuicio de muchos / Darle salida a los piernas por un exceso de encierro de la cabeza / Nueva danza de la muerte / Obedecer con los pies a lo que desobedece la cabeza.

Gel antibacterial: guantes líquidos y olorosos. / Lavamanos portátil.

Gutícula: pequeño medio de transporte preferido por el coronavirus.

Hagan caso: recomendación de un sobreviviente del covid-19 que estuvo a punto de morir.

Indisciplina: ¡pero si el rey soy yo! / Inobservancia de las normas de prevención social para jugar a las escondidas con el covid-19

Infectado: un coronado por el destino o por la falta de cuidado.

IRA: sigla de la infección respiratoria aguda que, por su sorpresiva y silenciosa forma de atacar, parece un grupo terrorista.

Jabón: el virus del coronavirus.

López Obrador: ejemplo de los mandatarios que consideran tres mil infectados diarios por el coronavirus como una cifra optimista.

Lugares públicos: fincas de recreo del coronavirus.

Mano: extensión del brazo que sirve, principalmente, para lavarla con jabón cada dos horas.

Mechudo: corte de pelo en tiempos de confinamiento.

Médico: profesional de la salud a quien se le rinden aplausos al inicio de la pandemia, pero al que después se lo amenaza para que abandone el edificio donde vive / Persona que el infectado quiere cerca cuando está enfermo, pero desea lejos cuando no lo está.

Melancolía: estado del espíritu caracterizado por un aumento de la ansiedad a causa de la incertidumbre y una baja de defensas por falta de alegría.

Mercar: odisea en solitario contra el virus para lograr sobrevivir.

Mitigación: el coronavirus vernáculo.

Monitoreo: vigilancia al virus, pero más a la desobediencia de los ciudadanos.

Multitud: el correveidile del coronavirus.

Normalidad: situación o estado ideal ansiado por los confinados que, con las rutinarias medidas de protección y el interminable seguimiento de protocolos, terminará pareciéndose a la anormalidad.

Noticias falsas: manera como la pandemia infecta primero la mente que el cuerpo / Forma como se comunican los “ídolos de la caverna” con los “ídolos de la tribu” / Entrega al inmediatismo del rumor por pereza a indagar la verdad.

Pandemia: infección que copió la ambición expansionista del capitalismo global.

Pedagogía: muletilla empleada por algunos gobernantes para mostrar que la política sabe muy poco de educación / Término al cual acuden algunos gobernantes para suavizar el autoritarismo.

Personal de la salud: primera línea de batalla sin suficientes armas defensivas contra la pandemia /  Infantería que sale a luchar cuerpo a cuerpo todos los días, a sabiendas del fuego cruzado del coronavirus.

Pico: cumbre temida pero esperada por los no infectados / Premio de montaña, fuera de categoría, de la propagación de la pandemia.

Pistola infrarroja: el nuevo revólver de los vigilantes para defenderse de la facinerosa pandemia.

Prorrogar: verbo de uso obligado por culpa del coronavirus.

Protocolo: detallado instructivo de convivencia pacífica con el covid-19.

Quédate en casa: mandato materno del ayer que hoy es norma gubernamental.

Reapertura económica: segunda línea de defensa ante el avance continuado del coronavirus que, como se sabe, opera mejor desde la trinchera.

Recuperado: la pandemia en el estado del relato.

Redes sociales: medio de contagio que exacerba la ansiedad de los confinados y multiplica el alarmismo peor que la pandemia.

Reinventarse: consecuencia económica del covid-19 que consiste en tratar de hacer lo mismo pero con computador / Volver a los empleados mensajeros.

Repeticiones: estrategia de los programas deportivos de fútbol que consiste en convertir el pasado en noticia de actualidad.

Tapabocas: prenda de vestir para que el coronavirus no nos reconozca.

Teletrabajo: modalidad laboral que consiste en que el empleado, además de las labores propias de su oficio, paga en lugar del empleador la luz, el arriendo, el teléfono y las horas interminables de internet / La casa hogareña vuelta oficina / Empleado sin horario fijo de trabajo.

Toque de queda: el último recurso “pedagógico” de los alcaldes.

Transporte público: medio de locomoción para el contagio / Medio de locomoción para ir de la casa al trabajo y del trabajo al contagio.

Trapo rojo: pieza de tela o de otro material para exhibir el hambre o clamar ayuda humanitaria.

Trump: ejemplo de los políticos que presumen de médicos y culpan a los contagiados del covid-19 por no inyectarse desinfectante para limpiar sus pulmones.

UCI: mazmorra temida por los infectados.

Urgencias: lugares de los hospitales que, en tiempos del coronavirus, hay que demorarse el mayor tiempo posible antes de acudir a ellos.

Vacuna: el elíxir de la larga vida de los infectados.

Ventana: abertura elevada sobre el suelo para que entren las calles que no podemos recorrer.

Ventilador: tercer pulmón del infectado.

Videoconferencia: contigo, pero sin ti.

Zoom: servicio de videoconferencia –que la pandemia volvió habitual–mediante el cual se habla en público, estando solo.

El vigía de la ventana (3)

03 domingo May 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Del diario

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Niña mirando por la ventana Edward Münch

«Niña mirando por la ventana» de Edward Münch.

Abril 19 de 2020

Después de un mes de cuarentena podemos comprobar un rasgo de la condición humana: su capacidad para adaptarse a nuevas situaciones de vida. Quizá ahí esté la clave de nuestra permanencia en este mundo y lo que ha posibilitado la invención, el descubrimiento, la ciencia. Analizo lo que ha venido pasando y aventuro una analogía con los estadios de duelo o de muerte, descritos por la psiquiatra Elisabeth Kübler-Ross: primero, la negación al hecho, eso de que “a mí no me va a afectar”, o que acaecerá en países lejanos del nuestro; después la cólera o la incomodidad al saber que no se tomaron las medidas de cierre de fronteras a tiempo, que  no tenemos el suficiente número de camas disponibles,  que debemos asumir un encierro en nuestras viviendas; enseguida, la etapa del regateo, de los plazos que se van reanudando, de las excepciones que aspiran a multiplicarse para continuar con la vida cotidiana como se la traía hasta ahora; en unos días posteriores se entra en la depresión, en la tristeza y aumenta el miedo. Tantos encierro, tanta incertidumbre junta, conlleva a que baje el optimismo y se múltiple la angustia y la ansiedad; finalmente, entramos en la aceptación del hecho, de que el covid-19 no va a desaparecer en una semana y en la certeza de que debemos seguir viviendo a pesar de esta amenaza a nuestra salud y a mermar o entorpecer el dinamismo de la economía. Entonces, es casi seguro, comenzaremos a volver habitual lo que nos parece excepcional, convertiremos un práctica diaria el usar tapabocas, estaremos atentos a conservar la distancia social, planearemos de otra forma el comprar alimentos y, aunque nos suene inhumano, tendremos menos horror por el número de contagiados que seguramente aumentarán en los hospitales o en nuestras casas. Así, seguramente, esperaremos la vacuna, o nuestros propios organismos desarrollarán unos mecanismos de defensa que nos posibiliten el encuentro, las relaciones humanas, el ir a trabajar o adelantar proyectos de todo tipo, y una entusiasta afirmación cotidiana por continuar viviendo.

Abril 20 de 2020

Los deportes masivos están en crisis. En particular el fútbol que, como se sabe, es uno de abigarradas multitudes. En las noticias se anuncia que los campeonatos locales o internaciones se han cancelado y que, dependiendo la evolución del coronavirus, se tendrá que jugar a puerta cerrada. Podríamos aprovechar esta eventualidad para reflexionar sobre el deporte y las masas, un tema que apasionó a Elías Canetti. Porque, ¿qué aportan las masas, el público en vivo a un deporte, como el fútbol? Muchas cosas: la emoción, la tensión, el fragor de la contienda, el corazón hecho grito de cada hincha. Por eso, si se piensa en hacer certámenes sin público, se descubrirá que la entretención y gusto por este deporte no es tanto apreciar la técnica o el virtuosismo de los jugadores, sino otra cosa: la interrelación entre unos que actúan y otros que los apoyan; entre individuos que corren y patean, saltan y tratan de meter un balón en un arco, y un  grupo amplio de espectadores que toman partido por esa contienda. Tal vez haya deportes que por su esencia individual sea posible desarrollarlos en salones cerrados y con poquísimas personas observándolos; pero los deportes colectivos, esos basados en la fuerza, en el roce, en la gambeta, en el cuerpo a cuerpo con un oponente, perderán gran parte de su esencia. Y no lo digo solo por los aficionados, sino por los mismos futbolistas, quienes perderán la motivación de una tribuna, el apoyo emocional que provoca oír rugir a un colectivo de personas vitorear el nombre de su equipo, el coro de una masa que aviva el entusiasmo cuando decae el ánimo o se está padeciendo una derrota. A lo mejor, tendremos que hacer un ajuste emocional: de sentir y participar con los mismos hinchas en la disputa por un balón a verlos en diferido y en solitario desde nuestras casas. Quizá, recordando las ideas de Roger Caillois quien escribió un libro sobre Los juegos y los hombres, asistiremos a un desplazamiento: de un deporte de agon, o de lucha, a uno de mimicry, o de simulacro; algo así como dejar de ir en grupo a los estadios, para pasar a conformarnos con la pequeña y estática contienda de un futbolín.

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El presidente, una vez más desde la sala del Consejo de Ministros, anunció que la cuarentena se prolongará otros quince días. Hasta el 11 de mayo estaremos en aislamiento preventivo obligatorio. A pesar de que se ha podido mermar un poco el avance del coronavirus, “no podemos bajar la guardia”, “relajarnos” o “cantar victoria”. Se mantendrá cerrado el aeropuerto y no habrá transporte intermunicipal, salvo para el acarreo de alimentos. El cambio es que se empezará a activar la economía en dos sectores: el de la construcción y la industria manufacturera. Eso sí, y en esto se insistió a lo largo de la hora de transmisión, con las medidas de bioseguridad más estrictas, como son el tapabocas, el baño continuado de manos, la distancia social, los turnos escalonados en los sitios de trabajo y una contratación especial de servicio de transporte para estos trabajadores. Se dijo también, que se podrá hacer deporte al aire libre, conservando condiciones de distanciamiento. Casi todas las nuevas medidas estuvieron acompañadas de la preparación, construcción o seguimiento de protocolos. Como bien se sabe, un protocolo es un conjunto de reglas o normas para guiar una acción o regular una práctica. Es una forma de homogenizar la acción, de interiorizar instrucciones y de unificar ciertos procedimientos. Así que, si en nuestra idiosincrasia tropical lo corriente es no leer el manual de instrucciones, ahora tocará –gracias al covid-19– no solo conocerlo, sino aprender a cumplirlo. Seguramente no será fácil, porque eso demanda disciplina, persistencia, y una regulación colectiva que generará discusiones y “molestias” cuando alguien imponga obedecerlas. Los protocolos direccionan, estandarizan y permiten un control; serán habituales las listas de chequeo, el monitoreo permanente y una reeducación de la conducta. Los protocolos son un modo de mermar los comportamientos individuales y lograr unas pautas homogéneas de las personas en las actividades y los procesos. Como se adivina, los protocolos son un recurso para mermar la improvisación, el azar y los caprichos personales de cara a la amenaza de la pandemia; es un modo de combatir lo incierto a partir de una concreción administrativa de “hacer todos lo mismo”.

Abril 22 de 2020

Escucho por la radio una entrevista a la alcaldesa Claudia López sobre sus declaraciones de no permitir la activación de los trabajos de manufactura el próximo lunes 27, entre otras cosas porque no están los protocolos terminados. El periodista le pregunta si esa medida fue consultada con el presidente y, ella, le responde que sí. El periodista insiste en que si eso ha sido así, por qué entran en contradicción las medidas del alto mandatario con las de ella o si es que sus argumentos no son tenidos en cuenta. La alcaldesa le responde que no va a entrar en esas confrontaciones y menos ahora cuando de lo que se trata es de un problema que pone en juego la vida de las personas. Enseguida agrega que hay una diferencia entre promulgar decretos y otra, bien distinta, ejecutarlos. Y que para el caso del coronavirus, habría que mirar si esas medidas pueden aplicarse homogéneamente a todos los municipios o de manera idéntica para todos los departamentos. Insiste en que hay que basarse en datos y ver cómo evoluciona la pandemia en cada caso. En síntesis, que Bogotá —por tener más de ocho millones de habitantes y por tener el más alto número de contagiados, casi mil cuatrocientos— no puede ser lo mismo que Medellín o Quibdó. Las respuestas de la alcaldesa me dan pie para traer a cuento la tensión que ha habido, durante siglos, entre lo local y lo nacional, o entre lo nacional y lo internacional, o entre el centralismo y el federalismo. Y si, es suficiente, para un país tan grande como Colombia, en el que hay regiones claramente diferenciadas, sirven medidas que pretendan uniformar procedimientos, resolver problemas o ejecutar normas administrativas. Para todos es evidente que las grandes ciudades requieren protocolos distintos al sector campesino, y que no puede ser igual reactivar la vida cotidiana en un pueblo de un millón de habitantes a otro que quintuplica esa población. De allí que los protocolos, tema que se ha vuelto “tendencia” en estos días, deban consultar los contextos, enfocar las acciones, incluir las particularidades o excepciones, contemplar las contingencias específicas. Tal vez el afán por salir de la pandemia, por retornar a la vida como antes, nos hace perder esta capacidad de foco y diferenciación de las realidades. Porque sí es cierto que legislar o promulgar una norma de alcance nacional —amparada en favorecer a la mayoría—, resulta difícil de aplicar o cumplir cuando ya llega a las regiones o a los municipios de la denominada “Colombia profunda”. Pueda ser que este covid-19 nos ayude a comprender que si no se consulta y se legisla teniendo en cuenta las necesidades y condiciones de lo local, los decretos y buenas iniciativas centralistas quedarán en el limbo de la ineficacia, el incumplimiento o la improvisación.

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Poner a pelear a los dirigentes, esa ha sido una de las formas como el periodismo, especialmente radial y televisivo, busca material para llenar sus espacios. Y si bien estamos viviendo una pandemia, si afrontamos una emergencia sanitaria, los periodistas persisten en buscar “el puntico”, “la frase”, el “comentario” de un dirigente para ponerlo en contrapunteo con otro que, por lo general, forma parte de una filiación política diferente. A veces se disfraza esta práctica cizañera de los periodistas con “buscar la verdad” o, lo que es más grave, “ayudar a la opinión pública”, pero lo que en realidad muestra este afán de “encender la pelea”, es dejar de analizar un problema para pasar al campo de mover las pasiones de las personas. Hay algo de tinte “amarillista” en estas maneras de “informar” y mucha, pero muchísima, falta de prudencia en un oficio que, más en épocas de incertidumbre, angustia y temor como las actuales, necesitan que los expertos en comunicación sopesen la lengua, aquilaten sus emociones, dimensionen el alcance social de iniciar o propagar una u otra polémica. Los mismos políticos deberían dejar de hablar echando puyas, de estar arengando a los desinformados, de prestarse a una disputa momentánea y novelera en la que lo menos importante es el bien común, sino reforzar la vanagloria de determinados periodistas o contribuir a mantener un alto índice de audiencia en algún medio masivo de comunicación. Ante la duda  y la indeterminación provocadas por coronavirus es fundamental la mesura, el análisis, la contención de las opiniones gratuitas. Ese tendría que ser, también,  uno de los reaprendizajes para los que dirigen o tienen bajo su orientación un noticiero radial o un telenoticiero: comprender que el periodismo es, esencialmente, una profesión de servicio público.

Abril 23 de 2020

Desde hace días, en las ventanas de algunas casas o edificios se ha puesto un trapo rojo, indicando que ahí reside un necesitado de ayuda humanitaria o alguien que requiere alimento. Esos trapos rojos son como banderas que denuncian el hambre, que gritan a los pocos transeúntes o a las entidades de servicio social una ayuda para enfrentar el aislamiento provocado por la pandemia del coronavirus. En muchos de esos casos, se trata de inmigrantes venezolanos; en otros, de personas solas o que sobreviven mediante el “rebusque” cotidiano, o miembros de ese amplio grupo de trabajadores de la economía informal. El trapo rojo sirve de señal de advertencia, pero también de signo de contagio: aquí está un damnificado, aquí habita un individuo que soporta la pobreza extrema, aquí hay un ser humano que solicita con urgencia la colaboración y la solidaridad de sus semejantes. Si bien los contagiados son aislados en habitaciones o lugares especiales, estos que exhiben sin vergüenza el trapo rojo en sus ventanas, son otras víctimas del covid-19; ellos también padecen un contagio: el del abandono, el desarraigo o la miseria. Hay tantas formas invisibles de infección social, tantos estigmas ocultos que, debido a esta pandemia, salen a relucir, como pequeñas manchas coloradas en medio del gris de la ciudad. Pero ya no se trata de exponer la bayetilla roja para anunciar un producto, como era la costumbre de los carniceros, sino de izar una prenda de este color, exhibirla al público, para que la pasiva compasión o las buenas intenciones de la gente se transformen en alimento, en ayuda real que contribuya a seguir viviendo.

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A un médico en el norte de Bogotá le dejaron escrito a la entrada de su apartamento un mensaje amenazante: “Doctor si no se va matamos a su esposa e hijos”; y en Buenos Aires, para solo mencionar otro ejemplo, a la viuda de un enfermero que murió por coronavirus, los vecinos le han dicho que si no se va, le van a quemar su vivienda, para que no “infecte el barrio”. Son muchos los profesionales de la salud que han sido objeto de discriminación, señalamiento o agresión verbal por ser ellos, precisamente, los que tienen un mayor contacto con los enfermos de la pandemia. Y lo que manifiestan estos “afectados” es su tristeza al no entender la reacción de la gente, cuando su riesgoso ejercicio está en servir a la comunidad. “Somos los más conscientes de cumplir todas las medidas de protección, y más cuando pensamos en cuidar a nuestra familia”, dicen. “Seríamos las personas menos peligrosas para un contagio”. Estos hechos, claramente reprochables, pueden ser el resultado de la intolerancia con el “diferente”, con el “distinto”, con las personas que desestabilizan una moral mayoritaria, contravienen una ideología, o rompen la “tranquilidad” de un orden de cosas establecidas. Porque parecidos mensajes se les envían a los líderes comunitarios, a aquellos que no pertenecen al mismo partido político, o a los “sospechosos” de promulgar ideas extrañas o contrarias a las de la mayoría. Por supuesto, al estar confinados, eventos como el del médico o la viuda del enfermero nos parecen dignos de rechazo. Pero en países como el nuestro, en el que nos cuesta convivir con el “diferente”, se han vuelto costumbre estas manifestaciones del chantaje, del “boleteo”, de la intimidación excluyente y anónima. Somos intolerantes hasta el delirio: “váyase de aquí” ha sido el mensaje que hemos usado desde hace muchos siglos para evitar el contagio no solo de enfermedades físicas, sino de esas otras infecciones que se propagan en nuestra cabeza y en el mundo afectivo de nuestras pasiones.

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Si no hay fútbol en directo, ¿qué hacen los canales nacionales o de tevecable para remediarlo? ¿A qué han acudido? Al pasado, a las repeticiones de “partidos históricos”. Recordar, rememorar, volver a ver el ayer. Los largos confinamientos, los encierros obligados, al mermar la acción de nuestras manos o nuestros pies, conducen toda la atención al ejercicio de la memoria. Al estar confinados, enclaustrados en nuestras casas, al no tener la libertad de movernos en el campo de la vida cotidiana, lo que renace o se aviva es el pasado. Este ha sido el recurso de los hombres cuando ya no están ni pueden ser protagonistas de fascinantes aventuras: acudir al recuerdo de pretéritas odiseas para mantener el fluir de la vida. El aislamiento, la inacción, crean unas condiciones ideales para que la conciencia del tiempo deje de ser el de la prisa, el de “en directo”, y se vuelva un lento reencuentro con lo ya vivido. La evocación de hechos significativos, el reencuentro con eventos cargados de alta valoración, es el modo como los seres humanos rompen la monotonía de hacer siempre lo mismo para estar a sus anchas en los paisajes de la recordación. Los territorios del pasado son mucho más amplios que los linderos del presente. El aficionado, mirando en una pantalla la repetición de una final de fútbol de hace varios años, busca en el recuento del ayer un remedio contra su tristeza de hoy. De allí la importancia del relato, de la historia, como medios para recuperar lo perdido y, a la vez, un modo de seguir cultivando la imaginación, la capacidad de mantener intacto el heroísmo, cuando las fuerzas decaen o están debilitadas por una cuarentena interminable.

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El presidente quiere meter en cintura a los bancos para que atiendan los clamores de las medianas empresas, de los comerciantes que no saben cómo pagar su nómina, de los ciudadanos que esperan con prontitud los ansiados préstamos. Es un llamado de atención tardío, porque el gobierno, y no sólo éste, siempre han mostrado una actitud cómplice y alcahueta con todos los costos e intereses que estas entidades multiplican sin consideración a sus clientes. Los congresistas claman, con gestos demagógicos de solidaridad, que los bancos tengan tasas más bajas, acordes a la situación especial que ha traído el coronavirus. Pero la respuesta de los directivos de estas entidades, en general, es la de que “los bancos no están para arriesgar”; o si hacen algunos desembolsos, los intereses no se apiadan de la “crisis” de los necesitados. Basta mirar un ejemplo personal: llega a mi correo el recibo de una tarjeta de crédito, incluyendo arriba, en fondo rojo, un aviso de cobranza, explicando en detalle de cuántos son los intereses, según dure en pagar, so pena de ser “reportado mi comportamiento negativo a las Centrales de Riesgo”. El recibo señala, así me haya tardado dos semanas en pagar –por estar cumpliendo el confinamiento–, que debo hacer el pago de manera “inmediata”. Hay demasiada falsedad en esos mensajes bancarios que llegan al whatsapp o al correo diciendo, “queremos que te cuides, quédate en casa… tu banco ha creado diferentes alivios de pago”; porque tarde que temprano, su veredicto será una factura con un término implacable de vencimiento. Con pandemia o sin pandemia, así difieran tu deuda a doce meses, llegará el extracto con el monto que debes pagar y, debajo, la respectiva suma de dinero, correspondiente a la ampliación de tu deuda. La usura no ha tenido ni tiene corazón. Por eso es que los bancos en el último año reportaron ganancias por más de once billones de pesos.

Abril 24 de 2020

La Fiscalía, la Contraloría y la Procuraduría han sumado esfuerzos para controlar que los dineros de apoyo destinados a aliviar la crisis desatada por el coronavirus no terminen desviándose de su propósito original. Porque lo que denuncian estos estamentos de control es que hay “irregularidades en la contratación” y “usos indebidos del dinero público”. Gobernadores, alcaldes y otros funcionarios, amparados en la crisis sanitaria, han sacado otra vez cuantiosos porcentajes para su beneficio. Hasta al Ministro de agricultura se le ha abierto investigación por la “asignación de créditos blandos que terminaron en las manos de los grandes agroindustriales y no beneficiando a los pequeños productores del campo”. Uno podría pensar que dadas las circunstancias desfavorables en que estamos hoy, ocasionadas por el coronavirus, haría que estos inescrupulosos no tocaran estos dineros. Pero ya se advierte que hay por lo menos 38 casos de flagrante corrupción. Lejos queda la solidaridad, invisible el hambre y la suerte de trabajadores humildes, cuando reaparece una práctica inveterada y de uso corriente en políticos y funcionarios regionales. Más que optimizar una ayuda económica o buscar la mejor manera de subsanar las inequidades sociales, lo que hacen estos corruptos es darse mañas para adulterar documentos, desviar el fin de unos recursos, amangualarse con otros inescrupulosos para inflar unos gastos o falsificar unos resultados. Todo lo que tenga el epíteto de público en lugar de producir un deseo de salvaguarda y control permanente, parece más un campo de rapiña, de desgreño, de terreno de nadie sin ninguna protección. Así tratan las oficinas, el mobiliario, el transporte, los servicios: si saben que son públicos, ya es razón suficiente para romperlos, hurtarlos o dejarlos a la intemperie. Compruebo en esa relación con lo público no la actitud de respeto hacia lo que es un bien común, sino la astucia bárbara del saqueo y el vandalismo.

Abril 25 de 2020

Después de cuarenta días salí a la calle a tomar el sol. La alegría de caminar se sumaba a la grata sensación de recibir la brisa. Vi muy poca gente en la calle cubiertos con tapabocas y uno que otro local comercial abierto. Mis pasos parecían descubrir de nuevo las casas conocidas, los sitios familiares, las calles tantas veces recorridas por mis pies. Una conmoción de libertad le insuflaba a mis pasos energía, como si reclamaran para ellos el alimento ansiado, la cuota de agua esperada al concluir una larga travesía. Es emocionante y grato sentir la tibieza del sol en la espalda, tener otro paisaje en el horizonte, sabernos libres de ir por cualquier avenida, recuperar el movimiento corporal en toda su plenitud. Imagino la falta del parque, de los juegos de locomoción, del césped  y los árboles, que tendrán los niños en esta etapa del confinamiento. No son suficientes las entretenciones o los videojuegos, no basta con el “playStation”; resulta indispensable también correr, saltar con la mascota, poder tirar y recoger una pelota. Pero lo que más me ha entusiasmado de esta corta salida es el hecho de “estirar las piernas”, de andar varias cuadras sin la obstrucción de las rejas en las ventanas de mi casa. Al menos para mí, caminar es un bálsamo para aliviar mis cuitas, el mejor ambiente para meditar, la escuela cotidiana donde aprecio el trasegar de la realidad. Esto ha sido lo más difícil del encierro obligatorio: privarme de recorrer las calles de mi querida ciudad de Bogotá, renunciar a esos caminos grises que de tanto marcarlos con mis huellas, conforman un mapa de mi propia historia. He recordado el relato bíblico del diluvio durante cuarenta días y cuarenta noches y el encierro de Noé en el arca, y pienso que la caminata que he realizado esta mañana es semejante al segundo vuelo de la paloma en el vasto azul y su regreso con una ramita de olivo verde.

Abril 26 de 2020

Según el gobierno, después de haber hablado de manera genérica de que mañana se reactivarían los sectores de la construcción y la manufactura, ahora advirtió que esto iba a darse de manera gradual y progresiva. “El gobierno abre la puerta, pero son los alcaldes los que abren la llave de la gradualidad”, afirmó el ministro de comercio, industria y turismo. A veces la premura o la presión de grupos económicos, hace que los gobernantes anuncien medidas que luego, cuando ya se van a llevar a la práctica, muestran la necesidad de mayor tiempo para su implementación o alcanzar a preparar una logística minuciosa. Tan es así que los protocolos sanitarios hasta hace pocos días se están difundiendo y muchas empresas tienen dudas sobre qué es lo correcto y cómo deben proceder para evitar propagar el coronavirus. En algunos departamentos se va a pedir el Pasaporte sanitario y, en otros, los industriales deberán inscribirse en un portal virtual, llenar unos requisitos y esperar la aprobación de las alcaldías para saber que pueden empezar a funcionar. Por todos los medios de información se habla sin cesar de seguir los protocolos pero, poco se piensa en que esto demanda la adquisición de unos hábitos que, como se sabe, no son fáciles de interiorizar. Advierten que debe respetarse la distancia social, que todo el mundo debe salir con tapabocas, que se puede trotar a ciertas horas y únicamente en el radio de un kilómetro del sitio de residencia, que los sitios de trabajo deben contar con gel antibacterial suficiente, varias estaciones para lavarse las manos, que los puestos de trabajo deben estar por lo menos a dos metros de distancia, que debe tomarse la temperatura de los empleados antes y después de terminar labores, que apenas se llegue de trabajar hay que quitarse la ropa, ponerla en un sitio especial para desinfectarla, y cambiarse por otra que no vaya a estar contaminada. Esta es una situación difícil y generadora de alto temor, con un doble filo igual de cortante, porque como dijo un obrero de la construcción: “Me da miedo salir a la calle, pero tengo que trabajar”. Como sea, todo este afán por la reapertura económica tiene una buena cuota de riesgo; no se sabrá sino hasta dentro de unos quince días o más, cuántos infectados nuevos hay, cuántos contagios se producen por los insensatos que no siguen los protocolos, o por todos los empresarios que le hacen “pequeñas trampas” a las normas o las “adaptan” de tal manera con tal de no cumplir la ley. Tal vez esta prisa por volver a la “normalidad” sea, precisamente, una forma de no entender la medula de lo que está pasando. Porque para nada es normal andar con tapabocas, guantes, lavándose las manos cada dos horas, aplicándose antibacterial, alejados de las personas con que trabajamos, sospechando del colega que atraviesa la frontera del escritorio, imposibilitados para la movilidad, yendo como encarcelados de la prisión al lugar de trabajo y del sitio de trabajo a las cuatro paredes de nuestro confinamiento. Por eso los protocolos son documentos sacados de afán, por eso son más las preguntas que los procedimientos claros. Al querer retornar a una realidad que no puede ser la misma, hacemos el simulacro de retornar a ella, pero con los imaginarios de un pasado convertido en costumbre. Esta actitud se asemeja, según me contó un amigo maestro, a la niña de un colegio que, todas las mañanas, se levanta, se baña, se pone su uniforme y se sienta en la mesa del comedor a tomar clases virtuales por un computador. Pasará un buen tiempo, quizá años, para que esta “anormalidad” nos parezca “normal” o, una vez se tenga la vacuna, podamos recuperar los hábitos y costumbres que ya nos eran familiares y no necesitaban de ningún protocolo policivo para llevarlas a cabo.

Abril 27 de 2020

Salí a pagar un recibo al banco y noté un número de ciclas mayor que el de estos últimos días, un tanto más de vehículos y varias personas esperando a la entrada de locales de venta de materiales de construcción. Algunas de ellas con los tapabocas puestos y otros con ellos en el cuello o haciendo las veces de balaca. En el banco está señalizada, mediante cintas, la distancia dentro del establecimiento pero, afuera, es una vigilante la que regula el distanciamiento obligatorio. No obstante, observé a un grupo hablando en corrillo. No todos los que caminan siguen las instrucciones de protección. En varias de las droguería del sector aparecen letreros escritos a mano en los se anuncia: “Sí hay antibacterial”, “Sí hay guantes”, “Sí hay alcohol”, Sí hay tapabocas”. Y si hace un mes esos avisos dentro de los locales anunciaban que no había ninguno de estos productos, ahora es todo lo contrario. Vi busetas azules del servicio público con personas sentadas una detrás de otra y camiones descargando alimentos. Pregunté el costo de una caja de guantes de nitrilo y me dijeron que valía cuarenta mil pesos (antes el precio no sobrepasaba los veinte mil). En un supermercado se informa en una cartelera escrita con marcador azul que las personas deben usar guantes para manipular los alimentos y si no lo hacen será “bajo su propio riesgo”. Los pequeños locales de comida, anuncian que ofrecen “almuerzo ejecutivo” a domicilio; se mencionan los teléfonos de contacto. Si bien las personas en la calle evitan andar juntas, miré a las afueras de las cafeterías a pequeños grupos de dos o tres individuos compartiendo un tinto con el tapabocas abajo. Los recicladores siguen esculcando las basuras sin ningún instrumento de protección. Algunas peluquerías y centros de belleza tienen sus puertas a medio abrir, como si estuvieran prestos a cerrarlas apenas aparezca la policía. Casi todas las tiendas han puesto sus mostradores como otra barrera para el público o atienden separados por rejas de hierro. El pico y género se cumple parcialmente. Una buena parte de los dueños o vendedores de establecimientos de comidas o de otros productos están a la expectativa, mirando a la calle, detallando a los pocos transeúntes que pasan, con una actitud de desconsuelo o de súplica para que se detengan a comprarles. Describo todo esto para captar el ambiente que se respira en un barrio popular de estrato tres, en el último día de la primera cuarentena (se sabe que la segunda fase llegará hasta el 11 de mayo) y la expectativa del reinicio “gradual” y “progresivo” de dos sectores, el de la construcción y el de las manufacturas que, por ahora, están inscribiéndose en las plataformas de la alcaldía, adjuntando los protocolos en que muestren cómo van a cumplir las normas de bioseguridad, y después de todo este proceso, obtener la aprobación para su funcionamiento.

Abril 28 de 2020

El presidente insistió hoy, en su hora habitual por la televisión, en la disciplina individual y colectiva, para ser más estrictos con los protocolos y las medidas del confinamiento obligatorio. Y a pesar de que ciertos gobernadores dicen que “todo va muy bien”, lo cierto es que en ciudades como Cartagena y Santa Martha los alcaldes han tenido que hacer uso del toque de queda para “obligar” a las personas a cumplir el aislamiento. Más de 200.000 comparendos en todo el país ha impuesto la policía por violar la cuarentena, y la mayoría de los infractores son jóvenes. Poco vale el pico y cédula, el pico y género, el pico y NIT; los “ciudadanos” salen el día que no es, abren el negocio sin tener medidas de bioseguridad, se reúnen en fiestas sin atender la distancia social, les resulta insoportable resguardarse en su casa… Pienso que esta es la consecuencia de tener morales todavía reguladas por la heteronomía, por la figura del policía, y poco, muy poco, articuladas desde la autonomía. Eso de una parte, pero además, la disciplina requiere un desarrollo personal, una educación de la voluntad que nos “obligue” desde adentro, sin esperar la aprobación ajena o el “regaño” de una figura de autoridad. Disciplinarse tiene mucho que ver con la formación del carácter y, en eso, cuenta enormemente la crianza y la escuela primaria. Disciplinarse en ponerle brida a los caprichos, pulir nuestros arrebatos, someter nuestros instintos inmediatistas al acatamiento de las convenciones y pactos de convivencia. La disciplina está asociada a los hábitos y éstos a una conciencia profunda del cuidado de sí y de los demás. Disciplinarse, más que una tortura o un sacrificio, es adquirir la conciencia del esfuerzo para alcanzar cualquier logro, es poner el empeño y la persistencia para alcanzar metas de largo aliento, es saber gobernar nuestras pasiones con el propósito de conservar la propia vida y la de los demás. El que se disciplina, a pesar de la amenaza actual del coronavirus, mantiene un cuidado permanente de su cuerpo, y por eso convierte el ejercicio físico en una práctica diaria; sopesa el alcance de sus acciones y, en esa proporción, mide el grado de sus responsabilidades; logra cultivar una afición, un arte, así la cotidianidad lo agobie con obligaciones labores; aprende a planear sus actividades y sus gastos, porque tiene sentido de la previsión y de la dosificación de sus fuerzas. Creo que la disciplina, con el tiempo, se transforma en una forma de prudencia que alimenta nuestra sabiduría. Ojalá logremos en algún tiempo futuro, como personas, como comunidad, no necesitar de comparendos para ser disciplinados y acatar la ley; que hallamos superado una moral regulada por el miedo, a otra, más serena, de ser “obedientes” o “responsables” por  convicción  y por un profundo discernimiento de los límites de nuestra libertad.

Abril 29 de 2020

La ministra de Educación informó hoy que, para ayudar a estudiantes y maestros durante esta pandemia, habrá televisión educativa las 24 horas. A partir del 4 de mayo, se emitirá “Mi señal” por la televisión y la radio pública y los canales regionales, además de la televisión digital terrestre. De igual manera, se ha previsto otra estrategia para acompañar a los docentes: “Conectados con el aprendizaje”, que tiene como objetivo mostrar guías y videos que contribuyan al conocimiento y manejo de herramientas digitales. Me llama la atención, en tiempos del coronavirus, la revaloración de la radio educativa y televisión educativa, después de que por muchos años los canales y emisoras los han despreciado o subordinado de las parrillas de programación. Ha sido tal el entreguismo al “rating” y a la mera entretención que, resulta “extraño” este descubrimiento de una de las funciones esenciales de los medios masivos de comunicación: educar. Por lo demás, a veces estas medidas descubren, al momento de ponerse en práctica, que hay regiones, que no a todas personas les llega la señal, que este es un país de cordilleras, y que si de veras se desea llegar a los estudiantes de nuestros pueblos más lejanos, la radio sigue siendo una de las mejores las alternativas. Recuerdo la apuesta de Radio Sutatenza, en la década de los 60, para educar a los campesinos, al igual que los programas derivados de la comunicación para el desarrollo, que respondían a una televisión educativa, con sentida preocupación social. Y es una lástima que el centralismo de la programación televisiva, considere ahora sí, que son importantes los canales regionales, pues son ellos los que en realidad conocen y llegan a las veredas más alejadas de la capital. Ojalá estas iniciativas de recuperar la radio y la televisión para enseñar o ayudar a los maestros, recuerde o aprenda ciertos principios de ese entonces: que los actores no son meros receptores, sino protagonistas de la misma programación; que un medio no es igual a sus mediaciones; y que la apuesta de todas esas iniciativas de educación popular tenían como norte ayudar desarrollar el pensamiento crítico, recuperar las voces de los silenciados y, como nos lo enseñó Paulo Freire, orientar la pedagogía hacia acciones liberadoras, no solo personales, sino colectivas.

El vigía de la ventana (2)

19 domingo Abr 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Del diario

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Fotografía de František Skála

Fotografía de František Skála.

Abril 5 de 2020

Los telenoticieros y la radio han empezado a explorar no en el alarmismo de las cifras, no en el conteo nacional y mundial de infectados o muertos por el coronavirus, sino a mostrar casos, testimonios de los que ya han sobrevivido o están viviendo “acuartelados” las inclemencias de esta enfermedad. Lo particular comienza a tomar valía, relevancia. Al no tener mucha materia nueva para informar, al no contar con el afuera y sus interrelaciones para transformarlos en hechos noticiosos, los medios masivos de información recuperan al individuo, a la persona, al hombre común y corriente. Los politiqueros y sus negocios torcidos, los ministros y sus polémicas determinaciones, los empresarios o banqueros arrogantes, dejan de ser importantes, pasan a un segundo plano, y los que aparecen o se escuchan con gran atención son los seres anónimos, los que viven al día, los que con valentía sobrevivieron a la epidemia. Lo cualitativo recupera su alcance y validez frente a lo cuantitativo; el testimonio y los relatos de vida se imponen sobre los porcentajes y las tablas estadísticas. Cabe preguntarse, a manera de crítica a estos medios, ¿por qué sólo hasta ahora aprecian o toman en cuenta esas personas o les parece importante para sus agendas noticiosas dar tiempo y voz a la gente común y corriente? O para ser más directos: ¿por qué convertir espacios de información en sólo una tribuna de los políticos y los entes gubernamentales, de la clase hegemónica o los grupos económicos de poder? Y todavía más: ¿dónde quedó la reportería, la crónica y el periodista de a pie, que entraba en relación con los actores y los acontecimientos, y que sabía que su oficio no era únicamente alimentar bien la opinión pública, sino, y esto es fundamental, contribuir a enriquecer las miradas, las perspectivas, las interpretaciones sobre determinado asunto? La pandemia ha obligado a los medios masivos de información a que sus prácticas se asocien con la etnografía, la antropología cultural y el servicio social. La cultura del espectáculo, masiva y anónima a la vez, cede sus lentejuelas y espejismos al humilde relato individual.

Abril 6 de 2020

En la medida en que aumentan los días de aislamiento obligatorio y se anuncia, todavía sin la confirmación oficial del Gobierno, otro período de cuarentena, se acentúa el debate entre dos sectores afectados fuertemente por esta pandemia: la salud y la economía. Hay un bando que prioriza el bienestar y la prevención de la enfermedad sobre cualquier otra razón y, un grupo, que clama por no alagar más el estancamiento de la economía, por retornar pronto a abrir los negocios y las empresas. Cada bando aduce argumentos válidos, y cada uno trata de presionar a los dirigentes o a quienes tienen la responsabilidad de tomar estas severas medidas. También están los que dicen que es un falso dilema, porque no puede desarrollarse en la sociedad un aspecto sin el otro. Yo pienso que el problema amerita verse en perspectiva macro y micro: si la infección creciera exponencialmente, como ha sucedido en Italia o en España, lo más seguro es que la cuarentena se impondría sobre el afán comercial o las pérdidas económicas. La conservación de la vida, aún en otras especies, se impone sobre aspectos que parecen imposibles de estancar. O piénsese, en una escala menor, cuando una enfermedad nos echa a la cama durante un buen tiempo o cuando debemos hospitalizarnos, en esos casos, así no queramos, tendremos que renunciar a hacer lo que veníamos haciendo, postergar lo que parecía importantísimo y padecer la falta de ingresos, la angustia por las responsabilidades familiares, la zozobra de no ir a sufrir una recaída. Si es la vida lo que está en juego, lo demás pasa a un segundo plano o tiene que entrar en una hibernación que pone en vilo un empleo, unos ahorros, un orden establecido y controlado. Por supuesto, el enfermo aspira y desea una pronta recuperación; ese no es solo su anhelo, sino el dinamo que lo impulsa a hacer las rutinas de ejercicios, a tomarse los medicamentos con juicio, a seguir estrictamente las indicaciones de los médicos. Y cuando ya se repone de la enfermedad, cuando las energías vuelven a su cuerpo, empieza un proceso lento de retomar las actividades cotidianas, de asumir de nuevo compromisos laborales, de reintegrarse a una dinámica social de la cual estuvo ausente por días o meses. Lo que ha sucedido con el coronavirus es que no se trata de casos aislados o de un pequeño grupo de personas, sino de miles de ellas, y eso hace que sea más notorio el paro de actividades, el freno súbito a la economía. Desde otro lugar, y en países y ciudades como las nuestras, cuando la pobreza es masiva, cuando una gran cantidad de personas viven del “rebusque”, de la economía informal, del pequeño negocio, lo que sucede es que la vida misma está en juego porque no hay nada para comer, porque no hay transacciones comerciales que ayuden a recoger los pesos para la sobrevivencia. En este caso, la salud de la propia vida se pone en riesgo por la misma razón anterior: porque prima la subsistencia, porque el hambre es más valiente que el mismo miedo al contagio o a la sanción policiva. Una vez más el deseo de sobrevivir se impone sobre la ley, sobre la prohibición, sobre el confinamiento.

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Mi amigo Juan Carlos Rivera me dice, en un correo por whatsapp, que esta experiencia de la pandemia devela nuestra “fragilidad y fortaleza”. Coincido en esa tensión. Porque el coronavirus nos ha mostrado, de manera rápida y masiva, que a pesar de los grandes emporios económicos, de los adelantos tecnológicos y de un arrogante desprecio por la naturaleza, lo cierto es que basta una pandemia para mostrarnos frágiles, indefensos, sujetos al vaivén de las circunstancias. Frágil es nuestro cuerpo ante estas amenazas virales, frágiles nuestros sistemas de salud, frágiles nuestras políticas de asistencia social, frágiles nuestros compromisos comunitarios. A veces la vida depende de un sencillo tapabocas o de encontrar una cama de hospital lo suficientemente equipada. Frágil es nuestra misma subsistencia y frágiles los modos de conseguir lo necesario para sobrevivir. Pero, al mismo tiempo, somos fortaleza cuando ponemos el ingenio y la creatividad al servicio de la esperanza y las nuevas oportunidades; fuertes somos cuando nos convertimos en personas entregadas a salvar vidas o a permanecer de pie para que la vida cotidiana siga su curso; y fortaleza tenemos al asumir con disciplina y rigor un enclaustramiento que rompe la libertad y quita aire a nuestras interrelaciones personales. La fortaleza está en la recursividad, en las iniciativas particulares que se convierten en ayuda para otros, en el temple de espíritu para calmar la ansiedad y volver productiva nuestra soledad. Esa fortaleza hace que busquemos medios para mantener en curso determinados proyectos laborales, permite reconfigurar o reconstruir escenarios habituales de vida, y no nos deja perder la confianza en recuperarnos o pasar el vado del infortunio. De alguna manera, este juego de fragilidad y fortaleza en tiempos del covid-19 subraya lo que nos enseñó Pascal, en sus Pensamientos: “El hombre es una caña, quizás, la más frágil de la naturaleza, pero es una caña pensante”. Limitados somos por nuestra corporeidad deleznable; pero libres, por nuestra imaginación y nuestra voluntad.

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En varios de los correos entre amigos o colegas se dice al cierre que, ojalá pronto, se dé la posibilidad del reencuentro. El encierro estimula y aguijonea esta idea de volver a verse, de volver a abrazarse, de compartir un café o un vino. La pandemia ha propiciado el hecho de confirmar los vínculos, de retornar a los rostros conocidos, de reanudar esos diálogos íntimos. El reencuentro se asemeja al repaso en la lectura: no nos interesa tanto la nueva información, la presunta novedad, sino apropiar con hondura una línea, una palabra, una metáfora. Es decir, siguiendo la lógica de la analogía, que las personas sueñan reencontrarse, precisamente, con aquellos seres que aprecian, aman o extrañan, para rubricar los vínculos, para reafirmar una complicidad, para refrendar los pactos del alma o esos otros no siempre traslúcido de las pasiones. Nos reencontramos con los seres que ya conocemos; es una especie de delineamiento sobre rostros que nos son familiares. Ese es el anhelo, esa es la expectativa o el deseo de los confinados al encierro obligatorio: verse una vez más, estrecharse en un largo abrazo sin decir nada, solo dejando que la presencia imante todos nuestros recuerdos. Los confinamientos aguijonean la urgencia de la cara del otro. Al distanciar las interrelaciones cotidianas, esas que de tanto hacerlas parecen banales, se aviva más el rostro del ausente, las manos cariñosas, la certeza absoluta de la compañía. El deseo de reencontrarse es el modo como los seres humanos crean una perennidad en medio de la finitud; es la Ítaca que todo aventurero sueña cuando está perdido en alta mar.    

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Hoy el presidente prolongó la cuarentena 15 días más de la fecha estipulada; hasta la media noche del 27 de abril. Todo en pro de “la salud de los colombianos”. Varios alcaldes celebraron la medida, al igual que las asociaciones médicas; los que no están muy contentos son los comerciantes y empresarios, y anuncian que se vendrá en el inmediato futuro una pandemia en la economía. Los colegios y universidades tendrán clases virtuales hasta el 31 de mayo. La medida, siempre anunciada desde la sala del consejo de ministros, estuvo respaldada por especialistas del sector de la salud. A diferencia de otras veces, en que son los expresidentes, o los simpatizantes del gobierno o los jefes de los partidos tradicionales, los consultados o tenidos en cuenta, esta vez son profesionales o directivos de organizaciones o agremiaciones médicas los que sirven de aval a esta cuarentena. Y si antes bastaba con alardear de la autoridad vertical que otorga el mando o los votos obtenidos en una pasada elección, lo que oímos y vemos ahora es la “consulta”, el estar “más allá de las diferencias políticas”, la “preocupación por atender a los más necesitados”. La voz demagógica y cizañera de las bancadas de los partidos ha pasado a un segundo plano para, como hecho excepcional, dar paso a la voz de académicos, de sociólogos, de psiquiatras, de actores asociados al sector de la salud. La sala de ministros ha incluido, como no era costumbre, a los que tienen algo serio y fundamentado que decir y no tanto a los que trastocan y amañan todo para su propio beneficio. Así sea en “cortos videos” y como “respaldo científico” si las medidas no salen bien, la presencia de investigadores, docentes, especialistas y académicos en la solución de esta pandemia, es un ejemplo de cómo tomar las mejores decisiones de gobierno, haciendo uso de la participación real, del consenso con personas idóneas y de una ética en la que primen la solidaridad y la dignidad de las personas.

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Me compartió una triste y dolorosa noticia mi amiga, Adriana Lagagnis, la dueña de la librería ArteLetra de Bogotá. Su madre murió justo en esta cuarentena y ella no pudo ni acompañarla en la velación, ni darle una sepultura como se lo merecía. El dolor de Adriana, como el de otros que han tenido que aceptar –en contravía de sus propios afectos– este “alejamiento” del final de sus seres más queridos es comprensible. Duele el no poder juntar las manos para prepararle algún rito de despedida; duele el no estar con los familiares para hacer la velación; duele la conducción anónima del féretro y la soledad mayúscula en la que termina la historia de una persona. Enfermar y morir es la impronta natural de todo ser humano; pero las medidas del confinamiento por el covid-19, provocan un corte instantáneo, un abrupto desprendimiento, una idea de “desaparición súbita” de los que amamos, que aumenta la pena y prolonga la agonía de los deudos. No es la muerte lo que realmente agobia, sino el hecho de que las circunstancias de no poder salir exacerba la impotencia, el freno de los sentimientos, la imposibilidad de expresar la ternura y el amor. No es solo el cuerpo el que sufre un aislamiento social, sino que el propio espíritu es sometido a una cuarentena sin abrazos ni lágrimas compartidas. La profunda tristeza de mi amiga es comprensible porque todo su ser está atravesado por este doble sufrimiento.

Abril 7 de 2020

El alargue de la cuarentena ha hecho que las personas entren en una especie de letargo. La sorpresa y la angustia ante lo desconocido se han ido transformando en una parsimonia y una lentitud que a veces toma los visos de la modorra y, en otros, del aturdimiento. Pareciera que el impacto de la pandemia, la amenaza del contagio, el número creciente de infectados y de muertos, hubiera provocado en los cuerpos y en los espíritus de los ciudadanos un embotamiento prolongado. Se ve a algunas personas que salen a comprar sus víveres o a hacer otras diligencias, pero con caminar lento, pesado, con muestras de debilidad o de desgano. Varias de ellas usan tapabocas. Los mismos ciclistas, escasos, avanzan pedaleando sin afán, mirando a lado y lado, tratando de hallar en los ojos de quienes los miran desde las ventanas, estímulo para llegar cuanto antes a entregar el domicilio. Las largas filas para abastecerse multiplican esa imagen de “falsa calma”; las distancias en la cola, el  mutismo entre las personas, las prendas exteriores de protección, todo ello confluye en crear un ambiente dilatado, moroso. Después del asombro y la súbita amenaza, de la continua proliferación de mensajes alarmantes, lo que acaece es una modorra que cubre, como una espesa neblina, las actitudes, el proceder de la gente. Cierta resignación parece adivinarse detrás de ese proceder ralentizado, “en cámara lenta”, como si el nuevo plazo del 27 abril, fuera una condena inapelable, un designio inclemente. El aguante, la resignación, el sometimiento a las cadenas del encierro, se manifiestan en la dejadez, en ponerse cualquier vestido para salir a la calle, en las horas de sueño interminables o en tirarse en la cama, sin hacer nada. Esta parsimonia parece ser la segunda fase de respuesta de los seres humanos cuando viven o padecen una enfermedad incurable o cuando, como es el caso del covid-19, se saben inermes para enfrentar este virus redondo con puntas de infinitas cabezas. 

Abril 8 de 2020

Una nueva medida de la alcaldesa de Bogotá, Claudia López: desde el próximo lunes 13, empezará el “pico y género”. Los hombres podrán salir a la calle para conseguir víveres o atender compromisos bancarios los días impares, las mujeres en los pares, y los transgénero en cualquier día. El objetivo es mermar las aglomeraciones, y ayudar a las autoridades a tener un mejor control de la población que, a pesar del confinamiento obligatorio, sigue incumpliendo la norma. De igual modo, se dictaminó que los taxistas, que solo se pueden pedir por teléfono, deberán llevar un registro de las personas que recojan, en los que se consigne, además de su nombre, los datos de contacto del usuario. La cuarentena conduce a los gobiernos nacionales o locales a tensar hasta el límite las relaciones entre el control policivo y las libertades individuales. China ha extremado ese control hasta los celulares para poder ubicar en tiempo real a cada de sus ciudadanos. Otro tanto ha hecho Corea. Las personas de estos regímenes totalitarios, explican algunos sociólogos, aceptan con más rigor las normas y prohibiciones, su espíritu está acostumbrado a “obedecer”; en cambio, en países como los nuestros, presuntamente democráticos, lo que prima es la desobediencia, la actitud marginal y contestataria. Los latinos, para usar una generalidad, sospechan de toda imposición y consideran que la violencia a su intimidad es la peor afrenta del Estado. Esa puede ser una razonable explicación, pero yo creo que el problema de fondo frente a la ley es si voluntariamente nos plegamos a ella o si, mediante el miedo y la intimidación, aprendemos su dureza y sus consecuencias. Para convivir, para existir en sociedad, es indispensable aceptar las normas que los contratos sociales instauran como cartas fundamentales de su constitución. Y la sabiduría de los gobernantes o los que ostentan el poder está en no perder de vista cuando dictaminan sus normas, qué tanto de esas libertades individuales debe ceder al bien común, y hasta dónde la fuerza de la norma excede el fuero inalienable de la voluntad de cada ciudadano. Entiendo que la amenaza de la pandemia es diferente a los confinamientos obligados por exclusión ideológica, étnica o de fe, pero siempre está la tentación del que gobierna de  usar la fuerza y la violencia para imponer su voluntad, alegando que es para garantizar el beneficio de la mayoría. 

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Hoy en Wuhan, donde se inició el coronavirus, terminó la cuarentena. Se dio de alta al último paciente infectado. Después de 76 días de encierro, las personas pueden salir a la calle, tomar el transporte público, montar en tren o avión, ir a restaurantes.  El ambiente es de felicidad, de fiesta. Los grandes edificios de la ciudad prendieron sus luces, hay reflectores iluminando el firmamento, y una cantidad de globos de colores en el aire. Aunque las personas llevan un tapabocas,  se abrazan, se tocan, se reúnen. Es media noche, pero parece de día. Sorprende ver a la gente abrazada por largo tiempo, como si al hacerlo, estuvieran recuperando el afecto encarcelado por más de dos meses y quince días. Son abrazos que manifiestan, por supuesto, los vínculos sociales en vivo, pero de igual modo, son gestos que renuevan la confianza en quienes amamos, la necesidad de sentirnos cuidados y protegidos, y la tranquilidad de podernos abandonar, sin amenazas, a otro ser humano que nos recibe con su corazón hospitalario. La celebración en Wuhan es la confluencia de la reafirmación de la vida y el deseo de esperanza. En esos abrazos se reúnen todos los anhelos de sobrevivencia y la gratitud interior de recuperar la libertad. La oscuridad de la incertidumbre y la amenaza de la enfermedad han quedado atrás, lo que sigue es la reactivación de la luz de la vida. En medio de la fiesta colectiva y callejera, muchos hombres y mujeres abren los brazos, mirando al cielo, reconociendo en tal postura, no solo el agradecimiento a sus creencias protectoras, sino la convicción verificada de su fragilidad.

Abril 9 de 2020

He hablado con varios colegas maestros y con rectores de instituciones educativas que están viviendo en directo las medidas de la educación virtual, provocadas súbitamente a causa del coronavirus. Los lineamientos del Ministerio de educación de cerrar los establecimientos de educación básica, media y superior, para evitar el contagio proveniente de las aglomeraciones, y substituir las clases presenciales por sesiones virtuales o con plataformas a distancia, es una situación que ha puesto a maestros y estudiantes en condiciones de aprendizajes forzados. Porque, según dicen los profesores, el trabajo se ha multiplicado; su vida privada ha sido copada por su vida laboral; y, al decir de los estudiantes, los maestros piensan que ellos son robots como para estar todo el tiempo sentados al frente del computador y haciendo infinidad de trabajos. Ni los primeros han sido formados para enseñar de esta manera; ni los segundos, habituados al autoaprendizaje y la concentración prolongada. En un telenoticiero le preguntaron a los niños qué era lo que más extrañaban de su colegio; ellos contestaron que a su profesora y a sus amigos. Estas respuestas pueden ayudar a entender que ir al colegio no es asunto de sólo aprender contenidos, sino de forjar relaciones, interacciones, vínculos humanos. Por eso reducir la educación a transferir información o a colgar documentos en una plataforma es desconocer el papel fundamental de la formación, del desarrollo de las potencialidades humanas, que no terminan en los aspectos cognitivos o meramente intelectuales. Estoy convencido de que esta pandemia va a permitir evaluar mejor los alcances y las limitaciones de la educación virtual y, a entender el propósito fundamental de la educación: desarrollar hábitos, formar el carácter, regular la interacción de las emociones, aprender a estar con otros, saber ser ciudadanos, y adquirir mediante el ejemplo continuado de los educadores unas maneras de habitar en el mundo y transformarlo.

Abril 10 de 2020

Si bien es una costumbre en la tradición de la cuaresma, velar el crucifijo y otras imágenes religiosas, en esta oportunidad, dada la intencionada focalización de las cámaras televisivas, reluce más la ausencia del rostro, de los brazos extendidos, del cuerpo llagado de Cristo. Se sabe que es para que se anhele verlo el domingo de resurrección, para que se reflexione sobre su sacrificio. Velamos ese rostro dolido para que entendamos mejor, en un acto de penitencia, lo que simboliza para los creyentes cristianos. Desde luego, el confinamiento hace que el espíritu esté dispuesto para deletrear los signos de lo sagrado. La pandemia, al igual que el manto rojo que cubre las imágenes, ha velado el rostro de nuestros hermanos, de lo amigos, de los seres amados; el covid-19, al clausurarnos los brazos y las manos, ha hecho que deseemos con mayor anhelo lo que por costumbre no apreciamos. Las clausuras obligatorias, y más cuando la pena o el dolor se suman a tal encierro, le devuelven a los rituales su fuerza constitutiva, su esplendor inicial. El confinamiento, como si fuera un retiro espiritual, aviva el espíritu para entender lo que lo trasciende, pone el corazón en disposición para creer en el milagro y darle cabida a la esperanza. Es una celebración inédita esta semana santa: los fieles no están presentes, la multitud tampoco; no hay comunión… tan solo está la palabra del pastor y el espacio vacío de las iglesias. Es decir, hay unas condiciones ideales para escuchar la propia alma o ensimismarse en las preguntas que nos agobian en estos días. El espectáculo ha cesado; todo acaece dentro de los límites sencillos de nuestra interioridad.

Abril 11 de 2020

Primeros médicos muertos por la pandemia. Haciendo una calle de honor, con aplausos el personal de salud y de la policía, despiden a Carlos Fabián Nieto Rojas, de 33 años. Suena un toque de silencio de corneta que le otorga a este pequeño gesto una solemne trascendencia. La cinta del coche fúnebre dice “Aquí va un héroe”. Las sociedades médicas dicen y reclaman la falta de protecciones para su labor. La soledad del coche fúnebre se intensifica por la soledad de las avenidas por donde pasa. El coronavirus ha logrado lo que ninguna política pública había hecho en Colombia: poner en primer plano la relevancia y el valor social de los médicos, de las enfermeras, de todos estos profesionales de la salud. Ahora ellos muestran su vital necesidad, su vertebral papel en una sociedad. Y porque esas mismas personas se dan cuenta de que los medios de comunicación y los gobernantes han vuelto su atención hacia ellos, entonces denuncian el abandono, el no pago de tres o más meses de sueldo, la carencia de equipamiento de protección, la precariedad de aparatos de laboratorio, el silenciamiento o postergación indefinida de sus condiciones de servicio. El covid-19, quiérase o no, ha puesto en el sitio que les corresponde a los que ayudan a otros, a los que consideran que la vocación es más fuerte que el beneficio propio. Hasta los mismos empresarios e industriales, la clase política y los banqueros, bajan su mirada para reconocer que sin esas personas, esas que tienen salarios indignos, y aun así se forman en la primera línea de batalla contra la epidemia, estaríamos abocados a la catástrofe. Su heroísmo es, en el fondo, el hacer prevalecer el sentido de lo humano sobre otras cosas. Precisamente, el médico Carlos Fabián Nieto Rojas murió cumpliendo el juramento hipocrático, una promesa que en estos tiempos de solidaridad, debería ser para todo ciudadano: “me comprometo solemnemente a consagrar mi vida al servicio de la humanidad”.  

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En Francia e Italia se muestran imágenes de ancianos muriendo solos en los geriátricos. En Ecuador se ven casos semejantes: viejos que fallecieron solos en sus casas. Esta pandemia ha puesto en evidencia las relaciones entre la soledad y la vejez. No únicamente porque estas personas son las más susceptibles al coronavirus, sino porque la perspectiva actual de la  “tercera edad” los ha convertido en una población aislada, confinada a la precariedad o la falta de cuidado comunitario. Ni es reconocida su experiencia, ni pueden con facilidad encontrar un trabajo que los dignifique. Al ya no ser útiles, productivamente hablando, son relegados al abandono o a unas políticas públicas en las que la beneficencia se emparenta con la mendicidad. La pandemia ha sacado a la luz un problema social que deseamos encubrir o al que miramos siempre como casos aislados: el descuido social de las personas mayores, la soledad a la que las condenamos, la precariedad de sus condiciones mínimas de sobrevivencia. Los viejos mueren solos en sus casas por causa de una neumonía, esa es la causa de su deceso; pero pienso que su asfixia es más profunda: la de no ocupar un lugar digno en la familia y la comunidad, la de no contar con unos medios reales de apoyo para subsistir, la de no saberse útiles significativamente en una sociedad. Luego no se trata solo de confinarlos, sino de devolverles el aire existencial que les hemos quitado o enrarecido.

Abril 12 de 2020

El confinamiento obligatorio, las tres semanas largas que llevamos, crea una confusión en la ubicación de los días. A pesar de que los ritmos circadianos permanecen, no es fácil reconocer si es viernes o domingo, o si el lunes se confunde con el miércoles. La cuarentena vuelve gelatinoso el calendario semanal. Por haber poca gente en la calle, por estar en familia todo el tiempo, por pasar buen tiempo viendo televisión, jugando o leyendo, la mayoría de días se asemejan a un festivo. Hay un clima de “vacaciones” y, por eso mismo, la mente se desconecta de las fechas exactas, del cronograma, de las citas a una hora exacta. Por lo demás, como la mayoría de personas no asiste a la oficina, a la empresa o al lugar habitual de trabajo, se crea un desconcierto en la agenda interior de cada uno: ¿qué día es hoy?, se pregunta con frecuencia; ¿hoy es día par o impar?, dice cualquiera de los miembros de la familia. La cuarentena fija dos fechas como fuertes, la de cuándo comienza y cuándo termina; lo que queda en la mitad es un tiempo elástico, fluido, divagante.

Abril 13 de 2020

En una entrevista al presidente, por televisión, lo interrogaron sobre qué pasaría después del 27 de abril, cuando termina la cuarentena; el mandatario respondió que, muy seguramente, se reanudará la vida económica pero no la vida social. Que la industria y el comercio, con determinadas restricciones, reiniciarán sus labores, pero que las reuniones sociales, los eventos masivos, las aglomeraciones, seguirán prohibidas. Los colegios y universidades, continuarán cerrados, y los adultos mayores proseguirán con el confinamiento obligatorio. Ya imagino cómo harán los restaurantes para abrir sus establecimientos y mantener la distancia social, o de qué manera el servicio se dará por turno, o si al igual que las compras de víveres y pago de servicios públicos, se hará siguiendo el “pico y género”. Cada establecimiento tendrá que idearse formas que le permitan despegar sus labores y, al mismo tiempo, ofrecer medidas de prevención, de cuidado y desinfección. Una vez más lo que reina, así se adivine un entusiasmo, es la incertidumbre, la duda sobre el comensal que asiste o sobre el mesero que sirve la comida, la sospecha sobre el colega de oficina o el compañero de trabajo. Serán inéditas estas nuevas interrelaciones en las que seguirá vedado el contacto y las medidas de desinfección primarán sobre otras circunstancias. Habrá unos nuevos juegos de rol, en los que los conocidos parecerán extraños, y la fraternidad y el colegaje tendrán el matiz de interactuar con desconocidos. Volveremos a reactivar la economía, eso parece, pero los abrazos íntimos, los besos amorosos, el festejo familiar, todo eso, deberá seguir en cuarentena, confiando en que pronto tengamos la vacuna que nos permita reactivar plenamente los vínculos sociales, esos que le devuelven a los seres humanos el rito, la fiesta, la tertulia, el fluir en directo de las emociones y los sentimientos y las prácticas de lo comunitario.

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Es inevitable que el Gobierno, agobiado por las urgencias y las complejidades de esta pandemia, apele a testimonios de los beneficiados por algunos programas de apoyo solidario en los que se muestre la bondad o la efectividad de las políticas recientes. Los cortos videos, que se intercalan con las informaciones  y explicaciones del presidente en su hora diaria, antes del telenoticiero de más alto rating, tienen un fin justificador;  así sea de manera indirecta, lo que queda al final son las voces de las personas humildes que dicen: “gracias, señor presidente”. Un mercado, un giro mínimo, parece venir no de la responsabilidad de un Estado, de los impuestos pagados por todo un pueblo, sino de una persona que se ha acordado de ellos. A pesar de las buenas intenciones, de las medidas con espíritu social, se adhiere a tales iniciativas un tinte político, partidista. Y tiene que ser así, puesto que varias de esas políticas, como las de que los bancos presten dinero para pagar las nóminas, terminan siendo desmentidas por los microempresarios que alegan no tener créditos expeditos, ni un alivio en los intereses. Los bancos no merman su ambición ni condonan deudas; a lo máximo que llegan es a diferir en más meses las deudas y los compromisos económicos, agregando eso sí, los intereses respectivos. En consecuencia, el Gobierno y sus ministros, que parecen dar una lección aprendida de memoria, necesitan mostrar que se está haciendo lo correcto, que la curva del coronavirus se está aplanando, que la crisis de los que no tiene que comer se está solucionando con ayudas humanitarias. Creo que estas charlas presidenciales, que en un comienzo se hicieron con el fin de mantener informados a los colombianos, se han ido volviendo una plaza de exhibición de lo que hace un partido, una persona. De alguien que, por lo demás, sigue teniendo un bajo nivel en las encuestas de opinión y pugna por subir su credibilidad. 

Abril 15 de 2020

Delfines en Santa Martha, jabalíes en Israel, Pumas en Chile, zarigüeyas y zorros en los patios de las casas, abundantes pájaros cerca a los edificios de las grandes urbes, cabras y ciervos recorriendo las calles de las ciudades… Esta pandemia ha hecho que la naturaleza tenga una segunda oportunidad global sobre la tierra. El cese del espíritu depredador –así sea por unos meses–, ha permitido que observemos con regocijo lo que por el afán y nuestra soberbia de “amos del universo”, ni apreciábamos ni considerábamos digno de admiración. Nuestro enclaustramiento, nuestro miedo,  contrasta con la “inmunidad” de los animales que campean en su ambiente, libres de la persecución y el inclemente exterminio. No deberíamos alegrarnos por los efectos devastadores de esta pandemia; pero si lo miramos desde otra perspectiva, ha sido una bondad para todos los seres vivos que han padecido durante siglos la subyugación, el maltrato y el desprecio de los hombres. Puede ser una paradoja: si antes, esos animales los exhibíamos en jaulas, para satisfacer nuestro dominio; ahora somos nosotros los encerrados, viendo cómo en las calles y en los cielos ellos disfrutan de su libertad de desplazamiento. Una lección ecológica para los seres humanos, aprendida desde el confinamiento obligatorio y el miedo a morir.

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En medio de la prisa por innovar y por atender las urgencias del sistema educativo, provocada por la pandemia, me llama la atención unas cuantas cosas sobre la “salvadora” educación virtual. En principio, la idea simplista de algunos gobernantes de que enseñar virtualmente es cosa fácil y sin ninguna complejidad. Que es algo para hacer “rapidito” y que, con tal de tener un computador, el resto está solucionado. El segundo asunto se relaciona con la idea de que una educación virtual es un mero trasvase de información de un canal o medio a otro semejante. Algo así como que lo se tenía preparado para la educación presencial, basta con volverlo un PDF, colgarlo en una plataforma y acompañarlo con alguna videoconferencia; es decir, un “simulacro” de lo que antes se tenía previsto en la interacción cara a cara. Desconociendo que esta modalidad de educación, presupone otro modelo de aprendizaje, el desarrollo de otras habilidades, la producción de otro tipo de materiales. Un tercer punto, menos evidente, es lo que implica el autoaprendizaje, la autorregulación por parte de quien aprende. Se da por hecho que todos los estudiantes –niños, jóvenes, adultos– ya tienen esa actitud o esa disposición. Craso error. Como en todos los procesos formativos, tendríamos primero que desarrollar en los aprendices este nuevo tipo de “actitud”, de “destreza”, de “hábito”, y de condiciones cognitivas para la autonomía. Nunca antes como ahora el tema de la metacognición se convierte en un aspecto esencial para un estudiante: ¿cómo aprendo lo que aprendo? Y la última cuestión, tan reiterativa en las épocas del diseño instruccional y la tecnología educativa, corresponde a un saber didáctico sobre esta otra manera de enseñar; por ejemplo, de qué manera se diseñan unidades, módulos, guías, protocolos que, en realidad, respondan a una idea clara de secuenciación de contenidos, de habilidades esperadas, de tiempos previstos para el ejercitamiento, la interiorización y el dominio de una habilidad o una práctica. Todas estas cosas he pensado, cuando veo que las políticas educativas para enfrentar el aislamiento de miles de estudiantes de diverso nivel –aislados de las aulas para frenar el avance del coronavirus–, ha llevado a sacar del sombrero del mago la estrategia de la educación virtual con el fin de salvar, así sea por unos meses, el día de día de la instituciones de enseñanza.

Abril 16 de 2020

Según las estadísticas del coronavirus, hoy en Colombia tenemos 3233 infectados, 429 en hospitales, 550 recuperados, 48852 descartados y 144 muertos. El ministro de salud advierte que la curva está bastante “aplanada” pero que no por eso el 27 de abril terminará el APO (Aislamiento Preventivo Obligatorio). Las medidas gubernamentales, dictadas bajo la figura de la emergencia económica, siguen multiplicándose: para que se hagan efectivos los créditos a la mediana empresa, para que no se suban los arriendos, para que los servicios públicos sean subsidiados por el estado, así sea en los estratos uno y dos, para que las ARL cumplan con la dotación de los implementos de seguridad, para que se agilicen los procesos de importaciones, para dejar libres bajo ciertas condiciones  a algunos presos… Hay iniciativas para que la gente pueda vender por internet sus productos y otras tantas para darles garantías a los bancos para que no solo agilicen, sino que hagan efectivos los préstamos para el pago de nóminas. Las comunidades médicas abogan para que no termine la cuarenta en la fecha fijada, dado que las pruebas hechas hasta ahora no son un buen respaldo para levantar el confinamiento. Las sesiones del congreso se intentan hacer virtualmente, y la Procuraduría lucha para que no se hurten los dineros destinados a auxiliar a las poblaciones más vulnerables o se amañen estas medidas excepcionales para el beneficio personal. Mucha gente habla de especulación y, aunque se diga que no hay carencia de suministros o alimentos, varios supermercados presentan sus estantes a medio llenar. Continúa la escasez de alcohol, tapabocas y gel antibacterial. A pesar del pico y género en Bogotá, no todos ni todas cumplen la medida. Demasiados comparendos. La policía está a la entrada de almacenes para hacer cumplir las normas y patrullan las calles sancionando a quien ha abierto su tienda o a esos otros que, sin razón justificada, caminan como si no supieran nada de la pandemia. Cuento todo esto para decir que el covid-19 ha creado caos, desbarajuste de la vida cotidiana, angustia, preocupación y una cantidad de normas nuevas a las que cada persona trata de adaptarse o riñe hasta la desesperación; o como dijo un campesino agricultor en una entrevista radial, es “un revolcón que nos dio la vida”. Y así no se diga abiertamente, la comunidad sabe que esto va para largo, que seguramente mayo va a acendrar los conflictos y las dudas de abril, y que a lo mejor en ese bamboleo llegaremos a junio. La palabra crisis se escucha en todas partes. Varios estadistas ya hablan de economía de guerra. De allí que hayan empezado a circular de manera reiterativa palabras como “héroe” y “sacrificio”. No hay bombas, no hay tanques ni rifles, solo la silenciosa amenaza de un virus que ha vaciado las calles de gente y ha cortado el fluido de las relaciones personales o económicas. Época de coronavirus: tiempo del refugio y la zozobra creciente.

Abril 17 de 2020

Las recomendaciones dicen que durante el covid-19  hay que evitar el contacto y, si se resulta contagiado, llevar una cuarenta en un espacio aislado, con suficiente ventilación y ojalá con un baño privado. Pienso en ello y en las condiciones reales para tener esas “zonas de recuperación”. Porque, me pregunto, en un inquilinato o en el hacinamiento, ¿cómo guardar las distancias para no contaminarse? La pobreza acorrala tanto o más que el coronavirus. De nuevo un dilema: el mandato médico de no tocarse ni acercarse demasiado y, a la par, la imposibilidad física de apartarse. Ni baños independientes, ni piezas para una sola persona. La mayor parte de la población colombiana, así quisiera otra cosa, tiene que asumir la pandemia en uno o dos cuartos reducidos, en una casa donde seguramente conviven con otras personas, en sitios de un alto tráfico social. Es inevitable. No hay alternativas. Ese ha sido su escenario cotidiano y ninguna medida gubernamental podrá, de manera mágica, trasladarlos o rediseñar sus humildes residencias. Los empobrecidos, los desplazados por las múltiples violencias, los de barrios de invasión, los innumerables trabajadores de la economía informal, todos ellos tendrán que refugiarse en sus reducidas viviendas y soportar, como siempre lo han hecho, la mala suerte de contagiarse o padecer esta enfermedad. Los cacerolazos, que suenan en los barrios de la periferia, son el grito de una población –cada vez más abundante– que denuncia la injusticia social, el abandono de sus gobernantes, y el reclamo a las consecuencias de una economía deshumanizante y concentrada en favorecer a una insolidaria minoría. ¿Qué muestra este confinamiento obligatorio a los más pobres?: la precariedad de las políticas y programas de salud pública, la inalcanzable posibilidad de tener un techo propio, el desigual reparto de la riqueza, y el abandono de las obligaciones sociales del Estado por haberlas entregado a la avaricia desmedida del capital privado.

***

La alcaldesa de Bogotá, en una entrevista televisiva, afirmó que desde hoy se va mostrar en un sitio web de la alcaldía, la curva de la pandemia, la cantidad de enfermos en las unidades de cuidados intensivos, el porcentaje de personas que circulan en el Transmilenio, y estadísticas del contagio por localidades y barrios. Todos esos datos serán públicos y la gente, según ella, podrá no sólo enterarse, sino contribuir a tomar las mejores decisiones para la ciudad. Advirtió que Bogotá, por ser la ciudad con el mayor número de contagiados, tendrá que asumir medidas especiales, entre las que se cuentan, el no uso masivo del transporte público (sólo hasta un 30%), el empleo de la educación virtual en las instituciones educativas hasta el final del año, y el teletrabajo en la mayoría de ocupaciones. Con decisión y claridad anunció que la pandemia seguirá acompañándonos durante este año y que, a pesar de la dificultad de quedarse en casa, esa seguirá siendo el objetivo para evitar que el sistema de salud colapse. Pero lo que más me llama la atención es el deseo de Claudia López por hacer públicas las estadísticas, por compartirlas con los ciudadanos. Considero que es una decisión ética, responsable y fundamental para el manejo de la opinión pública, especialmente cuando las épocas de crisis sirven a oportunistas y políticos populistas para presentar datos amañados o esconder realidades que benefician a unos pocos. He recordado las reflexiones de Michel Foucault sobre la parresía, sobre la importancia de “hablar en verdad” que no solo es un acto de valentía moral, sino un decidido modo de contrarrestar la simulación, el engaño y el artificio engatusador. Puede que sea doloroso saber esas verdades, pero en tiempos difíciles como los que vivimos hoy, lo peor que nos puede pasar es que sea la mentira, las medias tintas, la información editada, las que gobiernen nuestras incertidumbres u orienten las decisiones cotidianas. Porque lo que está en juego no es un asunto menor. Sin ese deseo de hablar con la verdad, de conocer los datos de primera mano, de compartir las diferentes aristas de un problema, seguramente actuaremos torpe o sesgadamente y, lo que es peor, pondremos en riesgo a nuestras familias y a gran parte de la comunidad.

Abril 18 de 2020

Noto que en varias partes del mundo, incluido este país, la música ha buscado aliviar el espíritu y dejar que las melodías generen algo de libertad a los confinados por el coronavirus. Ya sea la Filarmónica de Rotterdam, la de Castilla y León, la de Galicia o la de Bogotá, han fusionado interpretaciones (cada quien desde su casa) para mandar un mensaje de alegría y de esperanza. O a través del canto, individual o colectivo –como fue el caso hoy de “Un mundo: juntos en casa”– diversas voces han entonado temas y motivos rítmicos para sacar de sí la angustia, el miedo de la gente y, al mismo tiempo, darle al sentimiento un canal de expresión y vislumbrar salidas a esta incertidumbre. Desde cantantes líricos o artistas consagrados hasta vecinos comunes y corrientes, que han convertido el ambiente de sus casas en un escenario improvisado, pregonan que “todos juntos saldremos adelante”, que hay que “resistir” y continuar cantando el “Himno a la alegría”. Pero no es sólo la música, también el cine, el teatro, la poesía, han elaborado productos, pequeñas obras que se convierten en formas de comprensión de la pandemia o de resistencia a sus nubarrones fatalistas. Los artistas reconfiguran la realidad, la transforman, la amalgaman de una especial manera y, una vez hecha esa labor creativa, la devuelven al público, para que las personas tengan un modo diferente de percibir este hecho amenazante. Desde luego, la interpelación del arte convoca a nuestro entendimiento; pero su objetivo fundamental es mover nuestra sensibilidad, hacer que las emociones y los sentimientos participen. Si algo tienen todas estas obras artísticas –elaboradas con sonidos, con el cuerpo, con la palabra–, es que nos conmueven, afectan nuestra interioridad y, con ello, nos ayudan a hacer catarsis, a “purgar” la ansiedad y la estupefacción. De alguna manera, ese ha sido siempre el modo de proceder y el propósito de las obras artísticas, solo que ahora, confinados y a la expectativa, logramos apreciar mejor su función esencial en la sociedad y su vital papel educativo en los procesos de desarrollo humano. Gracias al arte, dejamos de ser pasivos seres condenados al determinismo de la especie, para convertirnos en forjadores de cultura, en inventores de realidades posibles.

El vigía de la ventana

05 domingo Abr 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Del diario

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Fotografía de Andrzej Wojcicki

Fotografía de Andrzej Wojcicki

Marzo 15 de 2020

Nuevas medidas sobre el Coronavirus (Covid-19) por parte del presidente. Cierre temporal de colegios públicos y privados, cierre de fronteras, cancelación de eventos masivos, paulatino encerramiento en las propias residencias. Cambio en los hábitos de saludo, cambio en las rutinas de aseo, cambio en la cotidianidad de las familias. Palabras como pandemia y contaminación se multiplican por todos los medios de información masiva. Aparecen como alternativas de solución a este virus transnacional el teletrabajo, la educación virtual, las guías de estudio a distancia. La casa como fortín. Escasez de tapabocas, de gel antibacterial, de papel higiénico. Un recelo tácito con el vecino, con el amigo, con el colega de oficina. Que no crezca el miedo como se propaga el virus, es la advertencia de los gobernantes; que cuidemos a nuestros abuelos o a los “adultos mayores”, que son la población más vulnerable. Pero, que a pesar de todo esto, vuelven a decir los líderes y los médicos infectólogos, que sigamos nuestra vida normal… Y que esperemos de aquí a quince días a ver cómo evoluciona la epidemia… El dólar a más de cuatro mil pesos y una incertidumbre que al igual que una neblina no deja ver bien el futuro. 

Marzo 16 de 2020

Los medios masivos de información han aumentado el tiempo habitual para las noticias (de una hora, a hora y media). Los consejos por la televisión y la radio aumentan, en especial el lavado de manos y la distancia social. Recluirse, aislarse en la propia casa: ese parece ser el mensaje final de todas estas medidas gubernamentales o de la alcaldía. Además de esto, las redes sociales multiplican noticias falsas, alarmistas, malintencionadas. Las universidades, los colegios, han cerrado sus clases y buscan que mediante estrategias virtuales los estudiantes se mantengan en situación de aprendizaje. Fui a comprar unos víveres en un supermercado y noté varios estantes vacíos, especialmente los de aseo. No se consigue alcohol. Son varias las personas que no atienden las normas o las prohibiciones y, otras, las que solicitan con urgencia cerrar las fronteras, los aeropuertos. Los eventos deportivos masivos han sido cancelados. Las reuniones de más de 50 personas han corrido la misma suerte. La sensación de estar sitiado es evidente; sitiados por un virus invisible y con una facilidad enorme para propagarse.

Marzo 20 de 2020

Lo que sorprende es el silencio. Escaso, muy escaso el ruido de los automotores o el de las motocicletas. Apenas el ladrido de los perros. Un silencio excepcional, porque lo frecuente es lo contrario: la avalancha de pitos, chirridos y motores, las ráfagas estridentes de los buses, taxis y automóviles, a la par de un ronroneo de voces y sonidos de objetos de diversa índole. Hoy es distinto. Es el primero de los cuatro días que la alcaldía recomendó como aislamiento preventivo por la amenaza del coronavirus. Todo parece transcurrir adentro de las casas o los apartamentos; afuera, unos contados transeúntes y una soledad tan larga como las avenidas vacías. Un paisaje inédito para los bogotanos y para los habitantes de otras ciudades como Cali, Villavicencio, Pasto o Tunja. Afuera, invisible, está el peligro, el posible contagio. Y adentro, la esperanza de no contaminarse, la confianza en que como sucedió con el pueblo judío ante la décima plaga del relato bíblico, pase de largo y no infecte a ningún  miembro de nuestra familia.

Marzo 21 de 2020

La televisión, la radio, todos los medios de información masiva, se ocupan de dar consejos para estos días de aislamiento. La mayoría habla de juegos y recursos por internet; pocos, recomiendan la lectura. El temor es al aburrimiento. Gobernantes y líderes de opinión afirman que el lado positivo de este encierro es volver a estar en familia, a renovar los vínculos afectivos (desde luego, eso sí, desde lejitos). Algunos afirman que este es un tiempo obligado para escuchar y conversar, para preguntarles a los abuelos sobre sus historias, para intercambiar experiencias. Diversos mensajes que llegan al celular, memes, tienen un tono de reflexión espiritual, de motivos para la introspección personal. El covid-19, la pandemia, ha traído además del temor por enfermarse, una vuelta a lo que resulta fundamental en los seres humanos. Es una situación paradójica: ahora que no nos podemos tocar o acariciar, nos parece esencial renovar los afectos; en este momento en que las distancias deben mantenerse alejadas, nos percatamos de lo importante que es la familia. El coronavirus nos ha hecho conscientes, al menos en un primer nivel de impacto, de normas de higiene básicas, de prácticas de convivencia fundamentales, de una conciencia social sobre el bien común. Hasta el mismo acto de alimentarnos se ha puesto en la balanza de saber elegir entre lo necesario y lo suntuario. Algunos articulistas de prensa dicen que después de esta pandemia no seremos los mismos; eso es probable. No obstante, apenas se enciendan de nuevo las máquinas del comercio y comiencen a funcionar los pistones del mundo capitalista que rige las veinticuatro horas de los seres humanos, esto quedará como una anécdota, como un mal momento en que por mandato del gobierno se tuvo que permanecer encerrado en la propia casa. Y se volverá a lo de siempre: las residencias no serán espacios para construir familia, sino sitios de paso; los viejos más que voces de sabiduría serán seres inútiles y estorbosos; la reflexión y el cultivo de sí apenas tendrá un espacio en la agenda laboral; las dinámicas y propuestas de solidaridad cederán su paso a la ambición individual y a la despreocupación por nuestros semejantes.

Marzo 23 de 2020

Esta pandemia se mueve en la dinámica de lo inesperado. Obliga a un cambio brusco en muchas dimensiones: familiares, sociales, gubernamentales. Por ser la primera vez que pasa, la gente ha asumido dos formas de respuesta inmediata: una, centrada en el aumento de la alarma (hay telenoticieros que amparados en dar una información, exacerban la ansiedad por el covid-19), o de propagar noticias falsas sobre la catástrofe (cada celular se convierte en un foco más del virus), y otra,  ocupada en prever el futuro, en crear condiciones médicas o de distinta índole para cuando aumente el número de casos infectados. Tanto una como otra actitud se mueven sobre la cuerda floja de la incertidumbre. Lo inesperado tiene esa particularidad de tomarnos desprevenidos, de no contar con los suficientes recursos, de quedar un poco a la intemperie. Lo único es aprender de la experiencia (ojalá ajena) y con mucha creatividad tratar de resolver la red de problemas que van apareciendo. Lo inesperado ayuda a poner en evidencia las debilidades de un sistema de salud, la falta de recursos tecnológicos, la relación entre estamentos administrativos y gubernamentales, la eficacia de medidas y normas para la convivencia. De igual forma, lo inesperado replantea la pirámide de valores que una sociedad tiene entronizada; reconfigura los códigos de ética; pone en la balanza lo esencial con lo secundario.

Marzo 24 de 2020

Una buena parte de la población, en Bogotá y otras ciudades, ha hecho caso omiso de la cuarentena por el coronavirus. Las estaciones del transporte público presentan aglomeraciones, el terminal está lleno de viajeros que ignoraban o no sabían de su cierre, la plaza de Bolívar reúne a varios manifestantes que reclaman comida para lograr sobrevivir. Gran número de vendedores ambulantes o de los que viven del rebusque diario se muestran desesperados y claman por la ayuda del gobierno. Esta pandemia saca a flote los grupos de personas que por la velocidad y el flujo masivo de la vida cotidiana permanecen en un subsuelo social, haciéndole la “trampa al centavo”, estirando hasta donde sea posible la recursividad y la buena suerte. Un grupo de los animadores de estas protestas son migrantes venezolanos que además de padecer un desplazamiento forzado, tienen que soportar el desempleo y un nomadismo de calle. Pienso que epidemias como ésta muestran las desigualdades sociales en una crudeza apabullante: se ve el empleado que ha sido amenazado por su jefe si no llega a trabajar; se aprecia el vendedor de tintos que no sabe cómo puede pagar su arriendo; se observan los viejos pobres y solos que no pueden salir a reclamar sus medicamentos; se percibe a los vagabundos y habitantes de calle convirtiendo el día en una extensión de su noche. Por momentos la desesperación puede más que el miedo al contagio; el hambre inmediata hace que se pierda la dimensión de la enfermedad futura. Como son muchos los que “nada tienen que perder”, porque su situación económica es realmente crítica, por eso mismo enfrentan la pandemia con una despreocupación que raya con el sacrificio.  

Marzo 25 de 2020

Frente a esta pandemia sale a relucir el tipo de liderazgo de nuestros gobernantes. Hay unos, previsivos, que logran avizorar los escenarios futuros y, en consecuencia, toman medidas drásticas o con sabor de emergencia económica; hay otros, con poca prospectiva, que con paso muy lento van atendiendo lo inmediato, “apagando incendios”, jugando a quedar bien con todo el mundo. Y, finalmente, están los irresponsables que ni siquiera están informados o, para el caso de algunos presidentes de América Latina, esta enfermedad es una simple “gripita” o algo que se puede prevenir con estampas religiosas. De igual modo, están los líderes con altísima conciencia social quienes de forma urgente atienden a las poblaciones más vulnerables y esos otros que salen a presumir de un heroísmo para salvar a la economía de un receso obligado. Hay líderes, especialmente políticos, que ven en este evento de salud pública una oportunidad para hacer populismo oportunista; y los hay, no tantos como se debiera, que usan su nivel de mando para tomar medidas administrativas acordes con las necesidades de las circunstancias. Un ejemplo de esta última manera de proceder es el de Claudia López, la alcaldesa de Bogotá, quien no solo se lanzó a hacer oportunamente “aislamientos pedagógicos”, sino que además ha tomado medidas relacionadas con la postergación del pago del impuesto predial, del pago de servicios públicos, y una ayuda económica para las familias más empobrecidas, con tal de que los bogotanos se queden en casa. De igual modo, cuando estas pandemias multiplican el miedo de la gente, se pueden apreciar líderes que se esconden en sus confortables residencias o, esos otros, que lejos de ayudar o colaborar están acechando a los que les ponen el pecho a la situación para criticarlos negativamente o sacar provecho de sus posibles equivocaciones. Como bien se sabe, es en estas situaciones difíciles cuando salen a relucir las condiciones y cualidades de un genuino liderazgo.

Marzo 26 de 2020

Las disculpas de aquellos que violan o desatienden el aislamiento obligatorio reflejan muy bien al menos tres particularidades de nuestra idiosincrasia: la primera, una vocación por la mentira, por el engaño inmediato, por la “viveza” o por un gusto acendrado de querer “meter gato por liebre”; eso está en las astucias del vivo que le saca ventajas al bobo y en un repertorio de anécdotas que pregonan el saber engatusar para “salirse con la suya”. La segunda, una incapacidad para aceptar el error o la falta; un pobre autoconcepto y, derivado de esto, la nula posibilidad de la enmienda o el arrepentimiento. La mayoría de los entrevistados por los telenoticieros ni siquiera muestran vergüenza por la falta, muy por el contrario, se sienten ofendidos con la autoridad y esgrimen una agresión de fieras acorraladas. La tercera, tal vez la más desalentadora de las características de nuestro modo de comportarnos, es una absoluta pérdida de autocorrección, la falta de correspondencia entre los actos cometidos y la posible mejora en las acciones subsiguientes; casi que podemos asegurar que la persona que transgredió la prohibición de salir a la calle, a pesar de las multas o la amenaza de cárcel, seguramente lo hará al otro día o en los días siguientes. Quizá afine mejor sus disculpas, o consiga un permiso falso, o se ingenie alguna estratagema que le permita eludir los controles de la policía; pero de esa infracción no sacará ninguna lección para su propia formación moral o para reconducir su existencia. Pareciera que su conducta opera sobre las demandas de la inmediatez; y por eso, poco cuenta el pasado y, menos aún, el horizonte del futuro. Ni hace una reflexión sobre lo vivido que  lo conduciría a la previsión, ni elabora una destilación de esa experiencia equívoca para aumentar el caudal de su sabiduría.

Marzo 27 de 2020

Las redes sociales, de cara a la pandemia, se mueven en una tensión: de un lado abundan los mensajes alarmistas, los medicamentos mágicos, las réplicas de textos apocalípticos; de otro, informaciones y videos que ayudan a comprender mejor la enfermedad, a tener guías de prevenirla y a fortalecer el ánimo y la esperanza. La primera fuerza, que es muy abundante y que se multiplica como el virus en cada uno de los celulares, tiene a su vez dos dimensiones: los que insisten en que esto que está pasando es el resultado de nuestros pecados, la consecuencia de andar lejos de la fe; y los que pasan rápidamente a soluciones instantáneas con tés milagrosos, con remedios caseros, con cadenas de oración. Esta fuerza en el fondo propaga el temor, el miedo, la angustia por lo inesperado, por la incertidumbre que nos acecha. Y lo más grave es que las personas, sin ningún sentido crítico, multiplican esos mensajes a sus allegados, a sus familiares, a los que hacen parte de su lista de conocidos. No tienen en cuenta la procedencia, el efecto, la conveniencia de ser enviados en días como estos. El celular, en esta perspectiva, se vuelve otro foco de infección emocional; aumenta los niveles de intranquilidad y crea una zozobra que en nada ayuda a sobrellevar el encierro obligatorio en los hogares. La otra corriente de mensajes también se bifurca en dos tendencias: las informaciones enfocadas en temas de salud, amparadas en instituciones médicas y en especialistas de infectología, que buscan ayudar a comprender tanto los síntomas como las medidas de prevención de esta enfermedad; y los mensajes que ponen su acento en el optimismo, en la solidaridad, en una ética del cuidado de sí y de los demás. En todo caso, las redes sociales en situaciones como las de esta pandemia siguen la lógica ambigua del rumor: hacen circular de manera rápida y ambivalente la verdad con la mentira. A la par que exageran para lograr mayor efectividad, se apoyan en el temor para multiplicar su efecto.

Marzo 29 de 2020

Los encierros obligados por cuarentena, como esos que padecen durante años los presidiarios, tienen muchas situaciones para ser analizadas. Lo más evidente es la sensación de confinamiento, el saber que no puedes disponer de tu libertad para salir a caminar, asistir a determinados lugares de tu predilección o reunirte con personas  que consideras esenciales para tu vida. El confinamiento rompe abruptamente esos vínculos, crea unas rejas que dejan fracturadas las relaciones interpersonales, reduce el espacio del afuera a los límites acotados del adentro. Un segundo aspecto, en que no se repara mucho porque las familias de hoy casi nunca están al mismo tiempo en casa, es el de la convivencia frecuente y continua con otras personas. De pronto los padres descubren que tienen a sus hijos todo un día, durante una semana o más, y no saben qué inventarse o cuál es la mejor forma de controlarlos. Las parejas que se veían unos minutos por la mañana y otros por la noche, ahora tienen que estar juntos cantidad de horas y, además, deben solucionar la cotidianidad del aseo, preparar los alimentos, atender la provisión de artículos de primera necesidad. Quiérase o no, hay que hablarse más que de costumbre o ponerse de acuerdo en asuntos que parecen secundarios cuando se está fuera de casa, pero ahora son de una importancia insospechada. La tercera situación corresponde a las nuevas rutinas o al cambio de las que ya se tenían establecidas. La agenda de cada quien debe sufrir transformaciones; nuevos roles o nuevas tareas entran a formar parte de antiguos hábitos. En muchas situaciones, las cosas que se hacían de vez en cuando, ahora se vuelven habituales; además de otras que necesitan constituirse para que el aburrimiento o el desespero no copen todas las horas del día y la noche. Un cuarto evento de los confinamientos obligatorios se deriva de la modificación, cancelación o ajuste de las actividades laborales. Al estar recluidos en casa, infinidad de oficios y de profesiones parecen entrar en hibernación, dejando esas manos y esas mentes en una deriva expectante. Y si bien algunas empresas e instituciones han acudido al teletrabajo, lo cierto es que muchas labores están vacantes. Algunos industriales han decidido adelantar las vacaciones de sus empleados, a sabiendas de que serán semanas sin sol, sin aire, sin mar o excursiones novedosas. El quinto punto de las cuarentenas se relaciona con la preocupación por la sobrevivencia: desde los que no saben bien qué van a comer durante esos días, hasta los que ven cómo empiezan a escasear los víveres en su alacena. Quiérase o no, en mayor o menos medida, cada quien se desvela buscando alternativas para tener qué comer o haciendo un uso medido de granos, carnes y verduras. Una última situación se desarrolla en el psiquismo de los que están confinados en sus propias casas. El cuerpo de las personas se somete al acuartelamiento pero sus mentes están confiadas en que pronto recuperarán su libertad. La esperanza en que termine la clausura algo ayuda a soliviar la pesadez del encierro, pero al mismo tiempo multiplica los motivos de la ansiedad: ¿cuándo terminarán estos diecinueve días?

Marzo 30 de 2020

Las cuarentenas ponen a los medios masivos de información en un punto cero de su tarea: ¿qué más decir de la pandemia?, ¿qué otra cosa agregar al número de contagiados en el propio país y en otras ciudades del mundo?, ¿qué más sumar a las medidas tomadas por el gobierno nacional?, ¿dónde buscar lo novedoso? El punto cero es, precisamente, aquella falta de nueva información relevante y oportuna. Los telenoticieros han optado por invitar a expertos quienes, más que mensajes desconocidos, lo que hacen es reforzar con estadísticas o amparados en su autoridad científica, lo mismo que los medios han dicho durante varios días. También se ha utilizado el testimonio de coterráneos que están en el extranjero y que ya pasaron o están pasando por el coronavirus, pero que reafirman –no sin cierto temor– mensajes semejantes a los ya conocidos por el público. Este umbral tan bajo de novedades sobre un hecho convierte a las emisiones radiales o de televisión en una repetición que poco ayuda a salir de la “crisis”, a ver alternativas de solución, a fortalecer lazos de colaboración o a promover esperanza y alegría. Lo que asoma, aunque no sea el propósito de los medios masivos de información, es un tufillo amarillista, un modo de enfocar la noticia hacia el alarmismo o con un descuido hacia el estado emocional de los oyentes o televidentes. ¿Qué más decir del coronavirus? Y si a eso le sumamos una transmisión en directo, al menos en Colombia, de una hora con el presidente y sus ministros, en la que se justifican las medidas tomadas y, a su vez, vuelven a mostrarse los datos que los noticieros ya han repetido, lo que parece novedoso va tornándose banal y aburrido. Qué saturación. ¡Qué difícil presentar tres veces al día, de manera creativa y variada, un evento que en lo único que varía es en el número de contagiados o de muertos!

Abril 2 de 2020

Las ventanas, que parecían abandonadas por el uso frecuente de las puertas, ahora toman una importancia inusitada. Es el espacio que vincula el adentro con el afuera, es el medio que las personas usan no solo para ponerse en contacto con el exterior, sino un sitio para mostrarse, para decir yo existo. El confinamiento obligatorio ha hecho que este espacio rectangular por el que se cuela la luz y se airean los cuartos, retome un valor existencial. Al no poder salir a la calle, al estar restringidos a la movilidad en la propia casa, la ventana se ha vuelto el espacio que permite sacar a caminar los ojos, a darle libertad a la mirada. A través de la ventana se sabe del vecino, se toma la temperatura del transporte público, se tiene una evidencia directa del impacto de una medida gubernamental o del clima social por el que se está pasando. Y si antes las cortinas permanecían cerradas, si eran otras formas de rejas para evitar la intrusión en la intimidad, en estos momentos permanecen abiertas, mostrando a las personas en su cotidianidad, dejando que lo íntimo se devele ante los ojos ajenos. Eso no importa mucho. Con tal de tener un puente con el afuera, los habitantes de una ciudad sacrifican los secretos de su privacidad, dejan al descubierto cosas que, en otras circunstancias, serían resguardadas o celosamente protegidas. Los confinamientos obligatorios nos devuelven el sentido profundo de la pequeña ventana en la celda del presidiario: por mínimo que sea ese espacio, es el lazo que logra mantener unido a un ser humano con sus semejantes; y es también un vacío, un hueco en la dura pared, para no perder de vista el cielo, la inmensidad, lo ilimitado.

…

Si bien los medios de información masiva y los diferentes mensajes gubernamentales hablan de solidaridad y de ofrecer apoyo a los más necesitados, lo cierto es que apenas se sabe o se rumora que alguien está infectado por el coronavirus lo que se produce en la comunidad, en el barrio o en el municipio es un rechazo, una repulsa hacia esa persona que tiene o porta la peste. Puede ser un mecanismo de protección de la propia vida, una reacción instintiva de sobrevivencia, pero también es una primitiva forma de exclusión, de repulsión al que posee una enfermedad desconocida o incurable. Eso pasó con la lepra o con el SIDA, en su momento. La reacción es más bien a poner a esas personas lejos, clausuradas, abandonadas a su suerte; ojalá con algún tipo de señal o estigma que permita fácilmente reconocerlos. Más que ofrecer medidas de protección y cuidado a esos infectados, más que buscar salidas médicas o de higiene pública, lo que aparece es el señalamiento, el escarnio denigrante o los viejos castigos de lapidación u ostracismo. Igual acaece con otras pandemias menos publicitadas, como son la pobreza, la prostitución, el desplazamiento. Y esas gentes, esos contaminados por tales virus, hay que mandarlos a las afueras, lejos de las zonas residenciales opulentas, enjaularlos en sus barrios de invasión o en sus calles de mala muerte. Y en medio de esos seres infectados, de esos llagados por la enfermedad o por el hambre, se encuentran los profesionales que no asumen el asco o la repulsión; los profesionales de la salud, los servidores sociales, las comunidades religiosas que han hecho de la caridad y el servicio a los demás una opción de vida. Esas personas son las que, en realidad, dan acogida al infectado, física o moralmente; ellos son los que entienden bien lo que significa acogida, hospitalidad y actitud solidaria. La pandemia del coronavirus nos devuelve a ciertas prácticas tribales, muy reactivas y salvajes, que dejan en suspenso lo que hemos ganado como seres sociales, desconociendo las herencias simbólicas de una civilización y una cultura.

…

Más de un millón de infectados por el coronavirus en el mundo, y más de cincuenta mil los muertos por dicha enfermedad, esas son las noticias. En una encuesta hecha por Cifras y Conceptos este 2 de abril, a la pregunta sobre los sentimientos negativos frente a la pandemia, los entrevistados respondieron: 64% con incertidumbre, un 43% siente miedo y un 40% manifiesta estar esperanzado. La incertidumbre parece ser el efecto social mayor de este covid-19. Incertidumbre por la eficacia de las medidas tomadas, por el alcance de la infección, por la seguridad en un empleo, por la reserva de alimentos para comer, por el futuro inmediato. Incertidumbre frente a la atención médica, si se resulta infectado, y hacia la elasticidad de los ahorros, si es que la cuarentena se prolonga por más meses. Quizá sea esa misma incertidumbre la que detona el miedo y la que lleva a muchas personas a desobedecer las medidas de aislamiento obligatorio, a pesar de su propio bienestar. Porque manejar la incertidumbre presupone ciertas condiciones del espíritu o una plasticidad mental que no siempre es fácil de tener o aceptar. Si se es demasiado psicorígido  o se está demasiado apegado a determinadas costumbres serán más intimidantes las olas de la incertidumbre; si se tiene poca creatividad y limitadas dosis de innovación, lo más seguro es que la incertidumbre termine por alimentar el fatalismo, la angustia y la sin salida existencial; si no hay en el espíritu capacidad de riesgo, de valentía, la incertidumbre acabará inmovilizando la voluntad.

Abril 3 de 2020

Me escribió un mensaje corto mi amiga Pilar Núñez Delgado desde Granada, España, en el que me envía un saludo con sabor melancólico. Ella y su familia, como muchos españoles, llevan varios días en cuarentena por causa del coronavirus. Pienso en ella y reflexiono sobre la melancolía. El encierro, la falta de interacción social, la inactividad laboral, la incertidumbre, todo ello contribuye a que se vaya aposentando en el corazón una especie de tristeza, una ansiedad que parece más un malestar metafísico que una enfermedad concreta. Esta melancolía proviene más bien del ensimismamiento excesivo, de la duda incesante, de la pérdida de certezas y seguridades más inmediatas. Nos duele el entorno, vemos abismos por todas partes, así como los románticos del siglo XIX, y el tiempo se hace más lento, más espeso, dándonos la posibilidad de apreciarlo en su caminar de tortuga o de caracol silencioso. La melancolía acongoja, le quita vigor a los músculos, apesadumbra. No es una dolencia física, aunque a veces parece una disnea, sino un malestar en el espíritu; una desazón que se convierte en titubeo, en desconfianza, en escepticismo. La melancolía apoltrona, convoca al silencio y deja que crezcan las enredaderas de la fatalidad. Los encierros obligados, los acuartelamientos sin esperanza, van fisurando la mente, la van llenando de intersticios, por los que se fuga la felicidad o la alegría. Esta pandemia parece gobernada por Saturno y, como lo sabemos, esa influencia astral nos torna fríos, gaseosos, propensos a la soledad y la apatía. Noto en las cadenas abundantes de whatsapp y en mensajes televisivos que la fe religiosa, ya que no se puede participar en la fiesta del carnaval, parece ser un paliativo eficaz para este andar en las penumbras. La melancolía es un cortante ir hacia dentro, un acorralar el alma hasta hacerle perder sus alas. Aunque también observo a artistas y cantantes que contrarrestan la melancolía con el ingenio y la creatividad; muestran que la suprema tristeza puede ser aplacada con la música, que las fieras de la desesperación se apaciguan cuando el abismal silencio se transforma en equilibrada melodía.

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