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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Publicaciones de la categoría: Ensayos

Escribir, una mediación para transformar el pensamiento

08 martes Nov 2022

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

≈ 6 comentarios

Ilustración de Davide Bonazzi.

Es sabido que la escritura no solo es un instrumento para relacionarnos con los demás, sino también una poderosa mediación para transformar el pensamiento. Cuando escribimos nos comunicamos con otros, pero, de igual manera, entramos en relación con nuestra mente. De esta última utilidad de la escritura es que deseo hablar en los párrafos siguientes.

Es probable que no nos percatemos de las operaciones cognitivas que suceden cuando escribimos. Tal vez no advirtamos lo que la escritura le ha permitido a nuestro cerebro. Walter Ong decía que al escribir objetivamos el pensamiento; lo podemos ver y, al hacerlo, logramos tomar distancia de nuestras ideas, comprenderlas, darnos cuenta de sus entretelas, apreciar su forma de manifestarse. Y sabemos que esa propiedad de la escritura fue clave para que se desarrollara el análisis, la argumentación, el pensamiento lógico. De allí que sea tan útil echar mano de la escritura cuando se quiera mejorar nuestra forma de pensar. Ella misma ayudará a percatarnos de las falencias, las incoherencias, o la consistencia de nuestras ideas. Al ver lo que produce nuestro cerebro, al tener la evidencia de ese producto, la escritura se convierte en una herramienta muy eficaz para evaluar o sopesar el alcance o limitación de nuestras ideas; se transforma en un yunque que contribuye a “templar” o “pulir” las operaciones intelectivas. Cuanto más escribimos mejor cuenta nos daremos de la vaguedad de lo que expresamos, de su poca ilación o de nuestra incapacidad para darle extensión y consistencia a una opinión, un juicio o una propuesta. Tal constatación se convierte en una poderosa auditoría sobre nuestro tipo de pensamiento; es decir, logramos constatar si está plagado de lugares comunes, de limitadas y conocidas razones o si, por el contrario, tiene motivos suficientes para volar alto y decir cosas novedosas o dignas de interés.

Pero, además, cuando nos adentramos en la escritura descubrimos que ella misma nos exige ejercitar otros recursos cognitivos, otras operaciones reflexivas a las que no estamos habituados o que hemos descuidado: inferir, relacionar, hacer conjeturas, argumentar, sacar conclusiones, disociar, estructurar, hacer síntesis. Todo ello se pone en movimiento cuando escribimos. Consignamos una idea y, para avanzar a la siguiente, tenemos que pensar si deseamos ampliar, derivar, contrastar completar o contradecir el anterior enunciado. Tal reto a nuestro entendimiento se complejiza aún más cuando nos abocamos al segundo párrafo y tenemos que responder a la coherencia, a la continuidad lógica, a la exposición estructurada. Cada momento la escritura nos somete a dar cuenta de lo mismo que expresamos; nos obliga a meditar, a observar con detenimiento los asuntos o las cosas, a vencer el inmediatismo de la charlatanería o la sinrazón.

De igual modo, resulta interesante descubrir cómo la escritura contribuye a diversificar nuestras formas de enunciación. Porque no es lo mismo escribir un cuento o un ensayo, que un poema, una reseña, un resumen o un informe. Cada tipología textual hace que nuestra mente diversifique sus maneras de expresión, enriquezca sus esquemas cognitivos, multiplique las posibilidades de decir lo mismo desde diferentes enunciaciones; se obligue a ser plural y no condenada a una única vía comunicativa. Escribir, entonces, es prefigurar un lector, una audiencia y, al mismo tiempo, es saber elegir el mejor recurso para abordar un determinado contenido. Esta variedad textual dota a nuestro cerebro de cierta plasticidad que le permite hacer correspondencias entre cosas diversas, establecer simbiosis, analogías, sinestesias; de elaborar traducciones y lograr la habilidad del multiformismo. Lo interesante de este abanico de recursos es que nutre a nuestro entendimiento de unos atributos cognitivos con gran utilidad para la creatividad y la innovación.

La escritura, en cuanto registro de los hechos vividos, es también un valioso documento de nuestras acciones, nuestras ideas, nuestras iniciativas. Al dejar constancia de las peripecias de una vida tenemos la posibilidad de convertirnos en arqueólogos de nuestro pasado y, a la vez, en hermeneutas del relato de nuestra historia. Al escribir dejamos marcas, evidencias, huellas visibles de lo que vamos siendo en nuestro paso por el mundo. Dotamos de sentido nuestra consistencia temporal. Más tarde, esas mismas escrituras servirán para reconstruir los hitos, los acontecimientos, los incidentes críticos de nuestra existencia o conformarán un itinerario preciso, unas coordenadas de nuestra autobiografía intelectual que nos permitirá revisar de qué manera fue nuestra relación con el conocimiento, con la tradición de un saber o con el legado que llamamos “la cultura”. Pero no solo esto; al tener esos registros, al transformarnos en documento, se contará con un medio de soporte para la prospectiva existencial o para darle un horizonte de expectativas a nuestro proyecto vital. Así que, la escritura contribuye a tener una mirada crítica sobre nuestro pasado, al tiempo que vislumbrar paisajes desconocidos sobre nuestro futuro. 

Sumado a lo anterior, en la medida en que se aumenta la producción escritural o se va elaborando un cúmulo de diversas obras (de uno u otro género, de diferente tipología textual), ese mismo capital escrito sirve de referente en dos sentidos: tanto para seguir avanzando sobre determinada temática, motivo o asunto; como para obligar a la mente a no decir lo mismo después de un tiempo considerable, a buscar otras alternativas, otros caminos de solución a algo que se había pensado con anterioridad. Quien tiene algo escrito, si desea seguir reflexionando o creando sobre dicho asunto, no tendrá que partir de cero; la propia escritura se vuelve un detonante o una huella de la meta ya alcanzada. Y, al mismo tiempo, pone a la mente en el reto o la necesidad de decir otra cosa, de innovar, de no caer en la repetición expositiva o la monotonía intelectual. Cada producto, cada texto escrito dice “hasta aquí he llegado” y, a la vez, genera el desafío cognitivo de responder a la pregunta de “¿ya no queda más por decir?”; o si es posible derivar, disociar, objetar, precisar o profundizar sobre un asunto, una historia, una situación o determinada problemática que nos interesa. La escritura, entonces, permite hallar unas dendritas para las conexiones próximas y es una espuela o aguijón para incitar o provocar producciones inéditas, diferentes, innovadoras.

Otra bondad de la escritura es la de provocar o mantener la continuidad del pensamiento. Si hay esa voluntad por escribir de manera continua, si se mantiene en vilo una preocupación, un campo de curiosidad o una parcela intelectual, lo más seguro es que se mantendrá ocupada la mente en tales asuntos y, con ello, estarán activas las diferentes funciones de la inteligencia que, si se las estimula con asiduidad, avanzan no de manera aritmética, sino geométrica. Porque lo común es lo episódico del pensar, lo frecuente es la intermitencia al abordar una temática; pero si la escritura tiende esos puentes, poco a poco se van creando hábitos de reflexión más profundos, más fuertes en sus resultados, más vigorosos en su modo de abordaje o comprensión. Si se tiene en la cabeza un proyecto de escritura la mente “siempre estará ocupada”, encontrará filiaciones, hará sendas por caminos poco o nada transitados. La continuidad regula la atención, prorroga los descubrimientos en el tiempo, agudiza la memoria, dota al espíritu de cierta constancia o un talante reiterativo para enfrentar lo difícil, lo complejo, lo enrevesado o desesperadamente complicado. Hay una semilla de perennidad que la escritura arraiga en la mente de quienes la frecuentan, una forma de pensar en la que abundan los encadenamientos, la imbricación de todo tipo de signos, la capacidad cognitiva para estar en constante reanudación. Cada escrito terminado origina una serie de resonancias intelectuales que provocan nuevas ideas, gestándose así una prolongación de las preguntas que llevaron a tal síntesis parcial y que, siguiendo esa tensión del pensar, aspiran a conquistar nuevas tesis que incentiven otras antítesis en un genuino proceso dialéctico.

Y ni qué decir del beneficio de escribir para expresar libremente la subjetividad o de hacer pública la propia voz. Esta dimensión de la escritura se asocia mucho a lo que Kant, en la perspectiva del desarrollo moral, llamaba la “mayoría de edad de la razón”. Es decir, de un pensamiento que puede liberarse de ser sólo la réplica de voces foráneas o de una sumisión a lo ya dicho o protegido por una auctoritas incuestionable, para lanzarse a pensar por cuenta propia, sin muletas o cabestros, ese calificativo que tanto le gustaba usar al maestro Estanislao Zuleta. La escritura otorga ese salvoconducto para entrar a esos territorios vedados de la intelectualidad, lo teórico, del mundo de las ideas, en los que pareciera que únicamente acceden los científicos, sabios y eruditos. Sin embargo, así sean reducidos los productos escritos que se hagan, lo cierto es que ya son la toma de posesión de una mente particular en el concierto de otras obras del pensamiento. Esto es algo que merece celebrarse porque muestra el carácter propositivo de los seres humanos, y es un avance en el desarrollo de las condiciones básicas dadas por la naturaleza. Al escribir potenciamos y activamos, en clave particular, las funciones latentes del pensamiento.

Como puede evidenciarse, la escritura es más que un ejercicio de redacción; se trata, en verdad, de un proceso superior del pensamiento con enormes beneficios para la reflexión, la introspección, la capacidad de juicio, la innovación y la producción personal de las ideas. Mal haríamos, por tanto, en reducir el escribir a un simple ejercicio de destreza gramatical cuando en verdad lo que dinamiza o cualifica son los esquemas con que opera nuestra mente y su incidencia en la producción de conocimiento.

Semiótica de la intangibilidad

25 martes Oct 2022

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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«Tan cerca», obra de Cristina Troufa.

¿Qué puede significar la expresión “el lenguaje es un patrimonio intangible? Sé que la UNESCO prefiere hablar de patrimonio “inmaterial”, pero con un sentido análogo. Y bajo esa denominación incluye el idioma “como vector del patrimonio cultural inmaterial”, al lado de las tradiciones y expresiones orales, las artes del espectáculo, los rituales y actos festivos, las técnicas de artesanías tradicionales, entre otros. Sin embargo, motivado por el deseo de comprender mejor el calificativo de “intangible” me pareció interesante explorar en sus significados e inferir algunos rasgos característicos. Espero que estas ideas muestren la importancia de la “intangibilidad” a todos los que estudian, investigan o se interesan por las relaciones entre el lenguaje y la cultura.    

1

“Tangible” es una palabra que empezó a usarse en español a principios del siglo XVII, como cultismo. Y está relacionada con el término, “tañer”, originado a su vez, en el latín “tangere, ‘tocar’ o ‘ejercer el sentido del tacto’. Esta acepción de “tañer”, según el etimologista Joan Corominas, “se conservó en castellano en toda la Edad Media, aunque desde el principio aparece también especializada en el toque de campanas y demás instrumentos sonoros”. En consecuencia, el término “intangible” está más asociado a la imposibilidad de ser tocado, a la lejanía de la mano, a algo que “no se pude percibir de manera precisa, real, concreta”, y a una secreta filiación con el silencio.

2

De otra parte, intangible se asocia también con lo “intocable”, con aquello que, por su naturaleza especial, señala María Moliner, “merece extraordinario respeto y no puede o no debe ser alterado, menoscabado o violado”. Recuerdo en estos momentos el episodio de la Odisea cuando Ulises baja al Hades y las almas de los difuntos no pueden ser tocadas ni abrazadas, solo escuchadas en su “clamor horroroso”. O el momento en que Eneas, al ver a Anquises en el Hades, trata infructuosamente de abrazarlo: “Tu imagen, ¡oh padre!, tu imagen apesadumbrada, que a menudo aparecióseme, me da decidido a franquear estos umbrales. Mi flota está fondeada en aguas del mar Tirreno. ¡Dame, dame tu diestra, padre, y no te sustraigas a mi abrazo!”. Mientras así hablaba, largo llanto humedecía su rostro. Tres veces intentó rodearle con sus brazos el cuello; tres veces, en vano asida, la imagen de sus manos huyó, como el soplo ligero de los vientos, tal como un sueño que se desvanece”[1]. Este rasgo de la intangibilidad permite distinguir lo palpable del mundo profano con ese otro fuero propio de lo sagrado.

3

Otro significado, más contemporáneo, es que los “intangibles” son un tipo de bienes asociados a la esfera empresarial. Se habla de activos intangibles, entendiéndolos como “variables estratégicas para el crecimiento y la rentabilidad de los negocios”. La contadora colombiana Patricia González diferencia entre activos tangibles e intangibles[2]: los primeros “crean valor de manera directa, su valor no es potencial y depende de las fuerzas del mercado; en tanto los intangibles, crean valor de forma indirecta, su valor depende del contexto y es potencial”. En el mundo de los negocios o las empresas se relacionan activos intangibles como la capacidad de gestión y de innovación, la relación con los clientes, el talento humano, los servicios, las marcas y el goodwill. Salta a la vista que otro rasgo de la intangibilidad es su potencialidad de generar valor, de producir un tipo de capital relacionado con lo intelectual o el conocimiento.

4

Me detengo ahora en otra particularidad de lo intangible: su invisibilidad. Para ello, acudo al poema XVII de Rainer María Rilke sobre Las rosas[3].

Eres tú quien preparas en ti misma
algo más que tú, tu última esencia.
Lo que sale de ti, turbadora emoción,
es tu danza.

Cada pétalo consiente
y da en el viento
algunos pasos perfumados
invisibles.

Oh música de los ojos
toda rodeada por ellos,
te vuelves en el medio
intangible.

Si se mira con cuidado el poema, lo intangible de la rosa es su esencia, algo que sale de adentro de la flor, pero que se parece más al olor o al viento. Esa invisibilidad, fraguada y protegida por los pétalos, es lo que le otorga a la rosa su belleza, su atracción. La intangibilidad se fragua desde dentro, lo de afuera es apenas la envoltura de lo sustancial de su ser. Situación similar acaece con el lenguaje, con las palabras que usamos para expresar una honda pasión o una experiencia altamente significativa; esas palabras bordean o sirven de heraldos a los que está en el centro de tales expresiones; son la cáscara, porque la médula sigue siendo intangible, secreta o al menos cifrada por aquel que las usa. La intangibilidad del lenguaje trasciende sus propios medios, va más allá de las palabras. Uno de esos límites es la mística; el otro, el silencio.

5

Voy a otro lugar para mostrar el aspecto imaginario de la intangibilidad. Repaso para tal fin un pasaje de los evangelistas, el de Juan, titulado la incredulidad de Tomás. Lo transcribo para quienes no les sea tan cercano: “Tomás, uno de los doce, a quien llamaban el Mellizo, no estaba con ellos cuando se presentó Jesús. Los otros discípulos le decían: —Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: —Tengo que verle en las manos la señal de los clavos; hasta que no toque con el dedo la señal de los clavos y le palpe con la mano el costado, no lo creo. Ocho días después los discípulos estaban otra vez en casa, y Tomás con ellos. Estando atrancadas las puertas, llegó Jesús, se puso en medio y dijo: —Paz con vosotros. Luego se dirigió a Tomás: —Aquí están mis manos, acerca el dedo; trae la mano y pálpame el costado. No seas desconfiado, ten fe. Contestó Tomás: —¡Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo: —¿Por qué me has visto tienes fe? Dichosos los que tienen fe sin haber visto”[4]. Me interesa esta escena bíblica porque ilustra bien el tipo de esfuerzo que demanda la intangibilidad para ser creíble y, al mismo tiempo, porque muestra la diferencia entre la literalidad y lo connotativo del lenguaje. Si hay demasiado apego a lo material, a lo físico; si ese es nuestro rasero para valorar la importancia de algo o de alguien, muy seguramente no podremos apreciar otras cualidades que rebasan los límites de nuestros sentidos. El lenguaje es valioso no solo por su utilidad para las transacciones comerciales o el trato cotidiano, sino porque posibilita evocar, creer o crear cosas que sin ser vistas o palpadas pueden ser imaginadas. Roland Barthes sigue teniendo razón: “al volverse cualidad, la parte del lenguaje promovida es lo que éste no dice, lo que no se articula. En lo no dicho es donde se alojan el goce, la ternura, la delicadeza, la satisfacción, los más delicados valores de lo Imaginario”. Y concluye el semiólogo francés: “es posible que las cosas sólo tengan valor por su fuerza metafórica” [5]. 

6

Caso contrario al apóstol Tomás sería el de los ciegos cantados por la poetisa polaca Wislawa Szymborska. Digamos que estos invidentes ya no necesitan ver para creer y, por eso, logran maravillarse de lo que escuchan, de los paisajes multicolores, de los destellos de luz, de los peces y azores que crean un susurro perfecto a la par que evanescente. He aquí el poema.

La cortesía de los ciegos[6]

Una poeta lee poemas a unos ciegos.
No se imaginaba que fuera tan difícil.

Le tiembla la voz.
Le tiemblan las manos.

Siente que cada frase
debe superar la prueba de la oscuridad.
Tendrá que arreglárselas sola,
sin luces ni colores.

Peligrosa aventura
para las estrellas de sus poemas,
para la aurora, el arco iris, las nubes, los neones, la luna,
para los peces hasta ahora tan plateados bajo el agua
y los azores tan callados, altos en el cielo.

Lee –porque es ya demasiado tarde para no leer–
sobre el niño de la cazadora amarilla en el verde prado,
sobre los rojos tejados que se pueden contar en los valles,
sobre los vivaces números en las camisetas de los jugadores
y sobre una mujer desnuda tras una puerta entreabierta.

Quisiera omitir –aunque eso no es posible–
a todos aquellos santos en la bóveda de la catedral,
aquel gesto de despedida desde la ventana del vagón,
la lente del microscopio y el destello en el anillo,
y las pantallas y los espejos y el álbum con rostros.

Pero grande es la cortesía de los ciegos,
grandes su comprensión y su magnanimidad.
Escuchan, sonríen, aplauden.

Alguno de ellos incluso se acerca
con un libro abierto al revés
pidiendo un autógrafo invisible para él.

Al igual que estos ciegos –corteses, comprensivos y magnánimos– deberíamos ser todos los que pregonamos y defendemos las bondades de la intangibilidad del lenguaje. Esa parece ser la mejor actitud de los que creemos en el patrimonio inmaterial de las palabras: escuchar, imaginar, sonreír, aplaudir.

7

Cambio de perspectiva para vislumbrar una cualidad más de la intangibilidad: su atmósfera. Sirva de argumento lo que escribe el arquitecto colombiano Mauricio Cabas, recogiendo algunas ideas de su colega belga Peter Zumthor[7]: “Existen elementos en el espacio arquitectónico que son intangibles, imposibles de medir y que muchas veces solo aparecen muchos años después de haber sido construida la obra arquitectónica. Son elementos inmateriales pero extremadamente reales, que tienen que ver con los sentidos, las experiencias y afectos”[8]. Me detengo en esta idea arquitectónica y descubro que, a pesar de su inmaterialidad, el lenguaje tiene también su propia atmósfera. A qué me refiero, en principio a que las palabras crean atmósferas afectivas, impresiones sentimentales o emocionales.  Este clima afectivo es el que genera vínculos entre la imagen acústica y el significado del signo lingüístico; entre el sonido material del lenguaje y las resonancias intangibles en los afectos o las emociones. La intangibilidad del lenguaje está asociada a un ethos, en el sentido de carácter, de temperamento.

8

Descubro que en el mundo de los cómics de Marvel existe una superheroína que tiene el don de la intangibilidad. Se trata de la mutante Kitty Pryde[9]. Ella logra atravesar casi todo tipo de materia física, barreras e incluso el cuerpo de las personas. Retomo este personaje de los cómics para hablar de un rasgo adicional de la intangibilidad, su capacidad de desplazamiento. Esta capacidad mutante del lenguaje, este modo de adaptarse y transformarse según la vasija que lo contenga, ha hecho que las palabras hayan logrado traspasar fronteras, territorios, épocas, a pesar de las murallas o las distancias extremas. Sirva de soporte a mi tesis un apartado del texto de Francisco Moreno Fernández, La maravillosa historia del español en el que encuentro un ejemplo para ilustrar mi planteamiento: el periplo de la palabra azúcar. Dice el sociolingüista español que “El origen del azúcar se sitúa en la India y el étimo de la palabra que lo designa es de origen persa. Aunque la procedencia de la caña de azúcar y de otras plantas de jugo dulce es asiática oriental, en la India fue donde parece que se inventó la técnica de la cristalización. Allí la conocieron las tropas de Alejandro Magno —«la miel sin abejas» le decían al azúcar— y, a través de Persia, la llevaron hasta Grecia, donde la llamaron sánjari. Esta forma fue tomada por los árabes como sukkar, que, con el artículo, se transformó en assúkkar en el árabe hispánico, desde donde pasó al español (…) El periplo seguido por el producto es sencillamente asombroso –prosigue el director del Instituto Cervantes– y el de la palabra no resulta menos llamativo”.[10]  Eso mismo afirmó el afinado prosista cubano Fernando Ortiz, en su magna obra Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar: “El azúcar tardó siglos y hasta milenios para salir de la India asiática, pasar a la Arabia y al Egipto, correrse por las islas y costas del Mediterráneo hasta las del Océano Atlántico y las Indias de América”[11]. No cabe duda de que esa capacidad de desplazamiento y mutación de la intangibilidad, es la que le ha permitido al lenguaje traspasar territorios, viajar de incognito entre la tripulación de antiguos navíos o atravesar los gruesos muros de castillos y murallas de diferentes pueblos.

9

Me detengo acá y recopilo algunas de las características de la “intangibilidad” que he venido refiriendo:  su lejanía de la mano, la secreta filiación con el silencio, su relación con lo sagrado, su potencialidad de generar valor, su invisibilidad, su dimensión imaginaria, su fuerza metafórica, la capacidad de crear atmósfera y su capacidad de desplazamiento… Dicho esto, me pregunto, ¿en qué medida el lenguaje participa de esos rasgos? Y mi respuesta positiva no solo enaltece su importancia, sino que subraya un punto: ese intangible es demasiado importante para la socialización, la creatividad y los procesos de simbolización humana. Aunque, como es fácil de presuponer, lo más complejo seguirá siendo la valoración o ponderación de estos rasgos de intangibilidad. Además, sabemos que la inclusión de las diversas modalidades de patrimonio intangible, es motivo de luchas políticas, culturales y sociales, y por eso merece nuestro interés académico e investigativo y el compromiso personal de ser cuidadores de tal riqueza heredada.

REFERENCIAS

[1] Virgilio, La Eneida, canto VI, Montaner y Simón, Barcelona, 1951, pág. 234.

[2] Medición de activos intangibles, Univalle, 2017.

[3] Traducción de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán, ediciones de La Mirándola. 

[4] Nueva Biblia Española, Cristiandad, Madrid, 1977, pág. 1691.

[5] Roland Barthes, “La música, la voz, la lengua” en Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos y voces, Paidós, Barcelona, 1986. p. 278,

[6] Dos puntos, Igitur, 2008.

[7] Atmósferas, Gustavo Gili 2006.

[8] Mauricio Cabas: Lo intangible del espacio arquitectónico, Corporación Universidad de la Costa, 2021.

[9] https://marvel.fandom.com/wiki/Katherine_Pryde_(Earth-616)

[10] Pág. 61

[11] Fernando Ortiz, Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, Editorial Ayacucho, Caracas, 1978, p., 49

Elementos para una didáctica de la oralidad

18 martes Oct 2022

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Para María Pilar Núñez Delgado

No sobra recordar que un elemento es un principio básico, una parte fundamental o primordial de un campo de saber o una práctica. Perfilemos, entonces, un conjunto de elementos relacionados con la didáctica de la oralidad.

  1. El desarrollo en clase de cualquier género, modalidad o técnica oral supone una secuenciación didáctica que vaya más allá de la improvisación o el activismo sin intencionalidad.

Nada más inefectivo que “hablar por hablar” en clase o darle rienda suelta a la oralidad de los estudiantes sin ningún norte o intención formativa. Si en verdad se desea emplear la oralidad como medio de aprendizaje es sustancial soportarla en una secuencia formativa en la que, por lo menos, se tengan presentes el propósito, el tipo de público, la organización de la información y la puesta en escena, algunas ayudas para la memorización y, por supuesto, los criterios de evaluación de la misma. No sobra advertir que esas secuencias didácticas dependerán del grado o nivel de los estudiantes y deberán ajustarse al contexto en el que se lleven a cabo.

  1. Combinar nuestras exposiciones de aula con diferentes hablas pluripersonales en clase no solo enriquece el aprendizaje, sino que es un potente recurso para que los estudiantes incorporen y contrasten diversos puntos de vista sobre un tema o asunto.

Sin lugar a dudas, la exposición del maestro sigue siendo uno de los recursos más usados en clase y tiene su punto máximo en la cátedra magistral. Tal estrategia es valiosa para la enseñanza de contenidos. No obstante, si en verdad queremos que los estudiantes participen y hagan vivo el aprendizaje, necesitaremos otras hablas plurales como el foro, el simposio, el debate, la mesa redonda, que permitan la confrontación de ideas y un modo colaborativo de apropiar conocimientos o realizar determinadas actividades. Por supuesto, usarlas en clase presupone atender el primer elemento antes expuesto: otorgarles una finalidad, una metodología, una logística y unos ejercicios previos que garanticen tanto su calidad como su intención formativa.

  1. Aumentar o enriquecer la competencia lexical de nuestros estudiantes es una manera de contrarrestar el reduccionismo expresivo y las agobiantes muletillas del habla.

Es apenas obvio que, si no se cuenta con una rica variedad semántica, si es demasiado limitado el número de palabras con las que tratamos de comunicarnos, lo más seguro es que proliferen las repeticiones, los lugares comunes o las expresiones “cliché”. Para subsanar esa pobreza verbal es recomendable enseñar campos semánticos y no palabras sueltas, usar y familiarizar a los estudiantes con los diccionarios razonados de sinónimos e ideas contrarias (aquellos que distinguen y precisan el uso de términos con significados parecidos) y con los diccionarios de ideas afines, conocidos también como ideológicos (esos que usamos no para buscar una definición, sino para encontrar el término preciso que encaje con una idea que deseamos formular). Más que dictarles a los estudiantes vocabularios sueltos o buscar palabras “desconocidas”, lo más indicado es ofrecerles familias de términos, redes de conceptos agrupados desde un tópico.

  1. Proveer de un repertorio variado de conectores lógicos a nuestros estudiantes es buen recurso para facilitarles la cohesión y la coherencia en sus discursos.

Es sabido que los conectores lógicos ayudan a darle flexibilidad a los discursos. Esas “bisagras de palabras” permiten que se articulen las ideas o adquieren fluidez y lógica al exponerse. Los conectores garantizan cohesión y coherencia al habla. No se olvide que los conectores lógicos tienen una variedad de usos, desde aquellos que sirven para recapitular, inferir o subrayar una idea, hasta esos otros que son útiles para ejemplificar, darle continuidad a una exposición o concluir un razonamiento. Si se desea que los estudiantes no tengan discursos episódicos, incoherentes o fragmentados los docentes necesitan enseñar a utilizar, diferenciar y practicar durante un buen tiempo los diferentes tipos de conectores lógicos hasta logren interiorizarse.

  1. Evaluar el conocimiento, desarrollo y puesta en práctica de una modalidad de la oralidad supone contar, previamente, con rejillas o rúbricas de evaluación para tal propósito.

Más que indicaciones generales o recomendaciones vagas sobre las condiciones de calidad de una modalidad o género oral, los docentes deben presentar y explicar los criterios con los que van a ser evaluados tales productos o actividades orales. Aún más: esos criterios tendrían que vaciarse en rejillas o retículas en las que se señalen los descriptores que objetivamente van a ser calificados. Esto hace parte del contrato didáctico de clase y de una armonía entre lo que se enseña y lo que se evalúa; y jamás podrán estar “ocultos” por el profesor o depender de asuntos vaporosos como el gusto o el estado de ánimo del docente en ese momento. Contar con rúbricas de evaluación de una exposición oral, de un debate o de un conversatorio es una particularidad de la evaluación formativa en la, como es sabido, importa más el perfeccionamiento de ciertos aspectos que el veredicto o el juicio inapelable.

  1. De todas las acciones orales que el maestro lleva a su clase, una de las más importantes es la lectura en voz alta y, por eso mismo, hay que ejercitarse en las cuatro habilidades básicas para dar de leer.

Es importante que el maestro lea ante sus alumnos de manera frecuente no solo para mostrar cómo hacerlo, para dar testimonio de buena dicción y entonación, sino para crear hábitos de escucha. La lectura en voz alta no hay que entenderla como impostación de la voz, sino como una vocalización educada o preparada. Cuatro son esas habilidades: la primera, consiste en subir y bajar la entonación, para ganar la atención de los escuchas; la segunda, en acelerar o desacelerar los enunciados de tal manera que provoquen la emoción; la tercera, se centra en el manejo de las pausas y los silencios que incitan la curiosidad; la cuarta, en hacer especiales énfasis sobre determinadas palabras para enfocar el interés del auditorio. Usar de manera variada estas diversas estrategias evita el aburrimiento y la monotonía al igual que estimulan lo afectivo y la imaginación.

  1. Propiciar el aprendizaje de memoria de retahílas, juegos de palabras y, especialmente, de jitanjáforas, contribuye a mostrar la riqueza expresiva de la palabra oral al igual que a descubrir su ritmo subyacente.

Desde las técnicas de la retórica clásica se sabe que una parte fundamental de la oralidad consiste en aprender a retener en la mente, a recordar con fidelidad, lo que se va a verbalizar después. Y uno de los medios más eficaces en el aula para lograrlo es invitar a los estudiantes a memorizar juegos de palabras que además de divertidos son, en sí mismos, una buena escuela de la musicalidad de las palabras. Desde la óptica de la oralidad, las palabras no solo significan, sino que también tienen y producen un ritmo. La memorización de esas cadenas de ritmos, de esas estructuras de sonidos rimados, de esos engarces oracionales, crean a nivel cognitivo unos caminos expresivos por los que luego resultará fácil hacer discurrir nuevos contenidos u otro tipo de géneros expresivos. Por lo demás, si no se ejercita la memorización, si no se han interiorizado estructuras de composición, será poco fluida la improvisación oral y muy limitada la creatividad discursiva.

  1. Trabajar en el aula, de manera frecuente, la oralización de discursos escritos usando la dramatización teatral tanto en forma individual (monólogo) como grupal (diálogo) permite vincular la voz con el cuerpo, el espacio, la paralingüística.

Son muchas las bondades del teatro para una didáctica de la oralidad. No solo en lo que tiene que ver con la puesta en escena del cuerpo, de la expresión de las manos, la mirada y el gesto, sino porque ayuda muchísimo a “interpretar” los discursos, a darles el dramatismo necesario para que sean realmente interperlativos, vívidos y logren contagiar al auditorio el sentido de un mensaje. Ejercitar a los estudiantes en la lectura de monólogos siguiendo las pautas de los autores dramáticos o con las adaptaciones de enunciación hechas por ellos mismos, contribuye a “animar” o tomar conciencia del efecto de la oralización en los oyentes. De igual modo, practicar la dramatización de diálogos es un excelente recurso para mostrar cómo las gamas de la entonación, del énfasis o el uso de las pausas intencionadas, expresan y movilizan emociones y tocan la fibra pasional de las personas.

  1. La analítica de discursos, especialmente en videos, continúa siendo uno de los modos más efectivos para ejemplificar los aciertos y desaciertos de la puesta en escena de la oralidad.

Llevar al aula discursos de oradores considerados de gran impacto social o que son reconocidos por su calidad discursiva, para luego analizarlos según una rejilla de criterios o buscando en la visualización las respuestas a ciertas preguntas dadas por el maestro, es un medio ideal para apreciar en vivo los elementos conceptuales o las habilidades de la oralidad. Se trata de ver a otros con detenimiento para apreciar de qué manera logran su cometido, cómo hacen el exordio, la exposición y el epílogo de su discurso, y cuáles son las marcas de su estilo para comunicarse. Estas visualizaciones sirven de referencia a los estudiantes para después imitarlos o incorporar algunas de sus técnicas. El análisis de discursos, que el maestro deberá seleccionar y mirar varias veces con anterioridad, es otra manera de presentar en el aula consejos y sugerencias de manera indirecta, pero manteniendo como objetivo principal ejemplificar o reforzar los diversos recursos retóricos propios de la oralidad.

  1. La memorización de versos memorables, sentencias y máximas, de aforismos o proverbios resulta fundamental para tener un acervo de sabiduría que le permita después al estudiante darles hondura reflexiva a sus ideas y mantener un vínculo con la tradición del pensamiento.

Invitar a los estudiantes a retener en su mente líneas de versos, estrofas que sintetizan enseñanzas existenciales al igual que aprender de memoria un repertorio de frases célebres, de citas de autores validados por el tiempo; incorporar estos condensados de lecciones de vida, será muy útil cuando el estudiante quiera ilustrar una idea, reforzar un planteamiento o concluir una exposición. Los versos como los aforismos tienen la ventaja de decir mucho con muy pocas palabras, al igual que las sentencias que, por su profundidad, agudeza o ironía, hacen que el auditorio reflexione, sonría o descubra súbitamente una verdad que lo sorprenda. Apropiarse de estos pensamientos concentrados es un medio de retomar las formas propias de la tradición oral y conjugar la voz personal con el coro de voces de la cultura. 

  1. Enseñar y ejercitar a los estudiantes en el uso de figuras retóricas es ofrecerles unos recursos expresivos para darle plasticidad a sus ideas y contar con un repertorio de procedimientos lingüísticos creativos encaminados a emocionar o conmover a su audiencia.

Más que un simple ornato, las figuras retóricas tienen la función de enriquecer la elaboración y puesta en escena de los discursos. El pensamiento figurado ofrece luces para poder establecer un paralelismo, saber precisar un epíteto, usar estratégicamente una elipsis o darle dramatismo a una anáfora. Si no se cuenta con esta reserva de recursos expresivos los estudiantes serán demasiado literales y no podrán usar con intencionada finalidad una concatenación, una enumeración o echar mano de las potencialidades de la metáfora o la metonimia. Es apenas obvio que si, por el contrario, se han ejercitado en elaborar paradojas, hipérboles, antítesis o ironías –para solo mencionar unas cuantas figuras–, tendrán más elementos de composición al hablar y un abanico expresivo con el cual afectar o impresionar a su auditorio.  

  1. Invitar a los estudiantes a llevar y compartir en clase un diario del escucha contribuye a afinar su atención sobre hablas ajenas y a descubrir las particularidades de la oralidad al igual que sus funciones y matices.

La oralidad tiene matices, intensidades y marcas regionales; puede ser susurrante o agresiva; en ocasiones parece un lamento y, en otras, efusiva hasta el delirio. De alguna manera, cada persona tiene unos rasgos particulares de esa oralidad y es otra señal de su identidad. Por eso es tan importante para los estudiantes llevarlos a afinar la escucha, a concentrar su atención para auscultar las variaciones de habla o la conversación. Los diarios del escucha son un recurso para tal propósito: en dichos útiles se irán consignando frases oídas en la calle, en el hogar, entre amigos; se consignarán también registros de los que circulan en los medios masivos de información o mensajes de audio que viajan anónimamente por las redes sociales. Después, al compartir esos registros, al oralizarlos de nuevo en clase, se podrán inferir características, condiciones, reiteraciones y atributos no tan evidentes de los discursos orales. Y, como logro adicional, con esas audiciones se podrá mostrar a los estudiantes que escuchar atentamente es la base o la garantía para que su habla sea oportuna, respetuosa y vinculante.

Los anteriores elementos son apenas una primera docena de principios para los docentes que tienen a su cargo cursos o desean enseñar algún aspecto o género de la oralidad. Pero, además, desean poner en alto relieve la necesidad de asumir con más determinación el trabajar en el aula sobre esta modalidad expresiva. Los limitados discursos que proliferan en diferentes escenarios sociales, la atronadora avalancha de palabras agresivas y soeces, el lenguaje monótono del fanatismo sectario, la poca innovación en las expresiones de la vida íntima, todo ello, nos subraya la importancia de que la oralidad sea un propósito de las instituciones educativas de todos los niveles. Porque no se crea que en la educación superior este es un asunto ya superado; más bien es una debilidad evidente: el desarrollo de las competencias comunicativas de la oralidad es una falencia en la mayoría de las profesiones. 

La tertulia y sus beneficios al campo educativo

19 lunes Sep 2022

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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La tertulia del café “El Automático”, al centro el poeta León de Greiff; Bogotá, finales de los años 50.

La tertulia, con el significado de “reunión de personas que se juntan habitualmente para conversar”, tuvo su origen en el teatro. O si seguimos de cerca al filólogo Joan Corominas y al escritor cubano José María de Cárdenas y Rodríguez, nacen en el corredor más alto de los teatros en los que “eclesiásticos amantes de este espectáculo” se dedicaban en los entreactos a discutir sobre los pormenores de las obras de un autor muy popular entre los religiosos españoles del siglo XVII, Tertuliano. Estar en la tertulia, entonces, no solo era el mejor lugar para ver el espectáculo, sino un sitio apartado en donde se discutían asuntos polémicos o de gran interés para un grupo particular de personas.

Con el tiempo este término teatral pasó a referirse a otros lugares en los que se discutía o conversaba sobre temas de la cotidianidad nacional o sobre cuestiones especiales que convocaban a determinados individuos. Las tertulias, que se prolongaban por horas, eran acompañadas de café o de vino, se hacían en lugares reservados a los que asistían artistas, literatos, poetas, intelectuales o personas que disfrutaban de la conversación, y alcanzaron tal renombre que muchas de ellas son recordadas por el promotor o gestor de las mismas, por el lugar donde se reunían o por el apelativo del “círculo”, del “grupo” o de la “tertulia literaria”, de la cual se hiciera parte o se compartiera y divulgara un puñado de ideas que allí se discutían.

Y si bien en nuestros tiempos no tienen la misma fuerza o la misma avidez de asistir a ellas, lo cierto es que continúan siendo un espacio para compartir puntos de vista alrededor de una temática, fortalecer los lazos de la fraternidad o darle oportunidad a la oralidad para que despliegue sus ocurrencias y agudezas, su acervo testimonial hecho de experiencia y emotividad narrativa. Además, en una perspectiva educativa, las tertulias son un excelente recurso formativo para despertar el interés por un género artístico, un tipo de obra, una corriente de pensamiento, o contagiar el gusto por un autor, una disciplina o una parcela del saber. A este tipo de tertulias es que deseo referirme en los párrafos siguientes.

En la base de este último tipo de tertulia se esconde un gusto por “tomar parte” que rebasa la obligación académica o el formalismo de los planes de estudio. El verbo que dinamiza a la tertulia es el de “participar”, con profundas semejanzas con aquellas otras acciones de ser “invitado” a una cena o a una fiesta. Más que extensos y rígidos protocolos, la tertulia exige esencialmente la voluntad y el deseo de querer asistir, de “hacer parte” de ese evento. Desde luego habrá unos mínimos puntos de referencia (una película, un libro, un tema, un problema) y un lugar y una hora para congregarse. Pero no habrá calificaciones o pruebas de suficiencia. La tertulia, cuando se la usa en el espacio escolar, está por fuera de las lógicas de una demanda evaluativa. Así que, si un maestro quiere impulsarla en sus clases, tendrá que “crear otro espacio” diferente al habitual y cambiar el rol de expositor frente a una mayoría silenciosa. A lo mejor, el educador necesitará el apoyo de un lugar en la biblioteca o en algún salón especial para “disponer ese espacio” que facilite la conversación y para que aflore la palabra sin el miedo de decir lo correcto o la obligación de tener que responder a interrogantes previamente establecidos. Insisto en este punto: lo básico de una tertulia está en la motivación, en la animación que haga el docente a los posibles participantes, a sabiendas de que algunos de ellos podrán no sentirse lo suficientemente incentivados o, dependiendo de la dinámica que allí se produzca, podrán sentirse desalentados o estimulados en sumo grado.

Como es apenas lógico, en una tertulia se habla, se conversa constantemente. Ese es el lubricante de este espacio fraterno. De allí que sea muy importante para los contertulios aprender a dar y hacer correr su discurso. Tan valiosos son los aportes de una persona como los silencios para la escucha de otro contertulio. Por eso mismo, y este es otro elemento consustancial para una buena tertulia, caben dos movimientos de participación: o estar informado de antemano de lo que allí se va a discutir y preparar algo o llevar un aporte para comentarlo en ese espacio; o, estar lo suficientemente atento a las intervenciones de los contertulios para retomar un aspecto o matiz de lo dicho y seguirlo desarrollando o bifurcando en el árbol frondoso del diálogo. Aunque es posible, pero no es tan bueno para el desenvolvimiento de la tertulia, quedarse en silencio observando y escuchando cómo va y viene la palabra, cómo construye ideas colectivas o cómo desmorona planteamientos aparentemente consolidados. Lo que si no parece conveniente ni oportuno es llegar a la tertulia sin ni siquiera tener unas claves de acceso para la discusión o “hablar por hablar”, desconociendo y subvalorando la importancia de la reunión o el genuino interés que imanta a los participantes.

Cabría decir algo sobre el resultado final de hacer una tertulia. ¿Cuál es el objetivo medular de disponer o participar de tal espacio?  Podríamos echar mano de lo que opinaba Jorge Luis Borges sobre el diálogo, para afirmar que la tertulia es una forma de investigación colectiva y, por lo mismo, “no importa que la verdad salga de uno o de la boca del otro”, lo importante es lo que acaece durante la sesión de tal encuentro. No hay verdades previas o personas investidas de poder para dictaminar en la tertulia la palabra final, la palabra incuestionable. Más bien es un acto colaborativo de desentrañar los intersticios de un tema, de asediar a varias manos un asunto o problema para con esa variedad de opiniones o de juicios lograr ver su complejidad, su hondura, su infinidad de vericuetos. Los contertulios aportan intuiciones, ofrecen pistas, recalcan en aspectos, se fijan en detalles, tejen relaciones, muestran su asombro, sacan conclusiones, y con todo ello –en medio de la cordialidad y la camaradería– se va tratando de construir la figura del rompecabezas que muy al final muestra lo que era imposible de ver con las piezas desparramadas sobre la mesa. La finalidad de hacer una tertulia depende de cómo acaezcan las intervenciones, de qué tanto se le sigue el hilo a un indicio, de cómo se fragua al calor de los intereses particulares la estructura de una verdad, los entrepisos de un saber o la llave para resolver un enigma. 

He hablado de despertar el deseo por estar en la tertulia. Me refiero a una dimensión diferente a la del deber o la norma heterónoma. Quizá en este aspecto las instituciones educativas necesitan disponer espacios alternos o franjas abiertas, electivas, en las que sea posible “ir por el mero gusto”, sin que eso afecte promedios o merme desempeños académicos. Digo esto, porque se ha querido curricularizar todos los tiempos, todos los espacios, en un afán de controlar la vida cotidiana de los estudiantes. Hace falta, como lo planteó el psicoanalista italiano Massimo Recalcati, devolverle a la escuela una “erótica” que conduzca a despertar en los niños y los muchachos el deseo por estar allí, por aprender libremente, por compartir experiencias de vida, por tener lugares donde confesar sus descubrimientos o sus apremiantes preguntas. Hacen falta más espacios de conversación en los escenarios educativos. Y la tertulia puede ser una manera de que los maestros y directivos docentes vayan abriendo un lugar a estas hablas, a este otro modo de saber colaborativo. Pero, además, será también una oportunidad para mermar la frecuencia del discurso autoritario y empezar a escuchar, como contertulios atentos, las opiniones de los que pretendemos formar en nuestras aulas.

De otra parte, la tertulia es una excelente estrategia para trabajar con personas adultas, tanto con fines de cualificación de una práctica o un oficio, como para socializar experiencias profesionales. Es obvio que los adultos cuentan con un caudal de relatos, de testimonios sobre los alcances o limitaciones de una actividad, una técnica o cierta forma de proceder. Invitarlos a participar de una tertulia, convocarlos a “contar sus vivencias profesionales” es un modo de que en la educación superior se empiece a aquilatar la transmisión de conocimientos –centrada en los profesores– con la sabiduría proveniente del contacto con la práctica, con las adaptaciones a los diversos contextos, con las variadas peripecias que sufren las teorías cuando encarnan en el carácter particular de una persona. Sería también un modo de vincular a los egresados y un buen recurso para validar qué tanto los perfiles de egreso realmente cumplen su cometido o tienen un impacto en la sociedad. Más que ofrecerles clases formales, lo que debería hacerse es disponer espacios de encuentro, tertulias, entre las nuevas generaciones de aprendices y los veteranos que vienen a compartirles sus vivencias, sus consejos derivados de estar expuestos largo tiempo a las contingencias de la realidad.

Lo mismo puede afirmarse de la larga tradición que hay en el mundo universitario sobre los seminarios y las tertulias como medio de formación para los docentes. Primero, porque es a través de la conversación entre pares como mejor se comparten aciertos y desaciertos pedagógicos y didácticos y, segundo, porque al estar en ese “rito de conversación colectiva” se afianzan las subjetividades, se fortalece la confianza y se consolida el trabajo en equipo. No es posible que en la educación superior se haya dejado de conversar entre colegas sobre los temas consustanciales de su oficio, y solo se hagan reuniones para llenar un formato, cumplir una norma o hablar del trabajo administrativo. Estar habitualmente dialogando con los compañeros de trabajo no es “perder el tiempo”; por el contrario, es el modo como se construyen propuestas académicas serias, se crean escuelas de pensamiento, se avanza en la innovación o la renovación de propuestas formativas. Habituarse a exponerle a otros sin temores lo que se hace, recoger los comentarios y sugerencias de los pares, mostrar las dudas y las preocupaciones con el fin de resolver colectivamente un problema, son asuntos que bien pueden hacerse en una tertulia y que, si hay el suficiente respeto y la verdadera confianza, ofrecen más beneficios que cursos o capacitaciones concebidas desde el control homogeneizador y la lógica burocrática.

Refuerzo lo dicho: fomentar más las tertulias en espacios educativos, invitar a participar de ellas a los estudiantes con el fin de escucharlos y aprender de sus puntos de vista, ofrecer maneras alternas de aprendizaje colaborativo, son un medio de potenciar la formación en la oralidad, la convivencia y el pensamiento argumentativo. De igual manera, permitirse el tiempo para sentarse a conversar con amigos o colegas docentes, afinar la capacidad de escucha, disponer el espíritu para lo que nos cuentan los demás, permitirse el goce en lugar de la estresante obligación, son asuntos que deberían reflexionar más todos los que están agobiados y atiborrados de dar clases. Digámoslo fuerte, tanto para discentes como para maestros: al participar en una tertulia ejercitamos la palabra oral, la palabra que está cercana a nuestras emociones y a nuestro cuerpo, la que está impregnada del mundo vivido, la que nos sirve para establecer o fortalecer los vínculos humanos; y, a la vez, al estar en tertulia confirmamos que el saber se construye socialmente, que la sabiduría se dice a muchas voces, y que es bueno contar con otros espacios de goce y alegría por aprender mediante los cuales hagamos contrapeso a las rutinas laborales que demuelen el espíritu y fracturan la iniciativa personal.

Porque, en últimas, lo que posibilita la tertulia, la conversación, es restituirnos el rito fundante de lo que somos como seres sociales: ese ritual de estar juntos alrededor de una fogata oyendo historias y disfrutando con enorme placer el estar con otros que consideramos parte de nuestra “gran familia” o con los cuales tenemos una relación, un vínculo que va más allá de los lazos de la sangre.

El valor formativo de los Diccionarios autobiográficos

11 domingo Sep 2022

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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«El Alma del Ebro», escultura de Jaume Plensa.

He dedicado otros textos a profundizar en el valor formativo de realizar una autobiografía, al igual que en diversas estrategias para llevarla a cabo. Hoy quisiera centrarme en el recurso del Diccionario autobiográfico, del cual he mostrado en este blog varios ejemplos.

Iniciaré resaltando una bondad psicológica de esta escritura del yo. Me refiero a la importancia que tiene para una persona encontrar un grupo de palabras, un vocabulario, que lo defina o de sentido a su identidad. Porque hay términos que sólo tienen significado para nosotros; que escapan a las atribuciones dadas por el común de las personas o que no figuran en las acepciones consignadas en los diccionarios. Lo que está en la base del elaborar un Diccionario autobiográfico es acopiar esos términos que hacen las veces de “señas de identidad”, de “marcas de singularidad”, de claves semánticas para lograr distinguirnos.

Es ahí donde radica su fuerza y, al mismo tiempo, su potencial formativo. Seguramente a lo largo de nuestra trayectoria vital hemos ido oyendo esas “voces”, han estado presentes en la crianza, nos han seguido haciendo resonancias en nuestro corazón. Muchas son legados lingüísticos de nuestros mayores, de nuestros mentores más queridos; otras, han desfilado sus nombres en los objetos que pueblan la vida cotidiana o que proclaman sus marcas en los medios de comunicación; y unas más, han sido “atribuciones íntimas” o “nominaciones mágicas” que fuimos poniendo a las posesiones que consideramos sagradas o a esos bienes conquistados con demasiado esfuerzo. Recopilar esas palabras, ponerlas en la perspectiva de un diccionario, es darle forma a nuestra existencia, pero usando la materia prima del lenguaje.

Es apenas obvio que para lograr este objetivo necesitaremos recordar. Habrá que echar mano de los objetos, las fotografías, los papeles que guardamos; y también, escarbar en las diversas zonas de nuestro pasado: el lugar donde nacimos, las personas ya idas del nicho familiar, los maestros o maestras que nos abrieron otros horizontes, los trabajos que nos fueron tallando el carácter o las manos. Todo eso ayudará a convocar la aparición de “esas palabras nuestras”, de ese abecedario hecho a la medida de nuestra historia. No sobrará rememorar, por lo mismo, las manías que nos caracterizan, los gustos etiquetados por nuestros sentidos, los temores que nos dicen desde cierto silencio, las pasiones intelectuales a las que dedicamos gran cantidad de tiempo. Sin esta labor de revivificación no hallaremos ese grupo de expresiones en las que podamos genuinamente reconocernos.

Y por eso también es importante emplear el recurso de tomar como inicial de cada palabra del Diccionario autobiográfico todas las letras del abecedario. Este es un ejercicio poderoso para obligar al recuerdo a sondear espacios, personas, objetos, exclamaciones, documentos que, en una primera reminiscencia de nuestra vida, quedarían sepultados por los vocablos de los años más inmediatos o por los lugares comunes de lo primero que salta a nuestra mente. Si uno asume la tarea de recopilar su vida usando todas las letras del alfabeto se obliga a excavar en diversos escenarios de su ser, a observar con atención las ramificaciones de su existencia.

Después de hallar y completar las palabras que conformarán el Diccionario lo que sigue es la definición de tales términos. Para tal propósito se procederá a explicar o aclarar cada vocablo o a describirlo con la mayor claridad posible. Se trata de precisar o contextualizar de la mejor manera el término en cuestión, buscando siempre que el lector quede lo mejor informado o que entienda el sentido que le damos a cada palabra. No sobra decir aquí, que la redacción de las definiciones es lo que le otorga al Diccionario autobiográfico su singularidad, su distintivo personal. Puede suceder que dos personas hayan elegido palabras semejantes; pero en la definición de las mismas se verán las diferencias, los matices, los rasgos de originalidad.

De otra parte, hay que prestar especial atención a no usar palabras tan genéricas que diluyan o constriñan la salida de los términos más particulares, de esos vocablos que dan la “especificidad” al Diccionario. No es lo mismo incluir la palabra “perro” dentro de nuestro listado, que elegir el nombre de “Talismán”, para referirse a ese can que nos acompañó durante la infancia. Lo mismo vale para la palabra “finca”, cuando sería mucho mejor emplear el nombre de ese lugar, o el apelativo que la familia le daba a tal parcela campesina. Cuentan los “apodos”, los “apelativos cariñosos”, las formas cifradas de un vínculo; como también las onomatopeyas que troquelaron nuestra memoria auditiva, los juegos de lenguaje de los que fuimos protagonistas, las expresiones reiterativas que acompañaron nuestra crianza. Entre menos apelemos a generalizaciones y más nos enfoquemos en términos distintivos mayor será la originalidad de nuestro abecé personal.

A veces es bueno acompañar el Diccionario autobiográfico de imágenes o archivos de audio que amplíen o muestren aspectos relevantes de cada término. Ilustrar las palabras contribuye a enriquecer la definición de los vocablos seleccionados. Cuando así se procede, los autores de los diccionarios se convierten en arqueólogos de su propia vida, en archivistas de su historia. Tal pesquisa documental tiene un beneficio adicional: a veces al hallar una carta, una revista, un carné, esos objetos llevan a que emerjan otras palabras que dábamos por perdidas o que parecían no hacer parte de nuestra investigación. Igual acontece con la música o con las fotografías guardadas por largo tiempo: escuchar esas melodías de nuevo o mirar antiguos álbumes, despierta su “aura significativa”, hacen audibles o visibles nombres inadvertidos o presencias que, al ser recuperadas por el oído o la vista, cobran su justa valía. Basta encontrarse de súbito con una vieja libreta de calificaciones para que se desparramen en nuestra memoria rostros, paisajes, juegos, calles y aventuras en una algarabía de voces entrecortadas.

Resulta útil cuando se está elaborando el Diccionario emplear fichas para cada palabra que vayamos encontrando; así como hacía María Moliner, la autora del indispensable Diccionario de uso del español. Recomiendo este modo de redactar cada término porque la memoria procede como quitando capas de barniz, como destejiendo hilos en el tejido del tiempo. Nos acordamos de algo en un instante y, horas o días después, asoma la forma de otra remembranza tan valiosa como la primera. Ni de todo nos acordamos a la vez, ni tenemos completas las definiciones de un fogonazo mnémico. Lo aconsejable es ir sumando significados o sentidos de la definición de cada palabra. Más tarde podrán ajustarse tales observaciones en un párrafo fluido, coherente y limpio de ripios o muletillas innecesarias.

Los diccionarios autobiográficos son de gran ayuda, decíamos, para hacer memoria de nuestra vida. También son útiles en los procesos educativos, especialmente para que los estudiantes muestren y compartan su vocabulario significativo; para que esos “otros lenguajes” también hagan parte de la clase. Pero, a la vez, son de gran ayuda para los maestros como medio de conocer a sus estudiantes; como recurso comunicativo para hallar “comodines verbales” mediante los cuales sea posible establecer o afianzar un vínculo personalizado. Por supuesto, al elaborar el diccionario autobiográfico los estudiantes tendrán un medio expresivo para explorar en sí mismos, para acabar de conocerse; y los maestros, al leerlos o asistir a su exposición en clase, hallarán mapas particularizados de su grupo, con topónimos claves de referencia individual, para establecer una atinada relación pedagógica y cumplir su principal objetivo de saber cuidar a otros.

Votar con sensatez

17 viernes Jun 2022

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Ilustración de Ángel Boligán.

Participar en los procesos electorales –con sus imperfecciones y limitaciones– es uno los derechos más importantes de los ciudadanos en cualquier democracia. Abstenerse es contribuir a que los pocos decidan por los muchos y a aislarse del diseño colectivo del futuro de un país. Pero ese derecho que resulta tan evidente y necesario en una contienda política, está siendo hoy, particularmente en Colombia, desdibujado por las astucias de la propaganda política y una pereza de las mayorías para entender su significado y sus alcances.

He notado, por ejemplo, que colegas y vecinos han decidido votar movidos más por la inmediatez de un corto mensaje en una red social o en un rumor infundado que por un sano análisis de la propuesta programática de un candidato. Los he escuchado decir cosas que a todas luces desconocen la estructura del Estado o el mínimo proceso de la administración pública. Se arman de mensajes incendiarios, provocadores y altamente efectistas que no permiten la discusión serena y analítica. Hay demasiado sectarismo en las consignas que pregonan y un fanatismo que me recuerda mucho al de las “barras bravas”. Pierden la proporción de lo que hablan y los alcances reales de lo que dicen. Su verbo maldiciente corresponde al fogonazo del último video, a las “noticias tendenciosas” que incendian la opinión pública.

Los medios masivos de información poco contribuyen al buen juicio y al ejercicio democrático de votar. Aunque dicen que eso es lo que se proponen, lo cierto es que contribuyen en grado sumo a la confusión del elector; mezclan peligrosamente informar con opinar y se escudan en la presunta libertad de prensa para ser jueces de aquellos candidatos que no les simpatizan. Censuran las fallas éticas en los políticos de turno, pero poco las ven en su modo de enfocar la noticia, titularla, o convertirla en “tendencia”. Por supuesto, estos comunicadores –conscientes o no–, sirven a los intereses particulares de conglomerados económicos que sí les importa el triunfo o la derrota de un candidato específico.  Es una lástima que por su afán de subir el “rating” hayan convertido el ejercicio informativo en un “reality show”, en un espectáculo agonista, en el que se diluye su función social de “buscar la objetividad y la verdad” y vigilar el buen funcionamiento de la democracia. 

No creo que tenga ninguna madurez política el “votar contra alguien”, invalidando con ello el propio partido al que se pertenece. Tampoco considero de un buen juicio democrático decir que se “vota por el menos peor”, a sabiendas de que se tiene la opción del voto en blanco. Si ninguna de las propuestas convence del todo (si es que se han estudiado a fondo para mirar sus programas y ver los matices de sus diferencias) por qué tomar la vía del descarte o dejarse llevar por la turba que obnubila nuestra libertad. Entiendo el juego de las alianzas y la rapiña de los puestos en un futuro gobierno de los políticos de oficio, pero no comprendo cómo los ciudadanos se dejan manipular por ellos. A pesar de que las creencias o las actitudes de un candidato no satisfagan totalmente nuestras expectativas, al votar lo que hacemos es refrendar una apuesta por él, confiar en su palabra, simpatizar con buena parte de sus iniciativas. “Votar a favor” de alguien es el comportamiento elemental de una persona que valora y le da importancia a su voto. Y porque así lo entendemos es que, pasado el momento de la elección, los ciudadanos debemos ejercer ese otro derecho del control político, de solicitar si es el caso la dimisión al elegido o quitarle el respaldo al partido que él representa.

El riesgo de votar azuzados por la emoción del momento, por la “calentura” del chisme del día es que descuidamos lo que tal acto participativo representa. Elegir a un presidente es prefigurar qué tipo de futuro nos interesa apoyar. Se trata de una decisión de largo aliento, y eso exige de los ciudadanos cabeza fría, mirada a contextos más amplios, discernimiento orientado más allá de las pasiones personales. Al votar por tal o cual candidato estamos creando las condiciones o los obstáculos para que cada ciudadano tenga las mejores opciones de desarrollarse personal o profesionalmente, para que sus hijos accedan a determinadas oportunidades, para que la sociedad solucione en gran medida los problemas que más le agobian. Aunque se vota de manera individual, lo cierto es que los efectos de ese voto afectan a todos. Por eso hay que pensarlo bien, analizarlo desde diversos puntos de vista, conversarlo en familia atendiendo a los mejores argumentos, revisar nuestra opción sin odios para seleccionar el perfil intelectual y moral con las capacidades más idóneas exigidas para el cargo en disputa.

Tal manera de votar, de banalizar el voto, es la que nos ha conducido a añorar siempre al mesías autoritario que debe resolverlo todo de un manotazo, al caudillo que nos evite hacernos responsables de nuestras decisiones. Y ojalá que sea pendenciero y lenguaraz para que enardezca la tribuna o que desconozca las reglas establecidas para legitimar nuestros comportamientos indebidos. Dilapidamos nuestros votos en esos políticos porque, en el fondo, queremos evitar nuestro compromiso de construir una sociedad más justa, más incluyente, con oportunidades para la mayoría. Esa es una cara de la moneda. La otra consecuencia es que, al votar así, al “votar por un ídolo inflado por los medios y la propaganda”, es previsible la decepción en el corto plazo porque, como es de suponerse, el futuro presidente no cumplirá sus promesas. Entonces, viene como reacción el arrepentimiento y una “quejadera” cotidiana de ese político que, precisamente, fue elegido con los mismos votos de los que ahora lo repudian. Quizá ese sea el destino de ciertas democracias jóvenes o de países que mantienen aún un modo feudal de concebir las relaciones sociales. Aunque me aferro más a la idea de que es la consecuencia de una educación cívica muy débil y de una frágil formación ciudadana a la que, por eso mismo, deberíamos prestarle mayor atención en todos los niveles.

Y si a esto le sumamos el impacto y el culto al ego de las redes sociales, además de la envenenada circulación de las falsas noticias, pues más fácil será votar como si se estuviera eligiendo una marca de gaseosa o poniendo un “me gusta” en cualquier plataforma digital. Pero no es así de simple ni tiene las mismas consecuencias. El dirigente de una nación, el líder emblemático de un país, no es igual a un producto de consumo masivo. Es una persona que, como impulsor de proyectos de largo alcance, debe poseer algunas cualidades intelectuales y morales que sean ejemplo para sus conciudadanos, que tenga un conocimiento amplio de los problemas del territorio que desea gobernar, que posea sensibilidad social para atender no solo a los más poderosos, y unas altas capacidades de liderazgo para saber motivar a su equipo y lograr hacer realidad los sueños que promulgó durante su campaña. De allí que no se trata de elegir “al menos malo” o al que tiene la menor preparación. Un presidente es un estadista (respetuoso de las instituciones), alguien que necesita conocer bien la dinámica de gobernar, competente en las relaciones internacionales, hábil en el manejo conflictos y dispuesto a establecer alianzas para resolverlos, y para eso se requiere experiencia, dominio de sí, habilidad en la toma de decisiones y una disposición de servicio a los demás que interprete sus necesidades y sus más hondos reclamos. Todo ello es lo que hace difícil elegir a un candidato y, al mismo tiempo, lo que convierte al voto es un acto democrático tan importante.

Sé que no se puede obligar a alguien a votar por determinada persona. Eso hace parte del fuero inalienable de cada ciudadano. Pero, observando lo que estamos viviendo en esta campaña presidencial, harto de la interferencia de los medios masivos de información, asombrado del poco o nulo juicio de muchas personas frente a una toma de decisiones tan significativa para este país, me parece que por lo menos debemos “hacer un alto”, apelar a la sensatez, ponerle freno a la contienda emocional y tomarnos en serio, concienzudamente, el acto de marcar un tarjetón y depositarlo en una urna. De esta manera dejaremos de ser espectadores apasionados de unos comicios y nos convertiremos en protagonistas inteligentes de la suerte de nuestro futuro.

Ufanarse de la ignorancia

11 sábado Jun 2022

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Ilustración de Alfredo Martirena.

Está de moda presumir de ignorante. Tanto políticos como influenciadores sociales, hacen gala de sus flagrantes vacíos de conocimiento o, lo más grave, banalizan a quien osan corregirlos. Y si sus “errores” los llevan a una situación comprometida, salen del impasse con alguna broma de mal gusto o le dan a su comportamiento el trato de un desliz sin importancia.

Ahí vemos a la ignorancia desfilar por todas partes con altanería: opina de cualquier cosa sin ningún fundamento, difunde sus mentiras que solo los tontos o cándidos toman como verdades, saca provecho de los miedos de la gente, evita la confrontación de sus afirmaciones a toda costa, usa generalidades que repite hasta la saciedad. Si se siente acorralada saca las garras de la ofensa, manotea, amenaza, humilla y se ensaña con el opositor. En algunos casos, para pasar por alguien ilustrada, compra o adultera títulos académicos, llena de volúmenes sin abrir su biblioteca, dice conocer a personas famosas o utiliza algún dato estadístico para simular que ha estudiado a fondo determinada realidad.

Es posible que esta forma de comportarse o de entender la relación con el saber responda a una particularidad de esta época leve, rápida, que no le gusta meditar o tomarse el tiempo para entender a fondo las cosas o los problemas. También es posible que tal desprecio por el conocimiento esté asociado a una inversión de la escala de valores en la que lo más importante es tener y aparentar que ser y convivir. O quizás, sea el resultado de las secuelas del mundo del narcotráfico que, como bien se sabe, nivela por lo bajo a las personas esgrimiendo la consigna de que lo más importante es adquirir dinero como sea, sin prestar mucha atención a los medios empleados. Y hasta cabe otra explicación: el menosprecio al trabajo denodado, a las labores que requieren esfuerzo y disciplina, engatusados por el éxito fácil y cierta creencia generalizada de que todo vale lo mismo.

Ese pregón por la ignorancia toca también a las nuevas generaciones que con tal desfachatez dicen cualquier cosa cuando se los interroga, apenas leen los textos que se les comparten y han vuelto una rutina el copiar y pegar para resolver sus tareas. La información importante, según ellos, es la que logra ser tendencia en las redes sociales, se exhibe en los chismes de la farándula o toca el mundo de las figuras deportivas. Lo demás parece perderse en una nebulosa que lleva a una limitada forma para comunicarse y a un ansia por las novedades que ofrece la sociedad de consumo. Ardua tarea es hoy para los maestros y maestras incentivar y mostrar a sus estudiantes la importancia del conocimiento, la fuerza de las ideas, el patrimonio recogido en un legado cultural.

Y ni qué decir de todos aquellos intelectuales que por esta ramplonería y simplismo de la ignorancia altanera han pasado a ser mirados como seres extraños, en lugar de servir de referentes para el buen juicio o la toma de decisiones. Los políticos los señalan por ser críticos, los empresarios los acusan de no responder a la lógica de sus negocios, los comerciantes dicen no entenderlos y la gran masa los acepta como personas “bien particulares”. Hay una corriente, remachada por los medios masivos de información, que pretende minimizar su participación en temas sensibles para una sociedad porque no son “claros” o no saben cómo aumentar las audiencias. Es más, si no se ponen a tono con un lenguaje agresivo, estereotipado y soez, poco o nada contribuyen a exacerbar las pasiones irracionales de las masas.

Que todos tengamos zonas de ignorancia es inevitable; pero ufanarnos de ellas con fatuidad y mucha pedantería, resulta realmente reprochable. Y más aún en personas que dicen ser líderes o cabezas visibles de un grupo amplio de individuos. El acceso a la ciencia, la lucha por romper o contrarrestar el fanatismo movido únicamente por creencias infundadas, la conquista de pensar por cuenta propia, la ganancia de pluralidad de visiones para observar la realidad, todo ello ha significado el esfuerzo de muchas generaciones. La escuela existe porque reconoce ese legado y por eso dedica tiempo y formadores entusiastas –muchas veces en contravía de las familias– a recoger esa tradición, a leerla en sus textos, a aprenderla y conservarla como un tesoro, a convertirla en un escenario de gran altura para avizorar el porvenir. Por eso, darle al estudio el lugar que se merece, otorgarle a la inteligencia su justo rol en una sociedad, preferir el buen juico de la razón sobre la necia y tosca fuerza, supone denunciar a los que denigran del conocimiento, de la cultura en todas sus manifestaciones. E implica, además, defender el papel formativo de la educación, subrayar la clarificadora función de la investigación, insistir en los acuerdos razonados para convivir pacíficamente, confirmar la búsqueda de la luz de la sabiduría para no quedarnos confundidos y a tientas entre las tinieblas de la necedad.

Demasiadas lecciones tenemos en la historia sobre la actuación del ignorante con poder, del inculto adinerado. Arrasar, quemar, destruir, son acciones que van bien con su manera de entender el mundo y las personas. No debe resultar extraño, por lo mismo, que en un ambiente donde la ignorancia exhibe sus galas sin escrúpulos, se lea muy poco, se debata menos, se estigmatice al diferente o se tenga a la cultura como una invitada que entra por la puerta de atrás. Basten dos imágenes para representar este modo de desprecio hacia el saber: la de los bárbaros destruyendo la biblioteca de Alejandría y la noche de la quema de libros hecha por los nazis. En ambas situaciones lo que se exhibe como presea es que el conocimiento acumulado nada importa, que el sectarismo se impone al buen juicio, que las cenizas y la algarabía pesan más que las obras de la inteligencia.

Por eso hay que estar atentos, porque detrás de la ignorancia rampante y belicosa —aunada a la ostentosa riqueza— se esconden otras intenciones que terminan socavando o poniendo en peligro las grandes conquistas sociales e inmateriales de la humanidad. 

Otras características de un maestro de calidad

19 martes Abr 2022

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Comparto una tesis adicional a mis reflexiones de la semana pasada: un maestro de calidad posee una perspectiva pedagógica y, a la vez, un repertorio de estrategias didácticas. Esta perspectiva es la que le permite diferenciar su oficio de otras profesiones que también se ocupan de la formación humana y, tal repertorio, es lo que le da suficiencia en su quehacer de enseñar para alcanzar óptimos resultados en el aprendizaje de sus estudiantes. Sin lo primero todas sus acciones andarían sin un marco de referencia anclado en los desarrollos de las ciencias sociales y, sin lo segundo, carecería de modelos, protocolos y maneras de actuación diferenciadas. La perspectiva pedagógica le da sustrato epistemológico; la didáctica, le ofrece recursos especiales para realizar su práctica con tino y eficacia.

Una vez más, enumero un grupo de rasgos que tendría un maestro de calidad, derivados de esta nueva tesis.

Primera: cuenta con un buen conocimiento de las corrientes pedagógicas y puede diferenciar en ellas su concepción antropológica, su modo de entender el conocimiento, al igual que su postura en relación con el proceso de enseñanza aprendizaje. Gracias a este saber especializado el docente logra ubicar una acción de aula con una corriente pedagógica específica, lo mismo que evaluar su alcance o sus limitaciones para determinados contextos. Los maestros de calidad, en esta vía, logran dialogar o poner su discurso en sintonía con determinadas escuelas de pensamiento y con disciplinas afines a su objeto de interés. Porque conoce las posturas pedagógicas clásicas y está familiarizado con las más contemporáneas es que el maestro logra identificar los modelos pedagógicos que las encarnan y es competente para elegir el mejor de ellos según la necesidad de sus aprendices. Este conocimiento pedagógico lleva a entender la profesión como algo más que la simple vocación o el mero dominio de una labor instrumental.

Segunda: reconoce y diferencia los aportes de los pedagogos más significativos en la historia de la educación y su contribución a un modo particular de concebir la enseñanza. Un maestro entregado y convencido de su labor conoce a los autores y sus obras más representativas, pero no como una información de erudito, sino más bien para lograr entender el aporte intelectual que cada una de estas personas ha hecho a la profesión docente. Tal rasgo de calidad convierte a los maestros en estudiosos de las obras clásicas de la pedagogía, en analistas críticos de los textos fundacionales de su quehacer. Contar con ese repertorio experiencial de pedagogos y el estudio a fondo de sus textos capitales le da al educador una base sólida en lo que hace para no caer en modas pedagógicas pasajeras o en innovaciones que pretenden desconocer la línea de pensamiento de un campo de saber o de una disciplina en permanente evolución; además, le sirve de ayuda para sortear el activismo sin norte o contrarrestar la improvisación frecuente que fácilmente raya con la irresponsabilidad. Los maestros de calidad utilizan la historia no como una sumatoria de cronologías, sino más en la línea de Paul Veyne: como un conjunto de acontecimientos y documentos relacionados con el campo educativo.

Tercera: tiene bases sólidas en procesos de pensamiento como son los de la motivación, la memorización, la inteligencia, la creatividad y, muy especialmente, el aprendizaje. Un maestro de calidad conoce, estudia y se interesa por la psicología educativa y, de manera profunda, en los procesos cognitivos que intervienen en el enseñar y el aprender. Por ende, reconoce los estilos de aprendizaje de sus estudiantes, construye ambientes y situaciones favorables para conseguir sus metas y fomenta no solo el autoaprendizaje, sino el aprendizaje colaborativo en sus clases. De igual forma, tiene bases sólidas sobre cómo atender a sus estudiantes según la etapa de desarrollo en que se encuentran, al igual que el modo de motivarlos antes, durante y después de sus clases. Y otro aspecto fundamental: sabe cómo fomentar hábitos en sus aprendices y tiene criterios de juicio para contribuir a su desarrollo personal y emocional. Los maestros de calidad se interesan por el estudio de la cognición y la metacognición, de las neurociencias y buena parte de los temas asociados a la adquisición del lenguaje, sobre todo aquellos dedicados a la lectura y la escritura.

Cuarta: posee dominio en el manejo de audiencias al igual que amplias habilidades en dinámicas de grupos. Un maestro de calidad reconoce en cada clase el tipo de público que tiene al frente y las estrategias para organizarlo, regularlo o llamar su atención. Tiene en su haber un abanico de recursos y técnicas para dinamizar tales audiencias, bien sea para propiciar el encuentro, favorecer las relaciones, incentivar la participación o para facilitar el aprendizaje grupal. El maestro de calidad es sensible a los matices que sufren los equipos de trabajo, a los roles que allí se desempeñan y está muy atento para descubrir y potenciar las diferentes modalidades de liderazgo que aparecen en un grupo de estudiantes. De otra parte, conoce medios para avivar el interés de un grupo, garantizar el orden y evitar que tales conglomerados de personas se transformen en una masa desmotivada y sin control. El dominio de dichas dinámicas le garantiza al maestro variar sus modalidades de enseñanza a la par que nutrirlas con actividades estimulantes o de carácter lúdico. Buena parte de estas dinámicas de grupo contribuyen de manera efectiva a que se manifiesten diversas formas de expresión de los aprendices, se enriquezca la discusión en el aula, se aprenda a convivir con otros, se multipliquen las alternativas de la creatividad colectiva o se explore en todos los recursos de la invención en equipo para resolver un problema.

Quinta: sabe diseñar secuencias formativas y otros medios para facilitar el aprendizaje. Aspectos como los de planeación, secuenciación, dosificación de contenidos, tipo de tareas y actividades, formas de calificar y evaluar…, hacen parte de su experticia docente. Un maestro de calidad comprende, por lo mismo, que el aprendizaje no se logra de manera inmediata, sino que requiere de fases que van desde la identificación de los conocimientos previos del estudiante hasta la evaluación de los objetivos de aprendizaje. De igual manera, reconoce que el proceso de enseñanza y aprendizaje necesita de permanentes momentos de retroalimentación para tener resultados óptimos; en consecuencia, pone especial cuidado en las tareas asignadas y considera la revisión de ellas como parte constitutiva de la programación de su clase. Los maestros de calidad saben usar estratégicamente didácticas específicas, son recursivos en grado sumo, y tienen experticia en producir materiales didácticos al igual que guías, protocolos, talleres. Un maestro de calidad es, de alguna forma, un experto en diseño instruccional situado; es decir, puede articular acciones, contenidos, métodos y recursos para alcanzar –en un tiempo y en un contexto particular– un propósito formativo cabalmente intencionado.

Referencias

Bruce Joyce, Marsha Weil y Emily Calhoun: Modelos de enseñanza. Gedisa, Barcelona, 2002.

Charles Reigeluth (coordinador): Diseño de la instrucción: teorías y modelos: un nuevo paradigma de la teoría de la instrucción, Santillana, Madrid, 2000.

David Ausubel, Joseph Novak y Helen Hanesian: Psicología educativa. Un punto de vista cognoscitivo, Trillas, México, 1997.

Fernando Vásquez Rodríguez (editor académico): Maestros colombianos ilustres del siglo XX, Unisalle, Bogotá, 2017.

Frida Díaz Barriga: Estrategias docentes para un aprendizaje significativo. Una interpretación constructivista, McGraw Hill, México, 2005.

Jame Trilla, Elena Cano, Mario Carretero y otros: El legado pedagógico del siglo XX para la escuela del siglo XXI, Grao, Barcelona, 2005.

Jaume Carbonell Sebarroja: Pedagogías del siglo XXI. Alternativas para la innovación educativa, Octaedro, Barcelona, 2015.

Juan Ignacio Pozo: Aprender en tiempos revueltos. La nueva ciencia del aprendizaje, Alianza, Madrid, 2016.

Klaus Antons: Práctica de la dinámica de grupos, Herder, Barcelona, 1986.

María Lluïsa Fabra: Técnicas de grupo para la cooperación, CEAC, Barcelona, 1994.

Moacir Gadotti: Historia de las ideas pedagógicas, Siglo XXI, México, 2000.

Nuria Giné Freixes, Arthur Parcerisa (coordinadores): Planificación y análisis de la práctica educativa, Grao, Barcelona, 2003.

Paul Eggen y Donald Kauchak: Estrategias docentes. Enseñanza de contenidos curriculares y desarrollo de habilidades de pensamiento, Fondo de Cultura Económica, México,205.

Paul Veyne: Cómo se escribe la historia. Foucault revoluciona la historia, Alianza, Madrid, 1984.

Philippe Meirieu: Aprender, sí, pero ¿cómo?, Octaedro, Barcelona, 1997.

Rodolfo Alberto López Díaz: Modelos pedagógicos y formación docente. Apuntes de clase para su comprensión y resignificaciones en el aula y en las instituciones educativas, Unisalle, Bogotá, 2019.

Nuevos consejos sobre cómo escribir un ensayo

04 lunes Abr 2022

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Ilustración de Lido Contemori.

Motivado por las inquietudes de docentes y noveles ensayistas, sumado a las dificultades que observo en las producciones de los asistentes a los cursos que imparto sobre esta temática, he considerado necesario elaborar otros consejos para escribir ensayos, orientados a la cualificación de este tipo de textos. El tono de estas recomendaciones será esencialmente práctico por la urgencia de responder a las inquietudes de los ensayistas inexpertos, y porque creo es la mejor forma de transferir la experiencia en cualquier oficio.

Para plantear de manera clara y contundente la tesis

a) No explique la tesis. Si lo considera necesario use algunas líneas para contextualizar el tema, pero céntrese en lo que va a poner como bandera de su ensayo.

b) No presente varias tesis; seleccione y enfóquese en una en particular. La tesis pierde contundencia si empieza a divagar o si abre diferentes ventanas del mismo tema. Una buena tesis tiene un objetivo preciso.

c) No mezcle la tesis con los argumentos que, luego, va a utilizar. Deje para los párrafos que siguen estas ideas. La tesis debe ser comprensiva y diáfana para el lector, así parezca sencilla en su estructura.

d) No tema usar la primera persona cuando necesite ser más enfático en su tesis. Asumir abiertamente una postura hace que realce más el planteamiento central del ensayista.

e) No convierta su tesis en una caja de resonancia de los lugares comunes o de la opinión de la mayoría. Atrévase a ser crítico, propositivo, divergente. Tenga presente que no está redactando un texto informativo o un escrito aséptico, sino asumiendo un modo de interpretar un hecho, un problema, una temática. Las tesis de calidad tienen la marca del modo particular en que una persona percibe determinado asunto. La tesis es, en esencia, la concreción de un punto de vista.

Para darle continuidad al desarrollo argumental de la tesis

a) Revise –a medida en que avanza en su ensayo– si continúa fiel a la tesis que declaró en el primer párrafo. No olvide que la tesis es la médula del ensayo y todo lo que se agregue debe estar articulado o vinculado a tal columna vertebral.

b) Cada vez que emplee un argumento coteje qué tanto contribuye a reforzar o avalar la tesis. Los argumentos utilizados requieren aquilatarse desde la perspectiva del apoyo a la tesis. Analice con especial cuidado los argumentos de autoridad que traiga a colación porque, en muchas ocasiones, terminan desbordando la tesis que los ha convocado. Mantenga una concentrada atención sobre la extensión de los argumentos cuando empiezan a subordinar el lugar prioritario de la tesis.

c) No dude en usar los conectores lógicos para ligar o amarrar la tesis entre uno y otro párrafo. Hágale ver al lector el camino de su línea de pensamiento. Acuérdese que recapitular o retomar la tesis resulta beneficioso y altamente comunicativo en la medida en que se suman nuevos argumentos o se va bien adelante en el ensayo.

d) Cuando empiece un nuevo párrafo lea y relea el anterior siempre orientado por esta pregunta: ¿dónde iba mi tesis? Recuerde lo que los lingüistas y expertos en redacción han enseñado: ir de la idea a la palabra, de la palabra a la oración y de la oración al párrafo. ¿Dónde está el hilo de mi idea medular?, parece una pregunta estratégica para reconducir o volver a la tesis motivo del ensayo. De alguna manera, la tesis es para el ensayista como el hilo de Ariadna para Teseo, olvidarla es perderse en el laberinto de las palabras.

e) Es vital para la continuidad de la tesis que en el último párrafo no solo se la retome, sino que se subraye de manera explícita. Este lugar es la última oportunidad para persuadir a nuestro lector de la tesis que hemos venido argumentando a lo largo del texto. Y si es fundamental pensar muy bien el primer párrafo, el último es clave para apuntalar, remachar o mostrar su contundencia.

Para encontrar los mejores argumentos que avalen la tesis

a) Si son argumentos de autoridad los que van a emplearse, es conveniente antes tener las citas o referencias preparadas. Esta pesquisa es lo más demorado cuando deseamos utilizar tal recurso. Responderse a la pregunta, ¿qué autores pueden respaldar mi tesis?, supone una indagación previa o una consulta bibliográfica no siempre de resultados inmediatos. Además, la sola mención del autor –así sea de amplio reconocimiento– no es garantía para alcanzar lo que se pretende argumentar. Si la cita elegida disuena o no está en consonancia con la tesis, poca fuerza tendrá en el trabajo persuasivo.

b) Si desea usar ejemplos tenga en mente su pertinencia o su carácter ilustrativo para lo que presenta en la tesis. La vida cotidiana, las estadísticas, los testimonios, las evidencias de un trabajo, todo ello resulta apropiado y esclarecedor al utilizar este tipo de argumentos. Y así como las parábolas bíblicas sirven para ilustrar una actitud o una forma de obrar, el ejemplo debe estar orientado o señalando el mismo norte al que apunta la tesis.

c) Los argumentos de analogía –como lo he explicado ampliamente en otros textos– suponen que las dos realidades traídas a cuento tengan un buen número de rasgos semejantes para que, en verdad, adquieran consistencia y valor argumentativo dentro del ensayo. Mencionar un simple parecido o una característica común entre dos realidades no es de por sí una buena analogía. Lo fundamental y la riqueza de este tipo de recurso es tejer el mayor número de rasgos semejantes y, con ello, dar razones convincentes para respaldar la tesis que venimos defendiendo.

d) Durante el desarrollo del ensayo resulta esencial, en diferentes momentos, usar la deducción y la inducción para reforzar la tesis. A veces haremos inferencias de un ejemplo o deduciremos de una cita algo fundamental para nuestra argumentación. No sobra reiterar una cosa: escribir un ensayo es un ejercicio lógico del pensamiento en el que la cohesión, la coherencia y el razonado y consistente juego entre las premisas y sus conclusiones, cumplen un rol primordial. Caer de manera flagrante en las contradicciones, dejar idas truncas, prometer lo que luego no logra cumplirse en un razonamiento, son asuntos que restan calidad y credibilidad a los argumentos utilizados.

e) Si bien es lícito usar un solo tipo de argumentos en un ensayo, lo mejor es variarlos o combinarlos de forma intencionada y calibrando el alcance o su potencia en la estructura argumentativa del ensayo. En ciertas ocasiones, demasiados argumentos de autoridad o el exceso de ejemplos o una analogía incompleta o con poco soporte en sus equivalencias, terminan diluyendo, desviando un desarrollo argumental de calidad. Por eso hay que usar los argumentos con tino y dosificación, sabiendo siempre que lo más importante es persuadir al lector de la tesis objeto de nuestro interés.

Para validar el empleo adecuado de los conectores

a) Es importante que en el ensayo se use una variedad de conectores lógicos. Basta para ello –apenas se termina de redactar un párrafo o cuando se ha concluido todo el texto– mirar atentamente los que están repetidos en un mismo parágrafo o en apartados diferentes. Contar con un listado de conectores, especialmente organizados según su uso, es de gran ayuda para este propósito.

b) Si somos fieles a la lógica de la argumentación, cada conector tiene una finalidad determinada. Es decir que, si se está planteando una inferencia, los conectores empleados son aquellos destinados para tal fin. Resultaría incoherente usar un conector conclusivo cuando lo que en verdad queremos es ejemplificar una idea o anticiparnos a alguna objeción. Esto es definitivo: no todos los conectores cumplen el mismo propósito, ni pueden usarse de manera indiscriminada.

c) Los llamados conectores de continuidad son los propios para mantener la ilación o el desarrollo de la tesis. Dichos conectores sirven de soporte a la lógica de la argumentación y, al mismo tiempo, aseguran la atención del lector en nuestra tesis. Si no se tiene a la mano una reserva de estos conectores muy seguramente habrá un estilo desarticulado o deshilvanado.

d) No deje de revisar los conectores que usa al inicio de cada párrafo; ellos le darán idea de la coherencia estructural de su ensayo. Tenga en su cabeza que los conectores guardan entre sí una afinidad lógica, ya sea temporal, espacial o de otra índole. En consecuencia, emplee conectores de la misma familia o que apunten al mismo propósito. Si plantea, por ejemplo, un desarrollo temporal en su ensayo, no utilice conectores espaciales o de perspectiva. Aunque busque variedad en el uso de los conectores mantenga una unidad en su selección.

e) Al momento de hacer la corrección final de su ensayo fíjese cómo funcionan los conectores dentro del discurso y, dependiendo de ello, haga los ajustes necesarios. Tenga presente que los conectores sirven también para favorecer la comunicación amigable con el lector. Muchas veces cuando escribimos las ideas nos parecen discurrir sin dificultad, pero, al leerlas con cuidado, descubrimos que algo falta, nos percatamos de un salto en la argumentación o, lo que es más común, advertimos que estamos dando cosas por hechas. Dedicar un tiempo a sólo mirar cómo funcionan los conectores en el ensayo es de capital importancia para garantizar la fluidez argumentativa.

Para perfilar el último párrafo del ensayo

a) Coteje el último párrafo del ensayo con lo que declaró al inicio del mismo. Retome, refuerce, subraye tal aseveración, añadiéndole algún matiz o una nueva perspectiva para un futuro ensayo. Lo importante del último párrafo es recuperar la promesa de la tesis, enriquecida por nuestra argumentación, pero siempre recalcando lo que fue nuestra bandera a lo largo del texto.

b) Evite que el último párrafo se convierta en un resumen de lo dicho a lo largo del ensayo. No está usted haciendo un texto expositivo o informativo, sino elaborando uno argumentativo en el que debe primar lo persuasivo de su tesis. Prefiera, entonces, recalcar en un punto, insistir en algo esencial o en reiterar un matiz que usted considera debe ser la impronta cognitiva más fuerte para el lector.

c) Por ningún motivo piense que este es un párrafo menor a los redactados con anterioridad. Por el contrario, en este epílogo el ensayista se juega el convencimiento cabal del lector. Por ello, hay que pensarlo bien, darle una redacción creativa, ingeniosa, para que sea interpelativo, sugerente y capaz de mover las emociones o la inteligencia de quien nos lee.

d) En ciertos casos, una buena cita o un argumento de autoridad hacen las veces de rúbrica solemne para cerrar el ensayo. Sin embargo, no deben incluirse sin antes darles un escenario lo suficientemente vigoroso como para que generen impacto o provoquen una súbita comprensión de lo dicho en el texto. Saber elegir esa cita es una tarea de fino tacto argumentativo.

e) El último párrafo del ensayo debe invitar al lector a la relectura del texto, a quedarse meditando en lo que allí se dijo, a poner en duda alguna de sus certezas o a sentir que una idea novedosa –provista por el ensayista– empieza a formar parte de su capital cultural. El último párrafo del ensayo, así como en la retórica clásica, es el lugar para que el ejercicio argumentativo alcance el punto final de llevar al lector a la adhesión de nuestra tesis.

Utilidad y sentido de los conectores lógicos

14 lunes Mar 2022

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Ilustración de Francesco Bongiorni.

Por ser tan importantes para la cohesión y la coherencia en el discurso –y muy especialmente en el ensayo– bien vale la pena dedicar unos párrafos a los conectores lógicos.

Me refiero a esas “bisagras textuales”, a esas palabras o grupos de palabras que amarran o vinculan las ideas. Su papel fundamental es servir de puente entre las partes de un párrafo o de enlace entre los mismos. Gracias a esos conectores las oraciones no quedan deshilvanadas o a la deriva del conjunto. Porque son valiosos en la ilación de un texto, porque tienen una variedad de usos, es que necesitamos conocerlos bien y aprender a utilizarlos de la mejor manera.

Ya en otros ensayos he reflexionado al respecto. Pero esta vez quiero centrarme en la ganancia comunicativa que ofrecen al redactar un texto. Para ilustrar lo que afirmo usaré un grupo de ejemplos.

Lancémonos, entonces, con el primero de ellos. Supongamos que vamos a realizar un ensayo sobre la utilidad de la escritura en la docencia. El ensayo podría empezar más o menos así:

Los docentes deberían escribir más. Para reflexionar sobre lo que hacen y para hacer pública su práctica. Al escribir tomarán distancia de su quehacer y podrán cualificarlo. Cuando los docentes escriben rompen la costumbre de un oficio preferiblemente oral y hallan un medio para expresar su propia voz. Si los maestros escriben lograrán compartir sus aprendizajes más significativos y testimoniar su experiencia de los encerrados mundos del aula.

Al analizar el anterior párrafo notamos que es entendible y podría decirse que está bien redactado. Sin embargo, ¿qué ganaría, a nivel comunicativo, si le incorporáramos algunos marcadores discursivos? El texto, en consecuencia, quedaría de la siguiente manera:

Los docentes deberían escribir más. Sobre todo, para reflexionar sobre lo que hacen y para hacer pública su práctica. Al escribir tomarán distancia de su quehacer y podrán cualificarlo. Por lo demás, cuando los docentes escriben rompen la costumbre de un oficio preferiblemente oral y hallan un medio para expresar su propia voz. En suma, si los maestros escriben lograrán compartir sus aprendizajes más significativos y testimoniar su experiencia de los encerrados mundos del aula.

He incluido estos conectores principalmente por dos razones: primera, para darle un hilo visible a la exposición, un camino sin tropiezos en el desarrollo de las ideas. Si uso estos conectores es porque me interesa que el lector siga las pistas de mi argumentación. Y segunda, porque deseo hacer más amigable la prosa o que adquiera un marcado efecto de interlocución. Me interesa ganar eficacia comunicativa, estar más cerca de quien me lea. A simple vista parece que no hay gran diferencia entre los dos textos; pero, si se analizan con atención, se verá la ganancia escritural de la que hablo.

Vayamos a un segundo caso. Un ejemplo muy común de lo que sucede en los proyectos de investigación universitarios en los que, por lo general, los estudiantes cuando hacen el “marco teórico” ponen las citas que encuentran unas detrás de otras, pero sin ninguna lógica argumentativa o de cohesión interna. Entonces, si la pesquisa fuera sobre el significado de escribir para los escritores dedicados al oficio, no sería extraño que nos encontráramos con un texto como este:

Son variadas las definiciones que han dado los escritores sobre lo que es escribir: “escribir es trazar marcas aventuradas de memoria sobre la geografía silenciosa del recuerdo” (Amar, 2001), “escribir es la más inútil de las actividades imprescindibles (De Azúa, 1997), “escribir es robar vida a la muerte” (Conde, 2000). Otros afirman que “escribir es tarea de quienes no aceptan vivir una sola vida” (Mateo Díez, 1987), que “escribir es un proceso de búsqueda” (Grossman, 2000) o que “escribir es una especie de fidelidad al honor de estar vivo” (Lobo Antúnez, 2002).  Y finalmente están los que piensan que “escribir es combatir la soledad” (Montalbán, 1999), que “escribir consiste en averiguar lo que quieren decir las palabras más que en lo que quieres decir tú” (Millás, 2000) o que “escribir es sobre todo corregir” (Piglia, 2001).

Observemos cómo el párrafo es una colcha de retazos de citas, una sumatoria de voces, pero con muy poco análisis o sentido comunicativo. Pareciera que el escritor no tomara partido por estas citas y las superpusiera con la convicción de que meterlas dentro del escrito fuera suficiente para darle consistencia o soporte a un problema de investigación. Ahora, podríamos con la inclusión de unos buenos conectores cambiarle la fisonomía y el grado de expresividad al texto. El párrafo  quedaría así:

Son variadas las definiciones que han dado los escritores sobre lo que es escribir. En principio, están los que ven el escribir como una odisea: “escribir es un proceso de búsqueda” (Grossman, 2000), o semejante a una aventura con el pasado: “escribir es trazar marcas aventuradas de memoria sobre la geografía silenciosa del recuerdo” (Amar, 2001). También están los autores que asocian el escribir con la cercanía a la vida: “escribir es una especie de fidelidad al honor de estar vivo” (Lobo Antúnez, 2002), o los que consideran que es una manera de ampliar las fronteras de su propia existencia: “escribir es tarea de quienes no aceptan vivir una sola vida” (Mateo Díez, 1987). En esta misma perspectiva, hay autores que piensan que “escribir es robar vida a la muerte” (Conde, 2000). Y si bien algunos afirman que “escribir es la más inútil de las actividades imprescindibles (De Azúa, 1997), la mayoría sabe en el fondo que “escribir consiste en averiguar lo que quieren decir las palabras más que en lo que quiere decir el escritor” (Millás, 2000); es decir, que “escribir es sobre todo corregir” (Piglia, 2001).

Si analizamos la nueva versión del texto, podemos preguntarnos, ¿qué han hecho esos enlaces discursivos al interior del párrafo? Es evidente que lo principal es ordenar las citas, darle una organización a ese conjunto de afirmaciones dispares sobre lo que es escribir. Los conectores facilitan agrupar los diversos microtextos. De otra parte, esas conexiones discursivas permiten entrar a dialogar con la información recopilada; es la manera como la propia voz interactúa con la tradición de las fuentes. Acá el escritor no asume una postura pasiva frente a lo que dicen los escritores consagrados, sino que ve en sus afirmaciones puntos de encuentro, distinciones, tonalidades. En este caso los conectores discursivos posibilitan apropiar voces ajenas con el fin de incorporarlas a un discurso personal, de amalgamarlas con la propia voz.

Podemos lanzarnos a un tercer ejemplo. Ahora deseo mostrar un proceso de pensamiento a la par que vamos escribiendo el primer párrafo de un ensayo. Así que pondré en itálica la metacognición correspondiente al proceso de redactar el texto. Lo que me interesa es destacar el “detrás de cámaras” de las ideas mientras voy elaborando el documento y la necesidad de usar uno u otro conector, según la lógica argumentativa. Veamos, pues, cómo sería el resultado:

Los signos de puntuación son otros aliados para la buena redacción. (Lo que sigue amerita el uso de un conector: ya sea porque deseo mostrar el porqué de dicho aval para la buena escritura o porque deseo elegir un aspecto de esa “alianza” provechosa). Entre otras cosas, (este conector deja abierta la posibilidad de hablar de otras bondades o ganancias al emplear los signos de puntuación) porque facilitan la comprensión del mensaje y ayudan a la claridad del mismo. (Ahora podría ahondarse en esta idea para darle más densidad. El empleo de otro conector es más que necesario). Como quien dice, los signos de puntuación facilitan la comunicación y liberan las ideas de la confusión o el abigarramiento. (Mi pensamiento siente en este momento la urgencia de agregar otra cosa a lo que se lleva; avizora un beneficio adicional del buen uso de los signos de puntuación. La emergencia del conector parece inminente). Pero, además, los signos de puntuación contribuyen a darle un ritmo a la prosa, hacen que las oraciones se conjuguen de manera armónica o siguiendo una cadencia especial, un estilo. (Como en una situación anterior, esta idea merece ampliarse. Una variedad de conectores se agolpa en mi mente). No sobra recordarlo: las palabras al juntarse generan asonancias y consonancias, cacofonías o líneas melódicas gratas tanto a la vista como al oído. (Mi pensamiento sabe que no puede perder de vista la idea inicial y, por ello, acude a otro conector para retomar lo expresado al inicio del párrafo). Como puede verse, los signos de puntuación son excelentes ayudantes para todo aquel que escribe. Por eso (y el conector aparece como un resorte al presentir que se está cerrando el párrafo) hay que aprender a usarlos de manera intencionada al tiempo que se enfatiza en su papel de crear una variada situación interactiva con el lector.

Confío en que los tres casos presentados anteriormente contribuyan a mostrar la importancia de conocer y estudiar con mayor hondura los conectores lógicos. No basta con entregarles a los estudiantes o a los aprendices de ensayistas un listado de estos marcadores discursivos. Es vital que en clase se trabajen ejercicios para ver su incidencia en un mensaje, se analicen sus diferentes usos y se haga notar su valor en la calidad de la prosa. Eso de una parte. De otro lado, resulta beneficioso que los aprendices escritores hagan un esfuerzo para incorporar estos marcadores discursivos, aprehenderlos, guardarlos en la mente; sólo así, cuando estén redactando un ensayo los tendrán a la mano para cohesionar las ideas al interior de un párrafo o les serán de utilidad para darle coherencia estructural al texto que estén elaborando.  

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