• Autobiografía
  • Conferencias
  • Cursos
  • Del «Trocadero»
  • Del oficio
  • Galería
  • Juegos de lenguaje
  • Lecturas
  • Libros

Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Publicaciones de la categoría: Ensayos

¿Por qué Orfeo perdió a Eurídice?

10 domingo Ene 2021

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

≈ 2 comentarios

«Eurídice se desvanece en el inframundo» de Enrico Scuri.

¿Por qué el gran cantor, el que tañendo la lira lograba apaciguar los ánimos o las fieras, a quien le obedecían las piedras, los árboles y las montañas, el mismo que logró hipnotizar a Plutón y Proserpina en el reino de las sombras, por qué ese encantador no pudo cumplir la prohibición de mirar hacia atrás? ¿Por qué Orfeo, el héroe hijo de las Musas, a sabiendas de su magia con la voz o la música, volteó su rostro y de esta manera perdió para siempre a su amada Eurídice? ¿Desconfianza?, ¿ansiedad?, ¿miedo?

Una primera posibilidad reside en la lógica del nivel emocional. Así uno sea un héroe reconocido, así haya vencido a las Sirenas, así haya mostrado experticia en un oficio, cuando tiene la posibilidad de “recuperar” lo más amado, seguramente sentirá en el corazón una desazón por llegar cuanto antes a la luz, por pasar el umbral del Hades. Las pasiones cuentan el tiempo y el espacio de una especial manera: los largos minutos con el ser amado parecen segundos y las cortas ausencias se asemejan a larguísimas distancias. No sabremos qué tanto fue el camino que recorrió Orfeo con Eurídice detrás. Estoy seguro de que no la llevaba de la mano, como la representan algunos pintores; porque si así hubiera sido, Orfeo no hubiera tenido la necesidad de volverse. Quizá la condición de Plutón contenía esa dicha envenenada: Eurídice iría con él, pero unos pasos atrás, como una presencia alada, como una sombra leve y difusa. Entonces, el amor de Orfeo, su deseo de tener de nuevo a la que por tan poco tiempo fue su esposa, lo hizo girar justo cuando ya estaba próximo al final del recorrido. Al no tener una evidencia del cuerpo de Eurídice, al no reconocer su calor o la suavidad de su piel, la pasión de Orfeo lo llevó a buscar esos indicios con la mirada. Por supuesto, lo que observó fue una mancha evanescente, un humo con algunos rasgos de su amada, pero que podría confundirse con el vapor de la cueva por donde estaba saliendo. El exceso de deseo lo llevó a quedarse sin nada entre las manos. Y sabemos que ya no fue posible volver a intentarlo, porque el can Cerbero “ya se sabía la melodía” y le obstruyó el paso a Orfeo en su tránsito al Hades.

Es importante subrayar que la muerte convierte los cuerpos en sombras. O por lo menos los dota de otra substancia diferente a la que conocemos los vivos. Y las pasiones amorosas, las que están gestadas y movidas por el deseo, necesitan tener evidencias: un roce, un olor, una piel. No le bastan solo los recuerdos. Orfeo perdió a Eurídice porque no supo convertirla en canto, porque se negó a transformar la vida del ser amado en melodía. Tal vez si hubiera sido ciego como Homero, le habría resultado más fácil transmutar a Eurídice en una leyenda. Pero él, acostumbrado a hacer mover a los árboles a su antojo, lo que en verdad quería era acariciar y besar cuanto antes el cuerpo terso del amor.

Cabe también otra interpretación: que Orfeo, yendo obediente delante de Eurídice, se haya vuelto porque escuchó o le pareció oír la voz de su amada. Sabido es que los habitantes del Hades, a pesar de su incorporeidad, pueden hablar, y ser escuchados en sueños o en ciertos espacios sagrados destinados como oráculos. Y si uno escucha un lamento, un corto murmullo del ser más querido, ¿cómo no va a mirar hacia atrás?, ¿cómo permanecer inmutable ante ese clamor venido de las sombras? Aunque también cabe otra hipótesis: que esa voz fuera una imaginación de Orfeo por la futura felicidad imaginada… o que hubiera confundido la tonalidad de la voz Eurídice con uno de los sonidos ululantes del inframundo. Mucho más, si él tenía oído de músico o era hábil intérprete del lenguaje de los pájaros. En este caso, Orfeo pierde a Eurídice porque sucumbió –siempre había sido así– a la encantadora cadencia de las palabras de su amor. Y si bien no hay textos que lo atestigüen, es plausible que Orfeo escuchara la voz de Eurídice como una modalidad de cítara o un tipo de flauta de pan.  Porque la voz de Eurídice era para Orfeo “música para sus oídos”. Y así como él usaba su cítara para apaciguar las fieras, ella –al hablarle–lograba serenar su corazón.

Platón creía que la pérdida de Eurídice se debió a que Orfeo tuvo miedo de asumir la muerte para, como correspondía, estar con ella en el reino de las sombras. Según el filósofo, a Orfeo le faltó valor para “confundirse” con su amada, no logró que su amor lo llevara al suicidio o a compartir la condición sombría y evanescente de Eurídice. Esta otra respuesta me parece interesante en la medida en que invita a pensar en el cambio de perspectiva que debemos asumir si estamos interesados en “retener” lo más amado. Si seguimos pensando en las coordenadas de este mundo, poco aprenderemos de la geografía del más allá; no hay manera de recuperar de la misma forma aquello que ya hemos perdido. Al estar untada de la pátina del Hades, Eurídice adquiere otra materialidad que exige a quien desea poseerla asumir una nueva condición o dejar las ataduras del mundo de los vivos. El error de Orfeo, siguiendo esta vía de explicación, estriba en permanecer inalterable, en no sufrir ninguna modificación en su ser, en seguir idéntico a sí mismo, a sabiendas de que Eurídice era una persona completamente diferente, una otredad radicalmente distinta. Dicho de otro modo, Orfeo pierde a Eurídice porque es incapaz de asumir el amor en una dimensión distinta a la ya conocida, por su obcecación de conservar inalterable la pasión del amor, por no tener la valentía de asumir el cambio. Tal vez Plutón y Proserpina pusieron a prueba a Orfeo, haciéndole la promesa de que recuperaría a Eurídice si no miraba atrás, a ver si entendía en esa katábasis que recuperar a un ser amado muerto presupone la renuncia a los goces de su presencia, a asumir el dolor de la pérdida definitiva; pero, a la vez, a provocar en el alma una metamorfosis que permita transmutar el placer efímero de lo vivo en el goce atemporal de la rememoración.

Una posible respuesta adicional al gesto de Orfeo de voltear el rostro se halla en el temor de comprobar que Eurídice llegara “desfigurada” de aquella breve estadía en el inframundo. ¿Cómo podría soportar una mancha en la belleza de lo más amado?, ¿cómo convivir de nuevo con quien tiene los olores de la noche eterna?, ¿cómo amar de nuevo a quien nos acaricia con manos frías o nos observa con unos ojos sin mirada? Puede ser que el giro de Orfeo esté asociado a ese miedo a la corruptibilidad, a la zozobra agobiante de recuperar un cuerpo enfermo desde adentro, a descubrir una Eurídice débil y con las marcas en el rostro de quien ha caminado sobre tierras estériles, oscuras y plagadas de la más absoluta soledad. El gesto de Orfeo, entonces, fue apenas una mirada de precaución, de prevención en el sentido primero del término: de adelantarse a una posible desventura. Porque Orfeo en su caminata por el Hades había visto tal cantidad de cuerpos mutilados, de formas monstruosas y con expresiones tan horripilantes que así fuera, por unos segundos, pensó que su Eurídice, su bella amada, habría podido contagiarse de tales miasmas putrefactas o traer infectado todo el cuerpo por el veneno que la serpiente había inoculado en su pie. De allí su fugaz giro de cabeza. Podemos imaginar que lo que observó, como un destello, fue la desaparición de algo que, dadas las condiciones de claroscuro de aquel ambiente, se parecía mucho a su Eurídice. Una forma difusa en la que no podía saberse con claridad si estaba incólume de impurezas o si, por el contrario, apenas era un retazo amarillento de carne de lo que fuera una hermosa auloníade. Como se infiere de lo expuesto, la pérdida de Eurídice se debe a la suspicacia o al presentimiento de la futura tragedia. Hasta es posible afirmar que el giro de la mirada corresponde a un lance adivinatorio o a un sutil gesto profético que tenía Orfeo, a un don que mucho tiempo después se comprobará cuando las Ménades lo despedacen. Orfeo pierde a Eurídice porque adivina en el retorno de su amada no la felicidad tan esperada, sino la desdicha incipiente.

O puede ser que Orfeo perdiera a Eurídice porque no pudo comprender el tiempo de la esperanza, ese que proviene de la fe o la confianza en el Kairós, –el tiempo de la oportunidad– y no en el ansioso y afanado Cronos que siempre devora a sus hijos… 

Un miniensayo en seis pasos

13 domingo Dic 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

≈ 6 comentarios

Bordado de Vera Shimunia.

Una buena manera de ejercitarse en la escritura argumentativa de largo aliento es empezar a redactar ensayos de una página. Esto no solo ayuda a que el estudiante comprenda mejor las particularidades de esta tipología textual, sino que es una buena estrategia didáctica para que el profesor haga en verdad una corrección puntual sobre la producción del estudiante. Lo que sigue, entonces, es una guía para escribir un miniensayo, que puede profundizarse o estudiarse con mayor amplitud en mi libro Las claves del ensayo.

Primer paso

Elija un tema (bien sea señalado por algún profesor o según determinado compromiso académico), y redacte un primer párrafo en el que se muestre de manera explícita la tesis de lo que va a ser su miniensayo. La tesis debe estar destacada entre comillas. Tenga en cuenta lo siguiente: este es el primer párrafo de los cuatro que constituyen su escrito; en consecuencia, trate de elaborarlo en función de lo que va a ser luego el desarrollo de su texto argumentativo. No es un párrafo suelto o desligado.


Pistas sobre cómo presentar la tesis en un ensayo

Primera: Piense bien el tema. No se lance a redactar lo primero que se le ocurra. Investigue. Lea. Consulte. Recuerde que la tesis debe ser medianamente novedosa. Segunda: La tesis no puede ser tan extensa. Debe ser puntual. No la explique, ya tendrá tiempo de argumentarla en los párrafos siguientes. No se alargue demasiado si no quiere perder la contundencia de su tesis. Tercera: La tesis es la promesa que el ensayista hace al lector. Es una especie de apuesta intelectual a la que luego deberá dar soporte y aval suficientes. En cuanto promesa, hay que dimensionar su alcance. No prometa cosas que luego no podrá cumplir. Cuarta: La tesis debe ser interesante. Busque que ese pequeño párrafo cautive a un posible lector. El interés puede provenir de un asedio al tema poco explorado; de una relación inadvertida o de una postura crítica a lo dado por hecho. Si no hay ese esmero por hacer atractiva o sugestiva la tesis el hechizo de atrapar la atención del lector se perderá desde el inicio. Quinta: No confunda la tesis con un derroche de emociones o una declaración de corte testimonial. Tenga en mente que está empezando a escribir un texto argumentativo y, en consecuencia, deberá apelar más a razones que a sentimientos. La tesis es una afirmación que usted tendrá que defender lógicamente, así como los abogados o los filósofos. En este sentido, la tesis exigirá un esfuerzo de su inteligencia, un ejercicio del pensar con lucidez y una paciente labor de sopesar y tejer juicios.


Segundo paso

Con base en la tesis (aprobada por el profesor) escriba el segundo párrafo de su ensayo, usando por lo menos un argumento de autoridad. Recuerde que estos argumentos deben servir de soporte a su tesis. Los argumentos de autoridad son su respaldo conceptual; para ello debe consultar fuentes bibliográficas y encontrar una cita o un apartado que esté en consonancia con su planteamiento de base. Tenga cuidado en la manera como engarza la voz de otros autores con su propia voz. No deje las citas desconectadas o desligadas de las otras partes del párrafo. Siga la normatividad de citación prevista para tal fin (APA, ICONTEC).


PISTAS SOBRE EL USO DE ARGUMENTOS DE AUTORIDAD

UNO: Los argumentos de autoridad deben ser pertinentes con la tesis del ensayo. El autor o la cita de autor traída a colación tienen que emplearse para reforzar o avalar la tesis objeto de su ensayo. Lo que hace que el argumento de autoridad sea pertinente no es la figura convocada, sino su directa relación con la tesis. DOS: Los argumentos de autoridad necesitan encajar o articularse con la tesis. Es recomendable apropiar la cita, darle carta de ciudadanía en su línea argumentativa. A veces, esa apropiación se hace antes de incluirlas y, en otros casos, después de presentarlas. Precisamente, los conectores lógicos son de gran ayuda para hacer este zurcido de los argumentos de autoridad con la tesis de nuestro ensayo. TRES: Cuide la extensión de los argumentos de autoridad empleados. No caiga en el error común de hacer tan larga la cita que termine ahogando sus propias ideas. Y cuando sea estrictamente necesario incluir un argumento de autoridad in extenso, puede parcelarlo o irlo incluyendo en su discurso por partes, siempre dialogando con él, evitando perder su tesis por un exceso de las citas anexadas. Seleccione muy bien las citas más significativas, las sustanciales para su estrategia argumentativa. CUATRO: Use las notas a pie de página cuando sea estrictamente necesario agregar una información adicional para enriquecer su argumentación.  Las notas a pie de página son el lugar apropiado para incluir esas citas que por su valor estratégico para su fundamentación merecen tener una voz en su ensayo. Puede también utilizar las notas a pie de página como una reserva de argumentos de autoridad. En este caso, aunque están puestos en un espacio aparte, su verdadera utilidad es la de servir como una segunda línea de refuerzo a su planteamiento.


Tercer paso

Elaborado el párrafo de autoridad (revisado y aprobado por el profesor) escriba el tercer párrafo de su ensayo, usando por lo menos un argumento de analogía. Tenga presente que va a valerse de una comparación a partir de la cual resulta más ilustrativa su tesis. Medite bien de qué otra realidad (semejante, equivalente), podría valerse para argumentarle al lector lo fundamental de su planteamiento.


PISTAS SOBRE EL EMPLEO DE ARGUMENTOS CON ANALOGÍAS

UNO: La analogía elegida debe presentar una similitud entre su tesis y otra realidad que, por ser más conocida, genera un mayor convencimiento o aporta más evidencia a lo que usted desea presentar. Para que la comparación sea consistente o tenga fuerza argumentativa debe atender al mayor número de características posibles. No es un mero símil sino un razonamiento que saca provecho de las propiedades compartidas por los dos sistemas comparados.  DOS: Cuando emplee la analogía como medio de argumentación en su ensayo procure ampliar o enriquecer el sistema de semejanzas seleccionado. No es suficiente con mencionar una afinidad o un parecido. Recuerde que la analogía es uno de los recursos fecundos de la invención y, como tal, lo obliga a explorar las relaciones o las correspondencias entre realidades heterogéneas. TRES: No olvide elegir las características más relevantes de la realidad conocida que le van a servir para darle consistencia a su tesis; use el peso de lo evidente de la segunda relación para terminar aclarando lo medular de su ensayo. No traiga a colación sutilezas o minucias poco sabidas o demasiado abstractas.


Cuarto paso

Concluido el párrafo de analogía proceda a redactar el párrafo final de su miniensayo. Recuerde que no se trata de hacer un resumen de lo dicho, sino de reforzar o darle nuevos bríos a la tesis presentada. Subraye algunos de sus argumentos más importantes, ponga sobre la mesa nuevas implicaciones o lleve al lector hacia consideraciones inéditas. No asuma este párrafo como algo menor o secundario; el último párrafo es la carta definitiva de su argumentación.

Quinto paso

Finiquitados los cuatro párrafos haga una revisión de los conectores empleados, tanto al interior de cada párrafo como aquellos que sirven de enlace entre ellos. Fíjese en la secuencia de esos conectores y si mantienen una secuencia lógica. Revise la continuidad en la argumentación a lo largo de todo el texto. Aproveche esta revisión para hacer ajustes en la puntuación y en la precisión semántica de algunos términos que le resulten ambiguos o poco claros.


USOS BÁSICOS DE LOS CONECTORES LÓGICOS

Para recapitular o resumir: como se indicó, con todo esto, de lo que llevo dicho, en conclusión, en concreto, en definitiva, lo dicho hasta aquí, todo esto significa que, ya he señalado, volvamos a…

Para hacer un énfasis o subrayar una idea: conste que, en otras palabras, hemos de realzar, insisto en que, mejor aún, mejor dicho, pero más todavía, quiero insistir en, reitero que, todavía más…

Para ejemplificar o ilustrar: en el caso de, como caso típico, este es un buen ejemplo de, ilustremos lo dicho, observemos cómo, por caso, me sirvo de esta caricatura para, sirva de ilustración, verbigracia…

Para dar continuidad o hacer una transición en el discurso: a continuación, a esto se añade, ahora bien, ahondemos más, así que, como se indicó, con esto en mente, de acuerdo con, de lo anterior, desde luego, es oportuno ahora…

Para señalar un orden temporal o una secuencia: a continuación, al inicio, al principio, comencemos con, de lo anterior, desde entonces, después, en primer lugar, en últimas, entonces, más tarde, por último…

Para contrastar o hace evidente una antítesis: a diferencia de, cosa distinta es, de otro lado, en cambio, inversamente, no acontece lo mismo con, por el contrario, sin embargo, hay un contraste entre…

Para presentar una semejanza o establecer una relación: algo parecido ocurre con, así mismo, así como, compárese, de manera análoga, hay una paridad entre, de parecido modo, igualmente, es obvio el parentesco entre…

Para inferir o concluir un razonamiento: a causa de ello, así que, como consecuencia, como resultado, en conclusión, de acuerdo con, de ahí se infiere que, de ellos resulta que, es por esto que, por ello, por tanto, se deduce que…

Para admitir o conceder la razón: aceptando que, admitamos que, concedido todo esto, estoy de acuerdo con, hay que reconocer que, no discuto que, no niego que, si aceptamos que, verdad es que…

Para adicionar o agregar: a esto se añade, al lado de ello, además, hay más todavía, me queda por añadir, otra circunstancia, otra consecuencia, otro ejemplo, pero hay más, por añadidura, y además…

Para explicar o exponer algún asunto: a causa de ello, ahondemos más, así las cosas, cabe señalar, comencemos con, con esto en mente, de lo que llevo dicho, de este modo, desde otro punto de vista, empezaré por, es decir…

Para indicar una relación espacial o un contexto: al lado de, al margen de, aquí observamos, bajo esta perspectiva, desde este ángulo, llegados a este punto, pero dejando de lado, por esta vía, por otro lado, veamos de cerca…

Para justificar una omisión o evitar un malentendido: con esto no quiero decir que, dejando de lado, entiéndase bien, mas no se crea que, no diré que, no hay necesidad de, no me referiré a, no se crea que, pudiera creerse que…

Para hacer una advertencia o prevenir sobre algo: a menos que, adviértase que, aunque en realidad, empero, excepto que, no es fortuito que, no se olvide que, salvo que, si aceptamos que, sin embargo…


Sexto paso

Revise el título y mire si está en sintonía con la tesis de su miniensayo. Pase a limpio el texto definitivo y envíeselo a su profesor. Esté atento a las posibles correcciones o sugerencias. Analice sus posibles errores y mire en qué etapa del proceso tiene mayores debilidades. Recuerde que la escritura se mejora con cada nueva versión elaborada. Haga las enmiendas necesarias y vuelva a compartir el texto con su profesor.

Errores típicos de sobreinterpretación

02 lunes Nov 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

≈ Deja un comentario

Es fácil caer en la sobreinterpretación de una obra artística. Entre otras cosas porque resulta cómodo atribuirle a un hecho estético cualquier opinión o dejarse llevar por el interminable río de las impresiones. Sin embargo, la obra misma pide que los receptores o lectores conserven cierta observancia sobre las particularidades que la constituyen, sobre sus fronteras y el modo particular como organiza sus elementos. De lo contrario, la propuesta del autor sería incomprendida o, en el peor de los casos, banalizada. Pensando en ello, se me han ocurrido siete errores típicos de sobreinterpretación que, si tratamos de evitarlos, a lo mejor conseguiremos una atinada aproximación o un buen provecho de una obra artística.

UNO: suponer que una parte de la obra es el sentido total de la misma; confundir un pedazo con el conjunto; agarrarse de un detalle y, desde ahí, lanzarse a poblarlo de significados desligados de la obra, o trasvasarlos a otros contextos.  Detenerse demasiado en el árbol olvidando que él hace parte de un bosque; confundirse entre las ramas dejando de lado el árbol que las soporta. Este error conduce irremediablemente a caer en lo ya conocido, privando al receptor de descubrir lo nuevo, lo inédito que trae consigo la obra.

DOS: convertir la obra en pretexto para opinar cualquier cosa o para justificar una ideología, una creencia; dejar de ver la materialidad física de la obra, su forma, su estructura, y agarrarse de generalidades que fácilmente podrían pertenecer a cualquier otro producto cultural. Olvidarse de lo que nos muestra la obra para extendernos en elucubraciones marginales, ajenas, extrañas a su ser estético. Convertir la obra en un ejemplo de nuestra cosmovisión predeterminada, subvalorando su autonomía significativa. Este error es claramente un modo de subordinar la obra, de no tomarse el tiempo para conocerla y asimilar sus mensajes, de prescindir de ella.

TRES: trasladarles a las cualidades intrínsecas de la obra el rasero de nuestro gusto o aversión. Oponer al ejercicio de estudio o análisis de una obra el veredicto de nuestra emocionalidad; creer que si algo nos gusta es ya de por sí excelente, o menospreciar los logros y valía estética porque sencillamente no está dentro de nuestros gustos. Desconocer que muchas obras, precisamente, tienen como fin trasgredir, cuestionar o darles otra perspectiva a ciertos cánones de agrado y desagrado, de deleite o sensibilidad social. Evitarse la tarea del juicio estético por permanecer en la complacencia inmediata o el entusiasmo de época.

CUATRO: olvidarse de qué tipo de obra es, pasar por alto su especificidad o aquellos rasgos que le son propios. Suponer que todo producto artístico se interpreta de la misma manera, sin fijarse en el género, la modalidad, la especie, el tipo de obra, que le exige al receptor cambiar de lentes o de criterios para adentrarse en sus particularidades. No todo texto, por ejemplo, se interpreta de idéntica manera, como tan poco toda imagen responde a las mismas claves comprensivas. Cada obra pide que los miradores del intérprete sean los adecuados a su naturaleza o que los recursos de intelección empleados sean los más idóneos, los más acordes a su peculiaridad. Cuánto hay de distinto entre interpretar un poema, un ensayo, un cuento; cuánto de diferente al intentar comprender un cómic, una película o un aviso publicitario.

CINCO: confiar en que de manera rápida o instantánea florezca la interpretación, que basta un golpe de vista o una simple hojeada para ya tener en las manos el sentido, el significado profundo de una obra. Pecar por afanados, por impacientes, olvidándonos de que la interpretación implica el análisis previo, la rumia, el pasar la información por diferentes filtros; interpretar es una actividad intelectual de acercamiento, pero también de tomar distancia de la obra que nos interesa. Los buenos intérpretes “estudian” la obra, cotejan, relacionan, dejan reposar una posible vía de sentido, tienen paciencia de tejedores para enhebrar hilos ocultos, toman su tiempo para habitar el territorio del objeto estético. La inmediatez de interpretación lleva al equívoco, al sesgo ideológico, a la opinión gratuita de la impresión superficial. Por ese prurito de querer llegar cuanto antes a la médula de una obra se desemboca en la exageración o en una miopía para descubrir lo que, poco a poco, se sedimenta en su fondo.

SEIS: tener poca escucha para disponer el entendimiento hacia el mensaje que la obra desea comunicarnos o multiplicar hasta el límite la capacidad de sospecha para dotar de significado asuntos que no contienen tal potencial interpretativo. El primer error proviene de la desatención, de pasar por alto elementos, escenas, rasgos, palabras; el segundo, de agrandar lo nimio o de abultar lo insignificante. Si al intérprete le falta perspicacia se perderá de puntos clave dentro de una obra; pero si es demasiado suspicaz, todo le parecerá tan colmado de anuncios que se perderá entre esa maraña de avisos desmedidos.

SIETE:  anteponer nuestros escrúpulos, nuestras preferencias y prejuicios a lo que la obra nos presenta. Prejuzgar antes de tratar de comprender; preconcebir, antes de tener la experiencia estética. Predecir sin haber visto o leído, imaginar sin ni siquiera pasar por la aduana de la comprobación. Buena parte de las sobreinterpretaciones provienen de la aprensión, del fanatismo, del odio infundado, de los escrúpulos morales, políticos o religiosos que llevan a que la obra la saquemos de su órbita o que la hagamos decir o no decir lo que nuestro sectarismo ya tiene determinado. Muchos de los errores de interpretación de las obras artísticas provienen de este caldo de cultivo: la intolerancia parcializada, el dogmatismo recalcitrante, la idolatría prescriptiva.

Aunque los anteriores errores se cometen especialmente al interpretar una obra artística, se producen también al dar cuenta de otros productos culturales, en la recepción de diversos tipos de textos y discursos o en la valoración de prácticas sociales. Quizá por todo ello fácilmente terminamos creando conflictos donde nos los hay, sobredimensionando faltas menores, invisibilizando asuntos importantes o absolutizando nuestras creencias como raseros para interrelacionarnos o tasar horizontes de sentido. Porque si en verdad mantuviéramos un cuidadoso y meditado juicio al dar nuestras interpretaciones, seríamos más ecuánimes, menos extremistas y pondríamos a raya el irreflexivo proceder de nuestra intransigencia.

El símil, la metáfora y la alegoría

25 domingo Oct 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

≈ 8 comentarios

Ilustración de Petra Mrzyk y Jean-François Moriceau.

Me imagino que el símil o comparación, ese atributo del pensamiento relacional, fue para los primeros humanos una forma de descubrimiento del entorno, una manera de extender el alcance de sus manos o sus ojos. Tal acontecimiento lo podemos ver en el proceder del campesino que logra entrever en el “charco” de agua, un ojo, y que al mirar todas las noches el techo de su habitación, lo llama “cielo raso”, en contraste con ese otro cielo titilante de estrellas que contempla antes de irse a dormir. Así que, al juntar realidades por semejanza, el hombre pudo poner en comunión lo que en un primer momento parecía distante o sin posibilidad de vínculo. Y esa operación también está en los niños quienes intuyen que, para jugar, el palo de una escoba tiene adentro un caballo y el gesto abierto del índice y el pulgar con los demás dedos contraídos puede convertirse en una pistola infalible.

Ahora, si profundizamos en esto del pensamiento relacional, descubriremos que empieza en una fina voluntad de observación o en una cualificación de los sentidos. Para que “esto se parezca a aquello” se requiere estar atentos a las características más notorias: el color verde intenso de los ojos de la mujer permite asociarlos con las esmeraldas, y la forma de los ríos da pie a que entren en afinidad con el desplegarse de los caminos y el moverse de las serpientes. El símil nace de esa capacidad para apreciar semejanzas entre las características de dos realidades diferentes. Ese es su punto de partida: si la vela se extingue poco a poco, se parece mucho a la vejez de los hombres o a la suerte final de ciertos amores; si las olas van y vienen, tienen mucho en común con los recuerdos; y si el poeta trabaja de noche y en silencio en sus versos para compartirlos luego a los demás, se asemeja al gallo que vela en la oscuridad para anunciar con su canto el nuevo día a todos los habitantes de la campiña.  

Algunas de esas características son muy notorias o evidentes y, otras, demandan un ojo avizor o cierta agudeza para descubrirlas. Serán características notorias, por ejemplo, la inmensidad del cielo, la dureza de la piedra, la lentitud del caracol, el refrescar del viento. Pero no serán tan inmediatas las cualidades que aúnan el tiempo con el tejer de la araña o los besos de amor con una lluvia cayendo sobre el océano. Bastaría ilustrar lo dicho con unas pocas líneas de ese extenso poema –sustentado en ricas comparaciones– de Tomás Segovia, titulado “Besos”:

“Besaré también tu cuello liso y vertiginoso

como un tobogán inmóvil

tu garganta donde la vida se anuda como un fruto que se puede morder

tu garganta donde puede morderse la amargura

y donde el sol en estado líquido circula por tu voz y tus venas

como un coñac ingrávido y cargado de electricidad…”

Nótese que el símil entre el cuello de la mujer y la forma del tobogán resulta fácil de apreciar, aunque no necesariamente nos percatemos de manera inmediata; menos evidente es el puente entre la garganta y el “fruto que se puede morder” y más lejana aún la asociación entre el líquido solar de la vida y un “coñac ingrávido y repleto de electricidad”. Lo cierto es que el símil junta realidades o conceptos utilizando enunciados comparativos explícitos, demos por caso: “como”, “igual que”, “parecido a”, y mediante ese recurso transmuta el significado básico de una realidad, amplifica su resonancia comunicativa, amalgama lo animado con lo inanimado, dota de figura lo que resulta inexplicable o que desborda la emoción. Pablo Neruda, por ejemplo, observa el cuerpo tendido y desnudo de una mujer y lo asocia con una geografía; Octavio Paz desea acariciarlo y entrevé en esa piel un “mundo”, y va por ese cuerpo como “por un bosque”, “como por un sendero en la montaña que en un abismo brusco se termina”. O puede usarse el símil, a la manera de Roberto Juarroz, para mostrar las consecuencias de algo que acaece en el pensamiento, de una tesis que, en sí misma, parece poco posible o no resulta fácil de entender:

“También las palabras caen al suelo,

como pájaros repentinamente enloquecidos

por sus propios movimientos,

como objetos que pierden de pronto su equilibrio,

como hombres que tropiezan sin que existan obstáculos,

como muñecos enajenados por su rigidez…”

Ahora bien, un símil es el primer estadio del pensamiento relacional. El escalón siguiente es el de la metáfora. Aquí se suprimen las partículas comparativas y se deja plena y limpia esa nueva realidad. La metáfora se libera un tanto de la mampostería de la semejanza para quedarse con lo que ha logrado mediante ese recurso. Sigue fiel a la fuerza de la analogía, pero se lanza a tejer telas de significado sin mostrarle al lector los hilos o las costuras. En lugar de expresar que la ausencia es tan extensa como el mar, preferirá decir “un mar de ausencia”; y si lo que pretende asociar es que el tiempo corroe a los seres como el óxido a los metales dirá “el óxido del tiempo en nuestra vida”.

Son muchos los poemas que podrían servir de referencia. Miremos con algún detalle una muestra de ellos. Empecemos por Vicente Aleixandre en su poema “La luna es ausencia”:

“Luna, maravilla o ausencia,

celeste pergamino color de manos fuera,

del otro lado donde el vacío es luna…”

La metáfora de “celeste pergamino” instaura una nueva identidad para la “luna”; el detonante ha sido el color de las dos realidades. El poeta construye otro nombre para el astro, le otorga otro modo de nombrarlo o percibirlo. Igual sucede con los versos del mexicano Enrique González Martínez, en los que dota al “corazón” de otra fisonomía: es vaso, es urna y, en esa medida, puede colmarse o desbordarse, y el líquido que contiene es la vida misma:

“Tu corazón es vaso de tristeza

que fue colmando pródiga la vida;

para nuevo dolor ya no hay cabida

y la urna a desbordarse empieza…”

O miremos el poema “Anoche cuando dormía” de Antonio Machado en el que el corazón ya no es un “vaso” sino una “colmena” y, por preferir el poeta esa relación, las “doradas abejas” logran fabricar una miel muy especial:

“Anoche cuando dormía

soñé, ¡bendita ilusión!,

que una colmena tenía

dentro de mi corazón;

y las doradas abejas

iban fabricando en él,

con las amarguras viejas

blanca cera y dulce miel”.

Los ejemplos se harían interminables. En todo caso, me sirven para mostrar que la metáfora prescinde o considera innecesario mencionar el vínculo que le sirve de base para su tarea. Se da el lujo, por decirlo así, de dejarlo implícito y, en algunos casos, pone al lector a adivinar cuál es la relación que está de fondo en un verso o en un enunciado. La metáfora parte de esas semejanzas, pero las lleva a otro nivel, potenciando la fuerza creativa de la analogía, induciendo a que los sentidos entren en un juego de correspondencias o a que la imaginación entreteja hilos de diverso material o color. La metáfora es un modo de ver en que la afinidad sobrepasa el principio de identidad; un modo de trasladar los significados unívocos y conocidos a otra dimensión más plurívoca e inesperada.

Ahora bien, si la metáfora se prolonga de manera continua, si se emplean varias de ellas en una progresión o se multiplica su campo analógico, llegaremos a la alegoría. Por lo general, cuando así se procede hay una gran metáfora que sirve de base y, a partir de la cual, se derivan otras semejanzas o se pueden inferir diversas relaciones. La alegoría se fragua con la lógica del árbol que sirve de soporte a diferentes ramificaciones; es una constelación de metáforas, y por ello ha sido tan útil al mito, a la parábola, el apólogo o a la fábula.

De otra parte, la semejanza continua de metáforas permite que la alegoría ponga en sintonía ideas abstractas con realidades concretas o de consistencia material. Es una estrategia del pensamiento para hacer visible lo invisible o para darle forma a lo incorpóreo. En este sentido, la alegoría cumple la condición fundamental de toda imagen: ser la forma sensible de una sensación o un concepto. Un poema, “A mi buitre”, de Miguel de Unamuno es un buen ejemplo de lo que vengo diciendo:

“Este buitre voraz de ceño corvo

que me devora las entrañas fiero

y es mi único constante compañero

labra mis penas con su pico corvo.

 

El día que le toque el postrer sorbo

apurar de mi negra sangre quiero

que me dejéis con él solo y señero

un momento, sin nadie como estorbo.

 

Pues quiero triunfo haciendo mi agonía

mientras él mi último despojo traga

sorprender en sus ojos la sombría

 

mirada al ver la suerte que le amaga

sin esta presa en que satisfacía

el hambre atroz que nunca se le apaga”.

De entrada, podemos decir que el poema se inscribe en una analogía mayor que es el mito de Prometeo y, desde allí, recrea la figura del buitre. Las metáforas no solo abarcan al ave, sino a las acciones mismas que produce; de igual modo se metaforiza el hambre y el ser que padece ese sufrimiento. Pero lo que resulta interesante al conjugarse todas esas asociaciones es que “el buitre” deja de ser un animal para transformarse en otra cosa: o bien el tiempo, o la misma muerte. Hasta podría pensarse, conociendo un poco a Unamuno, que puede representar la angustia de la existencia, el sufrimiento de existir. Es evidente: la alegoría nos ha permitido ir de un referente natural a otra zona “figurada”; nos ha abierto las puertas para entrar en el campo de lo simbólico. 

Del símil a la metáfora, de la metáfora a la alegoría: he aquí un itinerario del pensamiento relacional, de la fuerza creativa de la analogía. Un recorrido que empieza estableciendo puentes entre realidades concretas y orgánicas, pasa por la transposición sensorial y termina juntando o evocando realidades abstractas o inmateriales. Tal vez por todas esas bondades es que este itinerario del símil a la alegoría merece una mejor atención didáctica en los procesos educativos, al igual que un esfuerzo de cualquier persona o profesional para incorporarlo a sus modos de comprensión de sí mismo y de los demás, y para enriquecer las estrategias discursivas con que nombra el mundo que habita o desea transformar.

Los émulos de Kirilov

27 domingo Sep 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

≈ 2 comentarios

Ilustración de Pawel Kuczynski.

El suicidio: ¿absoluta soledad o absoluta lucidez? Heinrich von Kleist, Sylvia Plath, Vladimir Maiacovsky, Sergei Esenin… larga fila de artistas, émulos de Kirilov. Con razón afirma Milan Kundera: “Cuando los poetas traspasen por error los límites del salón de los espejos, morirán, porque no saben disparar y cuando disparen sólo acertarán a su propia cabeza”. Yasunari Kawabata, Arturo Koestler, Stephan Zweig… lista interminable de nombres, obras y vidas. Suicidas generalmente condenados por la sociedad, tildados de prófugos que, como aves, levantan el vuelo al sentirse acorralados. Suicidas a los que se ha querido coartar ese acto de íntima libertad.

“Un hombre no se mata, como se piensa comúnmente, en un acto de demencia, sino más bien en un acceso de insoportable lucidez, en un paroxismo que puede, si se empeña uno, ser asimilado a la locura, pues una clarividencia excesiva, llevada hasta su límite y de la que quisiera uno desembarazarse a cualquier precio, rebasa el cuadro de la razón”, ha escrito Emil Cioran. Y prosigue: “el momento culminante de la decisión, pese a todo, no testimonia ningún embotamiento: los idiotas no se matan prácticamente nunca; pero puede matarse uno por miedo, por presentimiento de la idiotez”.

Entre la idea y el acto del suicidio queda un espacio propicio para la cobardía o la indecisión. El rumiar la propia muerte es una búsqueda de ataduras, de raíces que mantengan alguna esperanza. Pero esta meditación sobre la propia muerte es siempre un acto de soledad: una última forma de creación. O, si se prefiere, toda una vida consagrada a un postrer acto. La muerte como un poema: “El suicida” de Jorge Luis Borges:

No quedará en la noche una estrella.

No quedará la noche.

Moriré y conmigo la suma

del intolerable universo.

Borraré las pirámides, las medallas,

los continentes y las caras.

Borraré la acumulación del pasado.

Haré polvo la historia, polvo el polvo.

Estoy mirando el último pájaro.

Lego la nada a nadie.

Séneca, delante de algunos de sus discípulos, abre sus venas dentro de un baño caliente; Gauguin quiso acabar su estadía en Tahití con arsénico; Mishima buscó con el hara-kiri devolverle a su patria una dignidad ancestral… Walter Benjamin, Otto Weininger, Lawrence de Arabia, Dylan Thomas, Alfonsina Storni… Cada uno, a su manera, tuvo un máximo de desesperación, un grado culmen de sensibilidad. Es que la naturaleza humana, al decir de Goethe, “puede soportar hasta cierto grado la alegría, la pena, el dolor, pero si pasa o traspasa más allá, sucumbe”.

El territorio del suicida es también el territorio de la pregunta: ¿cuándo?, ¿por qué?, ¿dónde?, ¿quién?, ¿para qué? Preguntas y más preguntas, he aquí la dialéctica del suicida. Si no hay respuestas, si no se devela el misterio, al suicida no lo queda otro recurso que quitarse la vida. Es su ley: buscar la luz o el conocimiento. Aunque, la mayoría de las veces, el exceso de luz lo encandila y el exceso de saber lo lleva a la locura.

Sí, hay otros suicidios. Existe la pérdida de la vida consciente. Nietzsche y Hölderlin, son un ejemplo. Matarse equivale, en estos casos, a un lento perderse en la oscuridad. Un perderse a tientas en el antiquísimo caos, buscando el abismo primordial, “el paisaje final e instantáneo de la demencia”.

Así caí yo mismo alguna vez

desde mi desvarío de verdad,

desde mis añoranzas de día,

cansado del día, enfermo de luz,

–caí hacia abajo, hacia la noche, hacia las sombras,

abrasado y sediento

de una verdad.

Quien se suicida no espera la muerte, sino que sale a su encuentro. El suicida posee una concepción distinta del tiempo: él conoce el final, se lo impone. Por lo mismo, la muerte no lo acompaña desde el nacimiento; el suicida se vuelve mortal sólo cuando concibe la idea de matarse. Todo suicida nace inmortal, hasta que él mismo, cansado, decepcionado o repleto de lucidez, decide parecerse a cualquier hombre. Un suicida es, como lo expresé en un antiguo poema, un dios cansado de su eternidad:

¡Seré Dios por un día!

Separaré la luz de las tinieblas

y nombraré las cosas nuevamente…

Sabré de los sueños realizables.

Descubriré el rostro del Destino.

El tiempo será mío. Escribiré mi historia.

¡Seré Dios por un día!

La omnipotencia habita entre mis manos.

Se ha dicho que el suicida fluctúa entre el sumo valor y la total cobardía. Se ha dicho también que los suicidas transgreden una ley divina, la misma ley que preocupaba a Hamlet: “¡Que el eterno no hubiera fijado su ley contra el suicidio! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!”. Se ha dicho, finalmente, que el suicidio es una banalidad, una tontería. En todo caso, cualquiera que sea el juicio sobre los suicidas, sí hay un elemento indiscutible: matarse es algo más que una huida o una fácil decisión. Quizá sea un acto que escapa a nuestra racionalización, a nuestra concepción de lo normal.

Kirilov, el personaje de Dostoievsky, se propuso no sentir miedo ante la muerte. Fue su propósito vital. Sin embargo, justo antes del disparo, se escuchó un grito. Ese grito sigue siendo el gran misterio, la gran pregunta.

El amor en versos

13 domingo Sep 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

≈ 10 comentarios

Pintura de Roberto Ferri.

Tantos versos dedicados al amor, cuántos poemas para exaltarlo, convocarlo o lamentarse de su pérdida dolorosa en nuestras vidas. Pedro Calderón de la Barca creía que el amor era una “falsa sirena” que “halaga con la boca a quien con la cola mata”; algo semejante pensaba Manuel Machado: el amor es veneno “que envenena y que no mata”; y Rosalía de Castro sabía que el amor es una “inaplicable angustia”, un “hondo dolor del alma”, un “recuerdo que no muere”, un “deseo que no acaba”. Juan Ramón Jiménez escribió que el amor, “saca cantando, con sus brazos frescos, agua del pozo de nuestros corazones”; y Delmira Agustini confesó que el amor “es una flor de fuego deshojada por dos”. Octavio Paz afirmaba que amar es “dejar de ser fantasma con un número a perpetua condenado por un amo sin rostro” y Carlos Castro Saavedra definió este “purgatorio de goces” como “una candela estremecida” que “empuja la noche de la vida hacia la madrugada de la muerte”.

Los poetas y poetisas han intentado definirlo o aproximarse de diferente manera a este sentimiento alado. Jorge Manrique nos regaló varios versos sobre dicho tópico: que el amor era “una porfía forzosa que no se puede vencer”, que “es un placer en que hay dolores” y un “dolor en que hay alegrías”. Así cantaba Manrique en su poema “Diciendo qué cosa es amor”:

Es una cautividad

sin parecer las prisiones;

un robo de libertad

un forzar de voluntad

donde no valen razones.

Pablo Neruda, que tantos versos puso al servicio de este sentimiento, sabía que el amor era “una cuerda dura que nos amarra hiriéndonos”, que “el amor restituye un cristal quebrantado en el fondo del ser”, y reconocía en el otoño de su vida que el amor antiguo “camina en silencio por una eternidad de bocas enterradas”. De igual forma, Pedro Salinas, dedicó gran parte de su obra lírica a desentrañar este “largo adiós que no se acaba”, a comprender esta pasión que “tiene su cima en la resistencia a separarse”, a esa nominación libre de un “tú” que nos saca del anonimato.

Y si bien podríamos extendernos en ejemplos, o en las variadas manifestaciones del amor con sus plenitudes y tristezas, quiero centrarme en esta ocasión en dos poemas que intentan definir esta “libertad encarcelada”, esta “deliciosa mentira”, este “bien arrebatado al cielo”. Empezaré con uno del colombiano Eduardo Cote Lamus que lleva por título, “Esto es amor”:

Esto es amor: llevar en la sangre

el impulso inefable de otra sangre,

buscarse el corazón dentro del pecho

y no encontrarlo hasta palpar su frente,

padecer la ansiedad de ser en otro

como grano de trigo germinando,

es trasladar el mar hasta sus ojos

y sumergirse en ellos hasta el alma,

sentir la eternidad entre las manos

al descubrir a Dios en su mirada,

árbol del bien que las horas traspasa.

Esto es amor: ser uno proyectado.

Subrayo en este poema la idea de que el amor es un impulso en busca de otra sangre, es meternos dentro del propio pecho hasta encontrar la frente de otra persona; es una ansiedad por germinar en otro ser, es trasladarse, salir de sí, con el fin de transformar el mundo y volverlo dádiva o regalo amoroso. Amar, nos dice Cote Lamus, es poder sentir la eternidad entre las manos al descubrir la luz de Dios en la mirada de quien amamos; es ser atravesados por la bondad de ese regalo celeste. Por todas esas cosas que trae o produce este impulso, este sentimiento, es que el amor nos saca del cuarto de lo que somos y nos proyecta hacia otro ser. 

El segundo poema que me interesa resaltar es “El amor está en lo que tendemos” del español José Ángel Valente:

El amor está en lo que tendemos

(puentes, palabras).

El amor está en todo lo que izamos

(risas, banderas).

Y en lo que combatimos

(noche, vacío)

por verdadero amor.

El amor está en cuanto levantamos

(torres, promesas).

En cuanto recogemos y sembramos

(hijos, futuro).

Y en las ruinas de lo que abatimos

(desposesión, mentira)

por verdadero amor.

En este caso, el poeta comienza diciéndonos que el amor nace en un apetito de vínculo, en extender los brazos a la par que las palabras. Que el amor inicia en esos puentes lanzados hacia otra persona. Y de igual modo el amor está en esa alegría que ponemos en alto cuando sentimos o recibimos la brisa del amor. Y porque es un viento jubiloso lo izamos al aire, como para decirles a otros que somos seres privilegiados. Pero, además, para lograr que ese amor sea verdadero, tenemos que combatir el vacío y las largas noches solitarias. Por eso nos son tan necesarias las promesas, esas torres del lenguaje en las que ciframos nuestro anhelo de perpetuidad de este sentimiento. El amor, continúa Valente, es también lo que sembramos con otra persona, así sean hijos o proyectos; y si queremos que ese amor sea en verdad genuino, si en eso nos empeñamos, tendremos que abatir o herir mortalmente nuestros egoísmos y nuestros embustes afectivos; porque si aspiramos al verdadero amor, deberemos ser capaces de desposeernos y aniquilar la falsedad. En todas esas acciones se cifra el amor: “tender”, “izar”, “levantar”, “sembrar” y, muy especialmente, “combatir” y “abatir”.

Retomemos nuestro punto inicial: el amor que “parece mentira de poetas, sueño de locos, ídolo de vanos”, ha inspirado a líricos de diferentes tiempos y latitudes; y cada poeta o poetisa ha intentado señalarle algunos rasgos, dejar constancia de su presencia quemante. Dámaso Alonso se preguntaba, por ejemplo, si el amor “¿era limpio cristal o vestisquero destructor?”; Gabriela Mistral intuía que el amor “habla lengua de bronce y habla lengua de ave”… Y Xavier Villaurrutia nos dejó unos indicios de las maneras de manifestarse el amor en nuestras vidas: “es una suspensa y luminosa duda”, es “una cólera secreta, una helada y diabólica soberbia”, es «una sed, la de la llaga que arde sin consumirse ni cerrarse».

Condiciones del buen escucha

06 domingo Sep 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

≈ 4 comentarios

«La lección de música» de René Magritte.

En una época como la nuestra en la que circula y abunda la información, el ruido llena cualquier espacio público, se exacerban los fanatismos y se alimenta el odio por nuestros conciudadanos, sí que resulta importante poner el tema de la escucha en primer plano. No solo porque sin la escucha es muy difícil establecer relaciones sociales de calidad, sino porque ella misma es un modo de ponernos en contacto con nuestra interioridad y, en gran medida, un medio para apaciguar el deslenguado “yo” y empezar a albergar con discreción el “nosotros”. Detengámonos, en esta ocasión, en las condiciones o requisitos del buen escucha; bien sea como un propósito personal, familiar o laboral, como un modo de participar en los escenarios políticos, o como un mapa de trabajo para los espacios educativos.

La primera condición para ser un buen escucha es nuestra disposición del entendimiento. Más que estar de “cuerpo presente” lo que se necesita es que nuestra mente esté abierta. Esto implica una actitud de apertura hacia mensajes o ideas que, no necesariamente, son afines a nuestras creencias o a nuestra manera de percibir el mundo o la vida. Disponer el entendimiento, en consecuencia, es básico para que cobren “volumen” las opiniones ajenas, para que sean audibles esos mensajes, para que sean legítimas y válidas las opiniones de los demás. Si no hay esa actitud, si nuestros dogmatismos o fanatismos ideológicos nos cierran los oídos, seremos sordos para establecer algún vínculo comunicativo. La disposición de entendimiento, el tener una mente sin talanqueras predeterminadas, ayuda a que cobre interés la voz del semejante, de la pareja, del aprendiz, del amigo; porque ponemos en reserva nuestras convicciones, porque nos permitimos entender que hay otras maneras de comprender un hecho, un problema, una situación, es que podemos hospedar ideas foráneas, abrirnos a los lenguajes del extraño, del diferente, del que no es nuestro compartidario. Esta primera condición, entonces, presupone en el buen escucha ejercicios de tolerancia, de respeto, de flexibilidad y generosidad.

El segundo requisito, tan importante para la meditación y otras prácticas del autocuidado, nace y se potencia en la atención concentrada. Si nuestro oído no lograr percibir bien, si no podemos apartar los ruidos o minimizar las distracciones del ambiente, seguramente nos perderemos de lo medular o esencial de un mensaje. La atención supone una focalización de nuestros sentidos y un deseo interesado por conocer a fondo lo que otro nos dice o comenta; la atención es curiosidad genuina y, al mismo tiempo, es un modo de dignificar al que tenemos frente a nosotros. Atención concentrada es miramiento, esa prudencia que se vuelve tacto y amabilidad; y es también, perspicacia, esa aguda sutileza que nos permite adentrarnos en los detalles aunque no estén muy claros. Si escuchamos con esa cautela moderada, si estamos alertas a un cambio de entonación, a los silencios, a las reiteraciones, si tenemos ese esmero y esa vigilancia sobre los mensajes que nos dicen o comparten, seguramente advertiremos cosas que, de otra forma pasarían inadvertidas o perderían su densidad comunicativa. Este segundo requisito del buen escucha demanda el ejercicio físico constante, tiempo para descansar, algunas técnicas de respiración, la audición selectiva, la meditación, entre otras.

Muy asociada a la anterior está la capacidad de relación entre las partes de un mensaje. Los buenos escuchas interrelacionan, tejen filiaciones de sentido, zurcen lo que parece deshilvanado, ponen en sintonía pedazos, fragmentos, cortes en un discurso. Precisamente, porque se tiene una atención concentrada es que se logra “atar cabos”, “vincular afirmaciones sueltas”, “unir los pedazos del rompecabezas”. La capacidad de relación del escucha hace que el emisor del mensaje compruebe el grado de interés de su interlocutor; es la prueba de que en verdad hay una escucha cabal. Por ser el oído un sentido analítico, por percibirse los mensajes segmento por segmento, resulta fundamental que quien esté escuchando logre “retener” lo que se va diciendo de manera discontinua para luego, en un acto comprensivo, reunir esos pedazos y construir la figura definitiva del mensaje. Si no se posee la capacidad de relación, lo común será que entendamos mal, parcialmente o definitivamente tergiversemos lo que la otra persona nos dice. Buena parte de los conflictos comunicativos nacen de ahí: de reducir el mensaje a un segmento o de descontextualizar la parte dentro de un conjunto. La capacidad de relación presupone, de igual modo, que el buen escucha interpela a su interlocutor para completar los enlaces que le faltan, que no se queda inactivo ante el fluir enunciativo de un determinado emisor. Porque desea configuar las fonounidades de un mensaje es que va más allá del asentimiento gestual o las meras muletillas fáticas. Esta otra condición del buen escucha nos debería llevar a poner siempre las palabras en situación, a no sacar conclusiones apresuradas hasta no tener la totalidad de un mensaje, y a volver a escuchar cuantas veces sea necesario para captar el sentido comunicado.

Precisamente, y esta es otra característica medular de los buenos escuchas, se requiere voluntad de contención para no pasar al reclamo, la ofensa o la interrupción agresiva, cuando percibimos algo que no nos gusta, oímos un término que nos molesta o nos enfrentamos a las razones de un contradictor. La voluntad de contención es saber manejar los tiempos de la espera para que la otra persona acabe de decir lo que piensa, para que desarrolle su planteamiento o finiquite de la mejor foma una disculpa, un reclamo o una confesión. Voluntad de contención es aprender a callarse oportunamente, es retener por un tiempo nuestras razones, así nos parezcan las más legítimas y acertadas, es suspender por unos instantes el juicio crítico, es abstenerse de la descalificación inmediata o el señalamiento estereotipado y excluyente. La voluntad de contención está muy asociada con las prácticas del “morderse la lengua”, conocer la fuerza pasiva del silencio y una ejercitada voluntad para dominar la explosiva manifestación de las pasiones. Esta cuarta característica de los buenos escuchas, como se adivina, implica el discernimiento continuo, el cuidado de nuestras emociones, el autonálisis, la exploración comprensiva de nuestros sentimientos y un decidido gobierno de nuestro temperamento, mucho más cuando se es irascible, agresivo, explosivo o intransigente.

Decía atrás que los buenos escuchas son interactivos con su interlocutor y, por eso, poseen otra característica: son hábiles en la retroalimentación. Saben que la otra persona al hablarles o manifestarles alguna cosa los están invitando a participar de tal comunicación, que no es una simple información sin destinatario, sino un verdadero intento de querer comunicarse, de lanzar lazos para la complicidad, la coparticipación, los vínculos humanos, la confidencia o la catarsis solidaria. Entonces, los buenos escuchas usan gestos, palabras, conectores verbales, aclaraciones, preguntas, reiteraciones que contribuyen a que el mensaje no caiga en el vacío, no muera en la falta de contacto con un destinario. El que nos habla lanza sus palabras al viento, las disemina con la esperanza de que haya un terreno fértil para que esas semillas se desarrollen en plenitud; es una especie de aventura verbal en pos de una reacción, un recoconimiento o una simple contestación. Avivar al otro con muestras de retroalimentación, con signos de reacción empática, contribuye a que nuestro interlocutor sienta que no está en el monólogo o en el delirio en despoblado. Esas habilidades de retroalimentación, tan necesarias en un buen escucha, comienzan con afinar el tino para detectar la oportunidad de réplica, con la prudencia para saber dosificar una interrupción, con el uso adecuado de las pausas y los silencios, y con la selección del lenguaje apropiado a la persona y la circunstancia.

Cabría enumerar otras condiciones, pero basten por ahora estas cinco. Lo esencial de este quintento de características o requisitos del buen escucha está en un cambio de perspectiva o de foco sobre nuestras interrelaciones: más que darle pábulo a la palabra incendiaria u ofensiva, deberíamos comenzar a explorar en las bondades que trae “frenar la lengua” y redescubrir intencionadamente las virtudes de nuestro sentido del oído. Tal vez así, empecemos a familiarizarnos con uno de los modos de acceder a la discreta sabiduría.

Aprender a interpretar obras artísticas

09 domingo Ago 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

≈ 4 comentarios

Rob Gonsalves

Ilustración de Rob Gonsalves.

Las obras de arte, de por sí, tienen la vocación de ser abiertas, disponibles a variadas interpretaciones. Esa es parte de su fuerza expresiva y de un modo particular de vincularse con el receptor. Sin embargo, algunos aprendizajes de la hermenéutica podrían ayudarnos a “mermar” la sobreinterpretación o a convertir la obra en un pretexto para decir cualquier cosa.

Un primer aprendizaje, recalcado por los más expertos hermeneutas, es el de no perder de vista el objeto de nuestro interés. Umberto Eco hablaba de tener siempre presente ese “yunque” para forjar cualquier interpretación. Es decir, en no dejar de lado cada verso, si se trata de un poema; escena tras escena, si se trata de una película; cada motivo, si se trata de una pintura; ir capítulo a capítulo, si es el caso de una novela. Ese sentido primero está hecho de palabras, de imágenes, de pigmentos. Si nos alejamos demasiado de la “materialidad” del objeto estético, terminaremos perdidos en nuestras propias elucubraciones u otorgándole significados a asuntos que, a lo mejor, ni siquiera pertenecen a la obra de arte.

Una segunda cuestión, que sigue siendo para mí una de las claves de una buena interpretación, es la de saber vincular las partes con el todo. El articular en nuestra lectura el detalle con el conjunto. Lo que nos advierten los hermeneutas expertos es que si nos quedamos en las minucias, podemos olvidar que ellas forman parte de una totalidad, y que es en ese conjunto desde el cual podemos entender su papel específico. Pero, si por el contrario, nos aferramos al conjunto, y descuidamos su relación con las partes, terminaremos invisibilizando las cosas que le otorgan la particularidad a una obra artística. Los buenos hermeneutas, por eso mismo, necesitan acercarse y alejarse permanente: un movimiento les permite precisar las minucias; el otro, les ayuda a sopesar o comprender cómo encajan esas piezas dentro del cuadro completo. Aquí vale la pena decir, de una vez, que las interpretaciones de calidad son aquellas que logran relacionar el mayor número de partes con la totalidad. La experticia del hermeneuta estará, entonces, en poner en comunicación el verso, la escena, el diálogo, el capítulo, con aquellas otras unidades que están diseminadas a lo largo de una obra.

Un tercer punto de la hermenéutica es el de orientarse más por una lógica de la validez que de la verdad. Dado que las obras de arte se mueven en la zona de lo posible, de lo imaginario, su aspiración no es alcanzar un significado inobjetable o inalterable, sino más bien abrirle al receptor ventanas para explorar en lo posible, en lo verosímil. En consecuencia, cuando se hace un trabajo hermenéutico lo que aspiramos es a que nuestra interpretación resulte creíble; precisamente, porque hemos sido capaces de hilar con cuidado los diversos hilos de la trama o las diferentes escenas de una película. Si bien no estamos en la búsqueda de una “única verdad”, no por ello podemos decir cualquier cosa o poner a la deriva lo que se nos venga primero a la cabeza. De allí que, y este sigue siendo un consejo valioso para los neófitos hermeneutas, haya que releer un texto, visionar más de una vez el film, mirar y observar muchas veces la pintura, o tener la suficiente atención para hacer varias audiciones de una misma melodía. Como no hay una única verdad que le dé sentido a la obra, la labor del hermeneuta se hace más compleja: tiene que ser capaz de encontrar las mejores vías para que sus premisas sean  válidas; o, para decirlo de manera enfática: que su apuesta interpretativa sea tan consistente, tan convalidada en la misma obra, que llegue de forma contundente a convencernos, a persuadirnos.

Cabe agregar otra enseñanza recalcada por los hermeneutas de oficio: sin un ejercicio previo sobre los aspectos intrínsecos de la obra artística, toda comprensión resultará dándose en un escenario vacío. Este momento inicial se lo conoce como la explicación del objeto estético: aquí la hermenéutica se vuelve exégesis, análisis estructural, identificación de los signos. A mí me gusta denominar a esta etapa del proceso hermenético, la del “desmonte” de las piezas para, como bien se puede imaginar, ver cómo funciona por dentro el artefacto que nos interesa. Dicha labor de descripción y “reconocimiento” del andamiaje, de la estructura, de los mecanismos internos de un poema, una película, una novela, un cuadro, una obra de teatro, es la base para el segundo momento de cualquier interpretación. Me refiero a la “reconstrucción” de todas esas piezas que, con pasión de artesano, hemos ido mirando con atención. El “montaje” corresponde al momento en que nos alejamos un tanto de la obra para armarla con un sentido que hemos ido encontrando a la par que la íbamos desmontando. En realidad esta etapa corresponde a la comprensión; es el tiempo para que nuestra historia, nuestro capital cultural, nuestra propia vida, tiña de sentido o de forma a lo que antes explicamos con paciencia y esmero. La suma de esas dos fases o esas dos instancias es lo que constituye una genuina labor hermenéutica.

Como quinta cuestión útil para hacer hermenéutica está la de tener presente que las interpretaciones tienen niveles o grados de complejidad. Se trata de ir de lo más superficial a lo más profundo o, si se prefiere, de entender que hay estratos en esta tarea de “arqueología” o desentrañamiento del sentido de una obra de arte. No siempre nuestras interpretaciones serán de hondo calado o cabalmente terminadas. Porque, y es bueno señalarlo, si nos adentramos de lleno en una obra, iremos descubriendo más y más cosas, hilaremos significados más sutiles, percibiremos asuntos que a primera vista nos resultaron inadvertidos. El ejercicio hermenéutico va por capas o puede ir haciéndose más fino. Ya el mismo Dante Alighieri advertía en El Convivio de la existencia de por lo menos cuatro sentidos para interpretar un texto: desde el sentido literal y el alegórico, hasta el moral y el anagógico. Recalquémoslo: siempre será posible mejorar la interpretación que tengamos a la mano, dado que cada vez que releemos un poema, cada vez que vemos un film, o cuando conversamos con otros lectores o receptores de la obra artística, vamos hallando nuevos indicios o podemos apreciar cómo empiezan a sobresalir eventos o circunstancias que parecían planos en nuestra primera aproximación.

Cabe agregar un último aspecto sobre las condiciones necesarias del hermeneuta para lograr una interpretación de calidad. La experiencia me ha mostrado que lo fundamental es una voluntad de artesano para habitar y convivir con la obra durante un buen tiempo; conocerla en sus particularidades, apreciar sus rasgos distintivos, entrar en un diálogo frecuente con sus modos de significar o producir sentido. Eso es lo primero, que es también un respeto al esfuerzo de alguien que ha decidido compartirnos el producto de su esfuerzo y su talento. Lo segundo, es que los hermeneutas necesitan contar con buen capital cultural, una “enciclopedia” amplia, como le gustaba decir a Umberto eco, para lograr vincular detalles, motivos, escenas, versos, con otros mundos semejantes del vasto tapiz de la cultura. Los grandes hermeneutas son grandes humanistas; me refiero a personas capaces de integrar en su mirada diferentes artes a la par que un interés por las diferentes ciencias o campos del saber. Porque tienen diversos miradores es que logran unir la urdimbre con la trama de las obras artísticas. Agregaría otra característica mas de corte cognitivo: los hermeneutas son perspicaces, hábiles para las inferencias y el rastreo de indicios. En esta perspectiva, son afinados en la deducción y la inducción y, la mayoría de las veces, diestros en el razonamiento argumentativo. Si bien se dejan permear por la emoción estética, saben ir más allá del “impacto” o la mera “impresión” de una obra. Finalmente, otra condición esencial de los buenos hermeneutas es tener capacidad de creación, ya que los intérpretes son, en realidad, recreadores de la obra de arte que les sirve de motivo. Así que van más allá de lo visto o escuchado, para elaborar un sentido que rebasa los significados inmediatos. Paul Ricoeur, entre otros, ha mostrado que los hermeneutas aportan nuevas lecturas a las convencionales o establecidas, que abren nuevas rutas de acceso a esas manifestaciones de la inteligencia y la sensibilidad humanas.

Salta a la vista con lo dicho hasta aquí que la interpretación es un ejercicio intelectual en el que intervienen capacidades y técnicas, las cuales terminan configurando un método, un camino ordenado y estructurado de “leer” las obras artísticas. En esta perspectiva, la interpretación puede aprenderse y cualificarse y, lo que es más importante, convertirse en una guía para sacarle el mejor provecho a esas manifestaciones culturales que tocan nuestro corazón a la par que interpelan a nuestra mente. Si tenemos ese método para orientar nuestras interpretaciones, menos “traicionaremos” la materialidad de la obra, y poco nos “extraviaremos” en especulaciones gratuitas o apreciaciones delirantes.

La ironía, otro modo indirecto de hacer crítica

26 domingo Jul 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

≈ 2 comentarios

Pawel Kucynski

Ilustración de Pawel Kuczynski

La ironía es un modo de proceder del pensamiento que, haciendo creer una cosa, busca el sentido contrario. La ironía, que empezó siendo un recurso de simulación, de fingirse ignorante como Sócrates para mostrarle al interlocutor su propia ignorancia, es un medio idóneo para hacer crítica social o para tomar distancia de los hechos y, con sutileza, formular una valoración que logre en el lector o receptor despertar su toma de conciencia. La ironía, en este sentido, tiene una “función correctiva” o al menos un espíritu de suspender el embotamiento de la alienación.

De otra parte, la ironía es una estrategia del pensamiento, muy en la línea de lo alegórico, que procede de manera indirecta; es un modo alusivo del discurso que invita al receptor a completar o descubrir lo que allí se dice. La ironía no es directa como el sarcasmo ni burda como la ofensiva grosería; su proceder está en “decir sin decir”, en “aparecer ocultándose”. Y si el interlocutor no está atento o no tiene la suficiente perspicacia para captar el secreto que está oculto, pues no verá o escuchará sino un enunciado sin trascendencia. Desde luego, para que eso sea posible, la realidad que la ironía toma como motivo debe ser lo suficientemente conocida por el lector o escucha. Ese es el pacto para que brote la sonrisa, el discernimiento o el golpe reflexivo. En esta perspectiva, la ironía participa del mismo mecanismo empleado por el humor, especialmente de esos que llamamos “chistes de doble sentido”. Porque si no se logra descifrar ese telón de fondo sobre el cual actúa la frase o el enunciado irónico, no se captará a cabalidad el sentido del mensaje o se terminará sin entender la ocurrencia jocosa.

El modo como la ironía logra su cometido es a través de ciertos recursos retóricos como la litote (decir menos para significar más), la antífrasis (afirmar lo contrario de lo que se dice), el oxímoron (juntar sentidos opuestos), la paradoja (aproximar ideas aparentemente irreconciliables), la caricatura (exagerar con intención burlesca), el asteísmo (alabar con apariencia de censurar o reprochar con intención de elogiar). Es decir, usando recursos literarios que tienen que ver con el “desvío del sentido”. Por eso, la clave cuando se escribe una ironía es “cambiar de dirección una expresión”, o “alterar el significado”, o “tomar una palabra por su significación menos habitual o darle otra acepción ingeniosa”. Con esos y otros recursos como la parodia, la sátira o el pastiche, el ironista pone en tensión lo ideal con lo real, las “buenas intenciones” con las “verdaderas intencionalidades”. Su propósito es desenmascarar o sacar a la luz lo que por nuestro fanatismo o nuestra ignorancia, consideramos normal o sin ninguna objeción. La ironía se convierte así en una herramienta de confrontación y de autoexamen, un modo de azuzar nuestra modorra moral o de sacarnos de los encantamientos del statu quo. La ironía lleva con sus frases u observaciones a que se produzcan en nuestra mente disociaciones, contradicciones, actitudes de alerta, disposición hacia la duda y la sospecha. Por supuesto, la ironía lo hace de manera amable, haciéndole guiños a la inteligencia del receptor, llevándolo a esbozar el reconocimiento del error o la falta moral con una sonrisa.

La materia prima con la cual trabaja la ironía, la piedra de toque que le sirve de motivo y detonante para sus construcciones, está hecha de apariencias, de engaños o mentiras, de adormecimientos masivos, de fanatismos ciegos, de ignorancias que se perpetúan por la soberbia, de los engaños propios o colectivos. Sobre ese caldo de cultivo el ironista toma distancia, pone en salmuera el evento que le interesa, analiza con detalle un acontecimiento, un discurso, una forma de proceder, para ver dónde se oculta aquello de lo que se presume, dónde se pierde el buen juicio y se comienza a aceptar como verdad irrefutable lo que es apenas un aspecto de un hecho o un problema, y dónde, hemos dejado que los miedos interiores nos engatusen, llevándonos a silenciar nuestro apetito de libertad. Precisamente, es esta labor de leer entre líneas, de fijarse en el envés de las cosas, de sacar a la luz lo soterrado y falaz lo que vincula a la ironía con el pensamiento crítico. Porque, mediante ese modo indirecto de decir y develar de la ironía, es que la crítica no solo denuncia, sino que contribuye a aumentar los niveles de conciencia, tanto personales como colectivos. El ironista se atreve, como el fabulista, a señalar de manera oblicua los vicios de la condición humana, los abusos de los poderosos, las variadas situaciones de injusticia, las trampas del sectarismo y la intolerancia. Y esto lo hace con ingenio, con humorismo, confiando en que el receptor, al descubrir el sentido implícito de la ironía, se torne en un cómplice que comparta el mensaje de fondo que se desea comunicar.

Es evidente que la ironía comporta un gusto especial por demoler lo establecido, hallarle fisuras a la suficiencia o la arrogancia del poderoso, ver detrás del autoengaño o la falsa conciencia que tiende a mostrarse sin mancha o limpia de maldad. La ironía es más escéptica que optimista, más certera en las ambigüedades de la condición humana, más atenta a las contradicciones frecuentes entre “el hombre y la bestia”. Y si hay una imagen que podría servir para ilustrar su labor es la del espejo: cuando leemos o cuando escuchamos una ironía lo que encontramos es un discurso reflexivo para apreciar mejor nuestros defectos, nuestros intereses más mezquinos, nuestros errores constantes al interrelacionarlos o aquellas cosas que hacemos a escondidas y que procuramos ocultar por todos los medios. El espejo de la ironía nos devuelve una imagen más completa de lo que somos; nos rompe la idea de que somos siempre los mismos o de que nuestra identidad es única e infalible. Y aunque al comienzo sintamos que sus enunciados son duros o descarnados, lo cierto es que esa imagen reflejada nos enriquece y nos hace o nos debería hacer más prudentes, más humildes, menos entregados a la credulidad o a la arrogancia de nuestro limitado saber. La ironía es un buen remedio para aquilatar la exaltación de nuestras pasiones o los cambiantes rostros de nuestra mezquindad. Así lo corrobora Vladimir Jankelevich: “la ironía es una gran consoladora y al mismo tiempo un principio de mesura y equilibrio”.

Hasta aquí he delineado las particularidades de la ironía verbal, añadamos unas líneas sobre la ironía situacional, esa que tipificamos bajo el  membrete de “ironías de la vida”. Me refiero a las vueltas del destino, a las “peripecias contradictorias de la existencia” que a veces humilla al soberbio y, otras, ofrece salidas victoriosas al vencido. Este tipo de ironía aparece para el observador atento que ve en la proximidad de elementos o hechos, oposiciones que exacerban el contraste entre apariencia y realidad. Hay ironía de situación cuando los “golpes del destino o la fortuna” o la lógica extraña del azar ponen al poderoso en condición de dependencia o cuando lo que se busca con ansias, por considerarlo la suma felicidad, al poseerlo termina siendo el mayor dispensador de calamidades. La ironía de situación, tan retomada por los novelistas y dramaturgos, se vale de la “inversión” de las circunstancias, de las “identidades ocultas” y del pequeño paso que existe, al pensar de Mirabeu, entre el apogeo y el hipogeo; es decir, entre los momentos más altos de perfección, intensidad o grandeza de una persona o una sociedad y los más bajos o subterráneos a los que puede llegar. Esta forma de percibir la ironía, de apreciar lo cerca que está el heroísmo de lo patético y la tragedia de la comedia, por momentos raya con el absurdo y, en otros casos, preludia el escepticismo más radical. Pero lo que resulta provechoso para el ironista de situación es sacar partido de tales contradicciones y, a través de ellas, ilustrar o ejemplificar las consecuencias de una existencia no reflexionada o, de mostrarnos con casos o eventos cotidianos, que la vida  –por más que la planifiquemos o queramos controlar–no está exenta del riesgo, la casualidad y las habituales contingencias.

Bien parece, entonces, que la ironía verbal o de situación hace las veces de una toma de distancia que tanto nos ayuda a “extrañar” lo conocido, a verlo no con la ceguera de los sentimientos cercanos, sino con la luz de la razón que aleja comprensivamente los afectos. Este cambio de perspectiva, de alejar lo habitual, es el que dota a la ironía de una impronta o de un principio que atraviesa todas sus manifestaciones: “las cosas no son lo que parecen”. Por eso, el ironista nos invita a estar vigilantes para no confundirnos con las manifestaciones ambiguas entre apariencia y realidad.

Referentes bibliográficos

Pierre Schoentjes, La poética de la ironía, Cátedra, Madrid, 2003.

Vladimir Jankélévitch, La ironía, Taurus, Madrid, 1983.

Wayne C. Booth, Retórica de la ironía, Taurus, Madrid, 1986.

Pere Ballart, Eironeia. La figuración irónica en el discurso literario moderno, Quaderns Crema, Barcelona, 1994.

El abuso en los incisos

12 domingo Jul 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

≈ 2 comentarios

Nudos

En las correcciones a los textos producidos por los participantes en los cursos de Redacción que imparto he notado en buena parte de ellos un problema frecuente y es el empleo excesivo de incisos. Tal forma de construir los párrafos torna la prosa lenta, difusa, y es una de las causas de la pérdida de claridad y la digresión sin norte. Valdría la pena retomar algunos ejemplos para analizarlos y lograr sacar conclusiones útiles en esta siempre inacabada labor de aprender a escribir.

Transcribo unos primeros textos, tomados de una de las ponencias redactadas durante un curso. Estos escritos ya han pasado por el cedazo de al menos tres o cuatro correcciones:

a) Esto es, los lectores hoy pueden recurrir a textos físicos, audio e hipermediales, lo que se ha convertido, para ellos, en una gama de posibilidades frente a sus gustos.

b) En este segundo aspecto, la práctica de la lectura, bien sea por necesidad o por gusto, requiere de una consciente disposición desde donde se pueda intercambiar, con profundidad, con autores y textos

c) Puesto que la enseñanza-aprendizaje es un proceso, es obvio que, también, en este ámbito, la pausa implica tener en cuenta simbologías y acciones alrededor de la lectura.

En el primer caso, uno puede notar que la idea inicial, la de “los lectores hoy pueden recurrir a textos físicos, audio e hipermediales”, termina desdibujada por la intromisión de una segunda idea: “una gama de posibilidades frente a sus gustos”. Pero lo que hace más sinuosa la redacción es la inclusión de incisos como: “lo que se ha convertido” y “para ellos”. Al intercalar esos pedazos de texto, lo que sucede es que se pierde el foco preliminar de la idea; se fractura el orden natural del discurso. Podríamos sugerir una alternativa de solución:

Los lectores hoy pueden recurrir a textos físicos, audio e hipermediales y convertirlos en una gama de posibilidades frente a sus gustos.

Analicemos el caso siguiente. Hay dos incisos que desvían la idea de base: “bien sea por necesidad o por gusto” y “con profundidad”. Lo que no debía tener obstrucciones es el planteamiento de que “la práctica de la lectura requiere de una consciente disposición desde donde se pueda intercambiar con autores y textos”. Hay otras falencias en la redacción, pero lo que me interesa es mostrar cómo se diluye una idea por culpa del uso excesivo de intercalaciones como las mencionadas. Sería más limpio y más claro para el lector una frase como la siguiente:

En este segundo aspecto, la práctica de la lectura requiere de una consciente disposición para intercambiar significados con los autores o los textos.

Los dos incisos, si es que tienen una relevancia para el autor, podrían formar parte de una segunda idea o condesarse en un adverbio u otra expresión que cualifiquen o adjetiven, pero sin obstruir la fluidez del pensamiento:

En este segundo aspecto, la necesidad o el gusto de la práctica de lectura requiere de una consciente disposición para intercambiar en profundidad significados con los autores o los textos.

Detengámonos en el tercer fragmento. Lo primero que notamos es la abundancia de comas que son un indicio del excesivo uso de incisos. La idea con la que se empieza es fracturada hacia la mitad por “aclaraciones” que en lugar de hacerla más transparente para el lector, lo que logra es el efecto contrario: confundirlo o alejarlo del sentido propuesto. Una posible salida a tales falencias estaría en suprimir dichos incisos y eliminar unas comas innecesarias:

Puesto que la enseñanza-aprendizaje es un proceso, es obvio que la pausa implica tener en cuenta simbologías y acciones alrededor de la lectura.

Lo que me interesa señalar con estos ejemplos es que el abuso de los incisos oscurece la prosa y diluye el propósito comunicativo de nuestras ideas. Quizá por el deseo del escritor de decirlo todo en unas líneas, o por la falta de usar conectores lógicos adecuados o porque no tiene el tino para saber usar los signos de puntuación es que termina interpolando palabras o frases en una oración. También resulta oportuno decir que esto sucede porque se redacta el texto como van saliendo las ideas de la cabeza, sin un plan previo, y el resultado es una prosa atiborrada en la que la última palabra de una línea tiende a ramificarse en direcciones opuestas al tronco preliminar de una frase. Frente a este problema la relectura de lo que se va escribiendo es fundamental. De igual modo, resulta de gran ayuda emplear las posibilidades de la sintaxis, de organizar de otra manera los diversos elementos de una oración. 

Tomemos ahora un segundo grupo de ejemplos con el fin de corroborar lo expuesto y, al mismo tiempo, ofrecer alternativas de solución:

a) Así, desde el diálogo con la vida, y volviendo a lo ya señalado por Larrosa, podríamos afirmar que la biblioteca, más que un espacio, es algo que sucede al sujeto.

b) Esta es, de este modo, un llamado a poner entre paréntesis las necesarias estadísticas, para escuchar en la voz del sujeto esos impactos que la biblioteca ha generado desde la perspectiva de la información, formación y creación, de su autonomía como sujeto libre.

En el apartado “a” salta a la vista la construcción quebrada de la frase. Hay cinco comas seguidas que opacan la figura de la idea. Si se hubieran usado las rayas se habrían economizado al menos dos de ellas. Pero más allá de este otro tipo de recursos para redactar, lo que deseo destacar es una manera de  construcción intermitente, llena de interrupciones que conduce a la dispersión del lector. Bastaría hacer unos pequeños cambios para recuperar la continuidad de la idea:

Así, desde el diálogo con la vida, podríamos afirmar que la biblioteca es algo que sucede al sujeto (Larrosa, 2002).

O intentar meter al autor citado dentro del mismo desarrollo expositivo:

Así, desde el diálogo con la vida, podríamos afirmar con Jorge Larrosa que la biblioteca es algo que sucede al sujeto.

También cabría hacer otros ajustes, si es vital para nuestro planteamiento incluir lo del espacio:

Así, desde el diálogo con la vida, podríamos afirmar con Jorge Larrosa que la biblioteca más que un espacio es algo que sucede al sujeto”

Si nos detenemos en el ejemplo “b” podemos inferir varias cosas. La primera de ellas es que se empleó al empezar un doble conector que entorpece el movimiento del discurso. La segunda, que hay puestas comas innecesarias y, tercero, que faltó tejer mejor el argumento. De igual modo se presenta una repetición del término “sujeto” que poca variedad lexical le ofrece al párrafo. Sería suficiente para remediar estos fallos hacer unas ligeras correcciones:

Este es un llamado a poner entre paréntesis las necesarias estadísticas para escuchar en la voz del usuario esos impactos que la biblioteca ha generado en la información, formación y creación de su autonomía como sujeto libre.

De los cinco ejemplos puestos en consideración es válido sacar algunas conclusiones. Para empezar, que el uso excesivo de incisos le resta velocidad y precisión a la prosa. Otro resultado es que la abundancia indiscriminada de dichas intercalaciones puede llevar a un estilo en el que prime la digresión y no la concisión. De igual forma, si se abusa de esta desviación en el discurso, lo más probable es que el lector pierda el hilo de una exposición o la secuencia lógica de un argumento. Por todo ello, si se van a usar incisos en una frase es prioritario saber cuándo es pertinente hacerlo o cuándo resulta innecesario aglomerar esas pequeñas informaciones. Sea como fuere, es mejor conservar en la escritura la fluidez y la claridad, que apostarle a una redacción cortada, suelta y plagada de explicaciones superfluas.

Y si, por diversos motivos, es imperativo intercalar explicaciones dentro de un período deberíamos tener en mente los diversos recursos con que contamos en español. Desde la coma, hasta el paréntesis y la raya. Digo esto para evitar párrafos inundados de comas, y en los que escasea el punto seguido y el punto y coma. Si se sabe sopesar el peso de la información que se intercala en una idea se podrá elegir con tino el uso de uno u otro signo. Considero que la raya es una gran aliada cuando notamos que empiezan a multiplicarse las comas; siempre y cuando la aclaración que hagamos no sea tan extensa como para convertirse en otra idea demasiado alejada de su fuente. También ayuda a solucionar la prosa fracturada por la proliferación de incisos emplear frases no tan largas y sacarle provecho a la función de amarre de los conectores lógicos. En resumen, aprender a escribir es un permanente esfuerzo para limpiar a la prosa de ripios, dar el suficiente ritmo a la frase mediante el uso apropiado de los signos de puntuación y saber cohesionar las ideas en un apartado. Entre menos vueltas y recovecos le demos a un asunto más directa y ágil será nuestra escritura, más claras resultarán las ideas, y más contundente la fuerza comunicativa de su mensaje.

← Entradas anteriores

Entradas recientes

  • ¿Por qué Orfeo perdió a Eurídice?
  • Un nuevo libro sobre la escritura y sus tipologías
  • Lo prometedor de la belleza
  • El balón de cuero
  • Un miniensayo en seis pasos

Archivos

  • enero 2021
  • diciembre 2020
  • noviembre 2020
  • octubre 2020
  • septiembre 2020
  • agosto 2020
  • julio 2020
  • junio 2020
  • mayo 2020
  • abril 2020
  • marzo 2020
  • febrero 2020
  • enero 2020
  • diciembre 2019
  • noviembre 2019
  • octubre 2019
  • septiembre 2019
  • agosto 2019
  • julio 2019
  • junio 2019
  • mayo 2019
  • abril 2019
  • marzo 2019
  • febrero 2019
  • enero 2019
  • diciembre 2018
  • noviembre 2018
  • octubre 2018
  • septiembre 2018
  • agosto 2018
  • julio 2018
  • junio 2018
  • mayo 2018
  • abril 2018
  • marzo 2018
  • febrero 2018
  • enero 2018
  • diciembre 2017
  • noviembre 2017
  • octubre 2017
  • septiembre 2017
  • agosto 2017
  • julio 2017
  • junio 2017
  • mayo 2017
  • abril 2017
  • marzo 2017
  • febrero 2017
  • enero 2017
  • diciembre 2016
  • noviembre 2016
  • octubre 2016
  • septiembre 2016
  • agosto 2016
  • julio 2016
  • junio 2016
  • mayo 2016
  • abril 2016
  • marzo 2016
  • febrero 2016
  • enero 2016
  • diciembre 2015
  • noviembre 2015
  • octubre 2015
  • septiembre 2015
  • agosto 2015
  • julio 2015
  • junio 2015
  • mayo 2015
  • abril 2015
  • marzo 2015
  • febrero 2015
  • enero 2015
  • diciembre 2014
  • noviembre 2014
  • octubre 2014
  • septiembre 2014
  • agosto 2014
  • julio 2014
  • junio 2014
  • mayo 2014
  • abril 2014
  • marzo 2014
  • febrero 2014
  • enero 2014
  • diciembre 2013
  • noviembre 2013
  • octubre 2013
  • septiembre 2013
  • agosto 2013
  • julio 2013
  • junio 2013
  • mayo 2013
  • abril 2013
  • marzo 2013
  • febrero 2013
  • enero 2013
  • diciembre 2012
  • noviembre 2012
  • octubre 2012
  • septiembre 2012

Categorías

  • Aforismos
  • Alegorías
  • Apólogos
  • Cartas
  • Comentarios
  • Conferencias
  • Crónicas
  • Cuentos
  • Del diario
  • Del Nivelatorio
  • Diálogos
  • Ensayos
  • Entrevistas
  • Fábulas
  • Homenajes
  • Investigaciones
  • Libretos
  • Libros
  • Novelas
  • Pasatiempos
  • Poemas
  • Reseñas
  • Semiótica
  • Soliloquios

Enlaces

  • "Citizen semiotic: aproximaciones a una poética del espacio"
  • "Navegar en el río con saber de marinero"
  • "El significado preciso"
  • "Didáctica del ensayo"
  • "Modos de leer literatura: el cuento".
  • "Tensiones en el cuidado de la palabra"
  • "La escritura y su utilidad en la docencia"
  • "Avatares. Analogías en búsqueda de la comprensión del ser maestro"
  • ADQUIRIR MIS LIBROS
  • "!El lobo!, !viene el lobo!: alcances de la narrativa en la educación"
  • "Elementos para una lectura del libro álbum"
  • "La didáctica de la oralidad"
  • "El oficio de escribir visto desde adentro"

Suscríbete al blog por correo electrónico

Introduce tu correo electrónico para suscribirte a este blog y recibir avisos de nuevas entradas.

Únete a otros 850 suscriptores

Powered by WordPress.com. Tema: Chateau por Ignacio Ricci.