Buena parte de la cotidianidad universitaria consiste en leer textos académicos que, como mostraré más adelante, tienen unas particularidades y unas intenciones formativas determinadas. Dejar de enfrentar a los estudiantes a este tipo documentos porque nos “les gustan” o porque les parecen “dispendiosos” es una postura docente que en nada beneficia el desarrollo de las capacidades cognitivas superiores de sus aprendices, como tampoco le hace justicia a un trabajo de calidad de las instituciones universitarias. Miremos, con algún detalle, las razones que sustentan mi tesis.
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Al leer textos académicos aprendemos un “lenguaje particular”, “especializado”, distinto al sentido común o al habla circulante. Ser estudiante de educación superior es proveerse de ese nuevo lenguaje, conocer sus modos específicos de significación, descubrir el orden discursivo como se expone un tema o se sustenta una tesis. La lectura de textos académicos, por lo mismo, supone un esfuerzo cognitivo para aprender una serie de definiciones precisas y un vocabulario determinado sobre diferentes temas, asuntos o problemas. Si no se aprende la especificidad de ese lenguaje será muy pobre o insuficiente la lectura de textos académicos.
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Los textos académicos, en gran medida, desarrollan sus planteamientos a partir de distinciones. Tal esfuerzo lógico del pensamiento es el que ha permitido diferenciar los campos del saber y responder a la complejidad del mundo y de la existencia humana. Conocer y apropiar tales distinciones contribuye a superar un modo de saber centrado en nociones generalistas, que tiende a refundirlo todo en términos clichés y a estereotipar la realidad con los filtros de lo sobrentendido y dado por hecho. Hacer ver y enseñar este tipo de distinciones es una de las claves de las buenas prácticas de lectura crítica orientadas por los docentes universitarios.
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Los textos académicos privilegian y salvaguardan la voz de unos autores. No es asunto menor distinguir y conservar en la memoria los nombres de quienes producen los textos académicos, especialmente aquellos que se consideran “clásicos” en una profesión o que han hecho una contribución de gran aliento en un campo disciplinar. Conocer esos nombres, darles densidad histórica, es tanto como obtener los referentes fundacionales de una carrera o un oficio; en esta perspectiva, darle valor y relevancia a los autores de los textos que se leen en clase es una forma de contrarrestar la banalización de los contenidos curriculares expresada en frases como “lo que dice en las fotocopias”. Insistir en el reconocimiento de estos autores es vincular las profesiones con su aparición en la historia y su rol en la dinámica social de la producción de saber.
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Los textos académicos se centran casi siempre en “obras esenciales”, “indispensables” o “fundamentales” de una disciplina o profesión porque ellas son las que dan sentido y consistencia teórica a la tradición de un oficio. Dicho repertorio de obras, que el docente ha seleccionado con sumo esmero y buena secuencialidad didáctica, hace parte del “plan lector obligatorio” que cualquier aprendiz necesita estudiar a fondo a lo largo de su programa de estudios. Dar cuenta de esas obras, leerlas en profundidad, es una de las condiciones de egreso o una de las capacidades intelectuales de cualquier profesional de calidad.
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La dificultad de ciertos textos académicos presupone el desarrollo de habilidades cognitivas como el análisis, la inferencia, la deducción, la comparación, que son consustanciales a la educación superior. Los textos académicos piden, por su misma estructura y confección, abordarse de otra manera a la simple hojeada o las lecturas de “picar un poco de aquí y de allá”. Para sacarle todo el jugo al contenido de estos textos es necesario ejercitar, de manera previa o a la par que se los lee, unas operaciones formales de pensamiento que entrañan el razonamiento lógico, la argumentación, la explicación pormenorizada y la reconstrucción comprensiva. El trabajo intencionado en estas habilidades cognitivas, con suficientes ejercicios en clase, es una labor vertebral de los docentes universitarios.
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Los textos académicos presentan una relación con otros textos que se hace evidente en las citas y las notas a pie de página. Si algo distintivo tienen las prácticas de lectura universitaria es que los textos siempre se trabajan mirando los intertextos. La letra menuda, las referencias a otros libros o a otros autores, ya no son información insustancial o datos secundarios, sino pistas del proceso mental o investigativo llevado a cabo por el autor, evidencias de las obras que le sirvieron de guía o hitos clave de su fundamentación expositiva. Profundizar en dichas filiaciones bibliográficas, seguir el itinerario de tales fuentes, ayuda a que los estudiantes entiendan el vínculo que tiene el conocimiento presente con el saber acumulado del pasado y los habilite o anime para aportar en la producción intelectual del porvenir.
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La lectura de textos académicos supone un desglose explicativo de sus partes a la par que una reconstrucción comprensiva de su macroestructura. Tan importante son los detalles como la visión de conjunto de una obra; así que, habrá que desarrollar la paciencia y el ojo avizor del estudiante para que pueda meterse en el fondo de un párrafo, de una idea, de una línea, o el significado cabal de un término; como también, tendrá que enseñarse la toma de distancia de un documento para lograr apreciar de qué manera esos pequeños elementos configuran o dan sentido al conjunto. La dinámica entre explicar y comprender un texto es una habilidad que debe hacer parte de las competencias profesionales de cualquier estudiante universitario.
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No se puede profundizar en el significado de los textos académicos sin la práctica de la relectura. Cuando se relee, a partir de indicaciones precisas y estratégicas del docente, se descubre que el texto tiene diferentes capas o estratos de significado; que en una mole textual pueden percibirse franjas de información en la superficie, pero también advertirse otras zonas más ocultas. Por supuesto, dependiendo del grado de relectura se tendrán diferentes niveles de comprensión. Al releer se logra profundizar en el contenido, establecer relaciones, percatarse de pormenores inadvertidos en una primera y única lectura, hacer aflorar sentidos ocultos, aquilatar la figura del conjunto con la individualidad de las partes. Una docencia centrada en el aprendizaje ideará formas para lograr este cometido.
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El uso focalizado de las preguntas por parte del docente es uno de los recursos privilegiados para ahondar en los textos académicos. Pero no en la perspectiva de evaluar o lograr un control de la lectura, sino para abrir nuevas ventanas al texto, para ofrecerle al estudiante unos lentes diferentes a sus ojos. El uso de preguntas –pensadas a la par que se diseñan otro tipo de actividades– focalizan el acceso a un documento, reorganizan la información, ofrecen indicios para ligar aspectos desperdigados, amplían determinados asuntos. El diseño de estas preguntas, al inicio, durante o después de la clase, articulan las fases o los momentos de la planeación didáctica.
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Una apropiación mayor de los textos académicos se logra mediante la producción de textos escritos derivados de su lectura. Además de propiciar el análisis y la síntesis, estos textos contribuyen a favorecer el pensamiento crítico. La solicitud de escritos argumentativos, como el ensayo, permite que el estudiante aprenda a identificar y ubicar una tesis, sepa usar los argumentos que la soportan y logre darles coherencia y consistencia a sus ideas mediante el empleo adecuado de conectores lógicos. La selección de la tipología textual –ya sea comentario, reseña, ensayo–, como los ejemplos de referencia y las rúbricas correspondientes, necesitan pensarse en relación con el tipo de texto académico que el docente haya seleccionado.
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El uso de textos académicos por parte del profesor demanda una preparación tanto del contenido como de la manera en que hay que enseñar a leer este tipo de documentos. Las estrategias de enseñanza previstas, el paso a paso de una secuencia de aprendizaje, las habilidades para discriminar información, las actividades en clase o los productos esperados, todo ello presupone buenos conocimientos de didáctica específica. Además de los contenidos, los maestros tenemos la responsabilidad de enseñar cómo se componen esta modalidad de textos, cómo exponen y argumentan, cómo construyen ideologías, creencias, discursos morales, estéticos o científicos.
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La lectura de textos académicos de alguna extensión tiene como fin preparar a los estudiantes para seguir con atención el planteamiento y desarrollo de ideas complejas. Condenar a los estudiantes universitarios a que únicamente lean textos demasiado fáciles o de corta extensión, ser complacientes con esa pereza cognitiva que los acostumbra a “deme todo masticado”, es alcahuetear una baja condición intelectual y una frívola banalidad en las ideas. Una educación en lo superior, y más en nuestro tiempo, conlleva al dominio de estructuras de pensamiento múltiples y variadas como el discernimiento ante dilemas morales, el análisis para la toma de decisiones o la búsqueda de alternativas para la resolución de un problema.
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Gran parte de los textos académicos, aunque están circunscritos a un campo disciplinar, permiten el diálogo interdisciplinario. Una genuina educación universitaria aboga por el diálogo de saberes. En esta perspectiva, los textos académicos seleccionados por un docente, además de proveer nuevos conocimientos y habilidades intelectuales, no deben perder de vista el objetivo primordial de la educación universitaria: propiciar la formación humanística, desarrollar la formación integral de todas las dimensiones de la persona, incentivar la reflexión crítica propositiva y preparar a los futuros egresados para la ciudadanía responsable y la comprensión transformadora de su entorno.