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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Publicaciones de la categoría: Comentarios

Releer la poesía de Eugenio Montejo

09 lunes Oct 2023

Posted by Fernando Vásquez in Comentarios

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No me canso de leer y recomendar los poemas del venezolano Eugenio Montejo. En este blog he comentado sus poemas “El canto del gallo”, “Verso”, y en mis libros Vivir de poesía y La palabra inesperada, dediqué unas páginas a dos de sus textos: “El buey” y “El poeta”, respectivamente. De Montejo me gusta su lírica concentrada, de observación perspicaz y con un tono de voz sabia como es la de quienes logran develar verdades profundas en las cosas sencillas. He seleccionado para esta ocasión tres de sus poemas. Empezaré con uno de su libro Algunas palabras (1976).

LOS ÁRBOLES

Hablan poco los árboles, se sabe.

Pasan la vida entera meditando

y moviendo sus ramas.

Basta mirarlos en otoño

cuando se juntan en los parques:

sólo conversan los más viejos,

los que reparten las nubes y los pájaros,

pero su voz se pierde entre las hojas

y muy poco nos llega, casi nada.

 

Es difícil llenar un breve libro

con pensamientos de árboles.

Todo en ellos es vago, fragmentario.

Hoy, por ejemplo, al escuchar el grito

de un tordo negro, ya en camino a casa,

grito final de quien no aguarda otro verano,

comprendí que en su voz hablaba un árbol,

uno de tantos,

pero no sé qué hacer con ese grito,

no sé cómo anotarlo.

El poeta retoma de los árboles su silente manera de permanecer en el mundo. Los árboles “hablan poco”, apenas mueven sus ramas y “pasan su vida entera meditando”. Acaso conversan en otoño, pero sólo los más viejos, y sus voces se “se pierden entre las hojas” y a los hombres no nos llega su mensaje. Poco sabemos de los pensamientos de los árboles, dice Montejo: “todo en ellos es vago, fragmentario”. Quizá su manera de comunicarse sea a través de los pájaros, de los tordos negros, por ejemplo, pero el poeta reconoce que no sabe interpretar esos gritos y mucho menos anotarlos. ¿Qué hacer con esos gritos postreros de “quien no aguarda otro verano”?, ¿cómo descifrar lo que apenas es un murmullo entrecortado? El poeta nos invita a afinar el oído, a cambiar de códigos para deletrear el susurro adolorido de los seres reservados, a despertar o ampliar nuestra caja de resonancia espiritual para que sean audibles otras tonalidades de la vida.

Prosigo con un segundo poema, extraído de su libro Trópico absoluto (1982):

MIS MAYORES

a Alberto Patiño

 

Mis mayores me dieron la voz verde

y el límpido silencio que se esparce

allá en los pastos del lago Tacarigua.

Ellos van a caballo por las haciendas.

Hace calor. Yo soy el horizonte

de ese paisaje adonde se encaminan.

 

Oigo los sones de sus roncas guitarras

cuando cruzan el polvo y recorren mi sangre

a través de un amargo perfume de jobos.

Bajo mi carne se ven unos a otros

tan nítidos que puedo contemplarlos.

Y si hablo solo, son ellos quienes hablan

en las gavillas de sus cañamelares.

Hace calor. Yo soy el muro tenso

donde está fija su hilera de retratos.

 

Mis mayores van y vienen por mi cuerpo,

son un aire sin aire que sopla del lago,

un galope de sombras que desciende

y se borra en lejanas sementeras.

Por donde voy llevo la forma del vacío

que los reúne en otro espacio, en otro tiempo.

Hace calor. Hace el verde calor que en mí los junta.

Yo soy el campo donde están enterrados.

En este caso, el poeta les rinde homenaje a sus mayores, a los que “le dieron la voz verde y el límpido silencio que se esparce en los pastos del lago Tacarigua”. Es una doble herencia la que exalta Eugenio Montejo: la voz y el silencio. El recuerdo de esas personas se convierte en un paisaje humanizado: el poeta mismo es el horizonte por el que transitan aquellos seres de a caballo. Durante todo el poema se transpira el calor de aquel pasado. El poeta oye los sones de las “roncas guitarras”, percibe perfumes de “jobos” y contempla “las gavillas de sus cañamelares”. Cada recuerdo se convierte en un retrato que va fijándose en el muro de su memoria. Y si en un inicio el poeta se autodefinía como un paisaje, ahora se vuelve una pared para retener ese álbum de imágenes. Los mayores son un “aire sin aire”, “un galope de sombras” que van y vienen por el cuerpo del poeta, son “formas vacías” que recorren su sangre. Montejo afirma que ese “verde calor” es lo que hace que en él se junten todas esas personas. Bien parece que el modo de apropiar a sus mayores ya no está representado en un paisaje, ni en un muro, sino en un campo de carne viva donde están enterrados. Los mayores siguen en el poeta, “cruzan el polvo” del olvido, porque él los reúne cuando los evoca, “en otro espacio, en otro tiempo”. Montejo nos enseña que nosotros somos sementera y cementerio de nuestros más queridos mayores.

Y cierro esta mínima antología de Eugenio Montejo destacando un poema de su libro Muerte y memoria (1972):

ORFEO

Orfeo, lo que de él queda (si queda),

lo que aún puede cantar en la tierra,

¿a qué piedra, a cuál animal enternece?

Orfeo en la noche, en esta noche

(su lira, su grabador, su casete),

¿para quién mira, ausculta las estrellas?

Orfeo, lo que en él sueña (si sueña),

la palabra de tanto destino,

¿quién la recibe ahora de rodillas?

 

Solo, con su perfil en mármol, pasa

por nuestro siglo tronchado y derruido

bajo la estatua rota de una fábula.

Viene a cantar (si canta) a nuestra puerta,

ante todas las puertas. Aquí se queda,

aquí planta su casa y paga su condena

porque nosotros somos el Infierno.

La figura de Orfeo está presente en varios poemas de Eugenio Montejo, pero en esta ocasión, el poeta centra su interés en la incertidumbre por la suerte de este dios griego del canto, y los cuestionamientos derivados de desatender la voz de sus epígonos en nuestro mundo contemporáneo. A lo largo del poema Montejo mantiene un tono dubitativo, cuando no profético: a la par que se pregunta, también nos interpela: ¿puede aún hoy Orfeo enternecer con su canto a los animales, a las piedras?, ¿quién atiende a sus auscultaciones estelares?, ¿será que sigue cantando?, ¿abriremos nuestras puertas para que entren sus anuncios y revelaciones? El poeta afirma que, en nuestro siglo, Orfeo pasa “tronchado y derruido” porque somos insensibles a sus melodías, porque lo dejamos plantado a la entrada de nuestras casas. Salta a la vista que la figura de Orfeo le sirva a Eugenio Montejo para relacionarla con la voz del poeta, con el trabajo clarividente de la poesía. ¿Escuchamos con atención hoy lo que dicen los versos?, ¿tenemos tiempo suficiente para descubrir el sentido figurado que anuncian estos textos de reducidas y rítmicas palabras?, ¿podemos hincar nuestras rodillas ante la palabra que busca trascendernos? Montejo parece responder negativamente a todas esas preguntas, porque nuestra desatención, nuestra indiferencia y nuestra incapacidad de escucha es el verdadero infierno de Orfeo. El Hades de nuestra insensibilidad es la condena del canto, del mensaje clarividente y apaciguador de la poesía.

Dos modos de conciencia, según Antonio Machado

27 domingo Ago 2023

Posted by Fernando Vásquez in Comentarios

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Ilustraciones de Brad Holland.

La poesía de Antonio Machado, en particular sus Proverbios y Cantares, me sigue gustando mucho más con el pasar de los años. Hay algo esencial en esos versos escritos de manera tan sencilla que se asemejan a la voz leve y profunda de la sabiduría. Los releo con frecuencia y me tomo el tiempo para meditar en cada uno de ellos. Sirva de ejemplo el poema XXXV, que inicia “Hay dos modos de conciencia”.

Hay dos modos de conciencia:

una es luz, y otra paciencia.

Una estriba en alumbrar

un poquito el hondo mar;

otra, en hacer penitencia

con caña o red, y esperar

el pez, como pescador.

Dime tú: ¿cuál es el mejor?

¿Conciencia de visionario

que mira en el hondo acuario

peces vivos,

fugitivos,

que no se pueden pescar;

o esta maldita faena

de ir arrojando a la arena,

muertos, los peces del mar?

El poema hace evidente dos maneras de ser, “dos modos de conciencia”, mediante las cuales vemos o entendemos el mundo, la vida misma. La primera de ellas está gobernada por la luz; la segunda, por la paciencia. Y si una se basa en “alumbrar”, en ofrecer luces rápidas a lo que nos parece oculto o no fácil de comprender; la otra, está más asociada a la espera, al acto “penitente” de aguantar que esas zonas de realidad nos revelen sus claves para develarlas.

Antonio Machado nos invita a reflexionar sobre cuál camino será el mejor, y nos pone ante los ojos una disyuntiva: disfrutar como visionarios lo que se mantiene libre (“los peces vivos”) y no podemos agarrar, o sacrificar el dinamismo de lo vivo para quedarnos con lo que apresamos en nuestras redes (“los peces muertos”). Es evidente la relación que el poeta establece con esos dos modos de conciencia que, en muchos sentidos, son también maneras de relacionarnos con el entorno, las personas, el mundo que habitamos: fantasía y realidad. Algunos dirán que prefieren dejar libres los peces, atenerse a lo fugitivo, disfrutar la fugacidad de lo que se les aparece; mantenerse en cierta disposición contemplativa de la existencia. Otros, en cambio, dirán que no les sirven “esos peces de fantasía”, porque necesitan algo para poner en su plato, la fuerza de la evidencia, el control sobre lo que parece escabullirse de sus manos. Ese es un primer nivel de aproximación a lo que el poeta nos plantea. Sin embargo, podemos ahondar un poco más.

El primer modo es pura luz, es “alumbrar un poquito” aquello que buscamos o nos interesa; se parece a una aproximación o una relación no invasiva. Hay como algo de clarividencia en esta forma de comprender el mundo y la vida. No hay demasiada intervención en el objeto, en aquello que tenemos al frente; se trata de dejarlo libre, manteniendo su libertad o su naturaleza. El segundo modo, por contraste, se gesta en la paciencia, en el aguante, en la espera silenciosa, en ir poco a poco acercando lo que se sabe lejano o evanescente. Machado califica esa tarea de “maldita” porque lo que conservamos ya está muerto o, al menos, ha sido esclavo de nuestras redes. Precisamente ahí está el dilema: dejar que las cosas lleguen o se vayan como vengan, interviniendo lo menos posible o, con férrea voluntad, tratar de hacerlas nuestras, conservarlas cerca a nuestras querencias o apetitos.

Ese dilema lo tiene el hombre cotidianamente o, por lo menos, en situaciones claves de su existencia. Piénsese no más en el amor pasión. ¿Qué es mejor? Contemplar al ser que deseamos, verlo desde la lejanía, apenas confesar nuestra angustia y necesidad de esa persona; respetar sus tiempos y sus silencios; deslumbrarnos con su libertad que huye de nosotros; contentarnos con su fugaz compañía… o, por el contrario, asumir la condición de seductores tranquilos, tender palabras como cañas o redes, aguantar las caprichosas aguas de los afectos, persistir en “la fuerza de nuestro sentimiento” y ansiar al final, con suma alegría, el “ser correspondidos”. En el primer modo, lo que amamos sigue libre, pero no está entre nuestros brazos: no hay lazos irrompibles; en el segundo, lo que anhelamos comparte su cuerpo con nosotros, está al lado nuestro porque ha aceptado un vínculo, pero ha perdido o deslustrado el brillo iridiscente de su libertad. El dilema se acentúa cuando el tiempo se condensa en la costumbre y los hijos reclaman poner en la balanza el deseo de libertad con las duras “faenas” de la responsabilidad.

Pero no solo en el caso de la pasión amorosa caben esos dos “modos de conciencia” que, poco a poco, se convierten en férreas creencias o en una filosofía de vivir. Se hace patente cuando acometemos un proyecto, una meta grande o magnífica. Algunas personas se alegran o conforman con mantener impoluta la ilusión; se precian de conservar esos horizontes imposibles y hasta se regodean con saber que nunca los alcanzarán. Podrán ser tildados de idealistas o soñadores, pero en su corazón necesitan de esos imposibles para jalonar el día a día de sus existencias. Otros y otras, hombres y mujeres, mantienen en alto una meta, un sueño, pero confían en que, con la fuerza de su voluntad, con el trabajo continuo, podrán llegar a conquistar ese horizonte lejano. Mantienen cierto inconformismo con lo que la vida les presenta y prefieren “retarse” o “exigirse” más allá de sus aptitudes o condiciones naturales. A estos últimos se los llama, a veces, realistas, emprendedores o personas con sentido práctico.

Esos dos modos de conciencia de los que habla Machado podrían también asociarse con preferir una perspectiva altamente centrada en la intuición o teniendo como eje en gran medida a la razón. O, para entenderlo desde un campo existencial, en asumir una postura contemplativa o activa del espíritu. Desde luego, esos dos modos tienen extremos y matices: hay unos que por ser “visionarios” dejan al garete las exigencias cotidianas de la realidad; y otros, que, por estar anclados en el mundo empírico de las evidencias y los resultados, van olvidando o constriñendo al máximo su capacidad de soñar. De allí que el cuestionamiento del poeta sea una hermosa forma de invitarnos al discernimiento: ¿cuándo debemos ser visionarios y cuándo pescadores?, ¿cuándo es más conveniente dejar “partir” a alguien y cuándo vale la pena retenerlo? Y si queremos aumentar los interrogantes: ¿cuándo debemos dejar que aparezca un trabajo o cuándo hay que luchar por él hasta el cansancio? Por no discernir oportunamente es que terminamos poniendo demasiada luz en zonas que merecen estar en penumbra o nos obcecamos en conservar afectos que, en el fondo de nuestro corazón, sabemos que ya cumplieron su ciclo.

Antonio Machado no dice cuál modo de conciencia es el mejor porque sabe que cada persona y cada situación es diferente. No hay reglas fijas o comportamientos predeterminados. En algunas ocasiones es mejor abandonarse a lo que la vida nos ofrece y, en otras, toca echar las redes en el mar de la vida si es que queremos cumplir nuestras expectativas. El poeta nos lanza sus preguntas para incitarnos a pensar o descubrir que algunas cosas necesitan demasiada paciencia para conseguirse y, otras, cierta clarividencia para entreverlas en los inciertos dones del azar. Quizá la sabiduría, a la cual Machado se refirió en varios de sus poemas, consista en saber “que en esta vida todo es cuestión de medida: un poco más, algo menos”.

El claroscuro de la vejez, según Aleixandre

26 miércoles Jul 2023

Posted by Fernando Vásquez in Comentarios

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Hay poemas que, desde la primera lectura, nos impactan por muchas razones: a veces, por la organización rítmica de cada verso o por la atinada selección de las palabras; y, en otras ocasiones, por la temática a la que aluden o por la fuerza de su simbolismo. Uno de esos poemas —que cumple varias de las mencionadas condiciones— es “Como Moisés es el viejo” del poeta sevillano Vicente Aleixandre. Trataré de explicar en los párrafos que siguen tal gusto o fascinación.

Una primera cosa que llamó mi atención fue la comparación sugerida en el título del poema: la vejez asociada a la figura de Moisés. Desde luego, el símil me llevó a pensar en el relato bíblico y en la figura de aquel hombre libertador y gestor de una utopía para un pueblo esclavizado, pero que sin embargo no pudo entrar a dicha tierra prometida. No obstante, el Moisés al que alude Aleixandre en la primera línea del poema, empieza “en lo alto del monte”. Mi memoria, entonces, recuperó la figura de Moisés bajando de la montaña con las tablas de la ley (el legado, la herencia) o del Moisés subido entre las altas rocas señalando con su brazo derecho el horizonte, un punto de lo posible.

Lo inesperado del poema comienza en la segunda estrofa. El poeta nos advierte que “cada hombre”, a su manera, puede ser Moisés. Que todos los seres humanos “movemos la palabra y alzamos los brazos” para señalar a otros un futuro, una meta, un ideal. En tanto seres del camino —seres en proyecto— todos podemos ser como Moisés. Ese tránsito que es todo vivir nos pone siempre en esa posición de doble mirada: el pasado y el futuro: el alba y la sombra. Aleixandre aprovecha la referencia de Moisés para señalar esa encrucijada en la que vive el viejo. Atrás de él está la luz, la vida, la agitación de los brazos; delante no hay sino sombras, la muerte misma.

Tal es la confirmación de la tercera estrofa: Moisés al igual que todos los hombres, debe morir. Pero la agonía no es la del gran líder o del señero legislador, no es la del Moisés de “las tablas vanas y el punzón”, como tampoco la del enviado con los honores “del rayo en las alturas”. No. El Moisés que empieza a morir es el de “los textos rotos”, el de “los ardidos cabellos”, el mismo que “ha quemado sus oídos por las palabras terribles” que ha dicho… Y, sin embargo, lo maravilloso del poema es comunicarnos algo profundamente humano: ese Moisés agonizante, tiene aún “aliento en los ojos”, “llama en sus pulmones” y en su boca titila o fulgura una luz. La comparación cobra más fuerza en este momento del poema: el viejo es como Moisés: sabe que pronto va a morir, pero en su pecho guarda unas pocas esperanzas, unos frágiles propósitos, algunas estrellas para su futura noche.

La siguiente estrofa es realmente magnífica: “para morir basta un ocaso”. No solo porque asocia la muerte con una lenta disminución de la luz, sino porque permite entrever que la muerte es ese instante de confluencia entre lo que fuimos, “el hormiguear de juventudes”, “las voces”, “la esperanza”, y esa otra tierra, ese “límite” que escapa a nuestros ojos y a nuestras manos. Lo que Moisés o el viejo no pueden ver es la prolongación de la vida. Serán otros los que podrán entrar a esa tierra fértil, apenas entrevista por el Moisés o el viejo agonizante.

Qué hermosa la figura plástica elegida por el poeta. Moisés ya viejo, Moisés próximo a morir. Moisés contemplando esa “porción de sombra en la raya del horizonte”. Y, al mismo tiempo, vemos el rostro de Moisés bañado por una tenue luz, el Moisés que rememora, que ve a los suyos saliendo del sufrimiento, el Moisés que contagia a otros de su fe, el Moisés que confía en sus más íntimos propósitos. Moisés sabe que adelante está la promesa, lo que él mismo vislumbró; pero acepta que la tenue luz que baña su rostro empieza a ser “barrida” por el “polvo viejo de los caminos”. Moisés, como el viejo, reconoce que ya no está en lo alto del monte, sino a ras de la tierra.

Quizá la razón fundamental de mi gusto por este poema estribe en la tensión que Aleixandre muestra de la vejez. Moisés le sirve de referente simbólico para retratar esa etapa de la vida en la que sabemos nos resulta imposible hacer grandes esfuerzos o llevar a cabo ingentes trabajos, pero que tiene aún luces de iniciativas o propósitos loables. No ha llegado la noche definitiva. Los viejos, como Moisés, están en el claroscuro del ocaso. Medio rostro sigue iluminado por la radiante esperanza y la otra mitad empieza a oscurecerse por la certeza de lo inevitable.

Feria del libro y libros álbum

18 domingo Jun 2023

Posted by Fernando Vásquez in Comentarios

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En la pasada Feria del libro de Bogotá (35 años), que tuvo a México como país invitado de honor, busqué y encontré varios libros álbum que no sólo me cautivaron por su propuesta gráfica, sino por la manera de abordar diferentes temáticas. Comparto algunos de ellos por dos motivos: en principio, por un deseo de contagiar a otros lectores de mi experiencia estética al disfrutar de estas obras en las que se conjugan magistralmente la imagen y el texto y, en segunda medida, porque el uso recurrente de libros álbum debería ser una de las consignas de animación a la lectura de todas las instituciones educativas, en general, y muy especialmente por parte de los docentes de todas las disciplinas.

LA VOZ CIEGA

He elegido La voz ciega de la ilustradora mexicana Mariana Alcántara (Fondo de Cultura Económica, 2022) como mi primer libro álbum recomendado. Además de la propuesta gráfica en azul, con incorporación de tipografías que sirven de texturas o formas de objetos, es una obra extraordinaria para mostrar el tema de la pérdida de visión. Tanto el texto como la imagen van dando cuenta de la progresiva ilegibilidad del mundo de ese” hombre de letras” llamado Emilio. El personaje que jugaba y coleccionaba palabras, que consideraba su diccionario como “la única cosa para llevar a una isla desierta”, poco a poco va dándose cuenta de que sus amadas palabras empiezan a “esconderse y desaparecer”. El hombre de letras ya no puede leer, ya no hay amarillos ni rojos para apreciar por la ventana; la oscuridad lo abruma. No obstante, una noche escuchó “un ligero golpeteo que lo llamaba”. Abrió la puerta de sus oídos y sintió de nuevo el árbol de la ventana que le “susurraba gotas, viento, brisa, hojas”… Ya no era a través de sus ojos como le llegaba el mundo, ahora retornaba a través de sus oídos. El libro álbum se cierra con una afirmación esperanzadora: “y como una tormenta, nacieron nuevas palabras que cubrieron la ciudad”. Las guardas de este libro ofrecen pistas de lectura muy interesantes: al inicio se ven con claridad letras y formas determinadas, al final sombras y manchas en medio de un fondo brumoso. La propuesta gráfica de esta obra permite, además, una lectura en muchos niveles de signos, de su rico simbolismo, de las marcas expresivas de aquellas emociones que nacen cuando alguien siente que se va diluyendo ante sus ojos la luz, las cosas, las personas y, al mismo tiempo, el cambio personal que necesita para aprender a “leerlas” con otro sentido diferente a la vista.

UN VACÍO

El segundo libro álbum que he elegido es Un vacío (lamaleta ediciones, 2022). Los textos son de Azam Mahdavi y las ilustraciones de Maryam Tahmasebi, ambas artistas de origen iraní. Esta obra tiene como motivo la pérdida de un ser querido y el proceso de duelo para sanar el corazón. La propuesta ilustrativa, con planos de picado y una paleta de colores de grises, armoniza bien con la historia de una niña que experimenta la muerte de su madre y quien, durante todo el texto, siente y transforma ese vacío en un enorme globo de compañía. Lo interesante del libro-álbum es que ese vacío, que toma el lugar de la madre, se torna en “su único amigo”, “la acompaña todo el tiempo”, “la lleva a casa desde el cole” y se queda “cerca, muy cerca de ella”. Hacia la mitad de la obra hay un cambio: la maceta que habían plantado la niña y la madre comienza a florecer. Los grises empiezan a mermar y el amarillo y el azul renacen. Los signos de la vida comienzan a cobrar otra vez importancia: un gato, la lectura del padre, el juego, la cena compartida, los espectáculos callejeros. Este magnífico libro álbum representa muy bien el ciclo de la vida: comienza con la última foto de la madre y la niña, con la última flor que sembraron juntas, y termina mostrando en las últimas páginas una nueva foto en la que el padre, la niña, el gato y el vacío están sembrando “una primera flor”.

HAY RECUERDOS QUE LLEGAN VOLANDO

Un tercer libro álbum que me ha parecido de gran calidad es Hay recuerdos que llegan volando (Fondo de Cultura Económica, 2022) del colombiano Julián Ariza. La obra fue ganadora del Premio Distrital del Libro infantil ilustrado 2021, proyecto fomentado por el Instituto Distrital de las Artes – Idartes. El eje de este libro son los recuerdos, su manera de aparecer y desaparecer; de esos recuerdos “tan pequeños que apenas sientes un leve aleteo a tu alrededor”, de su dinámica tan cálida que parece una brisa o de su avasalladora presencia que se asemeja a una “tormenta que todo lo inunda”. Los recuerdos y la manera de impactarnos; los recuerdos que, a pesar de nuestra voluntad por dejarlos atrás, logran alcanzarnos. Sí, hay recuerdos que quisiéramos olvidar. Pero, de igual manera, la obra emplea las últimas páginas en mostrarnos que existen determinados momentos en nuestra vida, ciertas experiencias transformadoras que “nunca se van a olvidar”. Sabemos que es propio de los recuerdos venir y partir cual un ave migratoria; sin embargo, hay unos recuerdos que se asemejan a un cachorro de perro frágil que, al acogerlos y protegerlos cariñosamente en nuestra alma, cambian la forma de nuestro corazón, hacen parte de nosotros. Esos son los recuerdos que deseamos volver inolvidables. A lo largo del libro álbum se emplean diversidad de recursos ilustrativos: la microhistorias dentro de la gran historia, el juego de sombras, las viñetas del cómic, los planos de secuencia de imágenes. Como afirma el autor “no existen fórmulas para el olvido”, pero hay experiencias o personas que calan tan hondo en nuestro pecho que se encarnan para siempre en el ave del recuerdo.

ESPERANDO EL AMANECER

Me centro ahora en Esperando el amanecer (Kalandraka, 2022) , de la peruana Fabiola Anchorena. Se trata de un libro álbum centrado en la amenaza de los incendios forestales, desde la perspectiva emocional de los animales. La obra fue ganadora del XV Premio internacional Compostela para ábumes ilustrados 2022 y, como afirma la autora, “nació del miedo, la incertidumbre y la angustia que sentí en 2019 cuando la Amazonía ardía a causa de los peores incendios de los últimos años”. El detonante de la historia está en que los animales “hace mucho no ven el amanecer” y parece que “el sol se hubiese ido muy lejos”. Todos en el bosque están a la expectativa, todos andan en “búsqueda de la luz de la mañana”. Entonces, aparece una luz demasiado fuerte, con un intenso calor, pero ese “no es el amanecer que estaban esperando”. La luz que llega, quema, produce miedo y genera la huída. Afortunadamente aparece la lluvia trayendo la calma. Ahora sí, aparece de nuevo la ansiada luz que ofrece tranquilidad al hogar: el bosque ha revivido. Lo interesante de la historia es el contrapunteo armonioso que hace la imagen. De los tonos oscuros a la pinceladadas incandescentes y de éstas a los matices verdes y amarillos, pletóricos de abundante colorido. Y si en las primeras guardas está la oscuridad, en las últimas resplandece las gamas del verde esplendoroso. Este es un libro ábum que cumple bien el propósito de la ilustradora de “amar los animales”, de apoyar a las organizaciones que se preocupan por conservar los bosques de la Amazonía, pero es a la vez una excelente manera de advertirnos la responsabilidad que tenemos todos de cuidar estos “pulmones de la tierra”.

Mi pie izquierdo

27 lunes Mar 2023

Posted by Fernando Vásquez in Comentarios

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Daniel Day-Lewis y Brenda Fricker, en una escena de la película “Mi pie izquierdo” de Jim Sheridan.

La presencia de la madre, su certeza, la incondicional complicidad con su hijo, la apuesta por un ser que, a pesar de su parálisis cerebral, podría tener las mismas oportunidades que sus otros hermanos… El aspecto protector de la madre, su avizor sentimiento para evitar el sufrimiento del hijo, la preocupación constante por conquistar una silla de ruedas, la paciencia para alimentarlo, la tenacidad para construirle su propio cuarto y lograr que así volviera a pintar… Cuántas muestras de cariño, de amor supremo. Porque Mi pie izquierdo la película de Jim Sheridan (1989) es, desde luego, la historia de Christian Brown, pero de igual modo, es un homenaje al sentido de la figura materna cuando debe enfrentar la circunstancia de un “hijo especial”, de un ser con discapacidad o que resulta, a los ojos de los demás, un “lisiado”, alguien sin posibilidad de futuro.

La película, inspirada en el texto autobiográfico, deja entrever otra cosa: gracias al arte, a la pintura y a la escritura, lo que parece una “limitación” genética se transforma en posibilidad de desarrollo, de crecimiento. Mediante la escritura el “lisiado” se convierte en un “genio”; por la pintura el impedido para expresarse fluidamente se torna en alguien capaz de mostrarle a otros su talento. El arte cumple el papel de agregarle “otros sentidos” a los que Christy traía de su nacimiento para, de alguna forma, “compensar” sus deficiencias o mermas expresivas. El arte otorga movimiento a lo paralizado; da locuacidad al balbuceo incipiente; el arte permite que nuestros defectos, nuestras marcas negativas, se vuelvan improntas de identidad, una manera de autodescubrimiento y, con el tiempo, de reconocimiento social.

Pero volviendo al papel esencial de la madre, tengo frescas en mi memoria tres escenas de la película. La primera, cuando Bridget –próxima a parir– sube a su hijo por las escaleras, mostrando un esfurzo sobrehumano. La segunda, cuando la madre mete las manos al fuego para salvar la alcancía en la cual guardaba los ahorros para la silla de ruedas de Christy. Y la tercera escena, una de las más signficativas, es la de ella empezando a cavar la tierra con un pica para construirle una habitación a su hijo, precisamente para sacarlo de su pena amorosa, de su silencio y de su abandono de la pintura. Estas tres escenas me permiten inferir, entre otras cosas, que sin importar el esfuerzo, la tenacidad o el agotar las fuerzas, la madre no nos deja tirados en un rincón debajo de la escalera, que la madre es, por excelencia, la negación al abandono. Otro punto es el nivel de “sacrificio” o la capacidad de dolor que pueden soportar las madres cuando tienen que defender, alimentar o lograr la salud de sus hijos. En este sentido, la madre representa la abnegación, la consagración o la entrega por otro ser humano aún a consta de su propia integridad. La madre resguarda, protege, cuida. Y el tercer asunto que me parece inspirador es que la certeza de la madre en las potencialidades de su hijo es tan grande que puede, con sus propias manos, levantar una habitación para él, para sus sueños más preciados. La madre, en consecuencia, crea escenarios para que otro ser sea en plenitud, para que conquiste la parcela de su felicidad. La madre es garantía de futuro, es la firmeza de que existe un horizonte.

Bridget siempre vigila a través de La ventana; Bridget prevé cuándo su hijo “puede acabar herido”; Bridget sabe  que “un cuerpo roto no es nada al lado de un corazón roto”; Bridget sabe cuándo su hijo no suena como su hijo porque hay demasiada esperanza en aquella voz”; Bridget saca ánimos ante los momento difíciles de su hijo para decirle: “si tú te has rendido, yo no”; Bridget es el símbolo supremo de la abnegación hasta el punto de confesarle a su hijo que “si pudiera darle sus piernas, aceptaría las de él encantada”… Bridget es la gran cuidadora, la que está atrás de los triunfos de su hijo, la que protege la continuidad de su vida.

“El chino de los mandados”

19 domingo Feb 2023

Posted by Fernando Vásquez in Comentarios

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La primera vez que escuché “El chino de los mandados” fue en el automóvil de Miguel Alonso Puentes, el esposo de Lyda Zamira Rincón, dos amigos entrañables. Íbamos desde Yopal al campus “Utopía” de la Universidad De La Salle, en Matepantano. Dejamos de conversar y nos pusimos a oír con atención la historia entonada por Walter Silva. A la par que escuchaba la letra de esa canción mi memoria me llevaba a mi infancia, a esos primeros años en la vereda de Capira, a esa edad en la que, como el protagonista de la composición, tenía que hacer muchos mandados y, semejante a ese muchachito, disfrutaba del viento y de las aventuras del ambiente campesino. Apenas iba terminando la melodía las lágrimas salieron silenciosas de mis ojos. Hubo una conexión inmediata con mi espíritu. Con la mano derecha sequé mis lágrimas y le solicité a “Miguelito” más información sobre el autor.

Miguel me dijo que la madre del compositor había sido una maestra y que Walter Silva era una de los mejores compositores de la música llanera. Me habló de otras composiciones que le encantaban porque reflejaban bien las cosas cotidianas que le pasan a la gente “recia” de esas llanuras y por la manera como él las refería: “Dice con palabras sencillas lo que le sale del corazón”. Después seguimos oyendo en el CD otras melodías, pero en mi mente continuaba gravitando dicha canción. De regreso de aquel viaje, cuando Miguel me llevó hasta el aeropuerto, me regaló ese disco en el que había una compilación de varios temas de Walter Silva. Sea esta la ocasión para reiterarle a “Miguelito” mis agradecimientos por el regalo de esa tonada y por el puente afectivo con ese canta-autor que desde entonces hace parte de mis gustos musicales.

Pero qué es lo que hay en el fondo de mi experiencia estética con esa canción de Walter Silva. Por supuesto, y eso lo supe desde aquella ocasión en que la escuché, es que relata una historia muy parecida a la mía y a otras personas que hayan tenido una infancia campesina. Una niñez viva, repleta de cortas e inolvidables aventuras, de oficios infinitos y de carreras para hacer encomiendas o atender las urgencias de los mayores. Ir de un lado para otro, cruzar quebradas, atender a los animales, buscar “chamizos” para encender el fogón en la mañana, ir a buscar la leche para el desayuno, armándose de valor para espantar y enfrentar el asedio de los perros bravos; o dilatar el tiempo tratando de cazar tórtolas con la cauchera o treparse a los árboles y comerse, entre el vaivén de sus ramas, una naranja o una guama… Todas esas cosas están en la médula de esa canción: saltar, correr, divertirse, sentir en el corazón la libertad del campo. Y para hacerla más plena, más total, ese niño de la canción anda descalzo.

Además de ese contexto rural que, para unos puede ser la llanura y, para otros, tiene forma de montaña, el relato está impregnado de pobreza, de necesidad, de carencias cotidianas. La canción habla de un niño humilde que padece las situaciones propias de un hogar necesitado, sujeto a los avatares de lo que puede suceder cada día y, sin embargo, no hay tristeza ni amargura en él. Puede que falte el café, el azúcar, “el pocillito de manteca”; puede que la cuenta esté muy “grande” en la tienda donde se fía o que toque ponerle “pereque” a la vecina para solicitarle una vez más su ayuda, pero, aun así, no hay que perder el optimismo o la confianza en que se podrá seguir adelante. Y el niño vive esas experiencias de necesidad sin perder su vocación por las aventuras, por coger “guabinos” en las quebradas, por montar a pelo un caballo; el niño lleva las razones de la necesidad y, al igual que un ángel descarriado, trae en sus manos lo que solventa la solidaridad o los designios divinos. Nada puede quitar del corazón infantil su silbido feliz, su vagabundeo curioso, ni tampoco el pararse a escuchar extasiado el concierto de los pericos verdes o maravillarse con las bandadas de garzas blancas llegando a buscar reposo. La “falta de plata”, los ramalazos de la pobreza no pueden quitarnos del todo la alegría de vivir, parece decirnos en el fondo la canción.  

El otro brazo de este pasaje es la exaltación a la “madrecita buena”, a esa mujer luchadora y fuerte, quien con “amor y sacrificio” y a pesar de las condiciones desfavorables de la fortuna, logró criar y “levantar” a “tres machos y una hembra”. Walter Silva ha contado que esta canción es un homenaje a su abnegada madre, Carmen Luisa Gutiérrez, la misma que en otro pasaje (“Las flores de mi mamá”) se sentía plenamente feliz de consentir su jardín al igual que enseñar a muchachos en una “escuelita rural”. La madre, en esta canción, es símbolo de la tenacidad, del coraje ante situaciones difíciles y de un amor que rebasa las acciones plenamente correspondidas. Una madre que sin aspavientos o pregones lastimeros sabía procurar para sus pequeños hijos la cena todos los días y hacer realidad el dicho de que “la tripa llena pone el corazón contento”. Este otro punto le otorga a la canción una raigambre popular muy fuerte, porque enaltece, casi con pudor, los heroísmos cotidianos de mujeres humildes que luchan a diario para mantener a una familia. Esta madrecita buena, a la que le gustaba tanto la música de pasillos y bambucos, la “vieja que regañaba” y le pedía a su hijo “coger fundamento” es la misma a la que ahora se le exaltan sus virtudes y se enaltece con el más profundo sentimiento. Quizá en este punto la canción toque fibras más hondas en todos los que hemos tenido la fortuna de tener las manos solícitas y cuidadoras de una madre cariñosa. Humilde, sí, pero abundante en amor y tenacidad para la crianza abnegada y responsable.

Desde luego, “El chino de los mandados” es la confesión de una parte de la historia de vida de Walter Silva. Es un relato autobiográfico que se vuelve más significativo porque señala el preludio de un futuro cantante. Y la canción sirve para evocar aquella época infantil, para homenajear a su progenitora y, para referirnos que, en ese entorno, en esas circunstancias desfavorables, también estaba en germen el sueño de aquel niño que corría por la sabana “sin camisa y contra el viento”, de “ser un cantante”. En ese paisaje seco de “necesidades” iba creciendo, poco a poco, el mejor estero para el autor casanareño. Entonces, la canción se cierra volviendo al ayer, pero entendiendo ese pasado de una manera diferente: ya no desde la “carencia”, sino desde el “sentimiento”; no desde el niño mandadero, sino del adulto que convierte esas anécdotas en pábulo para sus versos. Fueron esos “caminos” por los que deambulaba el niño los que “elevaron su pensamiento”.

Sobra decir que el video de la canción y el “actor natural” elegido para representar al “chino de los mandados” (Diego Yanit Gutiérrez, primo del cantautor y fallecido a los 13 años) se amalgaman de manera excepcional. La imagen, la música y la voz hacen que el mensaje llegue más profundo a nuestro corazón. La imaginación se transporta a nuestro terruño de la niñez, a la casita de techo de paja y bahareque, a la alberca con agua fresca, al corral, a las gallinas y los marranos, a ese mundo lleno de sol y de infinidad de pájaros. La voz de Walter Silva nos adentra en ese mundo de nuestros primeros años y sentimos, por unos momentos, que ya no estamos encerrados en un cuarto de ciudad, sino que corremos saltando, libres y felices, por aquellos paisajes verdes y polvorientos de nuestra infancia. De alguna manera, así sea un tanto nostálgica, esta canción hace “retroceder el tiempo”, para ver con otros ojos las heridas de la pobreza y agradecer a aquellas personas que nos cubrieron de amor y lograron mantener indemnes nuestros sueños, justo en el momento en que despuntaban como ideales imposibles.

Contemplaciones navideñas

17 sábado Dic 2022

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Comentarios

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“Adoración de los pastores” de Gerard van Honthorst.

Es una escena de total admiración. De sorpresa mayúscula. Personas y animales dirigen su mirada hacia el centro del cuadro. Varios de ellos no soportan el destello de la pequeña criatura y otros están embelesados o maravillados de lo que la mujer ha descubierto al destapar aquel resplandeciente ser. Un aire de alegría envuelve el acontecimiento; las sonrisas de los curiosos se suman al rostro extasiado de la madre. Pero lo que resulta fascinante es la luz que despide ese niño; es una luz novísima, impoluta. Es la luz de un astro que convoca, que atrae, que atrapa la atención de los presentes. Y para hacer más solar a la criatura, más deslumbrante, todo lo que hay alrededor asume los matices de la sombra, y los rostros cercanos se muestran pasivamente como meros reflejos de la pueril candela. Es una luz muy potente la que hace gravitar el cuadro, es la luz de la nueva vida que, aunque a veces lo olvidemos, sigue siendo el mayor de los milagros.

“Natividad mística” de Sandro Boticelli.

Lo que parece menos destacado en el cuadro es el niño que está como escondido al centro de la escena. Lo más notorio es la danza de ángeles, en el cielo, en los prados, encima del techo del belén, a lado y lado del pesebre. Ángeles felices, abrazándose; ángeles bailando en rueda festiva; ángeles celebrantes, pregoneros, fraternales. Lo que cuenta de este nacimiento es la noticia, la propagación de la noticia, la buena nueva que corre como el viento y se disipa como las nubes. ¿Pero por qué tanta alegría? ¿Cuál es el motivo de este júbilo alado? Bien podemos suponer que es el cumplimiento de una promesa, de un bien muy esperado, de una esperanza convertida en realidad. Todo parece volar en el lienzo: los pigmentos se convierten en melodías, el aire en un cantar alado; el cielo y la tierra se funden en un dinamismo leve y armonioso. El cuadro nos invita a participar de tal festividad y a ser testigos de esa dicha pletórica de alas: también nosotros debemos estar contentos porque la vida continúa siendo el más sorprendente de los milagros.

“La adoración de los magos” de Andrea Mantegna.

Qué procesión tan larga, qué camino tan extenso, cuánta gente en romería. Todos se dirigen al mismo sitio, a una cueva sombría resguardada por ángeles niños. Son muchísimos los que desean ver el origen de aquella estrella que aún sobresale como un largo farol por encima de las rocas. El paso para llegar hasta la criatura no es tan ancho y los camellos parecen querer observar también aquel niño. No son estos los primeros visitantes, como tampoco serán los últimos; es un peregrinaje que se prolonga por los altibajos de las montañas. Esta es una obra que nos recuerda el gesto reverencial ante la nueva vida, que nos invita a mantener el asombro por esos pequeños milagros que aparecen a la vera de los caminos. Toda vida naciente nos obliga a hincarnos con respeto, no importa si somos reyes o mendigos.

“La adoración de los pastores” de Bartolomé Esteban Murillo.

Los que muestran un mayor interés por la reciente criatura son los mismos que cuidan y protegen la vida. Los primeros que asisten al develamiento del niño con una curiosidad y una disposición de ayuda, que es absoluta ternura, son los pastores. Están encantados por ese nacimiento al punto de cobijarlo con sus ojos. Son aldeanos humildes, son campesinos, son gente que anda cerca a los rebaños y sabe la delicadeza con que debe tratarse el despuntar de toda existencia. La escena sirve de ejemplo a una de las aldeanas para enseñarle a su hijo una historia semejante: “Así eras tú recién nacido”, le dice con voz queda. Y el niño aprieta contra su pecho la gallina que lleva en su brazo e imagina que el animal también participa de ese milagro. El fondo sombrío de la escena, la penumbra que la envuelve, permite al espectador considerar que esta criatura, la de abajo, sea uno de los ángeles de arriba, que por una fantástica ley de gravedad haya caído poco a poco al seno de esa joven madre. Todo es sutil en este cuadro: basta observar la mano de uno de los pastores que toca levemente a una de sus ovejas, como si de esta manera pudiera acariciar la vida reciente que se abre radiante ante sus ojos.

“La navidad” de Federico Barocci.

La vida nueva genera expectativa, curiosidad. Siempre el misterio se esconde, se resguarda de las miradas pesimistas, de los escépticos ante las formas de lo extraordinario. Sin embargo, esa pequeña criatura fuerza el espíritu de los curiosos, los hace impacientes y ansiosos; los convierte en husmeadores de imposibles que golpean más de una vez a la puerta. El anciano portero, para exacerbar más su interés, les dice que no pueden entrar todos al tiempo, advirtiéndoles con el índice de su mano izquierda el silencio que exige ese niño tan reciente. Entre la criatura y el gentío está la madre de la criatura que parece cubrirlo de todas las miradas que le esperan, de todos los elogios que cubrirán su humilde lecho, de todos los rumores que irán de boca en boca propagando la noticia de un nacimiento extraordinario. El cuadro representa el momento de la antesala a la visita, de la expectativa por lo maravilloso, de esa desazón en el espíritu cuando se está ante algo que deseamos con el impulso pasional del corazón. Es bueno no perder la curiosidad por la vida que nace a diario en los pesebres cotidianos; es necesario golpear con insistencia para ver con nuestros propios ojos la esperanza encarnada o la semilla convertida en fruto humanizado.

“La adoración de los pastores” de Jacopo Tintoretto.

Realmente es en un cobertizo donde acaece el milagro de la vida. Es en lo alto donde mejor se observa el aparecer de una nueva existencia. Hay que elevar los ojos hacia las alturas para descubrir lo maravilloso, para recuperar el asombro; y, desde esa perspectiva, levantar nuestros brazos para hacer las ofrendas, para dar algo que consideremos valioso. Pocas veces nos percatamos de que arriba de nuestra cotidianidad acaecen sucesos extraordinarios. Y menos aún nos damos cuenta de que alguna criatura puede estar necesitando un alimento, una prenda, el calor de nuestros brazos. Pero lo que hace más llamativa la doble escena del cuadro es que el techo del cobertizo está abierto hacia los cielos; encima del niño y sus padres se pueden ver seres alados. Un mensaje profundo se revela: los que adoran y veneran el milagro de la vida no deben olvidar mirar a las alturas.

“La natividad” de El Greco.

Ya está la vida aquí. Cuánta sorpresa de ver su fragilidad, cuánto tacto para saber protegerla sin herir su novísima piel. Es tan fuerte el impacto de ver ese ser tan hermosamente indefenso que el resultado es el estatismo, la parálisis del ánimo ante esa maravilla tan diminuta. En la intimidad del hogar, en la familia más humilde, se vuelven a repetir los mismos cuestionamientos: ¿cómo lograr mantener aquella criatura con vida?, ¿cómo atender sus urgencias?, ¿cómo saber velar su sueño?, ¿cómo evitarle el sufrimiento? El cuadro nos recuerda que más allá de procrear o traer un niño al mundo lo más importante, lo que seguramente provocará un estado de estupefacción en sus progenitores, es saber bien cómo cuidarlo. La sorpresa de la natividad cobra en esta pintura todo su significado: el milagro de la vida merece y exige conservarse.  

Un libro para celebrar la fraternidad y la familia

23 miércoles Nov 2022

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Comentarios

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Me gusta que lleguen las fiestas navideñas, me encanta ese colorido que va destellando en las casas o en los almacenes comerciales, me conmueve la fraternidad que abunda en los hogares. Y qué mejor manera de exaltar dicha alegría interior que elaborar un libro centrado en esta temática, teniendo como eje el ritual de las novenas y sus símbolos adyacentes. De eso trata, entonces, mi nueva obra Es tiempo de navidad.

El libro está organizado en cuatro partes. La primera de ellas, incluye reflexiones sobre los significados de la novena, las consideraciones y las peticiones que allí se realizan; no desde una perspectiva histórica, sino explorando en su significación cotidiana y en los sentidos de este ritual familiar que renueva los vínculos afectivos. La segunda parte del libro, la más abundante, contiene 32 pequeñas “consideraciones” que pueden leerse durante el novenario o convertirse en motivo de conversación para que la celebración de la novena sea, en verdad, un modo de propiciar el diálogo y el encuentro alrededor de esta tradición compartida. Entre la variedad de consideraciones se abordan asuntos como el agradecimiento, la reconciliación, el cuidado, la amistad, la fragilidad, el respeto, la confianza, la sencillez, la comprensión o la paz. Cada persona o cada grupo familiar sabrá elegir cuáles de esas consideraciones son las más necesarias para cada día de la novena o usarlas como motivo para la “meditación” posterior al evento. La tercera parte se ocupa de algunos de los símbolos propios de la Navidad: el pesebre, el árbol, la cena, los mensajes de felicitación, la estrella de Belén. Una vez más, el objetivo de estas meditaciones es indagar en su significado profundo o en lo que tienen de fuerza trascendente. La cuarta parte de la obra recoge un quinteto de aproximaciones que ha hecho la poesía a la época navideña, destacando en cada caso un evento, un objeto o un sentimiento. El libro se cierra con un cuento que recoge y recrea la costumbre infantil de esperar los regalos del niño Dios.

Decía que esta obra es un homenaje a la Navidad y, muy especialmente, a los ritos, costumbres y simbolismos de un tiempo en el que la concordia y la alegría impregnan con su entusiasmo el corazón de las personas y aviva el fuego en los hogares de las familias. El conjunto de textos desea ofrecer un mensaje optimista y esperanzador en una época en la que todo parece llevar al pesimismo, la desesperanza y a una desvertebración de los vínculos humanos. Lo que me ha animado a escribirlos responde a una convicción:  no podemos dejarnos derrotar por las múltiples manifestaciones de la muerte, por el odio o por una banalidad reinante que le quita a nuestro corazón la posibilidad de lo posible o lo maravilloso. De allí que el libro refrende la importancia del núcleo familiar e intente ampliar nuestros brazos de lo fraterno hasta tocar al vecino o a ese desconocido del cual sólo sabemos su necesidad o su gesto adolorido.

Y si bien el motivo principal de las reflexiones proviene del ritual de la novena de aguinaldos, lo cierto es que he pretendido celebrar con esta obra, no solo la fuerza sagrada de una devoción, sino refrendar de igual modo los lazos de la fraternidad y exaltar la magia proveniente de los prodigios cotidianos, sin la cual es imposible que aflore el milagro y la renovación de la vida. Por eso también he subrayado en muchas páginas las bondades del dar, la satisfacción interior que produce la hospitalidad y la importancia de disponer el corazón para “ser sembradores de luz” y permitirnos recuperar, al menos durante un tiempo, el asombro de la infancia.

Este libro continúa la serie de publicaciones sobre el tema del cuidado. En este sentido, puede emplearse como una serie de meditaciones para revisar nuestra existencia desde la perspectiva del simbolismo de la fiesta, lo sagrado y los ritos familiares o un medio para “hacer una pausa” y enaltecer cosas cotidianas como una cena, un reencuentro, un humilde regalo o una visita inesperada. Aunque de igual modo, considero que este libro resulta ser un significativo obsequio de lectura mediante el cual se invite a otras personas a contrarrestar el apabullante pesimismo, convertir en realidad la sensibilidad social, y renovar en sus corazones la generosa actitud de la alegría del espíritu.

El método de Lionel Logue para curar la tartamudez

04 martes Oct 2022

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Comentarios

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Lo primero que usted debe saber, si quiere mejorar su tartamudez, es que Lionel le exigirá confianza absoluta. Y si usted es un rey, alguien poderoso o de alta alcurnia, él le pedirá “igualdad total” para lograr su cometido. El método que Lionel emplea es de las antípodas, no es un método ortodoxo; así que si le pide hacer algunas cosas que le resulten extrañas o poco serias, confíe en él y déjese llevar por este hombre cuya suficiencia no está validada por títulos, sino por haberle devuelto la voz a muchos soldados que la habían perdido después de estar en la guerra.

Por ningún motivo espere que él vaya a atenderlo en su casa. Para Lionel el consultorio donde trabaja, que no es más que una espaciosa sala, es lo que garantiza la seguridad del tratamiento. Esa habitación en la que usted debe entrar solo, sin esposa o alguien de su servicio, es el territorio donde va a acaecer la transformación de su afección vocal. Más de una vez le escuchará decir a él estas palabras: “este es mi juego, mi campo, mis reglas”. Sobre este punto, se lo aseguro, Lionel no hace excepciones, así usted tenga mucho dinero y tras de sí rancios linajes de nobleza. El salón donde da sus lecciones Lionel es su “castillo”; entonces, hágale caso. Por favor no vaya a fumar delante de él, así otros caballeros le hayan dicho que eso relaja la laringe y le ayuda a destrabar su lengua.

Seguramente él exigirá de usted que le permita intimar o saber asuntos de su vida privada. No se sienta amenazado por ello. Es mientras usted está en su salón de clase; es para lograr establecer una relación relajada o nada impositiva. No olvide que Lionel usará muchos recursos para romper los estereotipos de su conducta que ha arrastrado a lo largo de los años. Lionel no será como su padre, ese severo hombre que cuando lo veía tartamudear iba creciendo en impaciencia e iracundia desde el “inténtalo” hasta el “hazlo ya”. Este maestro de técnica vocal, amante de Shakespeare, no va a regañarlo ni amenazarlo; quizá emplee juegos de lenguaje para picarle la lengua y logre que fluyan esas palabras que se niegan a desbordarse por su boca. Deje la seriedad y empiece a repetirlos: “Tres tristes tigres tragaban trigo en un trigal…”

Es probable que su primer encuentro con él no sea el más afortunado. Tal vez usted ha pasado por tantos especialistas titulados que ya está harto de que le pongan siete canicas en la boca para ver si aprende, como Demóstenes, a mover la lengua con ese otro impedimento. Sin embargo, no deje de contestar las preguntas que le haga, así parezcan demasiado atrevidas o bordeen el espacio de lo más personal. Tampoco dude, si él quiere grabarle al inicio de su terapia una primera lectura del monólogo de Hamlet, ese que empieza “ser o no ser, esa es la cuestión”, y además de eso, pone a todo volumen la música de la obertura de Las Bodas de Fígaro de Mozart; no se preocupe, eso hace parte de su método. Lo más seguro es que usted sienta que está perdiendo el tiempo y deje aquel salón consultorio, llevándose un disco con su voz y la decepción en sus labios. Pero, más adelante, cuando esté completamente abrumado por su dolencia y escuche aquel disco regalo, usted se sorprenderá de que hubiera leído sin tartamudear a Shakespeare. Entonces querrá volver a encontrarse con Lionel.

Cuando retorne al salón consultorio, tal vez intente por todos los medios evitar que él se inmiscuya en su vida y busque establecer algún contrato que únicamente se centre en los aspectos técnicos de la dicción o en ejercicios clásicos para aflojar el habla. Lionel le dirá que eso es demasiado superficial y no solucionará de raíz su problema. Sin embargo, aceptará su propuesta, pero, eso sí, con una disciplina diaria en la que deberá descubrir las posibilidades de su cuerpo, de sus músculos, del diafragma y la riqueza que tiene su garganta para gritarle con todo pulmón a los vecinos la pronunciación repetida de las vocales. No olvide las recomendaciones de Lionel: “practique una hora cada día”.

Estoy seguro que él hará varios intentos para saber cuándo empezó su dolencia; más de una vez insistirá en ello. Déjese llevar, acepte ese vínculo. No tema, Lionel busca esencialmente que usted recupere la confianza en sí mismo, esa que su padre o su hermano le han mermado a partir de las burlas o cierto señalamiento de incapaz. De allí que, si Lionel le pide que cuando tartamudee al referir algo significativo de su padre o su hermano use las canciones que le gustan para contarle dicho acontecimiento, hágalo. Juegue un poco. Siga al pie de la letra esa consigna del terapeuta de guerra: “el sonido continuo de las canciones ayuda a dar fluidez”.

Tampoco se extrañe de que él emplee el lenguaje vulgar para sacarlo de esos aprietos de su boca que no lo dejan seguirle el hilo continuo a un discurso. Dígalas, póngalas como pausa de solemnidad o convierta la fuerza de sus emociones en un canal de su lengua amodorrada. Le advierto de una vez algo que puede pasar en este método de crear confianza: tal vez Lionel haga algún comentario tan familiar, tan íntimo, que usted sentirá que está metiéndose en un terreno que no le pertenece. Y si eso sucede, tenga presente que él lo hace porque siente que es su amigo o al menos alguien que sí puede decirle las cosas en su cara, y no como su padre que nunca tuvo el valor de elogiarlo en su presencia. En todo caso, le aseguro, que tendrá algunos choques con él, aunque en el fondo serán las peleas que usted tiene consigo mismo. Pero tarde que temprano tendrá que reconciliarse con Lionel, porque descubrirá que el método de este australiano humilde sí ha dado resultado, y ya usted siente que es dueño de su voz.

Lionel lo irá convenciendo poco a poco de que esa tartamudez está asociada a alguna marca de su infancia o a un hecho que le paralizó la voz. Quizá descubra que su lengua se porta como su terca mano derecha o como sus piernas arqueadas; de pronto ella, su lengua, fue frenada por los pellizcos de aquella criada que violentó su cuerpo y su alimentación; de pronto su lengua al igual que su estómago también tengan una mala digestión…, en fin. Al terminar Lionel le dirá que no hay que llevar ese lastre en sus bolsillos, que ya usted no es un niño, sino alguien con las suficientes agallas para dirigir su propia vida o el destino de otros. Este terapeuta del lenguaje corregirá su afección vocal, eso es seguro, además de devolverle una fe en sus talentos o en sus capacidades sepultadas.

Le reitero que el método de Lionel es muy eficaz especialmente por el acompañamiento que él lleva a cabo. No son lecciones dejadas al azar o al capricho de las circunstancias. El ensayará con usted las puestas en escena de sus presentaciones; él, aprenderá al lado suyo los discursos; él dispondrá el mejor de los espacios para que usted se sienta en confianza y pueda expresarse con total libertad. Parte de sus lecciones se darán en el mismo lugar en el que usted llevará a cabo sus elocuciones. Por lo mismo, no tome como una ofensa o una flagrante muestra de desconfianza, el que marque con lápiz rojo los textos que usted va a leer. Todo lo contrario, es el modo como Lionel ofrece su ayuda línea a línea: son sus manos y su voz convertidas en flechas y signos de alerta. Es tal su compromiso que, en ocasiones especiales y de gran relevancia para usted, él se convertirá en una especie de director de orquesta para dirigirlo con sus gestos y así lograr que no vaya a perder el ritmo de sus palabras o indicarle el énfasis o los matices verbales de su discurso. No lo olvide: la pronunciación de las palabras son para Lionel otra forma de la música.

Y cuando ya usted haya superado la mayoría de sus dificultades, cuando ya no tenga miedo de hablar en público, o cuando salga a recibir los aplausos por su dominio frente al micrófono, seguramente verá en la parte de atrás del escenario a Lionel, satisfecho de su labor, cómplice de sus triunfos. Aunque después de terminados los honores y los vítores, él le dirá en privado y con franqueza, que aún sigue teniendo ciertas dificultades con la pronunciación de una letra específica. Usted sonreirá agradecido, porque sabrá “para qué son, en verdad, los amigos”.

El oficio invisible del periodismo investigativo

25 domingo Sep 2022

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Comentarios

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Ricardo Calderón: «Hay un bien supremo que es servirle a la gente”.

En una entrevista de Juan David Laverde Palma, publicada en El Espectador el domingo 18 de septiembre, el periodista Ricardo Calderón se refirió a varios aspectos del ejercicio periodístico que no solo me parecieron relevantes, sino que, al leer el libro de Diego Garzón Carrillo, Calderón: el reportero invisible[1], muestran con suficientes evidencias los riesgos y desvíos a los que está sometida hoy la profesión de informar y contribuir a cualificar la opinión pública. Manteniendo el hilo de las respuestas de la entrevista a este periodista-investigador y retomando afirmaciones del libro de Diego Garzón –centrado en la “trasescena” de muchas de las historias publicadas por Calderón en la revista Semana– iré comentando ciertos aspectos que espero interpreten bien lo que muchos oyentes, lectores y televidentes “padecemos” al ponernos en contacto con los informativos de una buena parte de los actuales medios masivos de comunicación.

Un primer asunto tiene que ver con las fuentes de que se vale Calderón para tener información de calidad, pertinente y de difícil acceso. Él dice que las mejores fuentes –para el caso de la corrupción de los oficiales del ejército, por ejemplo– no fueron “los buenos oficiales”, sino los “que se desviaron del camino”. Y agrega: “los malos, terminaron presentándome un montón de fuentes que fueron interesantes para comprender la corrupción institucional”. El libro de Diego Garzón muestra los pormenores de esos encuentros en lugares alejados de las oficinas de la revista, en ciudades lejanas a Bogotá o acordadas en horas insospechadas. Y si bien contrasta esas informaciones recogidas con “información oficial”, lo cierto es que su materia prima está en el subsuelo de la realidad que le interesa, en lo marginal de su materia de observación. Asunto que contrasta, precisamente, con un tipo de periodismo “oficialista” que no hace sino repetir lo que se recoge de afán en una declaración telefónica o buscando a las mismas fuentes para que den unas declaraciones “preparadas” para ese momento. Pero, además, Calderón no se contenta con una única fuente, necesita corroborarla, enriquecerla con otras voces, con otros testimonios; el libro muestra que además de las declaraciones de esas fuentes “marginales” el investigador insiste en tener documentos, evidencias que permitan validar o someter a prueba la oralidad de un denunciante. Retomo este punto porque sirve para resaltar la mala práctica contemporánea de ciertos periodistas que de un único testimonio sacan conclusiones definitivas o se contentan con los nombres de la agenda gubernamental establecida. Calderón sabe que cada fuente tiene “sus intereses”, que a veces trata de sacar partido de la situación o que, a partir de conseguir la publicación de sus “denuncias” lo que pretende es enlodar a otras personas para librar su responsabilidad o desplazar el foco de atención sobre su propia persona. De allí, de ese convencimiento, se desprende otra lección para las vedettes de la comunicación: “contrastar y verificar es fundamental para evitar que le metan goles con datos falsos” o, si se quiere entender de otra forma, contar con un suero escéptico o un espíritu crítico para no dejarse contaminar de “la información envenenada”.

Un segundo punto manifestado por Calderón sobre su trabajo de periodista investigativo es dudar, sospechar de lo que parece evidente o sobre aquellos consensos fácilmente resueltos. “¿Esta masacre la hicieron las Farc o los ‘paras’?”. La premisa de Calderón, recogida por su amigo Diego Garzón, es básica para el oficio de periodista: “no hay que creer en nada ni en nadie, pero oír todo y a todos siempre”. Hacerse preguntas complejas, tejer relaciones lejanas, conectar hechos de diversa procedencia, hace parte de las rutinas del “reportero invisible”. En últimas, se trata de no contentarse con la información superficial o con el inmediatismo de la primera declaración; la clave está en mantener alerta la perspicacia para desenmascarar a “la inteligencia negra” que busca desinformar: “en medio de la maldad todos quieren mostrar el que consideran su lado bueno”. Calderón insiste en ello y le otorga a la profesión periodística un rasgo propio de la investigación criminal para la cual se necesita asumir “la adrenalina de tratar de buscar la verdad y encontrarla”. Y la analogía de que se vale para explicarle a Juan David Laverde su manera de proceder es la del bombero: “es seguir la lógica contraria, como un bombero en un incendio: la gente huye, pero yo corro hacia el incendio. Es lo que hay que hacer”. Contrasta este modo de buscar la verdad de los hechos de Ricardo Calderón con la moda habitual de los comunicadores de hoy, encerrados en sus oficinas a la espera de que alguien les dé la noticia o convirtiendo sus medios en una pasiva caja de resonancia de lo que dicen o circula en las redes sociales.

La tercera particularidad de Calderón es su idea de que lo más valioso del periodismo es hacerle seguimiento a la noticia. “En el periodismo de investigación los temas nunca tienen un punto final. Nada termina con la publicación de un artículo o con el recibimiento de un premio”. Para eso es fundamental contar con un buen archivo, “tableros con fotos”, “mapas y enlaces de investigaciones en curso”, además de copias de documentos, con los suficientes discos extraíbles para interconectar noticias antiguas con hechos recientes. Contrasta con esa práctica que de tanto hacerla en nuestros medios parece ya una manera de ser periodista: olvidarse de hacer seguimiento a las noticias por andar seducidos por la novedad, por el último escándalo, por la “tendencia” en las redes sociales. El libro de Diego Garzón cuenta cómo Calderón puede emplear más de un año siguiéndole la pista a algo que intuye puede dar buenos resultados o que con un “poco de maduración” logrará llegar a las causas hondas del asunto. De allí su convencimiento de que “no hay que quemar todos los cartuchos en una sola publicación”.

La cuarta cosa que señala Calderón en la entrevista se refiere a cierta valentía para llevar a cabo su labor o acatar el compromiso moral de “servirle siempre a la gente”. Calderón lo considera “un apostolado”. Tal imperativo ético es lo que lo lleva a verse con fuentes o informantes “peligrosos” o de carácter impredecible. Sin embargo, “siempre es mejor ir a las citas difíciles” que eludirlas o evitar acordarlas. Y el mismo Calderón hace evaluación de sus colegas sobre esta conducta: “¿qué hace la mayoría de los periodistas?: No ir”. Por muchas razones, desde luego. Por el miedo natural a poner en riesgo su vida, pero también por los compromisos adquiridos con determinados intereses políticos de turno, por la autocensura, por conservar el empleo o por mantener cierta connivencia con personas “importantes” o “poderosas”. Tal vez por este imperativo de servicio social es que Calderón no firmaba sus artículos en Semana, y también porque “La firma nunca puede mover al reportero. El verdadero combustible del reportero son los resultados”, así lo expresó en su discurso de aceptación del premio Simón Bolívar a “Vida y obra”, en el 2013[2]. El deber mayor de un periodista es comportarse como “un soldado desconocido” que vigila y denuncia los desafueros de los gobernantes, de las instituciones corrompidas o de las conductas criminales y perversas de aquellos que se obsesionan con el dinero mal habido. Una vez más el contraste es evidente, en particular con los comunicadores que prestan su voz o su pluma para su beneficio personal o de espaldas a la responsabilidad social que tienen en una sociedad.

Una quinta línea de trabajo de Calderón nace de su maduración para lograr concluir pesquisas significativas. La premura por la “chiva” riñe con el periodismo de profundidad. En más de una ocasión los resultados parecen demorarse porque hace falta acceder a una fuente o conseguir un video o un documento específico. “Los tiempos del periodismo son diferentes a los tiempos de los informantes”, advierte Calderón a Juan David Laverde. Todo parece oponerse a este modo de construir lo noticioso, y más en nuestra época en la que impera la rapidez, el repentismo y una gozosa complacencia con la superficialidad en muchos sentidos de la vida. Por eso Diego Garzón, en el libro mencionado, reafirma tal convicción de Calderón. “la experiencia y la paciencia son grandes aliadas y es algo que hoy se ha perdido porque muchos periodistas están bajo la presión de producir información como si se tratara de fabricar salchichas”. Ricardo Calderón persiste en sus investigaciones, no se rinde, sigue hilando indicios y testimonios diversos hasta que se devela el enigma del problema o aparece la causa oculta de un hecho. La periodista Juanita León develó ese secreto: “él no entra y sale de las historias, él siempre permanece en la historia”[3]. Una vez más aparece el contraste de este reportero con los comunicadores recientes que confunden contrastar fuentes con un mínimo e improvisado sondeo de opinión o que abandonan la potencia de una noticia de gran calado de ayer por estar embelesados con la novelería y el runruneo de la noticia de hoy.

La sexta de las afirmaciones de Calderón a Juan David Laverde se enfoca en que el periodismo genuino no debe ceder al rumor y a la maledicencia de las redes sociales. Lo que dice Ricardo Calderón sobre este aspecto merece transcribirse de forma completa: “las redes sociales le han hecho un daño enorme e irreparable al periodismo, porque muchos periodistas se están midiendo no por las historias, sino por los clics y los seguidores. Además, siempre he pensado que esos ‘seguidores’ son como ser rico en Tío Rico, eso no es nada. Nosotros nos debemos a la gente, pero el ego de muchos periodistas los nubla. El periodista habla por sus historias. El periodista no importa, importan sus historias”. Esa es la mayor preocupación de Calderón: que el periodismo se vuelva una palestra y una propagadora de rumores y mentiras sin rostro; que las nuevas generaciones de periodistas confundan su deber social con la búsqueda de notoriedad, que cedan a la “tentación de navegar sobre el oficio de la comodidad de la tecnología” y olviden, por el contrario, que su tarea fundamental es indagar, contrastar, cotejar versiones, hallar la verdad oculta, para que su labor tenga “un impacto positivo en la sociedad”. Igual convencimiento se aprecia en las largas conversaciones con Diego Garzón, que dieron nacimiento al libro Calderón, el reportero invisible: “la guerra de los clics le ha hecho daño a la profesión”, “la información es un bien común, la imaginación un bien privado”. Desconocer que las redes sociales han contribuido de manera notoria a desinformar o crear miedos infundados o provocar avalanchas de opinión incendiarias o darle carta de ciudadanía al fanatismo o los sectarismos de todo tipo es algo inobjetable. Precisamente por ello, Calderón insiste en poner en salmuera los prejuicios, en confirmar con otras fuentes lo que alguien dice o denuncia, en saber que las redes sociales en muchas ocasiones son usadas para “diluir” una responsabilidad, convertir problemas de estado en problemas personales, someter el juicio razonado sobre una información a las explosivas opiniones emocionales del momento. Este aspecto se complica aún más cuando los periodistas usan las redes sociales para fijar posturas políticas o emitir sus opiniones, información que no ayuda mucho a diferenciar cuándo están ejerciendo su profesión o cuándo expresando un sentimiento alejado de la premisa deontológica de “investigar para hallar la verdad”.

Termino estos comentarios invitando a releer la entrevista de Juan David Laverde titulada “El periodismo no importa, importan sus historias”[4], y a detenerse en el libro de Diego Garzón Carrillo publicado por Planeta. Tanto uno como otro texto sirven de ejemplo para recuperar el oficio del periodismo serio y responsable, sin banalidades del momento, del periodismo investigativo, y son también un homenaje a la figura del reportero Ricardo Calderón quien, de manera silenciosa develó casos mayúsculos de corrupción en Colombia, violaciones institucionales de derechos humanos, además de descubrir los intríngulis de los paramilitares, la parapolítica, las interceptaciones ilegales a magistrados por organismos del Estado y las variadas formas de la ilegalidad amparadas en el uso de los falsos testigos.

REFERENCIAS

[1] Planeta, Bogotá, 2022.

[2] https://www.semana.com/discurso-de-ricardo-calderon-periodista-de-semana-en-los-premios-simon-bolivar/363070-3/

[3] https://www.lasillavacia.com/historias/silla-nacional/el-reportero-que-ha-depurado-la-inteligencia

[4] https://www.elespectador.com/judicial/el-periodista-no-importa-importan-sus-historias-ricardo-calderon/

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