No me canso de leer y recomendar los poemas del venezolano Eugenio Montejo. En este blog he comentado sus poemas “El canto del gallo”, “Verso”, y en mis libros Vivir de poesía y La palabra inesperada, dediqué unas páginas a dos de sus textos: “El buey” y “El poeta”, respectivamente. De Montejo me gusta su lírica concentrada, de observación perspicaz y con un tono de voz sabia como es la de quienes logran develar verdades profundas en las cosas sencillas. He seleccionado para esta ocasión tres de sus poemas. Empezaré con uno de su libro Algunas palabras (1976).
LOS ÁRBOLES
Hablan poco los árboles, se sabe.
Pasan la vida entera meditando
y moviendo sus ramas.
Basta mirarlos en otoño
cuando se juntan en los parques:
sólo conversan los más viejos,
los que reparten las nubes y los pájaros,
pero su voz se pierde entre las hojas
y muy poco nos llega, casi nada.
Es difícil llenar un breve libro
con pensamientos de árboles.
Todo en ellos es vago, fragmentario.
Hoy, por ejemplo, al escuchar el grito
de un tordo negro, ya en camino a casa,
grito final de quien no aguarda otro verano,
comprendí que en su voz hablaba un árbol,
uno de tantos,
pero no sé qué hacer con ese grito,
no sé cómo anotarlo.
El poeta retoma de los árboles su silente manera de permanecer en el mundo. Los árboles “hablan poco”, apenas mueven sus ramas y “pasan su vida entera meditando”. Acaso conversan en otoño, pero sólo los más viejos, y sus voces se “se pierden entre las hojas” y a los hombres no nos llega su mensaje. Poco sabemos de los pensamientos de los árboles, dice Montejo: “todo en ellos es vago, fragmentario”. Quizá su manera de comunicarse sea a través de los pájaros, de los tordos negros, por ejemplo, pero el poeta reconoce que no sabe interpretar esos gritos y mucho menos anotarlos. ¿Qué hacer con esos gritos postreros de “quien no aguarda otro verano”?, ¿cómo descifrar lo que apenas es un murmullo entrecortado? El poeta nos invita a afinar el oído, a cambiar de códigos para deletrear el susurro adolorido de los seres reservados, a despertar o ampliar nuestra caja de resonancia espiritual para que sean audibles otras tonalidades de la vida.
Prosigo con un segundo poema, extraído de su libro Trópico absoluto (1982):
MIS MAYORES
a Alberto Patiño
Mis mayores me dieron la voz verde
y el límpido silencio que se esparce
allá en los pastos del lago Tacarigua.
Ellos van a caballo por las haciendas.
Hace calor. Yo soy el horizonte
de ese paisaje adonde se encaminan.
Oigo los sones de sus roncas guitarras
cuando cruzan el polvo y recorren mi sangre
a través de un amargo perfume de jobos.
Bajo mi carne se ven unos a otros
tan nítidos que puedo contemplarlos.
Y si hablo solo, son ellos quienes hablan
en las gavillas de sus cañamelares.
Hace calor. Yo soy el muro tenso
donde está fija su hilera de retratos.
Mis mayores van y vienen por mi cuerpo,
son un aire sin aire que sopla del lago,
un galope de sombras que desciende
y se borra en lejanas sementeras.
Por donde voy llevo la forma del vacío
que los reúne en otro espacio, en otro tiempo.
Hace calor. Hace el verde calor que en mí los junta.
Yo soy el campo donde están enterrados.
En este caso, el poeta les rinde homenaje a sus mayores, a los que “le dieron la voz verde y el límpido silencio que se esparce en los pastos del lago Tacarigua”. Es una doble herencia la que exalta Eugenio Montejo: la voz y el silencio. El recuerdo de esas personas se convierte en un paisaje humanizado: el poeta mismo es el horizonte por el que transitan aquellos seres de a caballo. Durante todo el poema se transpira el calor de aquel pasado. El poeta oye los sones de las “roncas guitarras”, percibe perfumes de “jobos” y contempla “las gavillas de sus cañamelares”. Cada recuerdo se convierte en un retrato que va fijándose en el muro de su memoria. Y si en un inicio el poeta se autodefinía como un paisaje, ahora se vuelve una pared para retener ese álbum de imágenes. Los mayores son un “aire sin aire”, “un galope de sombras” que van y vienen por el cuerpo del poeta, son “formas vacías” que recorren su sangre. Montejo afirma que ese “verde calor” es lo que hace que en él se junten todas esas personas. Bien parece que el modo de apropiar a sus mayores ya no está representado en un paisaje, ni en un muro, sino en un campo de carne viva donde están enterrados. Los mayores siguen en el poeta, “cruzan el polvo” del olvido, porque él los reúne cuando los evoca, “en otro espacio, en otro tiempo”. Montejo nos enseña que nosotros somos sementera y cementerio de nuestros más queridos mayores.
Y cierro esta mínima antología de Eugenio Montejo destacando un poema de su libro Muerte y memoria (1972):
ORFEO
Orfeo, lo que de él queda (si queda),
lo que aún puede cantar en la tierra,
¿a qué piedra, a cuál animal enternece?
Orfeo en la noche, en esta noche
(su lira, su grabador, su casete),
¿para quién mira, ausculta las estrellas?
Orfeo, lo que en él sueña (si sueña),
la palabra de tanto destino,
¿quién la recibe ahora de rodillas?
Solo, con su perfil en mármol, pasa
por nuestro siglo tronchado y derruido
bajo la estatua rota de una fábula.
Viene a cantar (si canta) a nuestra puerta,
ante todas las puertas. Aquí se queda,
aquí planta su casa y paga su condena
porque nosotros somos el Infierno.
La figura de Orfeo está presente en varios poemas de Eugenio Montejo, pero en esta ocasión, el poeta centra su interés en la incertidumbre por la suerte de este dios griego del canto, y los cuestionamientos derivados de desatender la voz de sus epígonos en nuestro mundo contemporáneo. A lo largo del poema Montejo mantiene un tono dubitativo, cuando no profético: a la par que se pregunta, también nos interpela: ¿puede aún hoy Orfeo enternecer con su canto a los animales, a las piedras?, ¿quién atiende a sus auscultaciones estelares?, ¿será que sigue cantando?, ¿abriremos nuestras puertas para que entren sus anuncios y revelaciones? El poeta afirma que, en nuestro siglo, Orfeo pasa “tronchado y derruido” porque somos insensibles a sus melodías, porque lo dejamos plantado a la entrada de nuestras casas. Salta a la vista que la figura de Orfeo le sirva a Eugenio Montejo para relacionarla con la voz del poeta, con el trabajo clarividente de la poesía. ¿Escuchamos con atención hoy lo que dicen los versos?, ¿tenemos tiempo suficiente para descubrir el sentido figurado que anuncian estos textos de reducidas y rítmicas palabras?, ¿podemos hincar nuestras rodillas ante la palabra que busca trascendernos? Montejo parece responder negativamente a todas esas preguntas, porque nuestra desatención, nuestra indiferencia y nuestra incapacidad de escucha es el verdadero infierno de Orfeo. El Hades de nuestra insensibilidad es la condena del canto, del mensaje clarividente y apaciguador de la poesía.