Daniel Day-Lewis y Brenda Fricker, en una escena de la película “Mi pie izquierdo” de Jim Sheridan.
La presencia de la madre, su certeza, la incondicional complicidad con su hijo, la apuesta por un ser que, a pesar de su parálisis cerebral, podría tener las mismas oportunidades que sus otros hermanos… El aspecto protector de la madre, su avizor sentimiento para evitar el sufrimiento del hijo, la preocupación constante por conquistar una silla de ruedas, la paciencia para alimentarlo, la tenacidad para construirle su propio cuarto y lograr que así volviera a pintar… Cuántas muestras de cariño, de amor supremo. Porque Mi pie izquierdo la película de Jim Sheridan (1989) es, desde luego, la historia de Christian Brown, pero de igual modo, es un homenaje al sentido de la figura materna cuando debe enfrentar la circunstancia de un “hijo especial”, de un ser con discapacidad o que resulta, a los ojos de los demás, un “lisiado”, alguien sin posibilidad de futuro.
La película, inspirada en el texto autobiográfico, deja entrever otra cosa: gracias al arte, a la pintura y a la escritura, lo que parece una “limitación” genética se transforma en posibilidad de desarrollo, de crecimiento. Mediante la escritura el “lisiado” se convierte en un “genio”; por la pintura el impedido para expresarse fluidamente se torna en alguien capaz de mostrarle a otros su talento. El arte cumple el papel de agregarle “otros sentidos” a los que Christy traía de su nacimiento para, de alguna forma, “compensar” sus deficiencias o mermas expresivas. El arte otorga movimiento a lo paralizado; da locuacidad al balbuceo incipiente; el arte permite que nuestros defectos, nuestras marcas negativas, se vuelvan improntas de identidad, una manera de autodescubrimiento y, con el tiempo, de reconocimiento social.
Pero volviendo al papel esencial de la madre, tengo frescas en mi memoria tres escenas de la película. La primera, cuando Bridget –próxima a parir– sube a su hijo por las escaleras, mostrando un esfurzo sobrehumano. La segunda, cuando la madre mete las manos al fuego para salvar la alcancía en la cual guardaba los ahorros para la silla de ruedas de Christy. Y la tercera escena, una de las más signficativas, es la de ella empezando a cavar la tierra con un pica para construirle una habitación a su hijo, precisamente para sacarlo de su pena amorosa, de su silencio y de su abandono de la pintura. Estas tres escenas me permiten inferir, entre otras cosas, que sin importar el esfuerzo, la tenacidad o el agotar las fuerzas, la madre no nos deja tirados en un rincón debajo de la escalera, que la madre es, por excelencia, la negación al abandono. Otro punto es el nivel de “sacrificio” o la capacidad de dolor que pueden soportar las madres cuando tienen que defender, alimentar o lograr la salud de sus hijos. En este sentido, la madre representa la abnegación, la consagración o la entrega por otro ser humano aún a consta de su propia integridad. La madre resguarda, protege, cuida. Y el tercer asunto que me parece inspirador es que la certeza de la madre en las potencialidades de su hijo es tan grande que puede, con sus propias manos, levantar una habitación para él, para sus sueños más preciados. La madre, en consecuencia, crea escenarios para que otro ser sea en plenitud, para que conquiste la parcela de su felicidad. La madre es garantía de futuro, es la firmeza de que existe un horizonte.
Bridget siempre vigila a través de La ventana; Bridget prevé cuándo su hijo “puede acabar herido”; Bridget sabe que “un cuerpo roto no es nada al lado de un corazón roto”; Bridget sabe cuándo su hijo no suena como su hijo porque hay demasiada esperanza en aquella voz”; Bridget saca ánimos ante los momento difíciles de su hijo para decirle: “si tú te has rendido, yo no”; Bridget es el símbolo supremo de la abnegación hasta el punto de confesarle a su hijo que “si pudiera darle sus piernas, aceptaría las de él encantada”… Bridget es la gran cuidadora, la que está atrás de los triunfos de su hijo, la que protege la continuidad de su vida.
La primera vez que escuché “El chino de los mandados” fue en el automóvil de Miguel Alonso Puentes, el esposo de Lyda Zamira Rincón, dos amigos entrañables. Íbamos desde Yopal al campus “Utopía” de la Universidad De La Salle, en Matepantano. Dejamos de conversar y nos pusimos a oír con atención la historia entonada por Walter Silva. A la par que escuchaba la letra de esa canción mi memoria me llevaba a mi infancia, a esos primeros años en la vereda de Capira, a esa edad en la que, como el protagonista de la composición, tenía que hacer muchos mandados y, semejante a ese muchachito, disfrutaba del viento y de las aventuras del ambiente campesino. Apenas iba terminando la melodía las lágrimas salieron silenciosas de mis ojos. Hubo una conexión inmediata con mi espíritu. Con la mano derecha sequé mis lágrimas y le solicité a “Miguelito” más información sobre el autor.
Miguel me dijo que la madre del compositor había sido una maestra y que Walter Silva era una de los mejores compositores de la música llanera. Me habló de otras composiciones que le encantaban porque reflejaban bien las cosas cotidianas que le pasan a la gente “recia” de esas llanuras y por la manera como él las refería: “Dice con palabras sencillas lo que le sale del corazón”. Después seguimos oyendo en el CD otras melodías, pero en mi mente continuaba gravitando dicha canción. De regreso de aquel viaje, cuando Miguel me llevó hasta el aeropuerto, me regaló ese disco en el que había una compilación de varios temas de Walter Silva. Sea esta la ocasión para reiterarle a “Miguelito” mis agradecimientos por el regalo de esa tonada y por el puente afectivo con ese canta-autor que desde entonces hace parte de mis gustos musicales.
Pero qué es lo que hay en el fondo de mi experiencia estética con esa canción de Walter Silva. Por supuesto, y eso lo supe desde aquella ocasión en que la escuché, es que relata una historia muy parecida a la mía y a otras personas que hayan tenido una infancia campesina. Una niñez viva, repleta de cortas e inolvidables aventuras, de oficios infinitos y de carreras para hacer encomiendas o atender las urgencias de los mayores. Ir de un lado para otro, cruzar quebradas, atender a los animales, buscar “chamizos” para encender el fogón en la mañana, ir a buscar la leche para el desayuno, armándose de valor para espantar y enfrentar el asedio de los perros bravos; o dilatar el tiempo tratando de cazar tórtolas con la cauchera o treparse a los árboles y comerse, entre el vaivén de sus ramas, una naranja o una guama… Todas esas cosas están en la médula de esa canción: saltar, correr, divertirse, sentir en el corazón la libertad del campo. Y para hacerla más plena, más total, ese niño de la canción anda descalzo.
Además de ese contexto rural que, para unos puede ser la llanura y, para otros, tiene forma de montaña, el relato está impregnado de pobreza, de necesidad, de carencias cotidianas. La canción habla de un niño humilde que padece las situaciones propias de un hogar necesitado, sujeto a los avatares de lo que puede suceder cada día y, sin embargo, no hay tristeza ni amargura en él. Puede que falte el café, el azúcar, “el pocillito de manteca”; puede que la cuenta esté muy “grande” en la tienda donde se fía o que toque ponerle “pereque” a la vecina para solicitarle una vez más su ayuda, pero, aun así, no hay que perder el optimismo o la confianza en que se podrá seguir adelante. Y el niño vive esas experiencias de necesidad sin perder su vocación por las aventuras, por coger “guabinos” en las quebradas, por montar a pelo un caballo; el niño lleva las razones de la necesidad y, al igual que un ángel descarriado, trae en sus manos lo que solventa la solidaridad o los designios divinos. Nada puede quitar del corazón infantil su silbido feliz, su vagabundeo curioso, ni tampoco el pararse a escuchar extasiado el concierto de los pericos verdes o maravillarse con las bandadas de garzas blancas llegando a buscar reposo. La “falta de plata”, los ramalazos de la pobreza no pueden quitarnos del todo la alegría de vivir, parece decirnos en el fondo la canción.
El otro brazo de este pasaje es la exaltación a la “madrecita buena”, a esa mujer luchadora y fuerte, quien con “amor y sacrificio” y a pesar de las condiciones desfavorables de la fortuna, logró criar y “levantar” a “tres machos y una hembra”. Walter Silva ha contado que esta canción es un homenaje a su abnegada madre, Carmen Luisa Gutiérrez, la misma que en otro pasaje (“Las flores de mi mamá”) se sentía plenamente feliz de consentir su jardín al igual que enseñar a muchachos en una “escuelita rural”. La madre, en esta canción, es símbolo de la tenacidad, del coraje ante situaciones difíciles y de un amor que rebasa las acciones plenamente correspondidas. Una madre que sin aspavientos o pregones lastimeros sabía procurar para sus pequeños hijos la cena todos los días y hacer realidad el dicho de que “la tripa llena pone el corazón contento”. Este otro punto le otorga a la canción una raigambre popular muy fuerte, porque enaltece, casi con pudor, los heroísmos cotidianos de mujeres humildes que luchan a diario para mantener a una familia. Esta madrecita buena, a la que le gustaba tanto la música de pasillos y bambucos, la “vieja que regañaba” y le pedía a su hijo “coger fundamento” es la misma a la que ahora se le exaltan sus virtudes y se enaltece con el más profundo sentimiento. Quizá en este punto la canción toque fibras más hondas en todos los que hemos tenido la fortuna de tener las manos solícitas y cuidadoras de una madre cariñosa. Humilde, sí, pero abundante en amor y tenacidad para la crianza abnegada y responsable.
Desde luego, “El chino de los mandados” es la confesión de una parte de la historia de vida de Walter Silva. Es un relato autobiográfico que se vuelve más significativo porque señala el preludio de un futuro cantante. Y la canción sirve para evocar aquella época infantil, para homenajear a su progenitora y, para referirnos que, en ese entorno, en esas circunstancias desfavorables, también estaba en germen el sueño de aquel niño que corría por la sabana “sin camisa y contra el viento”, de “ser un cantante”. En ese paisaje seco de “necesidades” iba creciendo, poco a poco, el mejor estero para el autor casanareño. Entonces, la canción se cierra volviendo al ayer, pero entendiendo ese pasado de una manera diferente: ya no desde la “carencia”, sino desde el “sentimiento”; no desde el niño mandadero, sino del adulto que convierte esas anécdotas en pábulo para sus versos. Fueron esos “caminos” por los que deambulaba el niño los que “elevaron su pensamiento”.
Sobra decir que el video de la canción y el “actor natural” elegido para representar al “chino de los mandados” (Diego Yanit Gutiérrez, primo del cantautor y fallecido a los 13 años) se amalgaman de manera excepcional. La imagen, la música y la voz hacen que el mensaje llegue más profundo a nuestro corazón. La imaginación se transporta a nuestro terruño de la niñez, a la casita de techo de paja y bahareque, a la alberca con agua fresca, al corral, a las gallinas y los marranos, a ese mundo lleno de sol y de infinidad de pájaros. La voz de Walter Silva nos adentra en ese mundo de nuestros primeros años y sentimos, por unos momentos, que ya no estamos encerrados en un cuarto de ciudad, sino que corremos saltando, libres y felices, por aquellos paisajes verdes y polvorientos de nuestra infancia. De alguna manera, así sea un tanto nostálgica, esta canción hace “retroceder el tiempo”, para ver con otros ojos las heridas de la pobreza y agradecer a aquellas personas que nos cubrieron de amor y lograron mantener indemnes nuestros sueños, justo en el momento en que despuntaban como ideales imposibles.
“Adoración de los pastores” de Gerard van Honthorst.
Es una escena de total admiración. De sorpresa mayúscula. Personas y animales dirigen su mirada hacia el centro del cuadro. Varios de ellos no soportan el destello de la pequeña criatura y otros están embelesados o maravillados de lo que la mujer ha descubierto al destapar aquel resplandeciente ser. Un aire de alegría envuelve el acontecimiento; las sonrisas de los curiosos se suman al rostro extasiado de la madre. Pero lo que resulta fascinante es la luz que despide ese niño; es una luz novísima, impoluta. Es la luz de un astro que convoca, que atrae, que atrapa la atención de los presentes. Y para hacer más solar a la criatura, más deslumbrante, todo lo que hay alrededor asume los matices de la sombra, y los rostros cercanos se muestran pasivamente como meros reflejos de la pueril candela. Es una luz muy potente la que hace gravitar el cuadro, es la luz de la nueva vida que, aunque a veces lo olvidemos, sigue siendo el mayor de los milagros.
“Natividad mística” de Sandro Boticelli.
Lo que parece menos destacado en el cuadro es el niño que está como escondido al centro de la escena. Lo más notorio es la danza de ángeles, en el cielo, en los prados, encima del techo del belén, a lado y lado del pesebre. Ángeles felices, abrazándose; ángeles bailando en rueda festiva; ángeles celebrantes, pregoneros, fraternales. Lo que cuenta de este nacimiento es la noticia, la propagación de la noticia, la buena nueva que corre como el viento y se disipa como las nubes. ¿Pero por qué tanta alegría? ¿Cuál es el motivo de este júbilo alado? Bien podemos suponer que es el cumplimiento de una promesa, de un bien muy esperado, de una esperanza convertida en realidad. Todo parece volar en el lienzo: los pigmentos se convierten en melodías, el aire en un cantar alado; el cielo y la tierra se funden en un dinamismo leve y armonioso. El cuadro nos invita a participar de tal festividad y a ser testigos de esa dicha pletórica de alas: también nosotros debemos estar contentos porque la vida continúa siendo el más sorprendente de los milagros.
“La adoración de los magos” de Andrea Mantegna.
Qué procesión tan larga, qué camino tan extenso, cuánta gente en romería. Todos se dirigen al mismo sitio, a una cueva sombría resguardada por ángeles niños. Son muchísimos los que desean ver el origen de aquella estrella que aún sobresale como un largo farol por encima de las rocas. El paso para llegar hasta la criatura no es tan ancho y los camellos parecen querer observar también aquel niño. No son estos los primeros visitantes, como tampoco serán los últimos; es un peregrinaje que se prolonga por los altibajos de las montañas. Esta es una obra que nos recuerda el gesto reverencial ante la nueva vida, que nos invita a mantener el asombro por esos pequeños milagros que aparecen a la vera de los caminos. Toda vida naciente nos obliga a hincarnos con respeto, no importa si somos reyes o mendigos.
“La adoración de los pastores” de Bartolomé Esteban Murillo.
Los que muestran un mayor interés por la reciente criatura son los mismos que cuidan y protegen la vida. Los primeros que asisten al develamiento del niño con una curiosidad y una disposición de ayuda, que es absoluta ternura, son los pastores. Están encantados por ese nacimiento al punto de cobijarlo con sus ojos. Son aldeanos humildes, son campesinos, son gente que anda cerca a los rebaños y sabe la delicadeza con que debe tratarse el despuntar de toda existencia. La escena sirve de ejemplo a una de las aldeanas para enseñarle a su hijo una historia semejante: “Así eras tú recién nacido”, le dice con voz queda. Y el niño aprieta contra su pecho la gallina que lleva en su brazo e imagina que el animal también participa de ese milagro. El fondo sombrío de la escena, la penumbra que la envuelve, permite al espectador considerar que esta criatura, la de abajo, sea uno de los ángeles de arriba, que por una fantástica ley de gravedad haya caído poco a poco al seno de esa joven madre. Todo es sutil en este cuadro: basta observar la mano de uno de los pastores que toca levemente a una de sus ovejas, como si de esta manera pudiera acariciar la vida reciente que se abre radiante ante sus ojos.
“La navidad” de Federico Barocci.
La vida nueva genera expectativa, curiosidad. Siempre el misterio se esconde, se resguarda de las miradas pesimistas, de los escépticos ante las formas de lo extraordinario. Sin embargo, esa pequeña criatura fuerza el espíritu de los curiosos, los hace impacientes y ansiosos; los convierte en husmeadores de imposibles que golpean más de una vez a la puerta. El anciano portero, para exacerbar más su interés, les dice que no pueden entrar todos al tiempo, advirtiéndoles con el índice de su mano izquierda el silencio que exige ese niño tan reciente. Entre la criatura y el gentío está la madre de la criatura que parece cubrirlo de todas las miradas que le esperan, de todos los elogios que cubrirán su humilde lecho, de todos los rumores que irán de boca en boca propagando la noticia de un nacimiento extraordinario. El cuadro representa el momento de la antesala a la visita, de la expectativa por lo maravilloso, de esa desazón en el espíritu cuando se está ante algo que deseamos con el impulso pasional del corazón. Es bueno no perder la curiosidad por la vida que nace a diario en los pesebres cotidianos; es necesario golpear con insistencia para ver con nuestros propios ojos la esperanza encarnada o la semilla convertida en fruto humanizado.
“La adoración de los pastores” de Jacopo Tintoretto.
Realmente es en un cobertizo donde acaece el milagro de la vida. Es en lo alto donde mejor se observa el aparecer de una nueva existencia. Hay que elevar los ojos hacia las alturas para descubrir lo maravilloso, para recuperar el asombro; y, desde esa perspectiva, levantar nuestros brazos para hacer las ofrendas, para dar algo que consideremos valioso. Pocas veces nos percatamos de que arriba de nuestra cotidianidad acaecen sucesos extraordinarios. Y menos aún nos damos cuenta de que alguna criatura puede estar necesitando un alimento, una prenda, el calor de nuestros brazos. Pero lo que hace más llamativa la doble escena del cuadro es que el techo del cobertizo está abierto hacia los cielos; encima del niño y sus padres se pueden ver seres alados. Un mensaje profundo se revela: los que adoran y veneran el milagro de la vida no deben olvidar mirar a las alturas.
“La natividad” de El Greco.
Ya está la vida aquí. Cuánta sorpresa de ver su fragilidad, cuánto tacto para saber protegerla sin herir su novísima piel. Es tan fuerte el impacto de ver ese ser tan hermosamente indefenso que el resultado es el estatismo, la parálisis del ánimo ante esa maravilla tan diminuta. En la intimidad del hogar, en la familia más humilde, se vuelven a repetir los mismos cuestionamientos: ¿cómo lograr mantener aquella criatura con vida?, ¿cómo atender sus urgencias?, ¿cómo saber velar su sueño?, ¿cómo evitarle el sufrimiento? El cuadro nos recuerda que más allá de procrear o traer un niño al mundo lo más importante, lo que seguramente provocará un estado de estupefacción en sus progenitores, es saber bien cómo cuidarlo. La sorpresa de la natividad cobra en esta pintura todo su significado: el milagro de la vida merece y exige conservarse.
Me gusta que lleguen las fiestas navideñas, me encanta ese colorido que va destellando en las casas o en los almacenes comerciales, me conmueve la fraternidad que abunda en los hogares. Y qué mejor manera de exaltar dicha alegría interior que elaborar un libro centrado en esta temática, teniendo como eje el ritual de las novenas y sus símbolos adyacentes. De eso trata, entonces, mi nueva obra Es tiempo de navidad.
El libro está organizado en cuatro partes. La primera de ellas, incluye reflexiones sobre los significados de la novena, las consideraciones y las peticiones que allí se realizan; no desde una perspectiva histórica, sino explorando en su significación cotidiana y en los sentidos de este ritual familiar que renueva los vínculos afectivos. La segunda parte del libro, la más abundante, contiene 32 pequeñas “consideraciones” que pueden leerse durante el novenario o convertirse en motivo de conversación para que la celebración de la novena sea, en verdad, un modo de propiciar el diálogo y el encuentro alrededor de esta tradición compartida. Entre la variedad de consideraciones se abordan asuntos como el agradecimiento, la reconciliación, el cuidado, la amistad, la fragilidad, el respeto, la confianza, la sencillez, la comprensión o la paz. Cada persona o cada grupo familiar sabrá elegir cuáles de esas consideraciones son las más necesarias para cada día de la novena o usarlas como motivo para la “meditación” posterior al evento. La tercera parte se ocupa de algunos de los símbolos propios de la Navidad: el pesebre, el árbol, la cena, los mensajes de felicitación, la estrella de Belén. Una vez más, el objetivo de estas meditaciones es indagar en su significado profundo o en lo que tienen de fuerza trascendente. La cuarta parte de la obra recoge un quinteto de aproximaciones que ha hecho la poesía a la época navideña, destacando en cada caso un evento, un objeto o un sentimiento. El libro se cierra con un cuento que recoge y recrea la costumbre infantil de esperar los regalos del niño Dios.
Decía que esta obra es un homenaje a la Navidad y, muy especialmente, a los ritos, costumbres y simbolismos de un tiempo en el que la concordia y la alegría impregnan con su entusiasmo el corazón de las personas y aviva el fuego en los hogares de las familias. El conjunto de textos desea ofrecer un mensaje optimista y esperanzador en una época en la que todo parece llevar al pesimismo, la desesperanza y a una desvertebración de los vínculos humanos. Lo que me ha animado a escribirlos responde a una convicción: no podemos dejarnos derrotar por las múltiples manifestaciones de la muerte, por el odio o por una banalidad reinante que le quita a nuestro corazón la posibilidad de lo posible o lo maravilloso. De allí que el libro refrende la importancia del núcleo familiar e intente ampliar nuestros brazos de lo fraterno hasta tocar al vecino o a ese desconocido del cual sólo sabemos su necesidad o su gesto adolorido.
Y si bien el motivo principal de las reflexiones proviene del ritual de la novena de aguinaldos, lo cierto es que he pretendido celebrar con esta obra, no solo la fuerza sagrada de una devoción, sino refrendar de igual modo los lazos de la fraternidad y exaltar la magia proveniente de los prodigios cotidianos, sin la cual es imposible que aflore el milagro y la renovación de la vida. Por eso también he subrayado en muchas páginas las bondades del dar, la satisfacción interior que produce la hospitalidad y la importancia de disponer el corazón para “ser sembradores de luz” y permitirnos recuperar, al menos durante un tiempo, el asombro de la infancia.
Este libro continúa la serie de publicaciones sobre el tema del cuidado. En este sentido, puede emplearse como una serie de meditaciones para revisar nuestra existencia desde la perspectiva del simbolismo de la fiesta, lo sagrado y los ritos familiares o un medio para “hacer una pausa” y enaltecer cosas cotidianas como una cena, un reencuentro, un humilde regalo o una visita inesperada. Aunque de igual modo, considero que este libro resulta ser un significativo obsequio de lectura mediante el cual se invite a otras personas a contrarrestar el apabullante pesimismo, convertir en realidad la sensibilidad social, y renovar en sus corazones la generosa actitud de la alegría del espíritu.
Lo primero que usted debe saber, si quiere mejorar su tartamudez, es que Lionel le exigirá confianza absoluta. Y si usted es un rey, alguien poderoso o de alta alcurnia, él le pedirá “igualdad total” para lograr su cometido. El método que Lionel emplea es de las antípodas, no es un método ortodoxo; así que si le pide hacer algunas cosas que le resulten extrañas o poco serias, confíe en él y déjese llevar por este hombre cuya suficiencia no está validada por títulos, sino por haberle devuelto la voz a muchos soldados que la habían perdido después de estar en la guerra.
Por ningún motivo espere que él vaya a atenderlo en su casa. Para Lionel el consultorio donde trabaja, que no es más que una espaciosa sala, es lo que garantiza la seguridad del tratamiento. Esa habitación en la que usted debe entrar solo, sin esposa o alguien de su servicio, es el territorio donde va a acaecer la transformación de su afección vocal. Más de una vez le escuchará decir a él estas palabras: “este es mi juego, mi campo, mis reglas”. Sobre este punto, se lo aseguro, Lionel no hace excepciones, así usted tenga mucho dinero y tras de sí rancios linajes de nobleza. El salón donde da sus lecciones Lionel es su “castillo”; entonces, hágale caso. Por favor no vaya a fumar delante de él, así otros caballeros le hayan dicho que eso relaja la laringe y le ayuda a destrabar su lengua.
Seguramente él exigirá de usted que le permita intimar o saber asuntos de su vida privada. No se sienta amenazado por ello. Es mientras usted está en su salón de clase; es para lograr establecer una relación relajada o nada impositiva. No olvide que Lionel usará muchos recursos para romper los estereotipos de su conducta que ha arrastrado a lo largo de los años. Lionel no será como su padre, ese severo hombre que cuando lo veía tartamudear iba creciendo en impaciencia e iracundia desde el “inténtalo” hasta el “hazlo ya”. Este maestro de técnica vocal, amante de Shakespeare, no va a regañarlo ni amenazarlo; quizá emplee juegos de lenguaje para picarle la lengua y logre que fluyan esas palabras que se niegan a desbordarse por su boca. Deje la seriedad y empiece a repetirlos: “Tres tristes tigres tragaban trigo en un trigal…”
Es probable que su primer encuentro con él no sea el más afortunado. Tal vez usted ha pasado por tantos especialistas titulados que ya está harto de que le pongan siete canicas en la boca para ver si aprende, como Demóstenes, a mover la lengua con ese otro impedimento. Sin embargo, no deje de contestar las preguntas que le haga, así parezcan demasiado atrevidas o bordeen el espacio de lo más personal. Tampoco dude, si él quiere grabarle al inicio de su terapia una primera lectura del monólogo de Hamlet, ese que empieza “ser o no ser, esa es la cuestión”, y además de eso, pone a todo volumen la música de la obertura de Las Bodas de Fígaro de Mozart; no se preocupe, eso hace parte de su método. Lo más seguro es que usted sienta que está perdiendo el tiempo y deje aquel salón consultorio, llevándose un disco con su voz y la decepción en sus labios. Pero, más adelante, cuando esté completamente abrumado por su dolencia y escuche aquel disco regalo, usted se sorprenderá de que hubiera leído sin tartamudear a Shakespeare. Entonces querrá volver a encontrarse con Lionel.
Cuando retorne al salón consultorio, tal vez intente por todos los medios evitar que él se inmiscuya en su vida y busque establecer algún contrato que únicamente se centre en los aspectos técnicos de la dicción o en ejercicios clásicos para aflojar el habla. Lionel le dirá que eso es demasiado superficial y no solucionará de raíz su problema. Sin embargo, aceptará su propuesta, pero, eso sí, con una disciplina diaria en la que deberá descubrir las posibilidades de su cuerpo, de sus músculos, del diafragma y la riqueza que tiene su garganta para gritarle con todo pulmón a los vecinos la pronunciación repetida de las vocales. No olvide las recomendaciones de Lionel: “practique una hora cada día”.
Estoy seguro que él hará varios intentos para saber cuándo empezó su dolencia; más de una vez insistirá en ello. Déjese llevar, acepte ese vínculo. No tema, Lionel busca esencialmente que usted recupere la confianza en sí mismo, esa que su padre o su hermano le han mermado a partir de las burlas o cierto señalamiento de incapaz. De allí que, si Lionel le pide que cuando tartamudee al referir algo significativo de su padre o su hermano use las canciones que le gustan para contarle dicho acontecimiento, hágalo. Juegue un poco. Siga al pie de la letra esa consigna del terapeuta de guerra: “el sonido continuo de las canciones ayuda a dar fluidez”.
Tampoco se extrañe de que él emplee el lenguaje vulgar para sacarlo de esos aprietos de su boca que no lo dejan seguirle el hilo continuo a un discurso. Dígalas, póngalas como pausa de solemnidad o convierta la fuerza de sus emociones en un canal de su lengua amodorrada. Le advierto de una vez algo que puede pasar en este método de crear confianza: tal vez Lionel haga algún comentario tan familiar, tan íntimo, que usted sentirá que está metiéndose en un terreno que no le pertenece. Y si eso sucede, tenga presente que él lo hace porque siente que es su amigo o al menos alguien que sí puede decirle las cosas en su cara, y no como su padre que nunca tuvo el valor de elogiarlo en su presencia. En todo caso, le aseguro, que tendrá algunos choques con él, aunque en el fondo serán las peleas que usted tiene consigo mismo. Pero tarde que temprano tendrá que reconciliarse con Lionel, porque descubrirá que el método de este australiano humilde sí ha dado resultado, y ya usted siente que es dueño de su voz.
Lionel lo irá convenciendo poco a poco de que esa tartamudez está asociada a alguna marca de su infancia o a un hecho que le paralizó la voz. Quizá descubra que su lengua se porta como su terca mano derecha o como sus piernas arqueadas; de pronto ella, su lengua, fue frenada por los pellizcos de aquella criada que violentó su cuerpo y su alimentación; de pronto su lengua al igual que su estómago también tengan una mala digestión…, en fin. Al terminar Lionel le dirá que no hay que llevar ese lastre en sus bolsillos, que ya usted no es un niño, sino alguien con las suficientes agallas para dirigir su propia vida o el destino de otros. Este terapeuta del lenguaje corregirá su afección vocal, eso es seguro, además de devolverle una fe en sus talentos o en sus capacidades sepultadas.
Le reitero que el método de Lionel es muy eficaz especialmente por el acompañamiento que él lleva a cabo. No son lecciones dejadas al azar o al capricho de las circunstancias. El ensayará con usted las puestas en escena de sus presentaciones; él, aprenderá al lado suyo los discursos; él dispondrá el mejor de los espacios para que usted se sienta en confianza y pueda expresarse con total libertad. Parte de sus lecciones se darán en el mismo lugar en el que usted llevará a cabo sus elocuciones. Por lo mismo, no tome como una ofensa o una flagrante muestra de desconfianza, el que marque con lápiz rojo los textos que usted va a leer. Todo lo contrario, es el modo como Lionel ofrece su ayuda línea a línea: son sus manos y su voz convertidas en flechas y signos de alerta. Es tal su compromiso que, en ocasiones especiales y de gran relevancia para usted, él se convertirá en una especie de director de orquesta para dirigirlo con sus gestos y así lograr que no vaya a perder el ritmo de sus palabras o indicarle el énfasis o los matices verbales de su discurso. No lo olvide: la pronunciación de las palabras son para Lionel otra forma de la música.
Y cuando ya usted haya superado la mayoría de sus dificultades, cuando ya no tenga miedo de hablar en público, o cuando salga a recibir los aplausos por su dominio frente al micrófono, seguramente verá en la parte de atrás del escenario a Lionel, satisfecho de su labor, cómplice de sus triunfos. Aunque después de terminados los honores y los vítores, él le dirá en privado y con franqueza, que aún sigue teniendo ciertas dificultades con la pronunciación de una letra específica. Usted sonreirá agradecido, porque sabrá “para qué son, en verdad, los amigos”.
Ricardo Calderón: «Hay un bien supremo que es servirle a la gente”.
En una entrevista de Juan David Laverde Palma, publicada en El Espectador el domingo 18 de septiembre, el periodista Ricardo Calderón se refirió a varios aspectos del ejercicio periodístico que no solo me parecieron relevantes, sino que, al leer el libro de Diego Garzón Carrillo, Calderón: el reportero invisible[1], muestran con suficientes evidencias los riesgos y desvíos a los que está sometida hoy la profesión de informar y contribuir a cualificar la opinión pública. Manteniendo el hilo de las respuestas de la entrevista a este periodista-investigador y retomando afirmaciones del libro de Diego Garzón –centrado en la “trasescena” de muchas de las historias publicadas por Calderón en la revista Semana– iré comentando ciertos aspectos que espero interpreten bien lo que muchos oyentes, lectores y televidentes “padecemos” al ponernos en contacto con los informativos de una buena parte de los actuales medios masivos de comunicación.
Un primer asunto tiene que ver con las fuentes de que se vale Calderón para tener información de calidad, pertinente y de difícil acceso. Él dice que las mejores fuentes –para el caso de la corrupción de los oficiales del ejército, por ejemplo– no fueron “los buenos oficiales”, sino los “que se desviaron del camino”. Y agrega: “los malos, terminaron presentándome un montón de fuentes que fueron interesantes para comprender la corrupción institucional”. El libro de Diego Garzón muestra los pormenores de esos encuentros en lugares alejados de las oficinas de la revista, en ciudades lejanas a Bogotá o acordadas en horas insospechadas. Y si bien contrasta esas informaciones recogidas con “información oficial”, lo cierto es que su materia prima está en el subsuelo de la realidad que le interesa, en lo marginal de su materia de observación. Asunto que contrasta, precisamente, con un tipo de periodismo “oficialista” que no hace sino repetir lo que se recoge de afán en una declaración telefónica o buscando a las mismas fuentes para que den unas declaraciones “preparadas” para ese momento. Pero, además, Calderón no se contenta con una única fuente, necesita corroborarla, enriquecerla con otras voces, con otros testimonios; el libro muestra que además de las declaraciones de esas fuentes “marginales” el investigador insiste en tener documentos, evidencias que permitan validar o someter a prueba la oralidad de un denunciante. Retomo este punto porque sirve para resaltar la mala práctica contemporánea de ciertos periodistas que de un único testimonio sacan conclusiones definitivas o se contentan con los nombres de la agenda gubernamental establecida. Calderón sabe que cada fuente tiene “sus intereses”, que a veces trata de sacar partido de la situación o que, a partir de conseguir la publicación de sus “denuncias” lo que pretende es enlodar a otras personas para librar su responsabilidad o desplazar el foco de atención sobre su propia persona. De allí, de ese convencimiento, se desprende otra lección para las vedettes de la comunicación: “contrastar y verificar es fundamental para evitar que le metan goles con datos falsos” o, si se quiere entender de otra forma, contar con un suero escéptico o un espíritu crítico para no dejarse contaminar de “la información envenenada”.
Un segundo punto manifestado por Calderón sobre su trabajo de periodista investigativo es dudar, sospechar de lo que parece evidente o sobre aquellos consensos fácilmente resueltos. “¿Esta masacre la hicieron las Farc o los ‘paras’?”. La premisa de Calderón, recogida por su amigo Diego Garzón, es básica para el oficio de periodista: “no hay que creer en nada ni en nadie, pero oír todo y a todos siempre”. Hacerse preguntas complejas, tejer relaciones lejanas, conectar hechos de diversa procedencia, hace parte de las rutinas del “reportero invisible”. En últimas, se trata de no contentarse con la información superficial o con el inmediatismo de la primera declaración; la clave está en mantener alerta la perspicacia para desenmascarar a “la inteligencia negra” que busca desinformar: “en medio de la maldad todos quieren mostrar el que consideran su lado bueno”. Calderón insiste en ello y le otorga a la profesión periodística un rasgo propio de la investigación criminal para la cual se necesita asumir “la adrenalina de tratar de buscar la verdad y encontrarla”. Y la analogía de que se vale para explicarle a Juan David Laverde su manera de proceder es la del bombero: “es seguir la lógica contraria, como un bombero en un incendio: la gente huye, pero yo corro hacia el incendio. Es lo que hay que hacer”. Contrasta este modo de buscar la verdad de los hechos de Ricardo Calderón con la moda habitual de los comunicadores de hoy, encerrados en sus oficinas a la espera de que alguien les dé la noticia o convirtiendo sus medios en una pasiva caja de resonancia de lo que dicen o circula en las redes sociales.
La tercera particularidad de Calderón es su idea de que lo más valioso del periodismo es hacerle seguimiento a la noticia. “En el periodismo de investigación los temas nunca tienen un punto final. Nada termina con la publicación de un artículo o con el recibimiento de un premio”. Para eso es fundamental contar con un buen archivo, “tableros con fotos”, “mapas y enlaces de investigaciones en curso”, además de copias de documentos, con los suficientes discos extraíbles para interconectar noticias antiguas con hechos recientes. Contrasta con esa práctica que de tanto hacerla en nuestros medios parece ya una manera de ser periodista: olvidarse de hacer seguimiento a las noticias por andar seducidos por la novedad, por el último escándalo, por la “tendencia” en las redes sociales. El libro de Diego Garzón cuenta cómo Calderón puede emplear más de un año siguiéndole la pista a algo que intuye puede dar buenos resultados o que con un “poco de maduración” logrará llegar a las causas hondas del asunto. De allí su convencimiento de que “no hay que quemar todos los cartuchos en una sola publicación”.
La cuarta cosa que señala Calderón en la entrevista se refiere a cierta valentía para llevar a cabo su labor o acatar el compromiso moral de “servirle siempre a la gente”. Calderón lo considera “un apostolado”. Tal imperativo ético es lo que lo lleva a verse con fuentes o informantes “peligrosos” o de carácter impredecible. Sin embargo, “siempre es mejor ir a las citas difíciles” que eludirlas o evitar acordarlas. Y el mismo Calderón hace evaluación de sus colegas sobre esta conducta: “¿qué hace la mayoría de los periodistas?: No ir”. Por muchas razones, desde luego. Por el miedo natural a poner en riesgo su vida, pero también por los compromisos adquiridos con determinados intereses políticos de turno, por la autocensura, por conservar el empleo o por mantener cierta connivencia con personas “importantes” o “poderosas”. Tal vez por este imperativo de servicio social es que Calderón no firmaba sus artículos en Semana, y también porque “La firma nunca puede mover al reportero. El verdadero combustible del reportero son los resultados”, así lo expresó en su discurso de aceptación del premio Simón Bolívar a “Vida y obra”, en el 2013[2]. El deber mayor de un periodista es comportarse como “un soldado desconocido” que vigila y denuncia los desafueros de los gobernantes, de las instituciones corrompidas o de las conductas criminales y perversas de aquellos que se obsesionan con el dinero mal habido. Una vez más el contraste es evidente, en particular con los comunicadores que prestan su voz o su pluma para su beneficio personal o de espaldas a la responsabilidad social que tienen en una sociedad.
Una quinta línea de trabajo de Calderón nace de su maduración para lograr concluir pesquisas significativas. La premura por la “chiva” riñe con el periodismo de profundidad. En más de una ocasión los resultados parecen demorarse porque hace falta acceder a una fuente o conseguir un video o un documento específico. “Los tiempos del periodismo son diferentes a los tiempos de los informantes”, advierte Calderón a Juan David Laverde. Todo parece oponerse a este modo de construir lo noticioso, y más en nuestra época en la que impera la rapidez, el repentismo y una gozosa complacencia con la superficialidad en muchos sentidos de la vida. Por eso Diego Garzón, en el libro mencionado, reafirma tal convicción de Calderón. “la experiencia y la paciencia son grandes aliadas y es algo que hoy se ha perdido porque muchos periodistas están bajo la presión de producir información como si se tratara de fabricar salchichas”. Ricardo Calderón persiste en sus investigaciones, no se rinde, sigue hilando indicios y testimonios diversos hasta que se devela el enigma del problema o aparece la causa oculta de un hecho. La periodista Juanita León develó ese secreto: “él no entra y sale de las historias, él siempre permanece en la historia”[3]. Una vez más aparece el contraste de este reportero con los comunicadores recientes que confunden contrastar fuentes con un mínimo e improvisado sondeo de opinión o que abandonan la potencia de una noticia de gran calado de ayer por estar embelesados con la novelería y el runruneo de la noticia de hoy.
La sexta de las afirmaciones de Calderón a Juan David Laverde se enfoca en que el periodismo genuino no debe ceder al rumor y a la maledicencia de las redes sociales. Lo que dice Ricardo Calderón sobre este aspecto merece transcribirse de forma completa: “las redes sociales le han hecho un daño enorme e irreparable al periodismo, porque muchos periodistas se están midiendo no por las historias, sino por los clics y los seguidores. Además, siempre he pensado que esos ‘seguidores’ son como ser rico en Tío Rico, eso no es nada. Nosotros nos debemos a la gente, pero el ego de muchos periodistas los nubla. El periodista habla por sus historias. El periodista no importa, importan sus historias”. Esa es la mayor preocupación de Calderón: que el periodismo se vuelva una palestra y una propagadora de rumores y mentiras sin rostro; que las nuevas generaciones de periodistas confundan su deber social con la búsqueda de notoriedad, que cedan a la “tentación de navegar sobre el oficio de la comodidad de la tecnología” y olviden, por el contrario, que su tarea fundamental es indagar, contrastar, cotejar versiones, hallar la verdad oculta, para que su labor tenga “un impacto positivo en la sociedad”. Igual convencimiento se aprecia en las largas conversaciones con Diego Garzón, que dieron nacimiento al libro Calderón, el reportero invisible: “la guerra de los clics le ha hecho daño a la profesión”, “la información es un bien común, la imaginación un bien privado”. Desconocer que las redes sociales han contribuido de manera notoria a desinformar o crear miedos infundados o provocar avalanchas de opinión incendiarias o darle carta de ciudadanía al fanatismo o los sectarismos de todo tipo es algo inobjetable. Precisamente por ello, Calderón insiste en poner en salmuera los prejuicios, en confirmar con otras fuentes lo que alguien dice o denuncia, en saber que las redes sociales en muchas ocasiones son usadas para “diluir” una responsabilidad, convertir problemas de estado en problemas personales, someter el juicio razonado sobre una información a las explosivas opiniones emocionales del momento. Este aspecto se complica aún más cuando los periodistas usan las redes sociales para fijar posturas políticas o emitir sus opiniones, información que no ayuda mucho a diferenciar cuándo están ejerciendo su profesión o cuándo expresando un sentimiento alejado de la premisa deontológica de “investigar para hallar la verdad”.
Termino estos comentarios invitando a releer la entrevista de Juan David Laverde titulada “El periodismo no importa, importan sus historias”[4], y a detenerse en el libro de Diego Garzón Carrillo publicado por Planeta. Tanto uno como otro texto sirven de ejemplo para recuperar el oficio del periodismo serio y responsable, sin banalidades del momento, del periodismo investigativo, y son también un homenaje a la figura del reportero Ricardo Calderón quien, de manera silenciosa develó casos mayúsculos de corrupción en Colombia, violaciones institucionales de derechos humanos, además de descubrir los intríngulis de los paramilitares, la parapolítica, las interceptaciones ilegales a magistrados por organismos del Estado y las variadas formas de la ilegalidad amparadas en el uso de los falsos testigos.
“Penélope llorando sobre el arco de Ulises”, grabado de Jean Marie Delattre – Angelica Kauffman
No es cualquier juego al que se van a enfrentar los pretendientes. Es uno de los certámenes del “rey” Odiseo: pasar una flecha por el ojo de las doce hachas grandes, las cortantes segures. Como tampoco es común el arma que va a utilizarse para tal competición: el flexible arco de Ulises, regalo de Ífito. Así que, aún en desventaja numérica, Odiseo tiene a su favor estos dos elementos; además cuenta con la sorpresa y el apoyo del boyero y el porquerizo, Filetio y Eumeo, quienes encerrarán en el palacio a los pretendientes. De igual modo está la lanza ávida de venganza de su hijo Telémaco, listo a su señal para entrar a combatirlos. Liodes fue el primero en intentar tender el arco, después lo hizo Eurímaco, pero los dos fracasan en sus intentos. ¿Qué tiene de particular ese arco, que ni el sebo caliente logra ablandarlo ni la “carcoma ha podido roer el asta de cuerno después de tantos años”? En principio, es uno de “los tesoros del rey”, resguardado con llave en el aposento más interior del palacio: es un regalo precioso; además, es un arco de largo alcance, que exige demasiada fuerza en los brazos y las manos para tensarlo y, según el fin propuesto por Penélope, presupone un buen pulso y una habilidad suprema que garantice la alta precisión. Tensar el arco, en suma, es la prueba que pone a competir la soberbia juvenil con la paciente y sopesada experiencia.
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La matanza fue bestial. Flechas y lanzas acabaron con los pretendientes. Antínoo, Eurímaco, Anfínomo, Agelao, Eurínomo, Anfimedonte, Demoptólemo, Pisandro, Pólibo, Euríades, Élato, Leócrito, Liodes, entre otros, “cayeron entre la sangre y el polvo”. A unos los mató Odiseo, y a otros Telémaco, Filetio y Eumeo. Aunque Atenea no participó directamente, sí ayudo haciendo que las lanzas de los pretendientes no hirieran de manera considerable a los cuatro defensores del palacio de Ulises. Motivados por la afrenta y la humillación acumuladas, aunadas al coraje y el aguante, Odiseo y su reducido grupo de guerreros diezmaron a esos numerosos dilapidadores de la hacienda del rey. El resultado final se asemejaba al de una brutal carnicería: “los pretendientes yacían amontonados unos sobre otros”. En este canto vemos por qué Ulises era respetado entre los guerreros aqueos, por qué su nombre resonaba más allá de los mares. Apenas termina el combate, Euriclea “se encuentra de pronto a Odiseo en medio de los cadáveres de la matanza, cubierto de sangre y barro, como un león que acaba de devorar a un buey montaraz, que todo el pecho y ambas fauces lleva teñidos de sangre y es espantoso al verlo de frente”. Toda la furia contenida se desata sin contemplación o perdón; se salvan únicamente, por intercesión de Telémaco, el aedo Femio y el heraldo Medonte. Odiseo le dice a este último que le perdona la vida para que “reconozca y proclame luego ante cualquiera que el hacer bien es mucho mejor que el obrar mal”. No obstante, el prudente Ulises, no se vanagloria de su victoria y prohíbe a los de su casa proferir exclamaciones de júbilo por su justa venganza: “no es piadoso dar gritos de triunfo sobre los muertos recientes”.
“Ulises y Telémaco matan a los pretendientes”, pintura de Thomas Degeorge.
El reencuentro de Penélope con Ulises no es inmediato. Entre otras cosas, porque según Euriclea, ella “tiene un ánimo siempre desconfiado. Duda, si en verdad es su esposo el que está en el primer piso de su casa, “cubierto de sangre como un león”; duda si es cierto que es el mismo mendigo que hospedó hace unos días; duda si no es una patraña de los dioses para alargar sus penas. Por eso, al bajar a encontrarse con su esposo se pone a una prudente distancia para interrogarlo: “vacilaba en el fondo de su corazón si dirigirse de palabra desde lejos a su querido esposo o si, llegando hasta él, le besaría abrazándole la cabeza y las manos”. Debido al estupor de Penélope, ese primer encuentro tan esperado, ese “largo anhelo”, está marcado por el silencio y las miradas escrutadoras. Antes de recibir los abrazos y los besos amorosos de cariño, el mendigo debe quitarse los harapos, bañarse, y recibir los dones bellos de Atenea, “para que parezca más alto y fornido”. Y todavía más, la “dura de corazón”, la obstinada y de “corazón inflexible”, le exigirá a su esposo superar la prueba del origen de su lecho.
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Así como Euriclea reconoce a Odiseo por la cicatriz de su pierna, de igual modo Penélope constata la identidad de su amado por el relato que hace Ulises del olivo que, con una de sus ramas, talló el pie de la cama marital. Ese signo conyugal hace parte de las complicidades secretas entre los esposos: “pues hay señas para nosotros que los demás ignoran”. No cabe duda, es Odiseo: “el lecho sigue incólume”.
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Después de “haber disfrutado del deseable amor, se entregaron al deleite de la conversación”. Penélope le relata sus infortunios y sufrimientos con “los funestos pretendientes” y Ulises le hace un resumen de su larga travesía por el país de los lotófagos, su encuentro con el cíclope, su paso por la isla de Eolo, el naufragio que sufrió por la imprudencia de sus compañeros al abrir el zurrón con los vientos, su posterior llegada a la ciudad de los Lestrigones. Le habla también de los engaños de la maga Circe, de su descenso al Hades para hablar con Tiresias, de su paso por la isla de las Sirenas y aquel canto seductor, de su tortuoso viaje por las peñas Erráticas y el enfrentamiento con las monstruosas Escila Y Caribdis. De igual modo le relata cómo sus compañeros desobedeciendo su orden, habían matado las vacas del sol y que, por ello, perecieron en las aguas del turbulento océano, y cómo él, agarrado de un madero, sobrevivió varios días hasta que llegó a la isla Ogigia donde conoció a la ninfa Calipso. Le contó también su posterior llegada al país de los feacios, quienes no solo lo honraron, sino que lo condujeron hasta su patria tierra. Odiseo se alargó en cada una de sus aventuras, pero a pesar de lo extenso de tales historias, Penélope se mantuvo atenta “y el sueño no le cayó en los ojos hasta que se acabó el relato”. Ulises revive cada una de sus peripecias, las convierte en una narración maravillosa, con el fin de incitar y mantener la seducción a Penélope. Todo esto es posible gracias a la complicidad de Atenea quien, celestina de ese reencuentro amoroso, “alargó la noche”, deteniendo en el Océano los caballos ligeros de la Aurora.
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Odiseo le confiesa a Penélope que aún le queda pendiente otra prueba de la cual le habló Tiresias, cuando lo visitó en el Hades. Es otro viaje, por múltiples poblaciones, cargando un remo en sus manos hasta que encuentre hombres que no hayan visto el mar ni sazonen sus alimentos con sal. Este curtido aventurero debe encontrar a un caminante que cumpla tales requisitos. El mismo adivino le dijo una clave para encontrarlo: “cuando al salirme al paso otro caminante que me diga que llevo un aventador sobre mi fuerte hombro, entonces, debo hincar el remo en tierra, sacrificar hermosas víctimas al soberano Poseidón, un carnero, un toro y un verraco, y volver a casa, para hacer sagradas hecatombes en honor de los dioses que habitan en el amplio cielo”. El premio por cumplir o lograr superar dicha tarea será “una tranquila vejez”. Si se mira con detalle, esta prueba es un modo de “recoger los pasos”, una manera de desandar la vida de marinero; Odiseo, avezado marinero, debe hallar a “un caminante” que desconozca los útiles esenciales de ese mundo tan querido por Ulises. Y es también un rito de purificación, un acto de desagravio con Poseidón, para alcanzar una suave muerte que “llegará serena desde el mar”.
Hermes conduciendo las almas de los pretendientes al Hades, ilustración de John Flaxman.
Mientras Odiseo va en camino de hallar a su padre, las almas de los pretendientes bajan al Hades. Aquiles charla con Agamenón, cuando son interrumpidos por la presencia de Hermes que conduce las almas de los pretendientes. Agamenón reconoce a Anfimedonte y le pide explicaciones de por qué él y otras almas llegaron allí. El hijo de Menelao le detalla muchos de los acontecimientos en los que estuvo involucrado y los pormenores de la matanza: “así hemos perecido, Agamenón, y los cadáveres yacen abandonados en el palacio de Odiseo”. El relato de Anfimedonte no da razón de sus actos de impiedad o de cómo él y los otros jóvenes aqueos dilapidaron los bienes de Ulises, confabularon la muerte de Telémaco y mancillaron el don de la hospitalidad; lo que cuenta no muestra ningún arrepentimiento ni de las faltas ni de las acciones indebidas en la mansión de Ulises. Anfimedonte, como los otros pretendientes, sigue siendo un alma soberbia, como lo fue en vida. La hybris es su consigna y su condena.
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Así como Penélope solicita una prueba para constatar que ese mendigo es su esposo; de igual manera Laertes exige una señal al forastero que lo visita para quedar totalmente convencido de que es su hijo. En el primer caso es la descripción de la construcción del lecho nupcial; en el segundo, la enumeración de los árboles del huerto que “antaño le diera Laertes” a Odiseo: “trece perales, diez manzanos y cuarenta higueras”, además de la promesa de “las 50 ringleras de vides”. Son estas señas las que convencen tanto a la una como al otro. No son suficientes, por lo mismo, la mera declaración de identidad que manifiesta Ulises. Ha pasado mucho tiempo, y por eso se necesitan estos otros signos compartidos, estas “señas tan claras que lleven al reconocimiento”. Lo interesante es que estas pruebas de identidad a Odiseo están referidas al espacio familiar o a alguna zona de la intimidad. Lecho o huerto cobran un valor especial porque ponen en evidencia un tipo de vínculo, porque en sí mismos conducen a la rememoración de un hecho significativo en la vida de esas dos personas o marcan la singularidad de una filiación o un compromiso.
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El final de la Odisea se dirige al cese de la venganza y la instauración en Ítaca de la paz. Ya Ulises presentía que los familiares de los pretendientes iban a tomar venganza por la muerte de sus hijos; por eso estaba prevenido a enfrentarlos cuando vinieran a buscarlo. Y fue el padre de Antínoo, Eupites, quien arengó a otros aqueos y los convenció de “vengar a los asesinos de nuestros hijos y hermanos”. No valieron las advertencias disuasorias del augur Haliterses Mastórida, pues en algarabía salieron a buscar a Odiseo y sus compañeros. La pelea fue inevitable. Sin embargo, es Atenea, por mandato de Zeus, la que disuelve con un grito la contienda: “¡Parad, itacenses, la mortífera refriega, y así, sin más sangre, separaos en seguida!”. Y dado que Odiseo de un salto quería perseguir y acabar con los que huían, la diosa tuvo que detenerlo diciéndole: “párate, calma esa furia de guerra, que a todos se extiende. No sea que se quede irritado contigo Zeus de voz tonante”. Ese es el final de la historia: abandonar el ánimo vengativo que ha estado sediento a lo largo de los cantos de la Odisea. Y para que se logre la concordia definitiva, el dios del cielo y del trueno invita a las otras divinidades a que “facilitemos el olvido de la matanza de los hijos y hermanos. Que convivan en amistad los unos y los otros, como en el pasado, y que haya prosperidad y paz en abundancia”. En definitiva: a los hombres les compete parar la sed de venganza; y a los dioses ofrecer el don del olvido.
“Homero cantando sus versos” de Paul Jourdy.
NOTA BIBLIOGRÁFICA
Para estos y los anteriores Escolios he hecho una lectura paralela de las siguientes traducciones de la Odisea: en prosa, la de Luis Segalá y Estalella (Aguilar, Librero) y la de Carlos García Gual (Alianza); en verso, la de José Manuel Pabón (Gredos) y la de Fernando Gutiérrez (Random House). También he cotejado la traducción en prosa de José Luis Calvo (Cátedra). En el caso de la “versión directa y literal del griego” de Luis Segalá y Estalella he tenido a la mano las Obras completas de Homero de Montaner y Simón (Barcelona, 1955) y las Obras completas, con ilustraciones de John Flaxman, de la editorial Joaquín Gil (Buenos Aires, 1946).
“El Reencuentro de Odiseo y Telémaco” de Henri-Lucien Doucet.
El reencuentro entre Odiseo y Telémaco es conmovedor. Más que largos discursos o extensas palabras de cariño, lo que describe Homero es la sorpresa, el gesto del abrazo y el llanto común que los une hasta “mover a la compasión”. Sabemos que ese llanto tenía el tono agudo de las aves, águilas o buitres, “cuando les arrebatan las crías antes de que pudieran usar sus alas”; y para darle un mayor realce, ese llanto podría haberse prolongado “hasta la puesta de luz del sol”. La emoción contenida durante tantos años, ahora halla su punto de desborde. Todo lo anterior cobra aún más realce porque Homero los deja solos en tal momento: Atenea ha partido, Eumeo corre hacia la ciudad, no hay nadie en la majada; únicamente el padre y el hijo, en ese emotivo y entrañable abrazo, ocupan el primer plano de la escena.
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El número de pretendientes es, en verdad, considerable. Telémaco le enumera a su padre los esforzados varones que consumen su hacienda y cortejan a su madre: “de Duliquio vinieron cincuenta y dos mozos escogidos, a los que acompañan seis criados; otros veinticuatro mancebos son de Same; de Zacinto hay veinte jóvenes aqueos; y de la mismas Ítaca, doce, todos ilustres”. Son más de 100 pretendientes con los debe luchar Ulises. Pero el modo de enfrentarlos es, en principio, pidiendo información pormenorizada de sus enemigos a Telémaco: “recuenta y descríbeme a los pretendientes para que yo sepa cuántos y quiénes son hombres”; después, ocultando su presencia en Ítaca (“que ninguno oiga decir que Odiseo está dentro, ni lo sepa Laertes, ni el porquerizo, ni los domésticos, ni la misma Penélope”); y más tarde, enviando a su hijo Telémaco a que se mezcle con ellos y les dé “consejos con palabras amables”, hasta que, en determinado momento, después de recibir una señal suya con la cabeza les esconda sus armas. De otra parte, Odiseo confía además de su astucia y el disfraz de mendigo que le oculta su verdadera identidad, en el apoyo celeste de Atenea y Zeus: “¿acaso ha de buscar algún otro defensor?”. Lo que resulta más dramático en estos preparativos es que Homero asimila el plan secreto urdido por Odiseo para acabar con los pretendientes con las maquinaciones de aquéllos para matar a Telémaco. Aunque todo parece seguir igual, cada bando conspira y fragua una estrategia para acabar con su contraparte.
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El perro Argos es una alegoría de la espera incansable por el ausente amado. Como nadie lo cuida está “todo lleno de garrapatas”, débil hasta el punto de no poder “salir al encuentro de Odiseo”. Argos fue el can criado por Ulises, un perro ágil, fuerte y “hábil en seguir un rastro”, pero “ahora le abruman los males a causa de que su amo murió fuera de la patria y yace arrinconado sobre un montón de estiércol de mulos y vacas”. El momento en que Argos reconoce a Odiseo, después de 20 años de ausencia, y muere exánime, tipifica a otras vidas que se abandonaron o fueron envejeciendo entristecidas, como su padre Laertes, esperanzados en el regreso de Ulises.
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Parte de la estrategia de Odiseo cuando llega a su antiguo palacio es soportar sin responder los insultos y los golpes de los pretendientes. Antínoo le tira un escabel y le pega en el hombro derecho, pero Ulises “se mantiene firme como una roca”. No responde a la ofensa. Su actitud es semejante a la que, en su viaje hacia la mansión de Penélope, usó para responder a la patada en la cadera que le había dado el cabrero Melantio: “padecer el ultraje y contener la cólera en su corazón”. En cada una de esas ocasiones, aunque a Odiseo “se le ocurre acometer al agresor y quitarle la vida con el palo que llevaba, o levantarlo un poco y estrellarle la cabeza contra el suelo”, prefiere asumir la condición de forastero, de mendigo, de necesitado que debe soportar los insultos de los altaneros del camino o el desprecio de los soberbios pretendientes. El aguante y la contención de sus impulsos (tan parecidos a la firmeza en el mástil que mantuvo mientras escuchaba el canto seductor de las Sirenas) hace parte de su estrategia. El hombre de acción, el guerrero insigne de Troya, acude a lo contrario de sus atributos beligerantes: la quietud, el dominio y el refrenamiento de su fuerza.
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La persecución del mendigo Arneo a Odiseo y la posterior pelea que tienen es una forma de dilatar el relato para aumentar la tensión, el drama. El combate entre el verdadero mendigo y el mendigo disfrazado es también es una estrategia narrativa para darle la oportunidad a Ulises de azuzar o provocar a los pretendientes. De igual modo, el golpe que Odiseo le atizó a Arneo “en el cuello bajo la oreja y le partió los huesos por dentro”, preludia los otros golpes que les dará a los pretendientes; a ellos, también, les “cubrirá de sangre los morros y el pecho” y les hará “brotar sangre roja de su boca y se derrumbarán con gritos, y rechinarán los dientes mientras patalean con sus pies en el suelo”.
“Ulises y Euriclea” de Gustave Boulanger.
“Calla y nadie lo sepa”, le advierte Ulises a Euriclea, después de que ella descubre la cicatriz en su pierna, originada por el diente blanco de un jabalí. La criada que lo alimento y crio responde con una frase que tiene el mismo temple del Odiseo: “guardaré el secreto como una sólida piedra o como el hierro”. El disfraz de Ulises, por más de estar hecho con el don transformador de los poderes de Atenea, tiene una fisura a través de la cual puede verse su verdadera identidad: la cicatriz en la piel. Euriclea “toca con la mano esa cicatriz” e inmediatamente el “gozo y el dolor” invaden su corazón. Ulises logra simular de incógnito en su propia casa varias cosas: procedencia, fuerza, bienes y posesiones, intenciones verdaderas. Pero lo que no puede del todo camuflar está asociado a un dolor que desgarró la carne y, como si fuera una impronta, se estampó en su piel. Puede mentirle a Penélope: “fabulaba contando sus mentiras semejantes a verdades” pero no a su nodriza: “te aseguro que nunca vi a ninguno tan parecido a Odiseo, como tú te asemejas, en el cuerpo, la voz y los pies”. Euriclea lo reconoce, especialmente, por el tacto: “sí, de verdad tú eres Odiseo, querido hijo. Al principio no te reconocí, hasta tocarte del todo, mi señor”. Esa cicatriz de Ulises viene siendo como una marca de este hijo de Ítaca, como una enseña encarnada de la cual no es posible desprenderse y que, como se sabe, a medida que pasan los años, tiende a hacerse más notoria. Odiseo puede engatusar con sus palabras, fingir con sus atuendos, disimular sus actitudes; pero no puede borrar la cicatriz que lo hace único, esa encarnadura que relata una historia, esa profunda herida-señal que habla sin palabras de su identidad.
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En el canto XX se cuenta que Atenea, la permanente consejera y protectora de Odiseo, les infundió a los pretendientes “una risa inextinguible, y les perturbó la razón”. Ese estado “les trastornó el juicio”: “reían con risa forzada, devoraban sanguinolentas carnes, se les llenaron de lágrimas los ojos y su ánimo presagiaba el llanto”. Tal posesión hilarante y lacrimosa provocada por Atenea, es retratada y llevada a un sentido premonitorio por Teoclímeno, el augur refugiado por Telémaco en su nave cuando venía de vuelta a Ítaca. En la traducción de Fernando Gutiérrez, esto es lo que describe y anuncia el ornitomante: “¡Desdichados! ¿Qué mal padecéis? Noche oscura os envuelve la cabeza y el rostro y debajo de vuestras rodillas; los gemidos aumentan, las caras se bañan en lágrimas y de sangre se manchan los muros y los bellos areóstilos, y el vestíbulo y patio se llenan aquí con las sombras de los que hacia el Erebo sombrío se van, y en cielo se ha extinguido ya el sol y se extiende una lóbrega niebla”. La risa súbita acompañada de infinidad de lágrimas preludia que “viene sobre ellos la desgracia, de la cual no podrán huir ni librarse ninguno de los que en el palacio del divinal Odiseo insultaron a los hombres, maquinando inicuas acciones”. El mal que sufren sorpresivamente los pretendientes es dual: ríen interminablemente como si estuvieran en un banquete prolongado; pero, lloran a la vez, como si ese fuera su último festín. El augur entrevé que, la posesión que padecen, es el preámbulo a la pérdida de la luz de la razón y la entrada al mundo de las sombras del Hades.
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Las referencias a los pretendientes atraviesan los diferentes cantos de la Odisea. Desde el inicio, cuando Atenea le pide a Telémaco que los invite a dejar su casa, pasando por la confabulación de ellos para asesinar al hijo de Ulises; están presentes en las exhortaciones de Menelao y Alcínoo al igual que en los augurios premonitorios de su desgracia. Se hacen más vivos con el regreso de Telémaco, después de salir a buscar a su padre, y cobran toda su relevancia en el momento en que Odiseo, disfrazado de mendigo, los ve, los escucha y los increpa al regresar a su tierra patria. Los pretendientes son los permanentes antagonistas de Odiseo, pero la manera como Homero va acercando el momento de la pelea final es lo que le da suspenso y tensión a la historia. Ya desde el canto XVII, los pretendientes maltratan a Odiseo, lo humillan y se burlan de él. Antínoo, Eurímaco, Anfínomo, Agelao, Ctesipo… Son muchos. La narración, canto a canto, nos los va haciendo más visibles, conocemos de cerca sus comportamientos, su forma de hablar, su soberbia y su desfachatez en casa ajena. Y los oyentes o lectores de la Odisea, estamos como Telémaco, a la espera de que Ulises “les ponga la mano a los desvergonzados y procaces pretendientes”.
“Odiseo en el Hades”, ilustración de Peter Malone.
El modo como Homero nos acerca al Hades empieza en el “confín del océano profundo”, se adentra luego en la descripción del país de los cimerios, hombres “envueltos en tinieblas y nubes” y a los que “jamás el sol ardiente los contempla bajo sus rayos”, para luego entrar en una zona de libaciones que, con la sangre de las reses degolladas, abre las puertas subterráneas del Érebo para que surja una multitud de almas en un “clamor horroroso”. Homero va de la claridad a la sombra y de la penumbra a la obscuridad; únicamente la quema de las reses sacrificadas ilumina la escena.
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El interrogatorio es doble en el Hades: Odiseo pregunta por sus allegados y amigos, y los muertos por las personas queridas que siguen vivas. Aquiles y Agamenón preguntan por sus hijos; Ulises indaga por su madre, por su esposa y por Telémaco. Anticlea, la madre de Odiseo, pregunta por cosas que, desde su muerte, no sabe: “¿acaso vienes ahora de Troya errando hasta aquí durante mucho tiempo con tu nave y tus compañeros? ¿Aún no has llegado a Ítaca ni viste en tu hogar a tu esposa?” Y Ulises inquiere por la causa del fallecimiento de su progenitora: “¿Qué destino de lamentable muerte te sometió? ¿Una larga enfermedad, o la flechera Ártemis te mató asaeteándote con suaves dardos?” Unos y otros ignoran la suerte de los de su contraparte. El único que no habla ni responde a las preguntas de Odiseo, es Ayax, porque el rencor lo sigue carcomiendo aún en el Hades. Esta dinámica de preguntar por los “ausentes”, tan típica de los que se encuentran después de un largo tiempo (hace diez años que Odiseo partió hacia la guerra de Troya, y otros tantos se van a cumplir para retornar a su Ítaca), además de otorgarle al diálogo un tono cercano al de la conversación familiar, hace que sea menos escabroso o fantástico el estar allí en el reino de Hades y Perséfone. Las almas de los muertos reconocen a Odiseo según el tipo de trato que tuvieron con él y, en esa misma proporción, Ulises recuerda los vínculos, las hazañas o los eventos compartidos con aquellos difuntos. Para que eso sea posible, para que sean audibles dichas voces, es necesario que beban la negra sangre de las reses degolladas derramada en un hoyo, la cual divide la fila de las almas de los muertos de la presencia de Odiseo y sus compañeros.
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En algunas ocasiones el vaticinio de una diosa o un augur es en realidad la narración del suceso que va a pasar después. Ese es el caso del encuentro de Ulises con la Sirenas. Circe cuenta con qué se va a encontrar Odiseo, cuál es el efecto de oír las voces y el canto de aquellas mujeres pájaro y qué debe hacer Ulises para escucharlas y evitar el desenlace mortal. Lo que sucede después es la descripción de tal vaticinio, pero está contado de manera rápida y sin mayores datos adicionales. Esta técnica de Homero de anticipar el futuro no solo invita a seguir escuchando la historia, sino a constatar si lo presagiado se cumple a cabalidad, a detallar las reacciones del héroe ante tales eventos, a sentir compasión o piedad por lo que se avecina. Los oyentes o lectores de esta historia, entonces, asumen el papel de dioses que observan cómo Odiseo y su tripulación van hacia el cumplimiento de su destino.
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Odiseo es un gran narrador, según Alcínoo: “tú das belleza a las palabras, tienes excelente ingenio e hiciste la narración con tanta habilidad como un aedo”; Ulises “cuenta con precisión”. Homero pone en la boca de Odiseo la habilidad de saber cortar el relato en un momento crucial o de gran intriga para despertar un mayor interés: “hay un tiempo de largos relatos y también un tiempo para el sueño”. Al interrumpir de pronto la narración, al matizar la descripción de las diversas ánimas del Hades que van desfilando con pequeñas historias como la de Tántalo o Sísifo, es un modo de incitar al oyente a escuchar otras historias semejantes. Alcínoo, Arete su esposa, y toda la concurrencia están presos de la magia del narrador, al punto de pedirle que retrase su partida. La solicitud del rey de los feacios a Odiseo es la mejor prueba de que Homero ha logrado su cometido: “La noche es muy larga, inmensa, y aún no llega la hora de recogerse en palacio. Cuéntame prodigiosas hazañas. Que yo puedo aguantar hasta la divina aurora, siempre que tú quisieras seguir relatando en esta sala tus aventuras”.
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Contrasta en la Odisea los reiterados juramentos violados fácilmente por los compañeros de Ulises y los juramentos firmemente cumplidos por parte de los dioses. Euríloco y Circe, pueden servir de ejemplo: el primero, mientras tenga alimentos a la mano y se siente no amenazado, parece cumplirle la promesa a Odiseo de no tocar el ganado de Apolo; pero apenas las urgencias del hambre o el temor lo agobian, incita u ofrece “maliciosos consejos” a los compañeros de viaje: “todas las muertes son odiosas para los infelices mortales, pero lo más penoso es sucumbir y perder la vida por hambre. Así que, adelante, cojamos las mejores vacas de Helios y sacrifiquémoslas a los dioses que habitan el Olimpo”. El juramento de no dar muerte a ninguna vaca o cordero es violado con facilidad. En el caso de Circe, es todo lo contrario. Ella accede a hacer “el gran juramento de los dioses” y, en consecuencia, se mantiene firme en su promesa de “no tramar contra él ningún maleficio”. Por el contrario, sus vaticinios le dan a Ulises pistas claves para bajar seguro al Hades y salir indemne del encuentro con las Sirenas o del escollo resguardado por las temibles Escila y Caribdis. Y por violar esos juramentos es que se desata la enemistad de los dioses o, lo más grave, se padece el castigo del “rayo ardiente” de la ira de Zeus.
“La aventura con Escila”, ilustración de Henry Justice Ford.
La gran astucia de Odiseo se mide en el momento en que debe pasar entre Escila y Caribdis; esos dos monstruos representan la situación de encrucijada entre dos peligros o entre dos opciones igualmente adversas. Y si bien Circe le había vaticinado lo que se iba a encontrar, además de indicarle algunos consejos salvadores, no podía ayudar del todo a Ulises para sortear este obstáculo porque según ella: “debes decidirlo tú mismo en tu ánimo”. ¿Cómo lo logra? En principio, advirtiendo a su timonel donde está la mayor amenaza, antes de que las olas “lo lleven a la ruina”; Odiseo es atrevido, pero también se anticipa al contragolpe, es excesivamente precavido. En segunda medida, observando de frente al monstruo, mirando a todos los sitios posibles, “así no pueda verlo en parte alguna”; Ulises en un insigne atisbador de lo brumoso. En tercera instancia, mostrando valentía ante sus compañeros, animándolos a enfrentar el miedo a morir; Odiseo arenga a la par que contagia con su ejemplo temerario. Por lo demás, toma las experiencias pasadas como un motivo inspirador para afrontar la situación actual: “¡Amigos! No somos novatos en padecer desgracias y la que se nos presenta no es mayor que la sufrida cuando el Cíclope, valiéndose de su poderosa fuerza, nos encerró en la excavada gruta. Pero de allí nos escapamos por mi valor, mi decisión y prudencia, como me figuro que todos recordaréis”. Odiseo es un hábil estratega para salir airoso de las encrucijadas; las tres virtudes que le sirven de escudo y protección merecen subrayarse, porque sintetizan bien el carácter de este héroe hijo de Laertes y Anticlea: “valor, decisión y prudencia”.
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Atenea, la astuta en transformaciones, justo después de llegar a Ítaca convierte a Odiseo en un anciano. La deidad de los brillantes ojos provoca en Ulises un cambio en el que se condensa la transferencia suprema de los dones de la divinidad: “voy a hacerte incognoscible para todos los mortales: arrugaré el hermoso cutis de tus ágiles miembros, raeré de tu cabeza los blondos cabellos, te pondré unos harapos que causen horror al que te vea y haré sarnosos tus ojos, antes tan lindos, para que les parezcas un ser despreciable a todos los pretendientes y a la esposa y al hijo que dejaste en tu palacio”. Esta estrategia de simulación, tramada entre la protectora y el pupilo, entre dos “peritos en astucias”, (“porque tú eres con mucho el mejor de todos los humanos en ingenio y palabras, y yo entre todos los dioses tengo fama por mi astucia y mis mañas”) no solo es un recurso para constatar y poner a prueba la fidelidad de la intachable Penélope, sino un medio de conocer de primera mano a los enemigos y hacer un reconocimiento del lugar. Odiseo y Atenea conciben el plan como genuinos estrategas. Ahora es Ulises el que, disfrazado de anciano, entra como el caballo de Troya a su propio palacio. El objetivo es “enterarse antes e informarse”, minar desde “adentro” a los pretendientes que “devoran su hacienda”, se “sienten dueños de su hogar” y asedian a su esposa con propuestas agobiantes. La astucia mayor de Odiseo, aprendida de Atenea, es mimetizarse según la conveniencia o la necesidad, “hacerse semejante a cualquiera”.
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Odiseo llega dormido a Ítaca; el sueño es como un puente; un recurso para pasar de un espacio a otro, de una situación positiva a una negativa, de un evento controlado a otro en el que impera el desorden o el peligro. Cuando Odiseo duerme, las promesas de la tripulación se incumplen; cuando Odiseo duerme, Euríloco desata los vientos de Eolo, trayendo con ello la imposibilidad de regresar a la patria; cuando Odiseo duerme, se le revelan presagios y recursos para salir victorioso en un futuro peligro. El sueño lo exime de responsabilidades ante los dioses y el sueño le ofrece un medio de acceder a otra dimensión temporal. Los dioses o el cansancio llevan a Odiseo a entrar en “un sueño profundo, suave, dulcísimo, muy semejante a la muerte”. En algún sentido, a través de los sueños Ulises se “libra de carnes y huesos” para que su alma pueda seguir viajando sin temores ni tropiezos.
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La mejor forma de comprobar el agradecimiento de alguien por otra persona es oírla como habla de ella cuando está ausente. Tal es el caso de Eumeo, el porquerizo de Odiseo. Todas las palabras que dice de su señor, están llenas de una profunda gratitud y todos sus deseos, sus ruegos a los dioses, son para que esté bien, salga ileso de sus dificultades y, si sigue vivo, llegue cuanto antes a su querida patria para castigar a los soberbios pretendientes. Eumeo es un guardián de la hacienda de Ulises, de sus cuantiosas posesiones, (“yo guardo y protejo estas marranas”) pero de igual manera es un custodio de su memoria, de su nombre, de su prestigio honroso y digno de alabanza (“ya no hallaré un amo tan benévolo en ningún lugar a que me encamine”; “aún en su ausencia, siento respeto al nombrarlo, pues mucho me quería y me apreciaba en su ánimo”). Independientemente de quien llegue a la humilde vivienda, el porquerizo le habla con elogiosas palabras de su señor, del “hermano del alma” que está lejos. Y otra manera de mostrar gratitud, de enaltecer la memoria de Odiseo, es atender a un viejo harapiento como si fuera un rey, como si se tratara del mismo amo que Eumeo aún no reconoce: “traed el mejor de los puercos para que lo sacrifique en honra de este forastero venido de lejanas tierras”. Las palabras y los gestos de gratitud son hitos de memoria, recursos de los agradecidos para que no desaparezca el nombre, el prestigio, las hazañas de quien los acogió, los protegió o los trató de manera digna y generosa. La Odisea nos muestra que el héroe vive por los agradecidos y leales y por los relatos de quienes testimonian sus maravillosas aventuras.
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En los primeros cantos de la Odisea, Telémaco va en la búsqueda de su padre ausente; en tanto Ulises, desde el canto V, intenta por todos los medios regresar a Ítaca, donde están Penélope y su hijo. Y si al inicio era Telémaco el que esperaba su padre, después es Odiseo, disfrazado de anciano harapiento, el que espera a Telémaco en las porquerizas cuidadas por Eumeo. El canto XV es como un lugar bisagra entre estos dos movimientos de espera y de búsqueda, de partidas y retornos encontrados. Homero debe usar, entonces, un conector entre esos dos viajeros, un amarre verbal que sigue siendo el puente entre dos tiempos de una misma aventura: “mientras tanto”. Este conector temporal es un modo de dejar en suspenso una acción para darnos información de otra que sucede en otro espacio. Es decir, mientras Telémaco regresa con premura a su casa porque Atenea lo ha persuadido de que los pretendientes pueden “repartir sus bienes” y los padres de Penélope la están “exhortando a que contraiga matrimonio con Eurímaco; en Ítaca, Odiseo está como huésped, esperando a su propio hijo quien, según Eumeo: “le dará un manto y una túnica para revestirse y lo conducirá a donde el corazón y su ánimo prefieran”. Usando este recurso el narrador cuenta a la vez los acontecimientos de dos incidentes diferentes y nos hace partícipes de dos acontecimientos o dos ambientes al mismo tiempo. Por supuesto, este recurso incita y preludia el futuro encuentro.
Los dioses, los inmortales, sufren y padecen las mismas pasiones de los hombres condenados a la muerte. Ese parece ser uno de los rasgos más interesantes de las divinidades de los griegos. Tal particularidad se evidencia a lo largo de la Odisea: Poseidón está ofendido por lo que Ulises le hizo a su hijo; padece una venganza que se hace más honda porque nunca se sacia a pesar de los sufrimientos del héroe. Atenea favorece a unos más que a otros, puede aliviar las penas, pero también provocar sufrimientos indescriptibles. Calipso es consciente de tal condición de los habitantes del Olimpo: “Sois, oh dioses, malignos y celosos como nadie, pues sentís envidia de las diosas que no se recatan de dormir con el hombre a quien han tomado por esposo”. Al sufrir las mismas pasiones de los hombres, las divinidades se vuelven variables, temperamentales, afectables por el cariño o el desprecio de los mortales. Y si bien este atributo es propio de la religión griega de aquel entonces, aporta un valor adicional a la trama de la Odisea, porque no solo están en juego los conflictos entre reyes y héroes, entre mujeres y hombres habitantes de la tierra, sino entre dioses y deidades que los vigilan desde el Olimpo.
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Parte de la plasticidad del lenguaje en la Odisea se debe a los símiles de que se vale Homero para hacer más vívida una situación o un hecho. Cuando Ulises, después de su largo viaje en balsa por el mar, naufraga como consecuencia de la furia de Poseidón, y se ve de pronto arrastrando su humanidad hasta las playas de los feacios, la comparación de que se vale el aedo contribuye a dar colorido e intensidad al relato: “así como el pulpo cuando lo sacan de su escondrijo, lleva pegadas a los tentáculos muchas pedrezuelas; así, la piel de las fornidas manos de Odiseo se desgarró y quedó en las rocas, mientras le cubría inmensa ola”. Los recursos casi siempre provienen de la naturaleza o de la vida cotidiana, de alguna realidad cercana al mundo que habitan o viven los personajes. Recordemos uno de los parlamentos del rubio Menelao en el canto IV, al hablar indignado de los cobardes pretendientes: “así como una cierva puso sus hijuelos recién nacidos en la guarida de un bravo león y fuese a pacer por los bosques y los herbosos valles, y el león volvió a la madriguera y dio a entrambos cervatillos indigna muerte; de semejante modo también Odiseo les ha de dar a aquéllos vergonzosa muerte”. Usando el mismo recurso Homero cierra el canto V: “así como el que vive en remoto campo y no tiene vecinos, esconde un tizón en la negra ceniza para conservar el fuego y no tener que ir a encenderlo a otra parte; de esta suerte se cubrió Odiseo con la hojarasca”.
“Odiseo se despide de Calipso” de William Russell Flint.
Al ver la descripción de la isla de Calipso, con esos jardines idílicos de “amenos prados”, donde “anidaban aves de luengas alas”, en la que había una “viña floreciente” con cuatro fuentes que manaban muy cerca una de la otra, lo menos que podría sentirse, como fue el impacto de Hermes, es admiración; un asombro que “alegraba el corazón”. La cueva de Calipso descrita por Homero es un símbolo de acogida, de resguardo seguro que invita a permanecer allí. Un sitio para descansar eternamente. Sin embargo, después de pasados siete años, Ulises se siente acongojado e infeliz. Su mirada no está absorta en ese paisaje paradisíaco, sino “clavada en el ponto estéril”. Su horizonte es Penélope y todo lo que ella representa. La diosa, que le había ofrecido la inmortalidad, sabe que aquella mujer es el anhelo de quien tuvo cautivo por siete años. Su último recurso es plantearle a Ulises una comparación (ella también es tejedora, ella de igual modo conoce los secretos del placer amoroso), a ver si en ese contraste, logra cambiar su propósito: “comparada con ella, de cierto, inferior no me hallo ni en presencia ni en cuerpo, que nunca mujeres mortales en belleza ni en talla igualarse han podido a las diosas”. Sin embargo, Ulises es consciente de tal diferencia: “mi esposa es mujer y mortal, mientras tú ni envejeces ni mueres”. Entonces, ¿cuál es la ventaja de Penélope sobre Calipso? La respuesta parece ir más allá de la belleza o la eternidad del goce íntimo, se trata de algo más: Penélope es la casa, el hogar, Ítaca. En definitiva, hay un momento en que el sumo aventurero, el errabundo curioso de tierras y gentes desconocidas, se cansa de navegar, y lo que desea es la tranquilidad de lo conocido, “el gozo de la luz del regreso”.
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Cubierto apenas con una rama, Odiseo se encuentra sorpresivamente con la doncella Nausicaa. Para evitar la vergüenza, opta por cubrirse con palabras elogiosas para la hija de Alcínoo: “que nunca se ofreció a mis ojos un mortal semejante, ni hombre ni mujer, y me he quedado atónito al contemplarte”. A la desnudez propia contrapone Odiseo la seducción. La manera como evita o desvía la mirada del vergonzoso sarro del mar, de la desnudez salvaje del extranjero, es con “dulces palabras”: “te contemplo, con admiración, oh mujer, y me tienes absorto y me infunde miedo abrazar tus rodillas”. El rico en recursos, el de multiforme ingenio sabe que, a falta de una espada, igual de contundente es el dominio de la palabra.
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Con la descripción y las actuaciones del divino Demódoco, podemos hacernos una mejor idea de la importancia y respeto que tenían los aedos en aquellos tiempos. Odiseo dice “que a los aedos por doquier les tributan honor y reverencia los hombres terrestres, porque la Musa les ha enseñado el canto y los ama a todos”. Y Alcínoo subraya que son los númenes “quienes les otorgan gran maestría en el canto para deleitar a los hombres, siempre que a cantar les incite el ánimo”. Homero al describir al aedo parece hacer un autorretrato: la Musa “le había dado un bien y un mal; prívole de la vista y concediole un dulce canto”. Demódoco, al igual que otros aedos, se acompañaba de la cítara y “celebraba la gloria de guerreros”, como fue la disputa de Odiseo y del Pelida Aquiles, dos de los mejores aqueos; o relataba aventuras de los dioses, al estilo “de los amores de Ares y Afrodita, la de bella corona: “cómo se unieron en secreto y por vez primera en casa de Hefesto, el herrero cojo de ambos pies”. Su canto era una excelente compañía después de cenar o podía alegrar los juegos y otras celebraciones. A Demódoco, o a otros aedos, se le podía también pedir que entonara algo en especial, un acontecimiento memorable que mostrara en él la bendición de la Musa o del mismo Apolo; tal es la solicitud de Odiseo cuando lo invita a que cante cómo estaba dispuesta “la máquina engañosa”, el famoso caballo de madera “lleno con los guerreros que arruinaron a Troya”.
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Entre los variados recursos narrativos usados por Homero está el de apelar a los mismos personajes de la Odisea para, por su solicitud o su curiosidad, contar algo del pasado y hacer avanzar la historia. Tal es el caso de Alcínoo cuando, después de invitarlo a su mesa, de llenarlo de regalos, de mandar a equipar una nave con la tripulación de 52 marineros, y sobre todo intrigado por el llanto que le producían al huésped los cantos del aedo Demódoco, lo invita a explicar el motivo de sus penas: “habla y cuéntame sinceramente por dónde anduviste perdido y a qué regiones llegaste, especificando qué gentes y qué ciudades bien pobladas había en ellas; así como también cuáles hombres eran crueles, salvajes e injustos y cuáles hospitalarios y temerosos de los dioses. Dime por qué lloras y te lamentas en tu ánimo cuando oyes referir el azar de los argivos, de los dánaos y de Ilión”. Gracias a este medio de invitación a contar el pasado, las peripecias que se avecinan en los siguientes cantos, brotan de manera natural en el desarrollo del relato. Es un recurso fluido, un engarce ingenioso del rapsoda para suturar lo que podrían ser episodios con saltos poco verosímiles. La demanda de Alcínoo por saber cosas de Odiseo, su filiación, su lugar de origen, es decir, las preguntas normales que se le hacen a un extranjero, constituyen el detonante para que Ulises despliegue sus recuerdos, sus aventuras, y lance su voz cual veloz nave feacia en las páginas siguientes.
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El episodio de los lotófagos es digno de análisis. Odiseo relata que esas gentes se nutren de un “manjar floral”: el loto. Y si a ellos les gusta, no les sucede lo mismo a los compañeros que envió Ulises a indagar sobre sus costumbres. Porque, una vez consumido tal alimento, ellos “anhelaban sólo permanecer allí”, dejaban de pensar en el regreso, “no se acordaban de tornar a la patria”. El loto es un fármaco dulce de la desmemoria; un alucinógeno que afecta la facultad de recordar; que lleva a los compañeros de Odiseo a dejar de lado el pasado y vivir en un permanente presente. El hijo de Laertes, el hábil en tretas, comprende que permanecer allí o dejar que otros miembros de la tripulación coman de ese loto es el fin de su vuelta a Ítaca. Y a los que ya habían probado el “manjar floral”, en contra de sus lloros y negativas, los hace amarrar debajo de los bancos de la embarcación. Como puede verse, el olvido de la patria es, en realidad, el absoluto naufragio. Así las cosas, los lotófagos tienen una secreta relación con el canto de las Sirenas: comer loto o escuchar las voces de esas mujeres pájaro es quedarse fijo en un punto; es sacrificar el pasado y, de alguna manera, imposibilitarse el porvenir.
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Divinidades y reyes le brindan a Odiseo muchas cosas: Calipso, la “divina entre las diosas”, le ofrece la inmortalidad; Alcínoo, rey de los feacios, le promete “casa y riquezas” si se casa con Nausicaa y se “queda para siempre” en la tierra de los expertos navegantes; Circe, la maga, “lo quiere como marido” y, si no hubiera sido por los consejos de Hermes, la hechicera con sus filtros habría logrado que él “olvidara por completo su tierra patria”. Las tentaciones de Ulises, con ligeras variaciones, se cifran en no retornar a su patria, en permanecer en los sitios por donde pasa, en renunciar a su añoranza por Ítaca. Sin embargo, ninguno de esos ofrecimientos de eternidad u “hogares opulentos” lograron, dice Odiseo, “convencer su pecho”.
“Ulises escapando de Polifemo, el cíclope”, Pintura de Henry Fuseli.
La monstruosidad de Polifemo consiste en su negativa o desgano para ofrecer los dones de la hospitalidad. Es un gigante prepotente y “salvaje”, que ni planta ni labra la tierra, vive apartado de otros cíclopes, no posee navíos, desconoce el ágora y menciona abiertamente que no tiene temor de los dioses por sus impíos comportamientos. Además, carece de elocuencia, prolifera en gritos y confía esencialmente en su descomunal fuerza. El hecho de que devore a los compañeros de Odiseo y los secuestre en su cueva, es un dato más de su primitivo modo de relacionarse con los demás. Su único ojo es un símbolo del poder violento sin responsabilidades; es el instinto salvaje que desconoce los compromisos de vivir en sociedad.
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No es que Ítaca sea muy bella; por el contrario, es áspera, escabrosa y “no se eleva mucho sobre el mar”. Es alargada y llana y con un único monte “de sombrías arboledas”; es la “más alejada hacia el punto en el que el sol oscurece”. Sin embargo, Odiseo afirma al referirse a ella que es la tierra en donde nació y, según confiesa, “no hay cosa más dulce que la patria y los padres”. Su belleza no es física, sino espiritual y pegada a los afectos y los sentimientos. Tal vez Ítaca sea un estado del alma; un nombre para llamar a la familia, para evocar y revivir los lazos de la sangre. Ítaca es lo propio, lo contrario a ser extranjero; Ítaca es el antónimo de errar, de vagabundear, del peregrinaje… Ítaca es el inicio y el final del viaje; un símbolo del ciclo de la vida.
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Apenas Odiseo y sus compañeros ven en la distancia a su Ítaca querida, algo les impide o los aleja de nuevo de su añorado destino. La curiosidad excesiva, la ambición o la falta de prudencia de la tripulación es la que, precisamente, los hace distanciarse de su patria de la que veían “encender fuego cerca del mar”. El regalo de Eolo se convierte en maldición. Y si bien esto acaece porque los designios de Poseidón deben cumplirse, al interior de la Odisea desempeñan otra función: la de mantener en vilo la historia, la de fabricar con maestría el suspenso, la de crear una tensión entre la esperanza y la desesperación. La fuerza espiritual de Ulises, lo que lo hace un héroe memorable, es que a pesar de todos esos cambios de fortuna “sufre todo en silencio y permanece inquebrantable entre los vivos”. Odiseo representa esto, esencialmente: “el que sufre y resiste”.
“Circe” de Newell Convers Wyeth.
Circe tiene el don de transformar a sus visitantes en sirvientes. Con sus filtros vuelve a fieras y guerreros en cerdos sumisos y obedientes. Sus encantamientos, “sus drogas perniciosas”, hacen que los aventureros estén “siempre acostados”, satisfechos de su encierro y contentos con las hayas, las bellotas y las drupas del cornejo que a bien tenga tirarles la maga de lindas trenzas. Odiseo, por haber comido la raíz de moly, es inmune a sus encantamientos; en él no opera el mandado supremo de Circe: “Ve ahora a la pocilga y échate con tus compañeros”. El gran poder de esta deidad estriba en amansar, en privar del valor y la fuerza, en convertir “lobos montaraces y leones” en tranquilos animales domésticos de su regio palacio. Pero Odiseo, según afirma la diosa de voz encantadora, “tiene en su pecho un ánimo indomable”.
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“Circe, cúmpleme la promesa de mandarme a casa”, le suplica arrodillado Odiseo a la “conocedora de muchas drogas”. Pero la respuesta a tal ruego está en emprender otro viaje, el viaje al Hades. Es Tiresias el que sabe cómo volver a la tierra patria. Bien parece que para llegar a Ítaca hay que pasar primero por el reconocimiento de su pérdida. No se puede alcanzar el ideal, sino se enfrenta previamente el miedo a no alcanzarlo.