En sus desvelos Saúl buscaba las confidentes formas de la luna. Esperaba que todos se acostaran, y fingía que también se iba a dormir, pero, después de calcular que la abuela Hermelinda, Sagrario, la tía Purificación, y Beatriz y Ulises ya estaban profundos en su sueño, el salía del cuarto y se sentaba en una banqueta que tenía en un rincón, destinada especialmente para este fin. Era satisfactorio mirar la luna, verla aparecer y desaparecer por algunos oscuros nubarrones, sentirla lejos, aunque, al menos para él, muy cercana. Saúl se abandonaba a sus pensamientos o le comunicaba a esa pálida criatura de la noche su pesadumbre. Porque él mismo, aunque quisiera otra cosa, no podía evitar una tristeza que lo acompañaba desde siempre; desde cuando era un niño de cuna y no paraba de llorar. Sólo la voz y las manos de Eufrosina, su madre, le calmaban un poco esa sensación de abandono, de saberse infinitamente desamparado. Por eso, cuando ella huyó de Capira, y lo dejó a la intemperie de Ulises, cuando ya no tuvo la fortuna de sus manos protectoras, ese mal, ese dolor tan hondo como inexplicable, se le aposentó adentro del alma. Y tal vez por esa razón, la gente en la vereda decía que él tenía una mirada como triste. O quizá ese era el motivo por el cual se le dificultaba lanzar libremente carcajadas, distinto a su tía Helena, que reía a todo gusto cuando venía a visitarlos para las fiestas navideñas. Y cada vez que su padre lo molía a palos, cada vez que por cualquier travesura Ulises se ensañaba en su espalda o en sus nalgas o en sus piernas, si bien él deseaba gritar, lo cierto era que no le salían ni siquiera unos lamentos. Cuánto quiso Saúl tener el coraje o la desfachatez de los marranos cuando al sentir que les hundían el cuchillo en el corazón prorrumpían en chillidos a todo pulmón. Tal vez él era como los chivos, porque en una ocasión que Ismael Ayala, el de Lomalarga, vino a matar uno que habían comprado en Santa Rosa, pudo apreciar que el animal apuñalado no emitió ningún sonido; colgado de las patas se mantuvo en silencio, abriendo sus grandes ojos, con un asombro cercano a la desolación.
A veces encendía un cigarrillo y, en otras ocasiones, se tomaba uno que otro trago de chirrinche, el aguardiente rastrojero que vendía la señora Josefina, arriba, coronando una de las montañas de Capira. Saúl escondía esa botella de tapetusa en el zarzo del cuarto donde dormía, debajo de unas enjalmas viejas y unos costales pergamineros. La luna parecía escucharle sus dolores, o como decía su tía Maruja, sus “dolamas”; por ejemplo, su amargura por no haber recibido de su padre una muestra de cariño en tanto años al lado suyo; esa dureza de Ulises, esos silencios que cortaban como las peinillas “Corneta tres canales” que él afilaba todas las mañanas en una piedra ubicada al lado de la alberca; ese mostrarse siempre bravo y distante, le provocaba una mezcla entre rabia y amargura… ¿Qué culpa tenía él de que Eufrosina lo hubiera obligado a casarse en San Juan?, ¿qué culpa de que por más que ella trató de entenderlo cuando llegó a Capira, lo que recibió fue maltratos y unas golpizas por esa humillación de tener que juntarse a la fuerza? Esos recuerdos eran penas que se intensificaban con los tragos de aguardiente y lo hacían desvariar. Por momentos veía a la luna más grande de lo que en realidad era, y en otras ocasiones, se tiraba en el andén de la casa, al lado de los perros, a recibir la luz directamente, para ver si así, “alunado”, se le pasaban todos sus pesares. Una noche, cuando Ulises salió a orinar, lo descubrió tirado en esa posición.
—Vergajo, ¿qué está haciendo? —le gritó—, iluminándolo con la linterna.
—Nada, papá, —fue la respuesta de Saúl—, incorporándose con rapidez.
—Váyase a dormir —lo increpó de nuevo su padre.
—Ya voy —respondió Saúl—. cubriendo la botella de chirrinche con su cuerpo.
Al ver a su padre en calzoncillos y camisilla, le pareció menos corpulento o menos amenazante que las veces en que con ramas de totumo lo agarraba a golpes. Observó que Ulises volvía a entrar a la casa. Recogió la banqueta y entró a su alcoba. Prendió una pequeña esperma, la puso debajo de la cama para que el resplandor no fuera tan notorio y se echó en la cama a tomarse otro trago. Como ya no tenía la luna de compañía, su corazón empezó a envenenarse con preguntas e imaginaciones. ¿Por qué Ulises se desquitaba con los animales, con los machos, con los perros, con las gallinas, con los marranos?, ¿por qué, y de eso hacía como dos semanas, le había propinado patadas y palos a Mariposo cuando al darle un bocado, el perro lo había mordido levemente con sus dientes? ¿O por qué, la vez que el macho rucio le volteó un bulto de piña, cuando lo estaba cargando, lo agarró a fuete con el chirrión, hasta que las ancas del animalito echaban sangre? El cuarto le pareció muy pequeño para todos esos malos recuerdos. Y otra vez sintió el ahogo, las ganas de salir huyendo, la falta de aire y una desesperanza que le corría por todo el cuerpo. Se tomó otro trago y vio en la pared las sombras tenues e intermitentes de la luz de la esperma que empezaba a agotarse. Se concentró en aquel titilar incierto, divagante; esa luz luchaba por no dejarse acabar, a veces se alargaba y en otros segundos se achicaba hasta un mínimo destello. La luz de ese mecho estaba en agonía, una agonía similar a la que él sentía en su pecho. Miró hacia el cielo raso de la alcoba, vio entre brumas las vigas y adivinó que al oscurecerse entrarían revoloteando los chimbilás. La luz de la esperma dejó de titilar. Los ojos de Saúl permanecieron abiertos largo rato, tratando de adivinar el sitio en el cielo por donde estaría pasando la luna en ese momento. Imaginó que los beneficiados por su luz eran ahora los Guzmanes, los Ayala, los Romero, todos esos habitantes de La Laguna que, a diferencia de él, dormían plácidamente. ¿Por qué lo odiaba tanto su padre?, ¿por qué su madre lo había dejado tirado a esa suerte de ser un arrimado en su propia familia?
(Capítulo de mi novela inédita Saúl Cadena).