Las manos de Bonifacio se hundieron en el suelo húmedo. «Qué yucas las que da esta tierra», pensó y, al mismo tiempo, cortó con la peinilla tres canales el cuello terroso que las ataba al tallo de la planta. Metió las yucas en un costal de fique, cargándolo enseguida a su espalda.
—Da gusto llevar estas yucas— repitió entre dientes, pero un aire rápido arrastró las palabras hacia la hondonada cercana y de allí logró levantarlas hasta difuminarlas entre las montañas de Lomalarga y Bellavista.
Bonifacio sudaba. La camisa se le pegaba al cuerpo, y el jugo lechoso de un racimo de plátanos recién cortados, se adhería también a su piel. Apartando unos retoños de maíz con la mano izquierda, como esquivándolos para no sepultarlos con su pie, Bonifacio pensaba alegre: «seguro que la cosecha de este año va a ser mejor que la del pasado… Y con el aguacero de anoche». En tanto avanzaba, camino hacia la casa familiar, vio abajo, en un espacio privilegiado por la luz que dejaban entrar los árboles, la figura reluciente de una papaya madura. Descargó el bulto con las yucas, y puso sobre el tronco de un viejo guácimo el racimo de plátanos. Decidido, atravesó la cortina de hojas de los maizales hasta hallarse justo debajo del papayo. Hizo una horqueta con una rama caída de matarratón y descolgó con ella, delicadamente, la papaya rojiza, la cual tenía algunos agujeros hechos seguramente por los picos de los toches y los azulejos. «Es una de las buenas», pensó. Una pechiblanca lo miraba asustada desde la segura sombra de una mata de palmicha, como previendo el vuelo o la huida, pero no fue necesario porque Bonifacio se alejó del lugar tarareando una canción muy popular entonces: «Te espero, allí donde tú sabes; lo quiero porque tenemos que hablar…”
*
Recordé esta historia como si la estuviera leyendo en algún libro mágico. No sabía bien si la recordaba o si la recreaba, pero ahora, cuando mi padre me ha pedido —sin exigírmelo— una ayuda para el pago de los servicios, siento que la historia toma la solidez del recuerdo. No es que vivamos en la miseria, sólo que en estos días de marzo la abundancia familiar de la comida se ha visto restringida por el ahorro obligado, por la posible compra de un negocio. Tampoco es que me sienta miserable pero sí he visto la preocupación de mi padre por mantener sin interrupción la constancia del plato de sopa, por no dejar vacía del todo la nevera. Sé también que las deudas aumentan y que los intereses de las mismas van formando otro dolor de cabeza, otra peladura más en el estómago de mi padre, quien está sentado frente a mí leyendo con la ayuda de una lupa los avisos clasificados del periódico.
—Y cuánto es lo que tenemos para el negocio —interrumpí a mi padre—, tratando de crear un espacio de diálogo con él.
—Quizá unos setecientos mil, pero de eso tenemos que pagarle doscientos mil a su tío Ernesto.
Mi padre dobló ligeramente el periódico y por enésima vez me repitió la difícil situación por la que estábamos pasando.
—No es sólo la deuda con su tío —dijo desconsolado—. Es también el pago de la otra hipoteca que ya, en tres meses, se nos viene encima.
Mi padre siguió hablando sobre el dinero necesario para pagar las deudas, el arriendo, los servicios, y dado que yo me había concentrado en la lectura de un libro, fue aminorando el ritmo de su monólogo hasta quedar en silencio. Preferí hundirme en la lectura. No por evasión o por cobardía, sino por conocer en cierta forma mis limitaciones económicas. En la lectura encontraba algunas respuestas que, si bien no solucionaban directamente los problemas monetarios de mi padre, sí por lo menos me consolaban a mí de mi impotencia. «Debes con dignidad soportar la vida, / tan solo lo mezquino la hace pequeña”, leí, y de inmediato levanté la mirada. Mi padre seguía imperturbable leyendo los avisos clasificados, marcando algunos, como haciendo una lista imaginaria de lo inalcanzable: «Lindo negocio panadería-cafetería local edificio dos apartamentos bodega oficina produciendo $40.000 diarios. $20.000.000. facilidades 2445967».
—Ay, mijo, parece que va a llover esta tarde —dijo mi padre—, en tanto se levantaba de la butaca negra. —Y yo que quería ver un negocito, allá arriba, sobre la calle 68, cerca al cementerio.
—Toca insistirle —dijo finalmente mi padre—, y salió de la pieza comedor arrastrando tras de sí las gotas de lluvia que empezaban a patinar sobre los cristales de la ventana.
Continué leyendo. Sin embargo, la historia aquella de las yucas, los plátanos y la papaya había quedado retenida sobre el vidrio de la mesa como la gelatina sin dulce que acostumbra a hacer mi madre.
*
Los plátanos y las yucas, la papaya picoteada por los pájaros y algunos aguacates, estaban ahora dispersos sobre el corredor de cemento de la casa familiar. La boca del costal acababa de soltarlos, luego de haberlos tenido encerrados durante un buen trecho, durante el tiempo necesario que había de Caracolí a Capirita. Al lado del mercado, las voces de la esposa y el hijo y el constante batir de cola de los perros, creaban el ritual de la vuelta a casa. Porque es seguro, totalmente cierto, que en el campo toda ida es un adiós y toda llegada un nacimiento. Una totuma llena de limonada, con las pepas de limón aún sobrenadando, refrescaron los labios y la garganta de Bonifacio. El sol estaba en su punto, los árboles ni siquiera mecían sus hojas. Era un mediodía silencioso.
—La próxima semana tengo que ir hasta “La Guácima”, por los linderos de los Murcia, porque vi unos racimos de plátanos maduros, y da lástima que se pierdan.
La mujer no respondió. Estaba ocupada atizando el fogón, revolviendo la olla y cuidando que no se fueran a quemar las arepas. El humo salía de la amplia cocina de bahareque y se iba levantando por encima del techo de paja, como formando un holocausto; luego, se dispersaba entre el cielo azul claro.
—Papá, ¿me va a llevar mañana a San Juan? —preguntó el niño.
—Ya veremos —dijo Bonifacio—, mientras desprendía con sus manos los cadillos agarrados fuertemente a su pantalón.
*
Una voz me sacó de mi lectura. Mi madre llamaba desde la cocina. Dejé a un lado el libro y me encaminé hacia ella. Mi madre estaba preparando una crema de “Durena”. Al verme entrar, me ofreció un jugo de moras.
—No hay como este juguito para reponer la sangre —me dijo—, en tanto limpiaba el vaso con un trapo húmedo.
Hacía calor en la pequeña cocina de techo ahumado y ventana con rejas, y el sonido sordo de la estufa eléctrica contrastaba con el ruido lejano de algún radio del vecindario.
Mi madre esperó hasta que apuré el contenido del vaso y luego se dispuso a lavarlo.
—Si uno deja acumular la loza sucia, llama ruina —dijo.
Asentí con un leve movimiento de cabeza y volví a mi alcoba. En la habitación contigua, mi padre en ese mismo momento prendió el televisor disponiéndose a ver “El Llanero Solitario”. Era día domingo y él acostumbraba entretenerse mirando la vieja película del enmascarado que está del lado de la justicia.
Abrí el libro en la página que había dejado señalada con un separador negro y otra frase se estrelló ante mis ojos: «Y carente de todo arreo quiero ufanarme, / mientras sienta que el pecho se me ensancha…» , pero dejé inconcluso el renglón porque unos golpes secos atrajeron mi atención hacia la puerta de la casa. Fui hasta la ventana y vi, abajo, en la acera, la figura conocida de mi tía Dioselina.
—Es mi tía Diosa —grité—, cerrando la ventana.
Mi padre, al oírme, bajó a abrirle la puerta.
—Diosita, ¿y ese milagro? —oí que saludaba mi madre a su media hermana.
—Bien mija —respondió ella—. Que muchas saludes de todos por allá y que aquí le mandan estas yucas y esta papayita con este gajo de plátanos.
Al escuchar las palabras de mi tía, salí corriendo hasta la sala y allí, sobre la mesa que servía de comedor, vi tirados los plátanos, las yucas y una papaya pequeña. Los tomé entre mis manos, los olí y luego, como seguro de un sueño anterior, como aboliendo de un golpe las leyes del tiempo, le dije a mi madre:
A Luz Helena le encantaba salir con Ruben Darío porque él era poeta. Pero no era un lírico de libros, sino de la vida cotidiana. Bien sea caminando o compartiendo un transporte público, comprando algo en una tienda o haciendo cola para pagar algún servicio público, Rubén Darío la sorprendía con su metáforas.
En cierta ocasión que estaban caminando al lado de una iglesia, al pasar por el parque contiguo, varias palomas salieron volando y fueron a posarse cerca al campanario. Rubén Darío, sin pensarlo mucho le comentó a Luz Helena:
—No basta con volar, hay que ir más alto para repicar esa libertad.
Luz Helena le agasajó la ocurrencia, a pesar de no entender muy bien aquellas palabras. Siguieron caminando unas cuadras más hasta llegar a una esquina en donde vendían unas obleas cuadradas que a Rubén Darío le encantaban. Mientras esperaban que la vendedora les entregara aquella golosina rellena de arequipe, el hombre miró a su amiga de tantos años. A él le gustaba aquella mujer, pero sabía también que ese era un amor imposible porque ella, según le había confesado, seguía aferrada al recuerdo de su primer novio. A pesar de tal impedimento, Rubén Darío no perdía oportunidad para seducirla. Luz Helena no oponía resistencia a aquellos cumplidos y optaba por reírse o poner cara de asombro con tales ocurrencias.
—Lo más dulce de ti se esconde entre dos fragilidades.
Luz Helena no tuvo tiempo para responder a aquel mensaje porque en ese momento estaba ocupada en recibir las dos obleas, mientras su amigo las pagaba. Una vez Rubén Darío recibió el cambio, volvieron caminando hacia el pequeño parque a buscar una silla de hierro que estuviera vacía. Se sentaron juntos, intercalando los mordiscos a las obleas con fragmentos de diálogo sobre cosas habituales, con poca trascendencia.
—¿Y tú siempre has hablado de esa manera?
—¿Cuál manera?
—Así, como hablan los poetas…
—¿Y cómo hablan los poetas?
—Pues, diciendo cosas sorprendentes…
—¿Raras?
—Sí, en parte… pero cosas hermosas, al fin y al cabo…
—Bueno, al menos te entretengo… Sirvo de payaso de compañía…
—No… me pareces ingenioso… Muy inteligente.
—Alguna cosita debía tener a mi favor…
Luz Helena soltó una carcajada. Mordió de nuevo la oblea. Un pedazo de arequipe se quedó adherido al labio superior y ella, inconscientemente, lo lamió con su lengua. Ruben Darío, aprovechó aquel gesto para lanzarle una de sus líneas improvisadas. Con la mano izquierda le tocó suavemente la pierna a la mujer, diciéndole.
—Tan dulce eres que tú misma te saboreas.
La mujer alargó su risa, echándose hacia atrás y celebrando aquel piropo. Algunas palomas estaban cerca de ellos, tratando de conseguir las migajas de las obleas.
—Mi querido Rubén Darío, eres incorregible…
Terminado el pequeño banquete los dos amigos tomaron rumbo hacia una de las avenidas cercanas. Como esa tarde Luz Helena tenía una cita médica, le había pedido a Rubén Darío que la acompañara. El amigo había aceptado hacerlo, a sabiendas de tener que pedir un permiso urgente en la agencia de publicidad donde trabajaba.
—Tú tan lindo, por acompañarme.
La mujer agarró de gancho al hombre. Rubén Darío olió el perfume de Luz Helena, un capricho de ella que competía con la fascinación por los zapatos.
—Rico en las tardes es que a uno lo abracen las flores.
Luz Helena se detuvo por un momento. Rubén Darío lo hizo también, guiándose por el mandato de aquel brazo. La mujer miró al amigo, esbozó una sonrisa y, empinándose un poco, le dio un beso en la mejilla. Rubén Darío sintió que el olor del perfume era más intenso.
—¿Sabe la brisa que sus caricias son tormento para la candela?
—Lo que yo sé es que vamos a llegar tarde —respondió Luz Helena—, tomando del brazo de nuevo a Rubén Darío e invitándolo a aligerar el paso.
Ya en el transporte público, por ser como las cuatro de la tarde, lograron encontrar una silla vacía. La mujer seguía agarrada al brazo del hombre. Luz Helena llevaba una falda corta que le hacía resaltar sus bellas piernas. Rubén Darío haciendo el gesto con sus manos de una cámara fotográfica le tomaba fotos imaginarias a su amiga.
—¿Te gustan?
El hombre dejó de fotografiarle las piernas, cambiando el recuadro manual de la cámara para enfocarlo hacia el rostro de la mujer. Luz Helena no paraba de sonreír, alisándose el cabello con ambas manos. Rubén Darío se extasió viendo el movimiento del cabello negro. Una parada súbita del bus hizo que desacomodara las manos para sostenerse de la baranda del asiento delantero.
—Ay, te van a salir corridas las fotografías —dijo mofándose Luz Helena.
—Como yo ya las tengo reveladas en mi cabeza…
Entre bromas siguieron su recorrido hasta llegar al centro médico en el que la mujer tenía la cita. Rubén Darío bajó primero para, haciendo un ademán de cortesía, recibir a la mujer.
—Caballeros así ya no quedan en este mundo —dijo Luz Helena—, fingiendo una displicencia de reina de belleza.
—Cuando llega la noche hay que arrodillarse, si uno quiere ver las estrellas.
Entraron al edificio, sacaron el turno y se sentaron a esperar que llamaran a la mujer. Luz Helena se sintió cómoda para interrogar a su amigo sobre una cuestión que la venía intrigando desde hacía unos meses.
—A ver, mi poeta, ¿y quién es la dueña de tu corazón?
Rubén Darío se detuvo en los flecos de la cartera de la mujer. Con los dedos los iba tocando como si fueran las teclas de un piano de cuero.
—¿Por qué me preguntas lo que ya sabes?
Luz Helena hizo como si no lo hubiera escuchado, reiterando su pregunta:
—¿Quién es, a ver, confiésate conmigo?
—¿Cómo puede el espejo pedirle a la luz que no lo mire?
Justo en el momento en que la mujer iba a agarrarle una oreja a su amigo, en señal de picardía y complicidad, en ese instante por el parlante se escuchó el número de cita de Luz Helena. Ella se levantó presurosa. Rubén Darío la divisó caminar de espaldas hacia el mostrador y sintió que otra vez estaba enamorándose de un imposible. A los pocos minutos volvió la mujer. Se sentó al lado del hombre.
—¿Me extrañaste?
—Desde antes de conocerte —respondió Rubén Darío—, poniendo un tono en su voz que parecía una declaración de esas que los dramatizados en televisión consideran un momento definitivo para dos amantes.
Luz Helena comprendió que aquellas palabras ya no tenían la juguetona forma de un cumplido, sino la fuerza de una confesión. Miró a su amigo con ternura y bajó el tono de voz para amortiguar el peso de cada una de sus palabras.
—Rubencito, tú sabes que valoro mucho tu amistad como para convertirla en otra cosa…
El hombre sintió que esa frase ya la había escuchado antes. Porque pasados dos meses, después de conocer a Luz Helena en un seminario sobre las nuevas tendencias publicitarias del milenio, y de haberse puesto varias citas para almorzar o ir a cine, él, envalentonado por el sabor del vino, se había animado a declararle un amor que venía enredándose en su corazón. Y esa vez, como ahora, la mujer declinó aquella invitación, pero con un tacto que salvaguardaba los lazos de la amistad.
—Es mejor no ir más allá, porque de pronto alguno de los dos sale lastimado después.
Rubén Darío guardó silencio por unos segundos. Enseguida, sacando fuerzas de aquella nueva derrota, extendió su brazo como si fuera una flecha y, luego, trayendo la mano hacia su pecho, lo golpeó con fuerza en señal de una herida mortal.
—¡Para qué puñales si ya tengo adentro clavada una espina!
Luz Helena volvió a sonreír. Su nombre se escuchó en el parlante, claro, completo, indicando además el consultorio. Se puso de pie, pero antes de ir hasta las escaleras, con su mano derecha le desordenó un poco el cabello a su amigo. Ese era un hábito suyo, cuando Rubén Darío insistía en ir más allá de la amistad.
—Ahora no se ponga a llorar, que voy y no demoro…
El hombre la vio alejarse. Era hermosa Luz Helena. El movimiento de las caderas, la forma de las piernas, el bamboleo del cabello, la pequeña cartera de flecos siguiendo el ritmo acompasado de los brazos, toda ella era una figura preciosa. Rubén Darío percibió que esa mujer era un paisaje que se iba de sus manos hasta desaparecer tras la pared que comunicaba con las escaleras. No era esta la primera vez que sufría esa sensación de pérdida, de abandono. Tal vez era mejor seguir así, “de lejos”, al menos de esa manera podría tener para él las palabras, la sonrisa, el perfume de Luz Helena. Se echó hacía atrás en la silla. En su mente construyó una respuesta a las últimas palabras dichas por Luz Helena. Puso las dos manos atrás de su cabeza a manera de almohada y cerró los ojos. Un reloj de aluminio ubicado en la pared del ala sur de la sala de espera señalaba las cinco en punto.
Héctor José, hombre de gran sensibilidad, recibió a su correo la invitación para un seminario sobre Desarrollo Integral Armónico. Aunque no estaba muy animado para ir al evento, decidió asistir y aprovechar ese fin de semana como unos días de descanso. Empacó alguna ropa informal y, muy temprano, tomó un taxi que lo llevaría hasta el punto de encuentro a las afueras de la ciudad. Allí se reunió con otros colegas de trabajo y, a las ocho en punto de la mañana, él y los demás compañeros se acomodaron en el autobús que la Compañía había contratado para conducirlos hasta un hotel campestre, sede del evento.
El viaje no tuvo contratiempos. Más de tres horas de camino le permitieron a Héctor José y a sus colegas llegar a tiempo para la hora del almuerzo. Pasada la etapa de la inscripción y el proceso normal de alojamiento, el hombre de pelo cano bajó a elegir el menú entre las diversas alternativas dispuestas en varios samovares. Terminado el almuerzo, enriquecido por el diálogo y las bromas de los amigos de oficina, Héctor José se dirigió a su cabaña para lavarse los dientes y rápidamente se dirigió al salón “Cattleya” destinado para el seminario.
El protocolo del inicio del evento consistió en unas cortas palabras del jefe de personal y la entrega de una carpeta con la programación de los días del evento. Hecha la presentación del currículo del conferencista, llamado Santiago Contreras, éste tomó la palabra, dio la bienvenida a la concurrencia e inmediatamente les pidió a los asistentes que llenaran un pequeño cuestionario que tenían dentro de la carpeta entregada hacía unos minutos. La hoja mostraba 5 puntos y un título a manera de pregunta: “¿Es usted un buen escucha?”.
A Héctor José le pareció interesante el ejercicio y con entusiasmo respondió a todos los interrogantes. Terminó de escribir y esperó las indicaciones del expositor. Un par de mujeres jóvenes estaban atentas para recoger la hoja de respuestas. Cuando todos acabaron de contestar aquella encuesta el doctor Contreras empezó una disertación sobre la importancia de la escucha en los diferentes escenarios de la vida. Apoyado en una presentación de power point el conferencista iba desarrollando su argumentación con voz pausada y agradable.
—Oír no es lo mismo que escuchar. Lo primero es natural, lo segundo un acto intencionado que hay que aprender.
La charla no solo era interesante por los contenidos, sino por el modo como Santiago explicaba cada aspecto. Se notaba que era un tema sobre el cual tenía dominio y que disfrutaba al compartirlo con los participantes.
—Escuchar es más difícil que hablar, porque supone una fuerza de contención interior, un constreñimiento de la propia palabra.
Casi dos horas empleó el expositor Contreras para finalizar la primera charla de la tarde de ese viernes. Enseguida vino un tiempo de descanso para tomar un café y, luego, pasar a un trabajo en grupos de discusión. La concurrencia estaba motivada y más de uno hacía bromas retomando algunos de los puntos mencionados en la charla. Héctor José buscó un lugar entre los grupos de sillas organizadas en el amplio espacio del salón “Cattleya”. Cuando todos estuvieron acomodados, el conferencista tomó el micrófono y dio las indicaciones para la actividad.
—De ahora en adelante nadie puede hablar.
Se oyó un murmullo de sorpresas y algunas risas. El doctor Contreras prosiguió:
—Me gustaría que en grupo logren escribir en una cartelera, que ya les vamos a entregar, las cinco condiciones básicas para una buena escucha.
Héctor José recordó en ese momento el juego de adivinar películas con mímica que practicaba con un grupo de amigos cuando estudiaba en la universidad y le pareció una actividad retadora o, al menos, entretenida. Miró a sus compañeros del pequeño grupo y le pareció que ellos compartían su misma percepción del ejercicio.
—Tienen hora y media para presentar su cartelera. Sean creativos. Sáquenle provecho a los marcadores de colores que les estamos entregando. Recuerden —insistió el doctor Contreras— deben estar en silencio.
Lo que parecía una instrucción fácil de cumplir no resultó como se esperaba. En el salón se oían risas, carcajadas y monosílabos que estallaban en gritos, seguidos de invitaciones a callar. Cada participante sacaba a relucir sus dotes histriónicas y otros miraban a sus compañeros como espectadores de una comedia improvisada. En el grupo en el que estaba Héctor José la situación de comunicación se hacía más difícil porque dos de los siete integrantes al no entender a sus colegas se ponían de pie y empezaban a manotear negativamente o a hacer musarañas de desaprobación. Así transcurrieron los primeros minutos del ejercicio. Tal vez por ser jefe de departamento o porque transpiraba autoridad, Alirio Cáceres calmó los ánimos y el desorden, invitando al grupo a tratar de comprender lo que intentaban comunicarles los demás. Con los gestos de las manos fue dando el turno y, después, cada uno como bien podía expresaba con su cuerpo o haciendo mímica lo que consideraba era una de las condiciones de la buena escucha. Héctor José de manera espontánea manifestó con un gesto repetitivo de su mano derecha que él sería el redactor de la sesión. Para que se viera algún avance, Héctor José sacó unas hojas tamaño carta de la carpeta que les habían entregado y, en ellas, empezó a escribir lo que parecía la síntesis o interpretación de aquellas muecas de sus compañeros. Este recurso obligó a los siete miembros del equipo a abandonar los asientos y tirarse en el piso para leer lo que el hombre de pelo cano ponía en letras grandes. Por supuesto, más de una vez los índices decían que no era eso lo que tenían en su mente o las palmas de las manos, con un movimiento de lado a lado, señalaban que lo escrito era un concepto aproximado a lo expresado. Alirio no paraba de manifestarle al pequeño grupo con sus brazos actitudes de espera, de bajar el tono de la voz cuando involuntariamente salía de las bocas presas de la desesperación, de invitar de nuevo a cada persona para que escenificara otra vez lo que era su aporte o contribución para el logro de la actividad. Casi una hora duraron en este tanteo comunicativo. Al final, con un poco de frustración y de optimismo por haber logrado sacar adelante la tarea, cada grupo fue hasta unas pequeñas mesas dispuestas alrededor del salón para redactar en las carteleras los acuerdos de cada equipo. Héctor José le pidió el favor a Stella, una de las secretarias del Departamento, para que fuera ella la que pusiera de manera estética aquellas condiciones del buen escucha. La mujer de uñas impecables se mostró algo tímida a la invitación, pero después asumió la tarea con esmero y creatividad.
Una vez el conferencista comprobó que todos los equipos habían terminado el ejercicio pasó al frente del auditorio y dijo con voz vibrante:
—Ahora sí, ya pueden hablar.
La indicación del Doctor Contreras hizo que las palabras represadas de la concurrencia salieran como una avalancha, se transformaran en carcajadas o en bromas sobre la incomprensión o la falta de ingenio para comunicarse. Las personas se recriminaban jocosamente entre sí o agregaban explicaciones no pedidas a lo que ellos consideraban un flagrante malentendido. No le resultó fácil al conferencista lograr la calma del auditorio.
—Voy ahora a invitarlos a visitar el producto de cada uno de los grupos de trabajo. Pasen por las carteleras y obsérvenlas como si fueran las pinturas en una galería. Les pido —agregó Contreras— que en la libreta de notas que les entregamos, recojan algunos de los puntos que les vayan llamando poderosamente la atención.
Poco a poco los asistentes fueron desfilando a lo largo de las paredes del salón en donde estaban expuestas las carteleras. Héctor José se sorprendió de ver en la mayoría de ellas dibujos de orejas como recurso decorativo y, en otras, labios pintados con una “X” encima para indicar la orden de silencio. Con la libreta de notas en sus manos comenzó a entresacar aquellas ideas que le parecían más interesantes.
—Escriban las ideas tal y como aparecen en las carteleras —advirtió el doctor Contreras— dirigiendo la dinámica desde el escenario.
Héctor José encontró que en un buen número de esos carteles se mencionaba “el estar muy atentos” y “aprender a tener la boca cerrada”, pero hubo dos afirmaciones de grupos diferentes que lo sorprendieron. La primera frase estaba escrita en rojo. Decía: “Ponga en stop los prejuicios, así sea por unos minutos”. El grupo había dibujado, además, al lado de esta condición de la buena escucha una señal de tránsito de las usadas regularmente para indicar “prohibido parquear”. La otra frase que Héctor José consideró llamativa fue la de un equipo que, por los nombres puestos en la parte inferior derecha de la cartelera, estuvo constituido solo por mujeres: “sea cómplice y no juez de su interlocutor”. Terminado el paseo de observación, cada uno volvió a tomar asiento. El conferencista invitó a que algunos leyeran en voz alta lo que habían escrito, haciendo unos cortos comentarios o repitiendo la idea que había escuchado. Cerró esta parte del ejercicio pidiendo un aplauso de felicitación por el logro colectivo e inmediatamente le pidió a una de las muchachas auxiliares que fuera repartiendo a la concurrencia una hoja doblada de color amarillo.
—No lean todavía la hoja que les están entregando. Guárdenla en su carpeta para que la lean esta noche, antes de ir a dormir.
El doctor Contreras pidió a una de las asistentes que apagara las luces de la parte delantera del auditorio y aprovechó la penumbra de la noche incipiente para lograr un mejor contraste en sus diapositivas.
—Les voy a ir pasando algunos aforismos con el fin de que mediten en lo que allí se dice. El aforismo —prosiguió el expositor— es un escrito concreto, agudo, en el que se resume un caudal de sabiduría y tiene como objetivo ponernos a reflexionar.
La primera diapositiva traía una frase de algún filósofo chino que Héctor José no conocía. Las letras amarillas resaltaban sobre el fondo oscuro: “Una boca y dos orejas tenemos. En consecuencia, escucha dos veces antes de decir una palabra”. El conferencista continuaba pasando aquellas láminas sin hacer ningún comentario. Las diapositivas que siguieron eran de filósofos antiguos. Héctor José las iba leyendo, a pesar de que algunas le parecían bastante enigmáticas: “Los dioses son dioses porque, a diferencia de los hombres, pueden escuchar en silencio”. Fueron por lo menos veinte diapositivas las que desfilaron frente a los ojos de los asistentes. La última era un refrán que Héctor José recordó usaba mucho su padre, en las conversaciones familiares: “Del escuchar procede la sabiduría y del hablar el arrepentimiento”.
—Creo que estos aforismos son un buen aperitivo para la cena que nos espera —dijo el Doctor Contreras— dando por concluida la primera sesión del seminario.
El grupo abandonó el auditorio conversando animadamente. Algunos retomando ideas de las que habían presentado en las carteleras, otros haciendo eco a los aforismos y otros más exaltando o retomando para sí varias de las sugerencias ofrecidas por el conferencista.
Después de cenar, de charlar con amigos del trabajo, Héctor José prefirió caminar por la amplia zona verde del hotel, en parte para ayudarle a la digestión y como una manera de aprovechar el aire puro y reflexionar sobre la temática de esa tarde.
Quizá por la resonancia en su mente de las conferencias sus sentidos estaban atentos. Pudo percibir con claridad el sonido intermitente de los grillos, el ladrido de los perros y uno que otro cacareo de gallos en las casas vecinas. Se adentró por un camino, entre bambúes, y escuchó al viento acariciando las ramas. Se detuvo a detallar el croar de las ranas que permanecían invisibles entre la variedad de plantas que servían de andén a los caminos empedrados. Miró el cielo y se fascinó con las estrellas, titilantes, hermosas. En esa postura, se dijo a sí mismo que la ciudad no ayudaba mucho a la escucha, que el abundante ruido y el afán angustioso de la urbe, además de las demandas de la velocidad, poco colaboraban para que el espíritu hiciera esa pausa en la que podía percibir el sonido de cada uno de los seres vivos, la presencia susurrante de la vida. Por más de una hora Héctor José siguió deleitándose con esas voces que tenuemente se escuchaban en la lejanía, en otros cantos de aves que, si bien él no conocía sus nombres, podía diferenciarlos en la penumbra del bosque. Se sintió feliz. Pensó que si uno se dedicaba a escuchar alcanzaba cierto nivel de tranquilidad interior, y guardó esa idea para el siguiente día, si el conferencista le pedía algún aporte. Retornó al cuarto caminando con lentitud. Prefirió no prender la televisión. Se cambió de ropa, se cepilló los dientes y se tendió en la cama a rememorar y darle libertad a sus pensamientos. Justo en ese momento recordó la hoja amarilla que el Doctor Contreras les había entregado. Se levantó hasta una pequeña mesa, buscó la carpeta y extrajo la hoja doblada por la mitad. Volvió a la cama, se sentó y empezó a leer el documento, titulado: “Oración del escucha”.
Dame, Señor, paciencia para escuchar a mi prójimo,
atención infinita para no perderme sus reclamos;
pon un sello en mis labios para acallar mis palabras,
y un remanso en mi corazón para albergar el silencio.
Que yo tenga, Señor, la voluntad de escucha necesaria
para entender lo que alguien dice a medias,
para comprender el fondo oscuro de una confesión,
el lamento que balbucea como un niño,
las voces difusas de la soledad o la desesperanza.
Héctor José dejó de leer el pequeño texto y se acordó de su hijo adolescente, Vladimir; tuvo por unos segundos la última discusión con él, a pesar de su intención de evitar los conflictos. También vino a su mente la cara de Janeth, de quien se había separado hacía por lo menos dos años. Janeth que era iracunda y ofensiva; Janeth que, como él le decía, siempre veía el vaso medio vacío y no medio lleno. Esos rostros pasaron por su cabeza antes de terminar el texto.
Señor, aminora el ritmo de mi sangre, hazme lento
para no sacar conclusiones apresuradas o juicios inmediatos;
no dejes que mis pasiones cieguen mi inteligencia,
ni permitas que mi indiscreción rompa la frágil tela del secreto.
Que yo tenga, Señor, el don de la tranquilidad
y el tacto suficiente para saber ser oportuno;
que pueda, con el pasar de los años, crecer en sabiduría
y tener la humildad necesaria para inclinarme respetuoso
y escuchar, sin afanes ni censuras, el testimonio de los demás.
Concluida la lectura de la hoja amarilla, Héctor José releyó algunos apartados. La oración no tenía autor y todo hacía indicar que debía ser una creación del Doctor Contreras. Eso lo consultaría al otro día. Una vez más los recuerdos vinieron a su mente, esta vez en forma de autoexamen: ¿Sería él un buen escucha?, ¿parte de sus problemas familiares se deberían a esa incapacidad?, y si no fuera así, ¿por qué varios compañeros de la oficina lo consideraban un buen amigo? Así continuó meditando durante un buen tiempo mientras que lentamente le cogía el sueño. Lo último que escuchó fue el pito de algunos automotores que, lejos en la carretera, se abrían paso en medio de la noche.
*
El desayuno estuvo magnífico. Frutas y variedad de quesos y panes, huevos al gusto, varios tipos de jamones, jugos en cantidad… La conversación crecía en intensidad y el entusiasmo por el nuevo día de seminario estaba muy alto. No fue solo Héctor José el que elogió la oración de la hoja amarilla, sino varios los que subrayaron la importancia de compartirla con los miembros de su familia.
—Eso le queda como anillo al dedo a mi marido —comentó Stella, la secretaria de bonita letra.
—No, y será un obsequio que gustosa le llevaré a mi suegra —repuso sonriendo Nelly, una de las más jóvenes del Departamento donde laboraba Héctor José.
Pasado el desayuno los asistentes volvieron a sus habitaciones y retornaron rápidamente para empezar a tiempo la jornada. El Doctor Contreras los esperaba en la puerta del salón, dándoles la bienvenida, a la par que los invitaba a buscar un sitio que les agradara. Terminado este protocolo, el conferencista fue hasta el atril y desde allí empezó a hablar de la importancia del discernimiento.
—Discernir es pasar la acción por el cedazo de la reflexión —afirmó categórico.
En tal asunto empleó casi una media hora. Enseguida fue pidiéndoles a los participantes que dijeran en voz algún discernimiento producto del día anterior.
—Yo creo que no es fácil escuchar, aunque parezca natural —opinó un hombre que trabajaba en Contabilidad.
—A mí me llevó a pensar que, porque hablo mucho, es que no dejo un espacio para escuchar a los otros —dijo Lucy, la de ventas.
—Yo pienso —intervino Héctor José— que la ciudad no deja mucho tiempo para escuchar, que el ruido y la angustia cotidiana le cierran a uno los oídos. Que el afán es enemigo de la escucha…
—Yo creo que la oración la voy a rezar todas las noches —agregó Marina, una de las secretarias más antiguas—. Después de una pausa, puntualizó: —A ver si mi Diosito me ayuda a lograr comprender a mi hija.
Un buen número de participantes hizo público su discernimiento. El Doctor Contreras los escuchaba con atención, haciendo pequeñas glosas sobre algunas de las intervenciones. De esta manera concluyó la primera hora del día. Enseguida el conferencista proyectó en la pantalla una pintura de un hombre amarrado al mástil de un barco.
—Este que ven aquí es una representación de Odiseo el personaje de Homero, una magnífica obra que narra las aventuras de un héroe, astuto, que sufre infinidad de peripecias antes de retornar a su patria con su amada Penélope.
Con esa imagen de fondo el Doctor Contreras empezó su charla de esa mañana.
—Yo creo que para ser un buen escucha hay que ser como Odiseo: es necesario amarrarse la boca a ese mástil, para lograr escuchar las voces del silencio, el canto de las Sirenas.
Héctor José estaba fascinado con aquella manera de interpretar ese relato. Sus recuerdos fueron hasta el colegio Panamericano y en él vio al profesor Peláez hablando emocionado del cíclope, de la maga Circe, de la añorada Ítaca, de la tela que tejía durante el día y destejía de noche la fiel Penélope y de todo ese mundo de mitología que un ciego nos hizo ver con sus versos. Los recuerdos le hicieron perder algunas aseveraciones del Doctor Contreras.
—Pienso que, si uno no tiene voluntad de escucha, si no logra sujetar sus pasiones, sus prejuicios, sus escrúpulos, terminará estrellándose contra las rocas de la incomunicación o los malentendidos… Las personas le temen a las Sirenas del silencio.
Esta disertación duró hasta la media mañana. El doctor Contreras era un gran expositor y lograba con las inflexiones de su voz cautivar a su audiencia. Apenas terminó el relato, el conferencista empezó a enumerar y explicar algunas condiciones del buen escucha. Pasó revista a los pormenores de la atención concentrada, amplió las cualidades de la interlocución inteligente, puso varios ejemplos de cómo los escuchas de calidad sabían relacionar los mensajes segmentados y cerró con un aspecto que él consideraba esencial.
—Lo fundamental es tener voluntad de contención. Sin esa talanquera en nuestras palabras, sin esa restricción a nuestro afán por defendernos o avasallar a nuestro interlocutor, es imposible escuchar.
Precisamente con ese punto se terminó la primera sesión de la mañana, porque lo que vino luego, una vez tomado el refrigerio, fue una actividad de escritura individual. Las indicaciones las dio el Doctor Conteras:
—Cada uno vaya a su habitación o halle un lugar apartado en las instalaciones de este hotel y redacte una carta para alguna persona a quien desea manifestarle su voluntad de escucharla, o explicándole en la misiva por qué no lo ha podido escuchar en verdad. Procuren ser sinceros tanto en la elección de la persona como en el contenido de la carta —concluyó el Doctor Contreras.
Héctor José prefirió buscar una banca de cemento ubicada hacia la parte superior del hotel, desde donde podía divisarse el pueblo ubicado en las laderas de una montaña cercana. Abrió la carpeta, sacó una hoja de papel y se entretuvo largos minutos eligiendo quién iba a ser el destinatario o destinataria de su carta. En un primer momento pensó en Janeth, su exmujer, pero consideró extemporánea aquella confesión. Optó, entonces, por su hijo. Redactó, tachó, volvió a escribir, hizo enmiendas hasta que pudo elaborar el primer párrafo. Centró la carta en reconocer su dificultad para comunicarse con Vladimir, agregó que no sabía escucharlo, que los lugares para conversar con él no habían sido los más adecuados, al igual que el poco tiempo destinado para sus encuentros. Héctor José fue sincero hasta las lágrimas. Concluyó la misiva reiterándole el cariño y el apoyo a su hijo y, con letras subrayadas, solicitándole otra cita para “escucharte como mereces”. Terminada la misiva la metió en la carpeta, pero se quedó sentado allí otros minutos, contemplando las formas caprichosas de las nubes o cerrando los ojos para recrearse con el múltiple canto de los pájaros.
Después del almuerzo había en la programación del evento tarde libre. Esto quería decir que los participantes podían elegir entre descansar en su habitación, charlar con amigos, estarse un rato en la piscina, disfrutar la mesa de juegos o, como lo hizo Héctor José, irse caminando hasta el pueblo cercano. Todos se encontrarían de nuevo en el restaurante a la hora de la cena.
*
Terminada la comida, Héctor José se quedó conversando con Mauricio y Daniel, dos de sus amigos más cercanos. Stella, la secretaria de la bonita letra, estuvo un tiempo con ellos, pero luego los dejó porque tenía que ir a arreglar maleta y reportarse con su familia.
—Este seminario apareció en un momento clave de mi vida —dijo Daniel, llenando un vaso de plástico con cerveza—. Estoy viviendo una crisis de pareja muy tenaz.
—Eso nos pasa a todos —terció Mauricio—. La convivencia no es fácil.
—Lo que pasa es que los dos tenemos nuestro genio y terminamos peleando por bobadas. Pero yo creo que una causa de lo que nos está pasando es que solo nos vemos por la noche, cuando uno está cansado y no quiere sino descansar.
—O como dijo el conferencista —agregó Héctor José—, se empieza a vivir de sobreentendidos, y ninguno ya se escucha. Cada uno habla, pero ninguno lo escucha. Es una costumbre que lentamente va rompiendo la relación. La quiebra desde dentro, sin que se vea nada por fuera.
—¿Ese fue el motivo de su separación? —preguntó Daniel al amigo.
—En parte fue eso… Lo otro es que Janeth era muy celosa y eso la hacía decir cosas que me dolían demasiado porque no eran ciertas.
—En mi caso creo que el responsable soy yo. Me pongo a ver televisión y no le presto la suficiente atención a mi mujer. O cuando me cuenta sus problemas en el trabajo yo apenas cabeceo como para que no se moleste, pero en el fondo no los considero importantes o dignos de gastarle mucho tiempo.
—Y con lo sensibles que son las mujeres para estas cosas —comentó Mauricio, poniendo un tono de suspicacia en su apreciación.
—Yo creo que todos somos sensibles cuando no nos sentimos escuchados, es una especie de reacción ante la indignidad o la falta de consideración. ¿Se acuerdan de un aforismo que nos presentó el conferencista? —¿preguntó Héctor José a sus amigos?
—¿Cuál? —interpeló Mauricio.
—Uno de un escritor mexicano —agregó Héctor José— ¿Cómo era que decía? “Escuchar a otro es ponerle un rostro, que ya no sea un ser anónimo”. Algo así.
—Sí, sí, —contrapunteó Mauricio—. “Escuchar a otro es darle un rostro, es quitarle el peso de parecer un ser insignificante”.
—Buena memoria la tuya, querido amigo —dijo Héctor José, apurando otro sorbo del vaso con cerveza.
La noche cálida, la brisa refrescante, contribuían a que los amigos siguieran en su diálogo sin pensar en compromisos laborales o urgencias del diario vivir. A eso de las diez de la noche se despidieron. Héctor José caminó hasta su cuarto llevando el vaso en una de sus manos. Entró a la habitación, sacó una silla plástica y se acomodó en el vestíbulo a escuchar los sonidos de la noche. El croar de las ranas era más fuerte que el chirrido de los grillos. Su mente meditaba al mismo tiempo que se cuestionaba en silencio: ¿a cuántas personas había dejado sin rostro por no escucharlas?, ¿a cuantos más su falta de genuina atención los había convertido en seres insignificantes? El aullido de un perro lo sacó de sus cavilaciones. Apuró el último sorbo del vaso y entró al cuarto. En ese instante, quizá como un efecto del clima o del alcohol, sintió en su espíritu una inusitada tranquilidad y escuchó nítido cada palpitar de su corazón.
En aquel entonces vivíamos en el barrio Ricaurte. Recién acabábamos de llegar huyendo del bandolerismo y, después de muchas búsquedas infructuosas de trabajo, mi padre había conseguido un puesto de celador almacenista en una fábrica de jabón. Los escasos recursos obligaban a mi papá a restringir cualquier gasto innecesario, y las manos de mi madre ayudaban para hacer rendir los alimentos en la cocina. En esas condiciones recibí la navidad, cuando tenía nueve años.
Mi memoria tiene aún frescos los alumbrados del parque, los dibujos que se hacían en las calles, los festones multicolores, las luces decorando las casas y negocios y la música festiva que salía de todas partes, compitiendo con los vendedores ambulantes y el apetitoso olor de los pollos asados que vendían en El Semáforo en Rojo. Todo el barrio exhibía, adentro y afuera, la alegría y el colorido navideño. La misma iglesia disponía en el vestíbulo unas figuras enormes en el pesebre, ubicadas al frente de un largo telón pintado de azul oscuro que reflejaba la noche y la estrella de Belén. Mi corazón de niño empezaba a agitarse con una emoción de júbilo, de querer saltar, de añorar la noche del veinticuatro y poder quemar luces de bengala o salir a mirar cómo otros muchachos encendían volcanes o los más viejos lanzaban voladores a las alturas.
En ese diciembre, al igual que en el año anterior, mi petición al niño Dios era un balón de fútbol, pero de los profesionales, de aquellos que eran cosidos en cuero y que tenían válvula inflable. Porque no es lo mismo jugar un partido con una pelota de plástico, esas que el viento las lleva a su antojo, que hacerlo con un balón de verdad. Aquel deseo se lo comunicaba a mi madre de manera insistente. Ella se mantenía en silencio, sirviendo de cómplice, pero consciente de que tal petición no era fácil de cumplir. Sin embargo, no desanimaba mis anhelos.
—Pídale al niño Dios con mucha fe —me contestaba—, mientras acababa de preparar el almuerzo de ese día.
El sitio donde dormíamos era una pequeña pieza a la entrada de la enorme fábrica. Pasaba uno la pieza y seguía otro mínimo espacio distribuido entre la cocina y el baño. El ambiente era reducido, apenas para que cupieran dos camas y un armario de madera que servía de división. Una mesa para el comedor y otra más pequeñita para la estufa de gasolina, de esas de tanque rojo que había que darles bomba para que lanzaran sus llamas azulosas. Allí vivíamos, arropados por el amor y la esperanza de tener algún día un techo propio.
Pero en esas navidades mi urgencia de recibir el balón se convirtió en una obsesión. Mucho más cuando descubrí que quien poseía uno de ellos era el que disponía la selección de jugadores y el tiempo que podían durar aquellos partidos al terminar las clases. Balón tenía Cardona, y también Murillo, uno de los del curso que era muy buen arquero. Por eso, le decía a mi madre que ojalá el niño Dios no me trajera un pantalón de pana, como el año pasado, sino un balón de cuero, de esos que cuando se iba desinflando había que ir hasta una bomba o un pequeño local especializado en despinchar llantas para que allí le hicieran a uno el favor de inflárselo de nuevo. Tal era mi reiteración en esos días previos a la nochebuena que mi padre, una noche después de la comida, me dijo una cosa que me desalentó un poco.
—A veces el niño Dios debe darles regalos a los niños más pobres —afirmó—. Y por eso algunos niños se quedan sin recibir nada el 24 de diciembre.
Cuando mi papá me dijo esas cosas, yo podía ver en los ojos de mamá un hilillo de esperanza. Seguramente yo no haría parte de los niños sin regalo. Hasta llegué a desear ser como Tibocha, uno de los compañeros más humildes del salón, quien no tenía casi nunca para las onces, y se mantenía de pie, recostado en una de las paredes del patio, mientras se terminaba el recreo. Quizá si yo fuera más pobre tendría asegurado mi balón.
—Si uno tiene fe, el niño Dios siempre se acordará de nosotros —agregó mi madre—, llevando los platos hacia la reducida cocina.
Mi padre se quedaba sentado un buen tiempo reposando la cena. Prendía un radio transistor y escuchaba una de las radionovelas que tanto le gustaban, Arandú el Príncipe de la selva… Yo acercaba un pequeño butaco y juntos nos emocionábamos con las aventuras de este héroe que enfrentaba al Kaitolé ayudado por su amigo Taolamba. Apenas que mi madre terminaba de lavar la losa me invitaba a cepillarme los dientes y disponerme para dormir. En mi cama, después de que apagaban la luz, yo seguía pensando en el balón, en el niño Dios y los pobres, y en la tristeza de esos otros niños que no recibirían ningún regalo el 24 de diciembre.
Tres días antes de Navidad, mientras mi madre preparaba una deliciosa natilla, que acompañaba con dulce de mora, me senté en la mesa del comedor y empecé a redactar en una hoja del cuaderno ferrocarril, para que me quedara la letra bien pareja, mi carta al niño Dios. Tenía al lado mi borrador y el corazón henchido de expectativas maravillosas. Puse la fecha y el destinatario, subrayando con rojo el nombre de Niño Dios. Enseguida empecé a justificar mi petición. Hablé de que me había portado bien, que no había perdido ninguna materia, que me había ganado un “billete de honor” por mi conducta, disciplina, orden y puntualidad en el Liceo San Gregorio Magno, y que no le había respondido mal a ninguno de mis papás. Cuando ya estaba por empezar a redactar lo esencial de mi petición, mi madre me interrumpió:
—Vaya corriendo y me compra una cajita de uvas pasas, en la tienda de Doña Bertha.
Para no contradecir mi justificación de niño obediente y juicioso, tomé el billete que mi madre sacó de su delantal, bajé dos escalones, abrí el portón verde y salí corriendo hasta la tienda de la señora Bertha que quedaba una cuadra abajo de donde vivíamos. La tienda estaba llena y en las mesas pude ver a varias personas tomando cerveza. Con la caja de uvas pasas en una mano y las vueltas en la otra, regresé corriendo hasta la entrada de la fábrica. Siempre que salía se presentaba el problema de que el timbre estaba muy arriba para mi altura y necesitaba golpear muchas veces el portón metálico. A veces dejaba un palito, al lado de un poste, para que me sirviera de ayuda, pero siempre desaparecía. Después de varios intentos, me abrió mi padre que seguramente estaba ocupado recibiendo algún pedido al otro extremo de la fábrica.
—¿Dónde andaba? —me preguntó.
—Haciendo un mandado.
Mi padre me sobó cariñosamente la cabeza. Di varios pasos, subí los escalones de cemento, entré a la pieza y entregué a mi madre la cajita de color rojo. Presuroso volví a mi tarea. El olor que salía de la cocina me animó a escribir el regalo que tanto anhelaba. Describí el tipo de balón con detalle, para evitar que el niño Dios fuera a equivocarse y me trajera uno de plástico. Al final di las gracias y puse mi nombre bien clarito.
—¡Ya terminé la carta al niño Dios! —le grité a mi madre.
Ella levantó su cara, me miro con ternura y agregó algo digno de su amor infinito:
—Póngala debajo de la almohada, que el niño Dios recoge esas cartas cuando uno tiene sueños.
—¿Cuando uno está soñando?
—Sí —respondió—.
Doble la carta en cuatro mitades y le puse en los dos extremos un poco de goma para que conservara el porte de documento secreto. Enseguida volví a la cocina a buscar alguna prueba de esos manjares que preparaba mi madre únicamente en navidad. De un recipiente de vidrio, mi mamá extrajo una cucharada de dulce de mora y me la dio a probar. El olor a la canela se expandió en mi paladar.
—Es una pruebita —advirtió mi madre—. Espere a que esté la natilla.
Volví a la mesa del comedor y me puse a imaginar la realización de mi sueño. El niño Dios recogería esa noche mi carta, la leería con atención y, aunque yo sabía que no era tan pobre, haría una excepción o pondría mi carta de primeras, porque los motivos expuestos por mí eran una razón de peso. Algo para tener en cuenta. Yo no era tan pobre como Tibocha, pero sí más juicioso que él. En esos pensamientos andaba cuando mi madre me volvió a llamar para traer de la placita de mercado que quedaba cerca unas cosas que faltaban para el sancocho del veinticuatro. Me tocó hacer una lista, dictada y repetida varias veces por mi madre.
—Vaya donde la pecosa Helena, que ella tiene buen mercado—me advirtió—. Diga que es para la señora Saturia.
Repetí mi ruta de salida y esta vez, en lugar de tomar hacia el occidente, emprendí mi carrera hacia el norte de la ciudad. En mi rápido desplazamiento pude ver la pequeña puerta por la que descargaban el carbón para la enorme caldera que hacía hervir el jabón en los tanques enormes donde se fabricaba; observé en las ventanas de las casas vecinas los dibujos de Papá Noel y las luces eléctricas que decoraban los ventanales. Aminoré el paso y me entretuve un buen tiempo mirando las reses que descendían de los camiones y seguían el laberinto de los corrales del matadero. Muchas personas a lado y lado de la calle vendían y compraban diferentes productos. El bullicio parecía aumentar el jolgorio de las fiestas. A pleno día un hombre echaba voladores que al explotar en el cielo hacía que los gritos de los allí reunidos levantaran la voz como si fuera un brindis colectivo. Seguí hacia adelante y, a mano derecha, entré a una pequeña plaza. El puesto de la pecosa estaba como a la mitad del segundo pasadizo. Le pasé la lista y dije mi carta de presentación
—Es para la señora Saturia.
La Pecosa me miró y constató en mi rostro los rasgos de mi madre. Exhibió una sonrisa, procediendo luego a meter en una bolsa verde de plástico las yucas, los plátanos, la arracacha, unas mazorcas y unas papas. Después de empacado aquel mercado procedió a buscar un cuaderno cuadriculado donde apuntaba las clientes que tenían crédito. Me entregó la bolsa y como ñapa una manzana roja.
—Es porque estamos en navidad —me dijo.
Retorné a la fábrica a toda carrera. Cuando le conté a mi madre del regalo de la manzana me dijo que el niño Dios a veces tomaba la forma de personas común y corrientes.
—Son como pequeños regalos adelantados.
Me acomodé a los pies de mi cama y disfruté la manzana, una fruta que pocas veces teníamos en nuestra mesa. Allí sentado me imaginé llegando al parque con mi balón nuevo, mirando cómo otros niños venían hacia mí para pedirme que los dejara jugar y yo eligiendo a los que formaran parte del equipo de esa tarde. Me estiré un poco en la cama y revisé que la carta estuviera donde la había dejado horas antes. Todo parecía correcto. Después me entretuve un buen tiempo jugando a indios y vaqueros con muñecos de plástico que mi madre me iba comprando poco a poco.
En la fábrica los empleados salían a las cinco de la tarde. Después, el enorme espacio de aquel lugar quedaba a mis anchas. Mi padre seguía terminando sus labores y empacando en bolsas jabón de bola, para la venta al detal. Yo lo iba a acompañar unos minutos hasta que mi madre me llamaba para que fuera a traer el pan del otro día. Por supuesto, eso era después de terminar la radionovela. Salía entonces corriendo hasta una panadería que quedaba por la calle décima, arriba de la carrera 28. Se llamaba ICOPAN y vendían mogollas rellenas de bocadillo y un pan coco muy delicioso.
—Como mañana voy a hacer masato, traiga además tres mantecadas.
Al oír esas dos palabras juntas, el masato y la mantecada, me llené de una alegría adicional, porque esa era otra de las razones por las que me gustaba diciembre. Únicamente en esas fechas mi madre preparaba masato, y era tan rico combinarlo con los bocados de mantecada que vendían en esa panadería de altas y surtidas vitrinas.
—Que le empaquen aparte las mantecadas —me advirtió mi madre—, sacando del delantal unas monedas.
Salí corriendo calle arriba. Pasé la gran avenida, volteé a la derecha y subí por la calle décima hasta entrar a la panadería. Allí atendieron la solicitud. Me entretuve mirando unas galletas decoradas con figuras navideñas y varias repollas que, una vez, me habían comprado con un jugo de curuba en leche. Pagué, me devolvieron otras monedas y salí a toda carrera hacia la casa. Las luces de colores en las ventanas y las guirnaldas plateadas en los almacenes parecían encender aún más mi alegría. Varios niños jugaban balón en el parque. Vi a Aldana, uno de mis compañeros, y a Murillo, pero preferí pasar rápido sin que ellos se dieran cuenta. Golpeé con mis manos el portón verde y, a los pocos segundos, apareció mi padre. Entré de una vez a la pieza donde dormíamos y fui a entregarle a mi madre las dos bolsas de pan. Yo quería probar las mantecadas.
—Déjela para mañana, que eso sabe mejor con el masato.
Pero como mi mamá se dio cuenta de mi ansiedad, cortó con el cuchillo un pedacito de mantecada y me la entregó como si fuera un premio por haber hecho el mandado tan rápido.
—Pruebe, o si no se le totea la hiel —comentó, sonriente.
Esa noche, después de tomarnos una maizena con pan, mi padre me contó que cuando niño lo único que le traía el niño Dios era ropa.
—Y eso en ocasiones especiales —agregó—. Muy de vez en cuando.
Mi madre, que estaba planchando, corroboró lo dicho por mi padre, diciendo que en esas épocas lo que a veces daban eran unas muñequitas de carey, que vendían en el pueblo de San Juan.
—Lo que a uno lo hacía feliz no eran los regalos, sino la comida que le daban en todas las casas de la vereda, por esas fechas —comentó mi padre—. Daba gusto recibir morcillas en una parte, chicharrones en otra, tamales allí, bizcochuelos más allá…
Después de que mi mamá acabó de planchar me fui a bañar los dientes y me dispuse para acostarme. Yo sabía que ese día el niño Dios se llevaría mi carta y en la noche del veinticuatro, debajo de mi cama encontraría el balón de cuero. Entre sueños escuché a mis padres seguir conversando.
Lo primero que revisé al despertarme fue mi almohada. Nada había debajo. El niño Dios ya tenía en sus manos mi petición. Desde la cama le grité a mi madre dicho descubrimiento.
—¡Ya se llevó la carta, mamá…!
—Me alegra, mijo, esa es una buena señal…
Corrí a bañarme cuanto antes. El agua fría de la ducha no me resultó tan helada como en otros días. La emoción me llevó a imaginarme el día veinticinco de diciembre cuando llegara al parque con mi balón nuevo, para estrenarlo, mostrándoselo a los otros compañeros del Liceo y organizando el equipo para el partido de esa tarde. Hasta me vi marcando un golazo de tiro directo, pasando por las piernas de Díaz, López y Villaveces. Enseguida de bañarme pasé a desayunar en compañía de mi papá.
—¿Y qué le pidió al niño Dios? —me preguntó sonriente.
—Un balón de cuero —le respondí entusiasmado—. De los profesionales.
Mi padre apuró otra cucharada de caldo, levantó sus ojos y me observó con cariño.
—Ojalá el Niño Dios alcance a llegar hasta este barrio.
—Yo creo que sí, porque anoche recogió mi carta.
—Lo importante es que algo le traiga, mijo —agregó—. Mejor la gratitud que la sorpresa.
Yo le dije con la cabeza que sí, pero en mi corazón no perdía la esperanza de que el obsequio fuera mi balón. Además, el niño Dios volaba como el viento, tan rápido que podía en una sola de sus salidas dejar debajo de la cama de los niños miles y miles de regalos. Mi padre terminó de desayunar, se despidió de nosotros y salió a atender los asuntos de la fábrica. Mi madre me invitó a terminar el chocolate, lavarme los dientes y ayudarle a arreglar nuestra pequeña habitación.
—Tienda la cama, barra, y prepárese porque vamos a comprar vino y galletas.
Me puse alegre con esa noticia. Uno de los ritos decembrinos que hacía en compañía de mi madre consistía en comprar esos dos símbolos de navidad: las galletas y el vino. Para ello nos dirigíamos a una bodega inmensa situada a una cuadra arriba de donde vivíamos y, allí, adquiríamos las “Caravana”, una caja de color amarrillo que solo aparecía en estas festividades. Después, caminábamos unas cuadras hacia el sur, en donde quedaba las Bodegas del Rhin, allí mi madre compraba una botella de un moscatel de pasas. Luego retornábamos a la casa. Mi padre nos recibía con una sonrisa, pero al ver la bolsa que traía yo y la otra que portaba mi madre, soltaba una frase que le escuché repetir con frecuencia:
—Mija, hay que ahorrar todo lo que se pueda.
Mi madre le daba un beso y entrábamos con ella a la pequeña pieza. Con una voz entre juguetona y amable le respondía a mi papá.
—Son para el niño…
Al entrar a la pieza mi mamá me invitaba a abrir el paquete amarillo. Yo buscaba las galletas que más me gustaban; unas redondas de chocolate rellenas de crema blanca. Apenas tenía la galleta en mi mano, mi madre destapaba la botella de vino, sirviéndome un trago en una copa de aguardiente.
—Solo porque estamos en navidad —me decía—, sirviéndose ella otra copita de ese licor café rojizo.
Me gustaba ir combinando un sorbo de vino con un bocado de la galleta. Durante ese tiempo, aprovechaba el momento para decirle a mi mamá lo feliz que sería si el niño Dios me regalara el balón de cuero, y que no por eso iba a dejar de ser juicioso en el estudio. Mi madre me escuchaba con ojos amorosos.
—Hay que tener fe, mijo. La fe mueve montañas.
Como en esos días estaba de vacaciones del Liceo aprovechaba el tiempo para ir a ver televisión donde los Garzón, unos de mis compañeros de estudio. Allí en esa casa taller, disfrutaba las películas de Tarzán y una serie que me encantaba, “Bonanza”. O me iba a jugar con los hijos de la señora Idally, la modista de mi mamá, quienes tampoco tenían televisión, pero en cambio poseían una lotería y un parqués. Claro está que lo que más deseaba era encontrarme con Salazar y Bolívar, en el parque, para nuestra vuelta a Colombia por los sardineles de los andenes con tapas de gaseosa, pero mi madre no me daba permiso. La otra cosa que me llenaba de felicidad era ir con mi papá a cine, aunque ese plan se daba de manera excepcional.
Siempre era en domingo, después de almorzar. Asistíamos al teatro Encanto o al San Jorge, a ver a Cantinflas o a Jorge Negrete, pero lo que más nos encantaba eran las películas del oeste. El plan consistía en, antes de entrar a ver la película, comprar una bolsa de “piquitos” y una colombina “charms” para que me durara toda la película. Luego nos veníamos caminando hasta la casa. Mi padre me hablaba sobre sus historias de niño cuando fue boga y pescador en el río Magdalena. Generalmente, antes de llegar a la fábrica, mi padre se detenía en una cafetería situada diagonal a la iglesia y allí le compraba a mi madre unos merengues que le gustaban. Yo no paraba de contarle a mi mamá la película que acabábamos de ver, mientras en la radio Santafé se escuchaba la música distintiva del programa “La hora de los novios”.
El tan esperado veinticuatro de diciembre comenzaba con un desayuno que mi madre lo llamaba «especial», porque incluía además del chocolate y el pan, unos envueltos de mazorca rellenos de cuajada. A mi padre le gustaba repetir ese manjar, elogiando la sazón de mi mamá. Mi mente no paraba de contar las horas que faltaban para la llegada del niño Dios. Ese día me mostraba más colaborador que de costumbre y estaba atento a todos los mandados que me solicitaran. Mi padre aprovechaba la tarde libre de ese día para mandarse peluquear y hacer algunas diligencias de último momento. Yo me quedaba con mi madre colaborándole a preparar el almuerzo de ese día, otra delicia navideña: el sancocho tolimense.
—Vaya, hasta donde la pecosa y me trae dos tomates bien maduros.
No sé cuántas más correrías hice en ese día, pero mis pies no sentían ningún cansancio. Yo estaba seguro de que el niño Dios ya me tenía separado mi regalo. Por eso creo que el apetito me aumentó a la hora del almuerzo y pude comerme toda la costilla que me sirvieron y el arroz atollado y el caldo y la yuca y el plátano con ese hogao tan exquisito. Lo mismo hizo mi padre, quien también dejó los platos limpios. Mi madre estaba feliz de vernos comer así. Los sonidos lejanos de unos voladores sirvieron de postre al sancocho.
—Empezó la fiesta —dijo mi padre—. Comenzaron temprano este año.
A mí me gustaba echar pólvora, pero mis padres me la prohibían.
—Eso es quemar la plata —afirmaba serio mi papá.
Las horas parecían ir muy lentas. Hacia la mitad de la tarde mi madre me dijo que la acompañara hasta donde la señora Bárbara, una mujer delgadita que tejía en paño. Después de arreglarse y cambiarse de ropa, salimos con ella hacia arriba de la calle 11, buscando el sector más comercial del barrio Ricaurte. La carrera 28 estaba llena de gente, vendedores, niños y adultos caminando en doble vía. La música decembrina sonaba a todo volumen y en más de un local “La paloma guarumera” salía de los bafles que estaban a la entrada de los establecimientos. Mi madre llegó al sitio de la señora Bárbara, conversaron unos minutos, y ella le entregó una bolsa que tenía guardada. Pasamos luego por la Droguería Social. No sé qué más compraría mi madre, porque yo estaba entretenido mirando la caseta de venta de pólvora en la esquina del parque. No muy lejos podía ver los voladores, las rodachinas, las cajas de luces de bengala y los volcanes de diverso tamaño. Al lado de la caseta dos canecas verdes, tan altas como las que había en la fábrica, servían de guardianas del pequeño local. Cuando mi madre salió de la droguería, le lancé una petición que más parecía un lamento:
—Mamá, al menos cómpreme una cajita de luces de bengala.
—No, mijo, mire que a varios niños se les enredan esas bengalas en el pelo.
Yo insistí, pero mi madre se mostró inflexible. Sin embargo, ya llegando a la otra esquina del parque, donde estaba ubicada otra caseta, lancé de nuevo mi ruego:
—Bueno, al menos cómpreme de navidad algo para celebrar esta noche…
Mi mamá no dijo nada. Cruzó la calle y fue hasta el pequeño sitio de venta de pólvora. Allí estaban exhibidos en una mesa las mechas, los buscaniguas, las sirenas, los volcanes… y colgados atrás los totes y las rodachinas, y en el piso los voladores y otros artefactos pirotécnicos. Mi madre observó con cuidado y, al final, me compró dos volcanes, de los más pequeñitos. Me puse feliz, a pesar de que ansiaba las luces de bengala. Enseguida volvimos a la casa. Mi padre nos abrió el portón. El sonido de la pólvora empezaba a oírse muy cerca. Después de comernos un tamal, que mi papá tenía por costumbre comprar para esas fechas, y acompañarlo con chocolate y pan, salimos a la calle a ver a los vecinos celebrar el veinticuatro.
Si uno miraba hacia arriba veía la cantidad de niños moviendo sus brazos con las luces de bengala, mientras otros saltaban de un lado a otro, porque alguien había prendido un “marranito” y no se sabía bien para dónde tomaba rumbo. El cielo se iluminaba con el destello de los voladores y en algunas partes era incesante el ruido de las mechas o el estallido de los torpedos. Cuando uno miraba hacia abajo no era tanta la algarabía ni el resplandor de la pólvora, pero se podía ver los que quemaban totes, los que amarraban una esponjilla con una cabuya, para luego prenderle fuego y hacerla girar como un rejo multicolor. Mis padres saludaban a los vecinos y los niños de la cuadra celebrábamos en común lo que era escaso para cada uno. Los Garzones podían echar “helicópteros” o darse el lujo de apuntillar en un palo de escoba cinco rodachinas que al prenderse la primera iba encendiendo la segunda en un espectáculo maravilloso. Así estuvimos por lo menos una hora, hasta que me animé a quemar mis volcanes. Mi padre estaba atento a mis movimientos.
—Agáchese, préndalo con la vela y apártese de una vez…
Por unos segundos la mecha del volcán parecía extinguirse, pero luego brotaba de aquel pequeño cono una explosión plateada de chispas, estrellas, fuego en miniatura. Apenas eran unos segundos, pero yo saltaba de la emoción, haciendo una ronda alrededor de aquel artefacto que poco a poco dejaba de expulsar aquellas luces fascinantes. Estos volcanes no explotaban al final, como si lo hacían los de pólvora “Mariposa”, más nada de eso me importaba en esos momentos. Apenas terminó el primero encendí el segundo, feliz de mi pequeña fogata multicolor. Como estaba haciendo bastante frío, estuvimos otros minutos en la calle, hasta que mi padre nos dijo que era mejor entrarnos.
Para cerrar el día comimos natilla, escuchamos música en el radio… nos tomamos otros vinitos, casi que acabamos la caja de galletas y como a eso de las diez nos acostamos. Mi mente y mi cuerpo sabían que el niño Dios llegaría a visitarme esa noche. Quise dormirme rápido, pero la emoción me desveló. El ruido de la pólvora no paraba de sonar. Por la pequeña ventana que daba a la calle se podía ver en el cielo el destello de los voladores de luces, esos que no explotaban, pero formaban figuras hermosas, como si fueran magos fugaces que pintaran en la noche.
Al despertarme al otro día, lo primero que hice fue mirar debajo de la cama. Vi un papel regalo en forma redondeada y otro paquete envuelto en papel de navidad. La dicha se me agolpó en la garganta.
—¡Vino el niño Dios! —grité—. ¡Sí pasó por aquí!
Mis padres sin levantarse de la cama me vieron llegar con los dos regalos.
—Abra a ver qué le trajo el niño Dios —dijo mi padre.
Mis manos tomaron el regalo redondo. Lo abrí con rapidez. Sí era un balón, pero plástico, de esos grandes con rayas rojas. Mi sorpresa se transformó en tristeza. Mi mamá notó mi desilusión.
—¿No era eso lo que le había pedido?
—Sí, era un balón, pero yo quería uno de cuero —respondí—, poniendo en mi voz un tono de reclamo.
—Eso pasa, mijo, no siempre lo que uno le pide al niño Dios es lo que le trae —interrumpió mi padre.
—¿Y qué será el otro regalo? —agregó mi madre.
No tan entusiasmado como la primera vez comencé a abrir el otro paquete que, por el tacto, parecía ropa. Mi intuición se confirmó: era un chaleco de lana azul.
—Felicitaciones —dijo mi padre—, extendiendo los brazos e invitándome a acomodarme entre ellos dos. Me abrazó con fuerza a la par que me acariciaba la cabeza.
—De pronto el otro año el niño Dios sí le cumple sus deseos…
Yo dije que sí con la cabeza, pero tenía como ganas de llorar. Con este ya llevaba dos años en que no se cumplían mis peticiones. A lo mejor el niño Dios solo le cumplía las promesas a los más pobres de la ciudad, o se había equivocado de dirección, porque yo creo que no era el único que pedía pelotas para jugar, o por ser tantas las solicitudes se había agotado la existencia de balones de cuero en el cielo.
—Al medio día vamos a comer pollo asado —me confesó mi padre—, a ver si con eso se le quita un poco la tristeza.
Ese malestar en el corazón no se me pasó de una vez. Pero al estar en medio de los brazos cariñosos de papá y mamá e imaginar que pronto saborearía las alas tostadas del pollo que vendían en El Semáforo en rojo, me ayudó a recuperar la alegría de aquellas fiestas navideñas.
Cuando estoy deprimido tengo por costumbre visitar un bar que queda en la zona rosa de la ciudad donde vivo, “Paris 30”, se llama. Allí, en ese sitio, tal vez porque ya me conocen, me ubican en un cuarto de paredes azul marino con una mesa y una silla de estilo art decó blanquísimas. Creo que hay un pacto entre los meseros para que nadie me interrumpa, mientras me sirven en una pequeña copa mi licor predilecto, un Cointreau, que tiene en mí el mismo efecto del ajenjo. Es en esa habitación en que logro mermar mis estados supremos de ansiedad.
Casi siempre asisto hacia el final de la tarde. Cuando salgo tengo por costumbre ponerme mi saco verde billar, el cual uso como amuleto para mantener a raya los malos recuerdos; pido un taxi, cierro la puerta del apartamento y bajo al primer piso a esperar el automóvil de servicio público. A pesar de los trancones, por lo general llego pronto al lugar. Una vez dentro, un mesero conocido me da la bienvenida, repitiendo los gestos y las palabras de un ritual profano:
—¿Al reservado? —me pregunta con discreción.
Asiento con mi cabeza.
El mesero sigue delante de mí, indicándome la ruta para llegar al pequeño cuarto del segundo piso.
—¿Lo de siempre? —me pregunta con un tono de complicidad.
—Sí, gracias, Yaky —respondo, mientras tomo asiento en aquella silla que parece una copa con medio borde recortado.
A los pocos minutos llega el mesero trayéndome el licor transparente.
—Buen provecho —agrega, con un gesto y una voz de cortesía. Después sale del cuarto, pronunciando unas palabras que son como un mantra de ese lugar:
—Qué bueno tenerlo de nuevo con nosotros.
Sentado allí me entretengo a disfrutar mi licor. Las paredes azules parecen un mar que me circunda, y el techo un cielo limpio de nubes. La pieza no tiene bombillos, ni lámparas en las paredes, y supongo que traerán candelabros en la noche para iluminarla. Me gusta mirar el piso brillante de madera de la habitación. Son 24 listones, sin una mancha, perfectos. Cuando voy por la mitad de mi bebida es que empiezo a sentir la presencia del ojo enorme. Es la sensación de una fuerza, de una presencia omnisciente, intimidadora. Volteo la cabeza hacia la pared del lado norte, y me encuentro con ese ojo gigante que, si bien es una pintura, parece tan real como si fuera el ojo de un Polifemo náufrago. Conozco ese dibujo, pero casi siempre su presencia me resulta inesperada, sobrecogedora. Es un ojo que dirige hacía mí la mirada, a mí quien me atisba con su iris café. Lo que siento no deja de resultar contradictorio, porque si bien percibo esa energía de luz fiscalizadora, que no deja de ser intimidante, también tengo la evidencia de una presencia a quien le intereso. Mi sensación depresiva baja un poco y vuelvo a mi posición inicial. Mis pensamientos encallan en lo mismo: en el rostro ensangrentado de Angélica, en sus lágrimas infinitas y en la soledad que llevo a cuestas durante estos largos meses después de que ella me dejó con toda la culpa por ese hecho innombrable. Me quedo como alelado en mis recuerdos. Es entonces cuando percibo, al lado y un poco atrás de mi hombro derecho, la enorme oreja desplegaba en la pared. El rabillo del ojo percibe la formación del lóbulo, del pabellón y la concha en forma de laberinto. Esta es otra de las piezas decorativas de este cuarto. Sin cambiar mi posición, apuro la parte final de la copa y empiezo a hablar como si alguien me escuchara: “Yo no quería hacerlo, y menos a ti, pero a veces hay pedazos de uno mismo que no cuadran con la figura del rompecabezas; yo no quería provocarte dolor, y menos a alguien que me ofreció durante cuatro años tantas cosas llenas de felicidad; pero no siempre lo que uno quiere es lo que termina haciendo, esas son las marcas que vienen en los genes, el destino al que me condenó mi padre…”
Giro el rostro hacia la izquierda y veo a Yaki, parado a la entrada del cuarto. Su presencia es discreta. Nuestras miradas coinciden por unos segundos. Muevo mi cabeza de arriba abajo.
El mesero entiende mi gesto. Al poco tiempo regresa trayéndome una nueva copa. Recoge el cristal vacío, dejándome otra vez solo con mis pensamientos.
Muevo mi cuerpo para apreciar mejor lo que sobresale de la pared occidental de la habitación: La gran oreja. Uno de los atractivos de aquella pieza. Me sigue pareciendo muy innovadora esa decoración. Intuyo que el dueño o el creador de este ambiente es alguien que debe padecer estados depresivos como el mío, o que ha escuchado demasiadas historias de personas ansiosas o deprimidas o abandonadas por la buena fortuna. Porque, a quién se le ocurriría esta ambientación, sino a alguien necesitado de miramiento y compañía. Lentamente giro sobre la silla y vuelvo a mi estado de siempre: piernas cruzadas, un brazo sobre la mesa, y mi mirada puesta en el azul marino de la pared sur del cuarto.
Apuro el primer trago de la nueva copa y comprendo que lo de Angélica había sido un error involuntario, una de esas acciones marcadas por la fatalidad.
Cuánto añoro la voz de mi madre, cuánto sus manos consoladoras, cuánto sus ojos benignos. Pero ella se fue tres años antes que Angélica… Yo sé que a ella no le hubiera gustado nada de lo que hice, pero al menos habría tenido el reproche justo para empezar a purgar mi pecado. No sé, pero intuyo que mi madre ahora mismo está en la habitación por un temor y un aire de comprensión que parecen invadir el recinto. Puede que sea el efecto del Cointreau, que con sus 40 grados de alcohol reduce al mínimo las resonancias de mis culpas. Pero solo este triple seco me produce esta sensación, porque el vino me lleva a la locura.
—Eso, eso que me hiciste es imperdonable —recuerdo que me dijo Angélica, al momento en que uno de mis hermanos me sacó a la fuerza del apartamento de ella.
Volteo la cabeza hacia la derecha para quedar cerca del pabellón de la gran oreja decorativa. Bebo el último trago y comienzo a hablar en voz alta, como si estuviera repitiendo la rutina de la confesión de los viernes, en el colegio de los Hermanos donde estudié toda la vida… “Si al menos me hubieras dado tiempo para explicarte los motivos de ese hecho, Angélica, si hubieras intentado comprender que era una acción producto de mi deseo por ti, de los largos meses de ausencia de tu cuerpo; si en tu alma, que sé que es buena, hubieras tenido más caridad que amor, seguramente no me habrías puesto esa denuncia… Si comprendieras que hay marcas en nuestra forma de proceder de las que no somos responsables del todo, cicatrices que nos impulsan a actuar de una manera errada…, huellas que se convierten en un doloroso destino…”
Tal vez por el tono alto de mi voz, Yaki aparece de nuevo a la puerta de la habitación. Esta vez lo miro de reojo y, frotando los dedos índice y pulgar de mi mano derecha, le indico que me traiga la cuenta.
Aprovecho el tiempo de espera para beber las últimas gotas entre suaves y amargas de mi Cointreau. A los pocos minutos reaparece el mesero.
—Aquí tiene —dice—, extendiendo una bandejita de plata, con un pedazo de papel en el centro.
Saco el dinero de mi bolsillo y pago en efectivo.
—Como siempre, es un placer servirlo —agrega Yaki, abandonando el cuarto.
Me estoy sentado unos minutos más en aquella habitación. Luego me pongo de pie. La penumbra ya invade las paredes del cuarto: el ojo apenas se ve y la oreja resplandece tan solo en las formas más exteriores. En mi interior siento el deseo de decirles gracias. Bajo las escaleras del “Paris-30” que a esa hora está bastante concurrido. Salgo a la calle y empiezo a caminar. Las lámparas de los postes de luz hacen las veces de faros para volver a mi apartamento.
Zinnia era una flor hermosa. Joven y hermosa. Poseía unos pétalos vistosos y una risa explosiva de alegría. A Zinnia le gustaba mucho bailar con el viento y jugar con los niños que visitaban su jardín.
Así, bella y alegre, un día de primavera, levantó la cabeza y descubrió al sol. Fue amor a primera vista. Le encantó su color, su brillo, su fuerza. Desde ese día, Zinnia decidió alcanzar aquella mancha lejana.
Lo primero que ideó fue alargar su talle, su tallo esbelto. Aprendió de sus vecinas, las enredaderas, ciertas pócimas mágicas para alargarse y alargarse. Mas fue inútil. Por mucho que se esforzaba, el sol seguía allá, en su casa enmarcada por el azul del cielo.
Zinnia ideó entonces otra estratagema. Decidió esperarlo al final del horizonte. La idea era poder capturar al sol apenas apareciera o antes de que se ocultara. También fue inútil. Por más que estuviera preparada la flor, el sol aparecía en el momento menos esperado o desaparecía en un cerrar de ojos y de hojas.
Un tanto desesperada, Zinnia cambió de táctica. Ahora se decidió a no mirarlo, a no dedicarle ninguna atención. Zinnia fingió desprecio por lo que amaba, para así —según ella—, lograr la atención de la mancha amarilla. Fue inútil. Aunque ella no lo quisiera, todas las mañanas o al mediodía o por la tarde, sentía aquellas manos de calor sobre sus pétalos, sentía cómo el calor del sol hacía bullir la savia de sus venas verdes. Aunque ella fingía ignorarlo, el sol seguía abrasándola.
Cansada de tantos intentos, decepcionada por no alcanzarle sus manos de colores para traer al sol junto a sí, Zinnia urdió otro plan. De noche, cuando el sol no la veía, empezó a lanzarle miradas a un lucero. Zinnia pensó que al ser menos brillante, menos amarillo de luz, sería más fácil alcanzarlo. Animada por tal pensamiento, se despreocupó del sol. Y se propuso, desde ese momento, traer hasta sus brazos de olor aquel refulgente punto titilante en la noche.
Pero tuvo un problema en tal propósito. Aunque de noche se sentía feliz con su lucero, y le parecía tenerlo más al alcance de su mano, apenas amanecía, la luz del sol hacía desaparecer el resplandor de esa luz nocturna. Zinnia no sabía qué hacer. ¿Debía resignarse a mantener esos encuentros nocturnos, sin posibilidad de ver la luz? ¿O volver a los rayos de su sol inalcanzable?
Presa de la confusión o de desdicha, quizá también por su juventud, a Zinnia le pareció obvia una salida: de noche estaría con su lucero y de día con su sol. Eso parecía lo correcto: una luz diferente para cada ocasión. Pero el plan de Zinnia no tuvo ningún resultado positivo. Después de varios días ya no sabía a dónde dirigir su corazón. Zinnia empezó a perder el sentido de la dirección. Se tornó débil y parecía marchitarse.
En medio de su desconcierto, luego de un largo período de silencio y soledad, Zinnia buscó el consejo de las otras flores del jardín.
—Lo primero que no debes olvidar —dijo un girasol cercano— es seguir al sol hasta ese punto en donde cae perpendicularmente sobre ti; sólo así podrás tenerlo en el centro de tu ser.
Y un heliotropo, agregó:
—No se trata sólo de girar según el astro rey, sino de descubrir en ti, con ese movimiento, el amor infatigable.
Zinnia seguía escuchando. Un diente de león se sumó al concierto de consejos florales:
—Todo el secreto consiste en estar preparada para abrirse justo a las cinco de la mañana; lo importante es no perderse el primer rayo del sol…
Y la caléndula, moviendo sus grandes flores amarillas, reiteró lo dicho por el diente de león:
—Hay que saber esperar toda la noche para atrapar el destello del primer rayo solar…
Tal vez motivada por el murmullo de aquellas voces, Zinnia levantó ligeramente la cabeza hacia el cielo azul y vio o le pareció ver en la distancia su mancha amarilla de rayos como abrazos. Entonces, esbozó con esperanza una sonrisa. Una sonrisa que era, al mismo tiempo, el anuncio de haber descubierto por fin la clave para alcanzar lo que quería.
(De mi libro Venir con cuentos, Kimpres, Bogotá, 2005).
“El tiempo ordena a la vejez que destruya la belleza” de Pompeo Girolamo Batoni.
—Puedes empezar por las mejillas —dijo el viejo, señalando con el índice de su mano izquierda el rostro sonrosado de la joven.
La vieja alargó los dedos de la mano derecha con el fin de tocar aquella piel tersa, inmaculada, perfecta.
La joven que permanecía expectante, se echó un poco hacia atrás para protegerse del contacto de la anciana.
—¡En la cara no, os lo ruego! —exclamó con tono suplicante.
El viejo le hizo un gesto a la anciana para que se detuviera. La mujer se apoyó en su bastón y esperó las órdenes del hombre encanecido.
—Ya es tiempo… —repuso el viejo—, mirando el reloj de arena que sostenía en su mano derecha. Las alas en la espalda hicieron que la joven se fijara en la tonalidad de las plumas. Eran del mismo color de su cabello. El anciano, aunque estaba sentado en una piedra, parecía en actitud de levantar el vuelo.
—Unos años más, es lo único que os pido —volvió a insistir la joven, resguardándose involuntariamente en un manto de seda rosada.
El viejo notó que la mujer no traía puesto ningún calzado. Levantó la mirada y se detuvo en los ojos sorprendidos de la joven. Miró el cabello dorado y se recreó observando con detalle aquel rostro. Pensó que esa frente seguía extrañamente inmaculada, notó la límpida forma del mentón, los pequeños labios que jugaban armónicamente con la fina nariz, se extasió en el largo cuello y en la altivez de unos senos magníficos.
—No es posible, y tú lo sabes —agregó, poniendo en aquella respuesta un tono de soterrada piedad.
—Al menos que no sea en mi cara, por favor —insistió la joven.
El viejo se acomodó el manto azul que le cubría la entrepierna y observó cómo la menuda arena seguía cayendo hacia el fondo de la pequeña clepsidra. Levantó la mirada y, con el mismo dedo índice, incitó a la anciana a hacer la tarea que antes había detenido.
La vieja, apoyándose en su bastón, fue lentamente acercando su mano hasta la cara de la joven, quien volteó el rostro como si esquivara una caricia de alguien indeseado.
—Espera —dijo con voz ahogada la vieja.
La joven sintió la piel áspera de los dedos sobre su mejilla izquierda. Y a pesar del ambiente cálido de la cueva, percibió que esos dedos estaban fríos, que su carne era dura como las ramas secas de los olivares.
No fue sino un pequeño toque, casi un roce. Después la vieja bajó el brazo, se arregló la pañoleta en la cabeza y miró al viejo para tener de él la verificación de su mandato. El anciano no dijo nada, apenas con su mirada aprobó aquel fugaz contacto.
—Es hora de partir —exclamó el viejo, batiendo sus alas con una fuerza inusitada.
El anciano tomó su manto azul, dio unos pasos hacia la salida de la cueva y levantó el vuelo. Varias plumas fueron cayendo poco a poco sobre el piso. La vieja se agachó para tomar una de ellas y meterla en su morral de cuero.
La joven estaba conmocionada e impresionada por la escena. Inconscientemente con la mano izquierda se tocó la mejilla donde minutos antes habían estado aquellos dedos fríos y arenosos. Se sorprendió al sentir que su piel estaba intacta, límpida, sin marca alguna.
—Gracias, señora, gracias —dijo apresuradamente.
La vieja hizo caso omiso del cumplido. Después, con una seña de la misma mano derecha, se despidió de la joven, impulsando sus pasos con lentitud, siempre apoyada en su bastón.
La joven observó a la vieja alejarse, entrando a una arboleda en busca del meandro de un camino lejano. Le pareció que iba muy lento para alcanzar la meta que le esperaba.
La joven, en medio del asombro y la conmoción, sintió en su interior alegría. Volvió a acariciarse las mejillas, repasó su frente, tocó sus labios y deslizó la palma de su mano varias veces por su cuello. Estaba intacta.
Quizás el viejo se había condolido con su súplica o acató la sugerencia de no afectar su cara. Sintió curiosidad. Miró sus pies y seguían como siempre, levantó ligeramente el vestido verde musgo para apreciar sus piernas y descubrió que permanecían inmaculadas. Palpó sus senos. Se sintió feliz.
Dejó la cueva y quiso cuanto antes ir a refrescarse en una fuente. Recordó las alas del anciano, la barba blanca y aquella mirada que parecía adivinar los más secretos pensamientos. Lamentó no haber recogido alguna de esas plumas.
Con agilidad de gacela pasó entre piedras y raíces de árboles, caminó entre prados florecidos, corrió hasta el río y allí, en un remanso, se arrodilló para mirarse.
El reflejo del agua la dejó estupefacta: era la misma, pero se veía diferente.
La gente dice que son puros cuentos, que eso no es posible. Y yo les contesto que sí, que yo lo escuché. Y que no estaba dormido ni delirando por la fiebre; nada de eso. Todo lo contrario. Y mi madre y mi padre también dicen que lo escucharon clarito, y que sintieron una cosa fea, como un frío. Y que por eso tuvieron que entrarse a la casa, cerrar todas las ventanas y poner la tranca de la puerta. Yo lo escuché, sólo lo escuché. Porque como estaba de noche, y en esa época en la vereda de La laguna no había luz eléctrica, lo que uno percibía con sus ojos eran sombras, siluetas oscuras de árboles y los objetos más cercanos. No era muy tarde, quizá las nueve. Mis padres y yo estábamos en una banca saboreando la frescura de la brisa, porque en esos días el calor era intenso. Por esta razón, y a sabiendas de que en el interior de la casa, el aire debía estar más caliente que afuera, lo acostumbrado consistía en refrescarse en aquella banca de madera, ubicada al lado de la pared oriental, al frente del patio de cemento. Mi memoria no recuerda bien de qué hablaban mis padres, pero sí sé que conversaban animadamente, hasta que de pronto, muy arriba de los aguacatales cercanos, por encima de la casa, escuché el chillido de un animal semejante al piar de los pollos. Pero el chillido no era seco y continuado, sino lento y ululante. Aunque parezca extraño, en ese instante, todos los otros sonidos se silenciaron: ni grillos, ni lechuzas, ni croar de ranas, ni ladrido de perros en lejanía. Nada. Sólo el sonido de esta ave nocturna que por momentos parecía el quejido de un niño o el lamento de un enfermo. El sonido se repitió tres veces y parecía que se fuera desplazando desde la empinada cuesta llamada “Zancas” hasta tomar rumbo hacia “El Desagüe”. Mis padres callaron. Pero, acto seguido, dejaron la banca y entraron a la casa, llevándome de la mano. No tuve necesidad de preguntar qué era aquel sonido, porque mi padre dijo que se trataba del Pollo de viento.
—Un espanto, mijo. Un espanto de esos que quedaron errantes por el mundo.
La luz de la linterna le ayudó a mi madre a prender una esperma. La pieza más grande que hacía las veces de sala parecía soportar las brasas de un fogón. Nos sentamos en una sillas y nos pusimos a escuchar con cuidado. Pero el piar de esa ave fugaz ave nocturna no se volvió a escuchar. Los ruidos comunes de la noche campesina retornaron a su murmullo habitual.
—Mejor recemos —dijo mi madre, poniendo sus manos en gesto de oración.
Mi padre bajó la cabeza en señal de respeto. Yo imité el gesto de mi madre. La voz de mi madre tenía una entonación entre rezo y canto:
—Salga el mal
entre el bien,
como entró Jesús
a Jerusalén…
En el nombre de Dios
y de la Santísima Virgen,
que todo espíritu malo
se ha de retirar de esta casa.
Amén.
El pequeño coro de mi padre y yo repetimos la última palabra. Los dos perros que dormían en costales en el corredor de la casa, empezaron a ladrar. Y a nuestros perros se sumaron los de los vecinos y a éstos otros más lejanos, como por el lado de El Cerro y Lomalarga. Mi madre me acompañó a mi cuarto y me ayudó a desvestirme. Apenas me tapó con una sábana, por el fuerte calor concentrado en aquella habitación, aumentado además porque a ella le pareció que lo más seguro era cerrar y asegurar con el puntillón la ventana de mi cuarto. Me dio la bendición al momento en que mi padre aparecía en la puerta para despedirse de mí.
—Duérmase rezando, mijo, que eso ayuda a conciliar el sueño.
Yo no contesté. Al comienzo les hice caso, repitiendo mentalmente las letras de una Avemaría, pero luego mi mente de niño se entretuvo imaginando cómo sería de grande el Pollo de Viento, si tendría las plumas como los pollos piropos, si poseía espuelas como el kiko blanco que se enfrentaba a otros gallos más corpulentos del gallinero y de qué se alimentaría… y mi mente le pintaba las plumas como las del gallinazo real, le ponía un pico enorme como el de las cotorras y me estremecía al pensar que de pronto ese espanto se ocultaba por el lado de la ceiba descomunal que quedaba en la horqueta de los caminos, por donde siempre yo pasaba cuando tenía que llevarle el fiambre del almuerzo a mi papá. En ese estado seguí durante largos minutos hasta que volví a escuchar el piar lastimero de esa ave por el lado de la ventana. La oscuridad del cuarto concentraba aún más aquel chillido. Quise gritar pero no me salían las palabras, intenté abrir los ojos pero tampoco me obedecían; traté de rezar mentalmente pero las frases de las oraciones salían de forma desordenada o inconexa. Me refugié debajo de la sábana, enconchándome como un gusano sobre mi vientre. El calor se hizo un bochorno y sentí correr por mi espalda gotas de sudor. Imaginé que el Pollo de viento, venía esa noche por mí, y que no lo detendría nada. La garganta estaba seca y mi lengua era tan pegajosa como la leche de los plátanos recién cortados. El silencio se prolongaba de manera amenazante. El miedo fue mayor. Lamenté no tener al lado a mis perros Talismán y Desquite o sal de cocina, porque mi madre decía que era buena para alejar los espantos, lo mismo que los dientes de ajo. En esos pensamientos andaba, cuando otra vez el sonido del ave sonó amenazante en mis oídos. Parecía como si el Pollo de viento hubiera traspasado la pared de la casa y se hubiera metido en mi cuarto; un escalofrío atravesó mi ser. Estático y tembloroso esperé a que las garras de esa ave me raptaran como los gavilanes a los pollos pequeños, o que me llevara a su nido escondido entre las tupidas bejuqueras de la Zanja del Peñón, para sacarme el alma con su pico y dejarme para siempre como un alma en pena… Así estuve no sé cuánto tiempo, hasta que el cacareo de un gallo, diáfano y potente, alejó con su canto al pollo de viento que estuvo a punto de llevarme aquella noche.
“Donde hay ruinas, es posible que haya algún tesoro”.
Rumi
Cuando entré a la casa, lo primero que me sorprendió fue la oscuridad agobiante, el aire denso que se respiraba dentro de aquel espacio. Pensé que era porque las ventanas debían estar cerradas, pero a pesar de que abrí una de ellas, la que daba a una arboleda, la habitación recuperó muy poco de luz. Parecía como si el tiempo de abandono, la falta de unas manos acuciosas, o el descuido continuado la hubieran vuelto insensible a los rayos del sol. Era una casa que se había habituado a la penumbra, a una especie de noche, a pesar de que en el exterior clareara el día. A lo mejor así es nuestro corazón, cuando el olvido o la desmemoria de quienes decían amarnos nos abandonan. Un asunto adicional que llamó mi atención fue la cantidad de muebles desvencijados o quebrados: no había una sola silla del comedor que estuviera sin ninguna pata rota; la misma mesa tenía fisuras en varias partes y la madera parecía estar corroída por dentro. De igual manera estaba la platería, y las ollas de la cocina presentaban abolladuras en diferentes partes. A pesar de que esos objetos o el mobiliario estaban en el lugar indicado, presentaban un acabose de siglos, un deterioro que les venía más de adentro que de afuera, se venían rompiendo desde su entraña. Eso parecía. De pronto así es nuestro corazón, cuando percibe que ha dejado de ser importante para alguien que consideraba muy valioso y, entonces, entra en un desmoronamiento que irriga no solo las capas del afecto, sino todas las dimensiones de nuestro ser. Me extrañó escuchar, al dar cualquier paso, un sonido de eco, de resonancia mayor a la esperada en un ambiente de esas dimensiones. Todo retumbaba en ese espacio, con una cadencia que amplificaba la sensación de vacío. Y si uno veía objetos, lámparas, cuadros, vajillas, bibliotecas, lo cierto era que al desplazarse en esa casa, parecían como si no existiesen. Caminar en esos cuartos era como desplazarse en habitaciones vacías. Igual situación pasa en nuestro corazón, cuando alguien decide irse de nuestro lado, renunciar a nuestra compañía, y solo quedan de ese ser las evidencias de la ausencia, los recuerdos incorpóreos que deambulan con su falta de carne y sus susurros al acecho; las imágenes pasadas que lanzan sus lamentos de rememoración, su réplica de sirenas en la cueva de nuestra cabeza. No era de extrañar la abundancia de telarañas en esa casa. Sin embargo, no estaban de cualquier manera; por lo que vi, respondían a un diseño especial que se repetía detrás de las puertas, al lado de las ventanas, entre un armario y la pared, en leves puentes junto a las cortinas. Esas telarañas daban a las habitaciones un decorado de nieve o se asemejaban a un gran nido de seres fantásticos. No era fácil adentrarse entre los cuartos, sin tener que apartar con la mano esas telarañas, que se pegaban al cuerpo como brazos gelatinosos, como resinas provenientes de una antiquísima geografía. Así debe ser nuestro corazón, cuando conserva de quien parte o se aleja, después de un profundo amor, un gesto, unas palabras, unos papeles, una fotografías. Y esos artefactos se estiran, se vuelven delgados, se adhieren a todo lo que tocan, para tratar de conservar la imagen, la presencia, la cercanía, de esa persona tan querida. Tejemos esos hilos con la esperanza de atrapar jirones de esa pérdida, de no quedarnos sin nada, de salvaguardar retazos hermosos de ese naufragio. Después busqué lo que parecía la alcoba principal de la casa. Varios cuadros estaban desteñidos o totalmente opacos, al igual que un gran espejo, que había empezado a descascararse en el marco, con un reborde con difusas manchas de un color dorado. El tendido de cama estaba intacto, pero el cubrelecho parecía más una pradera de motas, insectos muertos, plumas y abundante polvo. Me intrigó que los cojines, de colores vistosos, no participaran de esa herrumbre cenicienta. Eran dos cojines con diseños orientales, puestos a la cabecera de la cama, que irradiaban una luz como de fuego contenido, y en los que el rojo bermellón parecía salirse de sus costuras rectangulares. Semejante deber ser nuestro corazón apasionado cuando queda huérfano de otra piel, cuando el hilo del deseo es cortado de manera abrupta. Igual situación padecen las ansias y el instinto cuando tienen que callar sus gritos de éxtasis y sus sollozos bienaventurados; porque nada duele tanto como echar tierra a lo vivo, como intentar sepultar la sangre insaciable y desbordante. Y por eso quedan titilantes, como brasas incandescentes, unas huellas en el cuerpo de las entregas compartidas que ya hacen parte de nuestras entrañas, parecidas a los sellos ardientes que penetran el músculo en pos de dejar la cicatriz no en la carne deleznable, sino en el eterno hueso. Largo rato estuve en esa casa, oliendo sus humedades en los rincones, observando cómo los techos se fisuraban en las cornisas y de qué manera la pintura se iba desprendiendo, libre ya de atracciones y leyes terrenales, de las paredes. Tuve tiempo para mirar la madera de las escaleras y los closets. Casi me abstengo de abrir uno de ellos, pero tuvo más peso mi curiosidad que el temor o la reverencia por esas antigüedades. Soplé una de las manijas para aliviarle un tanto su moho y con sigilo abrí una de las puertas. Varias prendas estaban estáticas, protegidas por bolsas de plástico; en la parte baja unos zapatos seguían manteniendo un orden inexplicable. La suciedad no había logrado minar del todo ese pequeño recinto. Cerré una puerta del closet y abrí la otra: cuatro cajones se ofrecieron a mi vista. Con cautela traje hacía mí el primero de ellos. Lo que descubrí, además de maravillarme, me produjo una inmensa alegría. Era una mariposa disecada, una morpho de azules iridiscentes. Metida en una caja, acorde a su tamaño, se mantenía intacta, imperecedera. Si no fuera por los alfileres que la sujetaban, muy seguramente se hubiera lanzado a volar. Tomé la pequeña caja y salí de allí. No había sido en vano mi visita a esa casa abandonada. Es probable que lo mismo pase con nuestro corazón enamorado, que después de quedar a la intemperie, de pasar la ordalía de la soledad, se aferre a algo, a un lugar, a una confesión, a un evento único e irrepetible y lo vuelva un tesoro, una reliquia con un significado extraordinario tanto más cuanto es un secreto personalísimo.
Fue un regalo de su padre, Gonzalo, para unas fiestas navideñas. La noche del veinticuatro, después de hacer la novena y cantar villancicos, reunidos alrededor del árbol, Isabel recibió aquel último obsequio. La niña desenvolvió el regalo lentamente, gozando del pequeño placer de la sorpresa, porque el aro estaba metido en una caja grandísima. Carolina, su madre, también estaba sorprendida y ayudó a su hija a desempacar el último empaque del niño Dios. Al quitar la cinta que cubría las tapas de la caja, Isabel vio un círculo plateado que, de inmediato, la atrapó con su brillo cautivador.
Aunque el aro no tenía nada extraordinario, Isabel no dejaba aquel círculo para nada. Si tenía que hacer algún mandado, iba con él; si estaban viendo algún programa de televisión, ella lo conservaba al lado, como si fuera una mascota que necesitara caricias permanentes; y cuado iba al colegio, siempre lo llevaba consigo al igual que su morral con útiles escolares. Isabel y el aro eran una sola persona. Por la noche, ponía el círculo plateado cercano a su cama, semejando un ángel guardián de su sueño.
A su padre Gonzalo no le pareció extraño dicho comportamiento y hasta celebraba que Isabel tuviera tanto afecto por ese regalo navideño. Sin embargo, a veces la reprendía por estar jugando en el comedor o por sus salidas frecuentes a la calle cuando estaba empezando a llover, y entrar de nuevo a la casa con el aro lleno de barro. Otro tanto hacía Carolina, quien la recriminaba por ensuciarse la ropa con ese juguete y por mantener las manos sucias a todo momento. Isabel fingía una mejora en su comportamiento por unos minutos, pero pasado un tiempo volvía a coger su aro y salir a correr por las calles del barrio.
La alegría de Isabel comenzó a opacarse el día en que jugando aro con otros amigos de su edad notó que su círculo no era tan rápido o se desviaba con facilidad del objetivo propuesto. Y por más que ella lo impulsara con el palo o con su mano derecha, por más fuerza que le impusiera, el aro se comportaba con una pesadez que siempre llevaba a Isabel a terminar en los últimos lugares de la competencia. O sucedía también, en las pruebas de derrumbar con el aro botellas vacías de plástico puestas a la manera de columnas en el centro de la calle, que su anillo parecía ir bien direccionado al inicio y a medida que avanzaba por el pavimento se iba desviando, alejándose del objetivo, hasta terminar derrumbado en un balanceo interminable. Los amigos de la cuadra no le prestaban mucha atención a esa situación, pero a Isabel la desmotivaba el hecho de que su aro tan querido no estuviera en el nivel que se merecía. Así que, cada vez que sus amigos la invitaban a jugar aro en la calle o en el parque, ella prefería decir que no podía en ese momento, porque su madre la había mandado a traer algo de la tienda o que tenía que terminar unas tareas escolares. Los muchachos salían corriendo empujando sus aros, diciéndole a Isabel que la esperaban apenas terminara de hacer sus diligencias. La niña veía a sus compañeros alejarse entre risas y saltos, haciendo escaramuzas de competencias de velocidad o intentando la riesgosa prueba de saltar un aro en movimiento.
La tristeza de Isabel se hizo tan evidente que Gonzalo tomó cartas en el asunto. La ñina le explicó el motivo de su pena y el padre pasó a revisar el aro con cuidado. Frente a su hija Gonzalo revisó que el anillo, por el uso, no estuviera doblado o que por alguna melladura perdiera su condición de ir siempre en línea recta. El examen mostró que estaba en perfectas condiciones. Otro tanto sucedía con el asunto de la pesadez del aro. A Gonzalo le pareció tan liviano el objeto que podía levantarlo con el dedo meñique. Isabel quedó más tranquila con lo que vio y oyó decir de su padre. Al otro día, con gran optimismo salió a buscar al grupo de muchachos con el que siempre acostumbraba reunirse y, antes de que ellos dijiran algo, los retó a una competencia de velocidad. Sin embargo, el ánimo de la niña no estaba al mismo ritmo de su aro; a los pocos metros empezó a quedarse relegada y con gran dificultad alcanzó la meta. Los amigos y amigas se burlaron por unos minutos de la “colera” y después apostaron a quién llegaba de primeras a la venta de helados de la señora Rosita. Isabel dijo que debía volver rápido a su casa y tomó el aro en su mano, llevándolo en vilo como un ser herido. Lo que era tristeza se convirtió en vergüenza.
Carolina adivinó que algo le pasaba a su niña y buscó un momento para tener con Isabel una conversación. La niña le relató lo sucedido. La madre escuchó con atención los detalles del aro, haciendo que su silencio fuera una forma de mitigar la pena de su hija. Luego, abrazando a Isabel, le comentó que esas cosas no eran como para echarse a morir, que se trataba de un juego y que, por lo mismo, a veces se ganaba y otras se perdía. Que no se preocupara tanto y que para levantarle el ánimo le había preparado un jugo de curuba en leche. La niña se puso contenta, aunque la pena que sentía permaneció en su pecho al igual que el aro que estaba abandonado en un rincón de su alcoba.
Al ser hija única, Isabel era el centro de atención de sus padres. Por este motivo y porque la vergüenza por su aro se fue adentrando en el corazón de Isabel hasta el punto de llevarla a un encerramiento voluntario, Gonzalo y Carolina decidieron visitar el colegio y hablar con la psicóloga sobre el asunto. La profesional, quien se llamaba Marlén, los escuchó en su reducida oficina dejando en claro al final que ese era un comportamiento típico de las hijas sobreprotegidas y que lo mejor era desatenderse del asunto y no prestarle demasiada atención a esos caprichos de una niña consentida. Los padres sintieron que ese era un buen consejo y, apenas llegaron del colegio, tomaron la decisión de deshacerse del aro que ahora provocaba en su hija tanta amargura como en los meses anteriores había sido el motivo de muchísima felicidad. Eligieron un potrero retirado de la casa donde vivían. Cuando Isabel regresó del colegio, antes de tomar el almuerzo, subió a su cuarto y lo primero que notó fue la desaparición del aro. Salió corriendo a la cocina e indagó por él con su madre, pasó al comedor e interpeló a su padre sobre el mismo tema. Gonzalo y Carolina, le dijeron que por ahí debía estar o que ella misma lo había embolatado. Isabel entró en un estado de angustia que alteró por completo la rutina de ese día. Ni almorzó, ni dejó que sus padres pudieran consumir los alimentos. Entraba al cuarto, esculcaba aquí y allá, volvía a salir, husmeaba atrás de la lavadora, buscaba entre cajas, dentro de los closets, con tal desespero que sus padres tuvieron que decirle la verdad. Al conocer la noticia Isabel sintió de nuevo el amor perdido por su juguete y con lágrimas les suplicó a sus padres que la llevaran hasta el lugar donde habían tirado el aro de sus querencias. Por más que Gonzalo y Carolina se resistieron, fue tan genuina la tristeza que vieron en su hija que los dos decidieron ir con la niña hasta el potrero. Cuando llegaron al sitio descubrieron que el círculo plateado ya no estaba. Y por más que repasaron el lugar, a pesar de revisar centímetro a centímetro las partes donde la hierba era más alta, no fue posible encontrar el aro. Isabel extendió la pérdida del objeto hasta convertirla en una sensación de abandono sobre su propia persona. Se sintió huérfana sin serlo y bajo esa condición regresó a su casa, escoltada por sus padres que, sin quererlo, se sentían culpables del sufrimiento de su hija.
Después de unos días el hecho pareció olvidarse y la vida familiar volvió a la tranquilidad. Sin embargo, Isabel se afianzó en su soledad y en una forma de ser tan reservada que parecía rayar con la desaparición. Pasaron los años, la niña se hizo mujer, empezó a trabajar en una fábrica manufacturera, y continuó viviendo con sus padres hasta que ellos murieron. Así le llegó la vejez, sin hijos, habitando la casa familiar, manteniéndose de una limitada pensión, soportando los días recostada en su cama frente al televisor. Era frecuente que su memoria la llevara a aquella escena de infancia. Entonces, al igual que una avalancha de imágenes y gestos nostálgicos, de sentimientos y emociones melancólicas, a su presente volvía ese corto episodio de su niñez. Y aunque ese era un pedazo de historia de su más lejano pasado, la tristeza que sentía en ese momento tenía el mismo sabor de esos años, especialmente al observar por la ventana a los niños que jugaban en la calle y darse cuenta de que ninguno de ellos empujaba un aro como el plateado aquel que su padre le había regalado para una navidad.