Y de pronto, cuando menos lo pensaba, la princesa oyó golpear los sonidos del corazón de su amado. Estaban ahí, a la entrada de la puerta. Tam-tam, volvió a escucharlos. Sintió tanta alegría, que prefirió no abrir; se mantuvo en la cama, absolutamente feliz, acabándose la caja de chocolates.
LLEGAR A LA CÚSPIDE
—No creo que pueda llegar a la cúspide —dijo la señora Martínez—. Enseguida se acercó más a la ventana y vio a aquel hombre trepar por el árbol situado en la esquina oriental del paradero de buses.
El hombre se metió entre las hojas que, al llegar a la copa del árbol, se hacían diminutas, más pequeñas en relación con los brazos del tronco. Hojas verdes, amarillas; aguamarinas; desde las más claras hasta las más oscuras. Las hojas se movían en un aletear infinito. El hombre, al subir más arriba del árbol, se había vuelto parte de su follaje. El viento mecía las ramas, las movía a veces rápida y, otras, lentamente. El viento se entretenía en acariciar el árbol, lo abarcaba todo.
—¡Hay dos huevos en el nido! —gritó la voz desde el centro del árbol.
—Pobre hombre —dijo condolida la señora Martínez—. Aún no sabe que es más fácil subir que bajar de los árboles.
Entre el grito del hombre y la observación de la señora, quien seguía asomada a la ventana, se acrecentó la fuerza del viento. La borrasca se hizo más fuerte y el follaje verde amarillento se estremeció largo tiempo. La figura del hombre se perdió definitivamente entre la espesura del movimiento de las hojas. Un sonido de pájaros no vistos se escuchó en la distancia; el murmullo de aves parecía un eco a las voces lejanas de algunos muchachos en el parque cercano.
—Ese debe ser Raúl, buscando huevos de pájaro para su queridísima María; ella y sus antojos de embarazada.
Cuando el hombre bajó del árbol, las botas del pantalón estaban totalmente manchadas de amarillo limón, de azul verdoso tenía pintadas las nalgas del pantalón y de verde musgo las de la entrepierna. La señora Martínez lo miró por última vez y observó los brazos llenos de arañazos del árbol.
—Lo que suponía. Era Raúl.
La señora Martínez se alejó de la ventana y se sentó en un sillón forrado en terciopelo gris plomo y continuó mirando el árbol magnífico. Desde aquel otro lugar la figura del árbol se volvía estática, inalterable; parecía una larga sombra inamovible.
—Qué extraño es el mundo cuando me dejo caer en mi sillón —dijo la anciana—. Y recostándose en el espaldar del mueble, agregó: —Todo se va volviendo como de piedra en la vejez.
EL PRÍNCIPE AZUL
El hombre se quitó la capa azul oscura, se desprendió de la corona plateada con joyas iridiscentes, dejó sobre un ropero los pantalones azul rey y el camisón con bordados de oro, se sentó en la cama y puso debajo de ella las zapatillas doradas.
La dama que había estado observándolo, resguardada por las sábanas, se sorprendió de lo flaco, blanco y frágil que era. Se sintió defraudada y empezó a llorar en silencio. Se mantuvo allí encorvada, en posición fetal, lanzando cortados suspiros, apenas dejando el espacio suficiente en el lecho para que entrara el cuerpo del hombre.
Esa noche de bodas la dama comprobó que los príncipes azules, desnudos, son hombres comunes con los pies muy fríos.
EMAÚS
Emaús es un bonito nombre para encontrarse con un viejo amigo, con alguien que creíamos haber olvidado pero que, por un hecho fortuito, identificamos sorprendidos y con gozo.
No es fácil distinguir, a primera vista, el rostro de alguien que consideramos ya perdido. No resulta inmediato reconocer al antiquísimo muchacho con quien jugábamos a bajar frutas o con quien nos perseguíamos hasta el cansancio, allá, muy lejos, en la antigua casa familiar de nuestra infancia. Como tampoco es fácil aceptar esos cambios de rostro y de estatura; esos cambios de voz. Ahora, ante nuestros ojos, el niño de antaño lleva sobre su rostro las marcas de una vida, el peso de la experiencia; porque eso es un amigo cuando regresa: alguien que vuelve con el peso de la vida a cuestas, y anhela contárnosla; alguien que espera el calor fraterno de un abrazo.
Precisamente hoy, cuando iba camino a mi casa, me encontré de pronto con aquel amigo de colegio, aquel compañero de juegos y de aventuras infantiles: el querido amigo de barrio. Primero un titubeo. Tanto él como yo, dudamos. Aunque pensándolo mejor, fui yo el que no acertaba ubicar bien entre mis recuerdos el sitio exacto de ese rostro. Él, estaba seguro. Me llamó por ni nombre. Yo, en cambio, utilicé una exclamación de esas de tipo impersonal, algo así como ¡hola!, ¡qué hay!, ¡cómo te ha ido!… Uno de esos saludos para cualquier desconocido. Él, por el contrario, me llamó por mi nombre y, luego, despacio, agregó mi apellido. Cuando lo pronunció, cuando dijo mi nombre y mi apellido de esa manera, el rostro se me encendió de felicidad. Pude por fin reconocerlo. Era él, sin lugar a dudas; era él: el que me defendía de los muchachos más altos cuando hacíamos la primaria, el que dividía conmigo las onces en los recreos de aquel colegio, el que compartía el puesto en el pupitre, el mismo que vivía con su abuela, una señora enferma y, sin embargo, siempre alegre.
Entonces, sí, lo estreché contra mí, fuerte. Como se estrecha a alguien que, antes, fue muy querido. Y aunque su nombre, el bendito nombre, no acudía a mis labios, lo invité a mi casa. Teníamos tanto de qué hablar. Él, como para desembarazarse de ese compromiso, contestó que no podía. “Será en otra ocasión”, me dijo, con cierta tristeza. “En otra ocasión”, volvió a repetirme, trepándose al primer bus que atravesó la avenida. “No veremos después”, me gritó desde la puerta del vehículo, alejándose entre el ruido y la barahúnda citadinas.
Es indudable: Emaús es un bonito nombre para cualquier sitio, para cualquier calle en la que podemos reencontrarnos de pronto con un viejo amigo.
MATAR A CUPIDO
Esa noche, como le habían sugerido sus hermanas, después de encender la lámpara y sorprenderse de la hermosura de aquel dios, muy en contra de su voluntad y del encanto que le había producido aquel hombre alado, decidió acercar el cuchillo hasta la garganta del confiado durmiente.
Por unos instantes recordó todas las noches pasadas al lado de aquel hombre, se engolosinó de nuevo con sus besos de fuego y, especialmente, tuvo en su memoria la resonancia de sus palabras. Se vio a sí misma ebria de deseo, abandonada al ritmo impuesto por aquellas manos sabias y tuvo la evidencia de que lo que era saberse completamente feliz. Todas esas rememoraciones vinieron al unísono por unos segundos, pero, cerrando sus ojos, y manteniendo en la mano izquierda la lámpara que parecía opacar su lumbre para resguardar al durmiente, de un golpe rápido abrió la garganta de Cupido.
Un líquido espeso brotó a borbotes. El dios despertó ahogado por su propia sangre. Confundido, apenas logró llevar las manos a su garganta para tratar de parar la vida que se le iba entre sus dedos. Al verlo agonizando, Psique se arrepintió de aquel acto asesino; con rapidez apagó esperanzada la luz de la lámpara, pero las sombras que antes habían sido cómplices protectoras de su amor ahora la dejaron con un cuerpo exánime entre sus brazos.
AEROMANÍACO
Minutos después de estrechar las manos de algunos amigos que generosamente acudieron a despedirlo, el señor Navia se acomodó en una de las acolchonadas sillas del moderno avión. Buscó precisamente una que estuviera cercana a la ventanilla para poder contemplar con mayor claridad el paisaje. Sus ojos escudriñaban cada parte del avión, cada letrero, cada ocupante, en tanto sus manos tocaban, escudriñaban, oprimían interruptores. Todo un universo de cosas y circunstancias nuevas estaban frente a él. Cuando escuchó la voz suave de una mujer que ordenaba apretarse el cinturón de seguridad, obedeció como si fuera una tarea cotidiana. El despegue se hizo sin ninguna dificultad y los edificios comenzaron a hacerse más diminutos.
El paisaje se empequeñecía y perdía el color verdoso. El gris y el blanco ocuparon el sitio de preferencia visual. Las nubes, esas grandes masas informes, deambulaban ante su mirada. El avión continuaba subiendo, más y más alto. Ahora el paisaje era blanquecino, lleno de figuras abombadas y juguetonas que crecían y se diluían con rapidez. El avión parecía inmóvil y la velocidad no coincidía con lo que el señor Navia contemplaba por la ventanilla.
Discretamente dejó su puesto y se encaminó al cuarto de baño. Cerró la puerta y se sentó en la taza del inodoro. Después, extrajo de su bolsillo un avión de papel y empezó a moverlo con los movimientos de una nave verdadera. Subía y bajaba el avioncillo sosteniéndolo por momentos, capitaneando con pericia aquella frágil figura que aún tenía visibles las líneas de un cuaderno escolar. Varios minutos estuvo volando hasta que escuchó unos golpes en la puerta. Guardó de nuevo el avión en su bolsillo, bajó el agua del inodoro y salió del pequeño cuarto.
Una vez que el señor Navia volvió de nuevo a su puesto, sacó de su maleta de viaje una gruesa libreta de papel periódico, una caja de colores y se acomodó lo mejor que pudo en el asiento. Se apretó el cinturón de seguridad, desplegó la mesita auxiliar, abrió la libreta, sacó los colores y se dispuso a dibujar. Seis horas para pintar aviones, a diez mil metros de altura, había sido su sueño anhelado por más de 50 años.
“Las tentaciones de San Antonio” de Matthias Grünewald.
Como era costumbre, Javier y Humberto quedaron de encontrarse en un restaurante que los dos preferían por su excelente comida.
—A las doce y quince —le confirmó Javier, por teléfono, a su amigo.
El restaurante estaba ubicado en una zona céntrica de Bogotá. Parte del secreto de su prestigio consistía en un excelente servicio y una cuidadosa selección del menú que ofrecían, particularmente aquellas carnes preparadas “a cocción lenta”.
El primero que llegó fue Javier. Entró a la recepción del restaurante y se informó de cuál era la mesa reservada. La muchacha, que hablaba con cierto tono argentino, lo acompañó hasta adentro del establecimiento.
—Esta es la que le gusta, ¿verdad?
—Sí, gracias —respondió Javier
La pregunta de la muchacha (manos blancas, esmalte de uñas rojo) confirmaba la predilección del hombre por este lugar. Javier lo frecuentaba no por ostentación, sino porque había conocido al papá del dueño. El padre, que vestía casi siempre de negro, compartió con Javier muchas de sus cuitas cuando una enfermedad incurable lo fue relegando hasta las últimas sillas del restaurante, que en esa época estaba ubicado en otro sitio, más al norte de la ciudad, antes de trasladarse a la casa colonial actual magníficamente remodelada y decorada con el gusto de los restaurantes europeos.
Apenas Javier había tomado asiento, uno de los meseros lo saludó amablemente:
—Profesor, bienvenido.
Javier estrechó la mano del mesero y le preguntó por cómo seguía del accidente que había sufrido, al caerse de la moto.
—Mejorando, poco a poco. Me duele todavía al afirmar el pie.
La conversación fue interrumpida por el rostro sonriente de Humberto que, haciendo gala a su disciplina religiosa, llegó justo a las doce y quince del día.
—Buenas, exclamó.
Javier se puso de pie y fue a abrazar a su amigo. Era notorio el aprecio mutuo, visible en aquel abrazo efusivo y lleno de fraternidad. Humberto saludó al mesero, puso la bolsa que traía en una de las sillas vacías y se acomodó al lado derecho del amigo.
—¿Qué van a tomar? —interrogó el mesero con un ademán atento.
Javier miró a su amigo.
—¿Empezamos con un vinito, “vuestra excelencia”?
—Sí, respondió Humberto, sonriendo del formulismo que su amigo utilizaba cuando compartían una comida o mantenían esas largas conversaciones de sábados por la tarde.
—William, tráenos la carta de vinos, por favor —le indició Javier al mesero.
—Con gusto, respondió el joven, retirando dos copas y los cubiertos sobrantes de la mesa.
—¿Cuáles son las últimas? —dijo Javier, para entrar en conversación.
—Leyendo y leyendo para mi tesis —respondió Humberto, sonriendo.
Los momentos iniciales del encuentro estuvieron anclados en el proceso y las dificultades de los últimos meses de Humberto para escribir las partes iniciales de la tesis de doctorado que venía adelantando sobre los estilos de formación en las universidades católicas de su país. Humberto le contó a su amigo la cantidad de información histórica que había tenido que devorar previamente y que ahora estaba en el momento de la redacción de un capítulo esencial para su trabajo.
El mesero trajo primero una canasta de pan y un plato con mantequilla rociada con granos de pimienta. Unos minutos después puso en las manos de cada uno de los comensales la carta donde se ofrecían los vinos.
Los dos amigos, en silencio, pasaron revista a la carta de pastas de cuero café. Aunque ya tenían en su mente algún nombre conocido, exploraban con sus ojos una alternativa o sometían su curiosidad a esa azarosa selección de lo desconocido.
—¿Y si repetimos uno del Alto Las hormigas? —preguntó Humberto a Javier.
—Perfecto.
La respuesta de Javier estuvo acompañada de un gesto de aprobación con los dedos pulgar e índice de la mano derecha, como si fuera un buzo que ratificara con su compañero el nivel óptimo de oxígeno para una futura exploración submarina.
—Pero que sea reserva —dijo Humberto al mesero—, quien estuvo durante todo el tiempo de pie esperando la decisión de las dos personas.
—Por supuesto, señor.
Mientras esperaban la botella, Humberto le hablaba a su amigo de la suavidad y el color violáceo profundo de Malbec argentino, que habían descubierto por casualidad en ese mismo restaurante el día que celebraron el lanzamiento del libro de Javier del año pasado. Humberto, que ya llevaba mucho tiempo como hermano de las escuelas cristianas, aunque no era un sommelier sí apreciaba y degustaba con absoluta felicidad una buena bebida o un plato cuidadosamente preparado. Ese era otro de los gustos que compartía con Javier, además del interés por la educación y la pasión por escribir.
—Inolvidable tarde aquella —exclamó Humberto, evocando el pasado encuentro con su amigo.
—Sí que comimos ese día, ¿no?
—Pero como esos acontecimientos no son de todos los días, podemos darnos nuestras libertades —concluyó Humberto, al tiempo que untaba de mantequilla un segundo pedazo de pan.
—Al final de cuentas —replicó Javier— qué sería de la vida sin esos recreos, aunque salgan costositos.
El comentario hizo que Humberto se echara hacía atrás del asiento a reírse con ganas. Vestía una camisa a rayas, un pantalón de algodón caqui y una chaqueta azul oscura. Se le veía animoso y dispuesto a saborear las particularidades de ese reencuentro.
—¿O sea que pronto tendremos otro doctor? —agregó Javier, acercando un poco más la silla a la mesa redonda.
Humberto continúo riéndose.
—Eso es lo que esperan en la comunidad…
Ahora el que se sonrío fue Javier.
—Bueno, entonces que sea rapidito para que “vuestra excelencia” ocupe el puesto que se merece. La Rectoría os espera…
—Eso es un asunto que solo Dios lo sabe —contestó Humberto.
—Dios y el Consejo Superior —replicó Javier, tocando sutilmente con los dedos el brazo derecho de su amigo.
Las risas se alargaron compartidas. Los dos amigos y otros comensales de una mesa contigua se sorprendieron de ver entrar al restaurante una de las figuras políticas del momento.
—Con razón tantos carros y guardaespaldas que vi en la calle —subrayó Humberto.
—Para que vea con quién nos codeamos…
El comentario de Javier se estrelló con las manos del mesero que ya venía con una botella del vino solicitado. Delante de ellos la descorchó y se acercó a Javier para que hiciera la cata respectiva.
—Mejor que sea él quien dé su veredicto.
El mesero caminó algunos pasos hasta colocarse al lado de Humberto y le sirvió en una copa un poco del vino. Un color púrpura llenó la transparencia del cristal. Humberto levantó la copa, agitó ligeramente la bebida, la olió, la observó con detenimiento y luego, despacio, ingirió un sorbo de la misma. Javier estaba a la expectativa.
—¡Magnífico!
El mesero llenó completamente la copa de Humberto; después pasó a hacer lo mismo con la de Javier. Con cuidado limpió con una toalla una pequeña gota de la botella, poniéndola atrás de la canasta de pan que estaba medio vacía.
—Por el futuro doctor —exclamó Javier—.
Humberto se sumó al brindis, poniendo en su cara un gesto de duda o de burla sobre sí mismo.
—Porque no pase de cinco años.
El sonido del cristal no tuvo mayor resonancia. A esa hora varias de las mesas del restaurante estaban copadas. El diálogo de los diferentes clientes creaba una especie de música de fondo.
—Este vino merece un acompañamiento —dijo Javier.
Buscó con la mirada dónde estaba William y lo llamó con un gesto de cabeza. El mesero se acercó presuroso.
—¿Repetimos las chistorras? —interrogó Javier a su amigo.
—Perfecto…
—Eso para empezar —le agregó Javier al mesero. Luego agregó: —y tráeme, por favor, otra canastilla de pan.
El mesero se alejó de la mesa. Se notaba que aún no podía sentar el pie con naturalidad.
—Me contó que se cayó de la moto porque una buseta imprudentemente lo cerró. Y que se fracturó uno de los huesos del pie. Que le dieron varios días de incapacidad pero que ya está tratando de reintegrarse al trabajo.
Javier le compartió a Humberto esa información como si con ello le diera el toque final a un retrato.
—Pobre, y con esos conductores que manejan como locos. —agregó el amigo.
Javier apuró otro sorbo de la bebida y sintió en su boca una evocación de los frutos rojos maduros, de algo dulce que se iba volviendo suavemente amargo hacia el final.
—Bueno, pero cuente, ¿qué hay de nuevo —dijo Humberto.
—Mucho trabajo. Usted sabe, mejor que yo, lo que son los finales de semestre.
—Ah, eso sí que lo sé. Ese era uno de mis quebraderos de cabeza.
El comentario de Humberto tenía motivos comprobados. Había sido vicerrector de la Universidad por dos períodos consecutivos y conocía muy bien lo que implicaba ese trajín de cerrar período académico, evaluar docentes, programar el nuevo ciclo, entrevistarse con directivos, mirar día a día las estadísticas de los nuevos matriculados.
Sobre esas cosas estaban los dos amigos conversando cuando llegó William con las chistorras.
—¿Sabías que es por el pimentón que las chistorras adquieren ese color?
—No, no lo sabía.
El mesero utilizó la visita para llenar las copas con más vino. También aprovechó la ocasión para cambiar la canasta de pan.
—Combina bien este sabor con el del Malbec —comentó Javier.
—Dicen los entendidos, que precisamente este vino sirve para ese maridaje.
A la par que iban tomando de la bandeja central los embutidos, para luego cortarlos en porciones más pequeñas en los platos individuales, los dos amigos seguían dialogando sobre el día a día de su trabajo.
—¿Te acuerdas que el hermano rector me habló sobre mis proyectos para el próximo año?
—Sí, sí me acuerdo. ¿Y qué has pensado? —respondió Humberto.
—Pues pienso que lo mejor es renunciar a la universidad, para dedicarme completamente a escribir.
La frase de Javier tomó con cierta sorpresa al amigo. Humberto sabía de la pasión por escribir de Javier y de cuánto le había aprendido sobre la escritura durante esos nueve años de amistad, pero de igual manera conocía el gusto por la docencia y lo que significaba para él la enseñanza.
—Pero, ¿de manera total?
—Sí, yo creo que, como dice mi amigo Diego, he estado demasiado tiempo prestado a la docencia.
La confesión de Javier hizo que Humberto dejara por un momento los cubiertos a lado y lado del plato. Con la servilleta se limpió los labios. Tomó la copa y bebió otro sorbo de vino.
—¿Y no será mejor mantener un pie en la Universidad?
—¿Cómo así?
—Pues habla con el rector y le dices que te permita seguir con una clase o con un curso, de esos que tanto valoran positivamente tus alumnos.
Javier escuchaba atento.
—O le pides un sabático. Yo sé que a otros les han dado ese beneficio.
—Puede ser…
Humberto sabía que su amigo, cuando de decisiones se trataba, era firme y decidido. Sin embargo, temía por las consecuencias de tal propósito.
—¿Y qué te ha llevado a dar ese paso?
—Humberto querido, si no es así, no podré escribir la novela. Uno puede escribir cuentos y ensayos a medio tiempo; pero la novela demanda una entrega total.
La bandeja de chistorras estaba completamente limpia. Unas huellas de grasa conformaban un paisaje rojizo. El mesero, que estaba atento, se apresuró a recoger el utensilio. Javier aprovechó su presencia para hacer el pedido del plato fuerte.
—¿Y vas a repetir la carne de la vez pasada?, ¿o tienes otra cosa en mente? —le dijo a su amigo.
—Miremos, a ver…
Humberto tomó la carta y la detalló con cautela. Era un cazador siguiendo a su futura presa. Después de unos minutos, optó por una variante de la carne de la pretérita ocasión.
—Chuletón de res.
—Esa es una magnífica elección —contestó el mesero. Luego agregó: —¿Y usted, don Javier?
—Ya sabe lo que me encanta. Las costillas a cocción lenta.
—Muy bien. ¿Y de acompañamiento? —replicó William.
—¿Te parece bien si pedimos una ensalada con unas papas con cáscara?
—Perfecto —contestó Humberto, frotándose las manos.
El mesero se retiró y dejó a los amigos en su charla. Casi todas las mesas de esa zona del restaurante, las dispuestas en el interior del primer piso de la casa, estaban ocupadas. Un señor en una silla de ruedas esperaba a alguien mientras tomaba un whisky.
—¿Y cuándo piensas decirle al hermano Samuel tu decisión?
—Apenas comencemos labores. Voy a pedirle una cita, y contarle el porqué de mi decisión.
—Yo creo que él lo va a entender. Aunque me preocupa quién vaya a asumir la dirección de ese posgrado.
Javier compartía esa inquietud. Ya llevaba varios años en ese cargo, y por la alta demanda del programa, parecía que su gestión tenía muy buenos logros. No obstante, dentro de su corazón sentía que tal ocupación le restaba energías a su deseo de estar más dedicado a escribir.
—Me atormenta pensar que gaste lo mejor de mis energías en este cargo y que, cuando quiera dedicarme totalmente a escribir, ya no tenga ni el talento ni las fuerzas necesarias.
—Yo pienso que ese talento no se va a mermar. De eso doy fe durante estos dos lustros.
—Además, Humberto, siento que este es el momento. Noto que mi prosa está madura.
—¿Y eso se puede saber?
—De alguna manera. La supe la otra noche que escribí un cuento, “Ya no estaba ahí”, el que subí al blog. ¿Pudiste leerlo?
—No. Esto de la tesis me ha hecho abandonar otras lecturas.
—Sí, mientras escribía ese relato, me di cuenta de que podría enfrentar el desafío de darle vida a los personajes que pueblan una novela.
—¿Y ya tienes algo en mente?
—Sí, es una novela que tiene como semilla el suicidio de mi primo. El que faltando un día para cumplir treinta años se pegó un tiro en la cabeza.
El mesero solícito reapareció para llenar de nuevo las copas. La botella iba como por la mitad.
—Me preocupa mi madre —dijo Javier mirando a Humberto con fijeza.
—¿Cuántos años es que tiene?
—Acaba de cumplir ochenta años —. Javier enfocó su mirada en la marquilla de la botella y agregó: —Es difícil ser irresponsable con la enfermedad y la vejez de los que amamos.
—Si, por eso te digo, que es mejor no dejar del todo la universidad.
La conversación se desvió hacia los problemas de la artrosis degenerativa de la madre de Javier, doña Cristina. Humberto la había visto varias veces, especialmente cuando se hacían los lanzamientos de los libros de su amigo. Aunque no la conocía a fondo sabía que, para Javier, su madre era una de las personas “no negociables”. Al igual que había sido Don Alcides, el padre de Javier, que Humberto sólo conocía por las historias y las anécdotas que de vez en vez le compartía su amigo.
—¿Y si no llega a funcionar? —increpó Humberto a Javier.
—Pues hay que correr el riesgo. Por lo menos habré comprobado que no tenía el suficiente aire para llegar a esas alturas literarias.
—Lo digo, por molestar. Yo creo que tú lo lograrás. Con esa disciplina que tienes. En unos años estaremos aquí mismo celebrando tu primera novela.
—Sácale tiempo para que tus oraciones ayuden a este sueño —replicó Javier.
Los amigos levantaron las copas en un nuevo brindis, festejando el futuro incierto pero repleto de nuevos augurios.
—Sabes que he caminado mucho esta decisión —continuó hablando Javier. Tomándose el mentón con la mano derecha, compartió con su amigo el itinerario de sus cuestionamientos: —Es seguro que tenga que apretarme en algunos gastos, es posible que me falten mucho mis alumnos, es probable que el agite de la vida universitaria me produzca alguna nostalgia, pero creo que vale la pena intentarlo. Es algo que me debo a mí mismo.
—¿Y las conferencias en las empresas?
—Pienso que a lo mejor tendré que ceder a algunas de esas tentaciones de vez en cuando, especialmente cuando vea que mis ahorros están llegando al límite.
—¿Tentaciones?
La pregunta de Humberto coincidió con la llegada de William acompañado de otros dos meseros. Un concierto de platos fue hallando su lugar en la mesa. Los ojos de los dos amigos disfrutaban de aquella escena apetitosa. Terminado el acto de servicio, los meseros se retiraron y William se detuvo unos segundos para ofrecer el apunte definitivo:
—Que lo disfruten.
Por un momento el diálogo dejó su columna vertebral y se detuvo en otras cosas relacionadas con la delicadeza de las costillas o el sabor único del chuletón. El eje de la plática fue la propia comida o la frescura de la ensalada. Las mismas papas, sin nada de grasa, hicieron parte de los elogios de los dos amigos. Cuando William retornó para llenar otra vez las copas, la charla recuperó su camino central.
—¿Por qué hablas de tentaciones? —interrogó Humberto.
—Porque así veo todos esos otros asuntos que no me dejan entregarme en cuerpo y alma a la escritura.
—¿Se parecen a demonios?
—Sutiles, pero sí.
—Bueno. La sutileza es una de las particularidades del maligno.
—Eso creo. A veces el mal se viste de bien o parece tan inofensivo.
—O actúa de forma tan leve que uno no está alerta…
—Digo que son tentaciones, porque lo alejan a uno de su meta, de su propósito esencial. Lo desvían de su cauce interior.
—Entiendo —atinó a decir Humberto—. Hizo un gesto meditativo y agregó: —los demonios son una prueba para cruzar una zona de nosotros mismos.
—Tú mejor que yo, sabes, que muchos de esos demonios provienen del miedo. Es el miedo el que le hace a uno dudar y pecar.
—Vaya, vaya… Ya tenemos un novel teólogo.
La broma de Humberto le sirvió a Javier para tomar un poco más de ensalada. Puso tres cascos de papa y continuó con su disertación.
—Hasta he tenido tiempo para mirar las diversas interpretaciones que han hecho los pintores sobre las tentaciones de San Antonio…
—No me digas. Eso sí mi interesa mucho.
—He visto que, en todos los cuadros, los demonios son monstruos que tratan de retenerlo o jalarlo para un sitio. Lo agarran de la túnica, de las barbas, del pelo. Es como si esos demonios no quisieran que él saliera o le prohibieran dar el paso definitivo. Hasta he creído que le imposibilitan su deseo de volar. Esos demonios, con sus tenazas y picos, con sus garras y cuerpos deformes, lo jalan hacia un destino diferente al que él desea.
Humberto dejó de comer y se entretuvo en la descripción que hacía su amigo de aquellas obras. Era fascinante la forma como Javier hacía vívidos esos lienzos.
—¿Qué pintores miraste?
—Me cautivaron los cuadros de Max Ernst, de Grünewald y uno de Niklaus Manuel, “El alemán”. Me parece que ellos, lejos de pintar voluminosos cuerpos voluptuosos o poner alrededor del santo odaliscas lujuriosas, lo que hicieron fue representar el conflicto íntimo del santo, la lucha de su espíritu. Esos demonios tienden a desgarrarlo o quebrarle su convicción.
Javier apuró otro sorbo de vino. Los taninos hicieron una explosión vibrante en su paladar. Al hablar así, delante de su amigo, lograba una mejor claridad en sus pensamientos.
—Y tú, que de lo sagrado sabes tantas cosas, ¿qué recuerdas del santo?
—Poco. Sé que fue uno de los anacoretas, un personaje que abandonó todos sus bienes y se fue al desierto, y que allí se apartó en una cueva a orar y enfrentar sus propios apegos…
—¿Y el personaje existió en verdad?
—Como siempre sucede en estos casos, hay algo de verdad y algo de fantasía. Sé que hay una biografía de San Atanasio en donde cuenta las peripecias de este santo, patrono de los cenobitas, tan importante en la literatura patrística.
—¿Sabes qué otra cosa me ha llamado la atención en varios de esos cuadros?
—Cuenta…
—Que los demonios son presentados como monstruos, quizás para resaltar que la tentación se metamorfosea o se multiplica de manera interminable.
—Qué interesante.
—Además, en varios de ellos hay un fuego en la parte lateral de la escena. Algo se quema, algo arde. Pienso que está asociado a que, para dar ese paso de la elección o de la vocación interior, para irse solo al desierto, hay que quemar las naves. Hacer pavesas el pasado para enfrentar lo nuevo.
—Puede ser… No sé dónde leí que una de las búsquedas del Abad Antonio era la conquista de la Montaña interior.
—Eso. Por eso te digo que todas esas cosas: un curso como profesor, una asesoría, la dirección de otro proyecto, pueden ser como tentaciones para no dejarme ir en busca de mi montaña interior, parafraseando la expresión del santo.
Humberto fue el primero en acabar su plato. Javier se detuvo un poco más. Mientras el amigo concluía, Humberto buscó la bolsa que traía cuando llegó y de ella sacó un libro.
—Acabo de leer un texto que me encantó. No sé si ya lo tienes, pero te lo traje de obsequio.
Javier miró de reojo el libro y se dio cuenta de que no estaba dentro de los haberes de su biblioteca.
—Son las conversaciones que tuvo Benedicto XVI con su biógrafo de muchos años—. Hizo un alto y le leyó un apartado del texto: —“No se debe dimitir cuando las cosas van mal, sino cuando la tempestad se ha calmado”. Enseguida cerró el libro y agregó: —Aquí encontrarás las razones de fondo de la renuncia del papa.
Javier le dio las gracias a Humberto y tomó el volumen entre sus manos. Al ser un libro nuevo lo hojeó varias veces. Por unos minutos se detuvo en la solapa, para saber quién era el autor.…
—Es un periodista alemán —comentó Humberto para saciar en parte la curiosidad de Javier.
—Lo leeré y te contaré. Gracias de nuevo —agregó Javier, poniendo el libro en una de las sillas vacías.
El mesero acudió otra vez a la mesa para servir el último contenido de la botella de vino y, de paso, recoger los platos desocupados.
—¿Algo de postre? —preguntó.
—¿Qué nos recomiendas? —dijo Javier, como respuesta.
William ofreció varias de las especialidades del restaurante, pero insistió en la pavlova de frutos rojos que a los dos amigos les pareció deliciosa, sólo con oírla nombrar.
—Una sola, para compartir. Gracias —advirtió Javier.
Mientras esperaban el epílogo del almuerzo, la charla se centró en cuál era el plan para el receso de mitad de año.
—Nosotros, muy seguramente, estaremos en el eje cafetero —respondió Humberto.
—No dejes de ir a Salento… y escalar el viacrucis para ver el Valle del Cocora. Y comerte una trucha de fantasía.
—Voy a sugerirles a los hermanos hacer ese recorrido.
Así como en otras ocasiones, a los dos amigos se les pasaba el tiempo hablando y compartiendo cosas de su vida personal o intercambiando libros y lecturas recientes. Humberto habló, por ejemplo, de una obra que había conocido por su director de tesis: Crítica de la razón árabe, y que a él le parecía clave para entender las guerras del fundamentalismo contemporáneo. Javier, le contó de su descubrimiento de un autor que estaba leyendo fuerte en esos días, Javier Cercas.
—Las conferencias que dio el novelista español en Oxford son una buena aproximación sobre este género. Además, tiene una prosa aguda y cautivante.
Ya pasaban las dos de la tarde cuando Javier y Humberto empezaron a disfrutar del postre. Como niños, en un acto festivo, terminaron en poco tiempo las frambuesas, los arándanos, las cerezas y el merengue. Hecho esto llamaron a William y pidieron la cuenta. Entre los dos cubrieron el costo del almuerzo y salieron a caminar: esa era otra cosa que disfrutaban y compartían más a menudo que las comidas.
—¿Norte o sur? — preguntó Javier.
—Sur, a ver si de pronto encuentro abierta la librería ArteLetra… Le encargué a Adriana unos libritos que necesito para acabar el marco teórico de la bendita tesis.
Ya en la calle, por el costado oriental de la acera, siguieron las secuelas de la charla vivida en la casona del restaurante.
—¿Y “vuestra excelencia” no ha tenido tentaciones?
—Muchísimas —contestó Humberto—. Pero para eso está la voluntad y sobre todo la oración.
—¿Y cuál ha sido la más fuerte?
—La del poder es bastante “amañadora”.
—¿Y cómo venciste ese demonio?
—Pues volviendo a ser otro más del montón. Con humildad y sencillez.
—¿Y las tentaciones de la carne? —agregó Javier, con un tono burlón.
—Esas se pasan con un buen vino —replicó Humberto, soltando una carcajada.
De esta forma, entre apuntes y bromas, con un humor picante y una complicidad madurada por los años, los dos amigos finalizaron dos cuadras de su caminata. Junto a un edificio que tenía una escultura de una pareja en equilibro, Javier, retornó a sus disquisiciones.
—Yo creo que la tentación tiene como escenario el desierto por dos razones…
—¿Cuáles? —intervino Humberto interesado.
—La primera, porque en el desierto uno está solo. Es uno enfrentado a sus propias angustias, a sus particulares demonios. El desierto es el escenario para encontrarse consigo mismo. La arena de la verdad.
—Sí, sí. Si la memoria no me falla, es en el desierto donde se fragua el cristianismo primitivo. Al menos eso era lo que decía el profesor de historia del cristianismo. Retirarse al desierto para discernir, esa era la consigna de los padres del desierto.
—Por algo vale la pena andar con un licenciado en estudios religiosos —dijo Humberto, bromeando.
—Los anacoretas basaban su opción en la renuncia y el desapego.
—Siendo así, yo me sumo a ese antiguo estilo de vida, así sea de un modo laical.
—Pero no estás tan lejos —advirtió Humberto, haciendo un alto en su caminar—. Ellos mismos eran un testimonio de la Escritura, con “e” mayúscula.
—Más respeto con la Literatura, “vuestra excelencia” —replicó rápido Javier.
—Pero te desvié de tu planteamiento. ¿Cuál es la segunda cosa que has sacado en claro?
—La otra razón, pienso yo, es que el desierto es un lugar de prueba, de resistencia. El sol abrasador, la falta de agua y de sombrío. Es un yunque para saber qué tan fuerte es nuestra voluntad o qué tan hondas nuestras convicciones.
—De acuerdo. Todos los seres humanos pasamos por varios desiertos, ¿no?
La pregunta de Humberto conectó el tema genérico con el momento vital por el que pasaba Javier.
—En mi caso, yo creo que ese primer desierto va a ser la soledad. Encerrarme como el Abad Antonio en mi cueva, en mi estudio, para atender el llamado de la literatura. Sospecho que va a ser como un tiempo de clausura o una forma del destierro voluntario.
—¿Y necesitarás más de cuarenta días?
—Yo creo que por lo menos un año —replicó Javier—. Dio un pequeño salto para eludir un hueco en la acera y agregó: —Otro desierto será el de perder un auditorio. Ese me va a costar mucho más porque soy un necesitado de mis alumnos o de los grupos con los cuales he intentado cumplir el oficio de enseñar.
—Pero los muchos lectores que tienes y tendrás en tu blog siguen siendo un público…
—Aunque sin ojos y sin voz.
—Y a todas estas, ¿qué piensa Amparo, tu mujer?
—Ella dice que me apoya, con todo su corazón.
Los dos hombres ya iban llegando a una avenida, en la que, por lo general tomaban rumbos diferentes. Se detuvieron unos minutos para cerrar el tema del que venían hablando.
—Cuéntale al hermano Samuel tus inquietudes. El sabrá comprender bien lo que sientes y muy seguramente se encontrará la mejor salida para ti y para la Universidad —puntualizó Humberto, con un tono de franco consejo.
—Ora, por mí, para que no me dejes caer en la tentación.
Nuevas risas se difuminaron entre la luz de un semáforo que acaba de cambiar a verde. Los amigos se dieron un abrazo y prometieron verse en poco tiempo.
II
Apenas se despidió de su amigo, Javier tomó la acera del costado derecho de la amplia avenida. Caminaba hacia el occidente, despacio, rememorando y disfrutando de las resonancias de aquel encuentro. Un buen número de personas pasaban a su lado, pero él, absorto, parecía ignorarlas o darles poca importancia.
Aunque le había confesado a Humberto su decisión, y eso no tenía vuelta atrás, lo que no le compartió a su amigo fue la lucha que tuvo que dar consigo mismo para llegar a ese resultado. Al amigo no le contó las noches con sueños esquivos o las largas caminatas, en solitario, pensando y repensando lo que iba a ser el escenario existencial para los últimos años de su vida. Recordó varios de los almuerzos con su madre, en los que se ponía a detallarle sus ojos tristes por los achaques y las dolamas, ella usaba esa palabra, provenientes de su artrosis degenerativa, la penosa evidencia de irse reduciendo al pequeño espacio de su cocina, y la constatación de que cada día se iba mermando su energía para sentirse útil. Tal cuadro, contrastaba con su corazón aún vigoroso y sus ánimos de viajar, aunque sólo fuera mediante las anécdotas y los relatos de los más cercanos que la llamaban. Esa había sido una de las causas por las cuales él seguía soportando un trabajo administrativo que lo desviaba de su verdadera vocación. Cuando así la veía, cuando la sentía triste o la agarraba en sus estados de nostalgia, que ella misma reconocía, Javier consideraba que no era justo poner a su madre en esa zona de incertidumbre. Por lo demás, el alto costo de la salud prepagada de doña Cristina le hacía una y otra vez hacer cuentas y sopesar cómo no eliminar este gasto.
Pero, al mismo tiempo, y Javier ya iba llegando a las instalaciones de una universidad pública en la que los grafitis escritos en una de las paredes (“Sí a la formación de maestros para la paz”… “Somos la voz de los olvidados”) lo llevaron a sus años universitarios, cuando el ardor y el deseo de cambiar el mundo era su dieta cotidiana, sentía que esa era una tentación que debía enfrentar con un decidido egoísmo y una confianza en que ella, su madre, lograría sobrellevar si, como él pensaba, lo viera feliz, entusiasmado, satisfecho de haber logrado lo que en su vida siempre fue una meta vital. Por eso él le había hablado a Humberto de tentaciones, y por eso había mirado largo tiempo los cuadros de Max Ernst y de Grünewald, porque anhelaba encontrar representada su angustia, pero de igual manera, la forma como el santo podía resistir a toda esa avalancha de monstruos. Javier entrevió, o de pronto fue una revelación venida de aquellos óleos, que la forma de combatir a las tentaciones era dejarse habitar por la vocación, por el llamado a “querer una sola cosa”, tal como muchos atrás, cuando leía con devoción y hacía con un grupo de amigos una revista, encontró ese libro de Kierkegaard, que tanto le gustaba cargar debajo del brazo izquierdo, dándole como decía a sus amigos, la cuota de axila necesaria para que expandiera toda su aroma. Esa era su convicción: sólo abandonándose a su pasión más querida, lograría ser inmune a las garras, a los zarpazos, a las monstruosas y cambiante formas de las tentaciones de la culpa, de las responsabilidades provenientes de la sangre o a los no menos venenosos picos de la sobrevivencia y el confort anquilosante.
Javier se detuvo a mirar en la vitrina de amplios ventanales de una librería las novedades editoriales. Aunque varios de sus libros eran distribuidos por esa librería, confiaba en que en unos años allí estaría exhibida también su primera novela. Pero, como si fuera una luz reveladora, pensó que esa era otra forma de tentación, y que lo mejor, como ya había pactado con su corazón, tuviera o no tuviera gran aceptación, escribiría esa novela porque en ella había signado algo más que un logro personal: se trataba de no dejar perder el mundo de su infancia, aquella tierra ancestral que, como se había dado cuenta en su último viaje, quedaba más sola, más abandonada y sin voces que le otorgaran algún color o le restituyeran su fuerza generadora. Esa tierra reclamaba, como una madre nutricia, las manos y las palabras de su hijo. Apartó la mirada de la vitrina y encaminó sus pasos hacia el norte de la ciudad. Una mujer con un vestido diminuto pasó por su lado y le contagió un perfume embriagador.
Ya iba llegando a una tienda de ventas de óleos y artículos de pintura, cuando un rostro conocido le interrumpió sus pensamientos:
―Profe, qué bueno verlo ―dijo una mujer adulta de grandes ojos y varias bolsas colgadas de los hombros.
Javier recordó que había sido alumna suya, cuando él dirigía un posgrado en educación con los jesuitas. Aunque no le vino el nombre inmediatamente a su cabeza, sí acertó a ubicarla en la línea de investigación a la que estaba inscrita, era una del grupo de Cognición y creatividad.
―¿Y qué estás haciendo?
―Trabajando en el mismo colegio, luchando con esos muchachos del Distrito ―fue la repuesta de la mujer que lo miraba curiosa.
En esa pequeña charla de calle, se actualizaron los datos esenciales de un antiguo vínculo educativo, los turnos de diálogo iban tan rápidos como los automóviles de la avenida: qué ha pasado desde la graduación, con qué compañeros de grupo se ha visto últimamente, qué nuevo libro ha publicado, qué cursos está impartiendo, cómo le fue con el paro, qué tal le ha ido en esa nueva universidad… Hasta que el mismo afán o lo incómodo de estar de pie concluyeron con la petición de un teléfono o la solicitud de un correo electrónico.
―Seguro, la otra semana, después de que salga del colegio voy a visitarlo.
Javier se despidió de su alumna con un estrechón de manos. La vio alejarse rápido con sus bolsas cargadas a los hombros y recordó en ese momento que se llamaba Myryam, “con doble y griega”. Ese encuentro lo puso de nuevo en otro escollo que no le había explicado mayormente a Humberto, pero que tenía profundas raíces en su pecho. Su decisión implicaba dejar sus clases, perder de vista a sus alumnos, que tanta falta le hacían. Porque ser maestro, como a él le gustaba hacerlo, dedicarse a leer una y otra vez los escritos de sus estudiantes, darles el valor y la dignificación de ser aprendices, requería un tiempo amplio, que era el que no deseaba ceder ahora. Eso le dolía. Porque en las clases entregaba mucho de su esencia y sentía que una dimensión de su ser, la de servir a otros, se desarrollaba con plenitud. Pero en este momento de su vida, según lo que tenía en mente, tendría que volcarse hacia adentro, en soledad. Tal vez más adelante, cuando hubiera pasado ese año, si es que las cosas se daban como esperaba, volviera a las aulas a compartir sus conocimientos. Aunque, como lo había aprendido de Thomas Mann, podría emplear dos o tres años en ese proyecto.
Al momento de aproximarse a un centro comercial en el que vendían todo tipo de ordenadores y aparatos eléctricos, Javier recordó la consigna de los padres del desierto mencionada por Humberto: renuncia y desapego. Sus pensamientos dispusieron un escenario futuro para que esas dos palabras tuvieran la mejor actuación. Se sentía feliz. Caminar le ayudaba a aclarar sus pensamientos. Observó que la tarde empezaba a oscurecerse y se detuvo para esperar un taxi. Antes de subirse al carro amarillo de servicio público, notó que encima de un edificio varias palomas alzaban su vuelo hacia las nubes ennegrecidas.
III
Fue un jueves, por la tarde, que el hermano Samuel le concedió la entrevista.
―A las cinco, lo espera el señor rector ―le había dicho Nancy, la secretaria cuando lo llamó por teléfono para responder a su solicitud.
―Allá, estaré ―respondió Javier, no sin antes darle un mensaje de solidaridad por el familiar que había fallecido al inicio de esa semana de finales de Julio.
Javier no estaba intranquilo. Durante buena parte de la tarde estuvo atendiendo diversos asuntos propios de su cargo administrativo. Su secretaría le había dicho que no olvidara una reunión del Comité de investigaciones hacia las cuatro. De igual modo se dedicó a hacer algunas entrevistas a los nuevos candidatos del posgrado y tuvo tiempo para ir a la biblioteca y devolver un libro prestado hacía por lo menos quince días. A las cuatro y media tomó su libreta de notas y escribió cuatro puntos para hablar con el rector.
Bajó de su oficina, ubicada en un quinto piso, por las escaleras. Pasó por un pequeño café en el que saludó a unos colegas de otra facultad, cruzó un amplio patio y entró al edificio central de la universidad. La recepcionista le dio la bienvenida con una sonrisa.
Tomó el ascensor hasta el séptimo piso y allí fue recibido por Nancy, quien agradeció una vez más su solidaridad.
―Menos mal descansó él y también todos nosotros.
A los pocos minutos de estar ahí con Nancy, compartiendo los pormenores de tal calamidad, salió de la rectoría un profesor que Javier no conocía. Detrás Salió Samuel, saludó cordialmente a Javier y lo invitó a entrar a su despacho. Cerró la puerta tras de sí.
― ¿Cómo va todo?
La pregunta del hermano Samuel era un comodín que usaba para empezar un diálogo.
―Muy bien ―respondió Javier. Hizo una pausa y continuó: ―ya tenemos un buen grupo para primer semestre y en esta semana tenemos las sustentaciones de los que terminaron el pasado.
―Qué bueno…
Mientras Samuel hablaba iba anotando algunas cosas en un cuaderno anillado. Usaba pluma negra y su escritura tenía las marcas formativas de las escuelas del fundador de las escuelas cristianas.
― ¿Y lo del proyecto con los chilenos?
―Ya estamos en el cierre del contrato. Ha sido bastante lento el ajustar algunos puntos, pero está listo para empezar hacia la tercera semana de este mes.
Estaban reunidos en una pequeña mesa de juntas. Una señora ya de edad, vestida con un uniforme azul claro, les ofreció algo de tomar. Javier prefirió agua natural y Samuel un agua aromática. La conversación tocaba aspectos académicos y administrativos, salpimentados con las ocurrencias del hermano. Pasados esos primeros minutos protocolarios, Javier sacó de su saco la libreta de notas, y focalizó la charla:
―Samuel, he decidido dejar la universidad para dedicarme a escribir.
El rector se echó hacia atrás de la silla, sorprendido. Miró a Javier por encima de los lentes que usaba y, sin decir nada con su voz, pidió una explicación con su mirada.
―Me urge empezar a escribir una novela ―dijo Javier―. Y eso demanda dedicación de tiempo completo. Entrega absoluta, continuidad sin distracciones.
― ¿No te alcanzan las mañanas?
―Puede que sean suficientes esas cuatro horas todos los días para escribir, pero no puedo dispersarme por otros asuntos propias de la oficina o de la atención de profesores y estudiantes.
El hermano volcó su tronco hasta ponerlo al borde de la mesa. Dejó de escribir en el cuaderno y miró a Javier con actitud fraternal.
― ¿Y si te tomas unos meses?
La pregunta de Samuel le pareció a primera vista interesante a Javier, pero a la vez, sintió que uno de los monstruos ponzoñosos de Grünewald le envolvía con sus tentáculos de ave anfibia la pierna derecha. Aguantó el apretón y preguntó:
― ¿Cómo sería?
―Pues una especie de mini sabático…
Javier miró la barba blanca de Samuel. El rector había sido antes el decano de la Facultad donde él laboraba y, por eso, tenían una cierta confianza.
―O puedes dirigir el Centro de escritura que tenemos como prioridad este año… Para ti eso sería muy fácil, dada la experiencia que tienes en el tema.
El profesor notó que los monstruos se multiplicaban bajo la sombra de la mesa. Samuel no los sentía, pero él sí, y por un momento tuvo la sensación de que le crecía la barba y sus pantalones se convertían en una larga túnica de hilo burdo. Si bien no se notaba nada encima del vidrio de la mesa, debajo de ella, había una batalla de fauces, trompas, espuelas y dientes afiladísimos.
― ¿Por qué no lo piensas? ―reiteró el hermano rector.
Javier apuró el último sorbo del vaso de agua. Cerró la libreta de notas.
―Ganas no me faltan, y no creas que ha sido fácil esta decisión, especialmente por el cariño que le tengo a la Universidad y a mis alumnos, pero hay que cerrar este ciclo para permitirme empezar el siguiente.
La penumbra de debajo de la mesa retrocedió ante aquellas palabras.
―Pienso terminar este semestre, y dejar las cosas para que sigan funcionando normalmente.
El hermano Samuel, tal vez por el afecto que le tenía a Javier, le reiteró la invitación.
―Bueno. Tienes estos meses para que lo pienses. Si es que cambias de opinión.
―Gracias, una vez más ―replicó Javier.
En ese instante el rector se puso de pie. Javier entendió que la conversación había terminado. Salieron juntos de la oficina. El hermano Samuel le mencionó de una reunión, convocada por el Ministerio de Educación para el lunes siguiente en horas de la mañana, a la que gentilmente le pedía que fuera en su nombre.
―Por supuesto, allí estaré ―dijo Javier, extendiendo la mano al rector.
Luego de despedirse de Nancy y tomar el ascensor, el profesor llegó al primer piso del edificio. Varios profesores estaban formando un corrillo en la plazoleta central. Al ver a Javier lo saludaron desde lejos. El profesor respondió el saludo, pero no acudió hacia ellos, sino que buscó la puerta principal de la salida de la universidad. Cuando llegó a la recepción se encontró con los alumnos de su posgrado que comenzaban a llegar a clase. Javier los saludó al tiempo que se despedía de ellos. Bajó las gradas con pies ligeros. Tuvo la sensación de que su cuerpo estaba más liviano o de que había rejuvenecido treinta años.
IV
Durante los meses que siguieron Javier trató, por todos los medios, de seguir en sus ocupaciones como lo había hecho los últimos diez años. Sin embargo, llevaba la cuenta regresiva de su “20 de julio”. Ese era el nombre que usaba para referirse al momento en que se liberaría del yugo de aquel puesto que le restaba fuerzas y tiempo para el proyecto de su novela. Al igual que un estratega empezó a recopilar materiales para su futura obra; leía y leía obras que sabía tenían una relación con esa novela. Asistía a reuniones, iba a comités, participaba de seminarios, presidía las sustentaciones, concurría en representación de la institución a talleres y eventos, pero todas esas actividades le parecían una aduana o una muda de su propia metamorfosis. Era un castor que construía poco a poco su montaña interior.
Ni siquiera a su secretaria, Patricia, le contó en ese momento su decisión. Tampoco a su equipo de maestros. Quería ese secreto como una forma de protección. Pensaba que dar explicaciones era una manera de distraerlo de su objetivo. Cumplía con las horas de trabajo, pero corría para llegar temprano a su casa. Comía alguna cosa y luego subía a su estudio para continuar con los preparativos de su novela. Él mismo se veía como un obsesivo, o semejante a un viejo rey mago con la mirada fija en una estrella, una luz tan poderosa para no dejarlo desviarse de su tesoro.
Se dedicó los fines de semana a recuperar archivos, carpetas, textos manuscritos. Empezó a transcribir casetes en los que había registrado las voces de los viejos habitantes de Capira. Todo eso lo hacía por las tardes, los sábados y domingos, en un rito de exhumación de ese antiguo proyecto el cual abandonó por otras obligaciones y otras prioridades. Se sorprendió de todo lo que tenía, le maravilló el plan diseñado, capítulo por capítulo, escrito en una hoja rayada doble, de esas que se usaban antes para presentar los exámenes en las escuelas. Releyó varios de esos escritos con curiosidad para captar el ritmo, la fuerza de las palabras. Se sintió feliz y pensó que todos esos años desconectados de ese esbozo de novela, eran una especie de “continuará” al que volvía un poco mayor, pero con el entusiasmo de los reencuentros de los amores profundos e inolvidables. Recuperó la ansiedad de la creación, esa desazón maravillosa de tener entre las manos un mundo por hacer. Casi que se olvidó de las molestias para leer, debido a un aumento del astigmatismo en el ojo derecho.
Otra de las cosas que hizo Javier durante esos meses fue volver a leer sus novelistas preferidos. Durante varias mañanas, día a día, releyó con fruición todos los veinte capítulos de Cien años de soledad, devoró El capote de Chejov y siguió paso a paso la vida de Adrian Levenkün, de la mano de Thomas Mann. Sacó de su biblioteca algunos tomos de Balzac y de Dostoievski, editados en papel cebolla por la desaparecida editorial Aguilar, y los puso a al lado de su escritorio. Construyó con muchas de esas obras una muralla, un dique protector, una especie de columna de aliados silenciosos a su propósito indeclinable.
Hacia mediados de noviembre comenzó a llevar para su casa, con discreción, algunos de sus haberes personales guardados en la oficina. Desocupó parte de los cajones del escritorio y dejó los archivadores con información estrictamente laboral. Durante todas esas tardes y noches, puso de fondo en el ordenador la música de Bach, los conciertos brandenburgueses, dejándose habitar por aquellas melodías. Cuando entró su secretaria para que firmara unas actas de sustentación, Patricia intuyó que ese trasteo auguraba cambios futuros.
―¿Y eso, doctor? ―le preguntó con extrañeza.
Javier invitó a la mujer alta de largas manos que tomara asiento y le contó lo de su decisión. Ella, mientras escuchaba parte de los motivos, se puso acongojada. Casi no dijo nada, pero su gesto y su expresión mostraban el aprecio que le tenía a su jefe de once años de labores.
―Todo sea para su bien, doctor, eso es lo que le pido a mi diosito.
El profesor se levantó de la silla y fue hasta donde Patricia para darle un abrazo.
―Gracias por tu apoyo y por la confianza durante todos estos años, Patricia, muchísimas gracias.
La secretaria, antes de salir de la oficina, preguntó a Javier si ya sabía quién iba a ser su remplazo y él le dijo que no tenía información al respecto. Pero que imaginaba que podía ser alguien del equipo de profesores del posgrado. Patricia le regaló una mirada de contenida desconfianza.
―Ojalá así sea, para que no se pierda todo lo que usted ha hecho.
Javier sonrío. Dejó que Patricia saliera de la oficina para continuar metiendo en una caja de cartón su preciado diccionario de sinónimos y antónimos, el otro diccionario rojo de la lengua española y varias cajas de discos en los que abundaba el nombre de Mozart. También guardó un portarretratos con la imagen de su padre, en donde podía apreciarse como fondo una montaña que él había cultivado con sus propias manos. Concluida la tarea, tomó la caja entre sus brazos y salió de la universidad, para buscar en la avenida más cercana un taxi.
Ese trasteo duró varios días, hasta que la oficina quedó limpia de pertenencias personales. El ambiente interior del lugar contrastaba con los arreglos navideños que adornaban las puertas, los corredores y todo el piso de la Facultad. Los otros directores apenas se percataban del desalojo de su vecino. Cada quien estaba lo suficientemente ocupado en esos días como para percatarse de que Javier había quitado de aquella oficina las marcas personales, un cuadro en terracota que le habían regalado sus alumnos del llano casanareño, una diminuta tortuga multicolor y varios libros que servían de recordación tutelar de su biblioteca. Algo semejante hizo con los archivos del computador. Ordenó, copió, eliminó información y dejó el escritorio de su pantalla tan limpia como el otro escritorio de lámina y fórmica gris. Todo ese desalojo de su oficina, meditaba Javier, era un símbolo de lo ya terminado, de varios proyectos del pasado que ahora semejaban sudarios antiquísimos.
Después de cerrar su oficina y despedirse de su secretaria, Javier bajó a pie todas las escaleras del edificio. Salió de la Universidad y se detuvo por unos minutos a contemplar unos enormes pinos que resguardaban a un pequeño parque de la avalancha de bloques residenciales. Saboreó el viento fresco proveniente de aquel espacio verdoso y se extasió con el color rojizo de la tarde que hacía el occidente expandía su luz como si fuera pintada por un sol expresionista. A pesar de que todavía faltaban quince días para terminar el período lectivo, el espíritu de Javier ya estaba gozando a plenitud unas largas y esperadas vacaciones.
Heráclito, desnudo, se bañaba en un río. Entre cantos y letanías para sus dioses protectores, jugaba con el agua corrientosa que acariciaba sus piernas. Se sentía a gusto entre aquel húmedo elemento.
El agua que rozaba su cuerpo continuaba su recorrido hasta perderse de vista. Descendía por montañas, se descolgaba por entre rocas y se alargaba serpenteando en las llanuras. El sol, mientras tanto, calentaba las aguas de aquel río siguiendo su curso. El agua del río sufría entonces un cambio imperceptible; se iba evaporando hasta condensarse en nubes, para luego caer de nuevo en forma de lluvia.
Heráclito, friccionando su espalda con una esponja, recibió nuevamente la caricia del agua, esta vez en forma de lluvia leve y continua. Reflexivamente dijo para sí:
—Estaba equivocado: me he bañado dos veces en el mismo río.
Idit
Mi marido empezó a correr como loco. Vociferaba, maldecía, miraba a todos lados, alertándonos del peligro inminente:
—Es el fuego divino, el fuego que arrasará a este pueblo pecador.
Yo no entendía bien lo que pasaba, pero supuse que era algo grave lo que se avecinaba porque el calor me sofocaba y el humo parecía asfixiarme.
—Cojan lo más necesario y no miren hacia atrás —gritó.
—Corran lo más que puedan —dijo con voz angustiosa.
Yo quería sacar mis perfumes, mis vestidos predilectos, el collar de nácar que él me había regalado cuando nos casamos, y por eso me demoré más que los otros miembros de la familia. A empellones metí lo que pude en un saco y en medio del gentío empecé a correr hacia donde parecía que estaba el camino de la salvación.
De pronto, me pareció escuchar detrás de mí la voz de mi esposo:
—No quedará piedra sobre piedra…
Pero cuando giré la cabeza para comprobar si era en realidad mi esposo el que hablaba, sentí que el cuello no me obedecía y un sabor de arena se confundía con mi espesa saliva. De pronto mis ojos comenzaron a ponerse pesados y mi respiración se hizo imposible.
Con mi último acto de lucidez recordé mi nombre: Idit, esposa de Lot.
El desvelo
Por las noches la desvelaba el recuerdo de él. Durante largas horas se reacomodaba por todos los lugares de su lecho, sin conciliar el sueño. Así transcurría la mayor parte de sus días. Era una enfermedad que se apoderaba de su cuerpo, haciéndolo incapaz de aceptar el descanso. La culpa la tenía él: por ser tan etéreo, tan fugaz. Pero la mayor parte de la culpa —volvía y reflexionaba— era de ella, por aceptar en su vida ese amor vaporoso.
Desesperada, decidió comentarle a su intermitente amor aquella penosa situación. Él la escuchó extasiado, como si saboreara cada parte de la anécdota, cada largo suspiro, cada exclamación de agotamiento. Parecía no importarle, pero le agradaba profundamente saberlo. Las lágrimas asomaron discretamente a los ojos de ella. Él no les prestó mayor importancia a esas lágrimas y continuó escudriñando los pormenores de aquella historia de insomnio.
Pasado aquel encuentro vino la noche y, con ella, el desvelo. El cuarto de la mujer se convirtió en una celda. Esperaba otra vez el tormento nocturno. Pero, esa noche, pudo conciliar el sueño. Durmió plácidamente hasta altas horas de la mañana, sin aquel temor que la había acompañado.
Quiso comentarle al hombre fugaz el maravilloso suceso, pero prefirió callar. Comprendió que la felicidad de él consistía en saberse verdugo permanente de su vigilia nocturna. Y supo también que no podía amarlo como antes, porque sus desvelos ya no eran de él, sino del sueño. Y eso, a pesar suyo, le producía una infinita tristeza.
Amargura caudalosa
No soportaba verlo llorar. Ahí, de pie, tratando de mantener el equilibrio, como un niño de 70 años, apenas aguantando el dolor, ayudándose con la morfina de una pastilla cada cuatro horas, el viejo le hablaba a su hijo:
—Es que no aguanto el dolor en toda esta pierna.
El hombre menor, de unos 44 años, le servía de lazarillo a su padre. Vertió agua de una jarra en un vaso y se lo pasó al padre para que la mano raquítica ingiriera el medicamento.
—Anoche, como no veo bien —dijo el viejo—, pensé que el vaso estaba bocabajo, y no; se me regó toda el agua.
El hijo levantó la mirada hasta encontrarse con el cuerpo apaleado de su padre. Lo vio más flaco, más enjuto. Hasta pensó que era un poco más pequeño.
—¿Otro poquito?
—No, mijo.
El viejo estaba agotado. Desde hacía un mes había empeorado. El cáncer iba a toda prisa, corriendo, saltando de hueso en hueso, de la espalda a la pierna, del tobillo al antebrazo. Ya nada podía hacerse para controlar su alocado juego de golosa mortal; y el viejo cada día iba perdiendo movilidad, lozanía, brillo en sus ojos. Ya no salía al frente de su casa a comprar el periódico; ya no podía ir a cobrar su pensión; ya no caminaba por el primer piso.
—Vamos a tener que hacer como un mesón, acá arriba, para colocar los platos.
El viejo soñaba el espacio para un mueble entre el televisor y la puerta de su dormitorio.
—Ya no puedo bajar las escaleras.
—Más bien compremos una mesita, de esas altas —dijo el hijo.
—Sí, yo las conozco.
El viejo dejó el vaso sobre la mesa del televisor y salió hacia el cuarto de baño. Iba como renqueando, como si fuera una presa herida por el tiempo. El hijo se quedó contemplando el diseño del futuro mueble; luego salió de la habitación y se encaminó a buscar su comida.
Bajó por la misma escalera que su padre había escalado tantos años, recorrió el mismo piso de madera por donde el viejo había caminado y se ubicó en el comedor circular cerca al puesto en el que su padre acostumbraba sentarse.
Miró a su alrededor y vio sobre uno de los asientos dos cojines de goma que, como si fueran salvavidas, servían de soporte para que la cadera del viejo no tocara la madera. Alzó la mirada y no pudo evitar pensar en aquellos últimos días. Recordó a su padre tendido en la cama, echado, acompañado por el transistor y la voz de Américo Rivera leyendo las noticias del mediodía. Lo vio con un pañal, como un ridículo bebé triste y tambaleante. Lo vio también intentando levantarse de la cama y necesitando de una mano que pudiera impulsarle la cabeza, así como a los niños. Lo vio igualmente vomitando, regurgitando el poco alimento que ya su organismo se negaba a recibir.
Lo vio con la barba crecida y con unas ojeras tan extrañas, como si ya el viejo estuviera aprendiendo a mirar desde otro mundo.
El hijo se tomó sorbo a sorbo la crema de tomate y mordisqueo una arepa. Su mente no estaba en el plato ni en la comida.
—¿Quiere algo más? —le preguntó la madre, acercándose despacio hasta la mesa.
—No, así está bien.
Ese día había llovido con tenacidad, con la fuerza de las lluvias de abril. El hijo acompañó a la madre a lavar los platos; la mujer complementó su labor con palabras cotidianas, con anécdotas de la enfermedad del viejo.
—Ha vomitado mucho esta tarde. Ya el cuerpo no le acepta nada.
Después el hijo y la madre subieron de nuevo a la habitación del enfermo. Lo hicieron en silencio, para evitar que se desbordara la caudalosa amargura de sus corazones.
El hombre, bajando la cabeza, dejó que sus palabras salieran lentamente.
—Tú tienes la razón —dijo.
La mujer lo miró con odio.
—Claro, esa es siempre tu disculpa.
Cuántas historias de amor imposible por culpa de nuestra desmemoria; por culpa de un olvido o una frase inoportuna.
—Pero, di algo —increpó.
“Para qué repetir una antigua mentira. Para qué”.
—Anda, háblame —gritó.
“Mejor no volver a lo mismo”.
La mujer recorrió con sus ojos la pequeña habitación. La mirada se detuvo en un antiguo retrato familiar. “Tú bien sabes lo de Manuel, querida Luisa; y lo del problemita con Laura. Te lo quiero contar a ti, porque tú me comprendes”.
—Pues yo no tengo nada más que decir —dijo el hombre con amargura.
—Sí, siempre es así.
—No siempre —repuso el hombre, levantándose del lecho.
Afuera llovía. Algún muchacho montaba en bicicleta.
El accidente
El chirrido de las ruedas del automóvil invadió el mínimo corredor del bus. Hizo un eco. Las voces y las miradas de los pasajeros se volvieron hacia diversos ángulos, hasta que al fin lograron ubicar el sitio o la causa del ruido. Un zapato suelto estaba tirado en la avenida. Las personas, afuera, comenzaron a reunirse alrededor del carro color crema. “La mató”. La gente se aglutinaba creando un cerco, una ronda de ojos. “Aún se mueve”. Yo, observando por la ventanilla, alcancé a divisar entre las piernas de los curiosos el movimiento de unos brazos, y vi también cómo el cuerpo de una mujer era levantado. “Deberían llevarla a un hospital”. Miré a mi alrededor y todos los ocupantes del vehículo se habían levantado de sus asientos para contemplar la escena que se desarrollaba en el carril derecho de la avenida. El chofer también se detuvo, irguiendo el torso y buscando mayor información alargando su cabeza. “La culpa es de uno, por imprudente”. Una señora, con una criatura entre sus brazos, le comentaba a una vecina de puesto la historia de un motociclista quien, luego de ser atropellado por un taxi, se paró tranquilo, diciéndole al conductor que lo acababa de estrellar que no tenía de qué preocuparse y, después, levantó su moto, dio unos pasos y “cayó más adelante, muerto”. La amiga, a manera de conclusión le respondió asintiendo la cabeza: “Es el instinto, el instinto lo hace a uno levantarse”. El bus prosiguió la marcha y algunos de los pasajeros continuaron mirando hacia atrás, aunque ya nada podían contemplar de aquel accidente. Luego de unos minutos, una muchacha advirtió que al lado derecho del bus iba la que acababan de atropellar. Todos los pasajeros volvieron sus ojos; la atención se renovó. Hubo otra vez comentarios diversos. Tendida sobre las piernas de un hombre y echada en el asiento posterior de un automóvil color crema, una mujer de edad permanecía desmadejada, como soñando. El carro iba rápido. Las miradas de los ocupantes del bus trataban de verle el rostro a la moribunda. El bus frenó bruscamente; la luz roja de un semáforo lo detuvo. El vehículo que llevaba a la anciana siguió de largo, tomando el desvió de otra avenida. Las personas que aún permanecían de pie mirando a través de las ventanillas recuperaron su sitio y su postura. La señora del niño en brazos seguía contándole a la amiga ocasional de puesto detalles adicionales del motociclista: “no murió al instante, sino cuando se quitó el casco protector de la cabeza”.
Confusión y memoria
—Vi multitud de animales —comentó de un momento a otro Carla, la antigua amiga de José. Dijo estas palabras sin proponérselo; las palabras salieron de su boca, como si ella no hubiera querido decirlas.
—Al final de la avenida —prosiguió Carla— se ven osos embriagados con uvas, que retozan en las ramas de los olmos y castores que se bañan en un lago.
—Ardillas negras juegan en los espesos ramajes —concluyó.
Justó ahí, al pronunciar Carla las palabras “espesos ramajes”, José fue sacudido por una rememoración. Volvió a él, como si fuera un enjambre de avispas guitarreras, un conjunto de frases —similares a las de Carla, pero muy diferentes— que había escuchado allá en su remota infancia.
—“Los resplandores —dijo José—, los resplandores que delineaban hacia el oriente las cúspides de la cordillera central doraban en semicírculos sobre ella algunas nubes ligeras que se desataban las unas a las otras para alejarse y desaparecer”.
Al terminar la frase, dicha a manera de recitación escolar, José quedó en silencio. Carla lo contemplaba fascinada y recelosa al mismo tiempo.
—“Los papagayos de cabezas amarillas, los picos verdes sonrosados, los cardenales de fuego saltan y gritan en los cipreses…”
—No, cipreses no —interrumpió José—. Eran los grupos de palmeras.
—“Los grupos de palmeras —continuó desesperado José—. Las palmeras, su línea invisible, que crea la silueta de las montañas”. Tú no sabes nada Carla, nada sabes porque todo lo has visto en los libros. “No eran cipreses, sino naguares y piaundes, eran pambiles y gualtes, o si prefieres, eran los ‘reyes de la selva’ que empuñaban sus copas sobre ella para divisar algo más grandioso que el desierto, la mar lejana”.
Carla, asombrada, guardó Atala de Chateaubriand dentro de su abrigo negro y, haciéndole un mimo en la cabeza a José, se despidió de él, mandándole un beso desde la distancia.
—Eso es puro Exotismo.
José hizo caso al comentario y prefirió adentrarse en los recuerdos de su infancia.
—¡Exotismo!, como si pudiera haber exotismo en la antigua casa de mi abuelo. ¡Exotismo! Cuando yo, de niño, corría entre el pasto yaraguá persiguiendo pechiblancas y taponas, y mi madre, al llegar yo todo encadillado de mis aventuras, me llamaba la atención porque traía sucia la ropa, manchada de musgo y líquenes porque no paraba de subirme a los guácimos, a los totumos, a los hojianchos, los capotes, los guamos y a los guayabos repletos de hormigas locas.
El extranjero
—¿Quién?, ¿quién es ese que llega?
—Es un extranjero. Alguien que dice traer una buena nueva.
—No, no sabemos, sino que anhela cumplir no sé que destino. Algo que tiene que ver con un hecho que debe cumplirse.
— ¿Acaso es un profeta?, ¿otro de los falsos profetas?
—Quizá. Pero afirman que es muy seguro, muy lleno de sí, de sus palabras, de sus propios pasos. Que se sabe dueño de su camino e intenta que otros lo sigan. Se hace llamar “pescador de hombres”.
—¿Y en verdad hay otros que lo siguen?
—Sí. Algunos. Otros lo intentan, pero luego, pasadas dos o tres lunas, se arrepienten. “Es un exigente”, dicen. Hay demasiados ayunos en su vida.
—Me quedan preguntas sin resolver. Por ejemplo, ¿por qué eligió este pueblo, esta aldea y no otra? ¿Por qué nuestro suelo?
—Él dice, según me cuentan, que vino a esta región porque es acá, precisamente, donde todos tememos al contagio. Donde cada uno teme ser tocado por los forasteros. Y donde, según afirma, castigamos sin clemencia al peregrino.
—Eso son falsos rumores. Siempre hemos abierto la puerta al extranjero.
—No. Él dice que no habla de puertas de madera, sino de otras, mucho más sólidas y menos evidentes. Habla de las puertas del espíritu y agrega que, por eso, somos duros con nuestros semejantes. Predica, según me ha dicho, que nosotros debemos abrir de par en par las puertas de nuestros corazones.
—Loco debe ser. ¿Cómo puede pedirnos tal cosa?
—Sí, algo loco debe estar. Pues, montado en un burro atraviesa nuestras calles, sin ni siquiera tener esclavos que le carguen sus maletas. En un burro. Y, sin embargo, la gente ofrece a su paso hojas de palma, cuando no sus mantos.
—Gente ridícula. ¿ni que fuera un rey?
—Nada se sabe al respecto, sólo que viene de muy lejos, de un reino que a todos nos pertenece y que, sin embargo, desconocemos.
—Claro que es un loco. Solo ellos ofrecen tales cosas.
—En todo caso, él se sabe enviado. Viene en nombre de alguien. Habla de su padre, como si fuera un rey mayor, como si fuera su soberano.
—Bueno, eso es más cuerdo. Digamos que él es un emisario.
—No es muy claro, porque a veces él mismo se llama Dios. Él mismo es su rey y su siervo, su potestad y su obediencia.
—¿Y cómo cubre su cuerpo?
—Extraña es su actitud y extraños sus vestidos. Anda desnudo y no le importa.
—¿Y tú lo has visto, dime, lo has visto?
—No, no lo he visto. Nunca lo he visto. Pero quisiera verlo.
—Yo también, aunque fuera por mera curiosidad. Sería muy raro hallarse de frente, así de pronto, con uno que dice llamarse Dios… Aunque, pensándolo bien, mejor no. De pronto al verlo, pierde su encanto. En fin, debe ser uno de los tantos caminantes que al verlo pasar nos hace sentir nuestra rutina sedentaria. Un extranjero de esos que, como el viento, por unos instantes mueven algunas de nuestras empolvadas hojas.
—Yo sí quisiera verlo, pero conocerlo en verdad. Porque de él no se tienen sino comentarios. Verlo, estrechar su mano y decirle: mire, yo soy uno de los tantos que ha oído hablar de su reino; por favor, explíqueme dónde queda o qué hay que hacer para llegar allá… Yo quisiera encontrarme frente a frente con ese hombre.
Una vez Saturno terminó el litigio sobre la paternidad de “Hombre” y abandonó la sala de audiencias, Custos quedó con cierta tristeza por no haber sido él quien le hubiera puesto el nombre a su obra de barro. Había pensado en denominar a su criatura Adán, porque le gustaba el color de su piel rojiza. También había imaginado otros nombres como “Blandito” porque la criatura cedía muy fácilmente a la presión de sus manos. En todo caso, aceptando el veredicto de Saturno decidió asumir la responsabilidad que el viejo dios le había asignado: “Tenlo contigo todo el tiempo que viva”.
Pero no fue nada fácil para Custos cumplir con ese mandato. “Hombre” lloraba día y noche. Sus manos se agitaban frenéticas y nada parecía calmarlo: de poco servían los brazos fuertes que lo llevaban de un lado para otro, la voz recia que lo invitaba a serenarse, la soledad en que por momentos permanecía. Custos se vio agobiado por la tarea.
Así pasaron varios días. Pero una mañana, impulsado por las inquietudes o la impotencia, Custos decidió ir hasta el Monte Capitolino para visitar de nuevo a Saturno.
—No sé si podré cumplir con tu cometido —le dijo Custos a Saturno, apenas tomó asiento.
—¿Por qué? —le respondió el dios—, poniendo el reloj de arena al lado de su trono.
—Esto de estar pendiente de “Hombre” es una tarea nada fácil de cumplir.
Saturno escuchaba a Custos con mucha atención.
—No sabe, dios de dioses, lo que han sido para mí estos días. No he podido dormir con tranquilidad.
—¿Por qué? —interrumpió Saturno—, volviendo a coger el reloj de arena con una de sus manos.
—“Hombre” es caprichoso, varía su estado de ánimo y grita a toda hora. “Hombre” es un ser que llora y chilla como si no tuviera otra manera de expresarse…
—Recuerda que su esencia es frágil —lo interrumpió Saturno.
—Sí, lo sé. Pero nunca antes había tenido a mi cargo este tipo de criaturas. Nunca alguien había demandado tanto de mí.
—¿Pero no te parece gratificante dicha tarea?
—De alguna forma, aunque han sido más mis fracasos que mis logros.
Custos bajó la mirada y se detuvo a observar sus manos.
—Es que hasta estas manos ya no me sirven.
—¿Por qué? —volvió a interrumpirlo Saturno.
—Pues no sabía que ellas fueran tan fuertes, tan agresivas, tan violentas.
—¿Y por qué no dejas de ver tu incapacidad y empiezas a observar a la criatura? —lo interrumpió Saturno, usando el tono sentencioso de un padre.
—Me siento esclavo de lo mismo que creé—, dijo Custos de manera impulsiva y como librándose de una angustia que le apretaba el pecho.
—Modelar casualmente una criatura es más fácil que mantenerla con vida.
—¿Y si se la entregamos a Gea, seguramente ella se sentirá complacida y le resultará más fácil atender a la criatura? —replicó Custos, como última alternativa a sus preocupaciones.
—A Gea le corresponde no el desarrollo de esa vida, sino su término.
—Tengo miedo de fallar.
Saturno permaneció en silencio. Custos entendió que el diálogo con el gran dios había llegado a su fin. Hizo un gesto de agradecimiento y, meditando en las palabras de la divinidad barbada, empezó a descender del monte celeste.
Antes de llegar a su casa escuchó el llanto de la criatura. Todo parecía seguir igual que cuando se fue a visitar a Saturno. A pesar de los lloriqueos entró al dormitorio, se arrodilló al pie del pequeño ser y, haciendo un esfuerzo para serenarse, empezó a prestar mucha atención a lo que hacía “Hombre”. Se dedicó a observar y analizar a esa criatura hasta descubrir cosas sorprendentes en el reciente ser: primero supo que el niño tenía unas vellosidades diminutas en cada una de sus orejas; también notó que el color de sus ojos cambiaba según los momentos del día. Todo eso descubrió Custos, producto de su atención continuada. Otra cosa que percibió fue que “Hombre” lanzaba los gritos con diferentes frecuencias y con variados tonos.
Fruto de sus observaciones, Custos optó por no zarandear demasiado a la criatura. Ya no la agarraba de cualquier manera y se impuso, por regla, tocarla siempre después de haberse lavado las manos. Además, se propuso descifrar por qué aquel ser emitía tales gritos. Como consecuencia de su pesquisa descubrió que los gritos dependían de la necesidad de alimento y de la urgencia de su presencia al lado de la criatura. “Hombre” reclamaba con sus gritos la figura de su gestor. Eso lo descubrió Custos y empezó a ensayar turnos de guardia con diferentes regularidades. De igual manera resultó provechoso adecuar un lecho más suave para “Hombre”. Cambiar la dura madera y las burdas mantas por la paja y un puñado de plumas de ganso hicieron que ese pequeño ser conciliara por momentos el sueño.
También fue grato comprobar cómo los gritos cesaban cuando Custos se acercaba a “Hombre”, le mostraba una sonrisa y fijaba su mirada en los grandes ojos del niño de barro. También se dio cuenta de que los gritos mermaban si Custos le hablaba a la criatura muy suavecito, con palabras parecidas a un murmullo. Y supo que era suficiente un poco de leche de una de sus cabras para apaciguar los llamados estridentes.
Aunque el llanto y del malestar de la criatura no desaparecieron por completo, Custos sintió que había tenido un leve avance. Pero las dudas seguían mortificándolo. Así que, volvió a encaminarse hacia el monte Capitolino en busca de Saturno.
El viejo dios lo atendió con ojos escrutadores.
—¿Cómo va mi solicitud?
—Mejor, pero sigo temeroso de saber si estoy haciendo lo correcto.
—¿Seguiste mi consejo?
— Eso intenté —respondió Custos con algo de temor.
—¿Qué hiciste?
—Tuve que afinar mis manos, volverlas más sutiles, más tersas, para que pudieran al menos acariciar a “Hombre” sin que él se resintiera y lanzara alguno de sus agudos gritos.
Saturno seguía con atención el testimonio de Custos. Guardaba silencio, pero se mantenía con un gesto de sumo interés.
—Y además aprendí —continuó Custos— a suavizar mi voz. Ahora no hablo con tanta fuerza, sino que para apaciguar los gritos de “Hombre” volví mi torrente de voz en un murmullo, casi en un rumor tan fino y tan imperceptible como una brisa del atardecer.
—¿No te parece que en eso consiste, precisamente, tu tarea? —dijo Saturno—, echándose hacia atrás de su trono, no sin antes tomar con su mano izquierda la hoz segadora.
—Pero no sé descifrar los sonidos balbucientes de su voz, ni entender sus gestos…
Custos hizo una pausa. Levantó su mirada hacia Saturno y puso en sus palabras un tono de súplica:
—¿Y así será siempre?
—Mientras palpite la sangre en su cuerpo —respondió Saturno con un tono de sutil mandato.
La luz iridiscente de los ojos de Saturno se encontró con la mirada de Custos. Tal encuentro ocular fue como una revelación para el moldeador de la criatura de llanto inconsolable. Observó con más detalle al dios barbado y lo vio, a pesar de los años, aún majestuoso, sosteniendo en una mano el reloj de arena y, en la otra, la hoz brillante. Después se incorporó del pequeño asiento en donde había estado y, agradeciéndole a Saturno su tiempo y su disposición para escucharlo, abandonó el monte Capitolino con una idea en la cabeza y un propósito en su corazón.
—Se requiere más fuerza para atender al débil que al poderoso —dijo para sí.
Apresuró el paso porque sintió como un llamado dentro de su pecho o le pareció oír el grito desamparado de aquella criatura en la distancia.
“Ulises y las Sirenas” (detalle) del pintor Herbert James Draper.
La nave de Ulises con su reducida tripulación se acerca a la isla de las Sirenas. En la mente del héroe se reavivan las advertencias de Circe. Los otros marineros que lo acompañan no dejan de sentir temor, pero conocedores de la astucia de aquel líder, esperan sus indicaciones.
—Aquí está la cera. Ponedla bien adentro de vuestras orejas.
Los hombres sueltan los remos y empiezan en distintos tiempos a cumplir la orden. El mar parece tranquilo y el cielo apenas muestra unas pocas nubes.
—Ahora, preparad la soga, una de las fuertes.
Mientras dice esas palabras, Ulises va situándose de pie, justo de espaldas al grueso mástil de la embarcación. Su corazón palpita ansioso. Algo semejante había sentido cuando escapó de la cueva de Polifemo, amarrado al vientre de esos enormes carneros.
—Haced varios mudos, con fuerza; que mi cuerpo parezca uno con la madera —les advierte a dos de sus más cercanos remeros.
Los marineros envuelven a Ulises con la soga, apretando el cuerpo del héroe en más de una ocasión. Después retornan a sus sitios y comienzan a tapar sus orejas con la blanda cera.
Aunque la tripulación sigue remando y el viento mueve tenuemente la vela, la cercanía a la isla crea una especie de silencio profundo. El ruido de las olas del mar suena claro para Ulises, al igual que el movimiento atropellado de sus pensamientos:
—“Quiero escuchar esas voces, adueñarme de sus secretos, deleitarme con su música… Ver y escuchar, eso es lo que deseo”.
Y Ulises, con los ojos muy abiertos, con la mirada fija hacia aquella isla rocosa, se acerca valiente a los reinos de estas tres cantoras con alas y patas de pájaro.
*
—Ligeia: Hermanas, observad al poniente, se aproxima una nave… Que nuestras incesantes melodías sean más fuertes ahora. Tú, Aglaope, tañe la flauta con ese sonido tan penetrante, que parezca uno solo con los pálpitos del corazón de aquellos marineros, mientras yo pulso mi lira con más intensidad.
—Aglaope: Ya los veo… aunque no son muchos, los noto desconcertados; esta será otra tripulación que tampoco llegará a su destino.
—Himeropa: Sí, hermanas, es tiempo de que suene fuerte nuestra música a la par de nuestras voces melodiosas…
—Ligeia: Mirad, en el mástil está atado un hombre, que no deja de mirarnos…
—Aglaope: Es el asombro de vernos y escucharnos por primera vez.
—Himeropa: La tripulación parece no estar oyéndonos, ¿será que nuestra música no tiene la suficiente intensidad para herir sus oídos? Hermanas, aumentad el volumen de vuestros artilugios, que el sonido de la lira y el aulós penetre hasta el fondo de sus almas.
—Ligeia: ¿O será que son sensibles más al canto que al sonido de nuestros instrumentos? Unamos, entonces, nuestras voces y despertemos en ellos recuerdos queridos, ensoñaciones de esas que llevan al llanto.
*
Por un momento la tripulación deja de remar. El tiempo parece haberse detenido. Los navegantes miran hacia la isla y ven en un pequeño promontorio a tres mujeres echadas, observándolos. Como tienen las orejas tapadas, sólo pueden apreciar los gestos de aquellos seres extraños contorsionando su cuerpo a la par que mueven sus manos en unos instrumentos musicales. Imaginan que están tocando y cantando a la vez. Varios de los remeros, sin ponerse de acuerdo, musitan una antigua oración a Poseidón, el dios de los mares, repitiendo entre dientes el final de aquel himno protector: “Oh, bienaventurado, socorre a los navegantes con corazón benévolo”. Únicamente Ulises permanece atento y concentrado en la música envolvente y el canto dulce de las Sirenas.
*
—Ligeia: Observad, los hombres han dejado de mover sus brazos. Su atención está dispersa y parece que estuvieran desconcertados o perdidos en sus pensamientos.
—Aglaope: El que está atado al mástil es el más atento a nuestro llamado sonoro, pero noto que todavía no se anima a romper las ataduras y lanzarse al mar para venir a buscarnos.
—Ligeia: Hermana, cántale con tu voz seductora, recuérdale las largas noches de sincero amor con su entregada esposa y, si eso no es suficiente, tú sabes cómo hacerlo, convierte tu voz en un susurro incitante que evoque las noches apasionadas que este hombre tuvo con alguna de sus amantes. Hazlo, pronto… o si no, libera su imaginación y conviértela en un presagio gozoso de los futuros cuerpos desnudos que están dormidos en su fantasía.
—Himeropa: Eso haré, pero necesito que pulses la lira como si cada cuerda fuera una caricia, como si las notas hicieran las veces de unas delicadas manos.
—Aglaope: Como veo que porta casco de guerra, cantaré como nunca sus hazañas pasadas, recordaré dulcemente sus hechos memorables y pondré tal brillo en mis notas que haré revivir el orgullo de la victoria y el placer de los vítores que preludian los honores.
—Ligeia: Sí, concentrémonos en él, pero sin descuidar a los otros marineros. ¿Qué pócima habrán bebido o qué divinidad los protege para que no los afecte nuestra música? Hermanas, armonicemos nuestras fuerzas para incentivar en esos hombres el deseo de venir hacia nosotras.
*
Casi todos los tripulantes miran hacia el mismo punto. Allá, a corta distancia, están las Sirenas. Unos piensan que son demasiado raquíticas, comparadas con las historias de suma belleza que escucharon en los puertos; otros cavilan en que sus cuellos son demasiado largos para su reducido tronco; algunos más, los de mirada más fina, se detienen en los resplandecientes pechos. Todos, sin saberlo, coinciden en que sus rizadas cabelleras son de una hermosura inigualable, y al verlas ondular por la brisa parecen un mar bermejo con las tonalidades de la miel.
Ulises en cambio, como sí puede escuchar lo que las Sirenas cantan y tocan, está en un estado de éxtasis, de arrobamiento. Unas notas lo llevan hasta su querida Penélope, a sus muslos firmes y ardorosos; otras melodías lo trasladan hasta el lecho de Circe y allí vuelve a sentir la exquisitez de amar y ser amado asumiendo variedad de formas… Y al contemplar los senos de las Sirenas su memoria se sitúa justo en el lecho de Calipso y se ve a sí mismo bebiendo un vino embriagador en aquellas vasijas rosadas turgentes y olorosas a perfume. Y al escuchar aquellos cantos, todo su ser tiembla de emoción al verse derribando a sus enemigos, arengando a los ejércitos, peleando en compañía del veloz Aquiles, ideando y dirigiendo la construcción del caballo de Troya, abriendo el desfile de la procesión triunfal en medio de la multitud del pueblo aqueo que le lanza rosas como regalo a sus victorias. A medida que se intensifica el canto de las Sirenas, Ulises recupera la fuerza juvenil del guerrero, la valentía que rompe cualquier tipo de obstáculos… Aún así, el amarre de la soga lo mantiene fijo al mástil del navío.
*
—Aglaope: Imposible, hermanas, mirad. Los hombres han vuelto a tomar sus remos, la nave amenaza con alejarse de nosotras. Por primera vez unos mortales huyen indemnes de nuestra música. ¡Cantad más fuerte!
—Himeropa: O tú, madre, Melpómene, pon en nuestro ser el don de los arpegios celestiales, agiliza nuestras manos, afina nuestra voz.
— Ligeia: Y el hombre atado al mástil, es implacable en su tenacidad para seguir mirándonos. Esos ojos parecen flechas incendiarias que queman mi garganta. Debe ser un héroe, un semidiós o algún titán de los que nadie sabía nada.
—Aglaope: Se alejan, se alejan, cuánto lamento ahora la ocasión en que concursamos con la Musas y perdimos nuestras alas. Si pudiéramos volar cantaríamos muy cerca a sus oídos y sentirían en su piel la vibración de nuestros instrumentos.
—Ligeia: Hermanas, es el momento de acudir a nuestra última manera de seducir: otorguémosles a esos marineros la facultad de ver el porvenir; démosles, así sea por un corto tiempo, el don de la clarividencia como último recurso para detenerlos.
—Himeropa: Sí, eso es. Que sea el futuro y no el pasado lo que los obligue a venir hasta nosotras.
*
La tripulación empieza a remar con lentitud, esperando a ver si sus ojos les revelan algo especial o diferente de las Sirenas. Sin embargo, nada extraño sucede. Las tres mujeres con piernas de pájaro se mueven acompasadamente en una danza muda. Entonces, miran hacia donde sigue amarrado su líder. Lo notan con los ojos muy abiertos y con un gesto totalmente ausente. No se equivocan: Ulises camina por su Ítaca añorada, siente la brisa refrescante y el olor de su patria; va al encuentro de su servicial Eumeo y unos segundos después se abraza conmovido con su hijo Telémaco. Ve a unos hombres invadiendo su hogar y a la vez vislumbra la estrategia para acabar con ellos. Todo se le revela en una progresión infinita, tan rápida que no alcanza a retenerla en su memoria… Tantas imágenes se aglutinan en su mente que hasta puede verse a sí mismo, ya anciano, relatándole a su amada Penélope la aventura de la que ahora es protagonista.
*
—Himeropa: Me falta el aire, se está apagando mi voz.
—Ligeia: Todas las cuerdas de mi lira han dejado de vibrar.
—Himeropa: La sequedad ha roto mis entrañas… ¡Qué espantoso silencio!
—Aglaope: Padre, mío, acógenos en tus húmedos brazos. Amadísimo, Aqueloo, de ti venimos y hacia ti volvemos.
*
Los hombres alcanzan a divisar en la distancia cómo las Sirenas se lanzan al mar. Se sienten más tranquilos. Rápidamente van quitándose la cera de las orejas y, acto seguido, varios de ellos comienzan a desatar a Ulises. El héroe de los mil engaños sigue absorto en su visión, y apenas está liberado de la cuerda, cae desmadejado al piso de la embarcación. Alguien le lleva agua y Ulises la bebe con tal ansiedad, como si hubiera acabado de salir de un extenuante combate. La tripulación quiere saber de una vez, qué ha escuchado su líder, cómo es el temible canto de las Sirenas. Arden en curiosidad. Sin embargo, Ulises aún sigue tan extasiado, con un rostro absorto y lejano, que los remeros prefieren dejar pasar un tiempo razonable antes de agobiarlo con sus preguntas. Cuando el viento sopla fuerte en sus rostros, izan la vela y descansan sus brazos. Justo en ese momento el rey de Ítaca se pone de pie y, como si adivinara lo que sus hombres desean saber, les dice:
— Es algo maravilloso y muy triste a la vez. Esa música y ese canto me llevaron a revivir, en un instante, la creación de mi pasado, pero también me hicieron contemplar su destrucción. Era como estar en el Hades y el Olimpo al mismo tiempo… Exaltada alegría unida a un profundo dolor fue lo que provocó en mí el canto de las Sirenas.
Enseguida pone su mano derecha a la manera de un parasol sobre sus ojos, mira de donde vienen navegando y dice sentencioso una frase que parece una revelación de tal encuentro:
—Siempre el agua quiere desmoronar la roca porque el movimiento no soporta la fijeza.
Las manos de Bonifacio se hundieron en el suelo húmedo. “Qué yucas las que da esta tierra”, pensó y, al mismo tiempo, cortó con la peinilla tres canales el cuello terroso que las ataba al tallo de la planta. Metió las yucas en un costal de fique, cargándolo enseguida a su espalda.
—Da gusto llevar estas yucas— repitió entre dientes, pero un aire rápido arrastró las palabras hacia la hondonada cercana y de allí logró levantarlas hasta difuminarlas entre las montañas de Lomalarga y Bellavista.
Bonifacio sudaba. La camisa se le pegaba al cuerpo, y el jugo lechoso de un racimo de plátanos recién cortados, se adhería también a su piel. Apartando unos retoños de maíz con la mano izquierda, como esquivándolos para no sepultarlos con su pie, Bonifacio pensaba alegre: “seguro que la cosecha de este año va a ser mejor que la del pasado… Y con el aguacero de anoche”. En tanto avanzaba, camino hacia la casa familiar, vio abajo, en un espacio privilegiado por la luz que dejaban entrar los árboles, la figura reluciente de una papaya madura. Descargó el bulto con las yucas, y puso sobre el tronco de un viejo guácimo el racimo de plátanos. Decidido, atravesó la cortina de hojas de los maizales hasta hallarse justo debajo del papayo. Hizo una horqueta con una rama caída de matarratón y descolgó con ella, delicadamente, la papaya rojiza, la cual tenía algunos agujeros hechos seguramente por los picos de los toches y los azulejos. “Es una de las buenas”, pensó. Una pechiblanca lo miraba asustada desde la segura sombra de una mata de palmicha, como previendo el vuelo o la huida, pero no fue necesario porque Bonifacio se alejó del lugar tarareando una canción muy popular entonces: “Te espero, allí donde tú sabes; lo quiero porque tenemos que hablar…”
*
Recordé esta historia como si la estuviera leyendo en algún libro mágico. No sabía bien si la recordaba o si la recreaba, pero ahora, cuando mi padre me ha pedido —sin exigírmelo— una ayuda para el pago de los servicios, siento que la historia toma la solidez del recuerdo. No es que vivamos en la miseria, sólo que en estos días de marzo la abundancia familiar de la comida se ha visto restringida por el ahorro obligado, por la posible compra de un negocio. Tampoco es que me sienta miserable pero sí he visto la preocupación de mi padre por mantener sin interrupción la constancia del plato de sopa, por no dejar vacía del todo la nevera. Sé también que las deudas aumentan y que los intereses de las mismas van formando otro dolor de cabeza, otra peladura más en el estómago de mi padre, quien está sentado frente a mí leyendo con la ayuda de una lupa los avisos clasificados del periódico.
—Y cuánto es lo que tenemos para el negocio —interrumpí a mi padre—, tratando de crear un espacio de diálogo con él.
—Quizá unos setecientos mil, pero de eso tenemos que pagarle doscientos mil a su tío Ernesto.
Mi padre dobló ligeramente el periódico y por enésima vez me repitió la difícil situación por la que estábamos pasando.
—No es sólo la deuda con su tío —dijo desconsolado—. Es también el pago de la otra hipoteca que ya, en tres meses, se nos viene encima.
Mi padre siguió hablando sobre el dinero necesario para pagar las deudas, el arriendo, los servicios, y dado que yo me había concentrado en la lectura de un libro, fue aminorando el ritmo de su monólogo hasta quedar en silencio. Preferí hundirme en la lectura. No por evasión o por cobardía, sino por conocer en cierta forma mis limitaciones económicas. En la lectura encontraba algunas respuestas que, si bien no solucionaban directamente los problemas monetarios de mi padre, sí por lo menos me consolaban a mí de mi impotencia. “Debes con dignidad soportar la vida, / tan solo lo mezquino la hace pequeña”, leí, y de inmediato levanté la mirada. Mi padre seguía imperturbable leyendo los avisos clasificados, marcando algunos, como haciendo una lista imaginaria de lo inalcanzable: “Lindo negocio panadería-cafetería local edificio dos apartamentos bodega oficina produciendo $40.000 diarios. $20.000.000. facilidades 2445967”.
—Ay, mijo, parece que va a llover esta tarde —dijo mi padre—, en tanto se levantaba de la butaca negra. —Y yo que quería ver un negocito, allá arriba, sobre la calle 68, cerca al cementerio.
—Toca insistirle —dijo finalmente mi padre—, y salió de la pieza comedor arrastrando tras de sí las gotas de lluvia que empezaban a patinar sobre los cristales de la ventana.
Continué leyendo. Sin embargo, la historia aquella de las yucas, los plátanos y la papaya había quedado retenida sobre el vidrio de la mesa como la gelatina sin dulce que acostumbra a hacer mi madre.
*
Los plátanos y las yucas, la papaya picoteada por los pájaros y algunos aguacates, estaban ahora dispersos sobre el corredor de cemento de la casa familiar. La boca del costal acababa de soltarlos, luego de haberlos tenido encerrados durante un buen trecho, durante el tiempo necesario que había de Caracolí a Capirita. Al lado del mercado, las voces de la esposa y el hijo y el constante batir de cola de los perros, creaban el ritual de la vuelta a casa. Porque es seguro, totalmente cierto, que en el campo toda ida es un adiós y toda llegada un nacimiento. Una totuma llena de limonada, con las pepas de limón aún sobrenadando, refrescaron los labios y la garganta de Bonifacio. El sol estaba en su punto, los árboles ni siquiera mecían sus hojas. Era un mediodía silencioso.
—La próxima semana tengo que ir hasta “La Guácima”, por los linderos de los Murcia, porque vi unos racimos de plátanos maduros, y da lástima que se pierdan.
La mujer no respondió. Estaba ocupada atizando el fogón, revolviendo la olla y cuidando que no se fueran a quemar las arepas. El humo salía de la amplia cocina de bahareque y se iba levantando por encima del techo de paja, como formando un holocausto; luego, se dispersaba entre el cielo azul claro.
—Papá, ¿me va a llevar mañana a San Juan? —preguntó el niño.
—Ya veremos —dijo Bonifacio—, mientras desprendía con sus manos los cadillos agarrados fuertemente a su pantalón.
*
Una voz me sacó de mi lectura. Mi madre llamaba desde la cocina. Dejé a un lado el libro y me encaminé hacia ella. Mi madre estaba preparando una crema de “Durena”. Al verme entrar, me ofreció un jugo de moras.
—No hay como este juguito para reponer la sangre —me dijo—, en tanto limpiaba el vaso con un trapo húmedo.
Hacía calor en la pequeña cocina de techo ahumado y ventana con rejas, y el sonido sordo de la estufa eléctrica contrastaba con el ruido lejano de algún radio del vecindario.
Mi madre esperó hasta que apuré el contenido del vaso y luego se dispuso a lavarlo.
—Si uno deja acumular la loza sucia, llama ruina —dijo.
Asentí con un leve movimiento de cabeza y volví a mi alcoba. En la habitación contigua, mi padre en ese mismo momento prendió el televisor disponiéndose a ver “El Llanero Solitario”. Era día domingo y él acostumbraba entretenerse mirando la vieja película del enmascarado que está del lado de la justicia.
Abrí el libro en la página que había dejado señalada con un separador negro y otra frase se estrelló ante mis ojos: “Y carente de todo arreo quiero ufanarme, / mientras sienta que el pecho se me ensancha…” , pero dejé inconcluso el renglón porque unos golpes secos atrajeron mi atención hacia la puerta de la casa. Fui hasta la ventana y vi, abajo, en la acera, la figura conocida de mi tía Dioselina.
—Es mi tía Diosa —grité—, cerrando la ventana.
Mi padre, al oírme, bajó a abrirle la puerta.
—Diosita, ¿y ese milagro? —oí que saludaba mi madre a su media hermana.
—Bien mija —respondió ella—. Que muchas saludes de todos por allá y que aquí le mandan estas yucas y esta papayita con este gajo de plátanos.
Al escuchar las palabras de mi tía, salí corriendo hasta la sala y allí, sobre la mesa que servía de comedor, vi tirados los plátanos, las yucas y una papaya pequeña. Los tomé entre mis manos, los olí y luego, como seguro de un sueño anterior, como aboliendo de un golpe las leyes del tiempo, le dije a mi madre:
A Luz Helena le encantaba salir con Ruben Darío porque él era poeta. Pero no era un lírico de libros, sino de la vida cotidiana. Bien sea caminando o compartiendo un transporte público, comprando algo en una tienda o haciendo cola para pagar algún servicio público, Rubén Darío la sorprendía con su metáforas.
En cierta ocasión que estaban caminando al lado de una iglesia, al pasar por el parque contiguo, varias palomas salieron volando y fueron a posarse cerca al campanario. Rubén Darío, sin pensarlo mucho le comentó a Luz Helena:
—No basta con volar, hay que ir más alto para repicar esa libertad.
Luz Helena le agasajó la ocurrencia, a pesar de no entender muy bien aquellas palabras. Siguieron caminando unas cuadras más hasta llegar a una esquina en donde vendían unas obleas cuadradas que a Rubén Darío le encantaban. Mientras esperaban que la vendedora les entregara aquella golosina rellena de arequipe, el hombre miró a su amiga de tantos años. A él le gustaba aquella mujer, pero sabía también que ese era un amor imposible porque ella, según le había confesado, seguía aferrada al recuerdo de su primer novio. A pesar de tal impedimento, Rubén Darío no perdía oportunidad para seducirla. Luz Helena no oponía resistencia a aquellos cumplidos y optaba por reírse o poner cara de asombro con tales ocurrencias.
—Lo más dulce de ti se esconde entre dos fragilidades.
Luz Helena no tuvo tiempo para responder a aquel mensaje porque en ese momento estaba ocupada en recibir las dos obleas, mientras su amigo las pagaba. Una vez Rubén Darío recibió el cambio, volvieron caminando hacia el pequeño parque a buscar una silla de hierro que estuviera vacía. Se sentaron juntos, intercalando los mordiscos a las obleas con fragmentos de diálogo sobre cosas habituales, con poca trascendencia.
—¿Y tú siempre has hablado de esa manera?
—¿Cuál manera?
—Así, como hablan los poetas…
—¿Y cómo hablan los poetas?
—Pues, diciendo cosas sorprendentes…
—¿Raras?
—Sí, en parte… pero cosas hermosas, al fin y al cabo…
—Bueno, al menos te entretengo… Sirvo de payaso de compañía…
—No… me pareces ingenioso… Muy inteligente.
—Alguna cosita debía tener a mi favor…
Luz Helena soltó una carcajada. Mordió de nuevo la oblea. Un pedazo de arequipe se quedó adherido al labio superior y ella, inconscientemente, lo lamió con su lengua. Ruben Darío, aprovechó aquel gesto para lanzarle una de sus líneas improvisadas. Con la mano izquierda le tocó suavemente la pierna a la mujer, diciéndole.
—Tan dulce eres que tú misma te saboreas.
La mujer alargó su risa, echándose hacia atrás y celebrando aquel piropo. Algunas palomas estaban cerca de ellos, tratando de conseguir las migajas de las obleas.
—Mi querido Rubén Darío, eres incorregible…
Terminado el pequeño banquete los dos amigos tomaron rumbo hacia una de las avenidas cercanas. Como esa tarde Luz Helena tenía una cita médica, le había pedido a Rubén Darío que la acompañara. El amigo había aceptado hacerlo, a sabiendas de tener que pedir un permiso urgente en la agencia de publicidad donde trabajaba.
—Tú tan lindo, por acompañarme.
La mujer agarró de gancho al hombre. Rubén Darío olió el perfume de Luz Helena, un capricho de ella que competía con la fascinación por los zapatos.
—Rico en las tardes es que a uno lo abracen las flores.
Luz Helena se detuvo por un momento. Rubén Darío lo hizo también, guiándose por el mandato de aquel brazo. La mujer miró al amigo, esbozó una sonrisa y, empinándose un poco, le dio un beso en la mejilla. Rubén Darío sintió que el olor del perfume era más intenso.
—¿Sabe la brisa que sus caricias son tormento para la candela?
—Lo que yo sé es que vamos a llegar tarde —respondió Luz Helena—, tomando del brazo de nuevo a Rubén Darío e invitándolo a aligerar el paso.
Ya en el transporte público, por ser como las cuatro de la tarde, lograron encontrar una silla vacía. La mujer seguía agarrada al brazo del hombre. Luz Helena llevaba una falda corta que le hacía resaltar sus bellas piernas. Rubén Darío haciendo el gesto con sus manos de una cámara fotográfica le tomaba fotos imaginarias a su amiga.
—¿Te gustan?
El hombre dejó de fotografiarle las piernas, cambiando el recuadro manual de la cámara para enfocarlo hacia el rostro de la mujer. Luz Helena no paraba de sonreír, alisándose el cabello con ambas manos. Rubén Darío se extasió viendo el movimiento del cabello negro. Una parada súbita del bus hizo que desacomodara las manos para sostenerse de la baranda del asiento delantero.
—Ay, te van a salir corridas las fotografías —dijo mofándose Luz Helena.
—Como yo ya las tengo reveladas en mi cabeza…
Entre bromas siguieron su recorrido hasta llegar al centro médico en el que la mujer tenía la cita. Rubén Darío bajó primero para, haciendo un ademán de cortesía, recibir a la mujer.
—Caballeros así ya no quedan en este mundo —dijo Luz Helena—, fingiendo una displicencia de reina de belleza.
—Cuando llega la noche hay que arrodillarse, si uno quiere ver las estrellas.
Entraron al edificio, sacaron el turno y se sentaron a esperar que llamaran a la mujer. Luz Helena se sintió cómoda para interrogar a su amigo sobre una cuestión que la venía intrigando desde hacía unos meses.
—A ver, mi poeta, ¿y quién es la dueña de tu corazón?
Rubén Darío se detuvo en los flecos de la cartera de la mujer. Con los dedos los iba tocando como si fueran las teclas de un piano de cuero.
—¿Por qué me preguntas lo que ya sabes?
Luz Helena hizo como si no lo hubiera escuchado, reiterando su pregunta:
—¿Quién es, a ver, confiésate conmigo?
—¿Cómo puede el espejo pedirle a la luz que no lo mire?
Justo en el momento en que la mujer iba a agarrarle una oreja a su amigo, en señal de picardía y complicidad, en ese instante por el parlante se escuchó el número de cita de Luz Helena. Ella se levantó presurosa. Rubén Darío la divisó caminar de espaldas hacia el mostrador y sintió que otra vez estaba enamorándose de un imposible. A los pocos minutos volvió la mujer. Se sentó al lado del hombre.
—¿Me extrañaste?
—Desde antes de conocerte —respondió Rubén Darío—, poniendo un tono en su voz que parecía una declaración de esas que los dramatizados en televisión consideran un momento definitivo para dos amantes.
Luz Helena comprendió que aquellas palabras ya no tenían la juguetona forma de un cumplido, sino la fuerza de una confesión. Miró a su amigo con ternura y bajó el tono de voz para amortiguar el peso de cada una de sus palabras.
—Rubencito, tú sabes que valoro mucho tu amistad como para convertirla en otra cosa…
El hombre sintió que esa frase ya la había escuchado antes. Porque pasados dos meses, después de conocer a Luz Helena en un seminario sobre las nuevas tendencias publicitarias del milenio, y de haberse puesto varias citas para almorzar o ir a cine, él, envalentonado por el sabor del vino, se había animado a declararle un amor que venía enredándose en su corazón. Y esa vez, como ahora, la mujer declinó aquella invitación, pero con un tacto que salvaguardaba los lazos de la amistad.
—Es mejor no ir más allá, porque de pronto alguno de los dos sale lastimado después.
Rubén Darío guardó silencio por unos segundos. Enseguida, sacando fuerzas de aquella nueva derrota, extendió su brazo como si fuera una flecha y, luego, trayendo la mano hacia su pecho, lo golpeó con fuerza en señal de una herida mortal.
—¡Para qué puñales si ya tengo adentro clavada una espina!
Luz Helena volvió a sonreír. Su nombre se escuchó en el parlante, claro, completo, indicando además el consultorio. Se puso de pie, pero antes de ir hasta las escaleras, con su mano derecha le desordenó un poco el cabello a su amigo. Ese era un hábito suyo, cuando Rubén Darío insistía en ir más allá de la amistad.
—Ahora no se ponga a llorar, que voy y no demoro…
El hombre la vio alejarse. Era hermosa Luz Helena. El movimiento de las caderas, la forma de las piernas, el bamboleo del cabello, la pequeña cartera de flecos siguiendo el ritmo acompasado de los brazos, toda ella era una figura preciosa. Rubén Darío percibió que esa mujer era un paisaje que se iba de sus manos hasta desaparecer tras la pared que comunicaba con las escaleras. No era esta la primera vez que sufría esa sensación de pérdida, de abandono. Tal vez era mejor seguir así, “de lejos”, al menos de esa manera podría tener para él las palabras, la sonrisa, el perfume de Luz Helena. Se echó hacía atrás en la silla. En su mente construyó una respuesta a las últimas palabras dichas por Luz Helena. Puso las dos manos atrás de su cabeza a manera de almohada y cerró los ojos. Un reloj de aluminio ubicado en la pared del ala sur de la sala de espera señalaba las cinco en punto.
Héctor José, hombre de gran sensibilidad, recibió a su correo la invitación para un seminario sobre Desarrollo Integral Armónico. Aunque no estaba muy animado para ir al evento, decidió asistir y aprovechar ese fin de semana como unos días de descanso. Empacó alguna ropa informal y, muy temprano, tomó un taxi que lo llevaría hasta el punto de encuentro a las afueras de la ciudad. Allí se reunió con otros colegas de trabajo y, a las ocho en punto de la mañana, él y los demás compañeros se acomodaron en el autobús que la Compañía había contratado para conducirlos hasta un hotel campestre, sede del evento.
El viaje no tuvo contratiempos. Más de tres horas de camino le permitieron a Héctor José y a sus colegas llegar a tiempo para la hora del almuerzo. Pasada la etapa de la inscripción y el proceso normal de alojamiento, el hombre de pelo cano bajó a elegir el menú entre las diversas alternativas dispuestas en varios samovares. Terminado el almuerzo, enriquecido por el diálogo y las bromas de los amigos de oficina, Héctor José se dirigió a su cabaña para lavarse los dientes y rápidamente se dirigió al salón “Cattleya” destinado para el seminario.
El protocolo del inicio del evento consistió en unas cortas palabras del jefe de personal y la entrega de una carpeta con la programación de los días del evento. Hecha la presentación del currículo del conferencista, llamado Santiago Contreras, éste tomó la palabra, dio la bienvenida a la concurrencia e inmediatamente les pidió a los asistentes que llenaran un pequeño cuestionario que tenían dentro de la carpeta entregada hacía unos minutos. La hoja mostraba 5 puntos y un título a manera de pregunta: “¿Es usted un buen escucha?”.
A Héctor José le pareció interesante el ejercicio y con entusiasmo respondió a todos los interrogantes. Terminó de escribir y esperó las indicaciones del expositor. Un par de mujeres jóvenes estaban atentas para recoger la hoja de respuestas. Cuando todos acabaron de contestar aquella encuesta el doctor Contreras empezó una disertación sobre la importancia de la escucha en los diferentes escenarios de la vida. Apoyado en una presentación de power point el conferencista iba desarrollando su argumentación con voz pausada y agradable.
—Oír no es lo mismo que escuchar. Lo primero es natural, lo segundo un acto intencionado que hay que aprender.
La charla no solo era interesante por los contenidos, sino por el modo como Santiago explicaba cada aspecto. Se notaba que era un tema sobre el cual tenía dominio y que disfrutaba al compartirlo con los participantes.
—Escuchar es más difícil que hablar, porque supone una fuerza de contención interior, un constreñimiento de la propia palabra.
Casi dos horas empleó el expositor Contreras para finalizar la primera charla de la tarde de ese viernes. Enseguida vino un tiempo de descanso para tomar un café y, luego, pasar a un trabajo en grupos de discusión. La concurrencia estaba motivada y más de uno hacía bromas retomando algunos de los puntos mencionados en la charla. Héctor José buscó un lugar entre los grupos de sillas organizadas en el amplio espacio del salón “Cattleya”. Cuando todos estuvieron acomodados, el conferencista tomó el micrófono y dio las indicaciones para la actividad.
—De ahora en adelante nadie puede hablar.
Se oyó un murmullo de sorpresas y algunas risas. El doctor Contreras prosiguió:
—Me gustaría que en grupo logren escribir en una cartelera, que ya les vamos a entregar, las cinco condiciones básicas para una buena escucha.
Héctor José recordó en ese momento el juego de adivinar películas con mímica que practicaba con un grupo de amigos cuando estudiaba en la universidad y le pareció una actividad retadora o, al menos, entretenida. Miró a sus compañeros del pequeño grupo y le pareció que ellos compartían su misma percepción del ejercicio.
—Tienen hora y media para presentar su cartelera. Sean creativos. Sáquenle provecho a los marcadores de colores que les estamos entregando. Recuerden —insistió el doctor Contreras— deben estar en silencio.
Lo que parecía una instrucción fácil de cumplir no resultó como se esperaba. En el salón se oían risas, carcajadas y monosílabos que estallaban en gritos, seguidos de invitaciones a callar. Cada participante sacaba a relucir sus dotes histriónicas y otros miraban a sus compañeros como espectadores de una comedia improvisada. En el grupo en el que estaba Héctor José la situación de comunicación se hacía más difícil porque dos de los siete integrantes al no entender a sus colegas se ponían de pie y empezaban a manotear negativamente o a hacer musarañas de desaprobación. Así transcurrieron los primeros minutos del ejercicio. Tal vez por ser jefe de departamento o porque transpiraba autoridad, Alirio Cáceres calmó los ánimos y el desorden, invitando al grupo a tratar de comprender lo que intentaban comunicarles los demás. Con los gestos de las manos fue dando el turno y, después, cada uno como bien podía expresaba con su cuerpo o haciendo mímica lo que consideraba era una de las condiciones de la buena escucha. Héctor José de manera espontánea manifestó con un gesto repetitivo de su mano derecha que él sería el redactor de la sesión. Para que se viera algún avance, Héctor José sacó unas hojas tamaño carta de la carpeta que les habían entregado y, en ellas, empezó a escribir lo que parecía la síntesis o interpretación de aquellas muecas de sus compañeros. Este recurso obligó a los siete miembros del equipo a abandonar los asientos y tirarse en el piso para leer lo que el hombre de pelo cano ponía en letras grandes. Por supuesto, más de una vez los índices decían que no era eso lo que tenían en su mente o las palmas de las manos, con un movimiento de lado a lado, señalaban que lo escrito era un concepto aproximado a lo expresado. Alirio no paraba de manifestarle al pequeño grupo con sus brazos actitudes de espera, de bajar el tono de la voz cuando involuntariamente salía de las bocas presas de la desesperación, de invitar de nuevo a cada persona para que escenificara otra vez lo que era su aporte o contribución para el logro de la actividad. Casi una hora duraron en este tanteo comunicativo. Al final, con un poco de frustración y de optimismo por haber logrado sacar adelante la tarea, cada grupo fue hasta unas pequeñas mesas dispuestas alrededor del salón para redactar en las carteleras los acuerdos de cada equipo. Héctor José le pidió el favor a Stella, una de las secretarias del Departamento, para que fuera ella la que pusiera de manera estética aquellas condiciones del buen escucha. La mujer de uñas impecables se mostró algo tímida a la invitación, pero después asumió la tarea con esmero y creatividad.
Una vez el conferencista comprobó que todos los equipos habían terminado el ejercicio pasó al frente del auditorio y dijo con voz vibrante:
—Ahora sí, ya pueden hablar.
La indicación del Doctor Contreras hizo que las palabras represadas de la concurrencia salieran como una avalancha, se transformaran en carcajadas o en bromas sobre la incomprensión o la falta de ingenio para comunicarse. Las personas se recriminaban jocosamente entre sí o agregaban explicaciones no pedidas a lo que ellos consideraban un flagrante malentendido. No le resultó fácil al conferencista lograr la calma del auditorio.
—Voy ahora a invitarlos a visitar el producto de cada uno de los grupos de trabajo. Pasen por las carteleras y obsérvenlas como si fueran las pinturas en una galería. Les pido —agregó Contreras— que en la libreta de notas que les entregamos, recojan algunos de los puntos que les vayan llamando poderosamente la atención.
Poco a poco los asistentes fueron desfilando a lo largo de las paredes del salón en donde estaban expuestas las carteleras. Héctor José se sorprendió de ver en la mayoría de ellas dibujos de orejas como recurso decorativo y, en otras, labios pintados con una “X” encima para indicar la orden de silencio. Con la libreta de notas en sus manos comenzó a entresacar aquellas ideas que le parecían más interesantes.
—Escriban las ideas tal y como aparecen en las carteleras —advirtió el doctor Contreras— dirigiendo la dinámica desde el escenario.
Héctor José encontró que en un buen número de esos carteles se mencionaba “el estar muy atentos” y “aprender a tener la boca cerrada”, pero hubo dos afirmaciones de grupos diferentes que lo sorprendieron. La primera frase estaba escrita en rojo. Decía: “Ponga en stop los prejuicios, así sea por unos minutos”. El grupo había dibujado, además, al lado de esta condición de la buena escucha una señal de tránsito de las usadas regularmente para indicar “prohibido parquear”. La otra frase que Héctor José consideró llamativa fue la de un equipo que, por los nombres puestos en la parte inferior derecha de la cartelera, estuvo constituido solo por mujeres: “sea cómplice y no juez de su interlocutor”. Terminado el paseo de observación, cada uno volvió a tomar asiento. El conferencista invitó a que algunos leyeran en voz alta lo que habían escrito, haciendo unos cortos comentarios o repitiendo la idea que había escuchado. Cerró esta parte del ejercicio pidiendo un aplauso de felicitación por el logro colectivo e inmediatamente le pidió a una de las muchachas auxiliares que fuera repartiendo a la concurrencia una hoja doblada de color amarillo.
—No lean todavía la hoja que les están entregando. Guárdenla en su carpeta para que la lean esta noche, antes de ir a dormir.
El doctor Contreras pidió a una de las asistentes que apagara las luces de la parte delantera del auditorio y aprovechó la penumbra de la noche incipiente para lograr un mejor contraste en sus diapositivas.
—Les voy a ir pasando algunos aforismos con el fin de que mediten en lo que allí se dice. El aforismo —prosiguió el expositor— es un escrito concreto, agudo, en el que se resume un caudal de sabiduría y tiene como objetivo ponernos a reflexionar.
La primera diapositiva traía una frase de algún filósofo chino que Héctor José no conocía. Las letras amarillas resaltaban sobre el fondo oscuro: “Una boca y dos orejas tenemos. En consecuencia, escucha dos veces antes de decir una palabra”. El conferencista continuaba pasando aquellas láminas sin hacer ningún comentario. Las diapositivas que siguieron eran de filósofos antiguos. Héctor José las iba leyendo, a pesar de que algunas le parecían bastante enigmáticas: “Los dioses son dioses porque, a diferencia de los hombres, pueden escuchar en silencio”. Fueron por lo menos veinte diapositivas las que desfilaron frente a los ojos de los asistentes. La última era un refrán que Héctor José recordó usaba mucho su padre, en las conversaciones familiares: “Del escuchar procede la sabiduría y del hablar el arrepentimiento”.
—Creo que estos aforismos son un buen aperitivo para la cena que nos espera —dijo el Doctor Contreras— dando por concluida la primera sesión del seminario.
El grupo abandonó el auditorio conversando animadamente. Algunos retomando ideas de las que habían presentado en las carteleras, otros haciendo eco a los aforismos y otros más exaltando o retomando para sí varias de las sugerencias ofrecidas por el conferencista.
Después de cenar, de charlar con amigos del trabajo, Héctor José prefirió caminar por la amplia zona verde del hotel, en parte para ayudarle a la digestión y como una manera de aprovechar el aire puro y reflexionar sobre la temática de esa tarde.
Quizá por la resonancia en su mente de las conferencias sus sentidos estaban atentos. Pudo percibir con claridad el sonido intermitente de los grillos, el ladrido de los perros y uno que otro cacareo de gallos en las casas vecinas. Se adentró por un camino, entre bambúes, y escuchó al viento acariciando las ramas. Se detuvo a detallar el croar de las ranas que permanecían invisibles entre la variedad de plantas que servían de andén a los caminos empedrados. Miró el cielo y se fascinó con las estrellas, titilantes, hermosas. En esa postura, se dijo a sí mismo que la ciudad no ayudaba mucho a la escucha, que el abundante ruido y el afán angustioso de la urbe, además de las demandas de la velocidad, poco colaboraban para que el espíritu hiciera esa pausa en la que podía percibir el sonido de cada uno de los seres vivos, la presencia susurrante de la vida. Por más de una hora Héctor José siguió deleitándose con esas voces que tenuemente se escuchaban en la lejanía, en otros cantos de aves que, si bien él no conocía sus nombres, podía diferenciarlos en la penumbra del bosque. Se sintió feliz. Pensó que si uno se dedicaba a escuchar alcanzaba cierto nivel de tranquilidad interior, y guardó esa idea para el siguiente día, si el conferencista le pedía algún aporte. Retornó al cuarto caminando con lentitud. Prefirió no prender la televisión. Se cambió de ropa, se cepilló los dientes y se tendió en la cama a rememorar y darle libertad a sus pensamientos. Justo en ese momento recordó la hoja amarilla que el Doctor Contreras les había entregado. Se levantó hasta una pequeña mesa, buscó la carpeta y extrajo la hoja doblada por la mitad. Volvió a la cama, se sentó y empezó a leer el documento, titulado: “Oración del escucha”.
Dame, Señor, paciencia para escuchar a mi prójimo,
atención infinita para no perderme sus reclamos;
pon un sello en mis labios para acallar mis palabras,
y un remanso en mi corazón para albergar el silencio.
Que yo tenga, Señor, la voluntad de escucha necesaria
para entender lo que alguien dice a medias,
para comprender el fondo oscuro de una confesión,
el lamento que balbucea como un niño,
las voces difusas de la soledad o la desesperanza.
Héctor José dejó de leer el pequeño texto y se acordó de su hijo adolescente, Vladimir; tuvo por unos segundos la última discusión con él, a pesar de su intención de evitar los conflictos. También vino a su mente la cara de Janeth, de quien se había separado hacía por lo menos dos años. Janeth que era iracunda y ofensiva; Janeth que, como él le decía, siempre veía el vaso medio vacío y no medio lleno. Esos rostros pasaron por su cabeza antes de terminar el texto.
Señor, aminora el ritmo de mi sangre, hazme lento
para no sacar conclusiones apresuradas o juicios inmediatos;
no dejes que mis pasiones cieguen mi inteligencia,
ni permitas que mi indiscreción rompa la frágil tela del secreto.
Que yo tenga, Señor, el don de la tranquilidad
y el tacto suficiente para saber ser oportuno;
que pueda, con el pasar de los años, crecer en sabiduría
y tener la humildad necesaria para inclinarme respetuoso
y escuchar, sin afanes ni censuras, el testimonio de los demás.
Concluida la lectura de la hoja amarilla, Héctor José releyó algunos apartados. La oración no tenía autor y todo hacía indicar que debía ser una creación del Doctor Contreras. Eso lo consultaría al otro día. Una vez más los recuerdos vinieron a su mente, esta vez en forma de autoexamen: ¿Sería él un buen escucha?, ¿parte de sus problemas familiares se deberían a esa incapacidad?, y si no fuera así, ¿por qué varios compañeros de la oficina lo consideraban un buen amigo? Así continuó meditando durante un buen tiempo mientras que lentamente le cogía el sueño. Lo último que escuchó fue el pito de algunos automotores que, lejos en la carretera, se abrían paso en medio de la noche.
*
El desayuno estuvo magnífico. Frutas y variedad de quesos y panes, huevos al gusto, varios tipos de jamones, jugos en cantidad… La conversación crecía en intensidad y el entusiasmo por el nuevo día de seminario estaba muy alto. No fue solo Héctor José el que elogió la oración de la hoja amarilla, sino varios los que subrayaron la importancia de compartirla con los miembros de su familia.
—Eso le queda como anillo al dedo a mi marido —comentó Stella, la secretaria de bonita letra.
—No, y será un obsequio que gustosa le llevaré a mi suegra —repuso sonriendo Nelly, una de las más jóvenes del Departamento donde laboraba Héctor José.
Pasado el desayuno los asistentes volvieron a sus habitaciones y retornaron rápidamente para empezar a tiempo la jornada. El Doctor Contreras los esperaba en la puerta del salón, dándoles la bienvenida, a la par que los invitaba a buscar un sitio que les agradara. Terminado este protocolo, el conferencista fue hasta el atril y desde allí empezó a hablar de la importancia del discernimiento.
—Discernir es pasar la acción por el cedazo de la reflexión —afirmó categórico.
En tal asunto empleó casi una media hora. Enseguida fue pidiéndoles a los participantes que dijeran en voz algún discernimiento producto del día anterior.
—Yo creo que no es fácil escuchar, aunque parezca natural —opinó un hombre que trabajaba en Contabilidad.
—A mí me llevó a pensar que, porque hablo mucho, es que no dejo un espacio para escuchar a los otros —dijo Lucy, la de ventas.
—Yo pienso —intervino Héctor José— que la ciudad no deja mucho tiempo para escuchar, que el ruido y la angustia cotidiana le cierran a uno los oídos. Que el afán es enemigo de la escucha…
—Yo creo que la oración la voy a rezar todas las noches —agregó Marina, una de las secretarias más antiguas—. Después de una pausa, puntualizó: —A ver si mi Diosito me ayuda a lograr comprender a mi hija.
Un buen número de participantes hizo público su discernimiento. El Doctor Contreras los escuchaba con atención, haciendo pequeñas glosas sobre algunas de las intervenciones. De esta manera concluyó la primera hora del día. Enseguida el conferencista proyectó en la pantalla una pintura de un hombre amarrado al mástil de un barco.
—Este que ven aquí es una representación de Odiseo el personaje de Homero, una magnífica obra que narra las aventuras de un héroe, astuto, que sufre infinidad de peripecias antes de retornar a su patria con su amada Penélope.
Con esa imagen de fondo el Doctor Contreras empezó su charla de esa mañana.
—Yo creo que para ser un buen escucha hay que ser como Odiseo: es necesario amarrarse la boca a ese mástil, para lograr escuchar las voces del silencio, el canto de las Sirenas.
Héctor José estaba fascinado con aquella manera de interpretar ese relato. Sus recuerdos fueron hasta el colegio Panamericano y en él vio al profesor Peláez hablando emocionado del cíclope, de la maga Circe, de la añorada Ítaca, de la tela que tejía durante el día y destejía de noche la fiel Penélope y de todo ese mundo de mitología que un ciego nos hizo ver con sus versos. Los recuerdos le hicieron perder algunas aseveraciones del Doctor Contreras.
—Pienso que, si uno no tiene voluntad de escucha, si no logra sujetar sus pasiones, sus prejuicios, sus escrúpulos, terminará estrellándose contra las rocas de la incomunicación o los malentendidos… Las personas le temen a las Sirenas del silencio.
Esta disertación duró hasta la media mañana. El doctor Contreras era un gran expositor y lograba con las inflexiones de su voz cautivar a su audiencia. Apenas terminó el relato, el conferencista empezó a enumerar y explicar algunas condiciones del buen escucha. Pasó revista a los pormenores de la atención concentrada, amplió las cualidades de la interlocución inteligente, puso varios ejemplos de cómo los escuchas de calidad sabían relacionar los mensajes segmentados y cerró con un aspecto que él consideraba esencial.
—Lo fundamental es tener voluntad de contención. Sin esa talanquera en nuestras palabras, sin esa restricción a nuestro afán por defendernos o avasallar a nuestro interlocutor, es imposible escuchar.
Precisamente con ese punto se terminó la primera sesión de la mañana, porque lo que vino luego, una vez tomado el refrigerio, fue una actividad de escritura individual. Las indicaciones las dio el Doctor Conteras:
—Cada uno vaya a su habitación o halle un lugar apartado en las instalaciones de este hotel y redacte una carta para alguna persona a quien desea manifestarle su voluntad de escucharla, o explicándole en la misiva por qué no lo ha podido escuchar en verdad. Procuren ser sinceros tanto en la elección de la persona como en el contenido de la carta —concluyó el Doctor Contreras.
Héctor José prefirió buscar una banca de cemento ubicada hacia la parte superior del hotel, desde donde podía divisarse el pueblo ubicado en las laderas de una montaña cercana. Abrió la carpeta, sacó una hoja de papel y se entretuvo largos minutos eligiendo quién iba a ser el destinatario o destinataria de su carta. En un primer momento pensó en Janeth, su exmujer, pero consideró extemporánea aquella confesión. Optó, entonces, por su hijo. Redactó, tachó, volvió a escribir, hizo enmiendas hasta que pudo elaborar el primer párrafo. Centró la carta en reconocer su dificultad para comunicarse con Vladimir, agregó que no sabía escucharlo, que los lugares para conversar con él no habían sido los más adecuados, al igual que el poco tiempo destinado para sus encuentros. Héctor José fue sincero hasta las lágrimas. Concluyó la misiva reiterándole el cariño y el apoyo a su hijo y, con letras subrayadas, solicitándole otra cita para “escucharte como mereces”. Terminada la misiva la metió en la carpeta, pero se quedó sentado allí otros minutos, contemplando las formas caprichosas de las nubes o cerrando los ojos para recrearse con el múltiple canto de los pájaros.
Después del almuerzo había en la programación del evento tarde libre. Esto quería decir que los participantes podían elegir entre descansar en su habitación, charlar con amigos, estarse un rato en la piscina, disfrutar la mesa de juegos o, como lo hizo Héctor José, irse caminando hasta el pueblo cercano. Todos se encontrarían de nuevo en el restaurante a la hora de la cena.
*
Terminada la comida, Héctor José se quedó conversando con Mauricio y Daniel, dos de sus amigos más cercanos. Stella, la secretaria de la bonita letra, estuvo un tiempo con ellos, pero luego los dejó porque tenía que ir a arreglar maleta y reportarse con su familia.
—Este seminario apareció en un momento clave de mi vida —dijo Daniel, llenando un vaso de plástico con cerveza—. Estoy viviendo una crisis de pareja muy tenaz.
—Eso nos pasa a todos —terció Mauricio—. La convivencia no es fácil.
—Lo que pasa es que los dos tenemos nuestro genio y terminamos peleando por bobadas. Pero yo creo que una causa de lo que nos está pasando es que solo nos vemos por la noche, cuando uno está cansado y no quiere sino descansar.
—O como dijo el conferencista —agregó Héctor José—, se empieza a vivir de sobreentendidos, y ninguno ya se escucha. Cada uno habla, pero ninguno lo escucha. Es una costumbre que lentamente va rompiendo la relación. La quiebra desde dentro, sin que se vea nada por fuera.
—¿Ese fue el motivo de su separación? —preguntó Daniel al amigo.
—En parte fue eso… Lo otro es que Janeth era muy celosa y eso la hacía decir cosas que me dolían demasiado porque no eran ciertas.
—En mi caso creo que el responsable soy yo. Me pongo a ver televisión y no le presto la suficiente atención a mi mujer. O cuando me cuenta sus problemas en el trabajo yo apenas cabeceo como para que no se moleste, pero en el fondo no los considero importantes o dignos de gastarle mucho tiempo.
—Y con lo sensibles que son las mujeres para estas cosas —comentó Mauricio, poniendo un tono de suspicacia en su apreciación.
—Yo creo que todos somos sensibles cuando no nos sentimos escuchados, es una especie de reacción ante la indignidad o la falta de consideración. ¿Se acuerdan de un aforismo que nos presentó el conferencista? —¿preguntó Héctor José a sus amigos?
—¿Cuál? —interpeló Mauricio.
—Uno de un escritor mexicano —agregó Héctor José— ¿Cómo era que decía? “Escuchar a otro es ponerle un rostro, que ya no sea un ser anónimo”. Algo así.
—Sí, sí, —contrapunteó Mauricio—. “Escuchar a otro es darle un rostro, es quitarle el peso de parecer un ser insignificante”.
—Buena memoria la tuya, querido amigo —dijo Héctor José, apurando otro sorbo del vaso con cerveza.
La noche cálida, la brisa refrescante, contribuían a que los amigos siguieran en su diálogo sin pensar en compromisos laborales o urgencias del diario vivir. A eso de las diez de la noche se despidieron. Héctor José caminó hasta su cuarto llevando el vaso en una de sus manos. Entró a la habitación, sacó una silla plástica y se acomodó en el vestíbulo a escuchar los sonidos de la noche. El croar de las ranas era más fuerte que el chirrido de los grillos. Su mente meditaba al mismo tiempo que se cuestionaba en silencio: ¿a cuántas personas había dejado sin rostro por no escucharlas?, ¿a cuantos más su falta de genuina atención los había convertido en seres insignificantes? El aullido de un perro lo sacó de sus cavilaciones. Apuró el último sorbo del vaso y entró al cuarto. En ese instante, quizá como un efecto del clima o del alcohol, sintió en su espíritu una inusitada tranquilidad y escuchó nítido cada palpitar de su corazón.
En aquel entonces vivíamos en el barrio Ricaurte. Recién acabábamos de llegar huyendo del bandolerismo y, después de muchas búsquedas infructuosas de trabajo, mi padre había conseguido un puesto de celador almacenista en una fábrica de jabón. Los escasos recursos obligaban a mi papá a restringir cualquier gasto innecesario, y las manos de mi madre ayudaban para hacer rendir los alimentos en la cocina. En esas condiciones recibí la navidad, cuando tenía nueve años.
Mi memoria tiene aún frescos los alumbrados del parque, los dibujos que se hacían en las calles, los festones multicolores, las luces decorando las casas y negocios y la música festiva que salía de todas partes, compitiendo con los vendedores ambulantes y el apetitoso olor de los pollos asados que vendían en El Semáforo en Rojo. Todo el barrio exhibía, adentro y afuera, la alegría y el colorido navideño. La misma iglesia disponía en el vestíbulo unas figuras enormes en el pesebre, ubicadas al frente de un largo telón pintado de azul oscuro que reflejaba la noche y la estrella de Belén. Mi corazón de niño empezaba a agitarse con una emoción de júbilo, de querer saltar, de añorar la noche del veinticuatro y poder quemar luces de bengala o salir a mirar cómo otros muchachos encendían volcanes o los más viejos lanzaban voladores a las alturas.
En ese diciembre, al igual que en el año anterior, mi petición al niño Dios era un balón de fútbol, pero de los profesionales, de aquellos que eran cosidos en cuero y que tenían válvula inflable. Porque no es lo mismo jugar un partido con una pelota de plástico, esas que el viento las lleva a su antojo, que hacerlo con un balón de verdad. Aquel deseo se lo comunicaba a mi madre de manera insistente. Ella se mantenía en silencio, sirviendo de cómplice, pero consciente de que tal petición no era fácil de cumplir. Sin embargo, no desanimaba mis anhelos.
—Pídale al niño Dios con mucha fe —me contestaba—, mientras acababa de preparar el almuerzo de ese día.
El sitio donde dormíamos era una pequeña pieza a la entrada de la enorme fábrica. Pasaba uno la pieza y seguía otro mínimo espacio distribuido entre la cocina y el baño. El ambiente era reducido, apenas para que cupieran dos camas y un armario de madera que servía de división. Una mesa para el comedor y otra más pequeñita para la estufa de gasolina, de esas de tanque rojo que había que darles bomba para que lanzaran sus llamas azulosas. Allí vivíamos, arropados por el amor y la esperanza de tener algún día un techo propio.
Pero en esas navidades mi urgencia de recibir el balón se convirtió en una obsesión. Mucho más cuando descubrí que quien poseía uno de ellos era el que disponía la selección de jugadores y el tiempo que podían durar aquellos partidos al terminar las clases. Balón tenía Cardona, y también Murillo, uno de los del curso que era muy buen arquero. Por eso, le decía a mi madre que ojalá el niño Dios no me trajera un pantalón de pana, como el año pasado, sino un balón de cuero, de esos que cuando se iba desinflando había que ir hasta una bomba o un pequeño local especializado en despinchar llantas para que allí le hicieran a uno el favor de inflárselo de nuevo. Tal era mi reiteración en esos días previos a la nochebuena que mi padre, una noche después de la comida, me dijo una cosa que me desalentó un poco.
—A veces el niño Dios debe darles regalos a los niños más pobres —afirmó—. Y por eso algunos niños se quedan sin recibir nada el 24 de diciembre.
Cuando mi papá me dijo esas cosas, yo podía ver en los ojos de mamá un hilillo de esperanza. Seguramente yo no haría parte de los niños sin regalo. Hasta llegué a desear ser como Tibocha, uno de los compañeros más humildes del salón, quien no tenía casi nunca para las onces, y se mantenía de pie, recostado en una de las paredes del patio, mientras se terminaba el recreo. Quizá si yo fuera más pobre tendría asegurado mi balón.
—Si uno tiene fe, el niño Dios siempre se acordará de nosotros —agregó mi madre—, llevando los platos hacia la reducida cocina.
Mi padre se quedaba sentado un buen tiempo reposando la cena. Prendía un radio transistor y escuchaba una de las radionovelas que tanto le gustaban, Arandú el Príncipe de la selva… Yo acercaba un pequeño butaco y juntos nos emocionábamos con las aventuras de este héroe que enfrentaba al Kaitolé ayudado por su amigo Taolamba. Apenas que mi madre terminaba de lavar la losa me invitaba a cepillarme los dientes y disponerme para dormir. En mi cama, después de que apagaban la luz, yo seguía pensando en el balón, en el niño Dios y los pobres, y en la tristeza de esos otros niños que no recibirían ningún regalo el 24 de diciembre.
Tres días antes de Navidad, mientras mi madre preparaba una deliciosa natilla, que acompañaba con dulce de mora, me senté en la mesa del comedor y empecé a redactar en una hoja del cuaderno ferrocarril, para que me quedara la letra bien pareja, mi carta al niño Dios. Tenía al lado mi borrador y el corazón henchido de expectativas maravillosas. Puse la fecha y el destinatario, subrayando con rojo el nombre de Niño Dios. Enseguida empecé a justificar mi petición. Hablé de que me había portado bien, que no había perdido ninguna materia, que me había ganado un “billete de honor” por mi conducta, disciplina, orden y puntualidad en el Liceo San Gregorio Magno, y que no le había respondido mal a ninguno de mis papás. Cuando ya estaba por empezar a redactar lo esencial de mi petición, mi madre me interrumpió:
—Vaya corriendo y me compra una cajita de uvas pasas, en la tienda de Doña Bertha.
Para no contradecir mi justificación de niño obediente y juicioso, tomé el billete que mi madre sacó de su delantal, bajé dos escalones, abrí el portón verde y salí corriendo hasta la tienda de la señora Bertha que quedaba una cuadra abajo de donde vivíamos. La tienda estaba llena y en las mesas pude ver a varias personas tomando cerveza. Con la caja de uvas pasas en una mano y las vueltas en la otra, regresé corriendo hasta la entrada de la fábrica. Siempre que salía se presentaba el problema de que el timbre estaba muy arriba para mi altura y necesitaba golpear muchas veces el portón metálico. A veces dejaba un palito, al lado de un poste, para que me sirviera de ayuda, pero siempre desaparecía. Después de varios intentos, me abrió mi padre que seguramente estaba ocupado recibiendo algún pedido al otro extremo de la fábrica.
—¿Dónde andaba? —me preguntó.
—Haciendo un mandado.
Mi padre me sobó cariñosamente la cabeza. Di varios pasos, subí los escalones de cemento, entré a la pieza y entregué a mi madre la cajita de color rojo. Presuroso volví a mi tarea. El olor que salía de la cocina me animó a escribir el regalo que tanto anhelaba. Describí el tipo de balón con detalle, para evitar que el niño Dios fuera a equivocarse y me trajera uno de plástico. Al final di las gracias y puse mi nombre bien clarito.
—¡Ya terminé la carta al niño Dios! —le grité a mi madre.
Ella levantó su cara, me miro con ternura y agregó algo digno de su amor infinito:
—Póngala debajo de la almohada, que el niño Dios recoge esas cartas cuando uno tiene sueños.
—¿Cuando uno está soñando?
—Sí —respondió—.
Doble la carta en cuatro mitades y le puse en los dos extremos un poco de goma para que conservara el porte de documento secreto. Enseguida volví a la cocina a buscar alguna prueba de esos manjares que preparaba mi madre únicamente en navidad. De un recipiente de vidrio, mi mamá extrajo una cucharada de dulce de mora y me la dio a probar. El olor a la canela se expandió en mi paladar.
—Es una pruebita —advirtió mi madre—. Espere a que esté la natilla.
Volví a la mesa del comedor y me puse a imaginar la realización de mi sueño. El niño Dios recogería esa noche mi carta, la leería con atención y, aunque yo sabía que no era tan pobre, haría una excepción o pondría mi carta de primeras, porque los motivos expuestos por mí eran una razón de peso. Algo para tener en cuenta. Yo no era tan pobre como Tibocha, pero sí más juicioso que él. En esos pensamientos andaba cuando mi madre me volvió a llamar para traer de la placita de mercado que quedaba cerca unas cosas que faltaban para el sancocho del veinticuatro. Me tocó hacer una lista, dictada y repetida varias veces por mi madre.
—Vaya donde la pecosa Helena, que ella tiene buen mercado—me advirtió—. Diga que es para la señora Saturia.
Repetí mi ruta de salida y esta vez, en lugar de tomar hacia el occidente, emprendí mi carrera hacia el norte de la ciudad. En mi rápido desplazamiento pude ver la pequeña puerta por la que descargaban el carbón para la enorme caldera que hacía hervir el jabón en los tanques enormes donde se fabricaba; observé en las ventanas de las casas vecinas los dibujos de Papá Noel y las luces eléctricas que decoraban los ventanales. Aminoré el paso y me entretuve un buen tiempo mirando las reses que descendían de los camiones y seguían el laberinto de los corrales del matadero. Muchas personas a lado y lado de la calle vendían y compraban diferentes productos. El bullicio parecía aumentar el jolgorio de las fiestas. A pleno día un hombre echaba voladores que al explotar en el cielo hacía que los gritos de los allí reunidos levantaran la voz como si fuera un brindis colectivo. Seguí hacia adelante y, a mano derecha, entré a una pequeña plaza. El puesto de la pecosa estaba como a la mitad del segundo pasadizo. Le pasé la lista y dije mi carta de presentación
—Es para la señora Saturia.
La Pecosa me miró y constató en mi rostro los rasgos de mi madre. Exhibió una sonrisa, procediendo luego a meter en una bolsa verde de plástico las yucas, los plátanos, la arracacha, unas mazorcas y unas papas. Después de empacado aquel mercado procedió a buscar un cuaderno cuadriculado donde apuntaba las clientes que tenían crédito. Me entregó la bolsa y como ñapa una manzana roja.
—Es porque estamos en navidad —me dijo.
Retorné a la fábrica a toda carrera. Cuando le conté a mi madre del regalo de la manzana me dijo que el niño Dios a veces tomaba la forma de personas común y corrientes.
—Son como pequeños regalos adelantados.
Me acomodé a los pies de mi cama y disfruté la manzana, una fruta que pocas veces teníamos en nuestra mesa. Allí sentado me imaginé llegando al parque con mi balón nuevo, mirando cómo otros niños venían hacia mí para pedirme que los dejara jugar y yo eligiendo a los que formaran parte del equipo de esa tarde. Me estiré un poco en la cama y revisé que la carta estuviera donde la había dejado horas antes. Todo parecía correcto. Después me entretuve un buen tiempo jugando a indios y vaqueros con muñecos de plástico que mi madre me iba comprando poco a poco.
En la fábrica los empleados salían a las cinco de la tarde. Después, el enorme espacio de aquel lugar quedaba a mis anchas. Mi padre seguía terminando sus labores y empacando en bolsas jabón de bola, para la venta al detal. Yo lo iba a acompañar unos minutos hasta que mi madre me llamaba para que fuera a traer el pan del otro día. Por supuesto, eso era después de terminar la radionovela. Salía entonces corriendo hasta una panadería que quedaba por la calle décima, arriba de la carrera 28. Se llamaba ICOPAN y vendían mogollas rellenas de bocadillo y un pan coco muy delicioso.
—Como mañana voy a hacer masato, traiga además tres mantecadas.
Al oír esas dos palabras juntas, el masato y la mantecada, me llené de una alegría adicional, porque esa era otra de las razones por las que me gustaba diciembre. Únicamente en esas fechas mi madre preparaba masato, y era tan rico combinarlo con los bocados de mantecada que vendían en esa panadería de altas y surtidas vitrinas.
—Que le empaquen aparte las mantecadas —me advirtió mi madre—, sacando del delantal unas monedas.
Salí corriendo calle arriba. Pasé la gran avenida, volteé a la derecha y subí por la calle décima hasta entrar a la panadería. Allí atendieron la solicitud. Me entretuve mirando unas galletas decoradas con figuras navideñas y varias repollas que, una vez, me habían comprado con un jugo de curuba en leche. Pagué, me devolvieron otras monedas y salí a toda carrera hacia la casa. Las luces de colores en las ventanas y las guirnaldas plateadas en los almacenes parecían encender aún más mi alegría. Varios niños jugaban balón en el parque. Vi a Aldana, uno de mis compañeros, y a Murillo, pero preferí pasar rápido sin que ellos se dieran cuenta. Golpeé con mis manos el portón verde y, a los pocos segundos, apareció mi padre. Entré de una vez a la pieza donde dormíamos y fui a entregarle a mi madre las dos bolsas de pan. Yo quería probar las mantecadas.
—Déjela para mañana, que eso sabe mejor con el masato.
Pero como mi mamá se dio cuenta de mi ansiedad, cortó con el cuchillo un pedacito de mantecada y me la entregó como si fuera un premio por haber hecho el mandado tan rápido.
—Pruebe, o si no se le totea la hiel —comentó, sonriente.
Esa noche, después de tomarnos una maizena con pan, mi padre me contó que cuando niño lo único que le traía el niño Dios era ropa.
—Y eso en ocasiones especiales —agregó—. Muy de vez en cuando.
Mi madre, que estaba planchando, corroboró lo dicho por mi padre, diciendo que en esas épocas lo que a veces daban eran unas muñequitas de carey, que vendían en el pueblo de San Juan.
—Lo que a uno lo hacía feliz no eran los regalos, sino la comida que le daban en todas las casas de la vereda, por esas fechas —comentó mi padre—. Daba gusto recibir morcillas en una parte, chicharrones en otra, tamales allí, bizcochuelos más allá…
Después de que mi mamá acabó de planchar me fui a bañar los dientes y me dispuse para acostarme. Yo sabía que ese día el niño Dios se llevaría mi carta y en la noche del veinticuatro, debajo de mi cama encontraría el balón de cuero. Entre sueños escuché a mis padres seguir conversando.
Lo primero que revisé al despertarme fue mi almohada. Nada había debajo. El niño Dios ya tenía en sus manos mi petición. Desde la cama le grité a mi madre dicho descubrimiento.
—¡Ya se llevó la carta, mamá…!
—Me alegra, mijo, esa es una buena señal…
Corrí a bañarme cuanto antes. El agua fría de la ducha no me resultó tan helada como en otros días. La emoción me llevó a imaginarme el día veinticinco de diciembre cuando llegara al parque con mi balón nuevo, para estrenarlo, mostrándoselo a los otros compañeros del Liceo y organizando el equipo para el partido de esa tarde. Hasta me vi marcando un golazo de tiro directo, pasando por las piernas de Díaz, López y Villaveces. Enseguida de bañarme pasé a desayunar en compañía de mi papá.
—¿Y qué le pidió al niño Dios? —me preguntó sonriente.
—Un balón de cuero —le respondí entusiasmado—. De los profesionales.
Mi padre apuró otra cucharada de caldo, levantó sus ojos y me observó con cariño.
—Ojalá el Niño Dios alcance a llegar hasta este barrio.
—Yo creo que sí, porque anoche recogió mi carta.
—Lo importante es que algo le traiga, mijo —agregó—. Mejor la gratitud que la sorpresa.
Yo le dije con la cabeza que sí, pero en mi corazón no perdía la esperanza de que el obsequio fuera mi balón. Además, el niño Dios volaba como el viento, tan rápido que podía en una sola de sus salidas dejar debajo de la cama de los niños miles y miles de regalos. Mi padre terminó de desayunar, se despidió de nosotros y salió a atender los asuntos de la fábrica. Mi madre me invitó a terminar el chocolate, lavarme los dientes y ayudarle a arreglar nuestra pequeña habitación.
—Tienda la cama, barra, y prepárese porque vamos a comprar vino y galletas.
Me puse alegre con esa noticia. Uno de los ritos decembrinos que hacía en compañía de mi madre consistía en comprar esos dos símbolos de navidad: las galletas y el vino. Para ello nos dirigíamos a una bodega inmensa situada a una cuadra arriba de donde vivíamos y, allí, adquiríamos las “Caravana”, una caja de color amarrillo que solo aparecía en estas festividades. Después, caminábamos unas cuadras hacia el sur, en donde quedaba las Bodegas del Rhin, allí mi madre compraba una botella de un moscatel de pasas. Luego retornábamos a la casa. Mi padre nos recibía con una sonrisa, pero al ver la bolsa que traía yo y la otra que portaba mi madre, soltaba una frase que le escuché repetir con frecuencia:
—Mija, hay que ahorrar todo lo que se pueda.
Mi madre le daba un beso y entrábamos con ella a la pequeña pieza. Con una voz entre juguetona y amable le respondía a mi papá.
—Son para el niño…
Al entrar a la pieza mi mamá me invitaba a abrir el paquete amarillo. Yo buscaba las galletas que más me gustaban; unas redondas de chocolate rellenas de crema blanca. Apenas tenía la galleta en mi mano, mi madre destapaba la botella de vino, sirviéndome un trago en una copa de aguardiente.
—Solo porque estamos en navidad —me decía—, sirviéndose ella otra copita de ese licor café rojizo.
Me gustaba ir combinando un sorbo de vino con un bocado de la galleta. Durante ese tiempo, aprovechaba el momento para decirle a mi mamá lo feliz que sería si el niño Dios me regalara el balón de cuero, y que no por eso iba a dejar de ser juicioso en el estudio. Mi madre me escuchaba con ojos amorosos.
—Hay que tener fe, mijo. La fe mueve montañas.
Como en esos días estaba de vacaciones del Liceo aprovechaba el tiempo para ir a ver televisión donde los Garzón, unos de mis compañeros de estudio. Allí en esa casa taller, disfrutaba las películas de Tarzán y una serie que me encantaba, “Bonanza”. O me iba a jugar con los hijos de la señora Idally, la modista de mi mamá, quienes tampoco tenían televisión, pero en cambio poseían una lotería y un parqués. Claro está que lo que más deseaba era encontrarme con Salazar y Bolívar, en el parque, para nuestra vuelta a Colombia por los sardineles de los andenes con tapas de gaseosa, pero mi madre no me daba permiso. La otra cosa que me llenaba de felicidad era ir con mi papá a cine, aunque ese plan se daba de manera excepcional.
Siempre era en domingo, después de almorzar. Asistíamos al teatro Encanto o al San Jorge, a ver a Cantinflas o a Jorge Negrete, pero lo que más nos encantaba eran las películas del oeste. El plan consistía en, antes de entrar a ver la película, comprar una bolsa de “piquitos” y una colombina “charms” para que me durara toda la película. Luego nos veníamos caminando hasta la casa. Mi padre me hablaba sobre sus historias de niño cuando fue boga y pescador en el río Magdalena. Generalmente, antes de llegar a la fábrica, mi padre se detenía en una cafetería situada diagonal a la iglesia y allí le compraba a mi madre unos merengues que le gustaban. Yo no paraba de contarle a mi mamá la película que acabábamos de ver, mientras en la radio Santafé se escuchaba la música distintiva del programa “La hora de los novios”.
El tan esperado veinticuatro de diciembre comenzaba con un desayuno que mi madre lo llamaba “especial”, porque incluía además del chocolate y el pan, unos envueltos de mazorca rellenos de cuajada. A mi padre le gustaba repetir ese manjar, elogiando la sazón de mi mamá. Mi mente no paraba de contar las horas que faltaban para la llegada del niño Dios. Ese día me mostraba más colaborador que de costumbre y estaba atento a todos los mandados que me solicitaran. Mi padre aprovechaba la tarde libre de ese día para mandarse peluquear y hacer algunas diligencias de último momento. Yo me quedaba con mi madre colaborándole a preparar el almuerzo de ese día, otra delicia navideña: el sancocho tolimense.
—Vaya, hasta donde la pecosa y me trae dos tomates bien maduros.
No sé cuántas más correrías hice en ese día, pero mis pies no sentían ningún cansancio. Yo estaba seguro de que el niño Dios ya me tenía separado mi regalo. Por eso creo que el apetito me aumentó a la hora del almuerzo y pude comerme toda la costilla que me sirvieron y el arroz atollado y el caldo y la yuca y el plátano con ese hogao tan exquisito. Lo mismo hizo mi padre, quien también dejó los platos limpios. Mi madre estaba feliz de vernos comer así. Los sonidos lejanos de unos voladores sirvieron de postre al sancocho.
—Empezó la fiesta —dijo mi padre—. Comenzaron temprano este año.
A mí me gustaba echar pólvora, pero mis padres me la prohibían.
—Eso es quemar la plata —afirmaba serio mi papá.
Las horas parecían ir muy lentas. Hacia la mitad de la tarde mi madre me dijo que la acompañara hasta donde la señora Bárbara, una mujer delgadita que tejía en paño. Después de arreglarse y cambiarse de ropa, salimos con ella hacia arriba de la calle 11, buscando el sector más comercial del barrio Ricaurte. La carrera 28 estaba llena de gente, vendedores, niños y adultos caminando en doble vía. La música decembrina sonaba a todo volumen y en más de un local “La paloma guarumera” salía de los bafles que estaban a la entrada de los establecimientos. Mi madre llegó al sitio de la señora Bárbara, conversaron unos minutos, y ella le entregó una bolsa que tenía guardada. Pasamos luego por la Droguería Social. No sé qué más compraría mi madre, porque yo estaba entretenido mirando la caseta de venta de pólvora en la esquina del parque. No muy lejos podía ver los voladores, las rodachinas, las cajas de luces de bengala y los volcanes de diverso tamaño. Al lado de la caseta dos canecas verdes, tan altas como las que había en la fábrica, servían de guardianas del pequeño local. Cuando mi madre salió de la droguería, le lancé una petición que más parecía un lamento:
—Mamá, al menos cómpreme una cajita de luces de bengala.
—No, mijo, mire que a varios niños se les enredan esas bengalas en el pelo.
Yo insistí, pero mi madre se mostró inflexible. Sin embargo, ya llegando a la otra esquina del parque, donde estaba ubicada otra caseta, lancé de nuevo mi ruego:
—Bueno, al menos cómpreme de navidad algo para celebrar esta noche…
Mi mamá no dijo nada. Cruzó la calle y fue hasta el pequeño sitio de venta de pólvora. Allí estaban exhibidos en una mesa las mechas, los buscaniguas, las sirenas, los volcanes… y colgados atrás los totes y las rodachinas, y en el piso los voladores y otros artefactos pirotécnicos. Mi madre observó con cuidado y, al final, me compró dos volcanes, de los más pequeñitos. Me puse feliz, a pesar de que ansiaba las luces de bengala. Enseguida volvimos a la casa. Mi padre nos abrió el portón. El sonido de la pólvora empezaba a oírse muy cerca. Después de comernos un tamal, que mi papá tenía por costumbre comprar para esas fechas, y acompañarlo con chocolate y pan, salimos a la calle a ver a los vecinos celebrar el veinticuatro.
Si uno miraba hacia arriba veía la cantidad de niños moviendo sus brazos con las luces de bengala, mientras otros saltaban de un lado a otro, porque alguien había prendido un “marranito” y no se sabía bien para dónde tomaba rumbo. El cielo se iluminaba con el destello de los voladores y en algunas partes era incesante el ruido de las mechas o el estallido de los torpedos. Cuando uno miraba hacia abajo no era tanta la algarabía ni el resplandor de la pólvora, pero se podía ver los que quemaban totes, los que amarraban una esponjilla con una cabuya, para luego prenderle fuego y hacerla girar como un rejo multicolor. Mis padres saludaban a los vecinos y los niños de la cuadra celebrábamos en común lo que era escaso para cada uno. Los Garzones podían echar “helicópteros” o darse el lujo de apuntillar en un palo de escoba cinco rodachinas que al prenderse la primera iba encendiendo la segunda en un espectáculo maravilloso. Así estuvimos por lo menos una hora, hasta que me animé a quemar mis volcanes. Mi padre estaba atento a mis movimientos.
—Agáchese, préndalo con la vela y apártese de una vez…
Por unos segundos la mecha del volcán parecía extinguirse, pero luego brotaba de aquel pequeño cono una explosión plateada de chispas, estrellas, fuego en miniatura. Apenas eran unos segundos, pero yo saltaba de la emoción, haciendo una ronda alrededor de aquel artefacto que poco a poco dejaba de expulsar aquellas luces fascinantes. Estos volcanes no explotaban al final, como si lo hacían los de pólvora “Mariposa”, más nada de eso me importaba en esos momentos. Apenas terminó el primero encendí el segundo, feliz de mi pequeña fogata multicolor. Como estaba haciendo bastante frío, estuvimos otros minutos en la calle, hasta que mi padre nos dijo que era mejor entrarnos.
Para cerrar el día comimos natilla, escuchamos música en el radio… nos tomamos otros vinitos, casi que acabamos la caja de galletas y como a eso de las diez nos acostamos. Mi mente y mi cuerpo sabían que el niño Dios llegaría a visitarme esa noche. Quise dormirme rápido, pero la emoción me desveló. El ruido de la pólvora no paraba de sonar. Por la pequeña ventana que daba a la calle se podía ver en el cielo el destello de los voladores de luces, esos que no explotaban, pero formaban figuras hermosas, como si fueran magos fugaces que pintaran en la noche.
Al despertarme al otro día, lo primero que hice fue mirar debajo de la cama. Vi un papel regalo en forma redondeada y otro paquete envuelto en papel de navidad. La dicha se me agolpó en la garganta.
—¡Vino el niño Dios! —grité—. ¡Sí pasó por aquí!
Mis padres sin levantarse de la cama me vieron llegar con los dos regalos.
—Abra a ver qué le trajo el niño Dios —dijo mi padre.
Mis manos tomaron el regalo redondo. Lo abrí con rapidez. Sí era un balón, pero plástico, de esos grandes con rayas rojas. Mi sorpresa se transformó en tristeza. Mi mamá notó mi desilusión.
—¿No era eso lo que le había pedido?
—Sí, era un balón, pero yo quería uno de cuero —respondí—, poniendo en mi voz un tono de reclamo.
—Eso pasa, mijo, no siempre lo que uno le pide al niño Dios es lo que le trae —interrumpió mi padre.
—¿Y qué será el otro regalo? —agregó mi madre.
No tan entusiasmado como la primera vez comencé a abrir el otro paquete que, por el tacto, parecía ropa. Mi intuición se confirmó: era un chaleco de lana azul.
—Felicitaciones —dijo mi padre—, extendiendo los brazos e invitándome a acomodarme entre ellos dos. Me abrazó con fuerza a la par que me acariciaba la cabeza.
—De pronto el otro año el niño Dios sí le cumple sus deseos…
Yo dije que sí con la cabeza, pero tenía como ganas de llorar. Con este ya llevaba dos años en que no se cumplían mis peticiones. A lo mejor el niño Dios solo le cumplía las promesas a los más pobres de la ciudad, o se había equivocado de dirección, porque yo creo que no era el único que pedía pelotas para jugar, o por ser tantas las solicitudes se había agotado la existencia de balones de cuero en el cielo.
—Al medio día vamos a comer pollo asado —me confesó mi padre—, a ver si con eso se le quita un poco la tristeza.
Ese malestar en el corazón no se me pasó de una vez. Pero al estar en medio de los brazos cariñosos de papá y mamá e imaginar que pronto saborearía las alas tostadas del pollo que vendían en El Semáforo en rojo, me ayudó a recuperar la alegría de aquellas fiestas navideñas.