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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Publicaciones de la categoría: Cuentos

El balón de cuero

21 lunes Dic 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Cuentos

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En aquel entonces vivíamos en el barrio Ricaurte. Recién acabábamos de llegar huyendo del bandolerismo y, después de muchas búsquedas infructuosas de trabajo, mi padre había conseguido un puesto de celador almacenista en una fábrica de jabón. Los escasos recursos obligaban a mi papá a restringir cualquier gasto innecesario, y las manos de mi madre ayudaban para hacer rendir los alimentos en la cocina. En esas condiciones recibí la navidad, cuando tenía nueve años.

Mi memoria tiene aún frescos los alumbrados del parque, los dibujos que se hacían en las calles, los festones multicolores, las luces decorando las casas y negocios y la música festiva que salía de todas partes, compitiendo con los vendedores ambulantes y el apetitoso olor de los pollos asados que vendían en El Semáforo en Rojo. Todo el barrio exhibía, adentro y afuera, la alegría y el colorido navideño. La misma iglesia disponía en el vestíbulo unas figuras enormes en el pesebre, ubicadas al frente de un largo telón pintado de azul oscuro que reflejaba la noche y la estrella de Belén. Mi corazón de niño empezaba a agitarse con una emoción de júbilo, de querer saltar, de añorar la noche del veinticuatro y poder quemar luces de bengala o salir a mirar cómo otros muchachos encendían volcanes o los más viejos lanzaban voladores a las alturas.

En ese diciembre, al igual que en el año anterior, mi petición al niño Dios era un balón de fútbol, pero de los profesionales, de aquellos que eran cosidos en cuero y que tenían válvula inflable. Porque no es lo mismo jugar un partido con una pelota de plástico, esas que el viento las lleva a su antojo, que hacerlo con un balón de verdad. Aquel deseo se lo comunicaba a mi madre de manera insistente. Ella se mantenía en silencio, sirviendo de cómplice, pero consciente de que tal petición no era fácil de cumplir. Sin embargo, no desanimaba mis anhelos.

—Pídale al niño Dios con mucha fe —me contestaba—, mientras acababa de preparar el almuerzo de ese día.

El sitio donde dormíamos era una pequeña pieza a la entrada de la enorme fábrica. Pasaba uno la pieza y seguía otro mínimo espacio distribuido entre la cocina y el baño. El ambiente era reducido, apenas para que cupieran dos camas y un armario de madera que servía de división. Una mesa para el comedor y otra más pequeñita para la estufa de gasolina, de esas de tanque rojo que había que darles bomba para que lanzaran sus llamas azulosas. Allí vivíamos, arropados por el amor y la esperanza de tener algún día un techo propio.

Pero en esas navidades mi urgencia de recibir el balón se convirtió en una obsesión. Mucho más cuando descubrí que quien poseía uno de ellos era el que disponía la selección de jugadores y el tiempo que podían durar aquellos partidos al terminar las clases. Balón tenía Cardona, y también Murillo, uno de los del curso que era muy buen arquero. Por eso, le decía a mi madre que ojalá el niño Dios no me trajera un pantalón de pana, como el año pasado, sino un balón de cuero, de esos que cuando se iba desinflando había que ir hasta una bomba o un pequeño local especializado en despinchar llantas para que allí le hicieran a uno el favor de inflárselo de nuevo. Tal era mi reiteración en esos días previos a la nochebuena que mi padre, una noche después de la comida, me dijo una cosa que me desalentó un poco.

—A veces el niño Dios debe darles regalos a los niños más pobres —afirmó—. Y por eso algunos niños se quedan sin recibir nada el 24 de diciembre.

Cuando mi papá me dijo esas cosas, yo podía ver en los ojos de mamá un hilillo de esperanza. Seguramente yo no haría parte de los niños sin regalo. Hasta llegué a desear ser como Tibocha, uno de los compañeros más humildes del salón, quien no tenía casi nunca para las onces, y se mantenía de pie, recostado en una de las paredes del patio, mientras se terminaba el recreo. Quizá si yo fuera más pobre tendría asegurado mi balón.

—Si uno tiene fe, el niño Dios siempre se acordará de nosotros —agregó mi madre—, llevando los platos hacia la reducida cocina.

Mi padre se quedaba sentado un buen tiempo reposando la cena. Prendía un radio transistor y escuchaba una de las radionovelas que tanto le gustaban, Arandú el Príncipe de la selva… Yo acercaba un pequeño butaco y juntos nos emocionábamos con las aventuras de este héroe que enfrentaba al Kaitolé ayudado por su amigo Taolamba. Apenas que mi madre terminaba de lavar la losa me invitaba a cepillarme los dientes y disponerme para dormir. En mi cama, después de que apagaban la luz, yo seguía pensando en el balón, en el niño Dios y los pobres, y en la tristeza de esos otros niños que no recibirían ningún regalo el 24 de diciembre.

Tres días antes de Navidad, mientras mi madre preparaba una deliciosa natilla, que acompañaba con dulce de mora, me senté en la mesa del comedor y empecé a redactar en una hoja del cuaderno ferrocarril, para que me quedara la letra bien pareja, mi carta al niño Dios. Tenía al lado mi borrador y el corazón henchido de expectativas maravillosas. Puse la fecha y el destinatario, subrayando con rojo el nombre de Niño Dios. Enseguida empecé a justificar mi petición. Hablé de que me había portado bien, que no había perdido ninguna materia, que me había ganado un “billete de honor” por mi conducta, disciplina, orden y puntualidad en el Liceo San Gregorio Magno, y que no le había respondido mal a ninguno de mis papás. Cuando ya estaba por empezar a redactar lo esencial de mi petición, mi madre me interrumpió:

—Vaya corriendo y me compra una cajita de uvas pasas, en la tienda de Doña Bertha.

Para no contradecir mi justificación de niño obediente y juicioso, tomé el billete que mi madre sacó de su delantal, bajé dos escalones, abrí el portón verde y salí corriendo hasta la tienda de la señora Bertha que quedaba una cuadra abajo de donde vivíamos.  La tienda estaba llena y en las mesas pude ver a varias personas tomando cerveza. Con la caja de uvas pasas en una mano y las vueltas en la otra, regresé corriendo hasta la entrada de la fábrica. Siempre que salía se presentaba el problema de que el timbre estaba muy arriba para mi altura y necesitaba golpear muchas veces el portón metálico. A veces dejaba un palito, al lado de un poste, para que me sirviera de ayuda, pero siempre desaparecía. Después de varios intentos, me abrió mi padre que seguramente estaba ocupado recibiendo algún pedido al otro extremo de la fábrica.

—¿Dónde andaba? —me preguntó.

—Haciendo un mandado.

Mi padre me sobó cariñosamente la cabeza. Di varios pasos, subí los escalones de cemento, entré a la pieza y entregué a mi madre la cajita de color rojo. Presuroso volví a mi tarea. El olor que salía de la cocina me animó a escribir el regalo que tanto anhelaba. Describí el tipo de balón con detalle, para evitar que el niño Dios fuera a equivocarse y me trajera uno de plástico. Al final di las gracias y puse mi nombre bien clarito.

—¡Ya terminé la carta al niño Dios! —le grité a mi madre.

Ella levantó su cara, me miro con ternura y agregó algo digno de su amor infinito:

—Póngala debajo de la almohada, que el niño Dios recoge esas cartas cuando uno tiene sueños.

—¿Cuando uno está soñando?

—Sí —respondió—.

Doble la carta en cuatro mitades y le puse en los dos extremos un poco de goma para que conservara el porte de documento secreto. Enseguida volví a la cocina a buscar alguna prueba de esos manjares que preparaba mi madre únicamente en navidad. De un recipiente de vidrio, mi mamá extrajo una cucharada de dulce de mora y me la dio a probar. El olor a la canela se expandió en mi paladar.

—Es una pruebita —advirtió mi madre—. Espere a que esté la natilla.

Volví a la mesa del comedor y me puse a imaginar la realización de mi sueño. El niño Dios recogería esa noche mi carta, la leería con atención y, aunque yo sabía que no era tan pobre, haría una excepción o pondría mi carta de primeras, porque los motivos expuestos por mí eran una razón de peso. Algo para tener en cuenta. Yo no era tan pobre como Tibocha, pero sí más juicioso que él. En esos pensamientos andaba cuando mi madre me volvió a llamar para traer de la placita de mercado que quedaba cerca unas cosas que faltaban para el sancocho del veinticuatro. Me tocó hacer una lista, dictada y repetida varias veces por mi madre.

—Vaya donde la pecosa Helena, que ella tiene buen mercado—me advirtió—. Diga que es para la señora Saturia.

Repetí mi ruta de salida y esta vez, en lugar de tomar hacia el occidente, emprendí mi carrera hacia el norte de la ciudad. En mi rápido desplazamiento pude ver la pequeña puerta por la que descargaban el carbón para la enorme caldera que hacía hervir el jabón en los tanques enormes donde se fabricaba; observé en las ventanas de las casas vecinas los dibujos de Papá Noel y las luces eléctricas que decoraban los ventanales. Aminoré el paso y me entretuve un buen tiempo mirando las reses que descendían de los camiones y seguían el laberinto de los corrales del matadero. Muchas personas a lado y lado de la calle vendían y compraban diferentes productos. El bullicio parecía aumentar el jolgorio de las fiestas. A pleno día un hombre echaba voladores que al explotar en el cielo hacía que los gritos de los allí reunidos levantaran la voz como si fuera un brindis colectivo. Seguí hacia adelante y, a mano derecha, entré a una pequeña plaza. El puesto de la pecosa estaba como a la mitad del segundo pasadizo. Le pasé la lista y dije mi carta de presentación

—Es para la señora Saturia.

La Pecosa me miró y constató en mi rostro los rasgos de mi madre. Exhibió una sonrisa, procediendo luego a meter en una bolsa verde de plástico las yucas, los plátanos, la arracacha, unas mazorcas y unas papas. Después de empacado aquel mercado procedió a buscar un cuaderno cuadriculado donde apuntaba las clientes que tenían crédito. Me entregó la bolsa y como ñapa una manzana roja.

—Es porque estamos en navidad —me dijo.

Retorné a la fábrica a toda carrera. Cuando le conté a mi madre del regalo de la manzana me dijo que el niño Dios a veces tomaba la forma de personas común y corrientes.

—Son como pequeños regalos adelantados.

Me acomodé a los pies de mi cama y disfruté la manzana, una fruta que pocas veces teníamos en nuestra mesa. Allí sentado me imaginé llegando al parque con mi balón nuevo, mirando cómo otros niños venían hacia mí para pedirme que los dejara jugar y yo eligiendo a los que formaran parte del equipo de esa tarde. Me estiré un poco en la cama y revisé que la carta estuviera donde la había dejado horas antes. Todo parecía correcto. Después me entretuve un buen tiempo jugando a indios y vaqueros con muñecos de plástico que mi madre me iba comprando poco a poco.

En la fábrica los empleados salían a las cinco de la tarde. Después, el enorme espacio de aquel lugar quedaba a mis anchas. Mi padre seguía terminando sus labores y empacando en bolsas jabón de bola, para la venta al detal. Yo lo iba a acompañar unos minutos hasta que mi madre me llamaba para que fuera a traer el pan del otro día. Por supuesto, eso era después de terminar la radionovela. Salía entonces corriendo hasta una panadería que quedaba por la calle décima, arriba de la carrera 28. Se llamaba ICOPAN y vendían mogollas rellenas de bocadillo y un pan coco muy delicioso.

—Como mañana voy a hacer masato, traiga además tres mantecadas.

Al oír esas dos palabras juntas, el masato y la mantecada, me llené de una alegría adicional, porque esa era otra de las razones por las que me gustaba diciembre. Únicamente en esas fechas mi madre preparaba masato, y era tan rico combinarlo con los bocados de mantecada que vendían en esa panadería de altas y surtidas vitrinas.

—Que le empaquen aparte las mantecadas —me advirtió mi madre—, sacando del delantal unas monedas.

Salí corriendo calle arriba. Pasé la gran avenida, volteé a la derecha y subí por la calle décima hasta entrar a la panadería. Allí atendieron la solicitud. Me entretuve mirando unas galletas decoradas con figuras navideñas y varias repollas que, una vez, me habían comprado con un jugo de curuba en leche. Pagué, me devolvieron otras monedas y salí a toda carrera hacia la casa. Las luces de colores en las ventanas y las guirnaldas plateadas en los almacenes parecían encender aún más mi alegría. Varios niños jugaban balón en el parque. Vi a Aldana, uno de mis compañeros, y a Murillo, pero preferí pasar rápido sin que ellos se dieran cuenta. Golpeé con mis manos el portón verde y, a los pocos segundos, apareció mi padre. Entré de una vez a la pieza donde dormíamos y fui a entregarle a mi madre las dos bolsas de pan. Yo quería probar las mantecadas.

—Déjela para mañana, que eso sabe mejor con el masato.

Pero como mi mamá se dio cuenta de mi ansiedad, cortó con el cuchillo un pedacito de mantecada y me la entregó como si fuera un premio por haber hecho el mandado tan rápido.

—Pruebe, o si no se le totea la hiel —comentó, sonriente.

Esa noche, después de tomarnos una maizena con pan, mi padre me contó que cuando niño lo único que le traía el niño Dios era ropa.

—Y eso en ocasiones especiales —agregó—. Muy de vez en cuando.

Mi madre, que estaba planchando, corroboró lo dicho por mi padre, diciendo que en esas épocas lo que a veces daban eran unas muñequitas de carey, que vendían en el pueblo de San Juan.

—Lo que a uno lo hacía feliz no eran los regalos, sino la comida que le daban en todas las casas de la vereda, por esas fechas —comentó mi padre—. Daba gusto recibir morcillas en una parte, chicharrones en otra, tamales allí, bizcochuelos más allá…

Después de que mi mamá acabó de planchar me fui a bañar los dientes y me dispuse para acostarme. Yo sabía que ese día el niño Dios se llevaría mi carta y en la noche del veinticuatro, debajo de mi cama encontraría el balón de cuero. Entre sueños escuché a mis padres seguir conversando. 

Lo primero que revisé al despertarme fue mi almohada. Nada había debajo. El niño Dios ya tenía en sus manos mi petición. Desde la cama le grité a mi madre dicho descubrimiento.

—¡Ya se llevó la carta, mamá…!

—Me alegra, mijo, esa es una buena señal…

Corrí a bañarme cuanto antes. El agua fría de la ducha no me resultó tan helada como en otros días. La emoción me llevó a imaginarme el día veinticinco de diciembre cuando llegara al parque con mi balón nuevo, para estrenarlo, mostrándoselo a los otros compañeros del Liceo y organizando el equipo para el partido de esa tarde. Hasta me vi marcando un golazo de tiro directo, pasando por las piernas de Díaz, López y Villaveces. Enseguida de bañarme pasé a desayunar en compañía de mi papá.

—¿Y qué le pidió al niño Dios? —me preguntó sonriente.

­—Un balón de cuero —le respondí entusiasmado—. De los profesionales.

Mi padre apuró otra cucharada de caldo, levantó sus ojos y me observó con cariño.

—Ojalá el Niño Dios alcance a llegar hasta este barrio.

—Yo creo que sí, porque anoche recogió mi carta.

—Lo importante es que algo le traiga, mijo —agregó—. Mejor la gratitud que la sorpresa.

Yo le dije con la cabeza que sí, pero en mi corazón no perdía la esperanza de que el obsequio fuera mi balón. Además, el niño Dios volaba como el viento, tan rápido que podía en una sola de sus salidas dejar debajo de la cama de los niños miles y miles de regalos. Mi padre terminó de desayunar, se despidió de nosotros y salió a atender los asuntos de la fábrica. Mi madre me invitó a terminar el chocolate, lavarme los dientes y ayudarle a arreglar nuestra pequeña habitación.

—Tienda la cama, barra, y prepárese porque vamos a comprar vino y galletas.

Me puse alegre con esa noticia. Uno de los ritos decembrinos que hacía en compañía de mi madre consistía en comprar esos dos símbolos de navidad: las galletas y el vino. Para ello nos dirigíamos a una bodega inmensa situada a una cuadra arriba de donde vivíamos y, allí, adquiríamos las “Caravana”, una caja de color amarrillo que solo aparecía en estas festividades. Después, caminábamos unas cuadras hacia el sur, en donde quedaba las Bodegas del Rhin, allí mi madre compraba una botella de un moscatel de pasas. Luego retornábamos a la casa. Mi padre nos recibía con una sonrisa, pero al ver la bolsa que traía yo y la otra que portaba mi madre, soltaba una frase que le escuché repetir con frecuencia:

—Mija, hay que ahorrar todo lo que se pueda.

Mi madre le daba un beso y entrábamos con ella a la pequeña pieza. Con una voz entre juguetona y amable le respondía a mi papá.

—Son para el niño…

Al entrar a la pieza mi mamá me invitaba a abrir el paquete amarillo. Yo buscaba las galletas que más me gustaban; unas redondas de chocolate rellenas de crema blanca. Apenas tenía la galleta en mi mano, mi madre destapaba la botella de vino, sirviéndome un trago en una copa de aguardiente.

—Solo porque estamos en navidad —me decía—, sirviéndose ella otra copita de ese licor café rojizo.

Me gustaba ir combinando un sorbo de vino con un bocado de la galleta. Durante ese tiempo, aprovechaba el momento para decirle a mi mamá lo feliz que sería si el niño Dios me regalara el balón de cuero, y que no por eso iba a dejar de ser juicioso en el estudio. Mi madre me escuchaba con ojos amorosos.

—Hay que tener fe, mijo. La fe mueve montañas.

Como en esos días estaba de vacaciones del Liceo aprovechaba el tiempo para ir a ver televisión donde los Garzón, unos de mis compañeros de estudio. Allí en esa casa taller, disfrutaba las películas de Tarzán y una serie que me encantaba, “Bonanza”. O me iba a jugar con los hijos de la señora Idally, la modista de mi mamá, quienes tampoco tenían televisión, pero en cambio poseían una lotería y un parqués. Claro está que lo que más deseaba era encontrarme con Salazar y Bolívar, en el parque, para nuestra vuelta a Colombia por los sardineles de los andenes con tapas de gaseosa, pero mi madre no me daba permiso. La otra cosa que me llenaba de felicidad era ir con mi papá a cine, aunque ese plan se daba de manera excepcional.

Siempre era en domingo, después de almorzar. Asistíamos al teatro Encanto o al San Jorge, a ver a Cantinflas o a Jorge Negrete, pero lo que más nos encantaba eran las películas del oeste. El plan consistía en, antes de entrar a ver la película, comprar una bolsa de “piquitos” y una colombina “charms” para que me durara toda la película. Luego nos veníamos caminando hasta la casa. Mi padre me hablaba sobre sus historias de niño cuando fue boga y pescador en el río Magdalena. Generalmente, antes de llegar a la fábrica, mi padre se detenía en una cafetería situada diagonal a la iglesia y allí le compraba a mi madre unos merengues que le gustaban. Yo no paraba de contarle a mi mamá la película que acabábamos de ver, mientras en la radio Santafé se escuchaba la música distintiva del programa “La hora de los novios”.

El tan esperado veinticuatro de diciembre comenzaba con un desayuno que mi madre lo llamaba «especial», porque incluía además del chocolate y el pan, unos envueltos de mazorca rellenos de cuajada. A mi padre le gustaba repetir ese manjar, elogiando la sazón de mi mamá. Mi mente no paraba de contar las horas que faltaban para la llegada del niño Dios. Ese día me mostraba más colaborador que de costumbre y estaba atento a todos los mandados que me solicitaran. Mi padre aprovechaba la tarde libre de ese día para mandarse peluquear y hacer algunas diligencias de último momento. Yo me quedaba con mi madre colaborándole a preparar el almuerzo de ese día, otra delicia navideña: el sancocho tolimense.

—Vaya, hasta donde la pecosa y me trae dos tomates bien maduros.

No sé cuántas más correrías hice en ese día, pero mis pies no sentían ningún cansancio. Yo estaba seguro de que el niño Dios ya me tenía separado mi regalo. Por eso creo que el apetito me aumentó a la hora del almuerzo y pude comerme toda la costilla que me sirvieron y el arroz atollado y el caldo y la yuca y el plátano con ese hogao tan exquisito. Lo mismo hizo mi padre, quien también dejó los platos limpios. Mi madre estaba feliz de vernos comer así. Los sonidos lejanos de unos voladores sirvieron de postre al sancocho.

—Empezó la fiesta —dijo mi padre—. Comenzaron temprano este año.

A mí me gustaba echar pólvora, pero mis padres me la prohibían.

—Eso es quemar la plata —afirmaba serio mi papá.

Las horas parecían ir muy lentas. Hacia la mitad de la tarde mi madre me dijo que la acompañara hasta donde la señora Bárbara, una mujer delgadita que tejía en paño. Después de arreglarse y cambiarse de ropa, salimos con ella hacia arriba de la calle 11, buscando el sector más comercial del barrio Ricaurte. La carrera 28 estaba llena de gente, vendedores, niños y adultos caminando en doble vía. La música decembrina sonaba a todo volumen y en más de un local “La paloma guarumera” salía de los bafles que estaban a la entrada de los establecimientos. Mi madre llegó al sitio de la señora Bárbara, conversaron unos minutos, y ella le entregó una bolsa que tenía guardada. Pasamos luego por la Droguería Social. No sé qué más compraría mi madre, porque yo estaba entretenido mirando la caseta de venta de pólvora en la esquina del parque. No muy lejos podía ver los voladores, las rodachinas, las cajas de luces de bengala y los volcanes de diverso tamaño. Al lado de la caseta dos canecas verdes, tan altas como las que había en la fábrica, servían de guardianas del pequeño local. Cuando mi madre salió de la droguería, le lancé una petición que más parecía un lamento:

—Mamá, al menos cómpreme una cajita de luces de bengala.

—No, mijo, mire que a varios niños se les enredan esas bengalas en el pelo.

Yo insistí, pero mi madre se mostró inflexible. Sin embargo, ya llegando a la otra esquina del parque, donde estaba ubicada otra caseta, lancé de nuevo mi ruego:

—Bueno, al menos cómpreme de navidad algo para celebrar esta noche…

Mi mamá no dijo nada. Cruzó la calle y fue hasta el pequeño sitio de venta de pólvora. Allí estaban exhibidos en una mesa las mechas, los buscaniguas, las sirenas, los volcanes… y colgados atrás los totes y las rodachinas, y en el piso los voladores y otros artefactos pirotécnicos. Mi madre observó con cuidado y, al final, me compró dos volcanes, de los más pequeñitos. Me puse feliz, a pesar de que ansiaba las luces de bengala. Enseguida volvimos a la casa. Mi padre nos abrió el portón. El sonido de la pólvora empezaba a oírse muy cerca. Después de comernos un tamal, que mi papá tenía por costumbre comprar para esas fechas, y acompañarlo con chocolate y pan, salimos a la calle a ver a los vecinos celebrar el veinticuatro.

Si uno miraba hacia arriba veía la cantidad de niños moviendo sus brazos con las luces de bengala, mientras otros saltaban de un lado a otro, porque alguien había prendido un “marranito” y no se sabía bien para dónde tomaba rumbo. El cielo se iluminaba con el destello de los voladores y en algunas partes era incesante el ruido de las mechas o el estallido de los torpedos. Cuando uno miraba hacia abajo no era tanta la algarabía ni el resplandor de la pólvora, pero se podía ver los que quemaban totes, los que amarraban una esponjilla con una cabuya, para luego prenderle fuego y hacerla girar como un rejo multicolor. Mis padres saludaban a los vecinos y los niños de la cuadra celebrábamos en común lo que era escaso para cada uno. Los Garzones podían echar “helicópteros” o darse el lujo de apuntillar en un palo de escoba cinco rodachinas que al prenderse la primera iba encendiendo la segunda en un espectáculo maravilloso. Así estuvimos por lo menos una hora, hasta que me animé a quemar mis volcanes. Mi padre estaba atento a mis movimientos.

—Agáchese, préndalo con la vela y apártese de una vez…

Por unos segundos la mecha del volcán parecía extinguirse, pero luego brotaba de aquel pequeño cono una explosión plateada de chispas, estrellas, fuego en miniatura. Apenas eran unos segundos, pero yo saltaba de la emoción, haciendo una ronda alrededor de aquel artefacto que poco a poco dejaba de expulsar aquellas luces fascinantes. Estos volcanes no explotaban al final, como si lo hacían los de pólvora “Mariposa”, más nada de eso me importaba en esos momentos. Apenas terminó el primero encendí el segundo, feliz de mi pequeña fogata multicolor. Como estaba haciendo bastante frío, estuvimos otros minutos en la calle, hasta que mi padre nos dijo que era mejor entrarnos.

Para cerrar el día comimos natilla, escuchamos música en el radio… nos tomamos otros vinitos, casi que acabamos la caja de galletas y como a eso de las diez nos acostamos. Mi mente y mi cuerpo sabían que el niño Dios llegaría a visitarme esa noche. Quise dormirme rápido, pero la emoción me desveló. El ruido de la pólvora no paraba de sonar. Por la pequeña ventana que daba a la calle se podía ver en el cielo el destello de los voladores de luces, esos que no explotaban, pero formaban figuras hermosas, como si fueran magos fugaces que pintaran en la noche.

Al despertarme al otro día, lo primero que hice fue mirar debajo de la cama. Vi un papel regalo en forma redondeada y otro paquete envuelto en papel de navidad. La dicha se me agolpó en la garganta.

—¡Vino el niño Dios! —grité—. ¡Sí pasó por aquí!

Mis padres sin levantarse de la cama me vieron llegar con los dos regalos.

—Abra a ver qué le trajo el niño Dios —dijo mi padre.

Mis manos tomaron el regalo redondo. Lo abrí con rapidez. Sí era un balón, pero plástico, de esos grandes con rayas rojas. Mi sorpresa se transformó en tristeza. Mi mamá notó mi desilusión.

—¿No era eso lo que le había pedido?

—Sí, era un balón, pero yo quería uno de cuero —respondí—, poniendo en mi voz un tono de reclamo.

—Eso pasa, mijo, no siempre lo que uno le pide al niño Dios es lo que le trae —interrumpió mi padre.

—¿Y qué será el otro regalo? —agregó mi madre.

No tan entusiasmado como la primera vez comencé a abrir el otro paquete que, por el tacto, parecía ropa. Mi intuición se confirmó: era un chaleco de lana azul.

—Felicitaciones —dijo mi padre—, extendiendo los brazos e invitándome a acomodarme entre ellos dos. Me abrazó con fuerza a la par que me acariciaba la cabeza.

—De pronto el otro año el niño Dios sí le cumple sus deseos…

Yo dije que sí con la cabeza, pero tenía como ganas de llorar. Con este ya llevaba dos años en que no se cumplían mis peticiones. A lo mejor el niño Dios solo le cumplía las promesas a los más pobres de la ciudad, o se había equivocado de dirección, porque yo creo que no era el único que pedía pelotas para jugar, o por ser tantas las solicitudes se había agotado la existencia de balones de cuero en el cielo.

—Al medio día vamos a comer pollo asado —me confesó mi padre—, a ver si con eso se le quita un poco la tristeza.

Ese malestar en el corazón no se me pasó de una vez. Pero al estar en medio de los brazos cariñosos de papá y mamá e imaginar que pronto saborearía las alas tostadas del pollo que vendían en El Semáforo en rojo, me ayudó a recuperar la alegría de aquellas fiestas navideñas.

El reservado

16 lunes Nov 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Cuentos

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Ilustración de Robert Giusti.

Cuando estoy deprimido tengo por costumbre visitar un bar que queda en la zona rosa de la ciudad donde vivo, “Paris 30”, se llama. Allí, en ese sitio, tal vez porque ya me conocen, me ubican en un cuarto de paredes azul marino con una mesa y una silla de estilo art decó blanquísimas. Creo que hay un pacto entre los meseros para que nadie me interrumpa, mientras me sirven en una pequeña copa mi licor predilecto, un Cointreau, que tiene en mí el mismo efecto del ajenjo. Es en esa habitación en que logro mermar mis estados supremos de ansiedad.

Casi siempre asisto hacia el final de la tarde. Cuando salgo tengo por costumbre ponerme mi saco verde billar, el cual uso como amuleto para mantener a raya los malos recuerdos; pido un taxi, cierro la puerta del apartamento y bajo al primer piso a esperar el automóvil de servicio público. A pesar de los trancones, por lo general llego pronto al lugar. Una vez dentro, un mesero conocido me da la bienvenida, repitiendo los gestos y las palabras de un ritual profano:

—¿Al reservado? —me pregunta con discreción.

Asiento con mi cabeza.

El mesero sigue delante de mí, indicándome la ruta para llegar al pequeño cuarto del segundo piso.

—¿Lo de siempre? —me pregunta con un tono de complicidad. 

—Sí, gracias, Yaky —respondo, mientras tomo asiento en aquella silla que parece una copa con medio borde recortado.

A los pocos minutos llega el mesero trayéndome el licor transparente.

—Buen provecho —agrega, con un gesto y una voz de cortesía. Después sale del cuarto, pronunciando unas palabras que son como un mantra de ese lugar:

—Qué bueno tenerlo de nuevo con nosotros.

Sentado allí me entretengo a disfrutar mi licor. Las paredes azules parecen un mar que me circunda, y el techo un cielo limpio de nubes. La pieza no tiene bombillos, ni lámparas en las paredes, y supongo que traerán candelabros en la noche para iluminarla. Me gusta mirar el piso brillante de madera de la habitación. Son 24 listones, sin una mancha, perfectos. Cuando voy por la mitad de mi bebida es que empiezo a sentir la presencia del ojo enorme. Es la sensación de una fuerza, de una presencia omnisciente, intimidadora. Volteo la cabeza hacia la pared del lado norte, y me encuentro con ese ojo gigante que, si bien es una pintura, parece tan real como si fuera el ojo de un Polifemo náufrago. Conozco ese dibujo, pero casi siempre su presencia me resulta inesperada, sobrecogedora. Es un ojo que dirige hacía mí la mirada, a mí quien me atisba con su iris café. Lo que siento no deja de resultar contradictorio, porque si bien percibo esa energía de luz fiscalizadora, que no deja de ser intimidante, también tengo la evidencia de una presencia a quien le intereso. Mi sensación depresiva baja un poco y vuelvo a mi posición inicial. Mis pensamientos encallan en lo mismo: en el rostro ensangrentado de Angélica, en sus lágrimas infinitas y en la soledad que llevo a cuestas durante estos largos meses después de que ella me dejó con toda la culpa por ese hecho innombrable. Me quedo como alelado en mis recuerdos. Es entonces cuando percibo, al lado y un poco atrás de mi hombro derecho, la enorme oreja desplegaba en la pared. El rabillo del ojo percibe la formación del lóbulo, del pabellón y la concha en forma de laberinto. Esta es otra de las piezas decorativas de este cuarto. Sin cambiar mi posición, apuro la parte final de la copa y empiezo a hablar como si alguien me escuchara: “Yo no quería hacerlo, y menos a ti, pero a veces hay pedazos de uno mismo que no cuadran con la figura del rompecabezas; yo no quería provocarte dolor, y menos a alguien que me ofreció durante cuatro años tantas cosas llenas de felicidad; pero no siempre lo que uno quiere es lo que termina haciendo, esas son las marcas que vienen en los genes, el destino al que me condenó mi padre…” 

Giro el rostro hacia la izquierda y veo a Yaki, parado a la entrada del cuarto. Su presencia es discreta. Nuestras miradas coinciden por unos segundos. Muevo mi cabeza de arriba abajo.

El mesero entiende mi gesto. Al poco tiempo regresa trayéndome una nueva copa. Recoge el cristal vacío, dejándome otra vez solo con mis pensamientos.

Muevo mi cuerpo para apreciar mejor lo que sobresale de la pared occidental de la habitación: La gran oreja. Uno de los atractivos de aquella pieza. Me sigue pareciendo muy innovadora esa decoración. Intuyo que el dueño o el creador de este ambiente es alguien que debe padecer estados depresivos como el mío, o que ha escuchado demasiadas historias de personas ansiosas o deprimidas o abandonadas por la buena fortuna. Porque, a quién se le ocurriría esta ambientación, sino a alguien necesitado de miramiento y compañía. Lentamente giro sobre la silla y vuelvo a mi estado de siempre: piernas cruzadas, un brazo sobre la mesa, y mi mirada puesta en el azul marino de la pared sur del cuarto.

Apuro el primer trago de la nueva copa y comprendo que lo de Angélica había sido un error involuntario, una de esas acciones marcadas por la fatalidad.

Cuánto añoro la voz de mi madre, cuánto sus manos consoladoras, cuánto sus ojos benignos. Pero ella se fue tres años antes que Angélica… Yo sé que a ella no le hubiera gustado nada de lo que hice, pero al menos habría tenido el reproche justo para empezar a purgar mi pecado. No sé, pero intuyo que mi madre ahora mismo está en la habitación por un temor y un aire de comprensión que parecen invadir el recinto. Puede que sea el efecto del Cointreau, que con sus 40 grados de alcohol reduce al mínimo las resonancias de mis culpas. Pero solo este triple seco me produce esta sensación, porque el vino me lleva a la locura.

—Eso, eso que me hiciste es imperdonable —recuerdo que me dijo Angélica, al momento en que uno de mis hermanos me sacó a la fuerza del apartamento de ella.

Volteo la cabeza hacia la derecha para quedar cerca del pabellón de la gran oreja decorativa. Bebo el último trago y comienzo a hablar en voz alta, como si estuviera repitiendo la rutina de la confesión de los viernes, en el colegio de los Hermanos donde estudié toda la vida… “Si al menos me hubieras dado tiempo para explicarte los motivos de ese hecho, Angélica, si hubieras intentado comprender que era una acción producto de mi deseo por ti, de los largos meses de ausencia de tu cuerpo; si en tu alma, que sé que es buena, hubieras tenido más caridad que amor, seguramente no me habrías puesto esa denuncia… Si comprendieras que hay marcas en nuestra forma de proceder de las que no somos responsables del todo, cicatrices que nos impulsan a actuar de una manera errada…, huellas que se convierten en un doloroso destino…”

Tal vez por el tono alto de mi voz, Yaki aparece de nuevo a la puerta de la habitación. Esta vez lo miro de reojo y, frotando los dedos índice y pulgar de mi mano derecha, le indico que me traiga la cuenta.

Aprovecho el tiempo de espera para beber las últimas gotas entre suaves y amargas de mi Cointreau. A los pocos minutos reaparece el mesero.

—Aquí tiene —dice—, extendiendo una bandejita de plata, con un pedazo de papel en el centro.

Saco el dinero de mi bolsillo y pago en efectivo.

—Como siempre, es un placer servirlo —agrega Yaki, abandonando el cuarto.

Me estoy sentado unos minutos más en aquella habitación. Luego me pongo de pie. La penumbra ya invade las paredes del cuarto: el ojo apenas se ve y la oreja resplandece tan solo en las formas más exteriores. En mi interior siento el deseo de decirles gracias. Bajo las escaleras del “Paris-30” que a esa hora está bastante concurrido. Salgo a la calle y empiezo a caminar. Las lámparas de los postes de luz hacen las veces de faros para volver a mi apartamento.

Zinnia

04 domingo Oct 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Cuentos

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     Zinnia era una flor hermosa. Joven y hermosa. Poseía unos pétalos vistosos y una risa explosiva de alegría. A Zinnia le gustaba mucho bailar con el viento y jugar con los niños que visitaban su jardín.

     Así, bella y alegre, un día de primavera, levantó la cabeza y descubrió al sol. Fue amor a primera vista. Le encantó su color, su brillo, su fuerza. Desde ese día, Zinnia decidió alcanzar aquella mancha lejana.

     Lo primero que ideó fue alargar su talle, su tallo esbelto. Aprendió de sus vecinas, las enredaderas, ciertas pócimas mágicas para alargarse y alargarse. Mas fue inútil. Por mucho que se esforzaba, el sol seguía allá, en su casa enmarcada por el azul del cielo.

     Zinnia ideó entonces otra estratagema. Decidió esperarlo al final del horizonte. La idea era poder capturar al sol apenas apareciera o antes de que se ocultara. También fue inútil. Por más que estuviera preparada la flor, el sol aparecía en el momento menos esperado o   desaparecía en un cerrar de ojos y de hojas.

     Un tanto desesperada, Zinnia cambió de táctica. Ahora se decidió a no mirarlo, a no dedicarle ninguna atención. Zinnia fingió desprecio por lo que amaba, para así —según ella—, lograr la atención de la mancha amarilla. Fue inútil. Aunque ella no lo quisiera, todas las mañanas o al mediodía o por la tarde, sentía aquellas manos de calor sobre sus pétalos, sentía cómo el calor del sol hacía bullir la savia de sus venas verdes. Aunque ella fingía ignorarlo, el sol seguía abrasándola.

     Cansada de tantos intentos, decepcionada por no alcanzarle sus manos de colores para traer al sol junto a sí, Zinnia urdió otro plan. De noche, cuando el sol no la veía, empezó a lanzarle miradas a un lucero. Zinnia pensó que al ser menos brillante, menos amarillo de luz, sería más fácil alcanzarlo. Animada por tal pensamiento, se despreocupó del sol. Y se propuso, desde ese momento, traer hasta sus brazos de olor aquel refulgente punto titilante en la noche.

     Pero tuvo un problema en tal propósito. Aunque de noche se sentía feliz con su lucero, y le parecía tenerlo más al alcance de su mano, apenas amanecía, la luz del sol hacía desaparecer el resplandor de esa luz nocturna. Zinnia no sabía qué hacer. ¿Debía resignarse a mantener esos encuentros nocturnos, sin posibilidad de ver la luz? ¿O volver a los rayos de su sol inalcanzable?

     Presa de la confusión o de desdicha, quizá también por su juventud, a Zinnia le pareció obvia una salida: de noche estaría con su lucero y de día con su sol. Eso parecía lo correcto: una luz diferente para cada ocasión. Pero el plan de Zinnia no tuvo ningún resultado positivo. Después de varios días ya no sabía a dónde dirigir su corazón. Zinnia empezó a perder el sentido de la dirección. Se tornó débil y parecía marchitarse.

     En medio de su desconcierto, luego de un largo período de silencio y soledad, Zinnia buscó el consejo de las otras flores del jardín.

     —Lo primero que no debes olvidar —dijo un girasol cercano— es seguir al sol hasta ese punto en donde cae perpendicularmente sobre ti; sólo así podrás tenerlo en el centro de tu ser.

     Y un heliotropo, agregó:

     —No se trata sólo de girar según el astro rey, sino de descubrir en ti, con ese movimiento, el amor infatigable.

     Zinnia seguía escuchando. Un diente de león se sumó al concierto de consejos florales:

     —Todo el secreto consiste en estar preparada para abrirse justo a las cinco de la mañana; lo importante es no perderse el primer rayo del sol…

     Y la caléndula, moviendo sus grandes flores amarillas, reiteró lo dicho por el diente de león:

     —Hay que saber esperar toda la noche para atrapar el destello del primer rayo solar…

     Tal vez motivada por el murmullo de aquellas voces, Zinnia levantó ligeramente la cabeza hacia el cielo azul y vio o le pareció ver en la distancia su mancha amarilla de rayos como abrazos. Entonces, esbozó con esperanza una sonrisa. Una sonrisa que era, al mismo tiempo, el anuncio de haber descubierto por fin la clave para alcanzar lo que quería.

(De mi libro Venir con cuentos, Kimpres, Bogotá, 2005).

 

 

El tiempo y la belleza

20 domingo Sep 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Cuentos

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“El tiempo ordena a la vejez que destruya la belleza” de Pompeo Girolamo Batoni.

—Puedes empezar por las mejillas —dijo el viejo, señalando con el índice de su mano izquierda el rostro sonrosado de la joven.

La vieja alargó los dedos de la mano derecha con el fin de tocar aquella piel tersa, inmaculada, perfecta.

La joven que permanecía expectante, se echó un poco hacia atrás para protegerse del contacto de la anciana.

—¡En la cara no, os lo ruego! —exclamó con tono suplicante.

El viejo le hizo un gesto a la anciana para que se detuviera. La mujer se apoyó en su bastón y esperó las órdenes del hombre encanecido.

—Ya es tiempo… —repuso el viejo—, mirando el reloj de arena que sostenía en su mano derecha. Las alas en la espalda hicieron que la joven se fijara en la tonalidad de las plumas. Eran del mismo color de su cabello. El anciano, aunque estaba sentado en una piedra, parecía en actitud de levantar el vuelo.

—Unos años más, es lo único que os pido —volvió a insistir la joven, resguardándose involuntariamente en un manto de seda rosada.

El viejo notó que la mujer no traía puesto ningún calzado. Levantó la mirada y se detuvo en los ojos sorprendidos de la joven. Miró el cabello dorado y se recreó observando con detalle aquel rostro. Pensó que esa frente seguía extrañamente inmaculada, notó la límpida forma del mentón, los pequeños labios que jugaban armónicamente con la fina nariz, se extasió en el largo cuello y en la altivez de unos senos magníficos. 

—No es posible, y tú lo sabes —agregó, poniendo en aquella respuesta un tono de soterrada piedad.

—Al menos que no sea en mi cara, por favor —insistió la joven.

El viejo se acomodó el manto azul que le cubría la entrepierna y observó cómo la menuda arena seguía cayendo hacia el fondo de la pequeña clepsidra. Levantó la mirada y, con el mismo dedo índice, incitó a la anciana a hacer la tarea que antes había detenido.

La vieja, apoyándose en su bastón, fue lentamente acercando su mano hasta la cara de la joven, quien volteó el rostro como si esquivara una caricia de alguien indeseado.

—Espera —dijo con voz ahogada la vieja.

La joven sintió la piel áspera de los dedos sobre su mejilla izquierda. Y a pesar del ambiente cálido de la cueva, percibió que esos dedos estaban fríos, que su carne era dura como las ramas secas de los olivares.

No fue sino un pequeño toque, casi un roce. Después la vieja bajó el brazo, se arregló la pañoleta en la cabeza y miró al viejo para tener de él la verificación de su mandato. El anciano no dijo nada, apenas con su mirada aprobó aquel fugaz contacto.

—Es hora de partir —exclamó el viejo, batiendo sus alas con una fuerza inusitada.

El anciano tomó su manto azul, dio unos pasos hacia la salida de la cueva y levantó el vuelo. Varias plumas fueron cayendo poco a poco sobre el piso. La vieja se agachó para tomar una de ellas y meterla en su morral de cuero.

La joven estaba conmocionada e impresionada por la escena. Inconscientemente con la mano izquierda se tocó la mejilla donde minutos antes habían estado aquellos dedos fríos y arenosos. Se sorprendió al sentir que su piel estaba intacta, límpida, sin marca alguna.

—Gracias, señora, gracias —dijo apresuradamente.

La vieja hizo caso omiso del cumplido. Después, con una seña de la misma mano derecha, se despidió de la joven, impulsando sus pasos con lentitud, siempre apoyada en su bastón.

La joven observó a la vieja alejarse, entrando a una arboleda en busca del  meandro de un camino lejano. Le pareció que iba muy lento para alcanzar la meta que le esperaba.

La joven, en medio del asombro y la conmoción, sintió en su interior alegría. Volvió a acariciarse las mejillas, repasó su frente, tocó sus labios y deslizó la palma de su mano varias veces por su cuello. Estaba intacta.

Quizás el viejo se había condolido con su súplica o acató la sugerencia de no afectar su cara. Sintió curiosidad. Miró sus pies y seguían como siempre, levantó ligeramente el vestido verde musgo para apreciar sus piernas y descubrió que permanecían inmaculadas. Palpó sus senos. Se sintió feliz.

Dejó la cueva y quiso cuanto antes ir a refrescarse en una fuente. Recordó las alas del anciano, la barba blanca y aquella mirada que parecía adivinar los más secretos pensamientos. Lamentó no haber recogido alguna de esas plumas.

Con agilidad de gacela pasó entre piedras y raíces de árboles, caminó entre prados florecidos, corrió hasta el río y allí, en un remanso, se arrodilló para mirarse.

El reflejo del agua la dejó estupefacta: era la misma, pero se veía diferente.

El pollo de viento

30 domingo Ago 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Cuentos

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La gente dice que son puros cuentos, que eso no es posible. Y yo les contesto que sí, que yo lo escuché. Y que no estaba dormido ni delirando por la fiebre; nada de eso. Todo lo contrario. Y mi madre y mi padre también dicen que lo escucharon clarito, y que sintieron una cosa fea, como un frío. Y que por eso tuvieron que entrarse a la casa, cerrar todas las ventanas y poner la tranca de la puerta. Yo lo escuché, sólo lo escuché. Porque como estaba de noche, y en esa época en la vereda de La laguna no había luz eléctrica, lo que uno percibía con sus ojos eran sombras, siluetas oscuras de árboles y los objetos más cercanos. No era muy tarde, quizá las nueve. Mis padres y yo estábamos en una banca saboreando la frescura de la brisa, porque en esos días el calor era intenso. Por esta razón, y a sabiendas de que en el interior de la casa, el aire debía estar más caliente que afuera, lo acostumbrado consistía en refrescarse en aquella banca de madera, ubicada al lado de la pared oriental, al frente del patio de cemento. Mi memoria no recuerda bien de qué hablaban mis padres, pero sí sé que conversaban animadamente, hasta que de pronto, muy arriba de los aguacatales cercanos, por encima de la casa, escuché el chillido de un animal semejante al piar de los pollos. Pero el chillido no era seco y continuado, sino lento y ululante. Aunque parezca extraño, en ese instante, todos los otros sonidos se silenciaron: ni grillos, ni lechuzas, ni croar de ranas, ni ladrido de perros en lejanía. Nada. Sólo el sonido de esta ave nocturna que por momentos parecía el quejido de un niño o el lamento de un enfermo. El sonido se repitió tres veces y parecía que se fuera desplazando desde la empinada cuesta llamada “Zancas” hasta tomar rumbo hacia “El Desagüe”. Mis padres callaron. Pero, acto seguido, dejaron la banca y entraron a la casa, llevándome de la mano. No tuve necesidad de preguntar qué era aquel sonido, porque mi padre dijo que se trataba del Pollo de viento.

—Un espanto, mijo. Un espanto de esos que quedaron errantes por el mundo.

La luz de la linterna le ayudó a mi madre a prender una esperma. La pieza más grande que hacía las veces de sala parecía soportar las brasas de un fogón. Nos sentamos en una sillas y nos pusimos a escuchar con cuidado. Pero el piar de esa ave fugaz ave nocturna no se volvió a escuchar. Los ruidos comunes de la noche campesina retornaron a su murmullo habitual.

—Mejor recemos —dijo mi madre, poniendo sus manos en gesto de oración.

Mi padre bajó la cabeza en señal de respeto. Yo imité el gesto de mi madre. La voz de mi madre tenía una entonación entre rezo y canto:

—Salga el mal

entre el bien,

como entró Jesús

a Jerusalén…

En el nombre de Dios

y de la Santísima Virgen,

que todo espíritu malo

se ha de retirar de esta casa.

Amén.

El pequeño coro de mi padre y yo repetimos la última palabra. Los dos perros que dormían en costales en el corredor de la casa, empezaron a ladrar. Y a nuestros perros se sumaron los de los vecinos y a éstos otros más lejanos, como por el lado de El Cerro y Lomalarga. Mi madre me acompañó a mi cuarto y me ayudó a desvestirme. Apenas me tapó con una sábana, por el fuerte calor concentrado en aquella habitación, aumentado además porque a ella le pareció que lo más seguro era cerrar y asegurar con el puntillón la ventana de mi cuarto. Me dio la bendición al momento en que mi padre aparecía en la puerta para despedirse de mí.

—Duérmase rezando, mijo, que eso ayuda a conciliar el sueño.

Yo no contesté. Al comienzo les hice caso, repitiendo mentalmente las letras de una Avemaría, pero luego mi mente de niño se entretuvo imaginando cómo sería de grande el Pollo de Viento, si tendría las plumas como los pollos piropos, si poseía espuelas como el kiko blanco que se enfrentaba a otros gallos más corpulentos del gallinero y de qué se alimentaría… y mi mente le pintaba las plumas como las del gallinazo real, le ponía un pico enorme como el de las cotorras y me estremecía al pensar que de pronto ese espanto se ocultaba por el lado de la ceiba descomunal que quedaba en la horqueta de los caminos, por donde siempre yo pasaba cuando tenía que llevarle el fiambre del almuerzo a mi papá. En ese estado seguí durante largos minutos hasta que volví a escuchar el piar lastimero de esa ave por el lado de la ventana. La oscuridad del cuarto concentraba aún más aquel chillido. Quise gritar pero no me salían las palabras, intenté abrir los ojos pero tampoco me obedecían; traté de rezar mentalmente pero las frases de las oraciones salían de forma desordenada o inconexa. Me refugié debajo de la sábana, enconchándome como un gusano sobre mi vientre. El calor se hizo un bochorno y sentí correr por mi espalda gotas de sudor. Imaginé que el Pollo de viento, venía esa noche por mí, y que no lo detendría nada. La garganta estaba seca y mi lengua era tan pegajosa como la leche de los plátanos recién cortados. El silencio se prolongaba de manera amenazante. El miedo fue mayor. Lamenté no tener al lado a mis perros Talismán y Desquite o sal de cocina, porque mi madre decía que era buena para alejar los espantos, lo mismo que los dientes de ajo. En esos pensamientos andaba, cuando otra vez el sonido del ave sonó amenazante en mis oídos. Parecía como si el Pollo de viento hubiera traspasado la pared de la casa y se hubiera metido en mi cuarto; un escalofrío atravesó mi ser. Estático y tembloroso esperé a que las garras de esa ave me raptaran como los gavilanes a los pollos pequeños, o que me llevara a su nido escondido entre las tupidas bejuqueras de la Zanja del Peñón, para sacarme el alma con su pico y dejarme para siempre como un alma en pena… Así estuve no sé cuánto tiempo, hasta que el cacareo de un gallo, diáfano y potente, alejó con su canto al pollo de viento que estuvo a punto de llevarme aquella noche.

Ruinas

19 domingo Jul 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Cuentos

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Mark English

Ilustración de Mark English.

 “Donde hay ruinas, es posible que haya algún tesoro”.
Rumi

 

Cuando entré a la casa, lo primero que me sorprendió fue la oscuridad agobiante, el aire denso que se respiraba dentro de aquel espacio. Pensé que era porque las ventanas debían estar cerradas, pero a pesar de que abrí una de ellas, la que daba a una arboleda, la habitación recuperó muy poco de luz. Parecía como si el tiempo de abandono, la falta de unas manos acuciosas, o el descuido continuado la hubieran vuelto insensible a los rayos del sol. Era una casa que se había habituado a la penumbra, a una especie de noche, a pesar de que en el exterior clareara el día. A lo mejor así es nuestro corazón, cuando el olvido o la desmemoria de quienes decían amarnos nos abandonan. Un asunto adicional que llamó mi atención fue la cantidad de muebles desvencijados o quebrados: no había una sola silla del comedor que estuviera sin ninguna pata rota; la misma mesa tenía fisuras en varias partes y la madera parecía estar corroída por dentro. De igual manera estaba la platería, y las ollas de la cocina presentaban abolladuras en diferentes partes. A pesar de que esos objetos o el mobiliario estaban en el lugar indicado, presentaban un acabose de siglos, un deterioro que les venía más de adentro que de afuera, se venían rompiendo desde su entraña. Eso parecía. De pronto así es nuestro corazón, cuando percibe que ha dejado de ser importante para alguien que consideraba muy valioso y, entonces, entra en un desmoronamiento que irriga no solo las capas del afecto, sino todas las dimensiones de nuestro ser. Me extrañó escuchar, al dar cualquier paso, un sonido de eco, de resonancia mayor a la esperada en un ambiente de esas dimensiones. Todo retumbaba en ese espacio, con una cadencia que amplificaba la sensación de vacío. Y si uno veía objetos, lámparas, cuadros, vajillas, bibliotecas, lo cierto era que al desplazarse en esa casa, parecían como si no existiesen. Caminar en esos cuartos era como desplazarse en habitaciones vacías. Igual situación pasa en nuestro corazón, cuando alguien decide irse de nuestro lado, renunciar a nuestra compañía, y solo quedan de ese ser las evidencias de la ausencia, los recuerdos incorpóreos que deambulan con su falta de carne y sus susurros al acecho; las imágenes pasadas que lanzan sus lamentos de rememoración, su réplica de sirenas en la cueva de nuestra cabeza. No era de extrañar la abundancia de telarañas en esa casa. Sin embargo, no estaban de cualquier manera; por lo que vi, respondían a un diseño especial que se repetía detrás de las puertas, al lado de las ventanas, entre un armario y la pared, en leves puentes junto a las cortinas. Esas telarañas daban a las habitaciones un decorado de nieve o se asemejaban a un gran nido de seres fantásticos. No era fácil adentrarse entre los cuartos, sin tener que apartar con la mano esas telarañas, que se pegaban al cuerpo como brazos gelatinosos, como resinas provenientes de una antiquísima geografía. Así debe ser nuestro corazón, cuando conserva de quien parte o se aleja, después de un profundo amor, un gesto, unas palabras, unos papeles, una fotografías. Y esos artefactos se estiran, se vuelven delgados, se adhieren a todo lo que tocan, para tratar de conservar la imagen, la presencia, la cercanía, de esa persona tan querida. Tejemos esos hilos con la esperanza de atrapar jirones de esa pérdida, de no quedarnos sin nada, de salvaguardar retazos hermosos de ese naufragio. Después busqué lo que parecía la alcoba principal de la casa. Varios cuadros estaban desteñidos o totalmente opacos, al igual que un gran espejo, que había empezado a descascararse en el marco, con un reborde con difusas manchas de un color dorado. El tendido de cama estaba intacto, pero el cubrelecho parecía más una pradera de motas, insectos muertos, plumas y abundante polvo. Me intrigó que los cojines, de colores vistosos, no participaran de esa herrumbre cenicienta. Eran dos cojines con diseños orientales, puestos a la cabecera de la cama, que irradiaban una luz como de fuego contenido, y en los que el rojo bermellón parecía salirse de sus costuras rectangulares. Semejante deber ser nuestro corazón apasionado cuando queda huérfano de otra piel, cuando el hilo del deseo es cortado de manera abrupta. Igual situación padecen las ansias y el instinto cuando tienen que callar sus gritos de éxtasis y sus sollozos bienaventurados; porque nada duele tanto como echar tierra a lo vivo, como intentar sepultar la sangre insaciable y desbordante. Y por eso quedan titilantes, como brasas incandescentes, unas huellas en el cuerpo de las entregas compartidas que ya hacen parte de nuestras entrañas, parecidas a los sellos ardientes que penetran el músculo en pos de dejar la cicatriz no en la carne deleznable, sino en el eterno hueso. Largo rato estuve en esa casa, oliendo sus humedades en los rincones, observando cómo los techos se fisuraban en las cornisas y de qué manera la pintura se iba desprendiendo, libre ya de atracciones y leyes terrenales, de las paredes. Tuve tiempo para mirar la madera de las escaleras y los closets. Casi me abstengo de abrir uno de ellos, pero tuvo más peso mi curiosidad que el temor o la reverencia por esas antigüedades. Soplé una de las manijas para aliviarle un tanto su moho y con sigilo abrí una de las puertas. Varias prendas estaban estáticas, protegidas por bolsas de plástico; en la parte baja unos zapatos seguían manteniendo un orden inexplicable. La suciedad no había logrado minar del todo ese pequeño recinto. Cerré una puerta del closet y abrí la otra: cuatro cajones se ofrecieron a mi vista. Con cautela traje hacía mí el primero de ellos. Lo que descubrí, además de maravillarme, me produjo una inmensa alegría. Era una mariposa disecada, una morpho de azules iridiscentes. Metida en una caja, acorde a su tamaño, se mantenía intacta, imperecedera. Si no fuera por los alfileres que la sujetaban, muy seguramente se hubiera lanzado a volar. Tomé la pequeña caja y salí de allí. No había sido en vano mi visita a esa casa abandonada. Es probable que lo mismo pase con nuestro corazón enamorado, que después de quedar a la intemperie, de pasar la ordalía de la soledad, se aferre a algo, a un lugar, a una confesión, a un evento único e irrepetible y lo vuelva un tesoro, una reliquia con un significado extraordinario tanto más cuanto es un secreto personalísimo.

Isabel y el aro plateado

05 domingo Jul 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Cuentos

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James Jean

Ilustración de James Jean.

Fue un regalo de su padre, Gonzalo,  para unas fiestas navideñas. La noche del veinticuatro, después de hacer la novena y cantar villancicos, reunidos alrededor del árbol, Isabel recibió aquel último obsequio. La niña  desenvolvió el regalo lentamente, gozando del pequeño placer de la sorpresa, porque el aro estaba metido en una caja grandísima. Carolina, su madre, también estaba sorprendida y ayudó a su hija a desempacar el último empaque del niño Dios. Al quitar la cinta que cubría las tapas de la caja, Isabel vio un círculo plateado que, de inmediato, la atrapó con su brillo cautivador.

Aunque el aro no tenía nada extraordinario, Isabel no dejaba aquel círculo para nada. Si tenía que hacer algún mandado, iba con él; si estaban viendo algún programa de televisión, ella lo conservaba al lado, como si fuera una  mascota que necesitara caricias permanentes; y cuado iba al colegio, siempre lo llevaba consigo al igual que su morral con útiles escolares. Isabel y el aro eran una sola persona.  Por la noche, ponía el círculo plateado cercano a su cama, semejando un ángel guardián de su sueño.

A su padre Gonzalo no le pareció extraño dicho comportamiento y hasta celebraba que Isabel tuviera tanto afecto por ese regalo navideño. Sin embargo, a veces la reprendía por estar jugando en el comedor o por sus salidas frecuentes a la calle cuando estaba empezando a llover, y entrar de nuevo a la casa con el aro lleno de barro. Otro tanto hacía Carolina, quien la recriminaba por ensuciarse la ropa con ese juguete y por mantener las manos sucias a todo momento. Isabel fingía una mejora en su comportamiento por unos minutos, pero pasado un tiempo volvía a coger su aro y salir a correr por las calles del barrio.

La alegría de Isabel comenzó a opacarse el día en que jugando aro con otros amigos de su edad notó que su círculo no era tan rápido o se desviaba con facilidad del objetivo propuesto. Y por más que ella lo impulsara con el palo o con su mano derecha, por más fuerza que le impusiera, el aro se comportaba con una pesadez que siempre llevaba a Isabel a terminar en los últimos lugares de la competencia. O sucedía también, en las pruebas de derrumbar con el aro botellas vacías de plástico puestas a la manera de columnas en el centro de la calle, que su anillo parecía ir bien direccionado al inicio y a medida que avanzaba por el pavimento se iba desviando, alejándose del objetivo, hasta terminar derrumbado en un balanceo interminable. Los amigos de la cuadra no le prestaban mucha atención a esa situación, pero a Isabel la desmotivaba el hecho de que su aro tan querido no estuviera en el nivel que se merecía. Así que, cada vez que sus amigos la invitaban a jugar aro en la calle o en el parque, ella prefería decir que no podía en ese momento, porque su madre la había mandado a traer algo de la tienda o que tenía que terminar unas tareas escolares. Los muchachos salían corriendo empujando sus aros, diciéndole a Isabel que la esperaban apenas terminara de hacer sus diligencias. La niña veía a sus compañeros alejarse entre risas y saltos, haciendo escaramuzas de competencias de velocidad o intentando la riesgosa prueba de saltar un aro en movimiento.

La tristeza de Isabel se hizo tan evidente que Gonzalo tomó cartas en el asunto. La ñina le explicó el motivo de su pena y el padre pasó a revisar el aro con cuidado. Frente a su hija Gonzalo revisó que el anillo, por el uso, no estuviera doblado o que por alguna melladura perdiera su condición de ir siempre en línea recta. El examen mostró que estaba en perfectas condiciones. Otro tanto sucedía con el asunto de la pesadez del aro. A Gonzalo le pareció tan liviano el objeto que podía levantarlo con el dedo meñique. Isabel quedó más tranquila con lo que vio y oyó decir de su padre. Al otro día, con gran optimismo salió a buscar al grupo de muchachos con el que siempre acostumbraba reunirse y, antes de que ellos dijiran algo, los retó a una competencia de velocidad. Sin embargo, el ánimo de la niña no estaba al mismo ritmo de su aro; a los pocos metros empezó a quedarse relegada y con gran dificultad alcanzó la meta. Los amigos y amigas se burlaron por unos minutos de la “colera” y después apostaron a quién llegaba de primeras a la venta de helados de la señora Rosita. Isabel dijo que debía volver rápido a su casa y tomó el aro en su mano, llevándolo en vilo como un ser herido. Lo que era tristeza se convirtió en vergüenza.

Carolina adivinó que algo le pasaba a su niña y buscó un momento para tener con Isabel una conversación. La niña le relató lo sucedido. La madre escuchó con atención los detalles del aro, haciendo que su silencio fuera una forma de mitigar la pena de su hija. Luego, abrazando a Isabel, le comentó que esas cosas no eran como para echarse a morir, que se trataba de un juego y que, por lo mismo, a veces se ganaba y otras se perdía. Que no se preocupara tanto y que para levantarle el ánimo le había preparado un jugo de curuba en leche. La niña se puso contenta, aunque la pena que sentía permaneció en su pecho al igual que el aro que estaba abandonado en un rincón de su alcoba.

Al ser hija única, Isabel era el centro de atención de sus padres. Por este motivo y porque la vergüenza por su aro se fue adentrando en el corazón de Isabel hasta el punto de llevarla a un encerramiento voluntario, Gonzalo y Carolina decidieron visitar el colegio y hablar con la psicóloga sobre el asunto. La profesional, quien se llamaba Marlén, los escuchó en su reducida oficina dejando en claro al final que ese era un comportamiento típico de las hijas sobreprotegidas y que lo mejor era desatenderse del asunto y no prestarle demasiada atención a esos caprichos de una niña consentida. Los padres sintieron que ese era un buen consejo y, apenas llegaron del colegio, tomaron la decisión de deshacerse del aro que ahora provocaba en su hija tanta amargura como en los meses anteriores había sido el motivo de muchísima felicidad.  Eligieron un potrero retirado de la casa donde vivían. Cuando Isabel regresó del colegio, antes de tomar el almuerzo, subió a su cuarto y lo primero que notó fue la desaparición del aro.  Salió corriendo a la cocina e indagó por él con su madre, pasó al comedor e interpeló a su padre sobre el mismo tema. Gonzalo y Carolina, le dijeron que por ahí debía estar o que ella misma lo había embolatado. Isabel entró en un estado de angustia que alteró por completo la rutina de ese día. Ni almorzó, ni dejó que sus padres pudieran consumir los alimentos. Entraba al cuarto, esculcaba aquí y allá, volvía a salir, husmeaba atrás de la lavadora, buscaba entre cajas, dentro de los closets, con tal desespero que sus padres tuvieron que decirle la verdad. Al conocer la noticia Isabel sintió de nuevo el amor perdido por su juguete y con lágrimas les suplicó a sus padres que la llevaran hasta el lugar donde habían tirado el aro de sus querencias. Por más que Gonzalo y Carolina se resistieron, fue tan genuina la tristeza que vieron en su hija que los dos decidieron ir con la niña hasta el potrero. Cuando llegaron al sitio descubrieron que el círculo plateado ya no estaba. Y por más que repasaron el lugar, a pesar de revisar centímetro a centímetro las partes donde la hierba era más alta, no fue posible encontrar el aro. Isabel extendió la pérdida del objeto hasta convertirla en una sensación de abandono sobre su propia persona. Se sintió huérfana sin serlo y bajo esa condición regresó a su casa, escoltada por sus padres que, sin quererlo, se sentían culpables del sufrimiento de su hija.

Después de unos días el hecho pareció olvidarse y la vida familiar volvió a la tranquilidad. Sin embargo, Isabel se afianzó en su soledad y en una forma de ser tan reservada que parecía rayar con la desaparición. Pasaron los años, la niña se hizo mujer, empezó a trabajar en una fábrica manufacturera, y continuó viviendo con sus padres hasta que ellos murieron. Así le llegó la vejez, sin hijos, habitando la casa familiar, manteniéndose de una limitada pensión, soportando los días recostada en su cama frente al televisor. Era frecuente que su memoria la llevara a aquella escena de infancia. Entonces, al igual que una avalancha de imágenes y gestos nostálgicos, de sentimientos y emociones melancólicas, a su presente volvía ese corto episodio de su niñez. Y aunque ese era un pedazo de historia de su más lejano pasado, la tristeza que sentía en ese momento tenía el mismo sabor de esos años, especialmente al observar por la ventana a los niños que jugaban en la calle y darse cuenta de que ninguno de ellos empujaba un aro como el plateado aquel que su padre le había regalado para una navidad.

Yolanda y el pájaro copetón

14 domingo Jun 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Cuentos

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Daira Petrilli

Ilustración de Daira Petrilli.

A Yolanda le gustaban los pájaros. De niña, cuando la sacaba al parque su madre, se extasiaba mirando y escuchando aquellas criaturas que saltaban entre los altos árboles. Su mamá tenía que romper aquel embeleso porque Yolanda, en lugar de dedicarse a jugar en el columpio, prefería mirar esos seres con plumas de colores que entonaban una música que la llenaba de mucha felicidad.

Desde esa corta edad, Yolanda quiso tener pájaros en su casa. Pero su madre, Doña Inés, no era amante de estar de esclava del cuidado de un animalito. Por eso Yolanda le encantaba llegar muy temprano al colegio donde estudiaba, porque en el segundo piso, después de una improvisada sala de música que tenían las monjas salesianas, estaba varias jaulas con pájaros de diverso color. Allí fue que Yolanda aprendió a distinguir cuáles eran los azulejos, cuáles los turpiales y cuáles los ruiseñores. Y casi siempre llegaba tarde a la primera hora de clase, por quedarse contemplando esas pequeñas cajas de música.

En el colegio las profesoras coincidían en que si bien Yolanda era aplicada y cumplidora de sus deberes escolares, se mostraba poco participativa en clase y muy silenciosa. El veredicto que le transmitieron a su madre fue que la niña era demasiado tímida e introvertida. Doña Inés no le prestó demasiada importancia a tal comentario y más cuando supo que a su hija le iba muy bien en los estudios. Algo había heredado de ella y algo de la abuela Berenice que, como decía el difunto Matías, su esposo, “apenas musitaba palabra”. El tiempo que no empleaba Yolanda estudiando lo dedicaba a colorear un libro con figuras de pájaros que su madre la había regalado para navidad. Y, por supuesto, también se entretenía con devoción en dibujar aquellas criaturas. Con muy contados contratiempos, Yolanda terminó sus estudios básicos sin pocas compañeras o amigas y apenas relacionándose con las otras muchachas de la cuadra donde vivía. Lo que sí disfrutaba era visitar los parques, entrar varias veces a un jardín botánico que quedaba no muy lejos de su casa y, cuando su madre se lo permitía, tomar un bus intermunicipal para viajar y estar varias horas en el campo.

Yolanda empezó a estudiar veterinaria pero, después de dos semestres, se retiró porque casi todas las asignaturas se centraban en caballos, vacas, perros y gatos, pero nada de aves. Su madre no estuvo de acuerdo con esa decisión e insistió en que debía pensarlo mejor, porque los contados recursos que tenía no era para estarlos desperdiciando. Yolanda simuló que asistía a la Universidad, aunque en verdad lo que hacía era vagar por un parque que había descubierto cercano a la Universidad y que, como cosa especial, estaba casi siempre con muy poca gente.

Abandonados los estudios de veterinaria, Yolanda intentó buscar algún trabajo. Tuvo buena suerte y pudo, sin muchos inconvenientes, empezar a trabajar como cajera en un supermercado. Doña Inés le recriminaba tal empleo, pero luego de unos meses se acostumbró a aquella situación, entre otras razones porque Yolanda le había dicho que con lo que ganara iba a ahorrar para pagarse ella misma sus estudios de Hotelería y turismo. Como el turno de su trabajo empezaba a las dos de la tarde, Yolanda desayunaba bien temprano para aprovechar las primeras horas de la mañana e ir a disfrutar el parque que tanto le gustaba.

Con el primer sueldo, y a pesar de la resistencia de su madre, Yolanda compró una jaula y un par de ruiseñores. Los ubicó al lado de la ventana de su habitación. Ella soñaba con que al otro día, a primera hora, las aves la despertarían con su canto, pero los pajarillos permanecieron en silencio. La mujer supuso que era una reacción natural de los animales a un nuevo ambiente, porque cuando los compró un sábado por la mañana, el par de aves cantaban con brío y de manera continua. Cambió el periódico de la jaula, renovó el agua, puso el concentrado y se despreocupó de los pájaros que, durante el tiempo que estuvo en la habitación, no emitieron ningún sonido. Salió a trabajar, recomendándole a Doña Inés, el par de ruiseñores.

Cuando regresó por la noche, mientras comía un pedazo de pan integral con un agua aromática, su madre le dijo que los pájaros casi la habían enloquecido con su canto. Yolanda se puso feliz con la noticia y corrió a su cuarto a ver sus aves. Los vio juntos en la vara, despiertos, pero sin emitir ningún sonido. La mujer quería escucharlos trinar, pero supuso que por la hora, ya su naturaleza les dictaba que debían callar. Entonces, como le dijeron en la tienda de animales donde los había comprado, cubrió la jaula con una manta y les expresó unas palabras cariñosas invitándolos a dormir. Enseguida se sentó en la silla de un pequeño escritorio, sacó su cuaderno de dibujo y empezó a delinear la figura de un pájaro copetón. Le salió así, sin copiar, como si esa ave viniera del bosque de su interioridad. Dejándose llevar por su imaginación le puso al ave, en el pico, una llave, como la de la cómoda donde su madre guardaba las porcelanas. Luego empezó a colorear los ojos del ave y a encrespar los pelos del mechón. Satisfecha con su obra, cerró el cuaderno de dibujo y se sentó en la cama a desenredarse el cabello. Se miró en el espejo del tocador y se vio más pálida que de costumbre. Atribuyó el color de su piel al tenue bombillo que alumbraba la habitación. Pasó luego a desnudarse, se puso una piyama con diseños de aves, y después de unos minutos entró en un sueño que la acompañó hasta las cinco de la mañana.

Apenas se despertó, subió la persiana, quitó el manto protector de la jaula y esperó, de pie, a que los ruiseñores la sorprendieran con sus exquisitas melodías. Los pájaros saltaron al piso y de ahí a su vara, picotearon algo de alimento, tomaron agua, revolotearon en varios sentidos, agarrándose algunas veces con las patas a la reja de la jaula, pero en ningún momento emitieron un trino. Yolanda no sabía cómo explicar ese mutismo de las aves, si su madre le había dicho que los ruiseñores en la tarde anterior no habían dejado de cantar un minuto. Contempló de nuevo los dos pajarillos y, como no quería hacer enfadar a su madre por no acompañarla a desayunar, prefirió darse una ducha y bajar cuanto antes al comedor. Durante el tiempo que bebió un té verde y una taza de cereal, le compartió a Doña Inés el asunto de los pájaros. Su madre dijo que eso pasaba muchas veces porque, según le había escuchado decir a la abuela Berenice, los ruiseñores cantan cuando quieren. Yolanda, terminado el desayuno, lavó la loza y se dispuso a su caminata hasta el parque situado a unas cuadras de su antigua universidad. Por primera vez, en muchos años, se sintió sola.

Volvió a su casa a horas del almuerzo. Le preguntó a su madre, cómo estaban los pájaros y ella le contestó que por andar en la cocina no había estado pendiente de las aves. Sin embargo, Yolanda escuchó el trino leve de los ruiseñores y fue rápidamente a su habitación. Sin embargo, a la par que se acercaba notó que el trinar de las aves era más débil, hasta el punto de que cuando abrió la puerta ya no se escucha ningún sonido melodioso. Bajó de nuevo al comedor, almorzó una ensalada fresca y decidió pasar, antes de entrar a trabajar, a la tienda donde había comprado el par de ruiseñores. Se despidió de su madre y fue hasta el paradero para tomar un transporte público que la llevara hasta el lugar. La atendió la misma muchacha que le había vendido los pájaros. Ella le explicó lo del evento del poco canto de lo ruiseñores, dejando entrever si esto era a causa de alguna posible enfermedad. La vendedora le dijo que no y que, algunas veces, por desconocer un nuevo ambiente, estas aves se silenciaban hasta que tomaran posesión de su territorio. Yolanda quedó satisfecha con la respuesta y salió a buscar de nuevo el transporte que la dejara cerca al supermercado. Por su mente pasó la idea de cambiar la jaula por una más amplia, a ver si de esta forma los pájaros se sentían más libres para cantar.

El sábado siguiente, que no tenía que trabajar, fue hasta la plaza de mercado del sector y en un local ubicado al lado de la venta de alcancías de barro y utensilios de cocina, encontró lo que estaba buscando. Cargó durante varias cuadras el objeto y entró a su casa con esa sorpresa para su madre. Doña Inés le dijo que ya dejara quieto a los animalitos, que eso no era asunto de jaula, sino de la propia constitución de los pájaros. Yolanda la escuchó en silencio, mientras comía su cena frugal; enseguida agarró la jaula y subió a su alcoba. Le dio pesar despertar a las aves pero, aun así, los tomó para hacer el cambio de esa reducida cárcel. Los ruiseñores se dejaron trastear sin oponer resistencia. En la nueva habitación enrejada estuvieron un tiempo en el piso, aleteando cada vez que la mujer movía la jaula. Yolanda los cubrió con la manta y esperó que al otro día este cambio de ambiente diera buenos resultados. Entró al baño, se lavó bien las manos y se dirigió a su escritorio para empezar a dibujar.

Observó el dibujo que había realizado la noche anterior y le pareció que debía acompañar aquel copetón con otra ave. Eso pensó al inicio pero, luego, dejándose llevar por la mano, sin oponer resistencia, comenzó a delinear el rostro y el cuerpo de una mujer. A Yolanda no se le facilitaba pintar retratos, pero en esta ocasión sintió que podía hacerlo. Cambio de lugar, trasteando el asiento hasta el tocador. Frente al espejo miró su rostro y empezó a copiar esos rasgos. Se detuvo un buen tiempo en darle forma a su labios porque, según ella creía, eran de los rasgos más hermosos de su rostro. Puso especial atención en lo delicado de su nariz y en el fino mentón. Vistió a la mujer con un vestido de seda de color oro, muy parecido al que su madre le había regalado para el día del grado de bachiller. Se detuvo en destacar su cuello, dejándolo desnudo al igual que sus hombros. A pesar de estar dibujando, que era una de sus grandes alegrías, volvió a sentir una tristeza en todo el cuerpo. Terminó de detallar el diseño de la tela del vestido, un racimo repetido de granadas que se esparcían a la manera de un jardín, y se quedó pensando largo tiempo, contemplando en el espejo la lozanía de sus mejillas y la inmaculada frescura de su frente. Unas lágrimas se desprendieron de sus ojos. Se las secó con el dorso de la mano derecha, la misma con que dibujaba, y retornó a su obra. Tal vez incitada por aquella tristeza, por la soledad de su piel de tantos años o porque el pájaro del lado tenía en su pico una llave, empezó a dibujar encima del pecho izquierdo de la mujer el diseño de una cerradura. Y, para darle más énfasis a aquel detalle, recordó cómo eran los cuadros de las vírgenes que tenían las hermanas decorando algunos salones en el colegio, y pintó una mano como protegiendo el seno en que sobresalía aquella cerradura. Duró un buen tiempo para lograr que el gesto de la mano tuviera la suficiente levedad como para parecer que entregaba y protegía al mismo tiempo ese cerrojo. Después se sintió muy cansada. Guardó el cuaderno de dibujo en el cajón del escritorio, fue al baño, se lavó los dientes y retornó a sentarse en el lecho. Esta vez no empezó a alisarse el cabello, sino que se lo recogió, haciendo una especie de moña. A su mente acudieron muchos recuerdos e infinidad de silencios. La tristeza  la envolvió por completo. Una vez más las lágrimas asomaron en sus ojos. Comenzó a desnudarse poco a poco, como era su costumbre, pero en lugar de ponerse la piyama de pájaros, eligió una prenda diferente. Buscó entre el closet, en la parte más resguardada del mueble, el vestido de grado que estaba protegido por una blusa plástica. Lo puso sobre la cama y se maravilló de que aún conservaba el brillo oro de hacía tantos años. Se quitó la ropa interior, pasando luego, con delicadeza, a ponerse el vestido, procurando mantener intactos los dobleces. Sin levantar el tendido de la cama, se acostó en ella, mirando la tenue luz del bombillo que, por el agua de sus lágrimas, parecía emitir una luz difusa, casi indefinida.

Doña Inés se sorprendió al otro día de que su hija no bajara a desayunar con ella. Supuso que era cosa del sueño porque los ruidos de la noche anterior en el cuarto de Yolanda daban a entender que había estado despierta hasta las primeras horas de la madrugada. Tampoco escuchaba a los ruiseñores. El excesivo silencio la puso en alerta. Subió, entonces, hasta el cuarto de su hija. Golpeó con discreción en la puerta. Nadie le contestó. Con sigilo abrió la hoja de madera y vio a Yolanda tendida en el lecho, con su vestido de grado. Se acercó a ella con cautela, pensando que seguía dormida. Musitó el nombre de su hija varias veces pero no hubo respuesta. Un mal presentimiento le atenazó el corazón. “¡Yolanda!”, grito con desesperación, tomando la mano izquierda de su hija, porque la otra, con la que dibujaba, estaba sobre su pecho, en una actitud de quien desea entregar o proteger su corazón.

Siempre

31 domingo May 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Cuentos

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Igor Morski

Ilustración de Igor Morski.

“¡Oh mi rosa de siempre, viuda de tu perfume!”.
Rafael Michelena Fortoul

 

—Lo que dijiste me afectó mucho — dijo Betty—. Enseguida levantó la mirada y agrego: —Y tú no te diste cuenta.

—¿Darme cuenta de qué? —la interrumpió Rodrigo.

—Pues de las cosas que dices sin pensar —agregó la mujer—, bajando de nuevo la cabeza y poniendo su atención en un salero que estaba casi vacío.

—La verdad no te entiendo —repuso el hombre—. Yo creo que te tomas muy a pecho cualquier cosa que te digo.

La discusión, que en el último mes se habían vuelto más frecuentes, había comenzado por un comentario de Rodrigo, cuando Betty no estuvo atenta al pago de un recibo de energía. Él usó la palabra “olvidadiza”, y ella sintió que no era justo ese calificativo por un simple olvido. Además, lo que más generó en ella una especie de tristeza, fue que esa palabra estuviera acompañada de un adverbio rotundo y vergonzante: “siempre”.

—A ti te falta tacto para decir las cosas, Rodrigo.

—¿Y se puede saber en qué consiste ese dichoso tacto?

Betty se mantuvo en la misma postura, dándole vueltas al salero, observando sin mirar el empaque azul cielo con letras blancas. Era un azul pálido, como el manto de la virgen, de quien ella era devota. No supo por qué en ese momento pensó en que su color preferido era el azul, pero no el de tonalidades oscuras, como el azul de Prusia, sino esos otros que iban desde el celeste hasta el azul de Francia. Armándose de ánimo, con una voz tenue, le respondió a su pareja:

—Tener tacto es saber elegir bien las palabras, según el momento y según la ocasión.

Rodrigo miró a la mujer, con quien llevaba cinco años de convivencia, y se propuso, a pesar de ser impulsivo e irascible, escucharla para tratar de entenderla. Con la mirada la invitó a seguir hablando.

—Mira, lo de ahora, tú usas la palabra “siempre” cuando cometo un error o cuando las cosas no salen bien entre nosotros. Y yo no soy “siempre” así. Algunas veces se me olvidan las cosas. Pero no es “siempre”.

Rodrigo sintió que la explicación de la mujer le daba demasiadas vueltas al asunto. Como buen comerciante, esperaba que ella le dijera de una vez cuál era el motivo de su disgusto.

—¿O sea que el problema es porque usé esa palabra?

—Sí, en parte…

Cuando Betty empezaba con esas medias tintas, con esas frases gelatinosas y poco definidas, a Rodrigo le entraba una desesperación que lo llevaba a subir la voz. Era un acto involuntario, de fogonazo oral:

—Tú y tus partes —dijo con ironía…

Betty agarró el salero con fuerza y se inclinó sobre la mesa redonda del comedor.  Bajó la voz.

—Ese es el otro asunto que no ayuda mucho a que aclaremos las cosas…

—¿Cuál?

—Pues tus constantes ironías, y el tono con que las dices —murmuró Betty—, dejando que sus palabras se confundieran con la brisa leve de la tarde que entraba por una pequeña ventana del apartamento.

—Qué culpa, si así somos los santandereanos…

La disculpa de Rodrigo hizo que Betty lo mirara con un gesto de extrañeza. Porque de eso ya habían hablado antes, cuando tuvieron otra discusión por el gasto excesivo de un tendido de cama, que Betty compró a escondidas de él, usando una plata destinada para otros gastos, y él esa vez se había exaltado hasta el punto de gritarla. Y ella, después de la “calentura”, optó por hablarle suavecito, tan quedo que parecía no decir nada. Entonces Rodrigo comprendió que su forma de actuar no había sido la indicada. Pero a él se le olvidaba bajarle el volumen a su voz, o no era consciente de que cuando la rabia lo gobernaba cualquier cosa que saliera de sus labios se convertía en ofensa.

—Tú sabes que no todos los de tu tierra son así…

—Pero así me conociste y así soy —concluyó Rodrigo.

—De eso ya hemos hablado —dijo la mujer— volviendo a concentrar su mirada en el salero.

El hombre se echó hacia atrás en su asiento y puso las manos entrelazadas detrás de la cabeza. Recién acababan de comer una pizza que habían pedido a domicilio, porque a Betty se le había hecho tarde para preparar algo de almuerzo. Era sábado, y ese día ella lo dedicaba a ir al salón de belleza a arreglarse el pelo. La culpa la tuvo Damarys, la dueña del local, quien quiso intentar con ella un nuevo corte y unas tinturas que al final tuvo que cambiarlas porque a Betty le parecieron demasiado llamativas. No obstante, Rodrigo no estaba molesto por la tardanza, sino por otra razón: el olvido del pago del recibo de la energía.

—Yo creo que tú eres muy consentida —dijo Rodrigo—, usando un tono de voz tranquilo y no recriminatorio.

—Es posible —repuso la mujer—, alzando los hombros, y poniendo un gesto de padecer una condición inexplicable.

—Y por consentida es que te afectan esos detalles…

—Por falta de detalles —lo interrumpió Betty de inmediato—, es que el amor se va acabando…

—Otra vez la mula al trigo…

—Pero no es solo esto —agregó Betty—.

Aunque el comentario de la mujer salió de manera espontánea, Rodrigo adivinó lo que se avecinaba.

—Tú sabes lo importante que son los cumpleaños para mí —continúo la mujer—, yo te lo he dicho, y en el último, ni un ramo de flores. Nada.

—Y las rosas rojas que te traje al otro día, para disculparme, ¿no cuentan?

—Pero si tú conoces que a mí me gustan son las hortensias…

—¿Quién te entiende?, mujer. Nadie —dijo Rodrigo con un tono de franca incomprensión.

—Yo creo que a ti eso no te importa, como tampoco me dices nada cuando me pongo algo bonito…

—Tú sabes que yo te quiero… pruebas has tenido durante estos cinco años, ¿no?

La mujer empezó a meter las moronas de la pizza, esparcidas en la mesa, en la caja. Lo fue haciendo con lentitud, sin mirar a Rodrigo, como si estuviera haciendo una labor de muchísima precisión. Recordó el domingo hacía quince días cuando se puso una blusa azul bondi con discretos diseños grises, y Rodrigo ni siquiera lo había notado. Esas eran minucias que a él le parecían “bobadas” y a ella, “detalles que enamoraban”.

—Yo lo que digo es que a ti se te olvida que las mujeres no somos como los hombres.

—¿Y cómo son las mujeres? —interrumpió Rodrigo—, a ver si oyéndote aprendo a conocerlas…

Betty acabó de meter todas las moronas en la caja de la pizza. La tapó bien y, encima de ella, acomodó los dos platos sucios que habían utilizado. También acercó los dos vasos vacíos y puso en el centro de la mesa, al lado de un servilletero, la botella de gaseosa cola que estaba aún por la mitad.

—Las mujeres somos ondulantes…

—¿Y eso viene siendo como qué?

—Pues eso hay que averiguarlo con cada una…

Rodrigo esbozó una sonrisa con posibilidades de burla. Bajó los brazos y convirtió las manos en un atril para su cabeza. Quiso agregar algo más, pero se contentó con emitir un suspiro que parecía simbolizar una tarea imposible de lograr.

—Ondulantes somos, sí señor —agregó Betty—, como mi cabello.

El hombre se fijó, ahora sí, en la textura del cabello de la mujer. Era rizado y abundante. Y cuando Betty se lo acariciaba de una especial manera, la hacía parecer menos tímida de lo que en realidad era. Rodrigo pensó en las veces que iba donde su peluquero Arnaldo y en la poca importancia que le prestaba al corte, el de “siempre”, que el hombre le hacía mientras le contaba historias referidas a la separación de su pareja. Consciente de que ya llevaban varios minutos en esa discusión que no iba para ningún lado, alargó una de sus manos buscando la de su compañera. Betty no opuso resistencia.

—Tú sabes —inició Rodrigo—, tú eres testiga de lo que yo me esfuerzo en complacerte. Aunque a veces no sé qué es lo mejor… Pero tú sabes —insistió el hombre, apretando el brazo de la mujer—, que en mí no hay deseo de herirte.

La mujer miró con detenimiento a su compañero de historia. Los ojos café oscuros de Betty  se concentraron en un botón de la camisa de Rodrigo que estaba ligeramente suelto. Era el segundo botón, el que quedaba al lado del bolsillo donde Rodrigo metía siempre los billetes de alta denominación. Mirando ese botón se sorprendió de no haberlo cosido o de haber pasado por alto ese detalle cuando había planchado la camisa de cuadros cafés. O de pronto el botón estaba así, no por descuido de ella, sino por las manos bruscas de Rodrigo, o por la fuerza inadvertida del tiempo que va rompiendo poco a poco las cosas.

—Lo sé, y por eso me duelen más esas palabras…

Rodrigo miró a Betty con un gesto de disculpa. Se quedó en silencio unos segundos. Luego apoyó las dos manos en la mesa e irguiendo un poco el cuerpo le dio un beso en la mejilla a la mujer.

—Siempre te querré… Siempre.

La mujer se puso de pie y trajo hacia sí la cabeza del hombre. Rodrigo se dejó meter en ese cuerpo y sintió que esa noche podría dormir tranquilo. Al otro día tenía un negocio y necesitaba estar bien descansado para no dejarse engatusar por Doña Marina.   

Gabriela y el diablo de la oscuridad

01 domingo Mar 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Cuentos

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Gato en la oscuridad

Siempre que Gabriela, la niña de bellos ojos, pasaba por ese cuarto oscuro veía los ojos del diablo. Por eso ella prefería quedarse en su cuarto con su gato Crispín o esperaba que sus padres vinieran a buscarla.

Los ojos que Gabriela veía salían del fondo del cuarto eran de color amarillo brillante. Y cuando su padre Juan, prendía la luz para buscar alguna cosa, la niña de 9 años no veía aquel monstruo por ningún lado. Gabriela empezó a creer que era el diablo, por un programa que había visto en la televisión.

Pero Gabriela era una niña valiente. Así que habló con su tía Cecilia y le pidió que le ayudara a vencer ese miedo. La tía le dijo que lo mejor era leer sobre el diablo.

Ese domingo la sobrina vino a visitar a la tía en su apartamento. Después de compartir unas onces empezaron la lectura de un libro sobre el diablo. En ese libro Gabriela supo que el diablo tenía cola y cachos y que podía transformarse en animales como el perro o el lobo. También supo que el diablo se escondía en la oscuridad, en las tinieblas.

Aunque a Gabriela le dio un poco de miedo, le pidió a su tía continuar leyendo. Vieron dibujos sobre el diablo, se enteraron de muchas apariciones y de su dominio entre llamas en el infierno. Terminada la lectura del libro la tía Cecilia le regaló a Gabriela una pequeña linterna con la condición de que cuando pasara por aquel cuarto oscuro alumbrara al fondo de él diciendo estas palabras:

Si en la noche estás metido,

con mi fuerte luz te saco…

Si eres un diablo escondido,

con mi claridad te atrapo.

Cuando vinieron sus padres a recogerla, Gabriela estaba feliz. Ya sabía cómo enfrentar aquel diablo de su apartamento.

Esa noche, con cierto temor, decidió poner a prueba lo que su tía le había dicho. Salió de su cuarto con lentitud y antes de pasar por el frente del cuarto oscuro, prendió la pequeña linterna y dijo las palabras mágicas:

Si en la noche estás metido,

con mi fuerte luz te saco…

Si eres un diablo escondido,

con mi claridad te atrapo.

Con el corazón agitado notó que los ojos que tanto la asustaban no eran los de ningún diablo, sino los del gato Crispín que le gustaba esconderse en la parte superior del closet de ese cuarto.

Gabriela ya no sintió más miedo al pasar por ese lugar. Pero guardó la pequeña linterna que le había regalado su tía Cecilia, por si acaso se le volvía a aparecer algún diablo en otro sitio.

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