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“Hoy quisiera escuchar de nuevo el eco
de tu voz y tornar a las dulzuras
de aquellas breves horas en la noche.
Otra vez probaría la hermosura,
sin rostro, de tus labios en la sombra,
y el cálido temblor de aquellas últimas
palabras, sólo un sueño o un murmullo,
sólo rumor de viento, sólo hondura”.
Antonio Colinas
Escuchar al enamorado tiene una magia especial, entre otras cosas, porque parte de una disposición del receptor —en cuerpo y alma— para recibir sin reparos a otra persona. Cuenta con el esmero absoluto, con la atención suprema instada por la pasión; con la emocionada curiosidad de conocer o relacionarse con otro ser. Es evidente que este interés por quien dice el mensaje constituye un escenario favorable para que la comunicación sea percibida en sus gamas de sutileza, en los detallados matices de entonación, en los intencionados silencios causados por el deseo o por la turbación. La escucha del amoroso tiene como aliciente la estimación o el afecto que ansía retener todo lo escuchado para hacerlo significativo o, al menos, digno de recordación. La escucha amorosa se desarrolla y afianza en lo memorable. De otra parte, por estar anclada en la sinceridad, por comunicarse de manera sencilla y veraz, por expresar la singularidad de un corazón, la confidencia amorosa reclama del receptor un espíritu de complicidad que, en gran medida, se emparenta con los lazos de lo clandestino o encubierto. La interlocución, en este caso, convoca a una real y entregada coparticipación. Escuchar a otro ser enamorado, con esta delicadeza o finura, crea las condiciones de sintonía para que lo escondido florezca, para que las confidencias modulen o musiten sus querencias más anheladas. Aquí vale la pena hacer una advertencia: el escucha amoroso debe saber que aquellas confesiones tienen el sello de lo impublicable; son relatos de vida convertidos en pactos de sangre, en alianzas del mundo afectivo que, por celo a lo reservado, son inquebrantables. La escucha amorosa se acendra y refrenda en el silencio.
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“Escucho hablar dos voces,
una es tu espíritu, la otra
son los actos de tus manos”.
Louise Glück
Cuando se escucha a alguien lo fundamental está en el contenido del mensaje que intenta transmitirnos. Pero, a la par de esa confesión sonora, de esas modulaciones y énfasis en la voz, también está la comunicación no verbal que acompaña las palabras. En algunos momentos suplen, complementan o dan consistencia al discurso; en otros, reiteran o insisten el algún aspecto que por ningún motivo puede pasar desapercibido por un escucha atento. La postura con que el emisor enuncia sus confidencias, el ritmo de las manos, los movimientos de cabeza, las inclinaciones del tronco, el movimiento ansioso de los pies, todo el cuerpo, en general, crea una orquesta que acompaña la voz. Así que no es suficiente con detectar bien el contenido de lo dicho, no basta con la fidelidad de un solo canal; por el contrario, es indispensable percatarse de todos esos signos paralelos que acentúan, contradicen, contrapuntean o llenan de nudos el hilo del mensaje. Si se es perceptivo a esos detalles para relacionarlos con rapidez, si se logra apreciar y entender la obra de fondo que representan las diversas partes del cuerpo del interlocutor, con toda seguridad podrá comprenderse tanto el contenido como la forma que lo acompaña. Escuchar sentados o de pie, al frente o al lado de la otra persona, en silencio o con ruido estridente, no son asuntos menores; así como tampoco da lo mismo oír a alguien en una alcoba, en un sitio de comidas rápidas o en un pequeño y resguardado café. Se olvida con facilidad que las revelaciones íntimas no brotan de cualquier manera, que los secretos del alma reclaman unas condiciones y un ambiente y una postura de quien sirve de receptor. El escucha perspicaz sabe que tiene que hallar la posición menos evaluativa, ubicarse en un sitio no intimidante, y asumir una postura corporal que le ofrezca a la otra persona un espacio de confianza. Los escuchas avezados siguen el principio de que se habla con todo el cuerpo.
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“Si me quiere ayudar no me pregunte nada,
las preguntas nos desnudan un poco y yo no quiero desnudarme,
quiero vestirme de palabras,
quiero cubrirme con palabras y por eso le pido que me escuche:
no sé por qué razón quien nos escucha nos perdona”.
Luis Rosales
Por lo general, se busca a alguien que nos escuche con el fin de recibir de él una ayuda o un consejo a partir de las inquietudes o problemas que le compartimos. Pero, en otras ocasiones, lo que se anhela es hallar un ser humano que escuche en silencio, sin interrumpir o cortar el flujo de las confidencias o el caudaloso desahogo de una interioridad. A pesar de lo atropellado de las palabras, de lo inconexo y fragmentado del discurso, lo que se desea es que ese especial interlocutor se mantenga muy atento y neutral a la vez, y que aguante sin impacientarse el torbellino de las emociones con esos altibajos de llanto o de exaltada ira. Que no interrogue o cuestione tales manifestaciones, ni mucho menos descalifique con sus gestos el paroxismo de las angustias en pleno furor. Tal escucha ansiado debe asumir, entonces, una “impasibilidad porosa” que le permita mantenerse impertérrito ante las explosiones del alma ajena y, al mismo tiempo, desplegar una zona acogedora en la que se sientan la compasión, la solidaridad o esa comprensión fraterna tan parecida al perdón. Quizá encontrar este escucha, tan copartícipe como mesurado, sea más difícil de lo que se cree, porque requiere un ejercitamiento de “morderse la lengua” y de poner en salmuera el deseo de objetar o el impulso natural de la curiosidad. El resultado, aunque parezca desconocer la participación del escucha de carne y hueso, es altamente fructífiero para quien lo solicita: gracias a la presencia reservada de esa otra persona y a su complicidad silente, el emisor logra sacar de adentro lo que tenía atascado en el alma, descarga el peso que arrastraba en silencio, hace público lo que parecía inconfensable. El escucha ha servido de “roca depositaria” o de benigno catalizador. En suma: pedir ser escuchados es un reclamo o una imploración de silencio para poder hablar.
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“Para escuchar mejor pegué
mi oído a los campos, vacilante y sumiso
y por debajo de la tierra escuché
el latir bullicioso de tu corazón”.
Lucian Blaga
La mayoría de las confesiones, especialmente aquellas que están cubiertas con la pátina de la culpa o del remordimiento, se emiten en unas frecuencias no fáciles de comprender en la superfice del discurso. Para lograr captar lo que está en el subsuelo, en el alma de quien las pronuncia, es definitivo traspasar las primeras capas de las suposiciones o los estereotipos; “pegar la oreja” al movimiento de unas aguas profundas a las que no estamos habituados o para las que no tenemos una definición preestablecida. Entender el rumor de esas zonas abisales del espíritu supone descubrir, como aprendices sumisos, un lenguaje que si bien no es legible en un inicio, poco a poco irá develando su mensaje de oquedades y despeñaderos desconocidos. El escucha tendrá que asimilar esas vibraciones imperceptibles y prepararse para lo inédito. Entonces, lo que parecía extraño o inexplicable, cobrará una transparencia comunicativa que nos llevará a detener nuestros labios para el injuiciamiento o la recriminación moralizante. Es del alma confesarse en sonidos subterráneos que, si sabemos escucharlos, revelarán mensajes únicos, sorprendentes, esencialmente inesperados. Pero además, y este es un reto supremo para la atención o presupone una entrenada flexibilidad auditiva del escucha, lo que es útil para descifrar el discurso de una persona, muy poco servirá para aclarar las confidencias de otro semejante. El subsuelo anímico, afectivo o pasional de los seres humanos es diferente en cada uno, como lo son sus huellas dactilares o los vasos sanguíneos de su retina. Las confidencias fluyen mejor por debajo de lo establecido o socialmente aceptado; el subsuelo de lo íntimo las resguarda de los ruidos exteriores y, de esta manera, conservan su autenticidad, se mantienen fieles a los quejidos de sus genuinos padecimientos, sin simulacros o falsificaciones. Escuchar lo más íntimo de alguien nos exige una sensible y esmerada experticia en la auscultación del corazón.
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“Esperamos el alba,
para escuchar al fiel canario
desvelado,
cuando el sueño abate las pupilas”.
Fernando Paz Castillo
Lo común es que la escucha nazca de la necesidad manifiesta de otra persona, de la solicitud que hace para que se atienda una urgencia expresiva tan semejante a un clamor de auxilido existencial. Sin embargo, los buenos escuchas están a la expectativa, atentos a los posibles llamados de acompañamiento, de asistencia fraterna. Parte de su perspicacia reside en descubrir quién —y en qué momento— reclama su presencia o su disposición para sentarse a escucharlo. Tal actitud de “acecho bienhechor” conlleva a que el escucha esté expectante, que permanezca solícito o esté preparado para “detectar” determinados ensimismamientos o gestos de contenido sufrimiento. Los escuchas sigilosos sospechan cuándo tienen que estar presentes para ofrecer, como si fuera un abrazo acogedor, la atención, el consuelo, la compañía sincera y oportuna. Saben prever o conjeturar cuándo los problemas de los demás, sus angustias, sus penas más demoledoras —que los hacen caer en un mutismo desesperanzador— indican con aquellos ademanes silenciosos la necesidad de alguien que pueda ayudarles a soliviar el peso de tales cuitas o tribulaciones del alma. Los escuchas más perceptivos tienen esos presentimientos de “compañía” para acudir y socorrer a otro ser humano, para adelantarse a sus demandas, sin avasallarlo o parecer inoportuno. A veces la sola presencia del escucha crea un ámbito propicio para que aflore la palabra o se desgrane la voz del interlocutor. No siempre la escucha nace de la petición o la rogativa; en muchas ocasiones emerge del cuidado que se tenga por el familar, el colega, el amigo o el vecino. Si el otro nos importa realmente, si nuestros semejantes tienen rostro, si no son seres anónimos, seguramente será fácil adivinar cuándo necesitan momentos de audición o de franco y abierto diálogo para expresar lo que les aflige, preocupa o desconsuela. Los escuchas vigilantes son heraldos del cuidado preventivo.
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“Los hombres están atascados,
hacen ruido para no escuchar,
su corazón ya no los soporta.
Todo respira y da gracias,
menos ellos”.
Rafael Cadenas
Si hay algo que se opone a la escucha es el exceso de ruido circundante o el que se hace a propósito para evitar el contacto y el diálogo cara a cara. La escucha se torna más díficil cuando el ruido de los aparatos cotidianos se multiplica al mismo tiempo que las personas están “totalmente conectadas” con las nuevas tecnologías; se torna imposible en las actuales prácticas cotidianas de estar cada quien metido en su burbuja, en un ambiente aislado para los que viven con él; se merma en gran proporción al enfrentarla a las rutinas de trabajo, basadas en la eficiencia y la productividad, que prohíben o evitan la charla y el solaz entre compañeros. La contaminación auditiva es el mayor enemigo para una escucha atenta y tranquila. La exigencia de la prisa, la centralidad de todas las actividades humanas en la adquisición de bienes materiales y riquezas, todo ello ha aumentado el nivel de Ia insensibilidad a las voces de los demás, bien sea porque ya se está sordo para el murmullo de las confidencias y el ritmo íntimo de compartir experiencias vitales o porque, el mismo ruído, ha ido conviertiendo el testimonio vivo o las revelaciones de otras personas en mensajes irrelevantes. De allí que la acción de escuchar sea una manera de “hacer una pausa” en el vertiginoso proceder de lo masivo y novedoso, de darle relevancia a la comunicación que acaece en la lentitud, de invitar al encuentro para contemplar y maravillarse con el paisaje singular de nuestros semejantes. De no hacerlo, de proseguir en ese ensordecimiento para el clamor de los demás, más limitados serán nuestros referentes, poco hábiles seremos para la polifonía de la convivencia humana, y mayor será nuestra soledad egocéntrica y materialista. La escucha hace diáfanos los sonidos del mundo y de la vida, abre nuestro corazón a otros seres que nos complementan o nos trascienden.
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“Escucharás todas las opiniones y las filtrarás a través de ti mismo”.
Walt Whitman
Los escuchas vivaces e incisivos saben discriminar bien lo que oyen; su oído es tan penetrante como para distinguir el fárrago de lo medular de un mensaje. Porque su escucha es aguda, porque su mente está despierta y su atención es vigilante, logran percatarse de lo esencial que desea compartirles otra persona. Ni son tan crédulos como para “creer” todo lo que les cuentan, ni son tan escépticos como para desconfiar de todos los detalles confesados. Los buenos escuchas matizan, filtran, ponen en la criba de su discernimiento la avalancha de frases dichas de afán y con angustia por su interlocutor, ciernen aquellas afirmaciones lapidarias o esas ofensas y maldiciones brotadas del obcecado apasionamiento. Al tener esa sagacidad auditiva comprenden cuándo el interlocutor exagera u omite información realmente importante, y cuándo deja de lado la autocrítca o el reconocimiento de sus errores u omisiones. Y si bien no están ahí para enjuiciar o servir de paradigma moral, tampoco se comportan como un ingenuo receptor. La escucha profunda es una escucha intuitiva, capaz de apreciar fisuras o intersticios relevantes en una confidencia o de llenar los vacios en la cadena narrativa de una historia. Tales hallazgos cobrarán importancia cuando el emisor le pida una opinión o le solicite un consejo. En ese momento, los buenos escuchas se convierten en caja de resonancia para que la otra persona escuche lo que no puede o no quiere oír, para que tenga un reflejo sensato que le ayude a dimensionar las decisiones que desea tomar o le permita constrastar las apreciaciones sesgadas y apresuradas sobre determinado problema. Desde luego, los escuchas penetrantes saben que hay diferentes maneras de creer, sentir y actuar y, en esa medida, respetan las decisione finales que tomen los demás. Cada quien tiene un tamiz, hecho de inteligencia y variadas experiencias, mediante el cual afronta su propia existencia y valora los problemas o inquietudes de las personas que lo rodean. Escuchar de manera aguda testimonios y confesiones ajenas es, entonces, una acción oscilante entre la credulidad y la suspicacia.