Al autor, a mí, es que me suceden las cosas, el que tengo diversos tipos de experiencias y el que está aquí, sentado, escribiendo este escrito. El autor nació en Capira. Una vereda limítrofe entre Cundinamarca y el Tolima; una vereda montañosa con palmeras y con un vasto mirador hacia un sinuoso río, el Magdalena.

El autor es hijo de Custodio y María Catalina; fue traído —en un acto de osadía— a estudiar desde niño en esta ciudad de Bogotá. El autor participa de dos apellidos, Vásquez y Rodríguez, y con ellos ha recibido una forma de ser y de creer, un cierto temperamento y algunas manías que han terminado por perfilar un carácter.

El autor es un maestro al que le interesan los temas de la lectura y la escritura, la didáctica, los procesos de comunicación y la semiótica. Un maestro que disfruta enseñar y que le gusta ese espacio académico de la Universidad de la Salle, en la cual ya lleva más de seis años trabajando.

El autor estudió un tiempo diseño gráfico en la Universidad Nacional y después intentó meterse de lleno en el mundo del derecho en la Universidad Externado de Colombia. El mismo que, después de una promesa a su padre, terminó sus estudios de literatura en la Universidad Javeriana y más tarde una maestría en educación.

El autor ha trabajado en muchas cosas: elaboró cuando joven pasatiempos —jeroglíficos, crucigramas, dameros— para El Espectador, El Tiempo y Editora Cinco; ha asesorado a empresas en el tema del desarrollo humano y ha servido de asesor pedagógico. Se mueve de igual modo en procesos de comunicación y en liderazgo. El autor ha gestado y coordinado grupos de Formadores en instituciones públicas como el Hospital Pablo VI de Bosa o el Hospital de Suba. El autor imparte conferencias, organiza seminarios, es editor y tiene entre sus haberes el título informal de asesor y consultor en procesos de comunicación.

El autor es Fernando Vásquez Rodríguez. Pero el que escribió, por ejemplo, el libro Venir con cuentos no fue él, sino un narrador. Un otro que no se lo puede confundir con el autor. Otro al cual el autor le sirve de motivo o pretexto para decir o expresar sus anhelos, sus ideas, sus sueños. En suma, el narrador no soy yo. No es un ser de carne y hueso. Es más bien una entelequia, un espíritu, una fuerza capaz de obligar al autor a permanecer diez o más horas sentado frente al computador; un impulso que desborda la cotidianidad del autor; una necesidad tan potente, tan visceral, que le da al autor tantas alegrías como angustias.

El narrador es hijo de lecturas, de películas vistas y miradas muchas veces; su sangre proviene de pintores que admira y de músicos que han permeado su “corazón inorgánico”. El narrador es herencia de variadas y recurrentes lecturas, de cuentos y novelas y muy especialmente de poemas y poetas.

El narrador conoce muchas cosas, tantas, que por momentos apabulla al autor. Sabe, por ejemplo, cómo plantear un diálogo, cómo crear un ambiente, cómo describir una situación, cómo intercambiar modos de ver y de contar; en fin, el narrador ha bebido en libros, en entrevistas, en diarios de escritores, sobre teorías, recursos y técnicas de escribir. Y aun cuando el autor cree que tiene una biblioteca muy completa sobre estos temas, el que en verdad la disfruta es el narrador. Digamos que es éste último el que le hace comprar o buscar libros al autor.

De otra parte, el narrador acompaña al autor a algunas clases, particularmente aquellas en donde se tratan las relaciones entre narrativa y educación. También se solaza el narrador con algunas conversaciones o seminarios en los cuales el autor insiste o defiende con vehemencia y con fino análisis la riqueza de un cuento, la calidad de la prosa de un novelista, el ritmo de un poeta. El narrador asiste a tales eventos y le presta al autor sus conocimientos y su apasionamiento.

Además, hay que decir que el narrador vive al acecho de giros coloquiales, de maneras de decir, de sutiles gestos, de pequeñas acciones. El narrador es un cazador y, para eso, se sirve de los sentidos del autor, particularmente de su vista y su oído. Tal ocupación del narrador es la causante de que el autor lleve siempre una libreta de notas o infinidad de papeles en donde consigna tales pesquisas. En este ejercicio de captura cotidiana el narrador es extremadamente incisivo, detallista, perspicaz. Tal vez esto se deba a que el autor, por su pasión por la semiótica, ha contagiado al narrador de esa doble fuerza de escucha y sospecha ante las personas o la vida que comporta la disciplina de los signos.

Hay que agregar que el narrador vive en la misma casa del autor, pero con un horario de sueño diferente. A veces, mientras el autor duerme, el narrador permanece en vela. Trabajando. En otros casos, entra en una especie de hibernación, a pesar de los esfuerzos del autor para que salga o aparezca. Para que se levante y se ponga a trabajar.

Por lo demás, el narrador necesita pocas horas de descanso; le bastan algunos pequeños tiempos para reponerse, aunque la mayoría de las veces, cuando está entusiasmado, puede pasar largos días y hasta semanas sin descanso alguno. En estos casos, el narrador pone al autor en verdaderos aprietos ya que como el narrador es incorpóreo y el autor, por el contrario, tiene la pesadez y las condiciones de un cuerpo, pues necesita alimento y sueño. Por ser una presencia incorpórea al narrador le importa poco el frío que pueda padecer el autor o las pequeñas o grandes dolencias que lo aquejen. En este sentido, el narrador puede llegar a ser inclemente con la condición finita y afectable del autor.

Desde luego, el narrador depende de la suerte del autor. La existencia del narrador está en directa relación con la vida del autor. Nace con él y muere con él. Pero, en ese interregno, en ese espacio, el narrador va logrando autonomía, diferenciación, una particularidad y cierto destino. Y aunque alcance el mayor dominio sobre el autor, aunque termine por abarcar todo su tiempo y todas sus actividades, lo cierto es que la existencia del narrador depende de las coordenadas temporales del autor. Hasta puede darse el caso de que un autor, por circunstancias o profundas convicciones, decida desaparecer al narrador, cerrarle la boca para siempre o condenarlo a alguna mazmorra de la memoria.

Miradas así las cosas, siempre hay en un libro de relatos, demos por caso Venir con cuentos, dos entidades que son gestoras de esa obra, de ese texto. Dos entidades que se retroalimentan y conviven en una no siempre perfecta unión. Tal vez por eso resulta digno de interés para el crítico literario ver en cada obra las proporciones y la consistencia de esa amalgama; y por ello también los historiadores buscan por todos los medios descubrir los vínculos secretos o desagregar la mezcla entre el autor y el narrador. Esta distinción, además, es clave para  los lectores de ficción que tienden a confundir –no sin cierta fantasía– al ser que vive con el ser que escribe.