
La casa de las puertas naranja, en Capira.
“¿Y dónde están las montañas?”, se interrogaba a sí mismo el sobrino mientras miraba hacia abajo de la casa. Los árboles y las cercas de madera no dejaban ver el horizonte. Él, después de que había dado y recibido los abrazos de la tía y de una muchacha con dos niños que estaba ayudándoles por esos días, y de haber saludado al tío enfermo, se había sentado en una silla de plástico, y mientras le ofrecían algo de tomar miraba hacia el occidente de aquella edificación.
Aunque era una casa en el campo, le sorprendió la sensación de encierro. No escuchó por ningún lado el ladrido de los perros como tampoco los sonidos del glugluteo de los pavos.
—¿Y los perros?
—Uno de ellos se atoró y al otro le entró como el gusano. El último parecía con peste. Los tres se enfermaron cuando llegaron aquí.
La tía daba estas explicaciones sin salir de la cocina. Era una conversación a través del muro de ladrillo. Después apareció con un plato y, en su interior, pedazos de melón.
Mientras saboreaba la fruta, el sobrino pudo ver un gallo de gran porte, amarrado de una de sus patas con una cuerda de fique. El gallo iba y venía, tropezando, en un pequeño espacio alrededor de un guayabo altísimo.
—¿Y ese gallo?
—Ese lo trajimos de Capira. Tocó amarrarlo porque se ha tratado de volar varias veces —fue la respuesta de la tía—. El otro día casi no lo encontramos.
El sobrino se percató de que hacía abajo había un antiguo rancho para descerezar el café y una alberca fracturada. Al lado pudo observar otra casa llena de trastos viejos. Esas construcciones estaban abandonadas. Hacia la izquierda había unos pocos árboles de limón y pasando la cerca un naranjo agrio.
—Menos mal que aquí estamos cerca del pueblo —dijo la tía recogiendo el plato.
El sobrino dio las gracias y se puso de pie. Poco a poco empezó a recorrer la casa. Después le pidió a su mujer que lo ayudara a entrar unas cajas con un mercado que habían traído como presente y ayuda para el tío enfermo. Este era un ritual que el sobrino se sabía de memoria desde cuando niño iba a pasar vacaciones en Capira. Pero esta vez, las cajas permanecieron en un rincón, silenciosas, guardando en su interior la alegría de la sorpresa. Después el sobrino volvió al cuarto donde estaba postrado el tío enfermo.
El tío lo reconoció pero sus ojos ya estaban marchitos. Trataron de establecer una conversación pero las dos dentaduras postizas se negaban a obedecer la voluntad exánime del viejo. Noventa años y el Párkinson habían minado a este hombre, uno de los últimos habitantes de esas tierras ricas y prolíficas en café, en piña y en maíz. El sobrino le agarró los brazos y pudo notar que las manchas se habían multiplicado. Ya tenían la misma textura de las manos de la tía, aquella mujer que de tanto lavar al sol había adquirido esa tonalidad café oscura en su piel. Después le acarició el cabello; un cabello del mismo color del de su padre. Ese gesto hizo que el sobrino recordara los últimos días de su viejo, cuando en situación semejante, él trataba de ayudarle a mitigar su dolor o de servirle de caporal para entregarle la moneda al barquero, a ese que conduce la canoa hacia los confines de la eternidad. Aguijoneado su corazón por esa imagen, aprovechó que su mujer entró a saludar al enfermo y se retiró hacia el pequeño patio interior.
Uno de los hijos de la muchacha que les ayudaba al par de viejos, una niña no mayor a siete años, lo miraba con curiosidad. El otro niño, corría de lado a lado, saboreando una colombina gigante que le habían llevado de regalo. La niña circundaba al sobrino sin decirle nada. El sobrino dejó el patio y caminó hacia la entrada de la casa. Abrió la puerta que daba a la carretera y pudo ver al frente un barranco escarpado. Ningún vehículo pasó durante esos minutos. Allí se estuvo un tiempo tratando de esconderse del agobio de su memoria. Pero los recuerdos se juntaron con unas gotas de lluvia y prefirió cerrar la puerta y volver al patio.
—Por agua aquí si no hay que preocuparse —dijo la tía.
El sobrino entró a la pequeña cocina y observó el sancocho que les estaban preparando. Ese era otro ritual. Pero no sintió el olor y el crepitar de la leña o le pareció que ese ambiente no tenía el ronroneo de los gatos o el arrullo de las palomas. Súbitamente descubrió que faltaba el humo. No había humo en esa cocina y por eso le pareció que al sancocho le faltaba un ingrediente esencial.
—¿Y cómo siguió de su pie?
La mujer, mientras revolvía una vez más el sancocho, le contó al sobrino sobre su mejoría. La llaga que se le había complicado en el pie izquierdo y por la cual había tenido que abandonar meses atrás a su esposo y las tierras de Capira, ya parecía haber cicatrizado. Una leve estela morada quedaba en el empeine como recordación de aquella enfermedad.
—Estuve a esto, de perder mi pie. El poder de mi Dios y la ayuda de ustedes fue lo que me salvó.
El sobrino dejó la cocina y volvió a la silla. Se sentó y empezó a tener esa doble lucha de los recuerdos. De un lado estaba la imagen de su padre agonizante; de otra, la evocación de la tierra de su infancia. Los dos recuerdos parecían colosos en una contienda épica. La lluvia arreció y, con ella, la incisiva punzada de las evocaciones. Ninguna de las personas allí presentes podía ver esa contienda. Sólo el sobrino, sentado ahí, “no había zinc; las tejas no eran de zinc”, miraba con tristeza cómo una gallina, resguardándose debajo de un alero, era salpicada por las gotas de lluvia. “Las gallinas cuando llueve se tornan absortas”.
—Aquí está un adelanto —dijo la tía, entregándole otro plato.
Eran dos plátanos maduros asados. Y al lado de ellos una porción de pollo frito. Otro ritual. El sobrino agradeció las manos acuciosas de la tía, y cuando mordió el primer bocado de aquel alimento sintió que la memoria le seguía hiriendo su pasado. Ese sabor. Los plátanos sí sabían igual. Era el mismo sabor. Idéntico. Era el mismo sabor de los que le hacía la abuela “Ñoa” cuando él de niño estaba de vacaciones; el mismo sabor… la misma sensación exquisita. El mismo sabor de los que aún le preparaba su madre… Y la exquisitez de ese pequeño manjar se acentuaba al combinarlo con el sabor del pollo frito. Así fuera diminuta la porción.
—No había sino esos dos platanitos— dijo la tía, al ver el gusto con que el sobrino disfrutaba el pequeño bocado.
Y el sobrino dijo que no importaba, pero su memoria veía en el patio de la casa paterna, o en el patio de la casa de la Laguna o en el patio de cualquier casa de los habitantes de la antigua Capira que sobraban los plátanos. Que los cardenales, las mirlas y los azulejos los picoteaban hasta la saciedad, y que a ningún trabajador se le negaba su gajo de plátanos, y que abundaban las cachaqueras, y que una casa campesina sin cachaquera no es una casa digna, “¿y dónde está acá la cachaquera?, y que ese manjar era lo primero que se empacaba cuando él de niño volvía de las vacaciones, y que debía tener cuidado con la leche del plátano, porque mancha… Pero el alma del sobrino ya estaba manchada por esas historias, y esas enormes hojas de plátano ondean de manera hermosa cuando el viento las mece o sirven de sombrío cuando en medio de la nada se desgaja un aguacero….
Ahora arreciaba la lluvia. Ya era hora del almuerzo. Se improvisó un pequeño comedor y la visita se dispuso a compartir el sancocho. La charla se centró en la pasada hospitalización del tío y en las peripecias de esta enfermedad que desdibuja el pasado y merma las fuerzas hasta la postración.
—Él ya no puede levantarse. Toca para todo ayudarlo.
La tía permanecía al lado de los comensales compartiendo un alimento de palabra. Su voz estaba alterada por el llanto y se aferraba a su fe como una muleta poderosa.
—Mi diosito es el que me ha dado fuerzas.
El sobrino escuchó las risas de los dos niños que seguramente jugaban en otra habitación. Era solo la visita la que estaba almorzando en la mesa. La tía se mantuvo de pie acompañando a los comensales, invitándolos a repetir. El sobrino comió poco. Dentro de sí un malestar extraño le había mermado el apetito.
—El que vino a visitarnos hace poco fue Jaime con Campoelías…
Los nombres le sonaron familiares al sobrino pero no indagó en mayor información sobre el asunto. Apuró la última cucharada del sancocho y terminó el arroz. La yuca no le supo bien. Estaba dura. Muy dura. Dejó una de las presas del pollo y le sugirió a la tía que la juntara al “fiambre”. Ese era otro rito al cual se había acostumbrado el sobrino y los otros familiares que desde muchos años atrás vivían en Bogotá. Siempre que viajaba a Capira, siempre que regresaba de allá, las tías o la abuela, le preparaban un fiambre en el que había pollo frito, yuca, plátano, carne de cerdo frita y arroz. Arroz atollado, como le dicen los campesinos a ese arroz que incluye además de la alverja seca, la zanahoria y la papa en cuadritos, las menudencias picadas del ave. Ese fiambre era para traérselo a los otros familiares de la capital. Y ese presente se envolvía en hojas de plátano, soasadas previamente para hacerlas más maleables y para darle a tales alimentos un sabor inconfundible. ¿Pero dónde iba a conseguir la tía ahora con esa lluvia una hoja de plátano para envolver dicho fiambre?
—Yo he pensado que si Ulises muere —dijo la tía, empezando a recoger los platos— lo mejor será empacar mis trapos e irme para Cambao. Al menos allá tengo familia.
El sobrino tuvo con esas palabras una revelación. La tía no volvería a las montañas de Capira. Ella, en su corazón, ya había dejado atrás los caminos y los aguacatales, los guásimos y el canto de los pájaros, ella ya no quería volver atrás para escuchar por la noche el croar de las ranas y el sonido adormecedor de los grillos. Y al decir esas cosas, al hacerle esa confesión al sobrino, la mujer estaba señalando también que el último de los habitantes de Capira tampoco podría ver de nuevo su tierra natal. Y que Caracolí, La Guásima, La Ceiba, los cultivos de maíz y de yuca, al igual que los potreros y las palmeras eran cosas del pasado. Que al tío lo único que le quedaba eran las manos caritativas para ayudarlo a levantar y darle de comer.
—¿Y quién va a cuidar de la casa?
La pregunta del sobrino se encontró con la espalda de la tía. Ella volteó la cabeza y haciendo un gesto de preocupación o asombro le manifestó su incertidumbre.
—Sé que por allá está Don Manuel. Ahí me pidió permiso para echar unas reses. Pero que debía primero desmontar ese potrero. No sé qué hacer…
Cuando la tía hacía esas preguntas, el sobrino sabía que ofrecer un consejo era una especie de primeros auxilios para la mujer. Don Manuel era un vecino de una finca cercana y durante el tiempo de salud del tío había tenido negocios en compañía y cultivos en común. Después, con la larga enfermedad del tío, se mostró solidario y fue, por decirlo así, la gran ayuda para la anciana mujer, sola y enfrentada a la dureza de esas tierras.
—Lo importante es no dejar enmontar esos potreros o dejar que se caiga la casa.
La respuesta del sobrino salió más de su corazón que de su boca. Desde que había llegado a esa casa de puertas rojas se sintió extranjero. Él lo que anhelaba era llegar a la casa de sus mayores, a la casa de patio amplio, a la casa rodeada de totumos y naranjos, “¿y el avión, el totumo que era un avión cuando jugaba de niño, dónde está?”, a la casa de puertas pintadas de color naranja. La casa que se divisaba desde el camino real, la casa blanca y de teja de zinc, la casa donde había transcurrido buena parte de su infancia. Por eso la respuesta salió más como una súplica que como un consejo. Porque el sobrino no quería que el olvido sepultara al marañón que lo había salvado de una bronquitis perniciosa, y menos a la primavera que abría sus ramas como si fueran brazos para el que llegaba, ni a los guanábanos ni a los mirtos que eran la antesala de la extensa platanera que bajaba hasta la mata de guadua y de ahí seguía, interminable, hasta la arboleda virgen de Aguasclaras.
—Lo mejor será decirle que desmonte y luego él mire qué puede darme por el alquiler de esos potreros.
La tía concluyó esa frase de manera triste. Era la respuesta de una mujer sola, sin fuerzas. De una mujer que sin un hombre fuerte a su lado ya se sentía sin esperanzas. La tía respondió como aprenden a ir contestando los viejos asediados por la evidencia de la resignación.
—A eso de las dos nos vamos —anunció el sobrino—. Para evitar que nos agarre el trancón a la entrada de Bogotá.
La afirmación cogió a la tía con los últimos platos del almuerzo. Ella dijo a los invitados que no había de qué preocuparse. Que ya no tenían las angustias de antes, cuando debían salir con varias horas de anticipación para llegar a la carretera. Pero al sobrino le pareció que la mujer no entendía bien el asunto: que cuando él iba a Capira lo bueno era precisamente bajar y subir montañas, sentir la brisa en su cara refrescándole el sudor, ir siguiendo las pistas de su memoria entre los árboles y las piedras de los diversos caminos. Que a él no le importaba la comodidad sino ese esfuerzo por llegar a la cima, a donde vivía la señora Josefina y ver, al fondo, el sinuoso río Magdalena, y apreciar las caderas de la montaña de Lomalarga y adivinar allá, entre el follaje espeso, la casa de puertas naranja, y constatar el humo saliendo entre los árboles y observar, más al fondo, las palmas, y escuchar una y otra vez el ladrido de los perros. Eso era lo que le fascinaba de sus viajes a esta tierra magnífica.
—Pero es mejor irnos tempranito.
El sobrino volvió a instalarse en la silla de plástico. Alrededor de él comenzaron a desfilar varias mujeres. Los niños estaban ahora almorzando en una pequeña mesa que estaba hacia la mitad del patio interior de la casa. La niña comía por etapas, sin perder de vista al sobrino. Un camión de juguete, al que le faltaba las ruedas delanteras, estaba tirado al lado de un canasto. La lluvia amainó un poco. El sobrino se levantó para ir a visitar nuevamente al tío enfermo.
Entró a la habitación y volvió a tomar entre sus manos los brazos del tío. El viejo adivinó que era un gesto de despedida. El sobrino sacó un dinero para regalarle. El tío le dijo, con señas, qué cuanto era. El sobrino le dijo el valor del billete varias veces. El tío le agradeció y, como en los viejos tiempos, guardó ese dinero en el bolsillo de la camisa. Luego volvió a palpar con las manos temblorosas el bolsillo varias veces, como para tener la certeza de que ahí, al lado de su corazón, quedaba ese dinero.
—Cuídese tío.
Después de los abrazos de despedida, del llanto ritual de la tía, el sobrino y la comitiva se acomodó en el automóvil. La llovizna menuda también estaba presente en ese otro ritual. El sobrino volvió a mirar a la tía y a la muchacha que les ayudaba en las labores de la casa. Se detuvo por unos segundos en los niños. Ellos también se despedían moviendo las manos. El más pequeñito seguía chupando la enorme colombina.