Llegar a los 60 años es una combinación de dos sentimientos encontrados. De un parte, está la alegría de haber podido alcanzar unas metas, ver florecer una pasión, contar con el afecto de personas inmunes al tiempo y la distancia. De otro lado, se siente una especie de preocupación por asuntos que antes apenas lograban interesarnos: la salud, la tranquilidad, el tiempo, el bienestar. Dichas preocupaciones se hacen más fuertes cuando notamos que el cuerpo nos pesa y que empezamos a llenarnos de prótesis y medicamentos: la pastilla diaria, unos lentes, un marcapasos, una dieta especial.

La tensión se acentúa porque también, al llegar a los 60, se cuenta con un caudal de experiencia y una cierta sabiduría que nos hace profundamente reflexivos sobre toda nuestra existencia. No solo vivimos las cosas o las circunstancias sino que, además, pensamos frecuentemente en tales asuntos, consultamos a diario los problemas con la almohada y, sobre todo, sopesamos una y otra vez nuestras elecciones.

Y hay tantos cambios, tantas transformaciones en nuestra vida. Nos urge llegar cuanto antes a casa y no andar deambulando en otras partes; preferimos la conversación íntima con amigos esenciales que despilfarrar nuestras palabras en discusiones inútiles; anhelamos tener solamente las cosas fundamentales; dejamos de transigir con la hipocresía y la inautenticidad… Cambia nuestra sexualidad y nuestro temperamento; cambia nuestro genio y nuestra memoria. Entramos en la dinámica de necesitar más sueño y oír con cuidado los veredictos del estómago. Visitamos más al médico, vigilamos con celo nuestros ahorros, repasamos libros que nos son muy queridos, descubrimos compositores musicales que sintetizan en una obra nuestro reacomodamiento interior. Y todas esas cosas nos advierten que debemos modificar algunos hábitos, aceptar determinadas limitaciones, preparar nuestro cuerpo y nuestra mente para comenzar la etapa de los sexagenarios, es decir, esa década de la madurez en la que aún no hemos llegado a viejos.

De igual modo, llegar a los sesenta –al menos desde la mirada de los símbolos– es entrar de lleno en el mundo de las renovaciones, de las evoluciones. Es la edad del ave fénix, ese animal fabuloso capaz de renacer de sus cenizas; es el tiempo del despertar progresivo de la conciencia, según se lee en los arcanos del antiguo Egipto. Es, en últimas, el inicio de las metamorfosis cardinales. Años para el cuidado de sí, la purificación de la cabeza y la depuración de información; época para entrever la dimensión espiritual. Como se colige, llegar a los sesenta es un momento de cierre y de apertura, de recogida de cosecha y posibilidad de nueva siembra.

En este último sentido, cuando se llega a los 60, tenemos el deber de agradecer a las personas que nos han ayudado o nos han posibilitado el desarrollo de nuestras capacidades. Sin esos seres, sin su amor o su apoyo, apenas podríamos haber vislumbrado la meta; cuánto le debemos a nuestro núcleo familiar a nuestros amigos y a esos ángeles custodios que siempre aparecen a lo largo de nuestra existencia. Llegar a los 60, en tanto lapso para mirar atrás, es una zona de reconocimiento y gratitud. Pero, en esa misma proporción, pisar este umbral –con incertidumbre y esperanza a la vez– es la posibilidad de forjarnos proyectos de más largo alcance, atrevernos a concluir la gran obra aplazada o forjar el sitio ideal para nuestro tesoro. De igual manera, esta edad nos habilita para actuar en escenarios en donde  podemos aportar la síntesis de una experiencia acumulada y nos da licencia para promulgar sin aspavientos  una filosofía personal de la vida. Llegar a los 60, en la medida en que es un período de avizorar nuevos horizontes, es un escenario para refrendar los lazos afectivos y consolidar las relaciones personales.

Como se deriva de lo dicho, llegar a los 60 años no es sentirse totalmente acabado o caduco. Puede que el cuerpo esté mermado, pero el espíritu remoza de juventud; es posible que ya no se tenga el mismo ímpetu o las mismas fuerzas treintañeras pero se cuenta con buen criterio y un excelente tino para la toma de decisiones. Llegar a los 60, en síntesis, es un tiempo de aceptaciones y cambios, de renuncias y renovaciones. Más que una época para la nostalgia y los remordimientos es una excelente oportunidad para sacar provecho de lo aprendido, para regocijarnos con los haberes físicos, morales o intelectuales obtenidos. Aunque debamos habituarnos a los achaques y los dolores inesperados, aún podemos ponernos de pie y mantener en alto la bandera de algunos sueños esenciales.  

Volvamos al ave fénix para interpretar el sentido de esta época: en parte somos ya ceniza, pavesas de muchos años vividos y, a la vez, ese mismo residuo, ese polvo de historia, sirve de argamasa para reconstruir al hombre mayor repleto de experiencia acumulada y sueños de renovación. La clave, por supuesto, está en el fuego. Porque los 60 están gobernados por este elemento ígneo: el fuego que destruye y protege, que purifica y regenera. Brindemos, entonces, por el fuego regenerador de los 60 años.