Custodio en la séptima

Cuando tu voz no frecuente esta casa

ni tus pasos se escuchen bajando la escalera,

cuando ya no se asomen tus llamados juguetones

por la pequeña ventana del cuarto de baño…

Cuando todo tu ser tan sólo sea una ausencia

más diáfana será tu risa, más frescas tus palabras.

Y seguirás ocupando el asiento norte del comedor

y mi madre te seguirá preparando tus platos predilectos.

Y todos reunidos seguiremos de cerca tus historias,

tus aventuras de boga en el sinuoso Magdalena,

tus penurias de niño, tus hazañas para conquistar un pan

y tus esfuerzos para ser hermano y padre al mismo tiempo…

Cuando tu presencia ya no esté con nosotros,

todas las mañanas vendré a preguntarte que cómo amaneciste

y a despedirme de ti, esperando tus frases cariñosas;

y por las tardes, cuando regrese del trabajo,

subiré a saludarte, a conversar contigo y acariciarte la cabeza.

Porque aunque ya no tengamos tus gestos y tus pasos,

tu voz y tus costumbres vueltas un nombre,

nosotros te seguiremos amando en la distancia.

Queriendo no tu recuerdo sino la vida que nos diste,

tu trabajo, tu afán, tu devoción por mantener una familia.

Esta casa y todo nuestro pecho están llenos de tus obras.

Por eso, cuando vivas en ese más allá, cuando te retires

definitivamente de esta tierra tan querida por tus manos,

me verás acá todas las noches, labrando este cultivo de palabras,

limpiando tu recuerdo de la inmensa maraña del olvido.

 

Y otro tanto hará mi madre cada día, y cada noche,

porque ella te seguirá acompañando en tus horas de insomnio.

Y Margarita, o María como tú la bautizaste,

estará con nosotros, alimentando la lumbre de tu vida.

Puedes estar tranquilo, viejo mío, en cualquiera de mis actos,

cuando esté frente a una clase, o dictando alguna charla,

siempre tendré unos minutos para invocar tu nombre,

para levantar mis brazos hacia el cielo y lanzarte un grito bien alegre

que te despierte en medio de todas las estrellas.

Y con tu único ojo y tus alas de ángel,

porque entonces sí serás un Custodio,

me verás aquí hablando de tus cosas, de tu sabiduría cotidiana,

y sentiré tus alas como abrazos

toda la fuerza de tu sangre campesina,

y ya no tendrás tristeza de tu ida, ni sentirás nostalgia de tu hijo,

porque podrás cantar por todos los rincones de la infinita noche

que abajo de las nubes, bien abajo,

hay un niño que aún necesita tus favores…

Y yo sabré que mis triunfos, mis sueños más antiguos

serán porque tú me has ayudado,

porque has metido tus hombros celestiales,

y seremos felices los dos, todos nosotros,

al saber que sigues manteniendo tu hogar en la distancia.

 

II

Cuando ya no seas más que un punto en el universo, polvo de astros,

y tu presencia se haya diluido entre la noche eterna,

yo seguiré abriendo la ventana de tu cuarto

para recibir tu luz todas las mañanas…

Y entrarás por el segundo piso, y bajarás con tu linterna,

como un Diógenes en camiseta y con chancletas

a prender el calentador a las cinco de la mañana.

 

Cuando ya no te veamos,

cuando la muerte te haya vuelto a las estrellas,

lo sé, seguirás velando nuestro sueño,

apagando las luces,

ahorrando, siempre ahorrando.

Y por la noche, cuando yo esté en mi estudio de trabajo

volverás a pasar frente a mí, para mirar la calle,

y antes de retornar a tu alcoba de luceros

me dirás, como siempre, que ya es tarde, y es tiempo de acostarme;

y ya en la madrugada,

cumpliendo con tus rondas tardías de ángel de la guarda,

escucharás sonidos en mi dormitorio,

y vendrás a golpear la puerta, susurrando mi nombre,

para que apague el televisor y que por fin me duerma.

Sí, padre mío, cuando recorras esta tu casa entre las sombras

yo, desde este alambique de la hoja en blanco,

te veré saludarme con tu sombrero en una mano

y sentiré la ternura de tus brazos a través de mi escritura.

(De mi libro Ese vuelo de palabras, Kimpres, Bogotá, 2011, pp. 73-76)