
Ilustración de Kathia Recio.
Dicen los curanderos indígenas que, cuando tenemos una enfermedad, debemos escucharla, entender lo que nos anuncia o quiere manifestarnos. Y más tratándose de aquellas dolencias que se nos vuelven crónicas o que se niegan a dejar nuestro organismo. Escuchar la enfermedad, afirman estos chamanes, es una forma de ayudar a sanarnos.
Dicho consejo, que parece fácil de hacer, resulta bien difícil de cumplir cuando una enfermedad nos aqueja. Nuestro deseo más inmediato es procurar la mejoría en el menor tiempo posible. Anhelamos que nuestra salud vuelva a cierto estado de normalidad o semejante a como lo teníamos antes de aquella dolencia. Ese es nuestro afán: recuperarnos. De allí que busquemos con ansias al médico o facultativo que nos de la receta, el medicamento preciso para tales molestias. Después, cuando ingerimos o nos aplicamos los fármacos confiamos en que hagan su efecto lo más pronto posible. Pero, en determinados casos, las cosas no mejoran o la enfermedad persiste. Cuando esto acaece, la angustia se multiplica y a la desazón interior se suman la ruptura con la cotidianidad, la merma en el trabajo, el giro brusco de rumbo en nuestro mapa existencial.
Tal vez en estas situaciones es cuando empezamos a preguntarnos qué significa la dolencia que padecemos. ¿Cuál es su sentido? Desde luego, algunas de esas dolencias son el fruto del camino recorrido, de un acumulado vital que solo ante una enfermedad cobra su alcance. El paso de los años va trayendo el “desgaste” o la merma en diferentes partes de nuestro organismo. Las dolencias, entonces, lo que hacen es mostrarnos que ya no tenemos el mismo poder de recuperación y que los cuidados deben multiplicarse. La enfermedad porta en sus signos el mensaje de la fragilidad. Es como un anuncio de que para seguir en pie requerimos de prótesis o ayudas farmacológicas. Algo ya hace falta, algo hay que compensar, algo merece apoyo externo. El cuerpo ya no se basta a sí mismo. Lo sistémico de nuestro organismo padece una avería, un malestar, una interferencia, en algunos casos severa. Enfermarse, en consecuencia, es entender –a veces resistiéndonos– la esencia de nuestro ser físico, la fisonomía de su funcionamiento, el engranaje de sus partes.
Este punto es, precisamente, el debate entre dos enfoques de la medicina: uno que se esfuerza en atender la parte afectada, que se enfoca en una zona; y otra tendencia, que trata de ver la enfermedad en relación con la totalidad del organismo. La primera opción, poco mira el contexto o la historia personal del enfermo; la segunda, se esfuerza por detectar el tipo de sistema para, desde allí, comprender la particularidad. Las llamadas medicinas alternativas se basan en eso, en ver la enfermedad como parte de un sistema y en recuperar las funciones de la totalidad del organismo para que pueda sanarse integralmente. Estas dos formas de entender y practicar la medicina podían traslaparse a otros aspectos de nuestra vida: a veces, frente a un problema, solo nos centramos en un hecho, pero sin atender el conjunto de circunstancias que lo ocasionan. Perdemos el paisaje de nuestras acciones y nos quedamos anclados en algo eventual o circunstancial. Olvidamos –muchas veces con terquedad– que terminamos viviendo determinados eventos porque son el resultado de acciones u omisiones hechas a lo largo de nuestra historia. Y así parezcan inexplicables en el presente, son comprensibles si los miramos en el itinerario de una existencia.
Pero, volvamos a nuestro asunto. La enfermedad, decía, puede servirnos de motivo para autoanalizarnos o reconocernos: ¿qué tanto de nuestro tiempo, por ejemplo, dedicamos a nosotros mismos, a nuestro cuidado?, ¿a qué costo de nuestro bienestar mantenemos una labor o persistimos en una tarea?, ¿cuánto somos capaces de porfiar en asuntos estériles o carentes de salida?, ¿por qué perdemos de vista el sistema preventivo sobre nuestro cuerpo y nuestra alma?, ¿qué hemos aplazado, no dicho, guardado o mantenido como una herida abierta? Todos estos interrogantes pueden surgir a la par de nuestro obligado reposo. Porque esa parece ser la primera enseñanza de la enfermedad: reposar, estar en calma, obligar a la mente y al cuerpo a detenerse, a “elaborar” lo que a diario pasa sin ser asimilado o comprendido. En consecuencia, al devolvernos al lecho, a la actividad interior, las dolencias nos obligan a reflexionar, a ensimismarnos, a recuperar un tiempo para el discernimiento. Repasamos, reordenamos, ponemos en retrospectiva y prospectiva nuestro proyecto vital; hacemos balances, entrevemos errores, reestablecemos prioridades. Todo eso trae consigo el encierro obligado o las largas noches de vigilia.
Las enfermedades, en particular las que se vuelven crónicas, también traen consigo el aprendizaje de la paciencia. Nuestra voluntad o nuestro empeño no son suficientes para combatirlas; lo indicado es dejar que el cuerpo se vaya recuperando poco a poco, en un proceso en que la mente –siempre diligente y veloz– no alcanza a comprender. Aquí es la tortuga la que enseña a la liebre: ir despacio, descubrir mínimas mejoras, aceptar que muchos días parecen idénticos en cierto estado de salud, pero por debajo de lo evidente el cuerpo está reorganizando sus placas tectónicas, su funcionamiento maravilloso. No se lo puede forzar, apenas contribuir con algunos medicamentos. La paciencia, tan socorrida y promulgada por nuestros mayores, es una forma de pasividad activa, una disposición interior sujeta a otra dinámica diferente a la efectividad y la rapidez. Entonces, la enfermedad nos lleva a comportarnos desde las lógicas de la lentitud, a ponernos a tono con la pausada manera como el organismo procura mantener el equilibrio de la vida.
Sería necio afirmar que cuando estamos enfermos no ansiamos mejorar. Siempre existe la esperanza de volver a estar bien o, por lo menos, no con el mismo nivel de las dolencias que nos aquejan. Ese es nuestro deseo. O para decirlo de otra manera: ponemos nuestra esperanza en recuperar las fuerzas, el ritmo de nuestra cotidianidad. Ese posible es el que nos mantiene el espíritu más alto que nuestros achaques, el ánimo para persistir o seguir en un tratamiento o una terapia. La esperanza, como en tantas otras cosas, hace que nos levantemos entusiastas o con la alegría suficiente para nos resignarnos a estar tendidos en la cama o desalentados para no hacer nada. La esperanza es un fármaco del alma, una medicina que nos prodigamos nosotros mismos, para no flaquear y mantenernos resistentes, al igual que el árbol en una borrasca. Esta dimensión emocional de la esperanza, tan poco reparada en ocasiones por los médicos actuales, es la que mejor ayuda a mantener el equilibro cuando la desazón o la tristeza por los dolores físicos quieren postrarnos o derribar nuestro optimismo.
Escuchar lo que nos dice o susurra la enfermedad es, en suma, un ejercicio de conciencia, un antídoto contra el desasosiego y la angustia y una oportunidad para convertir nuestras flaquezas y quebrantos en parte constitutiva de nuestro ser. Más que un tiempo de negación y reproches, la enfermedad debe servirnos para reconciliarnos con nuestras debilidades y con la urgencia de estar necesitados de manos y brazos que nos cuiden.
Olga Nancy Angel dijo:
Excelente artículo. Me hizo reflexionar sobre el aprecio que debo seguir teniendo por mi cuerpo y que la paz interior me ayuda a conservar mi salud.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Olga Nancy, gracias por tu comentario.
Frency Figueroa dijo:
No cabe duda que la salud es lo más valioso que tenemos, pero muchas veces entramos en confianza, creyendo que no nos pasará nada. Profe Fernando si es tu caso es el momento de pelear y no dejar de hacerlo hasta que salgas triunfantemente de esta. Un abrazo fuerte.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Francy, gracias por tu comentario.
MIchael Bello Cruz dijo:
Profesor espero tenga pronta recuperación.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Michael, gracias por tu comentario y por tus deseos.