
Ilustración de Denis Zilber.
El gran tiburón y la piraña insignificante
El enorme tiburón andaba siempre al acecho de cuanto pez encontrara en el camino. Pero no cazaba piezas únicamente para saciar su hambre; cada vez necesitaba devorar, con sus abundantes dientes, a peces más voluminosos, mucho más grandes. Una pequeña piraña, que lo seguía de cerca, le hacía mínimos cortes, y rauda se alejaba. El gran cuerpo del tiburón apenas sentía aquellas heridas, así que toleraba la presencia de aquella insignificante intrusa. Su apetito iba en aumento: ya no eran suficientes los meros, los atunes; el tiburón quería también comer morsas y focas y hasta intentó atacar una ballena. Era un hambre que lo atormentaba desde las entrañas. La piraña continuaba al lado al tiburón sacándole con sus incisivos dientes mínimos bocados. A los pocos meses, el gran tiburón empezó a sentirse débil. Con sorpresa notó que le faltaban incontables pedazos a su aleta, varios pedazos a su lomo, muchísimos pedazos a su cola… Pero ya era muy tarde. Se supo débil para seguir nadando y comenzó a caer al fondo del océano. Un hilillo diminuto de sangre iba quedando en el mar, cada vez que la piraña le mordía fugazmente una porción minúscula del cuerpo al gran escualo.

Ilustración de Andreas Preis.
La rata y el espejo
Una rata, de esas de alcantarilla, gozaba hurtando diferentes objetos. A escondidas, oculta de los dueños de tales cosas, las arrastraba a su madriguera. Un día, vio un pequeño espejo de hermoso marco dorado que le fascinó. La rata quiso agarrarlo, pero cuando pasó frente a él oyó una voz que le decía: “¿Qué vas a hacer? ¡Aleja de mí tus manos!”. La rata, asustada, salió a esconderse en la oscuridad. Al otro día volvió a intentarlo con idénticos resultados. Hasta que en una de esas tentativas el espejó cayó de frente al piso y la rata pudo echarlo a sus hombros para llevarlo a su guarida. De allí que las ratas tengan que cargar los espejos hurtados por el respaldo, para evitar escuchar aquella vocecita.

Pintura tibetana Thangka.
El elefante y la mona enamorados
Aunque parezca inexplicable, como sucede en asuntos del amor, un elefante y una mona se enamoraron. Quizá la mona se prendó de las orejas enormes del paquidermo y él de sus velludos brazos. O de pronto el motivo principal fue las fornidas piernas del elefante o los largos brazos de la mona. Nunca se sabe. En todo caso, fue un amor a primera vista. No obstante, con el pasar de los meses, los reclamos empezaron a aparecer:
—Cuánto diera porque pudieras subir a los árboles—reclamaba la mona.
—No sé por qué necesitas refregarte en el barro —insistía.
El elefante miraba a la mona con inquietud. ¿Cómo podría él renunciar a su condición? ¿Acaso el amor lo llevaría a tales cambios?
—Yo no puedo romper las nueces con las manos y una piedra como tú —contestaba el elefante.
Después de continuas discusiones, una tarde la mona tuvo una salida a sus disputas:
—Si queremos seguir amándonos deberíamos tender puentes, hallar un punto intermedio.
—De acuerdo —asintió el elefante.
Esto fue lo que pactaron: el elefante se pararía en sus patas traseras para transformarse en un árbol vivo en el que la mona pudiera trepar. La mona, subida en el lomo del elefante, iría con él en sus correrías intensivas. La mona descubriría el poder de la barroterapia y el elefante aprendería a convertir su trompa en un cascanueces para romper las semillas más duras que deseaba comer la mona.
A pesar de no ser grandes cambios, el elefante y la mona descubrieron que el secreto de amar a alguien no está en comportarse según el propio punto de vista, sino en actuar teniendo en cuenta el punto de vista del otro.
Francia Elena Lozano dijo:
Excelentes reflexiones, nos dejen estás tres fábulas.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Francia Elena, gracias por tu comentario.