Gabriel Pacheco

Ilustración de Gabriel Pacheco.

Las veladas poéticas, como la organizada por el colegio Santo Tomás de Aquino de Bogotá, eran y siguen siendo eventos de gran importancia formativa. En estas jornadas se declaman, escenifican o se recuerdan poemas y se enaltece la magia de la palabra hecha verso. Además, maestros y padres de familia, congregan sus esfuerzos para que los más más pequeños representen lo que leen, y los jóvenes estudiantes muestren sus propias producciones literarias, a la vez que superen el miedo escénico y muestren sin vergüenza su espíritu sensible. Volver a estar en una de estas veladas me ha hecho reflexionar sobre el sentido de la recitación y el papel de la poesía en los procesos educativos.

Una primera evidencia, la más notoria, es que estos eventos son una buena oportunidad para convocar a los diversos actores de una institución educativa. Ahí están los padres listos a preparar y dar ánimo, a filmar y celebrar con sus hijos sus primeras presentaciones. Los padres se convierten en colaboradores efectivos, en aliados de una intencionalidad formativa. Y también están los profesores y profesoras que con paciencia y dedicación motivan, corrigen, practican y afinan los gestos y las palabras de los más pequeños. Los maestros se sienten satisfechos al ver que sus esfuerzos culminan con éxito en esos cortos minutos que dura la presentación de sus alumnos. Y están también los directivos o los coordinadores académicos que asisten a estas veladas no solo para apoyar el evento, sino para disfrutar al ver cómo se desarrolla ante sus ojos y sus oídos otra dimensión del desarrollo humano. La misma parte administrativa y de servicios se siente feliz de colaborar y contribuir a la decoración del auditorio, de disponer la mesa para un café o un pequeño refrigerio, de las luces, del sonido, de toda la escenografía necesaria para una evento solemne y digno de recordación. 

La confluencia de estos actores hace que estas veladas se constituyan en verdaderos ritos educativos. El rito, lo sabemos, además de actualizar un relato genera un aura de participación, crea un ambiente de comunidad; construye, por así decirlo, un clima fraterno dentro del cual cobra sentido el estudiante protagonista de la declamación. En cuanto rito, la velada demanda hacerse con alguna regularidad –para el caso al que me estoy refiriendo esta es la versión XIX–, convoca un tiempo asociado a algún hecho significativo que, por lo general, es el día del idioma, y presupone una puesta en escena especial: hay frases celebratorias, portadas de obras representativas, símbolos alusivos a algún autor literario. Todo ello confluye en un decorado que aviva el certamen tan esperado. Por supuesto, hay maestros de ceremonias y música y premios y certificaciones. Sin esas cosas, que no son menores o de poca valía, el rito quedaría sin trascendencia, pasaría por las instituciones educativas como otra de las muchas actividades cotidianas. Pero no es así. Las veladas poéticas quieren ser recordadas, fijarse en la memoria de los protagonistas y de los asistentes, y conseguir estampar en el corazón de los participantes un cariño especial por la poesía, por esa música particular de las palabras dispuestas en versos.

La recitación misma, el acto de declamar un poema, le otorga a un grupo de versos una dimensión mayor que la que puede apreciarse cuando solo los observamos con nuestros ojos silenciosos. La recitación,  por ser una práctica oralista, le devuelve a los signos fríos de la escritura, la viveza, la entonación, el ritmo, la emoción primaria con la que nacieron. Y si a eso le sumamos los disfraces de que se valen los estudiantes para darle una mayor verosimilitud al poema que interpretan, el resultado es un espectáculo de voces vivas, un teatro colorido en el que se recupera la palabra de la tribu, aquel rito que hacían nuestros ancestros primitivos al lado del fuego. Al declamar los poemas vivificamos las letras; al recitarlos, recuperamos para ellos su música; al pasarlos por el cedazo del gesto, al apropiarlos desde un cuerpo, los convertimos en mediadores para conmover, para despertar los sentimientos. La recitación, en esta perspectiva, se parece bastante al talento de un músico que transforma una partitura en un canto o una interpretación personal con el fin de producir en el auditorio emociones hondas y perturbadoras.

Por lo demás, al recitar un poema, al guardar esos versos en la memoria, estamos interiorizando también un tipo particular de lenguaje. Las palabras con que está hecha la poesía son la mejor cosecha del idioma. Lejos del limitado uso del habla cotidiana, de la procacidad a la que reducimos la riqueza de un lenguaje, la poesía ofrece un repertorio de términos que pueden sazonar y darle vuelo a nuestra comunicación y nuestro pensamiento. Y no hablo de palabras “bonitas” o de vocablos rebuscados, sino de un abanico de términos que nos permitan ser más precisos al nombrar el entorno, desplegar con amplitud nuestra competencia lexical, enriquecer la expresión de nuestros afectos, multiplicar los puntos de interacción para el diálogo o la interacción con otros. Quien se lanza a recitar un poema va incorporando otro tipo de lenguaje, va sembrando de buenas semillas el campo fértil de su pensamiento.

Cabe decir otras cosas sobre esto de la recitación. Una, sobre el ejercicio de la memorización. No hay declamación genuina sin esta previa labor de ir, verso por verso, estrofa por estrofa, guardando esas palabras en nuestra mente. Al hacerlo, lubricamos uno de los atributos de nuestra inteligencia, hacemos que nuestro cerebro, con su múltiple red de conexiones eléctricas, recupere una de sus posibilidades maravillosas. Entonces, memorizar el poema es “enseñar a recordar”, que es uno de los aprendizajes que hemos ido dejando al garete en la escuela, por la facilidad que tenemos hoy de ciertas tecnologías. Desde luego, cuando nuestros estudiantes aprenden de memoria un poema también están consolidando o reiterando unos esquemas mentales que más tarde les servirán de vías para retener otro tipo de conocimientos. El contenido es apenas una parte de lo que se retiene, porque al memorizar un conjunto de versos a la par estamos troquelando en nuestra mente hitos, zonas, “lugares” que luego podrán ser ocupados por nueva información. Otra cosa para subrayar es el vínculo de la recitación con la lectura en profundidad de un texto. Porque para declamar con calidad un poema, para lograr comunicar su sentido cabal, hay que haberlo comprendido en verdad. No es tarea de repetir por repetir, sino de hallar lo medular del mensaje, la vía que lo hace inteligible. Por eso, quien declama un poema es un lector que ha sobrepasado el sentido literal y puede dar cuenta de la relación entre las partes y el conjunto, del mensaje que esconden algunas metáforas, de la organización del poema y su efecto lírico. Ese es otro beneficio académico para quien se lanza a declamar en público un poema: desentrañar el significado de lo mismo que desea memorizar.

Concluyamos reiterando el papel de la poesía en los procesos formativos. La cartilla que ofrecen los versos está concebida para educar nuestras emociones, para proveernos de otros miradores que nos permitan degustar y apreciar lo que por descuido o prisa dejamos de lado. La poesía, con sus símiles y metáforas, con su música, con su lenguaje finamente elaborado, es un medio de expresar o conocer las peripecias de nuestra existencia. En esto, participa de la finalidad de otras artes y, por eso también, contribuye a cumplir uno de los objetivos fundamentales de la literatura: servir de ayuda para reconocernos y entender los asuntos complejos de la condición humana.