
Ilustración de Denise Hilton Campbell.
Lectora entusiasta
Carmenza era una entusiasta lectora. Desde muy pequeña, aún antes de empezar a leer, ya sus ojos devoraban las imágenes de cuanto libro o revista caía en sus manos. Más tarde tuvo la fortuna de tener como iniciadora a su profesora Beatriz; esta maestra le enseñó que el secreto de la lectura estaba en la suprema concentración. Desde esa época, Carmenza pasaba gran parte de su tiempo embebida en la lectura. Cultivó ese gusto con devoción y maestría a lo largo de sus años. Y cuando se ponía a leer, era tal su atención o su fascinación, que asombraba a sus interlocutores con desprevenidos comentarios:
—Hoy pude liberar un pájaro rojo de su encierro de página.
Algunos de sus familiares le atribuían a Carmenza dones especiales y, otros, los más realistas, decían en secreto que ella se había enloquecido de tanto leer. Pero tales opiniones a ella no le importaban. Todos los días dedicaba bien una mañana o una tarde completas a adentrarse en su mundo de palabras e imágenes.
—Los pájaros no emiten sino mensajes de alegría.
Desde el día en que murió su madre empezó a usar un luto riguroso. El negro fue su color preferido. Cuando los más cercanos le reclamaban que ya habían pasado muchos años para continuar vistiendo tan triste atuendo, ella les contestaba que eso no era cierto, porque sus prendas se llenaban del colorido de las páginas que leía.
—¿No ven acaso que mi vestido es de hermosos diseños floridos?—decía, exhibiéndolo con orgullo.
La gente guardaba silencio en señal de respeto, aunque en su interior pensaba que el sufrimiento por la pérdida de Doña Helena, tocaba las puertas de la alucinación. Tal vez por ello dejaron de obsequiarle libros para su cumpleaños o para las fiestas navideñas. Pero Carmenza no necesitaba de nuevos libros: se refugiaba en los pocos que conformaban su biblioteca. Era una devota de la relectura.
—Debajo de cada palabra hay otras y, más abajo de ellas, se encuentran otras con significados ocultos.
Carmenza daba esas explicaciones sin que nadie se las pidiera. A solas hablaba o conversaba como si alguien estuviera al frente de ella:
—Las ilustraciones no tienen consonantes, se comunican con solo vocales…
Los que sí la entendían o disfrutaban de sus ocurrencias eran los niños de la escuela donde trabaja como maestra. Las clases de Carmenza eran una fiesta, en particular las sesiones de lectura que ocupaban gran parte del tiempo. Los estudiantes hacían un círculo alrededor de ella, contagiándole con su interés y curiosidad un entusiasmo que irradiaba un calor especial.
—Las golondrinas van de aquí para allá porque buscan el amor verdadero…
Carmenza no se casó, ni tuvo hijos. Vivió en la casa de su madre hasta que una falla en el corazón la dejó reclinada en su sillón predilecto de lectura. Fue un sábado, por la tarde. Sus hermanos la encontraron con un gesto de tranquilidad, como si durmiera. Entre sus manos, permanecía aún abierto un libro sobre la vida de las mariposas.

Ilustración de Mark Summers.
La lámpara de los deseos
Para nadie es un secreto que en las lámparas de bronce, si uno sabe frotarlas con delicadeza y pronunciando la oración adecuada, está escondido un genio capaz de cumplir nuestros deseos más acuciantes. La manera rítmica de acariciar el metal y el conjuro siempre dicho con voz cadenciosa y firme —asunto que requiere mucha práctica— es lo que ha vuelto escasa la aparición o la presencia de tales seres mágicos.
Pero mi tío Adelmo, tan fascinado desde siempre por las antigüedades, me contó en secreto que por casualidad había encontrado en un anticuario una de dichas lámparas. Y que fue limpiándola como empezó a sentir en ese objeto una fuerza escondida, algo inusitado que clamaba por salir. Después, indagando aquí y allá, visitó a un amigo de esos que leen el tabaco y la mano y pueden descubrir en la confluencia de los astros ciertas claves del destino humano, y él le habló de la oración para despertar a los genios dormidos. Mi tío no le creyó del todo, pero aun así, conservó el papelito en que su amigo le había escrito dicho rezo. Ya en su casa, recordando la forma como había tomado y acariciado la lámpara la última ocasión, leyó en voz la tal fórmula. Me dijo que tuvo que intentarlo varias veces, antes de que la entonación y la altura de su voz coincidieran con la del movimiento acompasado de su mano. Pero que con varios días de ensayo y con una fe cercana a la locura, una tarde logró que el genio saliera de su encierro de siglos.
—No se imagina el susto, sobrino —me contó—. Me espanté tanto que solté la lámpara y me caí del mueble en el que estaba sentado.
Adelmo me confesó que el genio en realidad era enorme, alto, corpulento, con turbante y una capa que más parecía una alfombra persa. Cuando salió de la lámpara toda la habitación se llenó de humo perfumado, parecido al incienso, pero con oleadas de canela o clavos de olor. La figura del genio apenas cabía en la habitación. De pie miró a mi tío —eso siguió refiriéndome— y luego, con una voz que parecía más bien el lamento de un náufrago pronunció algo indescifrable.
MI tío no se atrevió a contestar nada. Pero recordó, según las historias relatadas por su mamá Hermelinda y escuchadas cuando niño, que los genios podían cumplirle a quienes lo liberaran tres deseos, sólo tres. En medio de la confusión, Adelmo expuso su primera aspiración, expresada con una voz débil y temerosa.
—Que no me enferme de nada…
Dice mi tío que el genio ni se inmutó. Lo seguía mirando con un gesto de agradecimiento, con los brazos cruzados, y sin poder quitarse de la cara esa expresión de ser una criatura venida de muy lejos. Adelmo pensó que el genio no lo había escuchado bien y quiso repetir su deseo, pero se abstuvo de hacerlo, porque a lo mejor esa figura descomunal tomaba sus palabras como un segundo requerimiento. Guardó silencio. Pero al ver que sentía su cuerpo con más jovialidad, supuso que ya se estaba cumpliendo lo que había solicitado. Animado por estos indicios, lanzó su segundo deseo, esta vez dicho con voz fuerte, para que se escuchara con toda claridad:
—Que encuentre el amor…
Al escuchar tal deseo —según el testimonio de mi tío— al genio le brillaron más sus ojos azul verdosos. Mas no dio muestras de hacer nada diferente a los gestos de júbilo desde cuando salió de la lámpara. Lo que sí agregó a su postura fue pasar, en varias oportunidades, el índice y el pulgar de su mano derecha por el bigote de pelo muy negro. A Adelmo le pareció sentir una alegría en su corazón y, antes de cualquier cosa, lanzó su tercer deseo. En esta ocasión, sus palabras salieron con un tono tan coloquial, que parecía hablarle a un amigo de mucho tiempo:
—Que nunca me falte dinero…
Mi tío afirma que al terminar de decir su tercer deseo, el genio mostró — aunque no estaba del todo seguro— la incipiente mueca de una sonrisa. Adelmo permaneció a la expectativa. Creyó que el genio iba a sacar de sus bolsillos monedas de oro o piedras preciosas, pero nada pasó. El portentoso ser continuó mostrando su rostro agradecido y volvió a exclamar unos sonidos entrecortados, sacados de una voz gutural, pegajosa en su balbucir enigmático.
Adelmo estuvo contemplando al genio largos minutos hasta que la figura descomunal empezó a empequeñecerse, a perder su forma, y hacerse tan delgadito para lograr entrar de nuevo en el pequeño orificio de la lámpara. Y así como apareció ante los ojos de mi tío, de esa misma forma despareció.
Mi tío me confesó que conservaba la lámpara, guardada en una cómoda detrás de unos candelabros de siete brazos, pero que nunca volvió a limpiarla o a intentar convocar al genio con el conjuro de su amigo. Y antes de que yo lo interpelara por sus motivos, soltó una frase que fue suficiente para terminar nuestra conversación:
—Yo creo, sobrino, que el deseo más importante para cualquier ser, humano o no, es el de tener libertad—. Luego hizo una pausa, y agregó: —así sea por un corto tiempo.