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Fernando Vásquez Rodríguez

~ Escribir y pensar

Fernando Vásquez Rodríguez

Archivos mensuales: enero 2020

Simbiosis entre la imagen y el relato

28 martes Ene 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Cuentos

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Denise Hilton Campbell

Ilustración de Denise Hilton Campbell.

Lectora entusiasta

Carmenza era una entusiasta lectora. Desde muy pequeña, aún antes de empezar a leer, ya sus ojos devoraban las imágenes de cuanto libro o revista caía en sus manos. Más tarde tuvo la fortuna de tener como iniciadora a su profesora Beatriz; esta maestra le enseñó que el secreto de la lectura estaba en la suprema concentración. Desde esa época, Carmenza pasaba gran parte de su tiempo embebida en la lectura. Cultivó ese gusto con devoción y maestría a lo largo de sus años. Y cuando se ponía a leer, era tal su atención o su fascinación, que asombraba a sus interlocutores con desprevenidos comentarios:

—Hoy pude liberar un pájaro rojo de su encierro de página.

Algunos de sus familiares le atribuían a Carmenza dones especiales y, otros, los más realistas, decían en secreto que ella se había enloquecido de tanto leer. Pero tales opiniones a ella no le importaban. Todos los días dedicaba bien una mañana o una tarde completas a adentrarse en su mundo de palabras e imágenes.

—Los pájaros no emiten sino mensajes de alegría.

Desde el día en que murió su madre empezó a usar un luto riguroso. El negro fue su color preferido. Cuando los más cercanos le reclamaban que ya habían pasado muchos años  para continuar vistiendo tan triste atuendo, ella les contestaba que eso no era cierto, porque sus prendas se llenaban del colorido de las páginas que leía.

—¿No ven acaso que mi vestido es de hermosos diseños floridos?—decía, exhibiéndolo con orgullo.

La gente guardaba silencio en señal de respeto, aunque en su interior pensaba que el sufrimiento por la pérdida de Doña Helena, tocaba las puertas de la alucinación. Tal vez por ello dejaron de obsequiarle libros para su cumpleaños o para las fiestas navideñas. Pero Carmenza no necesitaba de nuevos libros: se refugiaba en los pocos que conformaban su biblioteca. Era una devota de la relectura.

—Debajo de cada palabra hay otras y, más abajo de ellas, se encuentran otras con significados ocultos.

Carmenza daba esas explicaciones sin que nadie se las pidiera. A solas hablaba o conversaba como si alguien estuviera al frente de ella:

—Las ilustraciones no tienen consonantes, se comunican con solo vocales…

Los que sí la entendían o disfrutaban de sus ocurrencias eran los niños de la escuela donde trabaja como maestra. Las clases de Carmenza eran una fiesta, en particular las sesiones de lectura que ocupaban gran parte del tiempo. Los estudiantes hacían un círculo alrededor de ella, contagiándole con su interés y curiosidad un entusiasmo que irradiaba un calor especial.

­—Las golondrinas van de aquí para allá porque buscan el amor verdadero…

Carmenza no se casó, ni tuvo hijos. Vivió en la casa de su madre hasta que una falla en el corazón la dejó reclinada en su sillón predilecto de lectura. Fue un sábado, por la tarde. Sus hermanos la encontraron con un gesto de tranquilidad, como si durmiera. Entre sus manos, permanecía aún abierto un libro sobre la vida de las mariposas.

Genio de la lámpara Mark Summers

Ilustración de Mark Summers.

La lámpara de los deseos

Para nadie es un secreto que en las lámparas de bronce, si uno sabe frotarlas con delicadeza y pronunciando la oración adecuada, está escondido un genio capaz de cumplir nuestros deseos más acuciantes. La manera rítmica de acariciar el metal y el conjuro siempre dicho con voz cadenciosa y firme  —asunto que requiere mucha práctica— es lo que ha vuelto escasa la aparición o la presencia de tales seres mágicos.

Pero mi tío Adelmo, tan fascinado desde siempre por las antigüedades, me contó en secreto que por casualidad había encontrado en un anticuario una de dichas lámparas. Y que fue limpiándola como empezó a sentir en ese objeto una fuerza escondida, algo inusitado que clamaba por salir. Después, indagando aquí y allá, visitó a un amigo de esos que leen el tabaco y la mano y pueden descubrir en la confluencia de los astros ciertas claves del destino humano, y él le habló de la oración para despertar a los genios dormidos. Mi tío no le creyó del todo, pero aun así, conservó el papelito en que su amigo le había escrito dicho rezo. Ya en su casa, recordando la forma como había tomado y acariciado la lámpara la última ocasión, leyó en voz la tal fórmula. Me dijo que tuvo que intentarlo varias veces, antes de que la entonación y la altura de su voz coincidieran con la del movimiento acompasado de su mano. Pero que con varios días de ensayo y con una fe cercana a la locura, una tarde logró que el genio saliera de su encierro de siglos.

—No se imagina el susto, sobrino —me contó—. Me espanté tanto que solté la lámpara y me caí del mueble en el que estaba sentado.

Adelmo me confesó que el genio en realidad era enorme, alto, corpulento, con turbante y una capa que más parecía una alfombra persa. Cuando salió de la lámpara toda la habitación se llenó de humo perfumado, parecido al incienso, pero con oleadas de canela o clavos de olor. La figura del genio apenas cabía en la habitación. De pie miró a mi tío —eso siguió refiriéndome— y luego, con una voz que parecía más bien el lamento de un náufrago pronunció algo indescifrable.

MI tío no se atrevió a contestar nada. Pero recordó, según las historias relatadas por su mamá Hermelinda y escuchadas cuando niño, que los genios podían cumplirle a quienes lo liberaran tres deseos, sólo tres. En medio de la confusión, Adelmo expuso su primera aspiración, expresada con una voz débil y temerosa.

—Que no me enferme de nada…

Dice mi tío que el genio ni se inmutó. Lo seguía mirando con un gesto de agradecimiento, con los brazos cruzados, y sin poder quitarse de la cara esa expresión de ser una criatura venida de muy lejos. Adelmo pensó que el genio no lo había escuchado bien y quiso repetir su deseo, pero se abstuvo de hacerlo, porque a lo mejor esa figura descomunal tomaba sus palabras como un segundo requerimiento. Guardó silencio. Pero al ver que sentía su cuerpo con más jovialidad, supuso que ya se estaba cumpliendo lo que había solicitado. Animado por estos indicios, lanzó su segundo deseo, esta vez dicho con voz fuerte, para que se escuchara con toda claridad:

—Que encuentre el amor…

Al escuchar tal deseo —según el testimonio de mi tío— al genio le brillaron más sus ojos azul verdosos. Mas no dio muestras de hacer nada diferente a los gestos de júbilo desde cuando salió de la lámpara. Lo que sí agregó a su postura fue pasar, en varias oportunidades, el índice y el pulgar de su mano derecha por el bigote de pelo muy negro. A Adelmo le pareció sentir una alegría en su corazón y, antes de cualquier cosa, lanzó su tercer deseo. En esta ocasión, sus palabras salieron con un tono tan coloquial, que parecía hablarle a un amigo de mucho tiempo:

—Que nunca me falte dinero…

Mi tío afirma que al terminar de decir su tercer deseo, el genio mostró — aunque no estaba del todo seguro— la incipiente mueca de una sonrisa. Adelmo permaneció a la expectativa. Creyó que el genio iba a sacar de sus bolsillos monedas de oro o piedras preciosas, pero nada pasó. El portentoso ser continuó mostrando su rostro agradecido y volvió a exclamar unos sonidos entrecortados, sacados de una voz gutural, pegajosa en su balbucir enigmático.

Adelmo estuvo contemplando al genio largos minutos hasta que la figura descomunal empezó a empequeñecerse, a perder su forma, y hacerse tan delgadito para lograr entrar de nuevo en el pequeño orificio de la lámpara. Y así como apareció ante los ojos de mi tío, de esa misma forma despareció.

Mi tío me confesó que conservaba la lámpara, guardada en una cómoda detrás de unos candelabros de siete brazos, pero que nunca volvió a limpiarla o a intentar convocar al genio con el conjuro de su amigo. Y antes de que yo lo interpelara por sus motivos, soltó una frase que fue suficiente para terminar nuestra conversación:

—Yo creo, sobrino, que el deseo más importante para cualquier ser, humano o no, es el de tener libertad—. Luego hizo una pausa, y agregó: —así sea por un corto tiempo.

Sentarse a conversar

20 lunes Ene 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Ensayos

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Dialogando

Hablar con otros, reunirnos para tal fin, es una de las actividades más valiosas para reforzar los vínculos sociales. Mediante ese rito se afirma la amistad, se afianzan los lazos del afecto y se comparten las vicisitudes de la existencia. Conversamos para enterarnos de lo que acaece más allá de nuestras fronteras, para conocer las interpretaciones que otras personas tienen de los acontecimientos más actuales, para adentrarnos en las particularidades de la historia de nuestros semejantes. El diálogo fue y sigue siendo el medio como los seres humanos se consolidan como pareja, como familia, como comunidad.

Por supuesto, dialogar presupone una valoración significativa de la persona con quien deseamos encontrarnos. De por sí, la conversación le otorga o le devuelve a nuestro interlocutor una importancia que lo hace digno de interés. Por eso sacamos tiempo para estar con él o con ella, para disponer nuestra atención y nuestro gusto, para dejar que el ovillo de la comunicación se desenrede poco a poco. Y si bien tenemos una necesidad de expresarnos, de confesar una pena o compartir una alegría, lo que hace más valiosa la conversación es que alguien esté dispuesto a escucharnos. Sin la escucha empática la conversación pierde su médula, su esencia. Tal vez ahí esté la clave de la secundaria importancia que tiene la conversación en nuestros días: nadie quiere en verdad escuchar a los demás.

Habría que recordar, como un hecho histórico, la relevancia de la conversación en pasados siglos. Piénsese no más, en los salones literarios, en la abundancia de los cafés, en las tertulias o en las veladas familiares. Y si se asistía a esos lugares era porque se tenía la necesidad y la convicción de que la experiencia propia o ajena necesitaba aprenderse y refrendarse; que si bien existían fuentes escritas o conocimientos disciplinares, hacía falta el filtro de la oralidad para convertirlos  en asimilable sabiduría. Era hablando con los demás como la vida reclamaba para la existencia individual una anécdota, un apunte digno de recordación, una peripecia llena de ejemplaridad. En aquellos salones o en esos sitios en los que el café o un buen vino sazonaban la palabra, los contertulios leían, debatían, festejaban, hacían actos públicos de contrición o dejaban fluir el aforismo crítico o la sátira picante. Era una práctica gobernada no por una agenda preestablecida, sino acomodada al ritmo propio de la duración; es decir, a un tiempo interior elástico y proclive a disfrutar los placeres de la ocasión.

Desde luego, si había esos sitios de encuentro para conversar, si asistir al ágora privada era un programa estimulante, se necesitaba a la par desarrollar el habla, fortalecer el pensamiento argumentado, darle a la locuacidad y el buen uso del lenguaje una trascendencia tanto académica como social. Hablar bien, saber elegir las palabras adecuadas, tener una amplia y variada reserva lexical, eran condiciones básicas para ser un excelente contertulio. Por eso la prensa de esos años tenía articulistas y editorialistas que con sus escritos constituían tácitamente una escuela del buen conversar. De igual modo, los centros educativos propiciaban, como uno de sus objetivos fundamentales, el que sus estudiantes tuvieran una expresión oral fluida y coherente; se retomaban lecciones de la retórica clásica y se aprendían modelos de las figuras literarias para darle color y fuerza a la expresión. Todo esto convergía en un gusto por reunirse con el familiar, el vecino o el colega a intercambiar ideas, discutir pareceres y enriquecer experiencias.

Contrario a esas épocas, nuestro exceso de individualismo, nuestro ideal adolescente de la “burbuja” existencial, el desprecio por lo público, todo ello ha hecho que sea el encierro, el espejismo solipsista, la egolatría fanática, los que han convertido la práctica de la conversación en un evento esporádico o poco llamativo. Hay demasiada agresión en el ambiente, demasiada desconfianza con el vecino, demasiada soberbia proveniente de los guetos ideológicos, como para tomarse un tiempo, largo y lento, a sentarse a escuchar la confesión del extraño, del forastero, de esos otros que tienen opiniones diferentes a la nuestra. Y como estamos llenos de ruido, como pasamos todo el tiempo conectados a algún dispositivo tecnológico, tampoco sabemos cómo escuchar, padecemos de una sordera para saber descifrar, en el escueto relato de una persona, los clamores de ayuda de otra vida. De allí la poca importancia que tiene para estas nuevas generaciones conservar el tejido social o sean apáticos para contribuir en la rehechura de los vínculos de toda índole. Se nos está olvidando sentarnos a conversar; por eso abunda la ofensa grosera, la calumnia insidiosa, el odio que busca acabar con la vida de nuestros conciudadanos. Porque hemos ido olvidando la plural riqueza del diálogo nos hemos ido acostumbrando al monólogo asesino de las armas.

Puede creerse que chatear o intercambiar mensajes por whatsapp sea un substituto de la conversación cara a cara; pero no considero que sea así. El diálogo genuino presupone cierto contacto, una atención permanente a los gestos y los sobreentendidos, a las pausas intencionadas, a los intersticios que la conversación va dejando en la medida en que avanza y, sin los cuales, resultaría imposible intercambiar opiniones con sentido. Eso de una parte. Además, el diálogo obliga a una compenetración con el interlocutor que nos invita a dejar de lado artefactos distractores u otro tipo de actividad. Si uno se sienta a conversar es porque estima que ese hecho es el fin mismo de encontrarse; no es un pretexto mientras se hace otra cosa o un modo de entretenimiento marginal. De allí que el diálogo en directo, el que posee ese calor de las relaciones interpersonales vivas y cambiantes por el fragor de los afectos, nos invite a escuchar a otro ser con total interés, a sabiendas de que lo dicho no podrá ser repetido o asimilado de igual manera en el futuro. La conversación reclama para sí el sello del acontecimiento; en consecuencia, no podemos perdernos ningún detalle de dicho evento, ni pasar inadvertidos los gestos y las palabras de la persona que está al lado o al frente nuestro. Dialogar es, en últimas, una práctica de dignificación del interlocutor, del ser humano con el que compartimos nuestra mesa.

Resulta prioritario, en este mundo de la rapidez mecánica y el egoísmo individualista, dedicar horas y espacios a esta práctica de la conversación. Pero no me refiero a almuerzos de trabajo o a mesas de negocios, sino a recuperar el sentido del diálogo fraterno, de la conversación con que se acendraba la crianza, se ahondaba comprensiblemente en los laberintos del corazón, y se establecían puentes para que los saberes de la tradición dejaran en los espíritus jóvenes improntas de valores civiles o virtudes morales. Si conversáramos más, entenderíamos que los mayores problemas de nuestra existencia, si se comparten en la mesa familiar, en un bar o en una cafetería, resultan más llevaderos; que las desavenencias o los conflictos tienen vías solución cuando se tiene la voluntad de solucionarnos; y que la sabiduría de vivir no es otra cosa que el recuento de muchas conversaciones guardadas en nuestra memoria.

Relatos cortos

12 domingo Ene 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Cuentos

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Escribir en la luna Gary Kelley

Ilustración de Gary Kelley.

Las vacaciones

Cuando el niño y sus padres llegaron huyendo de Capira, obligados por las amenazas del bandolerismo, les tocó vivir en una pieza que quedaba al fondo de un garaje, en el barrio Santander. La habitación era muy fría. La pobreza era durísima, tanto como el amor que los reunía al lado de una estufa de gasolina, de las que había que bombear. Para el niño era un encierro total. Porque como quedaba sobre una avenida, no podía salir ni al portón. Pero cuando llegaba diciembre, cuando el niño podía volver a la tierra de su infancia, era la absoluta felicidad. Porque en esas montañas volvía a ser totalmente libre, y no había portones, ni avenidas peligrosas. Solo el canto infinito de los pájaros y el sol y el viento, y el agua y las frutas, y las manos cariñosas de todos los familiares que celebraban cuanta picardía hiciera. Por eso, cuando volvía de esas vacaciones a la fría Bogotá, en los primeros días se soñaba volando. Que como un ave planeaba por encima de todas esas montañas y veía cada casa y cada camino. Partía de El Prado y de ahí se iba descolgando hacia La Laguna y pasaba por encima del Cerro Colorado y divisiva las palmeras y el sinuoso Magdalena, y veía con claridad la casa de puertas y ventanas naranja donde había estado los días anteriores. Era hermoso sentir el aire despeinando su cabello y, según moviera más o menos los brazos, ir más lento o más despacio. Aunque encerrado de nuevo en ese garaje, su imaginación se mantenía libre en aquellos sueños maravillosos.

La fanática

A ella le decían la fanática, cuando no, la loca.

Su presencia recordaba la vieja imagen de María Egipcíaca, pero su vicio no emanaba del cuerpo, sino de sus creencias. Era impura por ser creyente de otra fe, insana por tartamudear al decir el nombre de su dios. Ella, la fanática, lloraba a solas, pues queriendo una vez amar a sus semejantes —darles lo más suyo— recibió de ellos, como compensación, el aúllo o la sentencia farisea: ¡Quemadla!… ¡Nosotros tenemos la certeza y ella, la fanática, sólo posee el equívoco y la obstinación!… ¡Quemadla!, ¿qué puede importar otra bruja en la purificación de la hoguera!

Sin embargo, cuando la turba retornaba a sus casas, o cuando la ola del cuchicheo descansaba en el silencio —porque a veces, también a ella se la sancionaba con el indigno rumor anónimo—, cuando esto sucedía, cada uno de los “inquisitivos acusadores” meditaba… o imaginaba. Cada uno aceptaba en el fondo de su corazón que nadie está exento del camino de Damasco, que el fondo del alma es un misterio con muchos caminos de acceso, y que sin valentía la fe es un adorno parecido a los trajes usados por los actores de teatro.

Entre tanto, ella, la fanática, soñaba despierta.

Torta de manzana

El hombre estaba ansioso por ver a la mujer que amaba. Tomó un taxi para llegar cuanto antes a la cafetería en la que habían acordado verse. Se sentó y la imaginó llegar. Apenas la vio entrar se levantó de la mesa donde estaba ubicado y fue a su encuentro. La abrazó y buscó sus labios pero ella, tal vez porque no esperaba ese emotivo recibimiento, apenas respondió a aquel gesto de amor. Enseguida fueron a sentarse a la mesa. Pidieron una aromática de hierbabuena, limonaria y manzanilla y una torta de manzana para compartir. Aunque el diálogo fue cordial y amoroso, el hombre sintió que cada pedazo de esa torta era amargo o demasiado insulso. Pasada media hora, en la que la mujer no paraba de reír, dejaron el lugar y caminaron unas cuadras hasta el lugar del trabajo de ella. El hombre tomó el transporte público para llegar a su oficina. Aunque no sabía por qué, ese sabor amargo en su boca permaneció durante toda la tarde de ese jueves.

Enfermo menor

Las manos ligeramente temblorosas. La cara sucia por la barba y un color amarillento en el rostro. Enfermo. El cabello desordenado por la furia de las sábanas, sudoroso y con el olor de las fiebres irreconocibles en la madrugada. Los ojos como resignados y la voz ahogada, débil, infantil. “¡Qué va, esta es una enfermedad menor”, decía para sí el poeta, mientras trataba de ponerse de pie dejando de lado una borrachera muy particular y un cansancio inaudito. “Una enfermedad menor es una enfermedad que no alcanza a hundirnos en la incertidumbre de la finitud pero que tampoco logra ponernos en el optimismo del pasará pronto”. Con la mano derecha acercó un vaso con jugo de tomate que estaba en la mesa de noche, tapado con un platico de losa; ahí, estaba el vaso, rosado y repleto de espuma. Tomó algunos sorbos, tragando de paso una de las tantas pastillas que días atrás el médico le había recetado. Blancas pastillas en las cuales se deposita la esperanza, el milagro; blancas pastillas, drogas no prohibidas, drogas buenas; blancas pastillas tan similares, tan parecidas pero tan distintas; blancas pastillas de tres veces al día o de una cada doce horas; pastillitas que son como oraciones condensadas, como plegarias de niño esperando el regalo salud del Niño Dios; pastillitas blancas que nos alejan la muerte, eso dicen. Volvió el vaso al lugar inicial, retornando también a sus cavilaciones de postrado: “Una enfermedad menor es algo que duele poco, aunque podría doler más —si uno no se cuida—; una enfermedad menor es una expectativa”.

El poeta trató de levantarse otra vez de su lecho de enfermo menor, pero un mareo lo hizo detenerse, “Lázaro, levántate, levántate”. Una mosca iba y venía en zigzagueantes movimientos, como midiendo el cuarto; subía y bajaba, se alzaba, descendía; planeaba pero nunca se estrellaba; otra mosca se juntó a la danza cómica y otra más, y a esas tres otras más, mucho más grandes y de colores más vistosos. “Las moscas me visitan, no es lo mejor, pero al menos tengo compañía. Debe ser algún desvarío, algún efecto secundario de esta droga que me pone tembloroso”. El pecho se le apretaba como un puño, como una mano que se cerrara alrededor de una fruta madura, exprimiéndole el aire, “La pechuguera nos hace recordar el sitio del corazón”. Se acomodó mejor en la cama, maltratada por tantas horas de peso acumulado, y quiso conciliar —conciliar a quién con qué— el sueño. “Si no puedo salir a la brisa o a la calle, a la luz del sol, vengo siendo como un vampiro; más sin embargo, la noche con su frío también es mi enemigo. Soy un vampiro, pero negado a su elemento… qué va, soy un enfermo menor”. El poeta se sintió triste o, mejor, se le veía triste. La saliva se abría paso hacia su garganta a empujones, con trabajo; la tos, entonces, brotaba ligera, seca pero con firmeza y, a la par que salía, hería su garganta, empezando otra vez este ciclo estertórico. “Aire, aire es lo que necesito…”. Aire, aire: cuando uno salía de la casa paterna, bien abajo, cerca a la quebrada, digo, cuando uno subía a la casa de Doña Josefina que quedaba arriba en la cúspide, cuando uno trepaba sudoroso, arreando mulas, subiendo, trepando, montaña arriba, cuando llegaba a esa casa con tejas de zinc, entonces uno lo sentía, ¡ah!, fresco, limpio, necesario. Aire, aire: bocanada de viento refrescante, invisibles ondas de esperado descanso… ¡Ah!

Un nuevo trío de fábulas

05 domingo Ene 2020

Posted by Fernando Vásquez Rodríguez in Fábulas

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Low Bros

Ilustración de Low Bros.

El erizo y el amor

Que no te pase a ti, lector, lo que sucedió con el erizo; quien teniendo el milagro del amor entre sus manos, por aferrarse a una forma de ser, lo alejó para siempre de su lado.

Un erizo soñaba con alcanzar el amor. Un amor intenso, sincero y apasionado. Quizá por el clamor de su corazón, en un mes de verano su anhelo apareció. Era una ardilla de cuerpo escultural, aunque saltona y muy inquieta. El erizo sintió que ella era lo que por tantos años había esperado. Con palabras y gestos, con frecuentes paseos se fueron enamorando hasta la locura. La relación era perfecta. El único inconveniente aparecía cuando ella quería abrazarlo. El deseo por acercarse al erizo era una constante herida para la ardilla. Lo mismo acontecía al querer él demostrarle su amor a ella: terminaba puyándola y dejándole clavadas infinitas muestras dolorosas de su afecto. Debido a esto prefirieron amarse desde lejos, pero con el otro sufrimiento de nunca poder estar juntos.

Imagen1

El zángano y la abeja vivaz

El zángano, echado en su cama, veía a varias abejas pasar a buscar polen en las flores del jardín. Aunque todo era agitación en la colmena, él no tenía ganas de levantarse. En esa postura, adormilado, apenas abría los ojos para ver a sus hermanas revolotear de aquí para allá.

Una de las abejas, la más vivaz, hastiada de ver aquella actitud, se detuvo cerca de él y lo increpó de esta manera:

—¿Cansado de descansar?

El zángano abrió uno de los ojos y no dijo nada.

—¡Dichoso tú que puedes darte estos lujos! Deberías al menos, ya que eres más grande, salir a defendernos de las avispas.

El zángano se hizo el desentendido y fingió dormir.

—¡Eres el colmo de la desvergüenza!

La abeja, molesta, dejó al zángano y corrió detrás de sus compañeras.

El zángano, al ver que la abeja ya había desparecido, se levantó y caminó un poco hacia la salida de la colmena. Vio unos girasoles a poca distancia, pero sintió que las fuerzas no le iban a alcanzar para llegar hasta ellos. Prefirió regresar a su celda. Arrullado por el sopor de la colmena volvió a recostarse en su lecho.

La abeja vivaz, después de su recorrido, lo interrumpió una vez más:

—¡Qué desfachatez la tuya —le gritó.

El zángano intuyó que la recriminación iba para largo y prefirió guardar silencio.

—Aprende de nosotras. Al menos gánate tu propio alimento. Es una injusticia que las más pequeñas tengamos que alimentarte.

—¡Eres un desconsiderado… eso eres!

La abeja siguió presurosa hasta bien adentro de la colmena. El zángano tuvo por un momento algún cargo de conciencia, pero enseguida halló una disculpa: “Bien poco ayudarían mis brazos a las miles de extremidades de tantas obreras”.

Varias abejas llegaron con un plato de miel y lo dejaron en una pequeña mesa. El zángano, con parsimonia, se dispuso a tomar el almuerzo. Después de ingerir la deliciosa merienda, sintió la necesidad de tomar una siesta. El sueño que tuvo lo despertó sobresaltado. En su pesadilla vio a la reina de la colmena llamarlo a su presencia, diciéndole de forma imperativa:

—¡Tienes un trabajo! Prepárate. ¡Será tu única y final tarea!

Ilustración de Grandville

Ilustración de Grandville.

La leona muy titulada y los cambios en la selva

Recién murió el león viejo, el consejo de la selva recomendó a una leona muy titulada para ese cargo. “Nada de lo que hizo mi antecesor vale la pena”, fue lo primero que dijo en la toma de posesión de su mandado. “Aquí las cosas van a cambiar”, afirmó enfática al terminar su arenga. Y así fue. Lo primero que hizo la monarca fue provocar cambios drásticos en la dieta de los animales; por ejemplo, los felinos debían ser vegetarianos y los vegetarianos, carnívoros. De igual modo, ordenó que varios animales que eran nocturnos deberían empezar a ser diurnos y aquellos que llevaban su vida de día debían empezar a llevarla de noche. Fueron muchas las disposiciones, todas ellas anunciadas con estruendosa pompa. Lo cierto es que, después de unos meses, las cosas no iban bien en la selva. La confusión era mayúscula, además de una desazón y una incertidumbre agobiante. El tigre, por ejemplo, ya no sabía si debía cazar a la gacela y ésta, a su vez, no entendía cómo atrapar al felino. Hubo varios búhos que perdieron la razón por causa de la vigilia extrema y se supo de varias águilas que se quebraron sus alas al querer volar en la oscuridad. A pesar de que la leona se mostró amenazante, los animales en coro pidieron a gritos su renuncia. Después de largas reuniones del consejo de la selva, un león con mayor experiencia y no tantos títulos, substituyó a la déspota leona. Frente al grupo nutrido de asistentes a la ceremonia, el nuevo mandatario empezó su alocución con una frase que era, en sí misma, su plan de gobierno: “No es bueno cambiar todo al mismo tiempo, como tampoco no cambiar nada en mucho tiempo”.

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Tema: Chateau por Ignacio Ricci.

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