
“La gran aventura” de Margaret Keane.
Lo más difícil no fue la llegada a aquella larga embarcación de madera, ni el lento proceso como cada pareja de animales fue acomodado en el arca. Tampoco el brusco bamboleo y el ir a la deriva cuando empezó el diluvio. Lo realmente complicado empezó cuando todos comprendieron que ese no iba a ser un corto viaje con una meta precisa, sino un confinamiento gobernado por la incertidumbre.
—¡Tranquilos!, ¡tranquilos! —exclamaba el viejo Noé—, contagiando ánimo en medio de aquella tormenta interminable.
La distribución de los animales había sido pensada con cuidado. En jaulas estaban los más salvajes, las aves en el techo del enorme barco, los rumiantes en pequeños establos, los reptiles en una rústica poceta, un sinnúmero de roedores vagaban entre los pasadizos y los monos se colgaban de los maderos de la barca. Todo parecía lo suficientemente organizado, a pesar de la estrechez natural de aquel espacio oscuro y repleto de sonidos de diversa especie.
—¿Y alguien sabe aquí para dónde vamos? —preguntó una leona, mirando por detrás de la jaula.
—Que es un cambio de pradera —respondió un tigre, mirándola desde otro enrejado semejante.
—No —interrumpió un elefante, dejando de agarrar con su trompa un haz de pasto de una cesta colgante—. Es para protegernos de la inundación.
—Ojalá esto acabe pronto porque no aguanto el mareo —repuso una jirafa, abriendo bien las patas para no dejarse caer.
Noé y su familia no paraban de trabajar. Alumbrándose con un lámpara de aceite iban de un lado a otro, tratando de controlar los nervios de los pasajeros, recogiendo huevos, leche, rellenando de granos o de pasto cestas y vasijas de barro, echando agua en palanganas de madera o barriendo o limpiando las heces y la mugre que se multiplicaba todos los días.
Los truenos resonaban más fuertes al interior del arca. El eco no permitía que las conversaciones entre los animales fluyeran o se dieran de forma natural.
—¿Y por qué hay unos afuera, y nosotros encerrados aquí? —preguntó una pantera.
—Privilegios que tienen —repuso su pareja, rezongando entre dientes, y cambiando con dificultad de posición.
Todos los animales salvajes, además de estar confinados dentro del arca, padecían el enclaustramiento de las jaulas. Y por más que Noé o sus hijos les traían alimento, especialmente leche, no dejaban de sentir como una injusticia que otros animales transitaran libremente por los corredores de aquella nave.
—Mira esos venados allí —agregó la pantera—. Ellos sí pueden mover sus piernas.
—Lo que digo —repuso el compañero de celda—. Aquí no todos estamos en igualdad de condiciones.
Como si Noé hubiera escuchado al par de panteras, a los pocos segundos pasó por allí. Miró su pelambre a la tenue luz de la llama de la lámpara, vio sus ojos amarillos y el lomo magnífico de estos animales.
—Ya casi deja de llover —les decía—. Ya casi escampa.
Los animales escucharon a Noé sin replicar. Aunque entendían sus palabras, prefirieron no decirle nada, para que él adivinara su malestar.
—Todos los que estamos aquí somos unos privilegiados —volvió a hablar Noé, yendo y viniendo cerca de la jaula.
—Unos más que otros —replicó la pantera, impaciente por el caminar de lado a lado de Noé.
—Para salvar la vida hay que soportar algunos sacrificios —repuso el anciano, moviendo el índice de su mano derecha en un gesto pedagógico de obediencia.
—Primero es lo primero —volvió a hablar, prosiguiendo su ronda de vigilancia nocturna.
Porque no era fácil en aquella nave, sellada con brea, saber cuándo era de día y cuándo de noche, y menos cuando el clima, los truenos, el ruido ensordecedor del torrencial seguían azotando por todos los costados a la embarcación.
Así pasaron las dos primeras semanas. Tal vez por la novedad de la situación, buena parte de los animales se conformaron con los cambios en sus hábitos de alimentación, en sus ciclos de sueño y en el ambiente al que estaban acostumbrados. Sin embargo, iniciada la segunda semana, una grulla de largo pico y patas delgadas, se atrevió a interpelar al capitán del navío:
—Cuándo terminará esta aventura —dijo.
Noé se fijó en la grulla y le pareció que tenía las patas más flacas o más largas que como las recordaba en su mente.
—Yo creo que el tiempo lo dirá.
La respuesta del viejo no le pareció suficiente a la grulla.
—¿Otra semana, quizás?
—Ya veremos… hay que tener paciencia —respondió Noé.
La grulla puso un gesto de resignación y voló hacia una de las vigas del techo del arca.
—¿Qué te dijo? —preguntó el compañero de baranda.
—Nada. Que no sabe nada —repuso la grulla—. A esperar, esa es la consigna.
Pero no eran únicamente las grullas o las cigüeñas las que estaban angustiadas; también los pelícanos y unos flamencos que, por la falta de sol, habían perdido el rojo encendido de sus plumas. Y ni qué decir de las águilas, insatisfechas de comer siempre pescado seco.
—¿Será que Noé si sabe para dónde vamos? —preguntó de manera retórica un águila calva a las otras aves que estaban alrededor.
—¿O nos tiene aquí engañados, sin decirnos el verdadero propósito de este encierro?
Una pareja de halcones compartieron las dudas del águila, moviendo hacia arriba y abajo su cabeza. Por unos minutos se escucharon chillidos, graznidos y gritos de protesta, pero que no repercutieron en el ánimo de los otros animales.
—Con tal de que a mí me pongan cualquier planta de vez en cuando, no tengo nada de qué preocuparme —dijo una camella de largas pestañas.
—Sí —repuso su consorte—. Lo que pasa es que nadie está conforme.
Noé no era indiferente a las afectaciones que tendría ese prolongado encierro en sus animales. En sueños supo que debía informarles a los pasajeros, de cuando en cuando, las peripecias de aquella situación. Confiado en aquellas voces, escuchadas en sueños, organizó con sus hijos una pequeña reunión con todos los animales, escogiendo para ello, el centro del arca. Desde ese punto, trepado en unos de los estantes del segundo nivel de los tres que tenía aquella casa flotante, empezó su explicación. Dadas las precarias condiciones de luz, los ratones, las tortugas, las liebres, los puercoespines, tuvieron que contentarse con oír lo que no podían ver. Además, la cantidad de patas, colas, pezuñas, no dejaban mucho espacio para divisar el rostro barbado del anciano.
—Estamos aquí reunidos —empezó a decir Noé— porque es la única manera de salvarnos de la inundación.
El término inundación fue reforzado por el crujir de los maderos del arca.
—Y si queremos salvarnos de estas aguas impetuosas, de estas olas inmensas, de esta lluvia huracanada, tenemos que tener paciencia…
Los búfalos, las cebras, pensaron en la palabra inundación y se imaginaron un caudaloso río desbordado, cubriendo pastizales, árboles y llanuras inmensas. Noé prosiguió hablando de no perder la calma y de algunas medidas que eran necesarias conocer para una mejor convivencia.
—Hemos puesto paja en las jaulas para que allí hagan sus necesidades… —dijo en tono de amonestación a los que defecaban en cualquier lugar.
—Hay que habituarse a una ración diaria —agregó—, mirando a los hipopótamos y a los cocodrilos que parecían nunca llenarse.
—Respeten el turno cuando estemos entregando las frutas —señaló—, dando a entender que los orangutanes, las ardillas y los hurones eran unos constantes infractores.
—Y de ahora en adelante —prosiguió entusiasmado Noé— al no tener sol o luna que nos guíe, usaremos este cacho, para fijar las horas de sueño.
El anciano mostró el objeto y con una señal invitó a Jafet que soplara el instrumento de marfil. El sonido llegaba hasta todos los rincones del arca.
—Un llamado para levantarnos y dos para irnos a dormir —concluyó Noé— volviendo a retomar el cacho de las manos de su hijo.
—Esto ya parece una cárcel —murmuró una hiena a su pareja—, molesta por aquellas medidas disciplinarias de Noé.
—Yo me duermo cuando tenga sueño, y no cuando me lo imponga un cacho —refunfuño un jabalí, tratando de hozar en el piso de la barca.
—¿Y quién va a controlarlo a uno —gruñó una zarigüeya—, en esta oscuridad y con tantos que estamos metidos en esta inmensa cueva?
El viejo continuó con sus indicaciones:
—He pensado que vamos a distribuir el arca en tres zonas, la del norte, la del sur y la del centro. Y al frente estará cada uno de mis hijos: Sem al norte, Cam al sur y Jafet al centro.
Noé terminó su discurso y cada una de las parejas de animales retornó a su sitio acostumbrado. El murmullo se fue opacando en la medida en que desalojaban la parte central, ocupada por la mayoría de los animales enjaulados.
Así transcurrieron dos semanas más, en las que los movimientos intempestivos, el sonido de la tormenta, la inestabilidad del viaje, parecían distraer otras preocupaciones de los animales. La situación empezó a empeorar cuando dejó de llover y el arca asumió la monotonía de andar en aguas tranquilas.
—Me hace falta carne fresca —manifestó una guepardo—.
—Perseguir a alguien… eso es lo que más necesito—repuso el macho de piel manchada.
—Ni que fuera uno un impala para comer siempre lo mismo —agregó la flaquísima fiera.
—Estoy que pierdo la paciencia.
Un grupo de animales, del ala sur, empezaron a romper las normas que había determinado Noé. Fueron inútiles las amonestaciones de Cam y los regaños paternales del viejo. No era sino que ellos dejaran de observarlos para hurtarse la comida de un vecino, hacer sus necesidades en un lugar alejado de donde dormían, estar merodeando y dando alaridos después de que el cacho había sonado dos veces. Pocos pensaban que eran unos privilegiados o daban gracias por salvarse del diluvio; la mayoría sentía el aburrimiento correrle por las tripas, o una especie de angustia que, por lo general, se convertía en agresión permanente. El arca empezó a llenarse de patadas, de picotazos, de dientes amenazantes y una mutua desconfianza. Los tres hijos de Noé parecían estar desbordados por las peleas, las amenazas, el vandalismo entre los animales. Dada esta situación, Noé sintió la necesidad de volver a dirigirse a la audiencia confinada.
—Comprendo sus angustias —dijo para empezar—. Pero si ya amainaron las lluvias ese es un buen presagio de que pronto esto terminará.
La concurrencia se entusiasmó con lo que parecía un anuncio de pronta salida de aquella prisión de madera con olor a brea.
—No podemos desfallecer ahora —prosiguió Noé—. Lo peor ya ha pasado.
Unos canguros dieron varios saltos buscando un espacio con una mejor visibilidad. El interés era total.
—Yo creo que en un tiempo no muy lejano podremos salir…
Un ruido de decepción se propagó entre el público.
—Pero, ¿cuándo? —gritó fuerte un gorila con rabia contenida.
—Yo ya no aguanto estos olores —exclamó una oveja, alzando una de sus patas.
—No hay cuero que resista esta falta de luz —complementó un caimán, abriendo de par en par la dentada boca.
Noé no se inmutó por los comentarios negativos. Subió el tono de la voz y, tratando de parecer convencido de su mensaje, soltó una frase tan dura como retadora:
—Ahora, si alguno quiere irse, bien pueda…
Los animales guardaron silencio. Entendieron que la oferta era imposible. Después de tantos días de lluvias, lo más seguro era que las aguas debían cubrir las montañas, los árboles, toda la tierra firme. Sin contar la fetidez de las aguas por todos los que, a diferencia de ellos, habían muerto por la inundación. Lo único vivo estaba dentro de aquella nave; afuera la muerte rondaba a sus anchas. Así que, cabizbajos, empezaron a dispersarse. El único que se mantuvo unos minutos mirando desafiante a Noé fue el gorila, pero después de una corta amenaza territorial, se retiró a la zona donde estaban otros simios.
—Un toque de cacho para levantarnos y dos para irnos a dormir —repitió fuerte por tres veces Noé.
Lo que siguió durante la semana siguiente en el cuerpo de los animales fue una modorra que los llenaba de pereza y aburrimiento hasta el punto de quitarles las ganas de alimentarse. Los hijos de Noé, por primera vez, notaron que los alimentos dejados en las cestas o la leche puesta en las palanganas, permanecía igual a la última vez que la habían cambiado. Jafet le contó a su padre que en los ojos de los coyotes y los lobos se podía ver una tristeza desconocida. Que el encierro los había vuelto dóciles y con una mansedumbre que parecía más una mueca de resignación ante lo inevitable.
—Ponen ojos de cuando uno los va a matar —dijo Jafet, claramente afectado por aquel comportamiento de esos carnívoros salvajes.
Noé escuchó a sus hijos y salió a comprobar si era verdad. Jafet y sus hermanos no se equivocaban. Se encontró con varios animales echados, encorvados en su propio vientre, como si padecieran de peste; observó a las cascabeles mudas en su mover de crótalos; descubrió a los guacamayos y a las cacatúas en un silencio impensable; y pudo constatar que el instinto de aquellas bestias había sido devorado por la monotonía. Del júbilo y la algarabía ya no quedaban sino quejidos o cuerpos tirados en el abandono.
Después de una noche en que Noé no pudo conciliar el sueño, tomó la decisión de abrir una de las ventanas del arca. No fue fácil hacerlo. La brea había sellado los intersticios de tal forma, que fue necesaria la fuerza de sus tres hijos para despegar la hoja del marco. El rayo de luz que entró por el pequeño espacio despertó a los animales de su apatía. Los balidos, los graznidos, los silbos y castañeteos, los gorjeos y gruñidos se sumaban a rebuznos, rugidos, aullidos y trinos infinitos.
—¡Por fin! —gritó una danta.
—¡Acabado este encierro! —exclamó un armadillo.
Noé dejó de mirar el inmenso e interminable mar y volvió sus ojos hacia a ese conglomerado de ojos, cuernos, pelos, alas… que entonaban un coro de algarabía en el piso del arca.
—¿Dónde está el cuervo? —preguntó Noé.
Cam dijo que lo había visto hacía poco. Descargó una bolsa con cereales y fue a buscar el ave. Al poco tiempo volvió ante su padre:
—Aquí está —dijo.
El cuervo estaba asustado porque en esas circunstancias no era fácil saber lo que se propondría Noé.
—Quiero que vayas a hacer una inspección —dijo.
El pájaro negro, casi gris por el encierro, apenas se atrevió a contestar. Si bien se sentía feliz por ser el primero en que podía abandonar el arca, por otro lado temía por su vida, al no conocer con lo que se encontraría.
—No te vayas tan lejos, apenas unas brazadas.
—¿Tengo que ir solo? —preguntó el cuervo.
—Es mejor —repuso Noé.
El cuervo miró hacia arriba del arca pero no encontró a su compañera. De un corto vuelo se puso en el borde de la ventana y de allí extendió sus alas hasta cuando los ojos del anciano lo perdieron de vista. Noé permaneció al lado de la ventana esperando al animal, pero este no retornó.
—La muerte sigue rondando afuera —dijo—, cerrando la ventana con fuerza.
Los animales sintieron que su alegría había sido fugaz.
—¡Déjela abierta!— exclamaron al tiempo, sin ponerse de acuerdo.
—¡No la cierres! —volvieron a pedir.
Pero Noé entendió que era mejor resguardarse y no exponer a estas criaturas a las contaminaciones y los vientos putrefactos. Haciendo caso omiso a las súplicas, les pidió a sus hijos que amarraran con cuerdas el pasador de la ventana. La oscuridad volvió a aposentarse en todas las partes del arca.
—Noé nos salvó para matarnos —exclamó una avestruz.
—Prefiero morir ahogado que seguir en este encierro —chilló un mandril—, arengando a los más cercanos.
—Estamos cansados de obedecer —repuso un burro.
No obstante las manifestaciones de protesta, Noé se mantuvo férreo en su decisión. Pero prefirió no caminar por entre los animales, como una medida de sana protección.
Una semana después, cuando nadie lo esperaba, Noé eligió a una paloma y, con sus tres hijos, abrieron la ventana del arca.
—Vuela a ver qué encuentras —fue la sucinta orden del viejo.
—Allá voy —respondió la paloma—, feliz de estar de nuevo entre el cielo y el viento.
Los animales, al ver entrar la luz, no se entusiasmaron como la primera vez. Apenas miraban de reojo, como para no perder del todo lo que podría suceder.
—Seguro, que luego nos vuelve a decir que por el bien de nosotros lo mejor es quedarnos a oscuras otra semana —refunfuño un pavo.
—Que la muerte sigue en el aire, como nos amenazó la última vez —agregó un carnero de cuernos encorvados.
Los comentarios de uno y otro animal no dejaron escuchar la exclamación de júbilo de Noé, cuando vio llegar a la paloma con una rama de olivo en su pico.
—¡Ya terminó el encierro!, ¡ya terminó!
Noé y sus hijos se abrazaron y con ellos sus esposas. La paloma voló presurosa a contarle a su parejo lo que había visto.
—Árboles muy verdes, esplendorosos… como nadie los imagina —arrullaba feliz la paloma, moviendo el cuello de un lado para otro.
—¿Y qué más pudiste ver? —preguntaron unos turpiales que estaban cerca.
—Un cielo límpido, hecho de un azul que al solo verlo le alegra a uno el corazón.
La noticia corrió de arriba hacia abajo en un alud de comentarios que se impregnaban al cuero, a los pelos, a la piel de cada ser vivo.
—Que hay pasto tan abundante como para alimentar a muchísimas manadas.
—Y las frutas cuelgan de toda rama, maduras o a punto de madurar.
—Que el aire es tan reciente que lo hace volar a uno con solo aspirarlo.
Pasado el regocijo y la exaltación, Noé consideró que debía volver a reunir a los animales para darles unas últimas indicaciones de lo que vendría. Una vez más se ubicó al centro del arca, acompañado de sus hijos. Jafet hizo sonar el cacho, pero para que la concurrencia guardara silencio.
—La buena noticia es que estamos salvados.
Muchas ovaciones y vítores retumbaron en el espacio del arca. Noé dejó que esa algarabía mermara y siguió con su discurso.
—Ya vi en el cielo el arco iris…
—¡El arco iris! —exclamaron los animales entusiasmados.
La gritería se convirtió en una exaltación de fiesta. Los ratones bailaban con los gatos y las gallinas saltaban de la mano de los zorros. Nunca antes hubo tantos abrazos juntos, nunca se había visto tanta fraternidad en la naturaleza.
—Pero no podemos salir todos al tiempo —dijo Noé—, así que tendremos que hacerlo por etapas, poco a poco.
—¡Como sea! —exclamó un rinoceronte.
—Lo que diga Noé —rugió el león, ansioso porque lo dejaran salir de su doble encierro.
Y Noé dispuso que los animales fueran saliendo por sectores, de acuerdo a una secuencia diferenciada por zonas y pisos que había ideado y compartido con sus hijos. Tal desalojo del arca les llevó buena parte del día. Pero a todos los animales les importaba poco esa demora, con tal de sentir de nuevo el sol y ver el anunciado arco iris.
profejesusolivo dijo:
Buena noche, maestro.
Muy sutil el escrito para pintar, a través de imágenes, una realidad de confinamiento, incertidumbre y desespero por la que está pasando el mundo de los humanos por causa del covid-19. Es un bello ejemplo de la cordura y resignación que hay que tener a la hora de la conservación de la vida; mejor aprovechar este encierro para la contemplación de sí mismo y mirar lo bello de poder estar, aún sanos y salvos, para los seres queridos, para poder contarle a otras generaciones lo que se vivió en una etapa de la vida. Donde todo era un corre corre desmedido, hasta que hubo, por fuerza mayor y sin poder decir que no, un alto en el camino, una pausa obligatoria para conservar la vida.
Un abrazo, maestro.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Jesus Olivo, gracias por tu comentario. Coincido contigo. Este es un tiempo para autocuidarnos y reflexionar sobre el sentido de la vida.
Hector dijo:
Hermoso escrito. Oportuna metáfora, describe en un lenguaje cautivador, los elementos esenciales para superar una crisis de la magnitud del diluvio universal: un líder con capacidad para gobernar con base en valores, que sabe muy bien donde queda el norte, que garantiza a todos paja, pasto y leche, que socializa el riesgo en su justa medida y momento, y muy especialmente, un líder que sabe de la tristeza y de la esperanza.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Héctor, gracias por tu comentario. Fraternal abrazo.
Penelope dijo:
Bello escrito. Muy esperanzador. Nos recuerda estar agradecidos por estar vivos, en lugar de aburridos por el encierro y angustiados por la incertidumbre. Nos invita a mantener viva la esperanza de que algún día las aguas bajaran y podremos de nuevo caminar con libertad.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Penélope, gracias por tu comentario. Subrayo lo que dices: “es mejor estar agradecidos por estar vivos, que aburridos por el encierro y angustiados por la incertidumbre”.