Igor Morski

Ilustración de Igor Morski.

“¡Oh mi rosa de siempre, viuda de tu perfume!”.
Rafael Michelena Fortoul

 

—Lo que dijiste me afectó mucho — dijo Betty—. Enseguida levantó la mirada y agrego: —Y tú no te diste cuenta.

—¿Darme cuenta de qué? —la interrumpió Rodrigo.

—Pues de las cosas que dices sin pensar —agregó la mujer—, bajando de nuevo la cabeza y poniendo su atención en un salero que estaba casi vacío.

—La verdad no te entiendo —repuso el hombre—. Yo creo que te tomas muy a pecho cualquier cosa que te digo.

La discusión, que en el último mes se habían vuelto más frecuentes, había comenzado por un comentario de Rodrigo, cuando Betty no estuvo atenta al pago de un recibo de energía. Él usó la palabra “olvidadiza”, y ella sintió que no era justo ese calificativo por un simple olvido. Además, lo que más generó en ella una especie de tristeza, fue que esa palabra estuviera acompañada de un adverbio rotundo y vergonzante: “siempre”.

—A ti te falta tacto para decir las cosas, Rodrigo.

—¿Y se puede saber en qué consiste ese dichoso tacto?

Betty se mantuvo en la misma postura, dándole vueltas al salero, observando sin mirar el empaque azul cielo con letras blancas. Era un azul pálido, como el manto de la virgen, de quien ella era devota. No supo por qué en ese momento pensó en que su color preferido era el azul, pero no el de tonalidades oscuras, como el azul de Prusia, sino esos otros que iban desde el celeste hasta el azul de Francia. Armándose de ánimo, con una voz tenue, le respondió a su pareja:

—Tener tacto es saber elegir bien las palabras, según el momento y según la ocasión.

Rodrigo miró a la mujer, con quien llevaba cinco años de convivencia, y se propuso, a pesar de ser impulsivo e irascible, escucharla para tratar de entenderla. Con la mirada la invitó a seguir hablando.

—Mira, lo de ahora, tú usas la palabra “siempre” cuando cometo un error o cuando las cosas no salen bien entre nosotros. Y yo no soy “siempre” así. Algunas veces se me olvidan las cosas. Pero no es “siempre”.

Rodrigo sintió que la explicación de la mujer le daba demasiadas vueltas al asunto. Como buen comerciante, esperaba que ella le dijera de una vez cuál era el motivo de su disgusto.

—¿O sea que el problema es porque usé esa palabra?

—Sí, en parte…

Cuando Betty empezaba con esas medias tintas, con esas frases gelatinosas y poco definidas, a Rodrigo le entraba una desesperación que lo llevaba a subir la voz. Era un acto involuntario, de fogonazo oral:

—Tú y tus partes —dijo con ironía…

Betty agarró el salero con fuerza y se inclinó sobre la mesa redonda del comedor.  Bajó la voz.

—Ese es el otro asunto que no ayuda mucho a que aclaremos las cosas…

—¿Cuál?

—Pues tus constantes ironías, y el tono con que las dices —murmuró Betty—, dejando que sus palabras se confundieran con la brisa leve de la tarde que entraba por una pequeña ventana del apartamento.

—Qué culpa, si así somos los santandereanos…

La disculpa de Rodrigo hizo que Betty lo mirara con un gesto de extrañeza. Porque de eso ya habían hablado antes, cuando tuvieron otra discusión por el gasto excesivo de un tendido de cama, que Betty compró a escondidas de él, usando una plata destinada para otros gastos, y él esa vez se había exaltado hasta el punto de gritarla. Y ella, después de la “calentura”, optó por hablarle suavecito, tan quedo que parecía no decir nada. Entonces Rodrigo comprendió que su forma de actuar no había sido la indicada. Pero a él se le olvidaba bajarle el volumen a su voz, o no era consciente de que cuando la rabia lo gobernaba cualquier cosa que saliera de sus labios se convertía en ofensa.

—Tú sabes que no todos los de tu tierra son así…

—Pero así me conociste y así soy —concluyó Rodrigo.

—De eso ya hemos hablado —dijo la mujer— volviendo a concentrar su mirada en el salero.

El hombre se echó hacia atrás en su asiento y puso las manos entrelazadas detrás de la cabeza. Recién acababan de comer una pizza que habían pedido a domicilio, porque a Betty se le había hecho tarde para preparar algo de almuerzo. Era sábado, y ese día ella lo dedicaba a ir al salón de belleza a arreglarse el pelo. La culpa la tuvo Damarys, la dueña del local, quien quiso intentar con ella un nuevo corte y unas tinturas que al final tuvo que cambiarlas porque a Betty le parecieron demasiado llamativas. No obstante, Rodrigo no estaba molesto por la tardanza, sino por otra razón: el olvido del pago del recibo de la energía.

—Yo creo que tú eres muy consentida —dijo Rodrigo—, usando un tono de voz tranquilo y no recriminatorio.

—Es posible —repuso la mujer—, alzando los hombros, y poniendo un gesto de padecer una condición inexplicable.

—Y por consentida es que te afectan esos detalles…

—Por falta de detalles —lo interrumpió Betty de inmediato—, es que el amor se va acabando…

—Otra vez la mula al trigo…

—Pero no es solo esto —agregó Betty—.

Aunque el comentario de la mujer salió de manera espontánea, Rodrigo adivinó lo que se avecinaba.

—Tú sabes lo importante que son los cumpleaños para mí —continúo la mujer—, yo te lo he dicho, y en el último, ni un ramo de flores. Nada.

—Y las rosas rojas que te traje al otro día, para disculparme, ¿no cuentan?

—Pero si tú conoces que a mí me gustan son las hortensias…

—¿Quién te entiende?, mujer. Nadie —dijo Rodrigo con un tono de franca incomprensión.

—Yo creo que a ti eso no te importa, como tampoco me dices nada cuando me pongo algo bonito…

—Tú sabes que yo te quiero… pruebas has tenido durante estos cinco años, ¿no?

La mujer empezó a meter las moronas de la pizza, esparcidas en la mesa, en la caja. Lo fue haciendo con lentitud, sin mirar a Rodrigo, como si estuviera haciendo una labor de muchísima precisión. Recordó el domingo hacía quince días cuando se puso una blusa azul bondi con discretos diseños grises, y Rodrigo ni siquiera lo había notado. Esas eran minucias que a él le parecían “bobadas” y a ella, “detalles que enamoraban”.

—Yo lo que digo es que a ti se te olvida que las mujeres no somos como los hombres.

—¿Y cómo son las mujeres? —interrumpió Rodrigo—, a ver si oyéndote aprendo a conocerlas…

Betty acabó de meter todas las moronas en la caja de la pizza. La tapó bien y, encima de ella, acomodó los dos platos sucios que habían utilizado. También acercó los dos vasos vacíos y puso en el centro de la mesa, al lado de un servilletero, la botella de gaseosa cola que estaba aún por la mitad.

—Las mujeres somos ondulantes…

—¿Y eso viene siendo como qué?

—Pues eso hay que averiguarlo con cada una…

Rodrigo esbozó una sonrisa con posibilidades de burla. Bajó los brazos y convirtió las manos en un atril para su cabeza. Quiso agregar algo más, pero se contentó con emitir un suspiro que parecía simbolizar una tarea imposible de lograr.

—Ondulantes somos, sí señor —agregó Betty—, como mi cabello.

El hombre se fijó, ahora sí, en la textura del cabello de la mujer. Era rizado y abundante. Y cuando Betty se lo acariciaba de una especial manera, la hacía parecer menos tímida de lo que en realidad era. Rodrigo pensó en las veces que iba donde su peluquero Arnaldo y en la poca importancia que le prestaba al corte, el de “siempre”, que el hombre le hacía mientras le contaba historias referidas a la separación de su pareja. Consciente de que ya llevaban varios minutos en esa discusión que no iba para ningún lado, alargó una de sus manos buscando la de su compañera. Betty no opuso resistencia.

—Tú sabes —inició Rodrigo—, tú eres testiga de lo que yo me esfuerzo en complacerte. Aunque a veces no sé qué es lo mejor… Pero tú sabes —insistió el hombre, apretando el brazo de la mujer—, que en mí no hay deseo de herirte.

La mujer miró con detenimiento a su compañero de historia. Los ojos café oscuros de Betty  se concentraron en un botón de la camisa de Rodrigo que estaba ligeramente suelto. Era el segundo botón, el que quedaba al lado del bolsillo donde Rodrigo metía siempre los billetes de alta denominación. Mirando ese botón se sorprendió de no haberlo cosido o de haber pasado por alto ese detalle cuando había planchado la camisa de cuadros cafés. O de pronto el botón estaba así, no por descuido de ella, sino por las manos bruscas de Rodrigo, o por la fuerza inadvertida del tiempo que va rompiendo poco a poco las cosas.

—Lo sé, y por eso me duelen más esas palabras…

Rodrigo miró a Betty con un gesto de disculpa. Se quedó en silencio unos segundos. Luego apoyó las dos manos en la mesa e irguiendo un poco el cuerpo le dio un beso en la mejilla a la mujer.

—Siempre te querré… Siempre.

La mujer se puso de pie y trajo hacia sí la cabeza del hombre. Rodrigo se dejó meter en ese cuerpo y sintió que esa noche podría dormir tranquilo. Al otro día tenía un negocio y necesitaba estar bien descansado para no dejarse engatusar por Doña Marina.