Daira Petrilli

Ilustración de Daira Petrilli.

A Yolanda le gustaban los pájaros. De niña, cuando la sacaba al parque su madre, se extasiaba mirando y escuchando aquellas criaturas que saltaban entre los altos árboles. Su mamá tenía que romper aquel embeleso porque Yolanda, en lugar de dedicarse a jugar en el columpio, prefería mirar esos seres con plumas de colores que entonaban una música que la llenaba de mucha felicidad.

Desde esa corta edad, Yolanda quiso tener pájaros en su casa. Pero su madre, Doña Inés, no era amante de estar de esclava del cuidado de un animalito. Por eso Yolanda le encantaba llegar muy temprano al colegio donde estudiaba, porque en el segundo piso, después de una improvisada sala de música que tenían las monjas salesianas, estaba varias jaulas con pájaros de diverso color. Allí fue que Yolanda aprendió a distinguir cuáles eran los azulejos, cuáles los turpiales y cuáles los ruiseñores. Y casi siempre llegaba tarde a la primera hora de clase, por quedarse contemplando esas pequeñas cajas de música.

En el colegio las profesoras coincidían en que si bien Yolanda era aplicada y cumplidora de sus deberes escolares, se mostraba poco participativa en clase y muy silenciosa. El veredicto que le transmitieron a su madre fue que la niña era demasiado tímida e introvertida. Doña Inés no le prestó demasiada importancia a tal comentario y más cuando supo que a su hija le iba muy bien en los estudios. Algo había heredado de ella y algo de la abuela Berenice que, como decía el difunto Matías, su esposo, “apenas musitaba palabra”. El tiempo que no empleaba Yolanda estudiando lo dedicaba a colorear un libro con figuras de pájaros que su madre la había regalado para navidad. Y, por supuesto, también se entretenía con devoción en dibujar aquellas criaturas. Con muy contados contratiempos, Yolanda terminó sus estudios básicos sin pocas compañeras o amigas y apenas relacionándose con las otras muchachas de la cuadra donde vivía. Lo que sí disfrutaba era visitar los parques, entrar varias veces a un jardín botánico que quedaba no muy lejos de su casa y, cuando su madre se lo permitía, tomar un bus intermunicipal para viajar y estar varias horas en el campo.

Yolanda empezó a estudiar veterinaria pero, después de dos semestres, se retiró porque casi todas las asignaturas se centraban en caballos, vacas, perros y gatos, pero nada de aves. Su madre no estuvo de acuerdo con esa decisión e insistió en que debía pensarlo mejor, porque los contados recursos que tenía no era para estarlos desperdiciando. Yolanda simuló que asistía a la Universidad, aunque en verdad lo que hacía era vagar por un parque que había descubierto cercano a la Universidad y que, como cosa especial, estaba casi siempre con muy poca gente.

Abandonados los estudios de veterinaria, Yolanda intentó buscar algún trabajo. Tuvo buena suerte y pudo, sin muchos inconvenientes, empezar a trabajar como cajera en un supermercado. Doña Inés le recriminaba tal empleo, pero luego de unos meses se acostumbró a aquella situación, entre otras razones porque Yolanda le había dicho que con lo que ganara iba a ahorrar para pagarse ella misma sus estudios de Hotelería y turismo. Como el turno de su trabajo empezaba a las dos de la tarde, Yolanda desayunaba bien temprano para aprovechar las primeras horas de la mañana e ir a disfrutar el parque que tanto le gustaba.

Con el primer sueldo, y a pesar de la resistencia de su madre, Yolanda compró una jaula y un par de ruiseñores. Los ubicó al lado de la ventana de su habitación. Ella soñaba con que al otro día, a primera hora, las aves la despertarían con su canto, pero los pajarillos permanecieron en silencio. La mujer supuso que era una reacción natural de los animales a un nuevo ambiente, porque cuando los compró un sábado por la mañana, el par de aves cantaban con brío y de manera continua. Cambió el periódico de la jaula, renovó el agua, puso el concentrado y se despreocupó de los pájaros que, durante el tiempo que estuvo en la habitación, no emitieron ningún sonido. Salió a trabajar, recomendándole a Doña Inés, el par de ruiseñores.

Cuando regresó por la noche, mientras comía un pedazo de pan integral con un agua aromática, su madre le dijo que los pájaros casi la habían enloquecido con su canto. Yolanda se puso feliz con la noticia y corrió a su cuarto a ver sus aves. Los vio juntos en la vara, despiertos, pero sin emitir ningún sonido. La mujer quería escucharlos trinar, pero supuso que por la hora, ya su naturaleza les dictaba que debían callar. Entonces, como le dijeron en la tienda de animales donde los había comprado, cubrió la jaula con una manta y les expresó unas palabras cariñosas invitándolos a dormir. Enseguida se sentó en la silla de un pequeño escritorio, sacó su cuaderno de dibujo y empezó a delinear la figura de un pájaro copetón. Le salió así, sin copiar, como si esa ave viniera del bosque de su interioridad. Dejándose llevar por su imaginación le puso al ave, en el pico, una llave, como la de la cómoda donde su madre guardaba las porcelanas. Luego empezó a colorear los ojos del ave y a encrespar los pelos del mechón. Satisfecha con su obra, cerró el cuaderno de dibujo y se sentó en la cama a desenredarse el cabello. Se miró en el espejo del tocador y se vio más pálida que de costumbre. Atribuyó el color de su piel al tenue bombillo que alumbraba la habitación. Pasó luego a desnudarse, se puso una piyama con diseños de aves, y después de unos minutos entró en un sueño que la acompañó hasta las cinco de la mañana.

Apenas se despertó, subió la persiana, quitó el manto protector de la jaula y esperó, de pie, a que los ruiseñores la sorprendieran con sus exquisitas melodías. Los pájaros saltaron al piso y de ahí a su vara, picotearon algo de alimento, tomaron agua, revolotearon en varios sentidos, agarrándose algunas veces con las patas a la reja de la jaula, pero en ningún momento emitieron un trino. Yolanda no sabía cómo explicar ese mutismo de las aves, si su madre le había dicho que los ruiseñores en la tarde anterior no habían dejado de cantar un minuto. Contempló de nuevo los dos pajarillos y, como no quería hacer enfadar a su madre por no acompañarla a desayunar, prefirió darse una ducha y bajar cuanto antes al comedor. Durante el tiempo que bebió un té verde y una taza de cereal, le compartió a Doña Inés el asunto de los pájaros. Su madre dijo que eso pasaba muchas veces porque, según le había escuchado decir a la abuela Berenice, los ruiseñores cantan cuando quieren. Yolanda, terminado el desayuno, lavó la loza y se dispuso a su caminata hasta el parque situado a unas cuadras de su antigua universidad. Por primera vez, en muchos años, se sintió sola.

Volvió a su casa a horas del almuerzo. Le preguntó a su madre, cómo estaban los pájaros y ella le contestó que por andar en la cocina no había estado pendiente de las aves. Sin embargo, Yolanda escuchó el trino leve de los ruiseñores y fue rápidamente a su habitación. Sin embargo, a la par que se acercaba notó que el trinar de las aves era más débil, hasta el punto de que cuando abrió la puerta ya no se escucha ningún sonido melodioso. Bajó de nuevo al comedor, almorzó una ensalada fresca y decidió pasar, antes de entrar a trabajar, a la tienda donde había comprado el par de ruiseñores. Se despidió de su madre y fue hasta el paradero para tomar un transporte público que la llevara hasta el lugar. La atendió la misma muchacha que le había vendido los pájaros. Ella le explicó lo del evento del poco canto de lo ruiseñores, dejando entrever si esto era a causa de alguna posible enfermedad. La vendedora le dijo que no y que, algunas veces, por desconocer un nuevo ambiente, estas aves se silenciaban hasta que tomaran posesión de su territorio. Yolanda quedó satisfecha con la respuesta y salió a buscar de nuevo el transporte que la dejara cerca al supermercado. Por su mente pasó la idea de cambiar la jaula por una más amplia, a ver si de esta forma los pájaros se sentían más libres para cantar.

El sábado siguiente, que no tenía que trabajar, fue hasta la plaza de mercado del sector y en un local ubicado al lado de la venta de alcancías de barro y utensilios de cocina, encontró lo que estaba buscando. Cargó durante varias cuadras el objeto y entró a su casa con esa sorpresa para su madre. Doña Inés le dijo que ya dejara quieto a los animalitos, que eso no era asunto de jaula, sino de la propia constitución de los pájaros. Yolanda la escuchó en silencio, mientras comía su cena frugal; enseguida agarró la jaula y subió a su alcoba. Le dio pesar despertar a las aves pero, aun así, los tomó para hacer el cambio de esa reducida cárcel. Los ruiseñores se dejaron trastear sin oponer resistencia. En la nueva habitación enrejada estuvieron un tiempo en el piso, aleteando cada vez que la mujer movía la jaula. Yolanda los cubrió con la manta y esperó que al otro día este cambio de ambiente diera buenos resultados. Entró al baño, se lavó bien las manos y se dirigió a su escritorio para empezar a dibujar.

Observó el dibujo que había realizado la noche anterior y le pareció que debía acompañar aquel copetón con otra ave. Eso pensó al inicio pero, luego, dejándose llevar por la mano, sin oponer resistencia, comenzó a delinear el rostro y el cuerpo de una mujer. A Yolanda no se le facilitaba pintar retratos, pero en esta ocasión sintió que podía hacerlo. Cambio de lugar, trasteando el asiento hasta el tocador. Frente al espejo miró su rostro y empezó a copiar esos rasgos. Se detuvo un buen tiempo en darle forma a su labios porque, según ella creía, eran de los rasgos más hermosos de su rostro. Puso especial atención en lo delicado de su nariz y en el fino mentón. Vistió a la mujer con un vestido de seda de color oro, muy parecido al que su madre le había regalado para el día del grado de bachiller. Se detuvo en destacar su cuello, dejándolo desnudo al igual que sus hombros. A pesar de estar dibujando, que era una de sus grandes alegrías, volvió a sentir una tristeza en todo el cuerpo. Terminó de detallar el diseño de la tela del vestido, un racimo repetido de granadas que se esparcían a la manera de un jardín, y se quedó pensando largo tiempo, contemplando en el espejo la lozanía de sus mejillas y la inmaculada frescura de su frente. Unas lágrimas se desprendieron de sus ojos. Se las secó con el dorso de la mano derecha, la misma con que dibujaba, y retornó a su obra. Tal vez incitada por aquella tristeza, por la soledad de su piel de tantos años o porque el pájaro del lado tenía en su pico una llave, empezó a dibujar encima del pecho izquierdo de la mujer el diseño de una cerradura. Y, para darle más énfasis a aquel detalle, recordó cómo eran los cuadros de las vírgenes que tenían las hermanas decorando algunos salones en el colegio, y pintó una mano como protegiendo el seno en que sobresalía aquella cerradura. Duró un buen tiempo para lograr que el gesto de la mano tuviera la suficiente levedad como para parecer que entregaba y protegía al mismo tiempo ese cerrojo. Después se sintió muy cansada. Guardó el cuaderno de dibujo en el cajón del escritorio, fue al baño, se lavó los dientes y retornó a sentarse en el lecho. Esta vez no empezó a alisarse el cabello, sino que se lo recogió, haciendo una especie de moña. A su mente acudieron muchos recuerdos e infinidad de silencios. La tristeza  la envolvió por completo. Una vez más las lágrimas asomaron en sus ojos. Comenzó a desnudarse poco a poco, como era su costumbre, pero en lugar de ponerse la piyama de pájaros, eligió una prenda diferente. Buscó entre el closet, en la parte más resguardada del mueble, el vestido de grado que estaba protegido por una blusa plástica. Lo puso sobre la cama y se maravilló de que aún conservaba el brillo oro de hacía tantos años. Se quitó la ropa interior, pasando luego, con delicadeza, a ponerse el vestido, procurando mantener intactos los dobleces. Sin levantar el tendido de la cama, se acostó en ella, mirando la tenue luz del bombillo que, por el agua de sus lágrimas, parecía emitir una luz difusa, casi indefinida.

Doña Inés se sorprendió al otro día de que su hija no bajara a desayunar con ella. Supuso que era cosa del sueño porque los ruidos de la noche anterior en el cuarto de Yolanda daban a entender que había estado despierta hasta las primeras horas de la madrugada. Tampoco escuchaba a los ruiseñores. El excesivo silencio la puso en alerta. Subió, entonces, hasta el cuarto de su hija. Golpeó con discreción en la puerta. Nadie le contestó. Con sigilo abrió la hoja de madera y vio a Yolanda tendida en el lecho, con su vestido de grado. Se acercó a ella con cautela, pensando que seguía dormida. Musitó el nombre de su hija varias veces pero no hubo respuesta. Un mal presentimiento le atenazó el corazón. “¡Yolanda!”, grito con desesperación, tomando la mano izquierda de su hija, porque la otra, con la que dibujaba, estaba sobre su pecho, en una actitud de quien desea entregar o proteger su corazón.