Zinnia era una flor hermosa. Joven y hermosa. Poseía unos pétalos vistosos y una risa explosiva de alegría. A Zinnia le gustaba mucho bailar con el viento y jugar con los niños que visitaban su jardín.

     Así, bella y alegre, un día de primavera, levantó la cabeza y descubrió al sol. Fue amor a primera vista. Le encantó su color, su brillo, su fuerza. Desde ese día, Zinnia decidió alcanzar aquella mancha lejana.

     Lo primero que ideó fue alargar su talle, su tallo esbelto. Aprendió de sus vecinas, las enredaderas, ciertas pócimas mágicas para alargarse y alargarse. Mas fue inútil. Por mucho que se esforzaba, el sol seguía allá, en su casa enmarcada por el azul del cielo.

     Zinnia ideó entonces otra estratagema. Decidió esperarlo al final del horizonte. La idea era poder capturar al sol apenas apareciera o antes de que se ocultara. También fue inútil. Por más que estuviera preparada la flor, el sol aparecía en el momento menos esperado o   desaparecía en un cerrar de ojos y de hojas.

     Un tanto desesperada, Zinnia cambió de táctica. Ahora se decidió a no mirarlo, a no dedicarle ninguna atención. Zinnia fingió desprecio por lo que amaba, para así —según ella—, lograr la atención de la mancha amarilla. Fue inútil. Aunque ella no lo quisiera, todas las mañanas o al mediodía o por la tarde, sentía aquellas manos de calor sobre sus pétalos, sentía cómo el calor del sol hacía bullir la savia de sus venas verdes. Aunque ella fingía ignorarlo, el sol seguía abrasándola.

     Cansada de tantos intentos, decepcionada por no alcanzarle sus manos de colores para traer al sol junto a sí, Zinnia urdió otro plan. De noche, cuando el sol no la veía, empezó a lanzarle miradas a un lucero. Zinnia pensó que al ser menos brillante, menos amarillo de luz, sería más fácil alcanzarlo. Animada por tal pensamiento, se despreocupó del sol. Y se propuso, desde ese momento, traer hasta sus brazos de olor aquel refulgente punto titilante en la noche.

     Pero tuvo un problema en tal propósito. Aunque de noche se sentía feliz con su lucero, y le parecía tenerlo más al alcance de su mano, apenas amanecía, la luz del sol hacía desaparecer el resplandor de esa luz nocturna. Zinnia no sabía qué hacer. ¿Debía resignarse a mantener esos encuentros nocturnos, sin posibilidad de ver la luz? ¿O volver a los rayos de su sol inalcanzable?

     Presa de la confusión o de desdicha, quizá también por su juventud, a Zinnia le pareció obvia una salida: de noche estaría con su lucero y de día con su sol. Eso parecía lo correcto: una luz diferente para cada ocasión. Pero el plan de Zinnia no tuvo ningún resultado positivo. Después de varios días ya no sabía a dónde dirigir su corazón. Zinnia empezó a perder el sentido de la dirección. Se tornó débil y parecía marchitarse.

     En medio de su desconcierto, luego de un largo período de silencio y soledad, Zinnia buscó el consejo de las otras flores del jardín.

     —Lo primero que no debes olvidar —dijo un girasol cercano— es seguir al sol hasta ese punto en donde cae perpendicularmente sobre ti; sólo así podrás tenerlo en el centro de tu ser.

     Y un heliotropo, agregó:

     —No se trata sólo de girar según el astro rey, sino de descubrir en ti, con ese movimiento, el amor infatigable.

     Zinnia seguía escuchando. Un diente de león se sumó al concierto de consejos florales:

     —Todo el secreto consiste en estar preparada para abrirse justo a las cinco de la mañana; lo importante es no perderse el primer rayo del sol…

     Y la caléndula, moviendo sus grandes flores amarillas, reiteró lo dicho por el diente de león:

     —Hay que saber esperar toda la noche para atrapar el destello del primer rayo solar…

     Tal vez motivada por el murmullo de aquellas voces, Zinnia levantó ligeramente la cabeza hacia el cielo azul y vio o le pareció ver en la distancia su mancha amarilla de rayos como abrazos. Entonces, esbozó con esperanza una sonrisa. Una sonrisa que era, al mismo tiempo, el anuncio de haber descubierto por fin la clave para alcanzar lo que quería.

(De mi libro Venir con cuentos, Kimpres, Bogotá, 2005).