Es fácil caer en la sobreinterpretación de una obra artística. Entre otras cosas porque resulta cómodo atribuirle a un hecho estético cualquier opinión o dejarse llevar por el interminable río de las impresiones. Sin embargo, la obra misma pide que los receptores o lectores conserven cierta observancia sobre las particularidades que la constituyen, sobre sus fronteras y el modo particular como organiza sus elementos. De lo contrario, la propuesta del autor sería incomprendida o, en el peor de los casos, banalizada. Pensando en ello, se me han ocurrido siete errores típicos de sobreinterpretación que, si tratamos de evitarlos, a lo mejor conseguiremos una atinada aproximación o un buen provecho de una obra artística.

UNO: suponer que una parte de la obra es el sentido total de la misma; confundir un pedazo con el conjunto; agarrarse de un detalle y, desde ahí, lanzarse a poblarlo de significados desligados de la obra, o trasvasarlos a otros contextos.  Detenerse demasiado en el árbol olvidando que él hace parte de un bosque; confundirse entre las ramas dejando de lado el árbol que las soporta. Este error conduce irremediablemente a caer en lo ya conocido, privando al receptor de descubrir lo nuevo, lo inédito que trae consigo la obra.

DOS: convertir la obra en pretexto para opinar cualquier cosa o para justificar una ideología, una creencia; dejar de ver la materialidad física de la obra, su forma, su estructura, y agarrarse de generalidades que fácilmente podrían pertenecer a cualquier otro producto cultural. Olvidarse de lo que nos muestra la obra para extendernos en elucubraciones marginales, ajenas, extrañas a su ser estético. Convertir la obra en un ejemplo de nuestra cosmovisión predeterminada, subvalorando su autonomía significativa. Este error es claramente un modo de subordinar la obra, de no tomarse el tiempo para conocerla y asimilar sus mensajes, de prescindir de ella.

TRES: trasladarles a las cualidades intrínsecas de la obra el rasero de nuestro gusto o aversión. Oponer al ejercicio de estudio o análisis de una obra el veredicto de nuestra emocionalidad; creer que si algo nos gusta es ya de por sí excelente, o menospreciar los logros y valía estética porque sencillamente no está dentro de nuestros gustos. Desconocer que muchas obras, precisamente, tienen como fin trasgredir, cuestionar o darles otra perspectiva a ciertos cánones de agrado y desagrado, de deleite o sensibilidad social. Evitarse la tarea del juicio estético por permanecer en la complacencia inmediata o el entusiasmo de época.

CUATRO: olvidarse de qué tipo de obra es, pasar por alto su especificidad o aquellos rasgos que le son propios. Suponer que todo producto artístico se interpreta de la misma manera, sin fijarse en el género, la modalidad, la especie, el tipo de obra, que le exige al receptor cambiar de lentes o de criterios para adentrarse en sus particularidades. No todo texto, por ejemplo, se interpreta de idéntica manera, como tan poco toda imagen responde a las mismas claves comprensivas. Cada obra pide que los miradores del intérprete sean los adecuados a su naturaleza o que los recursos de intelección empleados sean los más idóneos, los más acordes a su peculiaridad. Cuánto hay de distinto entre interpretar un poema, un ensayo, un cuento; cuánto de diferente al intentar comprender un cómic, una película o un aviso publicitario.

CINCO: confiar en que de manera rápida o instantánea florezca la interpretación, que basta un golpe de vista o una simple hojeada para ya tener en las manos el sentido, el significado profundo de una obra. Pecar por afanados, por impacientes, olvidándonos de que la interpretación implica el análisis previo, la rumia, el pasar la información por diferentes filtros; interpretar es una actividad intelectual de acercamiento, pero también de tomar distancia de la obra que nos interesa. Los buenos intérpretes “estudian” la obra, cotejan, relacionan, dejan reposar una posible vía de sentido, tienen paciencia de tejedores para enhebrar hilos ocultos, toman su tiempo para habitar el territorio del objeto estético. La inmediatez de interpretación lleva al equívoco, al sesgo ideológico, a la opinión gratuita de la impresión superficial. Por ese prurito de querer llegar cuanto antes a la médula de una obra se desemboca en la exageración o en una miopía para descubrir lo que, poco a poco, se sedimenta en su fondo.

SEIS: tener poca escucha para disponer el entendimiento hacia el mensaje que la obra desea comunicarnos o multiplicar hasta el límite la capacidad de sospecha para dotar de significado asuntos que no contienen tal potencial interpretativo. El primer error proviene de la desatención, de pasar por alto elementos, escenas, rasgos, palabras; el segundo, de agrandar lo nimio o de abultar lo insignificante. Si al intérprete le falta perspicacia se perderá de puntos clave dentro de una obra; pero si es demasiado suspicaz, todo le parecerá tan colmado de anuncios que se perderá entre esa maraña de avisos desmedidos.

SIETE:  anteponer nuestros escrúpulos, nuestras preferencias y prejuicios a lo que la obra nos presenta. Prejuzgar antes de tratar de comprender; preconcebir, antes de tener la experiencia estética. Predecir sin haber visto o leído, imaginar sin ni siquiera pasar por la aduana de la comprobación. Buena parte de las sobreinterpretaciones provienen de la aprensión, del fanatismo, del odio infundado, de los escrúpulos morales, políticos o religiosos que llevan a que la obra la saquemos de su órbita o que la hagamos decir o no decir lo que nuestro sectarismo ya tiene determinado. Muchos de los errores de interpretación de las obras artísticas provienen de este caldo de cultivo: la intolerancia parcializada, el dogmatismo recalcitrante, la idolatría prescriptiva.

Aunque los anteriores errores se cometen especialmente al interpretar una obra artística, se producen también al dar cuenta de otros productos culturales, en la recepción de diversos tipos de textos y discursos o en la valoración de prácticas sociales. Quizá por todo ello fácilmente terminamos creando conflictos donde nos los hay, sobredimensionando faltas menores, invisibilizando asuntos importantes o absolutizando nuestras creencias como raseros para interrelacionarnos o tasar horizontes de sentido. Porque si en verdad mantuviéramos un cuidadoso y meditado juicio al dar nuestras interpretaciones, seríamos más ecuánimes, menos extremistas y pondríamos a raya el irreflexivo proceder de nuestra intransigencia.