Pablo y Miguel López con Jorge Oñate.

Bogotá, primeros años de la década del 70. La música vallenata empezaba a adentrarse en los hogares de la capital. Los acetatos y los casetes eran los dispositivos de la época. En todas las casas se tenía un equipo de sonido que jerarquizaba la organización de la sala. El mío era un Hitachi –que aún conservo y funciona– comprado a plazos en “Electrodomésticos Aponte”, en la esquina de la carrera 9 con calle 16. En ese contexto se inicia mi amistad musical con Jorge Oñate y los Hermanos López.

Buena parte de los vallenatos, como se sabe, son los cantos de historias o sucesos de determinadas personas en un lugar específico. Son, por decirlo así, la épica de una provincia.  Precisamente, de todos esos vallenatos que tienen la magia del relato vuelto canción recuerdo uno, en especial: “Las bodas de plata”. Me veo bailándolo en una de las tantas fiestas que disfruté en mi juventud, acompañado de primas y amigos de parranda. Mi memoria ubica la escena en la amplia sala de la casa del barrio Estrada o, en esa otra, del Bosque Popular. Allí estaban Elsa y Nidia y Nelly y Rubiela y Henry y Fabio y Zabaleta y, por supuesto, mi querida Penélope. Alrededor del equipo de sonido, que con su aguja de diamante iba recorriendo los surcos de los LP de la CBS, todos los invitados celebrábamos el incansable vigor de la juventud que pregonaba la vida a la par que bebíamos una tras otra las botellas de aguardiente: “En estas fiestas bonitas sonaron todos los acordeones…”

Fiestas y más fiestas, recorridos nocturnos por barrios de Bogotá como Modelia, San José, Quinta Paredes, Corkidi, Trinidad Galán, Kennedy o Santa Isabel, llevando debajo del brazo los LP y la compañía de familiares o seres muy cercanos al corazón. A eso de las diez de la noche la fiesta ya estaba en plenitud, el bochorno de la concurrencia se aliviaba un poco al dejar abiertas las puertas de la casa y permitir que los vecinos disfrutaran también de este jolgorio que terminaba a las cinco o seis de la mañana. No había descanso. La voz de Jorge Oñate se amplificaba en los altos bafles que parecían guardianes del toque inconfundible de los Hermanos López. 

“Acordeón bendito el que Migue’ toca… yo ya me estoy embrujando con el vaivén de sus notas”.

Pero en otras ocasiones, algunos temas vallenatos tocaban los recuerdos de mi infancia. Entonces, desde el fondo del alma, repetía con Jorge Oñate “…es difícil olvidar aquellos hermosos tiempos, cuando suelo recordarlos me duele y suspira el alma…”. Y aunque bailaba ese tema musical con el cuerpo, el espíritu sentía la nostalgia de la tierra de mis mayores, la de Custodio y María Catalina, la tierra de Capira, la de las hermosas montañas en las que viví las experiencias fundantes de mi niñez. Y sin saber bien por qué, apenas terminaba ese disco, yo seguía repitiendo en mi mente algunos apartados, como para no sentirme del todo huérfano de aquel pasado maravilloso.

Es indudable que muchos de estos temas hacen parte de las marcas de mi juventud y, muy especialmente, de las primeras exploraciones amorosas. Cuánto afán por la conquista, por tener acceso a unos labios, por darle rostro a las ilusiones del afecto. La música vallenata, en particular algunos merengues, era un medio para acercar el cuerpo que nos gustaba o para compartir la sangre que pedía otra piel a borbotones. El tema de “Amor ardiente” es uno de esos que ayudaba a entrar en el remolino de las pasiones juveniles. Aunque siempre, apenas Jorge Oñate exclamaba “oigan los bajos de Miguel López”, yo invitaba a mi pareja a detenernos por unos segundos y gozar con esa melodía que parecía salir del subsuelo de aquel Hohner rojizo plateado de teclas blancas.

Aunque no siempre la música de los Hermanos López y la voz de Jorge Oñate era para disfrutarla bailando. Muchas veces se la gozaba de otra manera: oyéndola con un grupo pequeño de amigos, tomando alguna cerveza y conversando, hablando largas horas. Tal evocación del sentido de la parranda se hacía más entrañable cuando alguno de los contertulios, recuerdo a Fragoso, tocaba la guacharaca o con algún objeto improvisaba una caja para acompañar la música que detrás del grupo alimentaba la conversación. A veces el LP iba pasando corte tras corte hasta terminar, pero, en otras ocasiones, yo debía levantarme para repetir un tema específico. Estas audiciones rubricaban la amistad y permitían darle al canto las resonancias de lo inolvidable: “los amores que se fueron todos se los lleva el viento… en cambio por ti yo siento un amor tan verdadero…”

Y si había alguien con quien daba gusto compartir estas audiciones era con Don Antonio, el papá de Penélope. Cuando él y su esposa volvieron años después a la Costa norte, lo recuerdo echado hacia atrás en la mecedora, extasiado, escuchando “Corazón vallenato”. Me tomaba con una mano el brazo derecho y, con la otra, sostenía un vaso de whisky. “Mala la música”, decía, para señalar la grandiosidad de la voz de Jorge Oñate pero, en especial, la cadencia del acordeón de Miguel López. Con los ojos cerrados, como si estuviera poseído por una deliciosa fuerza interior, festejaba la selección de temas vallenatos que yo había hecho para él. El viento parecía ser un cómplice invisible de este rito de escuchar juntos vallenato clásico. La música a buen volumen inundaba los rincones del apartamento en el barrio Crespo, de Cartagena. Cantábamos alegres, y nuestra voz se fugaba por las puertas y ventanas hasta contagiar a los vecinos. “Mucha gente que afirma que no parezco de allá, porque no toco la caja ni toco yo el acordeón, es que con las manos no sé tocar, eso lo ejecuta mi corazón…” Don Antonio, como este tema, sigue perenne en los afectos hondos de mi corazón.

Jorge Antonio Oñate González, “El jilguero del Cesar”.

Por supuesto, cada uno elige los temas musicales que más le gustan o que están impregnados de su historia personal, pero la interpretación de Jorge Oñate de “El cantor de Fonseca” es como un sello distintivo de aquella voz. Hay algo de canto elegíaco, de testimonio de trovador, que convierte este tema en una marca de estilo de su modo de cantar y, al mismo tiempo, en un ejemplo de lo que está en la médula de la música vallenata.

Mucho tiempo después, en el año 2000, la voz de Jorge Oñate volvió a escucharse en mi casa. No en un ambiente de jolgorio, sino de suma tristeza. La imagen es nítida: mientras suena este tema voy bajando a mi padre envuelto en un sudario hasta el primer piso. Mis lágrimas se confundían con ese homenaje al “Viejo Custodio” que con sus alas bienhechoras me había cuidado por más de cuarenta años. “Mi padre se jugaba conmigo, y yo me jugaba con él”, repetía en mi mente. Aun llegando a la sala, las ondas del equipo de sonido seguían acompañándome: “Mi padre fue mi gran amigo, mi padre fue mi amigo fiel…” Quizá de esta manera, después de escuchar “Ya se murió mi viejo” de Garzón y Collazos, “Hijo de tigre” de Enrique Díaz, “El canalete” de Silva y Villalba y “Mi gran amigo” de Los Hermanos López, yo intentaba con la música despedirlo definitivamente de esta su casa, la que pagamos juntos, la que era su conquista después de tantos años para tener un techo propio.

Conservo todos esos acetatos. Los tengo en sus carátulas y sus bolsas protectoras. Son otro de mis tesoros, junto con mi biblioteca. Jorge Oñate y los Hermanos López forman parte de mi historia personal, son otro hito de mi travesía existencial; y cada vez que la evocación hiere esos tiempos, no solo los recuerdo con profunda alegría, sino que vienen a mí personas, lugares y eventos altamente significativos. La música –cuando la escuchamos– tiene esa capacidad de hacernos contemporáneos de años pretéritos. Y aunque ya no estoy inmerso en esas fiestas o esas parrandas, ni estoy tan cerca de todos esos amigos y familiares, a pesar de que varias de esas personas ya fallecieron, aquella época vivida a plenitud sigue alimentando de forma inagotable mi espíritu.

Jorge Zuleta en la caja, Adalberto Mejía en la guacharaca, José Vásquez en el bajo, Napoleón Calderón en la tumbadora, Leonel Benitez en el cencerro y Julio Morillo y Johnny Cervantes en los coros.