En la parte inferior del fresco “Crucifixión” de Giotto están los actores del relato bíblico, está la túnica, está María y los discípulos. Pero es arriba en donde sucede lo que más llama mi atención. Es esa bandada de ángeles que acompañan revoloteando al crucificado, recogiendo su sangre, rodeándolo con sus batir de alas, lo que me cautiva. La mayoría de los personajes de la parte inferior parecen desentenderse del martirizado; pero los ángeles no, ellos se muestran solícitos o atentos a las necesidades de ese ser clavado en aquel madero. Contemplo el cuadro y me pregunto: ¿he sido o puedo ser ángel para alguien atormentado?, ¿a quién cuido o puedo cuidar en su dolor?, ¿ofrezco mis manos o mi escucha para recibir el sufrimiento ajeno?

Elijo otra obra: “Cristo en la cruz” de Bartolomé Esteban Murillo. El crucificado, a diferencia del fresco de Giotto, está solo, encerrado en su sufrimiento. El único testigo es la calavera a los pies de la cruz. La penumbra resalta la carne del sufrido; la bruma lo encierra aún más. Es una soledad parecida al abandono. Por un momento pienso que es el momento absoluto de la muerte, cuando nadie puede acompañarnos o socorrernos, el instante supremo en que nos desprendemos de abrazos y gestos amorosos, de los vínculos que hemos cosechado a lo largo de nuestra existencia. Contemplo este crucificado y recuerdo la noche cuando, en la funeraria, estábamos velando a mi padre, y tuvimos que dejarlo solo en aquella sala, únicamente acompañado por las coronas de flores. Dejarlo solo en esa alcoba extraña y, luego, llegar a nuestra casa, para sentir su vacío en todas partes.

Mis ojos se posan en este momento en el retablo “Crucifixión” de Matthias Grünewald. Es un detalle. Es un crucificado que tiene las espinas en todas las partes de su cuerpo. Es un cuerpo llagado, maltratado por el sufrimiento. La herida del costado sigue sangrando y aún se aprecia el lamento en los labios del moribundo. Más que solemnidad o heroísmo, lo que aprecio es la rendición de un hombre ante el dolor. Desgonzado, fracturado, roto de adentro hacia afuera, entregado a la evidencia de su término. Todavía quedan rezagos de su agonía, porque el pintor nos lleva a percibir, desde aquella expresiva carne amarillenta, los tenues lamentos del que siente que ya no puede sufrir más.El color del “Cristo amarillo” de Paul Gauguin rompe cualquier tipo de tristeza. El fondo del lienzo me hace creer que el misterio de la vida es más grande que el misterio de la muerte, que las sombras del dolor no pueden opacar la luz solar de la vida. Este crucificado, por el gesto de su rostro, parece que duerme; no hay expresiones de martirio o de indescriptible pena; más parece que reposa en aquel lecho de madera o que su espíritu ya no sigue en su cuerpo. Contemplo a las mujeres que están a su alrededor y parece que dialogan o rememoran hechos o vivencias compartidas con el crucificado. Las mujeres también están tranquilas. Vuelvo y miro al crucificado: él es un árbol que muere; pero, al fondo, en las colinas, renacen cientos de árboles repletos de vida. Inmediatamente, viene a mi memoria una frase del Evangelio de Juan: “si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto”.

Me detengo ahora en la “Crucifixión blanca” de Marc Chagall. Todo lo que hay alrededor del sufriente, que lleva puestas unas prendas de judío, corresponde a episodios o hechos relacionados con la persecución a este pueblo, con la desposesión de sus bienes, con la diáspora a que fueron sometidos. El crucificado no se muestra como la figura principal; aparece más como un testigo de todas aquellas escenas de barbarie o sufrimiento que desfilan a su alrededor. Contemplo el cuadro y pienso en los desplazados, en los migrantes, en las personas que han debido abandonar su tierra, sus familiares, sus vínculos afectivos, por causa de intimidación, hambre, miedo o amenazas de todo tipo. Este crucificado está ahí para ofrecer esperanza, para garantizar el recuerdo, para ofrecerse como testigo de los hechos de maldad que parecen no importarles a la mayoría de las personas. A este crucificado hay que mirarlo con todo lo que está a su alrededor; es un crucificado situado en territorios y tiempos específicos. La blancura de la cruz parece disolver las llamas y el humo de las atrocidades del mundo.

Cierro este ejercicio de contemplación observando, por enésima vez, el “Crucifijo” de Max Ernst. Lo de menos es el madero, para mostrar el sufrimiento en su punto más alto. El crucificado se encuentra amarrado a una roca o a una pared que lo obliga a permanecer en una postura inclemente. Es el retrato de un martirizado, de alguien que concentra su sufrimiento en el vientre, y que prolonga su dolor en el alargamiento de sus extremidades. ¿De dónde agarrarse para aguantar toda esta pena?, ¿cómo hacer más plástico el cuerpo para que no se concentre el sufrimiento sólo en una parte?, ¿qué hacer cuando el sufrimiento nos invade hasta el punto de cubrir todo nuestro ser? Estar crucificado es sentir dureza o abandono por todas partes.