“El librito que lees en público, Fidentino, es mío:
pero cuando lo lees mal, empieza a ser tuyo”.
Marcial
Una de las faltas gravísimas en el mundo académico es el plagio. Las universidades y otras instituciones educativas señalan en su normatividad, en el reglamento estudiantil, las sanciones a que se exponen quienes cometan esta conducta. Quisiera explicar por qué tal rechazo y condena a esta práctica de poner como propias ideas ajenas.
Empezaré por recordar el valor que tiene en las instituciones de educación superior el conocimiento o más concretamente la información recogida en libros y fuentes de diversa índole. Eso que podríamos llamar la tradición de las ideas es un bien que la academia conserva, enseña, cuida, y del cual se siente orgullosa. Hago tal afirmación porque el respeto a las ideas, la fidelidad a las fuentes, la salvaguarda de la producción intelectual a través de los siglos, es un principio vertebral de cualquier centro de formación universitaria. Puesto de manera enfática: hacer parte del mundo académico es aprender a dialogar y respetar la autoría de los productos de pensamiento que constituyen el campo de saber de una disciplina o profesión.
Dicho esto, se presupone que por eso mismo, las instituciones prevén unas normas de presentación de los trabajos escritos o una guía de citación de fuentes que serán objeto de cursos específicos y de observancia a lo largo de una carrera o un programa posgradual. Aprender esas normas para referenciar otras voces (APA, Chicago, ICONTEC) es la manera como las instituciones educativas les enseñan a sus estudiantes a poner su voz en concierto con las voces del pasado, pero distinguiendo la opinión personal de las aseveraciones o testimonios escritos de otros autores. Así que, cumplir estas normas es un código de ética mínimo mediante el cual se accede a la dinámica de la producción intelectual, a la generación y desarrollo del conocimiento. Omitir estas convenciones es desconocer la trayectoria de una línea de saber y, al mismo tiempo, una degradación de aquello que se está estudiando.
Desde luego, dominar estas técnicas o recursos de citación puede resultar tedioso para quienes no han entendido su función formativa, o un escollo para aquellos que, sin vergüenza alguna, recogen de aquí y allá cuanta cosa les resulta útil para el propósito de graduarse u obtener un título a como dé lugar. “¿Por qué tengo que volver a citar a ese autor, si ya lo mencioné hace cinco páginas atrás?”, es la disculpa de los plagiadores párrafo a párrafo; o lo más descarado: “¿qué importa si no pongo el nombre completo del autor, el título está incompleto o me falta el año de publicación?”. Eso parece una banalidad para los plagiarios desvergonzados. No es extraño que los estudiantes que afirman tales cosas manden a redactar sus trabajos a otras personas o se escuden en la antigua consigna de los deshonestos: “seguro que el profesor no se da cuenta”. Y si el docente o el tutor de una investigación los descubre en dicha falta, en muchos casos la respuesta se tiñe de altanería, en lugar de ser un avergonzado reconocimiento de la falta. Por eso resulta inconcebible que en un trabajo final de grado, en la tesis, se presente como riqueza personal lo que es un bien intelectual ajeno.
Es común también que el plagiario emplee la disculpa de que lo suyo fue un parafraseo de determinado autor y que, por lo tanto, no tenía que darle crédito. Tal marrulla, en lugar de justificarlo, agranda su falta, porque pone en evidencia que sí se acudió a esa fuente, pero sin haberla reconocido. El plagiario supone que si no hay una cita textual, el autor no debe referenciarse. Por el poco trato con la palabra escrita se olvida que las ideas, los conceptos, las estrategias, métodos o categorías de otros deben ser citadas así no se las tome textualmente. Que es un deber académico, o de alguien que pretende serlo, explicitar a quién le pertenecen esas ideas o cuál es la fuente directa que le sirvió de inspiración. Precisamente, en eso consiste la fundamentación teórica de un proyecto: en saber ubicar ciertos aspectos de una obra, los planteamientos de un autor, para darle consistencia a una construcción discursiva personal. Reconocer tales deudas es una forma de fortalecer las bases o la estructura del trabajo en cuestión.
Si se revisa el Manual de estilo de publicaciones de la APA allí se dictamina que hay que “dar crédito a quienes lo merecen”; es decir, que al hacer plagio, al no dar los créditos respectivos, minusvaloramos o menospreciamos las ideas de otra persona, banalizamos el saber o despreciamos los productos intelectuales de quienes nos precedieron. Dar crédito es lo mínimo que un estudiante puede hacer cuando retoma un concepto, una categoría, una metodología que le servirá para darle consistencia a un proyecto o para lograr resolver un problema de investigación. Dar crédito es un protocolo para dialogar con esas otras voces, con aquellos textos que nos han servido de consulta. Dar crédito, en últimas, es la manera como aprendemos a pedir prestadas ideas en una casa ajena, sin hurtarlas a escondidas.
Sobra decir que el plagiario actúa así por tres razones fundamentales: una, porque anda de afán y hace su trabajo a última hora; porque no ha tenido el juicio y la dedicación suficiente para desarrollar paso a paso tal obra; porque está más preocupado por cumplir un requisito que por aportar algo significativo con su trabajo de grado. La segunda razón, quizá más profunda, es porque hurtando ideas ajenas logra subsanar en parte sus debilidades intelectuales o de creación. Al plagiario le falta capacidad de análisis, potencial imaginativo, riesgo intelectual para la innovación, mayoría de edad para pensar por cuenta propia, tal como quería el filósofo Inmanuel Kant. Y cabe una tercera razón: es la poca relación o trato del plagiario con la escritura; el encuentro casual que tiene con ella y que, al tratar de realizarla, pone en evidencia su falta de precisión semántica, la ausencia de estructura de un texto, la poca coherencia y cohesión entre sus ideas. Es probable que estas razones, sumadas a una débil formación moral, lleven al estudiante al fraude académico, a tomar la vía deshonesta de poner el engaño por encima de sus responsabilidades académicas.
Dada la frecuencia con que se presentan los casos de plagio, intencionado o no, varias instituciones de educación superior han claudicado en esta labor de cuidado y salvaguarda de la producción intelectual, de los derechos de autor, y han preferido omitir este requisito de grado a cambio de un curso remedial o una práctica social. Puede que tal salida sea una buena medida burocrática o un medio rápido de lograr gran cantidad de graduados en un tiempo corto, pero en el fondo es una herida que se infringen ellas mismas a su misión esencial de conservar la tradición del pensamiento y producir nuevo conocimiento. Otro tanto puede decirse de los tutores o docentes encargados de corregir los trabajos de grado de los estudiantes: cuando apenas hojean los textos, sin cotejar las fuentes o revisarlos página por página, seguramente hallarán la complacencia con sus tutoreados, pero perderán la autoridad de maestros. No debemos olvidar que las instituciones de educación superior entran en el proceso de formación de una persona para proveerle habilidades, saberes y comportamientos que le permitan acceder a los bienes intelectuales de la cultura y, al mismo tiempo, participar de ella. Renunciar a tal cometido es una irresponsabilidad con la misión universitaria y un modo de exclusión a los capitales simbólicos de la sociedad.
Aunque resulte redundante decirlo, el plagio está asociado a fallas o desajustes en la conducta ética de las personas. Hay algo de mala fe o de oscura “viveza” en esto de engañar o de “hacer pasar como propia la obra de otro”. Es una actitud que debe ser severamente castigada especialmente en una época en la que las virtudes han sido acorraladas por los vicios, y en la que las argucias de la politiquería o los intereses de los conglomerados económicos, parecen volver regla la estrategia de que los medios poco importan con tal de alcanzar los fines. De allí que la universidad o los establecimientos de formación superior, requieran firmeza moral para no dejarse avasallar por las demandas inmediatistas del mercado, ni por la soberbia demagógica de los gobernantes. La academia también tiene su fuero, que no solo cobija a su recinto físico, sino a las particulares maneras de curricularizar unos saberes y fijar las coordenadas de una impronta ética a sus estudiantes.
Concluyamos estas reflexiones recordando que la palabra plagio, según nos cuenta Efraín Gaitán Orjuela en su libro Biografía de las palabras, tuvo su origen en el Derecho Romano y se refería a la “acción que cometía un individuo al apropiarse, vender, poner en prisiones, castigar a un esclavo ajeno sin el consentimiento del dueño”; era un comportamiento “torcido” castigado con penas muy severas. Como se ve, desde su misma etimología el plagio es un delito, cuyo sentido se trasladó después al mundo de las letras con el significado de hurto literario. Así que para evitar ser tildados de “ladrones intelectuales” y mancillar con ese acto el pacto de respeto a los derechos de autor resguardados por las instituciones de educación superior, lo mejor es poner las comillas donde sean necesarias y referenciar las fuentes que silenciosas han ofrecido su servicio a nuestros requerimientos académicos.
Referencias
Epigramas: Marcial, Editorial Gredos, Madrid, 1997.
¿Qué es la ilustración?: Erhard, Freiherr von Moser, Garve y otros, Editorial Tecnos, Madrid, 1993.
Biografía de las palabras: Efraín Gaitán Orjuela, Editorial Bedout, Medellín, 1970.
Manual de estilo de publicaciones de la American Psychological Association, Editorial El Manual Moderno, México, 2006.
Escritura y universidad. Guía para el trabajo académico: Gustavo Patiño Díaz, Universidad del Rosario, Bogotá, 2013.
LUIS CARLOS VILLAMIL JIMÉNEZ dijo:
Apreciado Fernando:
Oportuno escrito sobre un problema epidémico en el país que debe ser discutido en los espacios académicos. La cultura del mínimo esfuerzo y la mayor recompensa, permeó espacios donde debe primar la imaginación para la innovación, con el estudio y la investigación para la generación del conocimiento.
Un abrazo,
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Estimado Luis Carlos, gracias por tu comentario.