“Las tentaciones de San Antonio” de Matthias Grünewald.

Como era costumbre, Javier y Humberto quedaron de encontrarse en un restaurante que los dos preferían por su excelente comida.

—A las doce y quince —le confirmó Javier, por teléfono, a su amigo.

El restaurante estaba ubicado en una zona céntrica de Bogotá. Parte del secreto de su prestigio consistía en un excelente servicio y una cuidadosa selección del menú que ofrecían, particularmente aquellas carnes preparadas “a cocción lenta”.

El primero que llegó fue Javier. Entró a la recepción del restaurante y se informó de cuál era la mesa reservada. La muchacha, que hablaba con cierto tono argentino, lo acompañó hasta adentro del establecimiento.

—Esta es la que le gusta, ¿verdad?

—Sí, gracias —respondió Javier

La pregunta de la muchacha (manos blancas, esmalte de uñas rojo) confirmaba la predilección del hombre por este lugar. Javier lo frecuentaba no por ostentación, sino porque había conocido al papá del dueño. El padre, que vestía casi siempre de negro, compartió con Javier muchas de sus cuitas cuando una enfermedad incurable lo fue relegando hasta las últimas sillas del restaurante, que en esa época estaba ubicado en otro sitio, más al norte de la ciudad, antes de trasladarse a la casa colonial actual magníficamente remodelada y decorada con el gusto de los restaurantes europeos.

Apenas Javier había tomado asiento, uno de los meseros lo saludó amablemente:

—Profesor, bienvenido.

Javier estrechó la mano del mesero y le preguntó por cómo seguía del accidente que había sufrido, al caerse de la moto.

—Mejorando, poco a poco. Me duele todavía al afirmar el pie.

La conversación fue interrumpida por el rostro sonriente de Humberto que, haciendo gala a su disciplina religiosa, llegó justo a las doce y quince del día.

­—Buenas, exclamó.

Javier se puso de pie y fue a abrazar a su amigo. Era notorio el aprecio mutuo, visible en aquel abrazo efusivo y lleno de fraternidad. Humberto saludó al mesero, puso la bolsa que traía en una de las sillas vacías y se acomodó al lado derecho del amigo.

—¿Qué van a tomar? —interrogó el mesero con un ademán atento.

­Javier miró a su amigo.

—¿Empezamos con un vinito, “vuestra excelencia”?

—Sí, respondió Humberto, sonriendo del formulismo que su amigo utilizaba cuando compartían una comida o mantenían esas largas conversaciones de sábados por la tarde.

­—William, tráenos la carta de vinos, por favor —le indició Javier al mesero.

­—Con gusto, respondió el joven, retirando dos copas y los cubiertos sobrantes de la mesa.

—¿Cuáles son las últimas? —dijo Javier, para entrar en conversación.

—Leyendo y leyendo para mi tesis —respondió Humberto, sonriendo.

Los momentos iniciales del encuentro estuvieron anclados en el proceso y las dificultades de los últimos meses de Humberto para escribir las partes iniciales de la tesis de doctorado que venía adelantando sobre los estilos de formación en las universidades católicas de su país. Humberto le contó a su amigo la cantidad de información histórica que había tenido que devorar previamente y que ahora estaba en el momento de la redacción de un capítulo esencial para su trabajo.

El mesero trajo primero una canasta de pan y un plato con mantequilla rociada con granos de pimienta. Unos minutos después puso en las manos de cada uno de los comensales la carta donde se ofrecían los vinos.

Los dos amigos, en silencio, pasaron revista a la carta de pastas de cuero café. Aunque ya tenían en su mente algún nombre conocido, exploraban con sus ojos una alternativa o sometían su curiosidad a esa azarosa selección de lo desconocido.

—¿Y si repetimos uno del Alto Las hormigas? —preguntó Humberto a Javier.

—Perfecto.

La respuesta de Javier estuvo acompañada de un gesto de aprobación con los dedos pulgar e índice de la mano derecha, como si fuera un buzo que ratificara con su compañero el nivel óptimo de oxígeno para una futura exploración submarina.

­—Pero que sea reserva —dijo Humberto al mesero—, quien estuvo durante todo el tiempo de pie esperando la decisión de las dos personas.

­—Por supuesto, señor.

Mientras esperaban la botella, Humberto le hablaba a su amigo de la suavidad y el color violáceo profundo de Malbec argentino, que habían descubierto por casualidad en ese mismo restaurante el día que celebraron el lanzamiento del libro de Javier del año pasado. Humberto, que ya llevaba mucho tiempo como hermano de las escuelas cristianas, aunque no era un sommelier sí apreciaba y degustaba con absoluta felicidad una buena bebida o un plato cuidadosamente preparado. Ese era otro de los gustos que compartía con Javier, además del interés por la educación y la pasión por escribir.

—Inolvidable tarde aquella —exclamó Humberto, evocando el pasado encuentro con su amigo.

—Sí que comimos ese día, ¿no?

—Pero como esos acontecimientos no son de todos los días, podemos darnos nuestras libertades —concluyó Humberto, al tiempo que untaba de mantequilla un segundo pedazo de pan.

—Al final de cuentas —replicó Javier— qué sería de la vida sin esos recreos, aunque salgan costositos.

El comentario hizo que Humberto se echara hacía atrás del asiento a reírse con ganas. Vestía una camisa a rayas, un pantalón de algodón caqui y una chaqueta azul oscura. Se le veía animoso y dispuesto a saborear las particularidades de ese reencuentro.

—¿O sea que pronto tendremos otro doctor? —agregó Javier, acercando un poco más la silla a la mesa redonda.

Humberto continúo riéndose.

—Eso es lo que esperan en la comunidad…

Ahora el que se sonrío fue Javier.

—Bueno, entonces que sea rapidito para que “vuestra excelencia” ocupe el puesto que se merece. La Rectoría os espera…

—Eso es un asunto que solo Dios lo sabe —contestó Humberto.

—Dios y el Consejo Superior —replicó Javier, tocando sutilmente con los dedos el brazo derecho de su amigo.

Las risas se alargaron compartidas. Los dos amigos y otros comensales de una mesa contigua se sorprendieron de ver entrar al restaurante una de las figuras políticas del momento.

—Con razón tantos carros y guardaespaldas que vi en la calle —subrayó Humberto.

—Para que vea con quién nos codeamos…

El comentario de Javier se estrelló con las manos del mesero que ya venía con una botella del vino solicitado. Delante de ellos la descorchó y se acercó a Javier para que hiciera la cata respectiva.

—Mejor que sea él quien dé su veredicto.

El mesero caminó algunos pasos hasta colocarse al lado de Humberto y le sirvió en una copa un poco del vino. Un color púrpura llenó la transparencia del cristal. Humberto levantó la copa, agitó ligeramente la bebida, la olió, la observó con detenimiento y luego, despacio, ingirió un sorbo de la misma. Javier estaba a la expectativa.

—¡Magnífico!

El mesero llenó completamente la copa de Humberto; después pasó a hacer lo mismo con la de Javier. Con cuidado limpió con una toalla una pequeña gota de la botella, poniéndola atrás de la canasta de pan que estaba medio vacía.

—Por el futuro doctor —exclamó Javier—.

Humberto se sumó al brindis, poniendo en su cara un gesto de duda o de burla sobre sí mismo.

—Porque no pase de cinco años.

El sonido del cristal no tuvo mayor resonancia. A esa hora varias de las mesas del restaurante estaban copadas. El diálogo de los diferentes clientes creaba una especie de música de fondo.

—Este vino merece un acompañamiento —dijo Javier.

Buscó con la mirada dónde estaba William y lo llamó con un gesto de cabeza. El mesero se acercó presuroso.

—¿Repetimos las chistorras? —interrogó Javier a su amigo.

—Perfecto…

—Eso para empezar —le agregó Javier al mesero. Luego agregó: —y tráeme, por favor, otra canastilla de pan.

El mesero se alejó de la mesa. Se notaba que aún no podía sentar el pie con naturalidad.

—Me contó que se cayó de la moto porque una buseta imprudentemente lo cerró. Y que se fracturó uno de los huesos del pie. Que le dieron varios días de incapacidad pero que ya está tratando de reintegrarse al trabajo.

Javier le compartió a Humberto esa información como si con ello le diera el toque final a un retrato.

—Pobre, y con esos conductores que manejan como locos. —agregó el amigo.

Javier apuró otro sorbo de la bebida y sintió en su boca una evocación de los frutos rojos maduros, de algo dulce que se iba volviendo suavemente amargo hacia el final.

—Bueno, pero cuente, ¿qué hay de nuevo —dijo Humberto.

—Mucho trabajo. Usted sabe, mejor que yo, lo que son los finales de semestre.

—Ah, eso sí que lo sé. Ese era uno de mis quebraderos de cabeza.

El comentario de Humberto tenía motivos comprobados. Había sido vicerrector de la Universidad por dos períodos consecutivos y conocía muy bien lo que implicaba ese trajín de cerrar período académico, evaluar docentes, programar el nuevo ciclo, entrevistarse con directivos, mirar día a día las estadísticas de los nuevos matriculados.

Sobre esas cosas estaban los dos amigos conversando cuando llegó William con las chistorras.

­—¿Sabías que es por el pimentón que las chistorras adquieren ese color?

—No, no lo sabía.

El mesero utilizó la visita para llenar las copas con más vino. También aprovechó la ocasión para cambiar la canasta de pan.

—Combina bien este sabor con el del Malbec ­—comentó Javier.

—Dicen los entendidos, que precisamente este vino sirve para ese maridaje.

A la par que iban tomando de la bandeja central los embutidos, para luego cortarlos en porciones más pequeñas en los platos individuales, los dos amigos seguían dialogando sobre el día a día de su trabajo.

­—¿Te acuerdas que el hermano rector me habló sobre mis proyectos para el próximo año?

—Sí, sí me acuerdo. ¿Y qué has pensado? ­—respondió Humberto.

­—Pues pienso que lo mejor es renunciar a la universidad, para dedicarme completamente a escribir.

La frase de Javier tomó con cierta sorpresa al amigo. Humberto sabía de la pasión por escribir de Javier y de cuánto le había aprendido sobre la escritura durante esos nueve años de amistad, pero de igual manera conocía el gusto por la docencia y lo que significaba para él la enseñanza.

­—Pero, ¿de manera total?

—Sí, yo creo que, como dice mi amigo Diego, he estado demasiado tiempo prestado a la docencia.

La confesión de Javier hizo que Humberto dejara por un momento los cubiertos a lado y lado del plato. Con la servilleta se limpió los labios. Tomó la copa y bebió otro sorbo de vino.

—¿Y no será mejor mantener un pie en la Universidad?

—¿Cómo así?

­—Pues habla con el rector y le dices que te permita seguir con una clase o con un curso, de esos que tanto valoran positivamente tus alumnos.

Javier escuchaba atento.

—O le pides un sabático. Yo sé que a otros les han dado ese beneficio.

­—Puede ser…

Humberto sabía que su amigo, cuando de decisiones se trataba, era firme y decidido. Sin embargo, temía por las consecuencias de tal propósito.

—¿Y qué te ha llevado a dar ese paso?

—Humberto querido, si no es así, no podré escribir la novela. Uno puede escribir cuentos y ensayos a medio tiempo; pero la novela demanda una entrega total.

La bandeja de chistorras estaba completamente limpia. Unas huellas de grasa conformaban un paisaje rojizo. El mesero, que estaba atento, se apresuró a recoger el utensilio. Javier aprovechó su presencia para hacer el pedido del plato fuerte.

—¿Y vas a repetir la carne de la vez pasada?, ¿o tienes otra cosa en mente? —le dijo a su amigo.

—Miremos, a ver…

Humberto tomó la carta y la detalló con cautela. Era un cazador siguiendo a su futura presa. Después de unos minutos, optó por una variante de la carne de la pretérita ocasión.

—Chuletón de res.

—Esa es una magnífica elección —contestó el mesero. Luego agregó: —¿Y usted, don Javier?

—Ya sabe lo que me encanta. Las costillas a cocción lenta.

—Muy bien. ¿Y de acompañamiento? ­—replicó William.

—¿Te parece bien si pedimos una ensalada con unas papas con cáscara?

—Perfecto —contestó Humberto, frotándose las manos.

El mesero se retiró y dejó a los amigos en su charla. Casi todas las mesas de esa zona del restaurante, las dispuestas en el interior del primer piso de la casa, estaban ocupadas. Un señor en una silla de ruedas esperaba a alguien mientras tomaba un whisky.

—¿Y cuándo piensas decirle al hermano Samuel tu decisión?

­—Apenas comencemos labores. Voy a pedirle una cita, y contarle el porqué de mi decisión.

—Yo creo que él lo va a entender. Aunque me preocupa quién vaya a asumir la dirección de ese posgrado.

Javier compartía esa inquietud. Ya llevaba varios años en ese cargo, y por la alta demanda del programa, parecía que su gestión tenía muy buenos logros. No obstante, dentro de su corazón sentía que tal ocupación le restaba energías a su deseo de estar más dedicado a escribir.

—Me atormenta pensar que gaste lo mejor de mis energías en este cargo y que, cuando quiera dedicarme totalmente a escribir, ya no tenga ni el talento ni las fuerzas necesarias.

­—Yo pienso que ese talento no se va a mermar. De eso doy fe durante estos dos lustros.

—Además, Humberto, siento que este es el momento. Noto que mi prosa está madura.

—¿Y eso se puede saber?

—De alguna manera. La supe la otra noche que escribí un cuento, “Ya no estaba ahí”, el que subí al blog. ¿Pudiste leerlo?

—No. Esto de la tesis me ha hecho abandonar otras lecturas.

—Sí, mientras escribía ese relato, me di cuenta de que podría enfrentar el desafío de darle vida a los personajes que pueblan una novela.

­—¿Y ya tienes algo en mente?

—Sí, es una novela que tiene como semilla el suicidio de mi primo. El que faltando un día para cumplir treinta años se pegó un tiro en la cabeza.

El mesero solícito reapareció para llenar de nuevo las copas. La botella iba como por la mitad.

—Me preocupa mi madre —dijo Javier mirando a Humberto con fijeza.

­—¿Cuántos años es que tiene?

­—Acaba de cumplir ochenta años —. Javier enfocó su mirada en la marquilla de la botella y agregó: —Es difícil ser irresponsable con la enfermedad y la vejez de los que amamos.

—Si, por eso te digo, que es mejor no dejar del todo la universidad.

La conversación se desvió hacia los problemas de la artrosis degenerativa de la madre de Javier, doña Cristina. Humberto la había visto varias veces, especialmente cuando se hacían los lanzamientos de los libros de su amigo. Aunque no la conocía a fondo sabía que, para Javier, su madre era una de las personas “no negociables”. Al igual que había sido Don Alcides, el padre de Javier, que Humberto sólo conocía por las historias y las anécdotas que de vez en vez le compartía su amigo.

­—¿Y si no llega a funcionar? —increpó Humberto a Javier.

­—Pues hay que correr el riesgo. Por lo menos habré comprobado que no tenía el suficiente aire para llegar a esas alturas literarias.

­—Lo digo, por molestar. Yo creo que tú lo lograrás. Con esa disciplina que tienes. En unos años estaremos aquí mismo celebrando tu primera novela.

—Sácale tiempo para que tus oraciones ayuden a este sueño —replicó Javier.

Los amigos levantaron las copas en un nuevo brindis, festejando el futuro incierto pero repleto de nuevos augurios.

—Sabes que he caminado mucho esta decisión —continuó hablando Javier. Tomándose el mentón con la mano derecha, compartió con su amigo el itinerario de sus cuestionamientos: —Es seguro que tenga que apretarme en algunos gastos, es posible que me falten mucho mis alumnos, es probable que el agite de la vida universitaria me produzca alguna nostalgia, pero creo que vale la pena intentarlo. Es algo que me debo a mí mismo.

­—¿Y las conferencias en las empresas?

—Pienso que a lo mejor tendré que ceder a algunas de esas tentaciones de vez en cuando, especialmente cuando vea que mis ahorros están llegando al límite.

­—¿Tentaciones?

La pregunta de Humberto coincidió con la llegada de William acompañado de otros dos meseros. Un concierto de platos fue hallando su lugar en la mesa. Los ojos de los dos amigos disfrutaban de aquella escena apetitosa. Terminado el acto de servicio, los meseros se retiraron y William se detuvo unos segundos para ofrecer el apunte definitivo:

—Que lo disfruten.

Por un momento el diálogo dejó su columna vertebral y se detuvo en otras cosas relacionadas con la delicadeza de las costillas o el sabor único del chuletón. El eje de la plática fue la propia comida o la frescura de la ensalada. Las mismas papas, sin nada de grasa, hicieron parte de los elogios de los dos amigos. Cuando William retornó para llenar otra vez las copas, la charla recuperó su camino central.

­—¿Por qué hablas de tentaciones? —interrogó Humberto.

—Porque así veo todos esos otros asuntos que no me dejan entregarme en cuerpo y alma a la escritura.

­—¿Se parecen a demonios?

—Sutiles, pero sí.

—Bueno. La sutileza es una de las particularidades del maligno.

—Eso creo. A veces el mal se viste de bien o parece tan inofensivo.

—O actúa de forma tan leve que uno no está alerta…

­—Digo que son tentaciones, porque lo alejan a uno de su meta, de su propósito esencial. Lo desvían de su cauce interior.

—Entiendo —atinó a decir Humberto—. Hizo un gesto meditativo y agregó: —los demonios son una prueba para cruzar una zona de nosotros mismos.

—Tú mejor que yo, sabes, que muchos de esos demonios provienen del miedo. Es el miedo el que le hace a uno dudar y pecar.

—Vaya, vaya… Ya tenemos un novel teólogo.

La broma de Humberto le sirvió a Javier para tomar un poco más de ensalada. Puso tres cascos de papa y continuó con su disertación.

­—Hasta he tenido tiempo para mirar las diversas interpretaciones que han hecho los pintores sobre las tentaciones de San Antonio…

—No me digas. Eso sí mi interesa mucho.

­—He visto que, en todos los cuadros, los demonios son monstruos que tratan de retenerlo o jalarlo para un sitio. Lo agarran de la túnica, de las barbas, del pelo. Es como si esos demonios no quisieran que él saliera o le prohibieran dar el paso definitivo. Hasta he creído que le imposibilitan su deseo de volar. Esos demonios, con sus tenazas y picos, con sus garras y cuerpos deformes, lo jalan hacia un destino diferente al que él desea.

Humberto dejó de comer y se entretuvo en la descripción que hacía su amigo de aquellas obras. Era fascinante la forma como Javier hacía vívidos esos lienzos.

­—¿Qué pintores miraste?

—Me cautivaron los cuadros de Max Ernst, de Grünewald y uno de Niklaus Manuel, “El alemán”.  Me parece que ellos, lejos de pintar voluminosos cuerpos voluptuosos o poner alrededor del santo odaliscas lujuriosas, lo que hicieron fue representar el conflicto íntimo del santo, la lucha de su espíritu. Esos demonios tienden a desgarrarlo o quebrarle su convicción.

Javier apuró otro sorbo de vino. Los taninos hicieron una explosión vibrante en su paladar. Al hablar así, delante de su amigo, lograba una mejor claridad en sus pensamientos.

­—Y tú, que de lo sagrado sabes tantas cosas, ¿qué recuerdas del santo?

­—Poco. Sé que fue uno de los anacoretas, un personaje que abandonó todos sus bienes y se fue al desierto, y que allí se apartó en una cueva a orar y enfrentar sus propios apegos…

—¿Y el personaje existió en verdad?

—Como siempre sucede en estos casos, hay algo de verdad y algo de fantasía. Sé que hay una biografía de San Atanasio en donde cuenta las peripecias de este santo, patrono de los cenobitas, tan importante en la literatura patrística.

—¿Sabes qué otra cosa me ha llamado la atención en varios de esos cuadros?

—Cuenta…

—Que los demonios son presentados como monstruos, quizás para resaltar que la tentación se metamorfosea o se multiplica de manera interminable.

—Qué interesante.

—Además, en varios de ellos hay un fuego en la parte lateral de la escena. Algo se quema, algo arde. Pienso que está asociado a que, para dar ese paso de la elección o de la vocación interior, para irse solo al desierto, hay que quemar las naves. Hacer pavesas el pasado para enfrentar lo nuevo.

­—Puede ser… No sé dónde leí que una de las búsquedas del Abad Antonio era la conquista de la Montaña interior.

­—Eso. Por eso te digo que todas esas cosas: un curso como profesor, una asesoría, la dirección de otro proyecto, pueden ser como tentaciones para no dejarme ir en busca de mi montaña interior, parafraseando la expresión del santo.

Humberto fue el primero en acabar su plato. Javier se detuvo un poco más. Mientras el amigo concluía, Humberto buscó la bolsa que traía cuando llegó y de ella sacó un libro.

—Acabo de leer un texto que me encantó. No sé si ya lo tienes, pero te lo traje de obsequio.

Javier miró de reojo el libro y se dio cuenta de que no estaba dentro de los haberes de su biblioteca.

—Son las conversaciones que tuvo Benedicto XVI con su biógrafo de muchos años—. Hizo un alto y le leyó un apartado del texto: —“No se debe dimitir cuando las cosas van mal, sino cuando la tempestad se ha calmado”. Enseguida cerró el libro y agregó: —Aquí encontrarás las razones de fondo de la renuncia del papa.

Javier le dio las gracias a Humberto y tomó el volumen entre sus manos. Al ser un libro nuevo lo hojeó varias veces. Por unos minutos se detuvo en la solapa, para saber quién era el autor.…

—Es un periodista alemán —comentó Humberto para saciar en parte la curiosidad de Javier.

­—Lo leeré y te contaré. Gracias de nuevo —agregó Javier, poniendo el libro en una de las sillas vacías.

El mesero acudió otra vez a la mesa para servir el último contenido de la botella de vino y, de paso, recoger los platos desocupados.

­—¿Algo de postre? —preguntó.

­—¿Qué nos recomiendas? —dijo Javier, como respuesta.

William ofreció varias de las especialidades del restaurante, pero insistió en la pavlova de frutos rojos que a los dos amigos les pareció deliciosa, sólo con oírla nombrar.

­—Una sola, para compartir. Gracias —advirtió Javier.

Mientras esperaban el epílogo del almuerzo, la charla se centró en cuál era el plan para el receso de mitad de año.

—Nosotros, muy seguramente, estaremos en el eje cafetero —respondió Humberto.

—No dejes de ir a Salento… y escalar el viacrucis para ver el Valle del Cocora. Y comerte una trucha de fantasía.

­—Voy a sugerirles a los hermanos hacer ese recorrido.

Así como en otras ocasiones, a los dos amigos se les pasaba el tiempo hablando y compartiendo cosas de su vida personal o intercambiando libros y lecturas recientes. Humberto habló, por ejemplo, de una obra que había conocido por su director de tesis: Crítica de la razón árabe, y que a él le parecía clave para entender las guerras del fundamentalismo contemporáneo. Javier, le contó de su descubrimiento de un autor que estaba leyendo fuerte en esos días, Javier Cercas.

—Las conferencias que dio el novelista español en Oxford son una buena aproximación sobre este género. Además, tiene una prosa aguda y cautivante.

Ya pasaban las dos de la tarde cuando Javier y Humberto empezaron a disfrutar del postre. Como niños, en un acto festivo, terminaron en poco tiempo las frambuesas, los arándanos, las cerezas y el merengue. Hecho esto llamaron a William y pidieron la cuenta. Entre los dos cubrieron el costo del almuerzo y salieron a caminar: esa era otra cosa que disfrutaban y compartían más a menudo que las comidas.

—¿Norte o sur? — preguntó Javier.

­—Sur, a ver si de pronto encuentro abierta la librería ArteLetra… Le encargué a Adriana unos libritos que necesito para acabar el marco teórico de la bendita tesis.

Ya en la calle, por el costado oriental de la acera, siguieron las secuelas de la charla vivida en la casona del restaurante.

—¿Y “vuestra excelencia” no ha tenido tentaciones?

—Muchísimas —contestó Humberto—. Pero para eso está la voluntad y sobre todo la oración.

—¿Y cuál ha sido la más fuerte?

—La del poder es bastante “amañadora”.

—¿Y cómo venciste ese demonio?

—Pues volviendo a ser otro más del montón. Con humildad y sencillez.

—¿Y las tentaciones de la carne? —agregó Javier, con un tono burlón.

—Esas se pasan con un buen vino —replicó Humberto, soltando una carcajada.

De esta forma, entre apuntes y bromas, con un humor picante y una complicidad madurada por los años, los dos amigos finalizaron dos cuadras de su caminata. Junto a un edificio que tenía una escultura de una pareja en equilibro, Javier, retornó a sus disquisiciones.

—Yo creo que la tentación tiene como escenario el desierto por dos razones…

—¿Cuáles? —intervino Humberto interesado.

—La primera, porque en el desierto uno está solo. Es uno enfrentado a sus propias angustias, a sus particulares demonios. El desierto es el escenario para encontrarse consigo mismo. La arena de la verdad.

—Sí, sí. Si la memoria no me falla, es en el desierto donde se fragua el cristianismo primitivo. Al menos eso era lo que decía el profesor de historia del cristianismo. Retirarse al desierto para discernir, esa era la consigna de los padres del desierto.

—Por algo vale la pena andar con un licenciado en estudios religiosos —dijo Humberto, bromeando.

—Los anacoretas basaban su opción en la renuncia y el desapego.

—Siendo así, yo me sumo a ese antiguo estilo de vida, así sea de un modo laical.

—Pero no estás tan lejos —advirtió Humberto, haciendo un alto en su caminar—. Ellos mismos eran un testimonio de la Escritura, con “e” mayúscula.

—Más respeto con la Literatura, “vuestra excelencia” —replicó rápido Javier.

—Pero te desvié de tu planteamiento. ¿Cuál es la segunda cosa que has sacado en claro?

—La otra razón, pienso yo, es que el desierto es un lugar de prueba, de resistencia. El sol abrasador, la falta de agua y de sombrío. Es un yunque para saber qué tan fuerte es nuestra voluntad o qué tan hondas nuestras convicciones.

—De acuerdo. Todos los seres humanos pasamos por varios desiertos, ¿no?

La pregunta de Humberto conectó el tema genérico con el momento vital por el que pasaba Javier.

—En mi caso, yo creo que ese primer desierto va a ser la soledad. Encerrarme como el Abad Antonio en mi cueva, en mi estudio, para atender el llamado de la literatura. Sospecho que va a ser como un tiempo de clausura o una forma del destierro voluntario.

­—¿Y necesitarás más de cuarenta días?

—Yo creo que por lo menos un año —replicó Javier—. Dio un pequeño salto para eludir un hueco en la acera y agregó: —Otro desierto será el de perder un auditorio. Ese me va a costar mucho más porque soy un necesitado de mis alumnos o de los grupos con los cuales he intentado cumplir el oficio de enseñar.

—Pero los muchos lectores que tienes y tendrás en tu blog siguen siendo un público…

—Aunque sin ojos y sin voz.

—Y a todas estas, ¿qué piensa Amparo, tu mujer?

—Ella dice que me apoya, con todo su corazón.

Los dos hombres ya iban llegando a una avenida, en la que, por lo general tomaban rumbos diferentes. Se detuvieron unos minutos para cerrar el tema del que venían hablando.

—Cuéntale al hermano Samuel tus inquietudes. El sabrá comprender bien lo que sientes y muy seguramente se encontrará la mejor salida para ti y para la Universidad —puntualizó Humberto, con un tono de franco consejo.

—Ora, por mí, para que no me dejes caer en la tentación.

Nuevas risas se difuminaron entre la luz de un semáforo que acaba de cambiar a verde. Los amigos se dieron un abrazo y prometieron verse en poco tiempo.

II

Apenas se despidió de su amigo, Javier tomó la acera del costado derecho de la amplia avenida. Caminaba hacia el occidente, despacio, rememorando y disfrutando de las resonancias de aquel encuentro. Un buen número de personas pasaban a su lado, pero él, absorto, parecía ignorarlas o darles poca importancia.

Aunque le había confesado a Humberto su decisión, y eso no tenía vuelta atrás, lo que no le compartió a su amigo fue la lucha que tuvo que dar consigo mismo para llegar a ese resultado. Al amigo no le contó las noches con sueños esquivos o las largas caminatas, en solitario, pensando y repensando lo que iba a ser el escenario existencial para los últimos años de su vida. Recordó varios de los almuerzos con su madre, en los que se ponía a detallarle sus ojos tristes por los achaques y las dolamas, ella usaba esa palabra, provenientes de su artrosis degenerativa, la penosa evidencia de irse reduciendo al pequeño espacio de su cocina, y la constatación de que cada día se iba mermando su energía para sentirse útil. Tal cuadro, contrastaba con su corazón aún vigoroso y sus ánimos de viajar, aunque sólo fuera mediante las anécdotas y los relatos de los más cercanos que la llamaban. Esa había sido una de las causas por las cuales él seguía soportando un trabajo administrativo que lo desviaba de su verdadera vocación. Cuando así la veía, cuando la sentía triste o la agarraba en sus estados de nostalgia, que ella misma reconocía, Javier consideraba que no era justo poner a su madre en esa zona de incertidumbre. Por lo demás, el alto costo de la salud prepagada de doña Cristina le hacía una y otra vez hacer cuentas y sopesar cómo no eliminar este gasto.

Pero, al mismo tiempo, y Javier ya iba llegando a las instalaciones de una universidad pública en la que los grafitis escritos en una de las paredes (“Sí a la formación de maestros para la paz”… “Somos la voz de los olvidados”) lo llevaron a sus años universitarios, cuando el ardor y el deseo de cambiar el mundo era su dieta cotidiana, sentía que esa era una tentación que debía enfrentar con un decidido egoísmo y una confianza en que ella, su madre, lograría sobrellevar si, como él pensaba, lo viera feliz, entusiasmado, satisfecho de haber logrado lo que en su vida siempre fue una meta vital. Por eso él le había hablado a Humberto de tentaciones, y por eso había mirado largo tiempo los cuadros de Max Ernst y de Grünewald, porque anhelaba encontrar representada su angustia, pero de igual manera, la forma como el santo podía resistir a toda esa avalancha de monstruos. Javier entrevió, o de pronto fue una revelación venida de aquellos óleos, que la forma de combatir a las tentaciones era dejarse habitar por la vocación, por el llamado a “querer una sola cosa”, tal como muchos atrás, cuando leía con devoción y hacía con un grupo de amigos una revista, encontró ese libro de Kierkegaard, que tanto le gustaba cargar debajo del brazo izquierdo, dándole como decía a sus amigos, la cuota de axila necesaria para que expandiera toda su aroma. Esa era su convicción: sólo abandonándose a su pasión más querida, lograría ser inmune a las garras, a los zarpazos, a las monstruosas y cambiante formas de las tentaciones de la culpa, de las responsabilidades provenientes de la sangre o a los no menos venenosos picos de la sobrevivencia y el confort anquilosante. 

Javier se detuvo a mirar en la vitrina de amplios ventanales de una librería las novedades editoriales. Aunque varios de sus libros eran distribuidos por esa librería, confiaba en que en unos años allí estaría exhibida también su primera novela. Pero, como si fuera una luz reveladora, pensó que esa era otra forma de tentación, y que lo mejor, como ya había pactado con su corazón, tuviera o no tuviera gran aceptación, escribiría esa novela porque en ella había signado algo más que un logro personal: se trataba de no dejar perder el mundo de su infancia, aquella tierra ancestral que, como se había dado cuenta en su último viaje, quedaba más sola, más abandonada y sin voces que le otorgaran algún color o le restituyeran su fuerza generadora. Esa tierra reclamaba, como una madre nutricia, las manos y las palabras de su hijo. Apartó la mirada de la vitrina y encaminó sus pasos hacia el norte de la ciudad. Una mujer con un vestido diminuto pasó por su lado y le contagió un perfume embriagador.

Ya iba llegando a una tienda de ventas de óleos y artículos de pintura, cuando un rostro conocido le interrumpió sus pensamientos:

―Profe, qué bueno verlo ―dijo una mujer adulta de grandes ojos y varias bolsas colgadas de los hombros.

Javier recordó que había sido alumna suya, cuando él dirigía un posgrado en educación con los jesuitas. Aunque no le vino el nombre inmediatamente a su cabeza, sí acertó a ubicarla en la línea de investigación a la que estaba inscrita, era una del grupo de Cognición y creatividad.

―¿Y qué estás haciendo?

―Trabajando en el mismo colegio, luchando con esos muchachos del Distrito ―fue la repuesta de la mujer que lo miraba curiosa.

En esa pequeña charla de calle, se actualizaron los datos esenciales de un antiguo vínculo educativo, los turnos de diálogo iban tan rápidos como los automóviles de la avenida: qué ha pasado desde la graduación, con qué compañeros de grupo se ha visto últimamente, qué nuevo libro ha publicado, qué cursos está impartiendo, cómo le fue con el paro, qué tal le ha ido en esa nueva universidad… Hasta que el mismo afán o lo incómodo de estar de pie concluyeron con la petición de un teléfono o la solicitud de un correo electrónico.

­―Seguro, la otra semana, después de que salga del colegio voy a visitarlo.

Javier se despidió de su alumna con un estrechón de manos. La vio alejarse rápido con sus bolsas cargadas a los hombros y recordó en ese momento que se llamaba Myryam, “con doble y griega”. Ese encuentro lo puso de nuevo en otro escollo que no le había explicado mayormente a Humberto, pero que tenía profundas raíces en su pecho. Su decisión implicaba dejar sus clases, perder de vista a sus alumnos, que tanta falta le hacían. Porque ser maestro, como a él le gustaba hacerlo, dedicarse a leer una y otra vez los escritos de sus estudiantes, darles el valor y la dignificación de ser aprendices, requería un tiempo amplio, que era el que no deseaba ceder ahora. Eso le dolía. Porque en las clases entregaba mucho de su esencia y sentía que una dimensión de su ser, la de servir a otros, se desarrollaba con plenitud. Pero en este momento de su vida, según lo que tenía en mente, tendría que volcarse hacia adentro, en soledad. Tal vez más adelante, cuando hubiera pasado ese año, si es que las cosas se daban como esperaba, volviera a las aulas a compartir sus conocimientos. Aunque, como lo había aprendido de Thomas Mann, podría emplear dos o tres años en ese proyecto.

Al momento de aproximarse a un centro comercial en el que vendían todo tipo de ordenadores y aparatos eléctricos, Javier recordó la consigna de los padres del desierto mencionada por Humberto: renuncia y desapego. Sus pensamientos dispusieron un escenario futuro para que esas dos palabras tuvieran la mejor actuación. Se sentía feliz. Caminar le ayudaba a aclarar sus pensamientos. Observó que la tarde empezaba a oscurecerse y se detuvo para esperar un taxi. Antes de subirse al carro amarillo de servicio público, notó que encima de un edificio varias palomas alzaban su vuelo hacia las nubes ennegrecidas.

III

Fue un jueves, por la tarde, que el hermano Samuel le concedió la entrevista.

―A las cinco, lo espera el señor rector ―le había dicho Nancy, la secretaria cuando lo llamó por teléfono para responder a su solicitud.

­―Allá, estaré ―respondió Javier, no sin antes darle un mensaje de solidaridad por el familiar que había fallecido al inicio de esa semana de finales de Julio.

Javier no estaba intranquilo. Durante buena parte de la tarde estuvo atendiendo diversos asuntos propios de su cargo administrativo. Su secretaría le había dicho que no olvidara una reunión del Comité de investigaciones hacia las cuatro. De igual modo se dedicó a hacer algunas entrevistas a los nuevos candidatos del posgrado y tuvo tiempo para ir a la biblioteca y devolver un libro prestado hacía por lo menos quince días. A las cuatro y media tomó su libreta de notas y escribió cuatro puntos para hablar con el rector.

Bajó de su oficina, ubicada en un quinto piso, por las escaleras. Pasó por un pequeño café en el que saludó a unos colegas de otra facultad, cruzó un amplio patio y entró al edificio central de la universidad. La recepcionista le dio la bienvenida con una sonrisa.

Tomó el ascensor hasta el séptimo piso y allí fue recibido por Nancy, quien agradeció una vez más su solidaridad.

―Menos mal descansó él y también todos nosotros.

A los pocos minutos de estar ahí con Nancy, compartiendo los pormenores de tal calamidad, salió de la rectoría un profesor que Javier no conocía. Detrás Salió Samuel, saludó cordialmente a Javier y lo invitó a entrar a su despacho. Cerró la puerta tras de sí.

― ¿Cómo va todo?

La pregunta del hermano Samuel era un comodín que usaba para empezar un diálogo.

―Muy bien ―respondió Javier. Hizo una pausa y continuó: ―ya tenemos un buen grupo para primer semestre y en esta semana tenemos las sustentaciones de los que terminaron el pasado.

―Qué bueno… 

Mientras Samuel hablaba iba anotando algunas cosas en un cuaderno anillado. Usaba pluma negra y su escritura tenía las marcas formativas de las escuelas del fundador de las escuelas cristianas.

­― ¿Y lo del proyecto con los chilenos?

―Ya estamos en el cierre del contrato. Ha sido bastante lento el ajustar algunos puntos, pero está listo para empezar hacia la tercera semana de este mes.

Estaban reunidos en una pequeña mesa de juntas. Una señora ya de edad, vestida con un uniforme azul claro, les ofreció algo de tomar. Javier prefirió agua natural y Samuel un agua aromática. La conversación tocaba aspectos académicos y administrativos, salpimentados con las ocurrencias del hermano. Pasados esos primeros minutos protocolarios, Javier sacó de su saco la libreta de notas, y focalizó la charla:

―Samuel, he decidido dejar la universidad para dedicarme a escribir.

El rector se echó hacia atrás de la silla, sorprendido. Miró a Javier por encima de los lentes que usaba y, sin decir nada con su voz, pidió una explicación con su mirada.

―Me urge empezar a escribir una novela ―dijo Javier­―. Y eso demanda dedicación de tiempo completo. Entrega absoluta, continuidad sin distracciones.

― ¿No te alcanzan las mañanas?

―Puede que sean suficientes esas cuatro horas todos los días para escribir, pero no puedo dispersarme por otros asuntos propias de la oficina o de la atención de profesores y estudiantes.

El hermano volcó su tronco hasta ponerlo al borde de la mesa. Dejó de escribir en el cuaderno y miró a Javier con actitud fraternal.

― ¿Y si te tomas unos meses?

La pregunta de Samuel le pareció a primera vista interesante a Javier, pero a la vez, sintió que uno de los monstruos ponzoñosos de Grünewald le envolvía con sus tentáculos de ave anfibia la pierna derecha. Aguantó el apretón y preguntó:

― ¿Cómo sería?

―Pues una especie de mini sabático…

Javier miró la barba blanca de Samuel. El rector había sido antes el decano de la Facultad donde él laboraba y, por eso, tenían una cierta confianza.

―O puedes dirigir el Centro de escritura que tenemos como prioridad este año… Para ti eso sería muy fácil, dada la experiencia que tienes en el tema.

El profesor notó que los monstruos se multiplicaban bajo la sombra de la mesa. Samuel no los sentía, pero él sí, y por un momento tuvo la sensación de que le crecía la barba y sus pantalones se convertían en una larga túnica de hilo burdo. Si bien no se notaba nada encima del vidrio de la mesa, debajo de ella, había una batalla de fauces, trompas, espuelas y dientes afiladísimos.

­― ¿Por qué no lo piensas? ―reiteró el hermano rector.

 Javier apuró el último sorbo del vaso de agua. Cerró la libreta de notas.

―Ganas no me faltan, y no creas que ha sido fácil esta decisión, especialmente por el cariño que le tengo a la Universidad y a mis alumnos, pero hay que cerrar este ciclo para permitirme empezar el siguiente.

La penumbra de debajo de la mesa retrocedió ante aquellas palabras.

―Pienso terminar este semestre, y dejar las cosas para que sigan funcionando normalmente.

El hermano Samuel, tal vez por el afecto que le tenía a Javier, le reiteró la invitación.

―Bueno. Tienes estos meses para que lo pienses. Si es que cambias de opinión.

―Gracias, una vez más ―replicó Javier.

En ese instante el rector se puso de pie. Javier entendió que la conversación había terminado. Salieron juntos de la oficina. El hermano Samuel le mencionó de una reunión, convocada por el Ministerio de Educación para el lunes siguiente en horas de la mañana, a la que gentilmente le pedía que fuera en su nombre.

―Por supuesto, allí estaré ―dijo Javier, extendiendo la mano al rector.

Luego de despedirse de Nancy y tomar el ascensor, el profesor llegó al primer piso del edificio. Varios profesores estaban formando un corrillo en la plazoleta central. Al ver a Javier lo saludaron desde lejos. El profesor respondió el saludo, pero no acudió hacia ellos, sino que buscó la puerta principal de la salida de la universidad. Cuando llegó a la recepción se encontró con los alumnos de su posgrado que comenzaban a llegar a clase. Javier los saludó al tiempo que se despedía de ellos. Bajó las gradas con pies ligeros. Tuvo la sensación de que su cuerpo estaba más liviano o de que había rejuvenecido treinta años.

IV

Durante los meses que siguieron Javier trató, por todos los medios, de seguir en sus ocupaciones como lo había hecho los últimos diez años. Sin embargo, llevaba la cuenta regresiva de su “20 de julio”. Ese era el nombre que usaba para referirse al momento en que se liberaría del yugo de aquel puesto que le restaba fuerzas y tiempo para el proyecto de su novela. Al igual que un estratega empezó a recopilar materiales para su futura obra; leía y leía obras que sabía tenían una relación con esa novela. Asistía a reuniones, iba a comités, participaba de seminarios, presidía las sustentaciones, concurría en representación de la institución a talleres y eventos, pero todas esas actividades le parecían una aduana o una muda de su propia metamorfosis.  Era un castor que construía poco a poco su montaña interior.

Ni siquiera a su secretaria, Patricia, le contó en ese momento su decisión. Tampoco a su equipo de maestros. Quería ese secreto como una forma de protección. Pensaba que dar explicaciones era una manera de distraerlo de su objetivo. Cumplía con las horas de trabajo, pero corría para llegar temprano a su casa. Comía alguna cosa y luego subía a su estudio para continuar con los preparativos de su novela. Él mismo se veía como un obsesivo, o semejante a un viejo rey mago con la mirada fija en una estrella, una luz tan poderosa para no dejarlo desviarse de su tesoro.

Se dedicó los fines de semana a recuperar archivos, carpetas, textos manuscritos. Empezó a transcribir casetes en los que había registrado las voces de los viejos habitantes de Capira. Todo eso lo hacía por las tardes, los sábados y domingos, en un rito de exhumación de ese antiguo proyecto el cual abandonó por otras obligaciones y otras prioridades. Se sorprendió de todo lo que tenía, le maravilló el plan diseñado, capítulo por capítulo, escrito en una hoja rayada doble, de esas que se usaban antes para presentar los exámenes en las escuelas. Releyó varios de esos escritos con curiosidad para captar el ritmo, la fuerza de las palabras. Se sintió feliz y pensó que todos esos años desconectados de ese esbozo de novela, eran una especie de “continuará” al que volvía un poco mayor, pero con el entusiasmo de los reencuentros de los amores profundos e inolvidables. Recuperó la ansiedad de la creación, esa desazón maravillosa de tener entre las manos un mundo por hacer. Casi que se olvidó de las molestias para leer, debido a un aumento del astigmatismo en el ojo derecho.

Otra de las cosas que hizo Javier durante esos meses fue volver a leer sus novelistas preferidos. Durante varias mañanas, día a día, releyó con fruición todos los veinte capítulos de Cien años de soledad, devoró El capote de Chejov y siguió paso a paso la vida de Adrian Levenkün, de la mano de Thomas Mann. Sacó de su biblioteca algunos tomos de Balzac y de Dostoievski, editados en papel cebolla por la desaparecida editorial Aguilar, y los puso a al lado de su escritorio. Construyó con muchas de esas obras una muralla, un dique protector, una especie de columna de aliados silenciosos a su propósito indeclinable.

Hacia mediados de noviembre comenzó a llevar para su casa, con discreción, algunos de sus haberes personales guardados en la oficina. Desocupó parte de los cajones del escritorio y dejó los archivadores con información estrictamente laboral. Durante todas esas tardes y noches, puso de fondo en el ordenador la música de Bach, los conciertos brandenburgueses, dejándose habitar por aquellas melodías. Cuando entró su secretaria para que firmara unas actas de sustentación, Patricia intuyó que ese trasteo auguraba cambios futuros.

―¿Y eso, doctor? ―le preguntó con extrañeza.

Javier invitó a la mujer alta de largas manos que tomara asiento y le contó lo de su decisión. Ella, mientras escuchaba parte de los motivos, se puso acongojada. Casi no dijo nada, pero su gesto y su expresión mostraban el aprecio que le tenía a su jefe de once años de labores.

―Todo sea para su bien, doctor, eso es lo que le pido a mi diosito.

El profesor se levantó de la silla y fue hasta donde Patricia para darle un abrazo.

―Gracias por tu apoyo y por la confianza durante todos estos años, Patricia, muchísimas gracias.

La secretaria, antes de salir de la oficina, preguntó a Javier si ya sabía quién iba a ser su remplazo y él le dijo que no tenía información al respecto. Pero que imaginaba que podía ser alguien del equipo de profesores del posgrado. Patricia le regaló una mirada de contenida desconfianza.

―Ojalá así sea, para que no se pierda todo lo que usted ha hecho.

Javier sonrío. Dejó que Patricia saliera de la oficina para continuar metiendo en una caja de cartón su preciado diccionario de sinónimos y antónimos, el otro diccionario rojo de la lengua española y varias cajas de discos en los que abundaba el nombre de Mozart. También guardó un portarretratos con la imagen de su padre, en donde podía apreciarse como fondo una montaña que él había cultivado con sus propias manos. Concluida la tarea, tomó la caja entre sus brazos y salió de la universidad, para buscar en la avenida más cercana un taxi.

Ese trasteo duró varios días, hasta que la oficina quedó limpia de pertenencias personales. El ambiente interior del lugar contrastaba con los arreglos navideños que adornaban las puertas, los corredores y todo el piso de la Facultad. Los otros directores apenas se percataban del desalojo de su vecino. Cada quien estaba lo suficientemente ocupado en esos días como para percatarse de que Javier había quitado de aquella oficina las marcas personales, un cuadro en terracota que le habían regalado sus alumnos del llano casanareño, una diminuta tortuga multicolor y varios libros que servían de recordación tutelar de su biblioteca. Algo semejante hizo con los archivos del computador.  Ordenó, copió, eliminó información y dejó el escritorio de su pantalla tan limpia como el otro escritorio de lámina y fórmica gris. Todo ese desalojo de su oficina, meditaba Javier, era un símbolo de lo ya terminado, de varios proyectos del pasado que ahora semejaban sudarios antiquísimos.

Después de cerrar su oficina y despedirse de su secretaria, Javier bajó a pie todas las escaleras del edificio. Salió de la Universidad y se detuvo por unos minutos a contemplar unos enormes pinos que resguardaban a un pequeño parque de la avalancha de bloques residenciales. Saboreó el viento fresco proveniente de aquel espacio verdoso y se extasió con el color rojizo de la tarde que hacía el occidente expandía su luz como si fuera pintada por un sol expresionista. A pesar de que todavía faltaban quince días para terminar el período lectivo, el espíritu de Javier ya estaba gozando a plenitud unas largas y esperadas vacaciones.