Este es un cuadro de Van Gogh que me intrigó desde la primera vez que lo vi. Hay en él un contraste de colores, una vigorosa manera en las pinceladas, un cierto misterio en el asunto expresado que me hizo detenerme y entrar en actitud contemplativa. “Campo de trigo con cuervos volando”, lo tituló el holandés; pero, además de esos dos actores pictóricos, yo percibo que hay otros “personajes” en juego, otros elementos significativos en este lienzo magnífico de un metro por cincuenta centímetros.
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Me intriga, por ejemplo, uno de los caminos. El camino que irrumpe en el trigal y que parece terminar en el centro mismo del cuadro. Este camino cobra más valor en la medida en que fractura y equilibra la mitad de la composición; y deja en el espectador la duda de si hasta ese punto llega o si continúa detrás de los trigales. No lo sabemos. Lo cierto es que ese camino abre una línea de horizonte a la mirada y, al mismo tiempo, clausura la posibilidad visual de seguir adelante. Los otros dos caminos se abren como los brazos de una cruz.
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Me conmueve en esta pintura el contraste entre dos fuerzas antagónicas: el oscuro cielo y el destellante cultivo de trigo. Entre esos dos elementos –decía– está el camino, un camino que parece concluir justo allí, en medio de esa confluencia de atmósferas. La confluencia o choque de esas dos fuerzas provoca una explosión de aves negras.
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Observo con detalle la bandada de cuervos. Las aves –lo compruebo– son el resultado de la lucha entre el amarillo solar y el azul crepuscular. El estallido entre lo celeste y lo terrígeno las hace abrir sus alas y desperdigarse en dos direcciones. Pocos de esos cuervos, los de la izquierda, vienen hacia nosotros; la mayoría, los de la derecha, levantan su vuelo hasta confundirse con el cielo. Los cuervos se aproximan o se van, descienden o ascienden, dejando a mi imaginación suponer que son la evidencia o la premonición de una lucha interminable: la del combate entre las sombras siempre amenazantes de la muerte y la vida luminosa empecinada en buscar la luz.
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Miro una y otra vez el cuadro: el cielo está encapotado; el trigal, por el contrario, arde atizado por el viento. Van Gogh logra comunicar ese movimiento de flama a la naturaleza; hay una energía en cada espiga del trigal que contribuye a que nuestros ojos se lancen hacia el horizonte; pero, al mismo tiempo, los nubarrones del cielo tienen tal pesadez que parecen aplastar la dirección de nuestros ojos. No hay manera de que sobresalgan las nubes blancas; no es posible que el cielo se muestre despejado o que aflore la claridad. El incendio desaforado del trigal está amenazado por los nubarrones de tormenta. ¡Qué carga de simbolismo! ¡Qué manera de expresar el conflicto entre la pasión por expresarse libremente a través del arte y las contradicciones y dudas de un alma atormentada!
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Mi gusto especial por este cuadro se refrendó cuando leí la novela Anhelo de Vivir. La vida de Vincent Van Gogh de Irving Stone. Este autor considera que dicha obra fue la última que pintó Van Gogh y, en este sentido, contiene la melancolía de un adiós. Después averigüé y supe que no, que este cuadro fue uno de los últimos que pintó, pero no el definitivo. Sin embargo, al novelista como a mí nos cautivó la nube de pájaros negros que “llenaron el aire y oscurecieron el sol y cubrieron a Vincent con sus alas oscuras”. Lo cierto es que este cuadro antecede o está íntimamente ligado al suicidio de Van Gogh: “Por mi trabajo arriesgo la vida, y mi razón ha naufragado casi en la empresa”, le escribió Vincent a su hermano Theo, en julio de 1890.
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En reproducciones a doble página, como la de Taschen con textos del historiador alemán de arte Ingo F. Walter, descubro la potencia del viento sobre el trigal. El viento doblega las espigas, las somete a una fuerza aplastante. Es una ráfaga que sale como de debajo de la tierra y lanza el trigal hacia el fondo de la escena. Este viento parece un soplo descomunal, una avalancha invisible. Y, por contraste, del fondo del cuadro, del cielo lejano, provienen los cuervos de la izquierda, luchando contra la corriente vertiginosa; en tanto las otras aves, las de la derecha, continúan o multiplican la arremetida de este viento expansivo. Es indudable que el viento es otro protagonista de esta obra; el viento, es decir, la fuerza del espíritu creador.
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Buscando otras reproducciones de la obra me encuentro con esta afirmación del historiador y crítico de arte alemán Rainer Metzger: “El cuadro refleja la constante amenaza de una vida en la que la libertad se convierte en abandono y la independencia en aislamiento”. Y para reforzar su interpretación, recupera la carta 133 de Van Gogh a su hermano Theo: “El pájaro, que en otro tiempo ansiaba volar en el cielo tormentoso, ahora tiene que luchar tenazmente contra la superioridad de los elementos”. El motivo, entonces, es la “conexión paradójica del consuelo y la tristeza”. Reflexiono sobre estas afirmaciones y observo de nuevo el cuadro. Sí, la obra me conmueve porque pone en disonancia la felicidad de crear y los obstáculos personales para hacerlo; sí, porque el cuadro muestra en una amalgama de fuertes tonalidades la soledad y la alegría; sí, porque la libertad de elección trae consigo la pérdida de otras alternativas. El cuadro me interpela profundamente porque representa el encuentro tormentoso entre nuestros anhelos y nuestras limitaciones, entre la avidez por la vida y la inminencia de su término.
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En este cuadro, como en otros, Van Gogh usa pinceladas a la manera de arañazos, de improntas existenciales, de testimonios expresivos convertidos en trazos contundentes. Sus obras quieren zaherirnos, rompernos el cascarón de lo dado por visto. El paisaje deja de ser, entonces, un ambiente exterior para convertirse en una muestra del estado interior del artista, de la contienda habida con su propio espíritu. Aunque vemos el trigal y el cielo encapotado, los cuervos y los caminos, en verdad estamos en presencia de una contienda del alma, de una lid mayúscula, personificada por los elementos de la naturaleza. Y eso es, precisamente, lo que me sobrecoge: cómo los zarpazos de color desean sacar de dentro del lienzo el motivo interior padecido por el alma del artista.
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Como a varios de los amantes de las pinturas de Van Gogh me intrigaba también esas dos nubes blanquecinas que aparecen extrañamente hacia la mitad del cielo encapotado. Algunos las han confundido con presuntos soles, pero no es así. Herbert Frank, en su biografía de Van Gogh, formula una hipótesis sobre dichas nubes: “Vincent se sentó con su caballete frente al campo de trigo, recorrido por dos verdes caminos rurales que ascendían hacia el horizonte, e hizo dos disparos, primero a la izquierda y después a la derecha. Esto se ve con toda claridad en el cuadro. La bandada de pájaros de la izquierda desciende hacia la tierra, mientras que la de la derecha busca la lejanía en densa bandada. Las dos manchas claras en el cielo, naturalmente, no representan soles, sino más bien el humo producido por los dos tiros. La nube de humo de la izquierda ya se está retirando, mientras que la de la derecha todavía se encuentra en expansión”. Además del dato esclarecedor, lo que aporta el biógrafo es la reiteración en que esta obra –hasta en sus mínimos detalles– ha convocado el interés de muchísimos espectadores. Y ese par de bolas de humo del disparo, en consecuencia, cobran más significado porque preludian otro más, el que se propinaría Van Gogh en su pecho el 27 de julio de 1890. El humo de ese disparo terminará refundiéndose con las volutas de la pipa que fumaba el artista antes de fallecer dos días después.
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Observo el cuadro de nuevo y siento que la obra me contagia una soledad esencial o, al menos, una honda tristeza. Pero esa tristeza, metaforizada por los pinceles de Van Gogh, purifica el alma.

Luis Carlos Villamil J dijo:
Apreciado Fernando:
Esta semana nos llamas a reflexional con “Cuervos sobre el trigal”, una profunda contemplación sobre la obra y el estado del alma de Van Gogh. Hay una urgencia emocional plasmada en el tránsito entre el amarillo vibrante de la espiga madura y fértil pero destinada a morir para dar vida y trascender y un cielo oscuro que evoca una mente hipersensible y atormentada. El camino sinuoso, con forma de cruz, sugiere un “axis mundi”, un punto de intersección entre lo temporal y lo eterno. El escenario oscila entre lo apolíneo y lo dionisíaco, porque por un lado, están las espigas doradas, flexibles, azotadas por la turbulencia del viento; por otro, el cielo sombrío, donde los cuervos van y vienen como acompañantes en el tránsito de los vivos y los muertos.
Van Gogh cual semilla fértil murió, pero trascendió desde la oscuridad de su siglo a la luminosidad de la inmortalidad.
Fernando Vásquez Rodríguez dijo:
Estimado Luis Carlos, gracias por tu comentario. Subrayo y exalto lo que dices: «El escenario oscila entre lo apolíneo y lo dionisíaco, porque por un lado, están las espigas doradas, flexibles, azotadas por la turbulencia del viento; por otro, el cielo sombrío, donde los cuervos van y vienen como acompañantes en el tránsito de los vivos y los muertos».