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Ilustración del mexicano Rogelio Naranjo.

“Sé rápido para escuchar,
y pronuncia con calma la respuesta.
Si tienes discreción, responde al prójimo;
y si no, que tu mano esté sobre tu boca”.
Eclesiástico

 

Si bien no es fácil aprender el arte de morderse la lengua, resulta ser en nuestros días una práctica fundamental para evitar incendiar los ánimos, suscitar el odio o perder la tranquilidad. Si cada uno de nosotros practicáramos este arte seguramente tendríamos menos conflictos interpersonales, seríamos custodios de la dignidad de las personas y contribuiríamos a favorecer la convivencia en nuestra familia o en los diversos espacios de interacción social. Así que, dada su relevancia y beneficios, presentaré a continuación algunos ejercicios básicos sobre el arte de morderse la lengua.

Este arte empieza con una férrea voluntad para no responder de manera inmediata a los comentarios negativos o las críticas adversas. Si uno quiere dominar el arte de morderse la lengua, necesita –antes que nada– saber guardar silencio. Dicha capacidad de aguante, que es pura voluntad de contención, permite apreciar mejor lo que la otra persona quiere expresarnos, analizar su impulso emocional, percatarnos de sus reiteraciones, sus reclamos o sus molestias. El arte de morderse la lengua se ancla en las bondades del tiempo mediato que, como se sabe, tiene profundas relaciones con el silencio.

Salta a la vista que este arte presupone una práctica constante de escucha.  Pero no como una manifestación de cortesía o buenas maneras, sino demostrando una decidida intención de atender lo que dice otra persona, especialmente cuando nos muestra animadversión u hostilidad. El arte de morderse la lengua empieza y se mantiene en tanto respondamos oyendo más que defendiéndonos con groserías, resistiendo con entereza los embates de quien nos vapulea o censura. Porque se afina la escucha y se aumenta el nivel de observación es que resulta fácil descubrir cuál es la causa de una molestia, cuál el hecho detonante de un conflicto y cuál la trayectoria de una herida emocional. A veces son cosas nimias las que provocan descomunales reacciones, pero si no se tiene la paciencia de develarlas, la escucha imperturbable para ubicar su origen, terminaremos exagerando lo que en realidad no era más que un evento pasajero.

Otro ejercicio de gran utilidad en esto de morderse la lengua es cambiar la réplica por la pregunta aclaratoria, por la interrogación explicativa o de indagación de motivos. Este giro de la defensa por la pregunta cambia de manera inmediata el tono pasional del interlocutor a una frecuencia más reflexiva. Quien desee aprender el arte de morderse la lengua debe modificar los ataques por interpelaciones, las réplicas airadas por consultas esclarecedoras. No se adquiere experticia en este arte si ante la censura o la desaprobación ajenas respondemos con el contrataque.

Aprender el arte de morderse la lengua supone también un examen de nuestras pasiones negativas, especialmente la ira, el rencor, la envidia y los celos, porque son ellas las que nos conducen a decir lo primero que se nos ocurre, usando un lenguaje inapropiado y en el momento menos oportuno. Si no hay esa revisión de las pasiones negativas que nos desbordan, si nos las examinamos con autocrítica reparadora, seguramente fracasaremos en este arte de la contención de la palabra. Algunas de esas pasiones negativas hacen parte de nuestra zona irracional y se representan simbólicamente en el monstruo que nos gobierna y nos atemoriza. Las pasiones negativas son un afluente de nuestros miedos y ellos nos hacen gritar en vez de conversar, nos borran la sonrisa por el rictus de la venganza. Las personas interesadas en el arte de morderse la lengua necesitan conocer bien el emerger de sus monstruos, domesticar sus manías y obsesiones, y saber cómo domar sus impulsos destructivos.

Un ejercicio más, que coadyuva al dominio de este arte, es el de utilizar el dibujo o el grafismo mientras se escuchan discursos, exposiciones o arengas que están en contra de nuestras creencias, se opongan a nuestra corriente ideológica o muestran un desacuerdo con nuestras convicciones. Dejarse llevar libremente por la mano y sus trazos, por esa lúdica expresiva, ayuda a que la lengua repose, a transmutar lo oído por lo graficado, el habla por lo figurativo. El arte de morderse la lengua requiere de artefactos o recursos mediante los cuales la firmeza de la mano aquilate la volatilidad de la oralidad. Otro tanto podría decirse de escribir notas o ideas sueltas en un papel que, al irlas redactando, se convertirán en un poderoso filtro para tamizar la reacción de nuestras opiniones y nuestros prejuicios. Como puede apreciarse, el arte de morderse la lengua acude a mediadores que truequen la agresión vociferante por signos o grafismos mudos. 

Es vital, para avanzar en el dominio del arte de morderse la lengua, decir poco o, cuando sea estrictamente necesario, no decir todo lo que se nos agolpe en la cabeza. A pesar de que nos acometan las ganas de expresar en alud lo que sentimos o de apabullar a nuestro interlocutor con razones y justificaciones, lo aconsejable es contenerse y apenas manifestar unas cuantas palabras. Por lo mismo, será muy importante seleccionar bien cuál de todas las posibles enunciaciones es la que elegimos y la ocasión propicia para manifestarla. El arte de morderse la lengua cambia la cantidad por la calidad del mensaje; prefiere la parquedad precisa y pertinente que el derroche ambiguo y desvaído. Así tengamos a nuestro favor multitud de explicaciones o argumentos que nos pueden dar la razón, no por ello hay que promulgarlos con altivez; allí está precisamente el arte: en renunciar a toda esa artillería de defensa y optar por un comentario sencillo, pero cuidadosamente escogido. Lo importante de aprender a morderse la lengua es evitar a toda costa asfixiar o intimidar con nuestros raciocinios a quien nos interpela; de allí que, debamos abstenernos del uso estereotipos, al igual que de expresiones trilladas o manidos lugares comunes.

Este arte, en la medida en que supone decantar y discriminar las palabras que decimos, implica mermar el afán de enjuiciar o sojuzgar a los demás. Por eso, cuando haya la necesidad de señalar una discordancia o manifestar un desacuerdo lo indicado es hacer uso de la descripción de los comportamientos ajenos más que de los juicios demoledores. El arte de morderse la lengua aboga por describir aquello que nos molesta, por detallar los matices o los pormenores de una acción o un comportamiento, antes que sentenciar o dictaminar sobre ellos. Es un arte que lucha por no caer en las rápidas valoraciones morales a partir de una reducida información y que se mantiene alerta cuando las creencias o las ideologías, especialmente religiosas o políticas, nos quieren conducir a dividir el mundo en los simplismos del blanco o el negro. La descripción pormenorizada contribuye de manera positiva a no hacer generalizaciones o a sacar conclusiones globales de asuntos que son puntuales o referidos a una situación específica. El arte de morderse la lengua nos hace conscientes de que un hecho incidental no puede arrasar con toda la historia de una persona, con su acervo existencial o con las plurales dimensiones de una vida humana.

Cuando se tiene un mayor dominio de este arte, cuando ya se es inmune a las afrentas, los desaires o las ofensas, podemos examinarnos con cuidado y descubrir si tales agravios provienen de una torpeza en nuestra comunicación o de una falta de tacto en el modo de relacionarnos. Al tomarnos el tiempo para mordernos la lengua, al desmontar el deseo de retaliación o contragolpe expresivo, quedan intersticios por los cuales pueden apreciarse las causas de esa reacción, el detonante que ocasionó tal rechazo o enfrentamiento. Entonces será conveniente, y esa es la maestría de este arte, responder con una rectificación al contenido de algo dicho o corrigiendo la intención de determinado mensaje. El arte de morderse la lengua debe llevarnos a evaluar nuestro comportamiento como emisores, a recomponer las posibles ambigüedades en la interlocución o a pedir disculpas por un flagrante error en el tono, el momento o la elección de las palabras, si nuestro discernimiento así lo indica.

Después de cultivar el arte de morderse la lengua, luego de una práctica constante y validada en diversas situaciones, resultará natural sopesar si un evento conflictivo merece atenderse con empatía o si, por el contrario, lo conveniente es claudicar en dicho enfrentamiento que nada aporta a las dos partes involucradas. Una experticia en el arte de morderse la lengua permite no solo resolver las desavenencias en las relaciones interpersonales, sino detectar la utilidad de mantener una controversia o renunciar a ella. Porque no todo diálogo contrariado amerita sostenerse, ni toda disputa discursiva hay que aguantarla hasta el final. Y así como a veces es favorable esperar el desarrollo de una discusión porque alberga la posibilidad de una solución provechosa, de igual forma es beneficioso apartarse o desistir de aquellas contiendas enceguecidas por la obcecación o la insensatez.

Sobra advertir que abogar por el aprendizaje de este arte, especialmente en una época agresiva e intolerante como la que vivimos, parecerá una opción de debilidad o de pasiva aceptación al que nos intimida. Pero si se practican los ejercicios antes mencionados, si procuramos aplicarlos en los diferentes escenarios en que nos movemos, descubriremos que son, por el contrario, recursos positivos del carácter para conservar la tranquilidad interior, lecciones sencillas de sabiduría para evitar agrandar los problemas y, lo más importante, modos de contribuir desde nuestra cotidianidad a los vínculos fraternos y la convivencia pacífica. Si cada uno se ejercita en el arte de morderse la lengua será un gestor de reconciliaciones y no un propagador de discordias interminables.