Un grupo de animales, molestos por el uso frecuente que los hombres hacían de sus características, estaban esperando a que el rey de la selva los atendiera.
—Como si uno no tuviera sentimientos y llorara de verdad —bramaba un cocodrilo.
—O yo estuviera negado a tener mis salidas inteligentes —rebuznó un burro.
—Y qué tal la ofensa a mi estilo de vida, siempre mostrándome como una perezosa adormecida —gañó una foca.
Justo cuando hablaba la foca, el león entró al recinto.
—¿Y a qué debe el placer de vuestra visita?
Los animales se miraron entre sí. El elefante barritó fuerte para decir que los hombres estaban usando sus nombres para desprestigiarlos o denigrar de sus cualidades.
—¡Qué tal lo mío! —explicó, moviendo las orejas para enfriar su ira: llamar elefante blanco a alguno de sus proyectos fallidos u obras dejadas a medias.
—Ni qué decir de mi caso: los padres me denigran con sus hijos —gruñó el cerdo—, al ponerme de ejemplo de los malos modales en la mesa.
El león detuvo por un momento otras intervenciones y, como si este hecho no le fuera desconocido, comentó:
—Así son los humanos: nos achacan defectos o vicios que ellos tienen, para evitarse reconocerlos en sí mismos o en sus semejantes.
La concurrencia estuvo totalmente de acuerdo. Sin embargo, le siguieron insistiendo al león para buscar una solución a este abuso de los hombres.
—A mí me usan para disculparse de sus pecados —dijo un chivo.
—Y a nosotras nos ponen como referente de sus comportamientos licenciosos —cacarearon unas gallinas.
Después de un buen tiempo de oír a los animales, el león volvió a tomar la palabra:
—Considero que por lo que he escuchado y otros casos que he sabido, ya es justo que empecemos a darles a los hombres un poco de su misma medicina.
El grupo de animales enfocaba la atención en el melenudo rey.
—Que volvamos habitual en nuestras conversaciones aludir a sus particularidades negativas cuando veamos un comportamiento similar entre nosotros.
Aunque la audiencia no entendía bien la propuesta del monarca, la mayoría asentía de manera constante.
—Por ejemplo —dijo el león— que cuando veamos a algún colega persiguiendo a otro para matarlo, por una ofensa, digamos: vengativo como los seres humanos; o cuando determinado animal acapare más alimento del que necesita para vivir, los señalemos diciéndole: ambicioso como un ser humano; o si alguno de nosotros miente deliberadamente o calumnia a otro de su especie, lo califiquemos con la frase: igualito a los seres humanos.
Los asistentes aplaudieron la iniciativa y comenzaron a retirarse del salón real de audiencias.
Desde entonces, cuando se castiga con un garrote a un caballo, se amarra con cadenas al cuello a un chimpancé o se patea de manera inmisericorde a un perro… la mirada de esos animales nos dice en silencio que eso es “típico de los seres humanos”.
“Las tentaciones de San Antonio” de Matthias Grünewald.
Como era costumbre, Javier y Humberto quedaron de encontrarse en un restaurante que los dos preferían por su excelente comida.
—A las doce y quince —le confirmó Javier, por teléfono, a su amigo.
El restaurante estaba ubicado en una zona céntrica de Bogotá. Parte del secreto de su prestigio consistía en un excelente servicio y una cuidadosa selección del menú que ofrecían, particularmente aquellas carnes preparadas “a cocción lenta”.
El primero que llegó fue Javier. Entró a la recepción del restaurante y se informó de cuál era la mesa reservada. La muchacha, que hablaba con cierto tono argentino, lo acompañó hasta adentro del establecimiento.
—Esta es la que le gusta, ¿verdad?
—Sí, gracias —respondió Javier
La pregunta de la muchacha (manos blancas, esmalte de uñas rojo) confirmaba la predilección del hombre por este lugar. Javier lo frecuentaba no por ostentación, sino porque había conocido al papá del dueño. El padre, que vestía casi siempre de negro, compartió con Javier muchas de sus cuitas cuando una enfermedad incurable lo fue relegando hasta las últimas sillas del restaurante, que en esa época estaba ubicado en otro sitio, más al norte de la ciudad, antes de trasladarse a la casa colonial actual magníficamente remodelada y decorada con el gusto de los restaurantes europeos.
Apenas Javier había tomado asiento, uno de los meseros lo saludó amablemente:
—Profesor, bienvenido.
Javier estrechó la mano del mesero y le preguntó por cómo seguía del accidente que había sufrido, al caerse de la moto.
—Mejorando, poco a poco. Me duele todavía al afirmar el pie.
La conversación fue interrumpida por el rostro sonriente de Humberto que, haciendo gala a su disciplina religiosa, llegó justo a las doce y quince del día.
—Buenas, exclamó.
Javier se puso de pie y fue a abrazar a su amigo. Era notorio el aprecio mutuo, visible en aquel abrazo efusivo y lleno de fraternidad. Humberto saludó al mesero, puso la bolsa que traía en una de las sillas vacías y se acomodó al lado derecho del amigo.
—¿Qué van a tomar? —interrogó el mesero con un ademán atento.
Javier miró a su amigo.
—¿Empezamos con un vinito, “vuestra excelencia”?
—Sí, respondió Humberto, sonriendo del formulismo que su amigo utilizaba cuando compartían una comida o mantenían esas largas conversaciones de sábados por la tarde.
—William, tráenos la carta de vinos, por favor —le indició Javier al mesero.
—Con gusto, respondió el joven, retirando dos copas y los cubiertos sobrantes de la mesa.
—¿Cuáles son las últimas? —dijo Javier, para entrar en conversación.
—Leyendo y leyendo para mi tesis —respondió Humberto, sonriendo.
Los momentos iniciales del encuentro estuvieron anclados en el proceso y las dificultades de los últimos meses de Humberto para escribir las partes iniciales de la tesis de doctorado que venía adelantando sobre los estilos de formación en las universidades católicas de su país. Humberto le contó a su amigo la cantidad de información histórica que había tenido que devorar previamente y que ahora estaba en el momento de la redacción de un capítulo esencial para su trabajo.
El mesero trajo primero una canasta de pan y un plato con mantequilla rociada con granos de pimienta. Unos minutos después puso en las manos de cada uno de los comensales la carta donde se ofrecían los vinos.
Los dos amigos, en silencio, pasaron revista a la carta de pastas de cuero café. Aunque ya tenían en su mente algún nombre conocido, exploraban con sus ojos una alternativa o sometían su curiosidad a esa azarosa selección de lo desconocido.
—¿Y si repetimos uno del Alto Las hormigas? —preguntó Humberto a Javier.
—Perfecto.
La respuesta de Javier estuvo acompañada de un gesto de aprobación con los dedos pulgar e índice de la mano derecha, como si fuera un buzo que ratificara con su compañero el nivel óptimo de oxígeno para una futura exploración submarina.
—Pero que sea reserva —dijo Humberto al mesero—, quien estuvo durante todo el tiempo de pie esperando la decisión de las dos personas.
—Por supuesto, señor.
Mientras esperaban la botella, Humberto le hablaba a su amigo de la suavidad y el color violáceo profundo de Malbec argentino, que habían descubierto por casualidad en ese mismo restaurante el día que celebraron el lanzamiento del libro de Javier del año pasado. Humberto, que ya llevaba mucho tiempo como hermano de las escuelas cristianas, aunque no era un sommelier sí apreciaba y degustaba con absoluta felicidad una buena bebida o un plato cuidadosamente preparado. Ese era otro de los gustos que compartía con Javier, además del interés por la educación y la pasión por escribir.
—Inolvidable tarde aquella —exclamó Humberto, evocando el pasado encuentro con su amigo.
—Sí que comimos ese día, ¿no?
—Pero como esos acontecimientos no son de todos los días, podemos darnos nuestras libertades —concluyó Humberto, al tiempo que untaba de mantequilla un segundo pedazo de pan.
—Al final de cuentas —replicó Javier— qué sería de la vida sin esos recreos, aunque salgan costositos.
El comentario hizo que Humberto se echara hacía atrás del asiento a reírse con ganas. Vestía una camisa a rayas, un pantalón de algodón caqui y una chaqueta azul oscura. Se le veía animoso y dispuesto a saborear las particularidades de ese reencuentro.
—¿O sea que pronto tendremos otro doctor? —agregó Javier, acercando un poco más la silla a la mesa redonda.
Humberto continúo riéndose.
—Eso es lo que esperan en la comunidad…
Ahora el que se sonrío fue Javier.
—Bueno, entonces que sea rapidito para que “vuestra excelencia” ocupe el puesto que se merece. La Rectoría os espera…
—Eso es un asunto que solo Dios lo sabe —contestó Humberto.
—Dios y el Consejo Superior —replicó Javier, tocando sutilmente con los dedos el brazo derecho de su amigo.
Las risas se alargaron compartidas. Los dos amigos y otros comensales de una mesa contigua se sorprendieron de ver entrar al restaurante una de las figuras políticas del momento.
—Con razón tantos carros y guardaespaldas que vi en la calle —subrayó Humberto.
—Para que vea con quién nos codeamos…
El comentario de Javier se estrelló con las manos del mesero que ya venía con una botella del vino solicitado. Delante de ellos la descorchó y se acercó a Javier para que hiciera la cata respectiva.
—Mejor que sea él quien dé su veredicto.
El mesero caminó algunos pasos hasta colocarse al lado de Humberto y le sirvió en una copa un poco del vino. Un color púrpura llenó la transparencia del cristal. Humberto levantó la copa, agitó ligeramente la bebida, la olió, la observó con detenimiento y luego, despacio, ingirió un sorbo de la misma. Javier estaba a la expectativa.
—¡Magnífico!
El mesero llenó completamente la copa de Humberto; después pasó a hacer lo mismo con la de Javier. Con cuidado limpió con una toalla una pequeña gota de la botella, poniéndola atrás de la canasta de pan que estaba medio vacía.
—Por el futuro doctor —exclamó Javier—.
Humberto se sumó al brindis, poniendo en su cara un gesto de duda o de burla sobre sí mismo.
—Porque no pase de cinco años.
El sonido del cristal no tuvo mayor resonancia. A esa hora varias de las mesas del restaurante estaban copadas. El diálogo de los diferentes clientes creaba una especie de música de fondo.
—Este vino merece un acompañamiento —dijo Javier.
Buscó con la mirada dónde estaba William y lo llamó con un gesto de cabeza. El mesero se acercó presuroso.
—¿Repetimos las chistorras? —interrogó Javier a su amigo.
—Perfecto…
—Eso para empezar —le agregó Javier al mesero. Luego agregó: —y tráeme, por favor, otra canastilla de pan.
El mesero se alejó de la mesa. Se notaba que aún no podía sentar el pie con naturalidad.
—Me contó que se cayó de la moto porque una buseta imprudentemente lo cerró. Y que se fracturó uno de los huesos del pie. Que le dieron varios días de incapacidad pero que ya está tratando de reintegrarse al trabajo.
Javier le compartió a Humberto esa información como si con ello le diera el toque final a un retrato.
—Pobre, y con esos conductores que manejan como locos. —agregó el amigo.
Javier apuró otro sorbo de la bebida y sintió en su boca una evocación de los frutos rojos maduros, de algo dulce que se iba volviendo suavemente amargo hacia el final.
—Bueno, pero cuente, ¿qué hay de nuevo —dijo Humberto.
—Mucho trabajo. Usted sabe, mejor que yo, lo que son los finales de semestre.
—Ah, eso sí que lo sé. Ese era uno de mis quebraderos de cabeza.
El comentario de Humberto tenía motivos comprobados. Había sido vicerrector de la Universidad por dos períodos consecutivos y conocía muy bien lo que implicaba ese trajín de cerrar período académico, evaluar docentes, programar el nuevo ciclo, entrevistarse con directivos, mirar día a día las estadísticas de los nuevos matriculados.
Sobre esas cosas estaban los dos amigos conversando cuando llegó William con las chistorras.
—¿Sabías que es por el pimentón que las chistorras adquieren ese color?
—No, no lo sabía.
El mesero utilizó la visita para llenar las copas con más vino. También aprovechó la ocasión para cambiar la canasta de pan.
—Combina bien este sabor con el del Malbec —comentó Javier.
—Dicen los entendidos, que precisamente este vino sirve para ese maridaje.
A la par que iban tomando de la bandeja central los embutidos, para luego cortarlos en porciones más pequeñas en los platos individuales, los dos amigos seguían dialogando sobre el día a día de su trabajo.
—¿Te acuerdas que el hermano rector me habló sobre mis proyectos para el próximo año?
—Sí, sí me acuerdo. ¿Y qué has pensado? —respondió Humberto.
—Pues pienso que lo mejor es renunciar a la universidad, para dedicarme completamente a escribir.
La frase de Javier tomó con cierta sorpresa al amigo. Humberto sabía de la pasión por escribir de Javier y de cuánto le había aprendido sobre la escritura durante esos nueve años de amistad, pero de igual manera conocía el gusto por la docencia y lo que significaba para él la enseñanza.
—Pero, ¿de manera total?
—Sí, yo creo que, como dice mi amigo Diego, he estado demasiado tiempo prestado a la docencia.
La confesión de Javier hizo que Humberto dejara por un momento los cubiertos a lado y lado del plato. Con la servilleta se limpió los labios. Tomó la copa y bebió otro sorbo de vino.
—¿Y no será mejor mantener un pie en la Universidad?
—¿Cómo así?
—Pues habla con el rector y le dices que te permita seguir con una clase o con un curso, de esos que tanto valoran positivamente tus alumnos.
Javier escuchaba atento.
—O le pides un sabático. Yo sé que a otros les han dado ese beneficio.
—Puede ser…
Humberto sabía que su amigo, cuando de decisiones se trataba, era firme y decidido. Sin embargo, temía por las consecuencias de tal propósito.
—¿Y qué te ha llevado a dar ese paso?
—Humberto querido, si no es así, no podré escribir la novela. Uno puede escribir cuentos y ensayos a medio tiempo; pero la novela demanda una entrega total.
La bandeja de chistorras estaba completamente limpia. Unas huellas de grasa conformaban un paisaje rojizo. El mesero, que estaba atento, se apresuró a recoger el utensilio. Javier aprovechó su presencia para hacer el pedido del plato fuerte.
—¿Y vas a repetir la carne de la vez pasada?, ¿o tienes otra cosa en mente? —le dijo a su amigo.
—Miremos, a ver…
Humberto tomó la carta y la detalló con cautela. Era un cazador siguiendo a su futura presa. Después de unos minutos, optó por una variante de la carne de la pretérita ocasión.
—Chuletón de res.
—Esa es una magnífica elección —contestó el mesero. Luego agregó: —¿Y usted, don Javier?
—Ya sabe lo que me encanta. Las costillas a cocción lenta.
—Muy bien. ¿Y de acompañamiento? —replicó William.
—¿Te parece bien si pedimos una ensalada con unas papas con cáscara?
—Perfecto —contestó Humberto, frotándose las manos.
El mesero se retiró y dejó a los amigos en su charla. Casi todas las mesas de esa zona del restaurante, las dispuestas en el interior del primer piso de la casa, estaban ocupadas. Un señor en una silla de ruedas esperaba a alguien mientras tomaba un whisky.
—¿Y cuándo piensas decirle al hermano Samuel tu decisión?
—Apenas comencemos labores. Voy a pedirle una cita, y contarle el porqué de mi decisión.
—Yo creo que él lo va a entender. Aunque me preocupa quién vaya a asumir la dirección de ese posgrado.
Javier compartía esa inquietud. Ya llevaba varios años en ese cargo, y por la alta demanda del programa, parecía que su gestión tenía muy buenos logros. No obstante, dentro de su corazón sentía que tal ocupación le restaba energías a su deseo de estar más dedicado a escribir.
—Me atormenta pensar que gaste lo mejor de mis energías en este cargo y que, cuando quiera dedicarme totalmente a escribir, ya no tenga ni el talento ni las fuerzas necesarias.
—Yo pienso que ese talento no se va a mermar. De eso doy fe durante estos dos lustros.
—Además, Humberto, siento que este es el momento. Noto que mi prosa está madura.
—¿Y eso se puede saber?
—De alguna manera. La supe la otra noche que escribí un cuento, “Ya no estaba ahí”, el que subí al blog. ¿Pudiste leerlo?
—No. Esto de la tesis me ha hecho abandonar otras lecturas.
—Sí, mientras escribía ese relato, me di cuenta de que podría enfrentar el desafío de darle vida a los personajes que pueblan una novela.
—¿Y ya tienes algo en mente?
—Sí, es una novela que tiene como semilla el suicidio de mi primo. El que faltando un día para cumplir treinta años se pegó un tiro en la cabeza.
El mesero solícito reapareció para llenar de nuevo las copas. La botella iba como por la mitad.
—Me preocupa mi madre —dijo Javier mirando a Humberto con fijeza.
—¿Cuántos años es que tiene?
—Acaba de cumplir ochenta años —. Javier enfocó su mirada en la marquilla de la botella y agregó: —Es difícil ser irresponsable con la enfermedad y la vejez de los que amamos.
—Si, por eso te digo, que es mejor no dejar del todo la universidad.
La conversación se desvió hacia los problemas de la artrosis degenerativa de la madre de Javier, doña Cristina. Humberto la había visto varias veces, especialmente cuando se hacían los lanzamientos de los libros de su amigo. Aunque no la conocía a fondo sabía que, para Javier, su madre era una de las personas “no negociables”. Al igual que había sido Don Alcides, el padre de Javier, que Humberto sólo conocía por las historias y las anécdotas que de vez en vez le compartía su amigo.
—¿Y si no llega a funcionar? —increpó Humberto a Javier.
—Pues hay que correr el riesgo. Por lo menos habré comprobado que no tenía el suficiente aire para llegar a esas alturas literarias.
—Lo digo, por molestar. Yo creo que tú lo lograrás. Con esa disciplina que tienes. En unos años estaremos aquí mismo celebrando tu primera novela.
—Sácale tiempo para que tus oraciones ayuden a este sueño —replicó Javier.
Los amigos levantaron las copas en un nuevo brindis, festejando el futuro incierto pero repleto de nuevos augurios.
—Sabes que he caminado mucho esta decisión —continuó hablando Javier. Tomándose el mentón con la mano derecha, compartió con su amigo el itinerario de sus cuestionamientos: —Es seguro que tenga que apretarme en algunos gastos, es posible que me falten mucho mis alumnos, es probable que el agite de la vida universitaria me produzca alguna nostalgia, pero creo que vale la pena intentarlo. Es algo que me debo a mí mismo.
—¿Y las conferencias en las empresas?
—Pienso que a lo mejor tendré que ceder a algunas de esas tentaciones de vez en cuando, especialmente cuando vea que mis ahorros están llegando al límite.
—¿Tentaciones?
La pregunta de Humberto coincidió con la llegada de William acompañado de otros dos meseros. Un concierto de platos fue hallando su lugar en la mesa. Los ojos de los dos amigos disfrutaban de aquella escena apetitosa. Terminado el acto de servicio, los meseros se retiraron y William se detuvo unos segundos para ofrecer el apunte definitivo:
—Que lo disfruten.
Por un momento el diálogo dejó su columna vertebral y se detuvo en otras cosas relacionadas con la delicadeza de las costillas o el sabor único del chuletón. El eje de la plática fue la propia comida o la frescura de la ensalada. Las mismas papas, sin nada de grasa, hicieron parte de los elogios de los dos amigos. Cuando William retornó para llenar otra vez las copas, la charla recuperó su camino central.
—¿Por qué hablas de tentaciones? —interrogó Humberto.
—Porque así veo todos esos otros asuntos que no me dejan entregarme en cuerpo y alma a la escritura.
—¿Se parecen a demonios?
—Sutiles, pero sí.
—Bueno. La sutileza es una de las particularidades del maligno.
—Eso creo. A veces el mal se viste de bien o parece tan inofensivo.
—O actúa de forma tan leve que uno no está alerta…
—Digo que son tentaciones, porque lo alejan a uno de su meta, de su propósito esencial. Lo desvían de su cauce interior.
—Entiendo —atinó a decir Humberto—. Hizo un gesto meditativo y agregó: —los demonios son una prueba para cruzar una zona de nosotros mismos.
—Tú mejor que yo, sabes, que muchos de esos demonios provienen del miedo. Es el miedo el que le hace a uno dudar y pecar.
—Vaya, vaya… Ya tenemos un novel teólogo.
La broma de Humberto le sirvió a Javier para tomar un poco más de ensalada. Puso tres cascos de papa y continuó con su disertación.
—Hasta he tenido tiempo para mirar las diversas interpretaciones que han hecho los pintores sobre las tentaciones de San Antonio…
—No me digas. Eso sí mi interesa mucho.
—He visto que, en todos los cuadros, los demonios son monstruos que tratan de retenerlo o jalarlo para un sitio. Lo agarran de la túnica, de las barbas, del pelo. Es como si esos demonios no quisieran que él saliera o le prohibieran dar el paso definitivo. Hasta he creído que le imposibilitan su deseo de volar. Esos demonios, con sus tenazas y picos, con sus garras y cuerpos deformes, lo jalan hacia un destino diferente al que él desea.
Humberto dejó de comer y se entretuvo en la descripción que hacía su amigo de aquellas obras. Era fascinante la forma como Javier hacía vívidos esos lienzos.
—¿Qué pintores miraste?
—Me cautivaron los cuadros de Max Ernst, de Grünewald y uno de Niklaus Manuel, “El alemán”. Me parece que ellos, lejos de pintar voluminosos cuerpos voluptuosos o poner alrededor del santo odaliscas lujuriosas, lo que hicieron fue representar el conflicto íntimo del santo, la lucha de su espíritu. Esos demonios tienden a desgarrarlo o quebrarle su convicción.
Javier apuró otro sorbo de vino. Los taninos hicieron una explosión vibrante en su paladar. Al hablar así, delante de su amigo, lograba una mejor claridad en sus pensamientos.
—Y tú, que de lo sagrado sabes tantas cosas, ¿qué recuerdas del santo?
—Poco. Sé que fue uno de los anacoretas, un personaje que abandonó todos sus bienes y se fue al desierto, y que allí se apartó en una cueva a orar y enfrentar sus propios apegos…
—¿Y el personaje existió en verdad?
—Como siempre sucede en estos casos, hay algo de verdad y algo de fantasía. Sé que hay una biografía de San Atanasio en donde cuenta las peripecias de este santo, patrono de los cenobitas, tan importante en la literatura patrística.
—¿Sabes qué otra cosa me ha llamado la atención en varios de esos cuadros?
—Cuenta…
—Que los demonios son presentados como monstruos, quizás para resaltar que la tentación se metamorfosea o se multiplica de manera interminable.
—Qué interesante.
—Además, en varios de ellos hay un fuego en la parte lateral de la escena. Algo se quema, algo arde. Pienso que está asociado a que, para dar ese paso de la elección o de la vocación interior, para irse solo al desierto, hay que quemar las naves. Hacer pavesas el pasado para enfrentar lo nuevo.
—Puede ser… No sé dónde leí que una de las búsquedas del Abad Antonio era la conquista de la Montaña interior.
—Eso. Por eso te digo que todas esas cosas: un curso como profesor, una asesoría, la dirección de otro proyecto, pueden ser como tentaciones para no dejarme ir en busca de mi montaña interior, parafraseando la expresión del santo.
Humberto fue el primero en acabar su plato. Javier se detuvo un poco más. Mientras el amigo concluía, Humberto buscó la bolsa que traía cuando llegó y de ella sacó un libro.
—Acabo de leer un texto que me encantó. No sé si ya lo tienes, pero te lo traje de obsequio.
Javier miró de reojo el libro y se dio cuenta de que no estaba dentro de los haberes de su biblioteca.
—Son las conversaciones que tuvo Benedicto XVI con su biógrafo de muchos años—. Hizo un alto y le leyó un apartado del texto: —“No se debe dimitir cuando las cosas van mal, sino cuando la tempestad se ha calmado”. Enseguida cerró el libro y agregó: —Aquí encontrarás las razones de fondo de la renuncia del papa.
Javier le dio las gracias a Humberto y tomó el volumen entre sus manos. Al ser un libro nuevo lo hojeó varias veces. Por unos minutos se detuvo en la solapa, para saber quién era el autor.…
—Es un periodista alemán —comentó Humberto para saciar en parte la curiosidad de Javier.
—Lo leeré y te contaré. Gracias de nuevo —agregó Javier, poniendo el libro en una de las sillas vacías.
El mesero acudió otra vez a la mesa para servir el último contenido de la botella de vino y, de paso, recoger los platos desocupados.
—¿Algo de postre? —preguntó.
—¿Qué nos recomiendas? —dijo Javier, como respuesta.
William ofreció varias de las especialidades del restaurante, pero insistió en la pavlova de frutos rojos que a los dos amigos les pareció deliciosa, sólo con oírla nombrar.
—Una sola, para compartir. Gracias —advirtió Javier.
Mientras esperaban el epílogo del almuerzo, la charla se centró en cuál era el plan para el receso de mitad de año.
—Nosotros, muy seguramente, estaremos en el eje cafetero —respondió Humberto.
—No dejes de ir a Salento… y escalar el viacrucis para ver el Valle del Cocora. Y comerte una trucha de fantasía.
—Voy a sugerirles a los hermanos hacer ese recorrido.
Así como en otras ocasiones, a los dos amigos se les pasaba el tiempo hablando y compartiendo cosas de su vida personal o intercambiando libros y lecturas recientes. Humberto habló, por ejemplo, de una obra que había conocido por su director de tesis: Crítica de la razón árabe, y que a él le parecía clave para entender las guerras del fundamentalismo contemporáneo. Javier, le contó de su descubrimiento de un autor que estaba leyendo fuerte en esos días, Javier Cercas.
—Las conferencias que dio el novelista español en Oxford son una buena aproximación sobre este género. Además, tiene una prosa aguda y cautivante.
Ya pasaban las dos de la tarde cuando Javier y Humberto empezaron a disfrutar del postre. Como niños, en un acto festivo, terminaron en poco tiempo las frambuesas, los arándanos, las cerezas y el merengue. Hecho esto llamaron a William y pidieron la cuenta. Entre los dos cubrieron el costo del almuerzo y salieron a caminar: esa era otra cosa que disfrutaban y compartían más a menudo que las comidas.
—¿Norte o sur? — preguntó Javier.
—Sur, a ver si de pronto encuentro abierta la librería ArteLetra… Le encargué a Adriana unos libritos que necesito para acabar el marco teórico de la bendita tesis.
Ya en la calle, por el costado oriental de la acera, siguieron las secuelas de la charla vivida en la casona del restaurante.
—¿Y “vuestra excelencia” no ha tenido tentaciones?
—Muchísimas —contestó Humberto—. Pero para eso está la voluntad y sobre todo la oración.
—¿Y cuál ha sido la más fuerte?
—La del poder es bastante “amañadora”.
—¿Y cómo venciste ese demonio?
—Pues volviendo a ser otro más del montón. Con humildad y sencillez.
—¿Y las tentaciones de la carne? —agregó Javier, con un tono burlón.
—Esas se pasan con un buen vino —replicó Humberto, soltando una carcajada.
De esta forma, entre apuntes y bromas, con un humor picante y una complicidad madurada por los años, los dos amigos finalizaron dos cuadras de su caminata. Junto a un edificio que tenía una escultura de una pareja en equilibro, Javier, retornó a sus disquisiciones.
—Yo creo que la tentación tiene como escenario el desierto por dos razones…
—¿Cuáles? —intervino Humberto interesado.
—La primera, porque en el desierto uno está solo. Es uno enfrentado a sus propias angustias, a sus particulares demonios. El desierto es el escenario para encontrarse consigo mismo. La arena de la verdad.
—Sí, sí. Si la memoria no me falla, es en el desierto donde se fragua el cristianismo primitivo. Al menos eso era lo que decía el profesor de historia del cristianismo. Retirarse al desierto para discernir, esa era la consigna de los padres del desierto.
—Por algo vale la pena andar con un licenciado en estudios religiosos —dijo Humberto, bromeando.
—Los anacoretas basaban su opción en la renuncia y el desapego.
—Siendo así, yo me sumo a ese antiguo estilo de vida, así sea de un modo laical.
—Pero no estás tan lejos —advirtió Humberto, haciendo un alto en su caminar—. Ellos mismos eran un testimonio de la Escritura, con “e” mayúscula.
—Más respeto con la Literatura, “vuestra excelencia” —replicó rápido Javier.
—Pero te desvié de tu planteamiento. ¿Cuál es la segunda cosa que has sacado en claro?
—La otra razón, pienso yo, es que el desierto es un lugar de prueba, de resistencia. El sol abrasador, la falta de agua y de sombrío. Es un yunque para saber qué tan fuerte es nuestra voluntad o qué tan hondas nuestras convicciones.
—De acuerdo. Todos los seres humanos pasamos por varios desiertos, ¿no?
La pregunta de Humberto conectó el tema genérico con el momento vital por el que pasaba Javier.
—En mi caso, yo creo que ese primer desierto va a ser la soledad. Encerrarme como el Abad Antonio en mi cueva, en mi estudio, para atender el llamado de la literatura. Sospecho que va a ser como un tiempo de clausura o una forma del destierro voluntario.
—¿Y necesitarás más de cuarenta días?
—Yo creo que por lo menos un año —replicó Javier—. Dio un pequeño salto para eludir un hueco en la acera y agregó: —Otro desierto será el de perder un auditorio. Ese me va a costar mucho más porque soy un necesitado de mis alumnos o de los grupos con los cuales he intentado cumplir el oficio de enseñar.
—Pero los muchos lectores que tienes y tendrás en tu blog siguen siendo un público…
—Aunque sin ojos y sin voz.
—Y a todas estas, ¿qué piensa Amparo, tu mujer?
—Ella dice que me apoya, con todo su corazón.
Los dos hombres ya iban llegando a una avenida, en la que, por lo general tomaban rumbos diferentes. Se detuvieron unos minutos para cerrar el tema del que venían hablando.
—Cuéntale al hermano Samuel tus inquietudes. El sabrá comprender bien lo que sientes y muy seguramente se encontrará la mejor salida para ti y para la Universidad —puntualizó Humberto, con un tono de franco consejo.
—Ora, por mí, para que no me dejes caer en la tentación.
Nuevas risas se difuminaron entre la luz de un semáforo que acaba de cambiar a verde. Los amigos se dieron un abrazo y prometieron verse en poco tiempo.
II
Apenas se despidió de su amigo, Javier tomó la acera del costado derecho de la amplia avenida. Caminaba hacia el occidente, despacio, rememorando y disfrutando de las resonancias de aquel encuentro. Un buen número de personas pasaban a su lado, pero él, absorto, parecía ignorarlas o darles poca importancia.
Aunque le había confesado a Humberto su decisión, y eso no tenía vuelta atrás, lo que no le compartió a su amigo fue la lucha que tuvo que dar consigo mismo para llegar a ese resultado. Al amigo no le contó las noches con sueños esquivos o las largas caminatas, en solitario, pensando y repensando lo que iba a ser el escenario existencial para los últimos años de su vida. Recordó varios de los almuerzos con su madre, en los que se ponía a detallarle sus ojos tristes por los achaques y las dolamas, ella usaba esa palabra, provenientes de su artrosis degenerativa, la penosa evidencia de irse reduciendo al pequeño espacio de su cocina, y la constatación de que cada día se iba mermando su energía para sentirse útil. Tal cuadro, contrastaba con su corazón aún vigoroso y sus ánimos de viajar, aunque sólo fuera mediante las anécdotas y los relatos de los más cercanos que la llamaban. Esa había sido una de las causas por las cuales él seguía soportando un trabajo administrativo que lo desviaba de su verdadera vocación. Cuando así la veía, cuando la sentía triste o la agarraba en sus estados de nostalgia, que ella misma reconocía, Javier consideraba que no era justo poner a su madre en esa zona de incertidumbre. Por lo demás, el alto costo de la salud prepagada de doña Cristina le hacía una y otra vez hacer cuentas y sopesar cómo no eliminar este gasto.
Pero, al mismo tiempo, y Javier ya iba llegando a las instalaciones de una universidad pública en la que los grafitis escritos en una de las paredes (“Sí a la formación de maestros para la paz”… “Somos la voz de los olvidados”) lo llevaron a sus años universitarios, cuando el ardor y el deseo de cambiar el mundo era su dieta cotidiana, sentía que esa era una tentación que debía enfrentar con un decidido egoísmo y una confianza en que ella, su madre, lograría sobrellevar si, como él pensaba, lo viera feliz, entusiasmado, satisfecho de haber logrado lo que en su vida siempre fue una meta vital. Por eso él le había hablado a Humberto de tentaciones, y por eso había mirado largo tiempo los cuadros de Max Ernst y de Grünewald, porque anhelaba encontrar representada su angustia, pero de igual manera, la forma como el santo podía resistir a toda esa avalancha de monstruos. Javier entrevió, o de pronto fue una revelación venida de aquellos óleos, que la forma de combatir a las tentaciones era dejarse habitar por la vocación, por el llamado a “querer una sola cosa”, tal como muchos atrás, cuando leía con devoción y hacía con un grupo de amigos una revista, encontró ese libro de Kierkegaard, que tanto le gustaba cargar debajo del brazo izquierdo, dándole como decía a sus amigos, la cuota de axila necesaria para que expandiera toda su aroma. Esa era su convicción: sólo abandonándose a su pasión más querida, lograría ser inmune a las garras, a los zarpazos, a las monstruosas y cambiante formas de las tentaciones de la culpa, de las responsabilidades provenientes de la sangre o a los no menos venenosos picos de la sobrevivencia y el confort anquilosante.
Javier se detuvo a mirar en la vitrina de amplios ventanales de una librería las novedades editoriales. Aunque varios de sus libros eran distribuidos por esa librería, confiaba en que en unos años allí estaría exhibida también su primera novela. Pero, como si fuera una luz reveladora, pensó que esa era otra forma de tentación, y que lo mejor, como ya había pactado con su corazón, tuviera o no tuviera gran aceptación, escribiría esa novela porque en ella había signado algo más que un logro personal: se trataba de no dejar perder el mundo de su infancia, aquella tierra ancestral que, como se había dado cuenta en su último viaje, quedaba más sola, más abandonada y sin voces que le otorgaran algún color o le restituyeran su fuerza generadora. Esa tierra reclamaba, como una madre nutricia, las manos y las palabras de su hijo. Apartó la mirada de la vitrina y encaminó sus pasos hacia el norte de la ciudad. Una mujer con un vestido diminuto pasó por su lado y le contagió un perfume embriagador.
Ya iba llegando a una tienda de ventas de óleos y artículos de pintura, cuando un rostro conocido le interrumpió sus pensamientos:
―Profe, qué bueno verlo ―dijo una mujer adulta de grandes ojos y varias bolsas colgadas de los hombros.
Javier recordó que había sido alumna suya, cuando él dirigía un posgrado en educación con los jesuitas. Aunque no le vino el nombre inmediatamente a su cabeza, sí acertó a ubicarla en la línea de investigación a la que estaba inscrita, era una del grupo de Cognición y creatividad.
―¿Y qué estás haciendo?
―Trabajando en el mismo colegio, luchando con esos muchachos del Distrito ―fue la repuesta de la mujer que lo miraba curiosa.
En esa pequeña charla de calle, se actualizaron los datos esenciales de un antiguo vínculo educativo, los turnos de diálogo iban tan rápidos como los automóviles de la avenida: qué ha pasado desde la graduación, con qué compañeros de grupo se ha visto últimamente, qué nuevo libro ha publicado, qué cursos está impartiendo, cómo le fue con el paro, qué tal le ha ido en esa nueva universidad… Hasta que el mismo afán o lo incómodo de estar de pie concluyeron con la petición de un teléfono o la solicitud de un correo electrónico.
―Seguro, la otra semana, después de que salga del colegio voy a visitarlo.
Javier se despidió de su alumna con un estrechón de manos. La vio alejarse rápido con sus bolsas cargadas a los hombros y recordó en ese momento que se llamaba Myryam, “con doble y griega”. Ese encuentro lo puso de nuevo en otro escollo que no le había explicado mayormente a Humberto, pero que tenía profundas raíces en su pecho. Su decisión implicaba dejar sus clases, perder de vista a sus alumnos, que tanta falta le hacían. Porque ser maestro, como a él le gustaba hacerlo, dedicarse a leer una y otra vez los escritos de sus estudiantes, darles el valor y la dignificación de ser aprendices, requería un tiempo amplio, que era el que no deseaba ceder ahora. Eso le dolía. Porque en las clases entregaba mucho de su esencia y sentía que una dimensión de su ser, la de servir a otros, se desarrollaba con plenitud. Pero en este momento de su vida, según lo que tenía en mente, tendría que volcarse hacia adentro, en soledad. Tal vez más adelante, cuando hubiera pasado ese año, si es que las cosas se daban como esperaba, volviera a las aulas a compartir sus conocimientos. Aunque, como lo había aprendido de Thomas Mann, podría emplear dos o tres años en ese proyecto.
Al momento de aproximarse a un centro comercial en el que vendían todo tipo de ordenadores y aparatos eléctricos, Javier recordó la consigna de los padres del desierto mencionada por Humberto: renuncia y desapego. Sus pensamientos dispusieron un escenario futuro para que esas dos palabras tuvieran la mejor actuación. Se sentía feliz. Caminar le ayudaba a aclarar sus pensamientos. Observó que la tarde empezaba a oscurecerse y se detuvo para esperar un taxi. Antes de subirse al carro amarillo de servicio público, notó que encima de un edificio varias palomas alzaban su vuelo hacia las nubes ennegrecidas.
III
Fue un jueves, por la tarde, que el hermano Samuel le concedió la entrevista.
―A las cinco, lo espera el señor rector ―le había dicho Nancy, la secretaria cuando lo llamó por teléfono para responder a su solicitud.
―Allá, estaré ―respondió Javier, no sin antes darle un mensaje de solidaridad por el familiar que había fallecido al inicio de esa semana de finales de Julio.
Javier no estaba intranquilo. Durante buena parte de la tarde estuvo atendiendo diversos asuntos propios de su cargo administrativo. Su secretaría le había dicho que no olvidara una reunión del Comité de investigaciones hacia las cuatro. De igual modo se dedicó a hacer algunas entrevistas a los nuevos candidatos del posgrado y tuvo tiempo para ir a la biblioteca y devolver un libro prestado hacía por lo menos quince días. A las cuatro y media tomó su libreta de notas y escribió cuatro puntos para hablar con el rector.
Bajó de su oficina, ubicada en un quinto piso, por las escaleras. Pasó por un pequeño café en el que saludó a unos colegas de otra facultad, cruzó un amplio patio y entró al edificio central de la universidad. La recepcionista le dio la bienvenida con una sonrisa.
Tomó el ascensor hasta el séptimo piso y allí fue recibido por Nancy, quien agradeció una vez más su solidaridad.
―Menos mal descansó él y también todos nosotros.
A los pocos minutos de estar ahí con Nancy, compartiendo los pormenores de tal calamidad, salió de la rectoría un profesor que Javier no conocía. Detrás Salió Samuel, saludó cordialmente a Javier y lo invitó a entrar a su despacho. Cerró la puerta tras de sí.
― ¿Cómo va todo?
La pregunta del hermano Samuel era un comodín que usaba para empezar un diálogo.
―Muy bien ―respondió Javier. Hizo una pausa y continuó: ―ya tenemos un buen grupo para primer semestre y en esta semana tenemos las sustentaciones de los que terminaron el pasado.
―Qué bueno…
Mientras Samuel hablaba iba anotando algunas cosas en un cuaderno anillado. Usaba pluma negra y su escritura tenía las marcas formativas de las escuelas del fundador de las escuelas cristianas.
― ¿Y lo del proyecto con los chilenos?
―Ya estamos en el cierre del contrato. Ha sido bastante lento el ajustar algunos puntos, pero está listo para empezar hacia la tercera semana de este mes.
Estaban reunidos en una pequeña mesa de juntas. Una señora ya de edad, vestida con un uniforme azul claro, les ofreció algo de tomar. Javier prefirió agua natural y Samuel un agua aromática. La conversación tocaba aspectos académicos y administrativos, salpimentados con las ocurrencias del hermano. Pasados esos primeros minutos protocolarios, Javier sacó de su saco la libreta de notas, y focalizó la charla:
―Samuel, he decidido dejar la universidad para dedicarme a escribir.
El rector se echó hacia atrás de la silla, sorprendido. Miró a Javier por encima de los lentes que usaba y, sin decir nada con su voz, pidió una explicación con su mirada.
―Me urge empezar a escribir una novela ―dijo Javier―. Y eso demanda dedicación de tiempo completo. Entrega absoluta, continuidad sin distracciones.
― ¿No te alcanzan las mañanas?
―Puede que sean suficientes esas cuatro horas todos los días para escribir, pero no puedo dispersarme por otros asuntos propias de la oficina o de la atención de profesores y estudiantes.
El hermano volcó su tronco hasta ponerlo al borde de la mesa. Dejó de escribir en el cuaderno y miró a Javier con actitud fraternal.
― ¿Y si te tomas unos meses?
La pregunta de Samuel le pareció a primera vista interesante a Javier, pero a la vez, sintió que uno de los monstruos ponzoñosos de Grünewald le envolvía con sus tentáculos de ave anfibia la pierna derecha. Aguantó el apretón y preguntó:
― ¿Cómo sería?
―Pues una especie de mini sabático…
Javier miró la barba blanca de Samuel. El rector había sido antes el decano de la Facultad donde él laboraba y, por eso, tenían una cierta confianza.
―O puedes dirigir el Centro de escritura que tenemos como prioridad este año… Para ti eso sería muy fácil, dada la experiencia que tienes en el tema.
El profesor notó que los monstruos se multiplicaban bajo la sombra de la mesa. Samuel no los sentía, pero él sí, y por un momento tuvo la sensación de que le crecía la barba y sus pantalones se convertían en una larga túnica de hilo burdo. Si bien no se notaba nada encima del vidrio de la mesa, debajo de ella, había una batalla de fauces, trompas, espuelas y dientes afiladísimos.
― ¿Por qué no lo piensas? ―reiteró el hermano rector.
Javier apuró el último sorbo del vaso de agua. Cerró la libreta de notas.
―Ganas no me faltan, y no creas que ha sido fácil esta decisión, especialmente por el cariño que le tengo a la Universidad y a mis alumnos, pero hay que cerrar este ciclo para permitirme empezar el siguiente.
La penumbra de debajo de la mesa retrocedió ante aquellas palabras.
―Pienso terminar este semestre, y dejar las cosas para que sigan funcionando normalmente.
El hermano Samuel, tal vez por el afecto que le tenía a Javier, le reiteró la invitación.
―Bueno. Tienes estos meses para que lo pienses. Si es que cambias de opinión.
―Gracias, una vez más ―replicó Javier.
En ese instante el rector se puso de pie. Javier entendió que la conversación había terminado. Salieron juntos de la oficina. El hermano Samuel le mencionó de una reunión, convocada por el Ministerio de Educación para el lunes siguiente en horas de la mañana, a la que gentilmente le pedía que fuera en su nombre.
―Por supuesto, allí estaré ―dijo Javier, extendiendo la mano al rector.
Luego de despedirse de Nancy y tomar el ascensor, el profesor llegó al primer piso del edificio. Varios profesores estaban formando un corrillo en la plazoleta central. Al ver a Javier lo saludaron desde lejos. El profesor respondió el saludo, pero no acudió hacia ellos, sino que buscó la puerta principal de la salida de la universidad. Cuando llegó a la recepción se encontró con los alumnos de su posgrado que comenzaban a llegar a clase. Javier los saludó al tiempo que se despedía de ellos. Bajó las gradas con pies ligeros. Tuvo la sensación de que su cuerpo estaba más liviano o de que había rejuvenecido treinta años.
IV
Durante los meses que siguieron Javier trató, por todos los medios, de seguir en sus ocupaciones como lo había hecho los últimos diez años. Sin embargo, llevaba la cuenta regresiva de su “20 de julio”. Ese era el nombre que usaba para referirse al momento en que se liberaría del yugo de aquel puesto que le restaba fuerzas y tiempo para el proyecto de su novela. Al igual que un estratega empezó a recopilar materiales para su futura obra; leía y leía obras que sabía tenían una relación con esa novela. Asistía a reuniones, iba a comités, participaba de seminarios, presidía las sustentaciones, concurría en representación de la institución a talleres y eventos, pero todas esas actividades le parecían una aduana o una muda de su propia metamorfosis. Era un castor que construía poco a poco su montaña interior.
Ni siquiera a su secretaria, Patricia, le contó en ese momento su decisión. Tampoco a su equipo de maestros. Quería ese secreto como una forma de protección. Pensaba que dar explicaciones era una manera de distraerlo de su objetivo. Cumplía con las horas de trabajo, pero corría para llegar temprano a su casa. Comía alguna cosa y luego subía a su estudio para continuar con los preparativos de su novela. Él mismo se veía como un obsesivo, o semejante a un viejo rey mago con la mirada fija en una estrella, una luz tan poderosa para no dejarlo desviarse de su tesoro.
Se dedicó los fines de semana a recuperar archivos, carpetas, textos manuscritos. Empezó a transcribir casetes en los que había registrado las voces de los viejos habitantes de Capira. Todo eso lo hacía por las tardes, los sábados y domingos, en un rito de exhumación de ese antiguo proyecto el cual abandonó por otras obligaciones y otras prioridades. Se sorprendió de todo lo que tenía, le maravilló el plan diseñado, capítulo por capítulo, escrito en una hoja rayada doble, de esas que se usaban antes para presentar los exámenes en las escuelas. Releyó varios de esos escritos con curiosidad para captar el ritmo, la fuerza de las palabras. Se sintió feliz y pensó que todos esos años desconectados de ese esbozo de novela, eran una especie de “continuará” al que volvía un poco mayor, pero con el entusiasmo de los reencuentros de los amores profundos e inolvidables. Recuperó la ansiedad de la creación, esa desazón maravillosa de tener entre las manos un mundo por hacer. Casi que se olvidó de las molestias para leer, debido a un aumento del astigmatismo en el ojo derecho.
Otra de las cosas que hizo Javier durante esos meses fue volver a leer sus novelistas preferidos. Durante varias mañanas, día a día, releyó con fruición todos los veinte capítulos de Cien años de soledad, devoró El capote de Chejov y siguió paso a paso la vida de Adrian Levenkün, de la mano de Thomas Mann. Sacó de su biblioteca algunos tomos de Balzac y de Dostoievski, editados en papel cebolla por la desaparecida editorial Aguilar, y los puso a al lado de su escritorio. Construyó con muchas de esas obras una muralla, un dique protector, una especie de columna de aliados silenciosos a su propósito indeclinable.
Hacia mediados de noviembre comenzó a llevar para su casa, con discreción, algunos de sus haberes personales guardados en la oficina. Desocupó parte de los cajones del escritorio y dejó los archivadores con información estrictamente laboral. Durante todas esas tardes y noches, puso de fondo en el ordenador la música de Bach, los conciertos brandenburgueses, dejándose habitar por aquellas melodías. Cuando entró su secretaria para que firmara unas actas de sustentación, Patricia intuyó que ese trasteo auguraba cambios futuros.
―¿Y eso, doctor? ―le preguntó con extrañeza.
Javier invitó a la mujer alta de largas manos que tomara asiento y le contó lo de su decisión. Ella, mientras escuchaba parte de los motivos, se puso acongojada. Casi no dijo nada, pero su gesto y su expresión mostraban el aprecio que le tenía a su jefe de once años de labores.
―Todo sea para su bien, doctor, eso es lo que le pido a mi diosito.
El profesor se levantó de la silla y fue hasta donde Patricia para darle un abrazo.
―Gracias por tu apoyo y por la confianza durante todos estos años, Patricia, muchísimas gracias.
La secretaria, antes de salir de la oficina, preguntó a Javier si ya sabía quién iba a ser su remplazo y él le dijo que no tenía información al respecto. Pero que imaginaba que podía ser alguien del equipo de profesores del posgrado. Patricia le regaló una mirada de contenida desconfianza.
―Ojalá así sea, para que no se pierda todo lo que usted ha hecho.
Javier sonrío. Dejó que Patricia saliera de la oficina para continuar metiendo en una caja de cartón su preciado diccionario de sinónimos y antónimos, el otro diccionario rojo de la lengua española y varias cajas de discos en los que abundaba el nombre de Mozart. También guardó un portarretratos con la imagen de su padre, en donde podía apreciarse como fondo una montaña que él había cultivado con sus propias manos. Concluida la tarea, tomó la caja entre sus brazos y salió de la universidad, para buscar en la avenida más cercana un taxi.
Ese trasteo duró varios días, hasta que la oficina quedó limpia de pertenencias personales. El ambiente interior del lugar contrastaba con los arreglos navideños que adornaban las puertas, los corredores y todo el piso de la Facultad. Los otros directores apenas se percataban del desalojo de su vecino. Cada quien estaba lo suficientemente ocupado en esos días como para percatarse de que Javier había quitado de aquella oficina las marcas personales, un cuadro en terracota que le habían regalado sus alumnos del llano casanareño, una diminuta tortuga multicolor y varios libros que servían de recordación tutelar de su biblioteca. Algo semejante hizo con los archivos del computador. Ordenó, copió, eliminó información y dejó el escritorio de su pantalla tan limpia como el otro escritorio de lámina y fórmica gris. Todo ese desalojo de su oficina, meditaba Javier, era un símbolo de lo ya terminado, de varios proyectos del pasado que ahora semejaban sudarios antiquísimos.
Después de cerrar su oficina y despedirse de su secretaria, Javier bajó a pie todas las escaleras del edificio. Salió de la Universidad y se detuvo por unos minutos a contemplar unos enormes pinos que resguardaban a un pequeño parque de la avalancha de bloques residenciales. Saboreó el viento fresco proveniente de aquel espacio verdoso y se extasió con el color rojizo de la tarde que hacía el occidente expandía su luz como si fuera pintada por un sol expresionista. A pesar de que todavía faltaban quince días para terminar el período lectivo, el espíritu de Javier ya estaba gozando a plenitud unas largas y esperadas vacaciones.
Las cartas fueron y son otra manera de hablar. Otro tipo de diálogo. Una carta es un intento de presencialidad, un apetito de mano, un anhelo de ser o conquistar un abrazo… desde la lejanía del papel.
Desde luego, una carta también es un acto de confidencia. Otra forma de desnudez. En una carta uno coloca lo “más suyo”, lo “más propio” y esto con el fin de que el destinatario sepa que lo que tiene entre las manos no es una hoja, sino un rostro; no la inmovilidad de la letra, sino el gesto sanguíneo de una vida. Uno cuenta cosas muy suyas en las cartas. De ahí por qué se insista tanto en la inviolabilidad de la correspondencia; no por el mensaje en sí de las cartas, sino por el tono, por el tinte personal que se le imprime a este tipo de escritura. Uno es uno en sus cartas.
Hay un acto de hondo descubrimiento al momento de leer las cartas, y también cuando se las escribe. Doble develación: de una parte, para el que lanza la señal; de otra, para el que la interpreta. Es como un juego o intercambio de símbolos, un canje de señales que alberga otra posibilidad: la de volver a atrás para repetir el diálogo. Al releer una carta reiniciamos algo ya perdido. Es una especie de renacimiento de la comunicación.
Además, las cartas representan un momento de meditación. No escribe uno cualquier cosa, sino algo específico que quiere dar a conocer. Eso y nada más. A diferencia de la charla espontánea, inmediata, oral, las cartas manejan un tono meditado, pensado, de reflexión. Es que las cartas brotan en soledad, salen de una concentración de la interioridad. Son como un flujo a tanta agua represada, son como un canal a tanto fuego subterráneo. La soledad es buena porque nos ayuda a reconocernos —ese fue uno de los consejos supremos de Rainer María Rilke a los jóvenes poetas—; la soledad resulta provechosa porque nos confronta, porque nos hace reflexionar o, sencillamente, porque nos avienta a la contundente realidad de nuestras carencias.
Los que escribían y escriben cartas se esperanzan en que al leer esas letras los destinatarios logren despertar las voces de su memoria y acepten el trueque que demanda una pronta contestación.
A Jorge
Jorge, amigo.
He sabido de tu enfermedad. Lo supe por Álvaro. Me lo dijo con lentitud, con un tono de fraterna preocupación; lo escuché angustiado. Siempre hay incertidumbre cuando se pronuncia el nombre de la enfermedad. Acordamos ir a visitarte. Y nos despedimos con la certeza de estar contigo la próxima semana. Para estar juntos como en los viejos tiempos compartiendo anécdotas y proyectos. No será en los mismos lugares. No en la casa del barrio Estrada, ni en el patio del colegio Carrasquilla, ni en departamento del Bosque Popular. Será otro sitio el que ahora nos reunirá: una clínica. Sin embargo, amigo, ahí estaremos contigo. Quizá no sepamos cómo hablarte, quizá no podamos pronunciar la palabra justa y esperanzadora, pero, eso es seguro, nuestra presencia dirá sin ninguna duda lo mucho que te seguimos apreciando. No será suficiente el tintineo del dolor para opacar nuestro cariño. Nuestros manos y brazos, aunque silenciosos, sonarán más alto desde nuestro silencio.
Y si bien la soledad, la soledad producida por la enfermedad, nos enfrenta a sentimiento de orfandad, estas palabras pretenden hacerte compañía.
Te lo repito: estamos contigo.
Mi querida Alejandra
No. Nuestro amor no debería morir.
Nada deberíamos olvidar: ni el primer encuentro justo en aquella cafetería, al lado del colegio donde estudiabas, ni el primer beso, ni el primer miedo a que mis manos descubrieran tu ingenuidad, ni el vestido negro que elegiste para regalarme tu desnudez total. No deberíamos olvidar tales cosas.
Pero el amor se esfuerza para dejarnos, por entregarnos su herencia de recuerdo, de olvido, de desmemoria. Existe un verso de Luis Cernuda que ha estado acompañándome estos días: “No es el amor quien muere, somos nosotros mismos”. Sí. Es nuestra amargura, nuestro resentimiento, lo que va minando en nosotros esa fuerza del amor. El amor se nos muere, se aleja de nosotros porque ya no tenemos los suficientes anhelos o el suficiente vigor como para sujetarlo a una promesa o a una palabra de eternidad. El amor se no va, se nos aleja, porque somos demasiados torpes para conservar y proteger su radiante luz. A lo mejor dejamos de creer en él y su fanfarria de maravillas y sueños perfectos. O lo convertimos en una especie de fantasma que, en las noches, toma la forma de angustiosas pesadillas.
Tal vez dejamos de creer en imposibles y por eso lo culpamos a él de nuestras flaquezas, nuestros descuidos o nuestros errores. Pero, muy seguramente, si el amor nos abandona, se irá a otros brazos y a otras personas que lo acojan con alegría y se esfuercen para recibirlo con el cuerpo y con el alma.
Alejandra, creo que aún podemos continuar hospedando al amor que hemos mantenido viviendo largo tiempo entre nosotros. Seamos generosos y no permitamos que esa criatura se fugue de nuestros corazones…
A Lina María
Recordada Lina,
Estoy acá, en restaurante familiar, esperando el almuerzo. Acabo de dar dos clases, una sobre las escuelas de la lingüística y otra sobre la lectura simbólica de la novela. Y, en ambas, ha estado presente tú y tu querida Guatemala. He hablado con mis alumnos de tu tierra, de sus gentes, de su religión. Confusión o refundición de tiempos, así he llamado a tu Guatemala.
También he hablado de ti, sin mencionarte.
No sé, aún no me repongo del impacto. Guatemala: colonial, antigua, antiquísima, moderna a empellones, conservadora, oscura, fría, pobre y rica al mismo tiempo. Guatemala: la de las limonadas, la del pollo campero y la de la cerveza gallo. La del cabro y la del venado. Guatemala: los chapines, los volcanes, las lagunas. Guatemala y sus nombres: Chichicastenango, Atitlán, la Tikal conocida tan solo en una mirada de museo. Guatemala: el territorio del tiempo, de los tiempos.
Anoche estuve oyendo la música que me regalaste. La marimba. Triste, viento, viento ululante como el del sur de mi Colombia. Yo sé que un poeta como Aurelio Arturo se habría sentido a plenitud en Guatemala. Y también el gran Arguedas, el José María Arguedas del Perú. La música de marimba los hermana, porque aun cuando quiere ser alegre, guarda en el fondo un tono de dolor. Tu música dice de alguna manera el cristo doloroso. ¡Qué tremendismo en aquellos crucificados!, en las imágenes votivas: sangre que convoca a la oración, al rezo, a la procesión. Cómo no volver a sentir el espacio de lo sagrado, en cada ofrenda de los indígenas de Chichicastenango. Cómo no volver a compartir la religiosidad popular en cada altar familiar, en ese olor que impregna todas las iglesias.
Guatemala, ciudad de los olores. Todo huele a antiguo, a cosa guardada. Es el moho propio de todo lo que no se quiere olvidar. Una forma de permanencia.
Como te habrás dado cuenta al leer esta carta, tu recuerdo se ha vuelto tan grande como tu tierra, como la Guatemala de quetzales de un color verde iridiscente.
—Casi que ni duerme —comentó una marmota, aún con ojos soñolientos.
—De día o de noche es lo mismo —agregó una comadreja, moviendo de lado a lado su cabeza—. Cuando estoy en mis rondas nocturnas lo veo despierto, pegado a sus libros.
—Eso es como un vicio —terció un conejo, levantando nervioso sus orejas.
Los tres contertulios miraban hacia arriba de un pino. Un búho, leyendo, ni se percataba del diálogo que acaecía abajo del árbol de frondosas ramas.
—A mí me produce es curiosidad —dijo una ardilla de larga y esponjada cola. Después de dar una vuelta rápida al tronco del pino, miró de frente a los otros animales, compartiéndoles una propuesta:
—Deberíamos hablar con él, a ver qué nos dice de ese estar todos los días entre libros.
La marmota, el conejo, la comadreja y otros curiosos que estaban cerca estuvieron de acuerdo con la iniciativa de la ardilla.
—Suba usted e invítelo a conversar con nosotros unos minutos sobre este asunto —exclamó el conejo.
La ardilla tomó la recomendación como un mandato y en poco tiempo estuvo cerca al búho.
—¿Muy ocupado?
El búho levantó sus grandes ojos, dejó a un lado el libro que estaba leyendo y miró a esa vecina ocasional que lo interpelaba.
—Un poquito…
La ardilla se acercó más al búho. Enseguida, poniendo el tono de voz de una súplica, le dijo:
—Yo y otros animales que podrá ver allá abajo, estamos muy intrigados por lo que hace, y queremos que nos cuente en detalle por qué anda concentrado todo el tiempo entre esos libros.
El búho miró hacia la raíz del árbol y descubrió muchos ojos observándolo.
—¿Intrigados por mis libros? —repuso extrañado.
—Sí —replicó veloz la ardilla—. Pero más aún por qué necesita de ellos o qué le hace estar día y noche de cabeza en esos volúmenes.
—Ah, ¿el por qué me gusta leer? —preguntó entusiasmado el búho.
—Sí, sí —saltó animada la ardilla—. Y queremos, si no es mucha molestia, invitarlo a que nos cuente sobre tal ocupación.
El búho puso un gesto pensativo, volvió a mirar abajo la concurrencia que se veía más nutrida por nuevos curiosos y, para no ser descortés con ellos y con la ardilla, desplegó las alas a la par que le respondía a su interlocutora:
—Vamos, pues, querida vecina… Vayamos a hablar de esta grata ocupación que, según he notado, cada día escasea más en estos bosques.
La ardilla de unos pocos saltos llegó a donde estaban reunidos la marmota, el conejo y la comadreja, quienes ya parecían refundirse entre el corrillo de animales. El búho se situó en un pequeño arbusto, justo al lado del portentoso pino.
—Bueno aquí está, nuestro amigo el búho —se lanzó a presentarlo la ardilla—. Él ha venido hoy a contarnos por qué se la pasa metido entre los libros noche y día.
Todas las miradas se posaron en el ave de grandes ojos.
—¿Y como qué quieren saber? —atinó a decir el búho para iniciar la conversación.
Después de un corto silencio, el conejo se lanzó a hacer una pregunta:
—¿Qué lo motiva a leer tanto?
—Una curiosidad que, poco a poco, se fue convirtiendo en un placer.
—¿Y no se cansa de leer?
Al búho le pareció extraña la nueva pregunta.
—El cuerpo se acostumbra a lo que la mente desea…
—Pero hay cosas que uno desea, y sin embargo lo cansan —lo interrumpió el conejo—. Yo no podría comer solo zanahorias todos los días.
—En cada libro encuentro alimentos diferentes y una misma página puede tener distintos sabores.
El grupo miró con más detalle la cara del que hablaba. Les pareció que los ojos amarillos del búho, con sus orejas y su pico formaban un triángulo misterioso.
—¿Y cómo hace para que no le coja el sueño mientras lee? —preguntó adormilada la marmota.
— Si uno tiene interés por algo las horas de sol le resultan pocas —respondió el búho
La marmota insistió:
—¿Y si el interés le dura a uno poquito?
—Entonces no era un genuino interés…
Los animales se miraron entre sí. En sus mentes indagaban si tenían o no un “genuino interés” por algo… La pausa fue rota por la voz estridente de una musaraña:
— Eso depende de la constitución de cada uno… yo no puedo quedarme quieta mucho tiempo.
El búho se detuvo en la larga nariz de su interlocutora y en cómo se desplazaba a toda prisa entre el corrillo de animales.
— El cuerpo está quieto mientras leo, pero es la mente la que se mueve a velocidades insospechadas.
— A mí me entraría la desesperación. Yo soy un ser de pura acción —exclamó un lince, erizando los penachos de sus orejas.
La mirada penetrante del búho se desplazaba según las opiniones de la concurrencia.
— ¿Y qué saca usted de esos libros? —exclamó un armadillo.
— Tantas cosas que no me alcanzaría este y otros días para contárselas…
—Pero, al menos compártanos algunas, si no es mucho pedir —dijo la ardilla.
El búho gitó su cabeza 250 grados hasta abarcar con la mirada a todo el grupo de escuchas.
—He sabido cuáles son nuestros más remotos orígenes, la existencia de numerosos animales que habitan en distantes tierras y las historias increíbles de otros seres que sólo crecen en nuestra fantasía… Y lo más importante —afirmó el búho, haciendo una pausa— los libros me han servido para ayudar a conocerme.
El grupo de animales se mostró asombrado por la última parte de la respuesta.
—Yo no necesito leer libros para saber quién soy —afirmó enfática una cacatúa—. Esta cresta, por ejemplo, ya es mi rasgo distintivo.
—Uno es más que pico y plumas —replicó el búho, en un tono tranquilo. Después de una pausa, agregó:
—Los libros son como espejos para mirar adentro de nosotros.
La concurrencia quería profundizar más en lo dicho por el búho:
—¿Hay muchos animales diferentes a nosotros? —increpó la comadreja, imaginando nuevas presas para su voraz apetito.
—Miles, infinidades… tantos como las hojas de estos árboles que nos rodean en este momento.
—¿Cómo conozco esos seres que habitan en nuestra fantasía? —preguntó la marmota.
—Leyendo las historias inventadas por los viajeros de lo maravilloso.
—¿Y de dónde procedemos nosotros? —preguntó intrigado un zorro.
El búho se detuvo en contestar. Recordó el libro que estaba leyendo y prefirió dar una respuesta corta.
—Venimos de las estrellas…
La ardilla notó que el diálogo se alargaba y, a pesar de la buena disposición del búho, consideró oportuno ir cerrando la conversación.
— Para no abusar de nuestro invitado, qué tal si le hacemos una última pregunta. ¿Quién se anima?
—¿Y qué le pasa a uno si no lee? —gruñó fuerte una jabalí.
El búho intuyó que la pregunta llevaba adentro una trampa. El sabía que la mayoría de la audiencia no leía y mucho menos el jabalí, que prefería dormitar entre los baños de barro.
—No le pasa nada… tan solo se priva de conversar con los que le precedieron.
—Ah, bueno —contestó indiferente el jabalí —. Me gusta vivir en el presente. Las personas que creemos en la experiencia no necesitamos del embeleco de los libros.
—La vida no se agota en la sobrevivencia —repuso sereno el búho—. Mis libros me han servido para no repetir las experiencias erradas de los demás.
La ardillla levantó sus brazos en señal de que la conversación llegaba a su fin. Agradeció al búho su presencia y subió presurosa hasta donde seguramente volaría el búho en unos instantes. Apenas el ave llegó, le reiteró su deferencia:
—Qué grato ha sido escucharlo —le dijo—. No sabía que dentro de esos volúmenes hubiera tantos conocimientos y tantas enseñanzas escondidas.
El búho miró a la ardilla con fraternal calidez.
—Son amigos que hablan en silencio. Mis maestros y mis guías cotidianos.
—¿Y uno puede adentrarse en ese mundo a cualquier edad?
—Desde luego. Los libros siempre mantienen sus ventanas abiertas.
La ardilla se acercó al búho con timidez. Alargó uno de sus pequeños brazos para hacerle una íntima solicitud:
—¿Podría prestarme uno, al menos? Uno que usted considere el más apto para alguien como yo, que hasta ahora empieza a adentrarse en ese mundo silencioso.
La cara del búho se iluminó.
—¡Por supuesto que sí!
Después dio unos pequeños pasos en la rama, revisó en su biblioteca y extrajo un viejo ejemplar de pastas amarillentas. Se lo entregó a la ardilla, a la par que le hacía una advertencia cariñosa:
—Este libro me lo regaló mi padre y es para mí como un tesoro. Ojalá saque el mismo provecho que yo he obtenido durante todos estos años. ¡Cuídemelo!
La ardilla tomó el gastado libro, le reiteró las gracias al búho y de varios saltos llegó hasta su refugio, unas ramas arriba del mismo árbol. Entró a su madriguera, hizo un lugar entre las bellotas y se dispuso a leer. Al abrir el libro, en la primera página, vio una dedicatoria que la conmovió: “Para mi querido Nicanor, este compendio de sabiduría que recibí de mi padre Salomón y que espero le sirva de guía y consejo cuando yo ya no esté a su lado”.
La ardilla sintió tristeza por no haber tenido un padre así, se consoló pensando en que al menos contaba ahora con su amigo el búho, y se adentró en las páginas del libro. Las letras que descubría al leer se asemejaban a un reguero de apetitosas semillas.
La primera vez que escuché “El chino de los mandados” fue en el automóvil de Miguel Alonso Puentes, el esposo de Lyda Zamira Rincón, dos amigos entrañables. Íbamos desde Yopal al campus “Utopía” de la Universidad De La Salle, en Matepantano. Dejamos de conversar y nos pusimos a oír con atención la historia entonada por Walter Silva. A la par que escuchaba la letra de esa canción mi memoria me llevaba a mi infancia, a esos primeros años en la vereda de Capira, a esa edad en la que, como el protagonista de la composición, tenía que hacer muchos mandados y, semejante a ese muchachito, disfrutaba del viento y de las aventuras del ambiente campesino. Apenas iba terminando la melodía las lágrimas salieron silenciosas de mis ojos. Hubo una conexión inmediata con mi espíritu. Con la mano derecha sequé mis lágrimas y le solicité a “Miguelito” más información sobre el autor.
Miguel me dijo que la madre del compositor había sido una maestra y que Walter Silva era una de los mejores compositores de la música llanera. Me habló de otras composiciones que le encantaban porque reflejaban bien las cosas cotidianas que le pasan a la gente “recia” de esas llanuras y por la manera como él las refería: “Dice con palabras sencillas lo que le sale del corazón”. Después seguimos oyendo en el CD otras melodías, pero en mi mente continuaba gravitando dicha canción. De regreso de aquel viaje, cuando Miguel me llevó hasta el aeropuerto, me regaló ese disco en el que había una compilación de varios temas de Walter Silva. Sea esta la ocasión para reiterarle a “Miguelito” mis agradecimientos por el regalo de esa tonada y por el puente afectivo con ese canta-autor que desde entonces hace parte de mis gustos musicales.
Pero qué es lo que hay en el fondo de mi experiencia estética con esa canción de Walter Silva. Por supuesto, y eso lo supe desde aquella ocasión en que la escuché, es que relata una historia muy parecida a la mía y a otras personas que hayan tenido una infancia campesina. Una niñez viva, repleta de cortas e inolvidables aventuras, de oficios infinitos y de carreras para hacer encomiendas o atender las urgencias de los mayores. Ir de un lado para otro, cruzar quebradas, atender a los animales, buscar “chamizos” para encender el fogón en la mañana, ir a buscar la leche para el desayuno, armándose de valor para espantar y enfrentar el asedio de los perros bravos; o dilatar el tiempo tratando de cazar tórtolas con la cauchera o treparse a los árboles y comerse, entre el vaivén de sus ramas, una naranja o una guama… Todas esas cosas están en la médula de esa canción: saltar, correr, divertirse, sentir en el corazón la libertad del campo. Y para hacerla más plena, más total, ese niño de la canción anda descalzo.
Además de ese contexto rural que, para unos puede ser la llanura y, para otros, tiene forma de montaña, el relato está impregnado de pobreza, de necesidad, de carencias cotidianas. La canción habla de un niño humilde que padece las situaciones propias de un hogar necesitado, sujeto a los avatares de lo que puede suceder cada día y, sin embargo, no hay tristeza ni amargura en él. Puede que falte el café, el azúcar, “el pocillito de manteca”; puede que la cuenta esté muy “grande” en la tienda donde se fía o que toque ponerle “pereque” a la vecina para solicitarle una vez más su ayuda, pero, aun así, no hay que perder el optimismo o la confianza en que se podrá seguir adelante. Y el niño vive esas experiencias de necesidad sin perder su vocación por las aventuras, por coger “guabinos” en las quebradas, por montar a pelo un caballo; el niño lleva las razones de la necesidad y, al igual que un ángel descarriado, trae en sus manos lo que solventa la solidaridad o los designios divinos. Nada puede quitar del corazón infantil su silbido feliz, su vagabundeo curioso, ni tampoco el pararse a escuchar extasiado el concierto de los pericos verdes o maravillarse con las bandadas de garzas blancas llegando a buscar reposo. La “falta de plata”, los ramalazos de la pobreza no pueden quitarnos del todo la alegría de vivir, parece decirnos en el fondo la canción.
El otro brazo de este pasaje es la exaltación a la “madrecita buena”, a esa mujer luchadora y fuerte, quien con “amor y sacrificio” y a pesar de las condiciones desfavorables de la fortuna, logró criar y “levantar” a “tres machos y una hembra”. Walter Silva ha contado que esta canción es un homenaje a su abnegada madre, Carmen Luisa Gutiérrez, la misma que en otro pasaje (“Las flores de mi mamá”) se sentía plenamente feliz de consentir su jardín al igual que enseñar a muchachos en una “escuelita rural”. La madre, en esta canción, es símbolo de la tenacidad, del coraje ante situaciones difíciles y de un amor que rebasa las acciones plenamente correspondidas. Una madre que sin aspavientos o pregones lastimeros sabía procurar para sus pequeños hijos la cena todos los días y hacer realidad el dicho de que “la tripa llena pone el corazón contento”. Este otro punto le otorga a la canción una raigambre popular muy fuerte, porque enaltece, casi con pudor, los heroísmos cotidianos de mujeres humildes que luchan a diario para mantener a una familia. Esta madrecita buena, a la que le gustaba tanto la música de pasillos y bambucos, la “vieja que regañaba” y le pedía a su hijo “coger fundamento” es la misma a la que ahora se le exaltan sus virtudes y se enaltece con el más profundo sentimiento. Quizá en este punto la canción toque fibras más hondas en todos los que hemos tenido la fortuna de tener las manos solícitas y cuidadoras de una madre cariñosa. Humilde, sí, pero abundante en amor y tenacidad para la crianza abnegada y responsable.
Desde luego, “El chino de los mandados” es la confesión de una parte de la historia de vida de Walter Silva. Es un relato autobiográfico que se vuelve más significativo porque señala el preludio de un futuro cantante. Y la canción sirve para evocar aquella época infantil, para homenajear a su progenitora y, para referirnos que, en ese entorno, en esas circunstancias desfavorables, también estaba en germen el sueño de aquel niño que corría por la sabana “sin camisa y contra el viento”, de “ser un cantante”. En ese paisaje seco de “necesidades” iba creciendo, poco a poco, el mejor estero para el autor casanareño. Entonces, la canción se cierra volviendo al ayer, pero entendiendo ese pasado de una manera diferente: ya no desde la “carencia”, sino desde el “sentimiento”; no desde el niño mandadero, sino del adulto que convierte esas anécdotas en pábulo para sus versos. Fueron esos “caminos” por los que deambulaba el niño los que “elevaron su pensamiento”.
Sobra decir que el video de la canción y el “actor natural” elegido para representar al “chino de los mandados” (Diego Yanit Gutiérrez, primo del cantautor y fallecido a los 13 años) se amalgaman de manera excepcional. La imagen, la música y la voz hacen que el mensaje llegue más profundo a nuestro corazón. La imaginación se transporta a nuestro terruño de la niñez, a la casita de techo de paja y bahareque, a la alberca con agua fresca, al corral, a las gallinas y los marranos, a ese mundo lleno de sol y de infinidad de pájaros. La voz de Walter Silva nos adentra en ese mundo de nuestros primeros años y sentimos, por unos momentos, que ya no estamos encerrados en un cuarto de ciudad, sino que corremos saltando, libres y felices, por aquellos paisajes verdes y polvorientos de nuestra infancia. De alguna manera, así sea un tanto nostálgica, esta canción hace “retroceder el tiempo”, para ver con otros ojos las heridas de la pobreza y agradecer a aquellas personas que nos cubrieron de amor y lograron mantener indemnes nuestros sueños, justo en el momento en que despuntaban como ideales imposibles.
Ananías era un hipopótamo muy gordo. Cuando ya casi no podía caminar y tenía frecuentes dificultades respiratorias, decidió buscar un remedio para su obesa condición.
—Camine usted todas las mañanas —le recomendó una estilizada jirafa—. Pero, no olvide una cosa, es todos los días.
El hipopótamo intentó hacer esas caminatas dos veces la primera semana, pero después apenas las hacía el domingo. Terminó por abandonarlas, arguyendo que de pronto ese esfuerzo le hacía mal para su corazón.
—No coma nada en las noches —le sugirió un guepardo al que le compartió su caso. Y luego el moteado felino agregó: —hágalo, por lo menos durante tres meses seguidos.
Ananías mantuvo y cumplió ese propósito algunos días, porque cuando sentía ganas de comer, olvidaba la recomendación y se hartaba de tubérculos a las ocho o diez de la noche.
—Tome agua de manera constante —le sugirió una rana de largas patas. Eso sí —le advirtió— de manera regular y continua.
Al hipopótamo le resultó fácil atender esta recomendación, por estar el remedio muy a la mano. Sin embargo, ya al tercer día le pareció muy insípida y empezó a tomar agua de panela, aguamiel y aguas azucaradas.
Todos esos consejos fueron inútiles. Su panza no se reducía. Entonces recurrió a una grulla, muy afamada en la región, a quien le contó todo lo que había hecho. Ella estuvo atenta, mirándolo con unos ojos que parecían atravesarle el cuero. Su dictamen tomó por sorpresa al hipopótamo.
—Mi estimado Ananías, a usted lo que le falta es ejercitar la fuerza de voluntad.
Apenas abandonó el verde consultorio de la grulla, Ananías anduvo indagando en la selva un gimnasio en donde pudiera desarrollar ese tipo de músculos que no sabía bien en qué parte del cuerpo los tenía. Aún sigue buscando ese gimnasio.
Ilustración de Beto Zoellner.
Las hienas y los monos aulladores
Si hubo en la selva animales más felices con las redes sociales, fueron las hienas. Se ajustaban muy bien a su temperamento agresivo y solapado. Cada hiena enviaba mensajes malolientes a sus colegas y éstas, a su vez, replicaban el mensaje agregando un comentario venenoso o incendiario. “Que el león quería perpetuarse en el poder”, decían; “que los ñus, todas las noches, le robaban en secreto pasto a las cebras”, repetían sin cesar. Y esos rumores se propagaban en las redes sociales de la llanura como el viento.
Unos monos aulladores, hábiles en expandir noticias de actualidad de árbol en árbol, les preguntaron a las hienas qué beneficio obtenían al actuar de esa manera. La más joven de las hienas, con risa burlona, les contestó:
—Si logramos despertar el odio y la venganza, si propagamos la ira y la pelea, mayor será nuestra comida.
Los monos aulladores les replicaron que tal estrategia no parecía ser muy eficaz en el tiempo:
—De aquí a que haya una víctima, se pueden morir de hambre.
Las hienas, al unísono, soltaron la carcajada.
—Comida es lo que nos sobra… El odio es contagioso, la envidia crea enemigos, el resentimiento es vengativo… De rencorosos muertos está llena la sabana.
Los monos subieron presto a las ramas más altas de los árboles y empezaron a aullar de manera estridente. Más tarde en sus redes sociales divulgaron la noticia de que la fuerza de los gorilas no era natural, sino producto del consumo de esteroides, y que los mandriles tenían el rabo pelado por su vida licenciosa.
Por lo general, los maestros y maestras de español, cuando quieren enseñar las homófonas y los parónimos (aquellas palabras que tienen idéntico sonido, pero distinto significado; o esos términos que, sin tener el mismo sonido, suelen confundirse por ser muy semejantes) lo que utilizan es un listado con las voces respectivas. Pero, sigo creyendo que hay maneras más creativas e interesantes para este fin. Una de esas estrategias es usar la narrativa para que los estudiantes infieran y comprendan las diferencias entre estas palabras aparentemente similares en su pronunciación o en su forma.
El relato que sigue es un ejemplo de cómo conjugar la fuerza interpelativa de la ficción con la prescriptiva de la gramática. El relato puede usarse de dos maneras: como ejemplo ilustrativo y didáctico de este tipo de palabras, y como un incentivo para que los estudiantes construyan otros de manera semejante.
“Mi esposa y mi suegra”, ilustración de William Ely Hill.
Abigail y Josué, un amor homoparonímico
Abigail ansiaba abrazar a Josué. Su amor la abrasaba hasta la obsesión.
—Dios mío, haz que venga a mi alcoba —suplicaba a gritos la enamorada.
Pero Josué, que era un as de la seducción, prefería escaparse de ella por semanas.
Abigail insistía más de cien veces en sus llamadas. Ella sentía que su sien derecha iba a reventar.
—Estoy en la cima de mi amor —volvía decir para sí Abigail—, yo siento que esta pasión proviene de una sima profunda, de un magma incandescente.
Como no le dio resultado tal recurso, recordó el ejemplo de la fiel Penélope y empezó por las noches a coser un tejido interminable. Y tanto se entregó a esta labor que dejó de cocer sus alimentos.
Cuando ya había perdido toda esperanza, un día apareció Josué. Su presencia la dejó extática. Y así, quieta, estática, en el umbral de la puerta le expresó este reproche:
—He estado grave, enferma del alma. Y no veo que tu mente grabe lo que te digo.
Josué se mantuvo en silencio.
—Si me has visto con un rebozo es para evitar que veas mis labios, porque mi amor ya rebosa la copa.
Josué se dedicó a escuchar el balido de las ovejas lejanas.
—Mi amor por ti será válido en cualquier tiempo.
Josué se detuvo a observar el menudo vello de los brazos de la mujer. Ella volvió a atacarle:
—No hay nada bello para ti en este amor, nada…
—Vaya, vaya… —respondió Josué como para salir de aquella cárcel de palabras.
La mujer sintió ira. Vio tras la valla de su jardín las flores secas e interpretó eso como un mal presagio.
—No cabe duda de mi amor, pero yo misma cavé mi infortunio.
—Mi amor me ha cegado —continúo Abigail— y tus continuos desaires han segado mi ilusión.
A Josué le parecieron hermosas aquellas palabras.
—Por lo que veo para ti ya no soy más que un desecho afectivo —dijo sollozando Abigail.
—Yo nada he deshecho, nada —replicó Josué a manera de disculpa.
—Este amor, como dice en el Cantar de los Cantares, quedará grabado en mi pecho, a pesar de los muchos gravámenes que he tenido que pagar por tu displicencia. Yo he arrostrado esos desaires sin decir nada, a pesar de las muchas ocasiones en la que has arrastrado mi alma sin ninguna compasión.
Abigail continuó. Estaba embelesada.
—Cada ausencia tuya machucaba mi corazón, y tus continuos desaires machacaban mis esperanzas. La hacían trizas. Yo estaba, como una mártir, en oblación permanente. Y por más que ansiaba una llamada o una carta tuya, esas pequeñas abluciones refrescantes jamás llegaron. Qué oquedad padecía y qué hosquedad la tuya, cuánto perjuicio me hiciste, quizá por tus prejuicios o tus aprensiones. Josué, prescríbeme la medicina para olvidarte o proscríbeme al lugar más remoto donde están los condenados del olvido. Provéeme alguna medicina si ya puedes prever nuestro desenlace. Perdóname por recavar en este sentimiento, pero no me cansaré de decírtelo hasta recabar mi propósito. Sé que mis palabras sonarán poco salubres en este momento, pero prefiero eso, a seguir manteniendo esa sensación salobre en mi boca. No pretendo con esto que te digo trastrocar lo que eres, ni menos pedirte trastocar la manera como vives. Perdóname, otra vez. Si puedes absolver mis faltas, me sentiré agradecida; de lo contrario tendré que, como una sedienta esponja, absorber mi propia amargura.
Josué pensó que ese largo discurso de Abigail era una perfecta invectiva, como las de Demóstenes, y que se requería bastante inventiva para decirla de manera improvisada.
—Yo he tenido la mejor actitud —dijo Josué, suavemente.
Abigail, más serena, le contestó con un tono de dolorosa aceptación:
—A lo mejor… pero tal vez no tengas la aptitud de amar abandonándote.
—Entonces, déjame abjurar del modo como te he amado…
—Ya quisiera yo hacer eso posible —respondió Abigail—, pero no soy una maga que pueda adjurar tus sentimientos.
Hubo un largo silencio. Las miradas dejaron de encontrarse. Josué se levantó del sillón y salió de la habitación, alejándose poco a poco. Al pasar por el jardín percibió el espirar dulce de las rosas, mientras que, adentro de la casa, Abigail sentía que su corazón había expirado.
El odio entre los animales de la sabana iba en aumento. Ya no era solo por la comida, sino manifestado en agresiones verbales que se multiplicaban cada día.
—Estamos hartos de que los elefantes vengan a ensuciar nuestras charcas —arengaba un hipopótamo a sus compañeros de manada.
—Debería ser un delito el que los hipopótamos infecten nuestra agua con sus excrementos —murmuraban los elefantes.
Las guacharacas, apenas escuchaban tales afirmaciones, se apresuraban a divulgarlas con estridente voz.
—Tenemos la exclusiva —chachalaqueaban—: Los elefantes andan en negociaciones con los cocodrilos para acabar con los hipopótamos.
—Y una fuente muy importante nos ha contado que los hipopótamos se han vuelto traficantes de marfil.
Con sus bufandas de color rojo encendido y sus medias rosadas, las guacharacas iban de árbol en árbol amplificando y repitiendo toda la mañana esta noticia. Al otro día, aunque los actores eran distintos, ellas se mantenían en su letanía alarmista:
—Hay un choque de trenes entre carnívoros y carroñeros —exclamaban con su chillona voz.
Con el pasar del tiempo los animales empezaron a creer y repetir que toda la sabana estaba polarizada y que, de seguir así, una guerra era inminente.
El león se enteró de este rumor y, muy rápidamente, conformó una comisión de alto vuelo para indagar la causa de este mal ambiente. El águila, la cigüeña y un flamenco integraban el grupo. Después de una semana presentaron al león sus hallazgos:
—Eso se debe a la sequía, que exacerba los ánimos —dijo el águila, después de otear todo el territorio.
—La causa de este malestar es la sobrepoblación —explicó la cigüeña—. La sabana no aguanta un animal más, y por ese apretujamiento hay tantos conflictos.
—Para mí el motivo está en las migraciones —y lo sé por experiencia propia, afirmó el flamenco—. Los inmigrantes causan muchos problemas.
El león oyó con atención a todos los miembros de la comisión. Les agradeció y se encerró a meditar en su despacho.
De regreso a su guarida le comentó a su esposa lo sucedido. Ella lo escuchó mientras atendía a tres de sus cachorros. Una vez que el león terminó de hablar y, como si fuera algo obvio para ella, le comentó:
—No creo que sea por ninguna de esas razones.
El león la miró intrigado.
—Eso se debe a la bulla que hacen las guacharacas.
—¿Esas pajarracas estridentes?
—Sí. Ellas son las que torean el avispero. Repiten y repiten cualquier pequeño incidente de dos animales hasta volverlo un problema de todos. Cogen una chispita y la vuelven un incendio
—¿Y por qué dices esas cosas?
— Las cazadoras sabemos cómo alcanzar nuestras víctimas.
Al león no le pareció desacertado el comentario de su mujer. Habló de otros asuntos cotidianos y dejó que sus hijos jugaran unos largos minutos con su melena.
Al otro día, a primera hora, el león convocó a las guacharacas a su palacio. Cuando llegaron exhibiendo sus medias rosadas y sus bufandas de color rojo encendido, les expuso los pormenores del ambiente conflictivo que se vivía en la sabana y que las invitaba a contribuir a mejorar la situación.
—Nos sorprende que nos diga esas cosas —replicó altanera una de las guacharacas.
El león, mirando de reojo las flacas patas de las aves con esas vistosas medias rosadas, siguió hablándoles:
—No podemos permitir que se pierda la concordia y la paz en la sabana.
—Eso es lo que hacemos todos los días —repuso una guacharaca que cargaba una cartera muy costosa.
—Las invito a calmar los ánimos. Ya es suficiente con la sequía que nos agobia —terminó diciéndoles el león.
Apenas abandonaron el palacio, las guacharacas volaron hasta el primer árbol que encontraron. Estaban muy molestas, ofendidas desde la cabeza hasta la cola.
—¡El alto gobierno quiere amordazar la libertad de expresión…!
Y en ese chachalaqueo estuvieron todo el resto de la mañana, prosiguieron en la tarde y siguieron hasta el inicio de la noche.
Ese mismo día, cuando el león regresó a su guarida y la leona le comentó del rumor que ahora estaban diciendo a los cuatro vientos las guacharacas, le hizo a su mujer una sesuda confesión:
—Tal vez el problema no sea únicamente por las guacharacas, sino por los animales crédulos y lenguaraces de la sabana.
Hizo una pausa y terminó su reflexión:
—Si cada animal creyera la mitad de lo que le comentan y callara la mitad de lo que le dicen, sería más fácil convivir en paz.
La leona miró a su marido de reojo y le pareció que los años lo iban volviendo más sabio. Se rescostó a su lado, en silencio, para observar el rojo atardecer en la sabana.
Uno de los primeros en adquirir celular fue el pavo real. El mismo día que lo consiguió no paraba de tomarse selfies a cada minuto. Se fotografiaba al lado de las gallinas más cenicientas, otras con la finca del dueño al fondo y, en la mayoría, exhibía su colorida y enorme cola en diversos ángulos.
Durante varias semanas el pavo real estuvo presumiendo de su nuevo juguete. Varios patos y gallinetas halagaron el dichoso celular y unas cotorras envidiaron la suerte de tener a la mano esa maravilla tecnológica.
El único que no se inmutaba era el búho. Trepado en una rama de pino observaba con sus grandes ojos lo que ocurría a su alrededor. Al pavo real le pareció curioso tal comportamiento y se acercó al árbol mostrando el aparato reluciente.
—¿Y a usted no le interesa mucho tomarse fotos?
—No —repuso el búho de manera despreocupada.
—¿Por asuntos de belleza? —preguntó con ironía el pavo real.
—No. Por prevención y pudor…
El pavo real no entendió muy bien la respuesta y prefirió seguir fotografiándose esta vez en compañía de unos cerdos al lado de la porqueriza.
El búho continuó contemplando la escena. Se acomodó mejor en la rama del árbol mientras decía para sí: “Lástima que esos aparatos no saquen fotos de lo que la gente tiene adentro de su cabeza”.
El arma más letal
Varios animales se juntaron de manera espontánea para conversar sobre la mejor estrategia de cacería.
—La mejor arma para matar —dijo el león— son unos colmillos largos y cortantes.
—No —replicó el tigre—, no hay como unas garras bien afiladas.
Las hienas permanecían a unos pasos y en silencio, observando atentamente aquella conversación.
—Yo pienso que el veneno es lo más efectivo —argumentó una cobra, alzando amenazante su cabeza.
—¿Y dónde me dejan la eficacia de la velocidad? —interpeló al grupo un atlético guepardo.
Las hienas se sonreían, como si conocieran algo secreto para la concurrencia. Entonces el rey de la selva se digirió a ellas, increpándolas de manera desafiante:
—Y ustedes, señoras, ¿qué piensan al respecto?
Una de las hienas se acercó al grupo y, con un tono de voz que parecía un gruñido musitado, les hizo la siguiente confesión:
—Nada hay más cortante, más rápido y más venenoso que la baba pudridora de la mentira y la murmuración.
Los animales miraron a las hienas con cierto asombro y, poco a poco, fueron disolviendo la reunión.
Ilustración de Pawel Kucynski
Los buitres, las palomas y la paz
Las palomas insistían en que la paz era fundamental para lograr vivir mejor en toda la comarca.
—Así cada quien está tranquilo y podemos todos ser felices.
Los buitres escuchaban los argumentos de las palomas. El rey gallinazo, a sabiendas del riesgo de esa propuesta para su bienestar, replicó:
—Esos son ideales muy loables…
Las palomas sintieron los ojos amarillos de los buitres sobre sus espaldas.
—Más que loables, necesarios. Miren la cantidad de ciervos muertos aquí y allá en los últimos meses.
El gallinazo alargó el cuello, batió las alas y respondió no sin dejar de mirar a las palomas.
—Por lo que sé, y comprobé con mis certero olfato, eso fue a causa de una peste.
—Nosotras sabemos que no fue por eso —replicó la paloma mirando a lado y lado.
Los buitres callaron. Después se alejaron de las palomas y empezaron a correr para levantar el vuelo.
Mientras ascendían, buscando la mejor corriente de aire, hablaban de que tales propuestas eran las que estaban acabando con sus hermanos.
—Las palomas no entienden que sin la guerra estaríamos acabados.
Y el calvo rey gallinazo graznó con tono sentencioso:
—De carroña vivimos y por la carroña mantenemos nuestro trabajo.
Heráclito, desnudo, se bañaba en un río. Entre cantos y letanías para sus dioses protectores, jugaba con el agua corrientosa que acariciaba sus piernas. Se sentía a gusto entre aquel húmedo elemento.
El agua que rozaba su cuerpo continuaba su recorrido hasta perderse de vista. Descendía por montañas, se descolgaba por entre rocas y se alargaba serpenteando en las llanuras. El sol, mientras tanto, calentaba las aguas de aquel río siguiendo su curso. El agua del río sufría entonces un cambio imperceptible; se iba evaporando hasta condensarse en nubes, para luego caer de nuevo en forma de lluvia.
Heráclito, friccionando su espalda con una esponja, recibió nuevamente la caricia del agua, esta vez en forma de lluvia leve y continua. Reflexivamente dijo para sí:
—Estaba equivocado: me he bañado dos veces en el mismo río.
Idit
Mi marido empezó a correr como loco. Vociferaba, maldecía, miraba a todos lados, alertándonos del peligro inminente:
—Es el fuego divino, el fuego que arrasará a este pueblo pecador.
Yo no entendía bien lo que pasaba, pero supuse que era algo grave lo que se avecinaba porque el calor me sofocaba y el humo parecía asfixiarme.
—Cojan lo más necesario y no miren hacia atrás —gritó.
—Corran lo más que puedan —dijo con voz angustiosa.
Yo quería sacar mis perfumes, mis vestidos predilectos, el collar de nácar que él me había regalado cuando nos casamos, y por eso me demoré más que los otros miembros de la familia. A empellones metí lo que pude en un saco y en medio del gentío empecé a correr hacia donde parecía que estaba el camino de la salvación.
De pronto, me pareció escuchar detrás de mí la voz de mi esposo:
—No quedará piedra sobre piedra…
Pero cuando giré la cabeza para comprobar si era en realidad mi esposo el que hablaba, sentí que el cuello no me obedecía y un sabor de arena se confundía con mi espesa saliva. De pronto mis ojos comenzaron a ponerse pesados y mi respiración se hizo imposible.
Con mi último acto de lucidez recordé mi nombre: Idit, esposa de Lot.
El desvelo
Por las noches la desvelaba el recuerdo de él. Durante largas horas se reacomodaba por todos los lugares de su lecho, sin conciliar el sueño. Así transcurría la mayor parte de sus días. Era una enfermedad que se apoderaba de su cuerpo, haciéndolo incapaz de aceptar el descanso. La culpa la tenía él: por ser tan etéreo, tan fugaz. Pero la mayor parte de la culpa —volvía y reflexionaba— era de ella, por aceptar en su vida ese amor vaporoso.
Desesperada, decidió comentarle a su intermitente amor aquella penosa situación. Él la escuchó extasiado, como si saboreara cada parte de la anécdota, cada largo suspiro, cada exclamación de agotamiento. Parecía no importarle, pero le agradaba profundamente saberlo. Las lágrimas asomaron discretamente a los ojos de ella. Él no les prestó mayor importancia a esas lágrimas y continuó escudriñando los pormenores de aquella historia de insomnio.
Pasado aquel encuentro vino la noche y, con ella, el desvelo. El cuarto de la mujer se convirtió en una celda. Esperaba otra vez el tormento nocturno. Pero, esa noche, pudo conciliar el sueño. Durmió plácidamente hasta altas horas de la mañana, sin aquel temor que la había acompañado.
Quiso comentarle al hombre fugaz el maravilloso suceso, pero prefirió callar. Comprendió que la felicidad de él consistía en saberse verdugo permanente de su vigilia nocturna. Y supo también que no podía amarlo como antes, porque sus desvelos ya no eran de él, sino del sueño. Y eso, a pesar suyo, le producía una infinita tristeza.
Amargura caudalosa
No soportaba verlo llorar. Ahí, de pie, tratando de mantener el equilibrio, como un niño de 70 años, apenas aguantando el dolor, ayudándose con la morfina de una pastilla cada cuatro horas, el viejo le hablaba a su hijo:
—Es que no aguanto el dolor en toda esta pierna.
El hombre menor, de unos 44 años, le servía de lazarillo a su padre. Vertió agua de una jarra en un vaso y se lo pasó al padre para que la mano raquítica ingiriera el medicamento.
—Anoche, como no veo bien —dijo el viejo—, pensé que el vaso estaba bocabajo, y no; se me regó toda el agua.
El hijo levantó la mirada hasta encontrarse con el cuerpo apaleado de su padre. Lo vio más flaco, más enjuto. Hasta pensó que era un poco más pequeño.
—¿Otro poquito?
—No, mijo.
El viejo estaba agotado. Desde hacía un mes había empeorado. El cáncer iba a toda prisa, corriendo, saltando de hueso en hueso, de la espalda a la pierna, del tobillo al antebrazo. Ya nada podía hacerse para controlar su alocado juego de golosa mortal; y el viejo cada día iba perdiendo movilidad, lozanía, brillo en sus ojos. Ya no salía al frente de su casa a comprar el periódico; ya no podía ir a cobrar su pensión; ya no caminaba por el primer piso.
—Vamos a tener que hacer como un mesón, acá arriba, para colocar los platos.
El viejo soñaba el espacio para un mueble entre el televisor y la puerta de su dormitorio.
—Ya no puedo bajar las escaleras.
—Más bien compremos una mesita, de esas altas —dijo el hijo.
—Sí, yo las conozco.
El viejo dejó el vaso sobre la mesa del televisor y salió hacia el cuarto de baño. Iba como renqueando, como si fuera una presa herida por el tiempo. El hijo se quedó contemplando el diseño del futuro mueble; luego salió de la habitación y se encaminó a buscar su comida.
Bajó por la misma escalera que su padre había escalado tantos años, recorrió el mismo piso de madera por donde el viejo había caminado y se ubicó en el comedor circular cerca al puesto en el que su padre acostumbraba sentarse.
Miró a su alrededor y vio sobre uno de los asientos dos cojines de goma que, como si fueran salvavidas, servían de soporte para que la cadera del viejo no tocara la madera. Alzó la mirada y no pudo evitar pensar en aquellos últimos días. Recordó a su padre tendido en la cama, echado, acompañado por el transistor y la voz de Américo Rivera leyendo las noticias del mediodía. Lo vio con un pañal, como un ridículo bebé triste y tambaleante. Lo vio también intentando levantarse de la cama y necesitando de una mano que pudiera impulsarle la cabeza, así como a los niños. Lo vio igualmente vomitando, regurgitando el poco alimento que ya su organismo se negaba a recibir.
Lo vio con la barba crecida y con unas ojeras tan extrañas, como si ya el viejo estuviera aprendiendo a mirar desde otro mundo.
El hijo se tomó sorbo a sorbo la crema de tomate y mordisqueo una arepa. Su mente no estaba en el plato ni en la comida.
—¿Quiere algo más? —le preguntó la madre, acercándose despacio hasta la mesa.
—No, así está bien.
Ese día había llovido con tenacidad, con la fuerza de las lluvias de abril. El hijo acompañó a la madre a lavar los platos; la mujer complementó su labor con palabras cotidianas, con anécdotas de la enfermedad del viejo.
—Ha vomitado mucho esta tarde. Ya el cuerpo no le acepta nada.
Después el hijo y la madre subieron de nuevo a la habitación del enfermo. Lo hicieron en silencio, para evitar que se desbordara la caudalosa amargura de sus corazones.