El maestro en su Capilla…

Se lo ve tan pequeño en medio de su casa de libros. De pie, sobre la baranda del segundo piso, está Alfonso Reyes; mi maestro Alfonso Reyes. Las paredes están tapizadas de volúmenes. No queda ni un solo espacio para nada que no sean libros y más libros. Es la “capilla Alfonsina”; el lugar sagrado del maestro. Abajo, en el primer piso, las bibliotecas siguen multiplicándose. Y en los pocos lugares libres, en esos intersticios salvados de tener encima un volumen, nacen floreros enormes y flores descomunales. Hasta parece que las flores son más grandes que el maestro. Está de pie. Se lo ve orgulloso de su casa taller, de su mesa de trabajo de dos pisos y muchas habitaciones. Tal vez por el ángulo en que fue tomada la fotografía el maestro se pierde entre tanta hoja, entre tanto libro. Sin embargo, puedo entrever su sonrisa. Esa sonrisa que cautivó a Germán Arciniegas. Mi maestro, es un hombre pequeño, rollizo. Tiene bigote y barba. Su cabeza reluce. La frente hace juego con una enorme lámpara. Mi maestro, con el que nunca hablé, el que siempre me ha dado sus lecciones desde el silencio de la hoja impresa, me dice: “!Entra!”. Y yo sé que esa invitación es familiar. Porque de tanto leerlo, de tanto releer sus libros, me he vuelto como amigo de su casa. “¡Sigue!”, vuelve a decirme, desde arriba. Y aunque lo vea tan pequeño, en medio de su inmensa biblioteca, siento que es un gigante, un coloso que me ha enseñado a amar la literatura, a saborear las palabras en sus ritmos, y a buscar por todos los medios, cuando escribo, la claridad del pensamiento.