Los ritos de graduación, especialmente los realizados en la academia, tienen una magia que sigue llamando mi atención. Aunque parezca en la superficie un acto para entregar un cartón lo cierto es que entraña una variada confluencia de sentimientos, actuaciones y simbologías.

Lo primero por destacar es el carácter familiar de este acto. La ceremonia de graduación convoca a los familiares cercanos y lejanos. A todos ellos se les participa de este logro o de este acontecimiento. Es algo que amerita saberse, conocerse. El grado vuelve a reunir al clan familiar y todos, así sea por un momento, desean asistir a la ceremonia. Aunque es un logro personal, el grado es de todo un clan, de toda una familia.

Destaco, de una vez, otra característica de los grados: el orgullo de los padres. Uno lo puede percibir en la forma como ellos se preparan para la ceremonia y en el gesto que colocan al momento de tomarles las fotografías. Es una postura de orgullo, de tarea cumplida, de la típica felicidad después de un largo esfuerzo. Los padres son, como nadie, los más satisfechos del logro del graduado. Ellos son además los que propician, así sea con sus pocos recursos económicos, la organización de la fiesta o el ir a un restaurante a celebrar el logro con una cena especial.

Y como lo exige todo rito, el que se va a graduar debe asumir cierta compostura y determinado vestuario. El que se gradúa quiere o desea estrenar un vestido. En todo caso, ponerse de gala. Por eso hay un puesto especial para acomodarse y un protocolo para ir a reclamar el diploma. Y por eso también, los familiares más cercanos aprovechan la ocasión para comprar una prenda nueva o “desempolvar” algún vestido de ocasión. No se puede recibir esta distinción de la misma forma o con las mismas prendas cotidianas. Se trata de asumir otra piel acorde a la nueva condición que el título confiere.

Por lo demás, el ritual se torna más interesante porque es público. Quizá allí estribe uno de sus mayores valores sociales. La institución que gradúa aprovecha la ceremonia para declararle a la sociedad que certifica ese título, que da fe de su logro académico, que avala al nuevo profesional o el nuevo magister o doctor. Digamos que el cartón o el diploma no alcanzan su verdadero radio de acción, si no se lo pasa por la entrega pública, por esa ceremonia en la que los asistentes hacen las veces de testigos y el juramento solemne ante un Dios, pone su matiz de trascendencia.

También es muy importante el registro fotográfico o de video. Hoy es más fácil que hace unos años. Antes, el contacto con el fotógrafo, previo a la ceremonia, era un asunto atendido y negociado por los padres. Estos fotógrafos cumplen el papel de ser reporteros de este acontecimiento. Por eso, no puede quedar por fuera del protocolo la foto del graduado con el diploma, con los padres, con la pareja, con los hijos, con los hermanos, con los amigos. Hasta es posible, aunque ese es un acto de suprema gratitud, el tomarse alguna fotografía con determinado maestro. Dichas fotografías son otra forma de “atrapar” la importancia de este rito, otra manera de subrayar su excepcionalidad.

No cabe duda de que todas estas cosas están relacionadas no sólo con las ceremonias propias de la academia, sino con el tiempo y esfuerzo que lleva alcanzar un título. Es sabido que no todas las personas tienen la oportunidad y los recursos para educarse; y, de igual forma, que no todos los que comienzan una carrera o un posgrado logran terminarlo. Por lo mismo, graduarse es un triunfo a la persistencia personal, al apoyo de la familia; y también una particular distinción entre una masa imposibilitada de futuro o entregada al conformismo de su destino aciago.

Como puede verse, el estar de grado evidencia las características de un “rito de paso”. La ceremonia contribuye a que graduado y asistentes  vean cómo alguien que era de una determinada condición accede a otra de mayor nivel o jerarquía. Eso no sólo ocurre en el mundo de la academia. Pero lo que está de fondo es su fuerza simbólica: graduarse es asimilar una nueva identidad, otro estado. Y aunque la alegría de familiares y graduados no deje mucho tiempo para apreciar esta metamorfosis, el rito está pensado para que nuestra psiquis profunda asimile tal transformación. Ya no podemos seguir siendo los mismos o, al menos, la sociedad espera que seamos distintos.

Cerremos estas reflexiones diciendo algo del cartón o diploma. Comentemos un poco del testigo mudo de este rito. No hablemos tanto de su gran tamaño y el tipo de papel, con toda esa herencia honoraria de los pergaminos; o del hecho de que muchas instituciones opten por redactarlo en latín. Detengámonos mejor en su suerte posterior, cuando el graduado lo manda enmarcar y lo coloca en un sitio de su oficina o en un lugar privilegiado de su casa. Allí es que cobra su verdadero valor: servir de identidad e idoneidad profesional para conocidos y extraños, ser un ojo vigilante de las acciones del graduado, mantener en silencio el vínculo con una institución académica para que no deje de aprender. El diploma enmarcado es un hito. El diploma es la ceremonia de grado que permanece a lo largo del tiempo.