Tres elementos me parecen claves en una primera lectura a la Carta al padre de Franz Kafka. Los tres aspectos confluyen en el objetivo final de la misiva: mostrar las relaciones entre un padre y un hijo. Procederé de manera rápida pero señalando vetas de contenido para futuros análisis.

El miedo

Es el detonante de la carta, la sangre que palpita en el espíritu de Kafka. Ese miedo puede provenir de la figura gigante del padre o del angustioso tema de las decisiones. Es un miedo apabullante e inmovilizador. Y lo más grave de este miedo es que trae consigo la culpa o la vergüenza. Un miedo que acalla la palabra, que lleva a mentir y, como se relata en la carta, a que se busquen formas indirectas para enfrentarlo.

El miedo lleva a la huída, al aplazamiento, al mutismo. Tal vez ese miedo venga asociado a las mismas características físicas de Kafka: flacuchento, endeble, frágil; o sea la consecuencia ―como parece deducirse del texto― de los métodos educativos del padre (unos métodos de los que hablaré más adelante). También es probable que dicho miedo provenga del no querer asumir responsabilidades como atender la tienda, la profesión o el matrimonio.

Eso es posible. Aunque también cabe la explicación de que el miedo kafkiano provenga de una especial sensibilidad de Kafka. Una constitución interior que lo torna débil, proclive a las heridas de todo tipo. Lo cierto es que desde niño Kafka nos confiesa su temor, su disposición hacia él, su campo de irradiación en muchos aspectos de su vida cotidiana.

Del mismo modo, es posible pensar que ese miedo se originara en la difícil aceptación del crecimiento: en no asumir la propia vida solitaria y libremente.

La educación

Este es otro elemento transversal a toda la carta. Kafka señala en varios apartados cómo influye un tipo de educación en un hijo y de qué manera determina o modela un carácter.

Son variados los métodos educativos que resalta Kafka: el castigo de sacarlo al patio y dejar la puerta cerrada; las normas de comportamiento en la mesa en una sola vía;  las reprimendas, las amenazas, las ironías, las risas malévolas. Estos métodos educativos troquelaron una forma de ser y de relacionarse de Kafka. Por momentos, usando la palabra; otras, dando a la distancia una valor mayúsculo. Siempre provocando la desconfianza, el yugo; siempre tallando la debilidad. Sea como fuere, Kafka nos dice que esos métodos educativos no fueron precisamente cercanos al reconocimiento, la caricia o el estímulo. Y aunque no responsabiliza a su padre por eso, sí declara su efectividad, y una poderosa ramificación en su raquítica contextura moral.

La culpa

Pareciera que los dos elementos anteriores confluyeran en este último elemento. Kafka se siente culpable tanto de sentir miedo como de no poder responder a esa educación patriarcal. Su culpa lo lleva a falsificarse, a callarse, o a huir. Pero, además, esa culpa se acrecienta con la edad. No es una condición de cierta época (la niñez) o de determinada circunstancia. Haga lo que haga, actúe como actúe, siempre estará aquilatado por el “peso” de la culpa.

Sorprende en la carta el secreto proceder de este sentimiento en Kafka: lo aguijonea cuando menos lo espera; lo ataca en escenarios íntimos… Tal vez esta culpa sea del orden imaginario. Consista en una elaboración de la reflexión excesiva, de sobredimensionar a las personas. Pero, y eso es importante, es esa misma culpa la que lo lleva a buscar la literatura. Una vía en donde ya no haya temor, ni vergüenza; una vía en donde toda la fragilidad halle el mejor camino para fluir sin cortapisas o recriminaciones. A diferencia de la culpa, es la escritura lo que hace libre a Kafka.