A un impaciente

El poema “A un impaciente” del español Manuel Sandoval, es uno de esos textos inspiradores, repleto de optimismo y de fe en la vida. Seguramente, buena parte de los lectores, aquellos que tengan más de cincuenta años, lo sabrán de memoria y hasta es posible que lo hayan enseñado a sus hijos. Es un poema de esos que se encontraban en los textos de lectura cuando cursábamos los primeros años de escuela y que, sin perder un tono edificante, abre nuestro espíritu a un horizonte de posibilidades.

El poema a lo primero que nos invita es a tener paciencia, a no desesperarnos cuando las cosas no se dan tan rápidamente como uno quisiera o cuando a un gran esfuerzo no hay correspondencia con los nimios resultados. Y el poeta nos invita a aprender de la naturaleza; a mirar que cada fruto, cada cosecha, lleva su tiempo. Que no podemos llenarnos de impaciencia o de intranquilidad cuando los ritmos propios de una planta o de una persona no avanzan o “maduran” según nuestro capricho. La lección mayor es esa: existen procesos, transformaciones que, al no dejarles continuar su evolución, podemos abortarlas o arrancarlas a destiempo.

Podría creerse, entonces, que los esfuerzos de nada sirven si no podemos intervenir en la rápida consecución de los fines. Pero no es así. Manuel Sandoval nos advierte que no es inútil el empeño y la porfía; que después de persistir con bastante fe y altísima confianza, los seres humanos alcanzamos, por lo general, las metas que soñamos. La reflexión más bien va por otro camino: entre el esfuerzo y el logro debe tenerse presente el papel del tiempo, la presencia inevitable de las etapas, de las metamorfosis. Va mucho de gusano a mariposa. A veces, olvidamos que en el ciclo de la vida cada peldaño es soporte e impulso para el siguiente. Y aunque en la cáscara no podamos apreciar cómo va acaeciendo o prosperando un sueño o un proyecto, lo cierto es que bien adentro va poco a poco conquistándose un nuevo estadio, otra forma, un avance silencioso pero inevitable.

No hay que cansarse o claudicar cuando las cosas no resultan inmediatamente. Es el trabajo perseverante, la insistencia, el que hace fecunda la tierra estéril y prolíficos los vientres secos. El machacar, el reiterar, el proseguir en una tarea, más que tiempo perdido es el secreto para obtener lo inalcanzable. Los dos ejemplos de la última estrofa refuerzan este planteamiento: de un lado, Moisés, uno de los símbolos de la fe suprema, de la fe con esperanza, un personaje que convirtió su errante viaje y el de un pueblo, en ejemplo de persistencia, de obstinada búsqueda de una tierra idílica. El otro emblema es el de Fidias, el escultor famoso por dotar al mármol de levedad; el griego que podía entrever en la piedra, con infinitos golpes de cincel, pliegues de telas, vestidos vaporosos. En esos dos ejemplos se evidencia el fruto de la constancia; los beneficios insospechados de la asiduidad.

Es posible que en una época como la nuestra, tan dada a la rapidez, a la velocidad, al consumo inmediato, la invitación de Manuel Sandoval pueda parecer idealista o de cierta candidez. Sin embargo, lo que el poeta sugiere es precisamente un contrapeso a esos valores actuales del “todo ya y de una vez”, o de aquellos otros centrados en el “dinero fácil”, o el “no se complique demasiado”. Es un llamado a no engañarnos con todos esos paraísos sacados de la manga o con esa dejadez perezosa y suplicante por un golpe de suerte. Querámoslo o no, es el trabajo honesto, la perseverancia, la lucha cotidiana, todas estas “porfías”, las que mejor construyen casas sólidas, las que dan felicidades con raíces, las que podemos dejar como una heredad segura a nuestros descendientes.

Me gusta repetirme muchas veces esas dos primeras líneas: “Lo que no puedas hoy quizá mañana / lo lograrás, no es tiempo todavía”. Las reitero cuando algo se interpone en mis proyectos o cuando después de mucho trabajo no hay una respuesta positiva; me las digo también cuando en las relaciones humanas, los amigos o los compañeros de trabajo nos decepcionan, cuando fallan o no nos acompañan cuando más los necesitábamos. Entonces, me armo de paciencia. Pero al otro día, vuelvo y comienzo, renuevo mis bríos y saco de bien adentro de mi corazón la suficiente energía para no abandonarlo todo. Y vuelvo a confiar en los demás, repitiendo en mi memoria esos otros versos: “Trabaja y persevera, que en el mundo no hay nada que sea estéril ni infecundo / para el poder de Dios o de la idea”. 

(De mi libro Vivir de poesía. Poemas para iluminar nuestra existencia, Kimpres, Bogotá, 2012, pp. 149-154)